Publicado en Estudios sobre Tango y Lunfardo ofrecidos a José Gobello (Compiladores: Oscar Conde-Marcelo Olivari), Buenos Aires, Carpe Noctem, 2002, pp. 33-41.

En Mujeres y hombres que hicieron el tango, que quiere ser la quintaesencia de los muchos saberes que, a lo largo de medio siglo, José Gobello reunió en torno a esa música y sus conjuntos, se estampaba respecto a los versos de Celedonio Flores: “…sus tangos, compuestos en los alejandrinos más musicales y más redondos de toda la poesía argentina…”. No se trataba de ningún descubrimiento o caída de Saulo porque, casi un cuarto de siglo antes, el mismo autor había escrito en Tangos, letras y letristas que los de Cele eran “los alejandrinos más perfectos de nuestra literatura popular”. Sin embargo, muy poca atención crítica ha suscitado “el Negro” entre los estudiosos de la poesía argentina contemporánea pese a la innegable repercusión social de sus versos. De hecho, hasta 1964 no se encuentra un trabajo de cierta entidad, el debido a Juan Silbido, autor al que se suele citar muy poco, pese a ser de los primeros que se preocupó de documentar con cierta seriedad sus trabajos de investigación. La bibliografía que acompaña a esta colaboración no debe confundir con su relativa extensión -teniendo en cuenta, además, que, por la lejanía del autor a los centros de producción de bibliografía tanguera, puede haber obras de las que no haya tenido noticia- ya que se trata en su mayoría de apuntes o notas muy breves.

Por  la dificultad que presenta la datación cronológica de sus composiciones, me limitaré a comentar aquí los tangos elegiacos de Flores porque corresponden a la época en que las letras de otros autores comenzaban a incidir, de manera un tanto excesiva en ese campo. Y, sin embargo, no fue Cele autor que diera mucha cancha al lloriqueo y la cantinela de lo mejor de cualquier tiempo pasado. El propio Gobello nos advierte que “el negrito enjugó las lágrimas de Contursi con el pañuelo compadrón que llevaba en él cabalete y, como quien dice, pasó a otra cosa… (con) el aplomo… del hombre corrido que puede  mirar la vida como lo que es, agua que corre”. Efectivamente, Celedonio tenía demasiado sentido del humor y capacidad de distanciamiento para apuntarse al carro de quienes añoraban una más que improbable edad de oro.

En los clásicos latinos la elegía es un género más que nada formal a través de su expresión en el dístico elegíaco que, poco a poco, se va centrando en la manifestación de estados anímicos de pérdida y lamento. Catulo fijó sus caracteres, Tibulo la vinculó con la serenidad del campo, que luego tendría tan larga derivación en los “menosprecios de corte y alabanzas de aldea”, y  Propercio y  Ovidio la trajeron hacia sí para expresar sus cuitas de amores. En la Edad Media amplió sus metros originales y Boccaccio tituló como elegía su Fiammetta, también madre, tal vez, de la novela psicológica. Más tarde, Sannazzaro escribió tres libros de Elegiae y, poco a poco, fue tildándose de tal cualquier composición que, independientemente de la métrica, volcase su sensibilidad en el dolor y la tristeza por lo perdido. En la literatura española del Siglo de Oro, tras la cumbre de las coplas de Jorge Manrique y las selectas imitaciones latinas de Garcilaso,  Fernando de Herrera  la perfeccionó en su variedad amorosa y habrían de pasar siglos para que Miguel Hernández diera a la luz, el otro pináculo, la magistral Elegía a Ramón Sijé. Antes, la malevolencia de Góngora se había servido de su característico metro elegíaco, el dístico, formado por un hexámetro y un pentámetro, para largarle a Quevedo otra alusión a su cojera: “vuestros pies son de elegía”. Pero, entretanto, los más altos escritores europeos habían transitado por ella, desde Ronsard a Rilke, pasando por Milton, Gray, Schiller, Goethe o Holderlin, con su punto culminante en el siglo XVIII. La elegía se concretizaba ya, más que en un género, en una atmósfera de dolor contenido, de tristeza y melancolía, que expresaba tanto la pérdida de algo querido, como el difuso sentimiento de “lo que pudo haber sido y no fue”.  Romanticismo,  Modernismo y las fascinaciones de la contemporaneidad la redujeron a un segundo plano y la elegía se convirtió, sobre todo, en refugio de poetas chirles y hombres descomprometidos con su tiempo. Nadie se imagina a un vanguardista elegíaco y la presencia del género en el tango, salvando las precisiones que se harán,  obedece a razones más vinculadas con estructuras psíquicas miméticas y acopio de tópicos que a sentimientos verdaderamente trascendentes.

Con todo, es frecuente en las elegías tangueras, incluyendo las de Contursi, un matiz humorístico al que Flores no podía ser ajeno. Cuando en 1923 escribe en primera persona las octavas decasílabas y octosílabas de El bulín de la calle Ayacucho con un lunfardo nada rebuscado y perfectamente reconocible, está simplemente echando en falta un reducto donde hace menos de dos años –nada- el poeta se reunía para pasar unas horas de farra cantora y conversadora con los amigos. En efecto, y según el testimonio de José Servidio, autor de su música, las reuniones duraron hasta finales de 1921. Celedonio, con sólo 27 años, no mala situación económica y muchos amigos, no puede ser demasiado sincero cuando añora ese bulín pródigo en ratones –también según el mismo Servidio- porque ningún problema hubiera tenido para lograr cualquier otro espacio en el que hacer las mismas cosas. El pretexto dramático: “la piba mimosa y sincera que hacia el cielo volando se fue” es obviamente un apósito no basado en la realidad sino una concesión irónica a las agonías propias de los tangos de su tiempo. El objeto, pues, de la elegía es el propio bulín que, al concretizarse en esa ubicación real del número 1443 de la calle Ayacucho, adquiere un protagonismo ejemplificador de una etapa de la juventud que se ve en trance de evolucionar hacia otras metas. El abandonado –“rechiflado parece llorar”- resulta ser, pues, el apartamento que, al perder su presencia humana, ha pasado a ser una triste habitación más de conventillo.

Los versos que, con el título de Mi cuartito, Flores confeccionó para sustituir a los anteriores con motivo del decreto proscriptor del lunfardo emanado del general Pedro Pablo Ramírez, son ya definitivamente prescindibles. Su adjetivación tópica, los diminutivos socorridos, su tono sensiblero y falso proscriben, incluso, darle el título de elegía a una composición que en veinte años había perdido sus principales valores: la frescura, la ingenuidad distante, el mérito de ser un apunte, inspirado pero puramente ocasional, de algo que no pasó de la anécdota.

El menos famoso de los tangos elegiacos de Flores es Viejo coche que, con música de Eduardo Pereyra, cantó Rosita Quiroga en 1926. El personaje que lo enuncia es masculino pero la exclusividad que la deliciosa cantora de la Boca tenía por entonces de los tangos de Celedonio propició que fuera ella quien lo llevara al disco. También en segunda persona, se trata de cinco sextillas que incluyen una octavilla entre ellas, polimetría a la que tan aficionado fue el tango, aunque no especialmente nuestro autor. El poeta efectúa una identificación con su decadencia y la del coche para, sin solución de continuidad, evocar la complicidad con el viejo cochero que, como él, sólo espera el designio final de la vida. También aparece la innecesaria concesión al tópico: “¡Pero abierta está la herida / de la leyenda fingida / que me contó esa mujer!”. Historia de la que no se aportan más datos. Es una letra, evidentemente, de relleno que poco contribuye a la gloria de su autor.

Mucho más inspirado resultó Viejo smoking (1930) en el que, con economía verbal y un estupendo equilibrio entre naturalidad expresiva y retórica literaria, se nos cuenta una historia, también a través de la segunda persona, servida por unos irreprochables versos de dieciséis sílabas, que se hacen octosílabos en los estribillos. Fue Gardel, que también lo interpretó en los pioneros y entrañables cortos para el cine de Morera, quien lo grabó, con música de Barbieri, para fortuna de sus oyentes.

Fértil en términos lunfardos, coloquial y literario, en él se avista esa combinación de lo culto y lo popular que suelen destacar los comentaristas de la poesía de Flores, así como ese sentimentalismo sin cursilería que, a menudo, alcanza la ocasión de conmovernos. Desde su primer verso es notable tal pericia combinatoria. Tras la función apelativa que personifica a la prenda instándole a campanear el cotorro, la imagen poética y desoladora a través del participio “despoblado”. En el segundo verso se incrementa la dinamización que vivifica las cosas: esa “catrera compadreando sin colchón” y, a continuación, la entrada del protagonista del que ya se nos marca su triste situación: “ha perdido el estado”. En la comparación, “como perro de botón”,  la nota humorística, que desdramatiza lo que, al cabo, no es sino la historia de alguien que vivió sobre sus posibilidades.

En el segundo serventesio  la efectividad del discurso narrativo se advierte en la rica información que se nos da en sus cuatro versos. Poco a poco, todo ha sido empeñado y sólo el smoking se conserva como imagen y símbolo de un pasado al que no se quiere renunciar porque constituye un sueño que fue real. Todavía tiene tiempo para la metáfora coloquial: “se dio juego de pileta y hubo que echarse a nadar” y, también,  para la reflexión desiderativa: ese “sueño, del que quiera Dios que nunca me vengan a despertar”.

En el primer estribillo, la elección de las imágenes no puede ser más precisa: la lunfarda alusión a las lágrimas que las mujeres vertieron en él: “cuánta papusa garaba / en tus solapas lloró” y la metonimia personificadora: “solapas que con su brillo / parece que encandilaban/ y que donde iban sentaban / mi fama de gigoló”.

Ahora, los serventesios van a servirse de la enumeración para describirnos la situación a que ha llegado el otrora rey del cabaret. Pero el golpe de efectividad está en los dos últimos versos, a mitad de camino entre el patetismo y el humor, que hacen que nos identifiquemos con la cuita de este nuevo “patotero sentimental”: “Vas a ver que un día de éstos te voy a poner de almohada, / y tirao en la catrera, me voy a dejar morir”.

Vuelve el estribillo final al motivo de las solapas, pero es la propiedad en la descripción: “…cuántas veces/ la milonguera más papa / el brillo de tu solapa / de estuque y carmín manchó”,  la materialidad de esos revoques, lo que nos hace sentir de verdad el pequeño drama, que todavía sabemos oír a Gardel con idéntica emoción.

Si en los tangos anteriores lo elegíaco se vinculaba a lo personal, con lo que el componente ético que -como también señaló Gobello- aportó Celedonio al tango, estaba ausente de estas elegías, en ese hermoso y raro poema que Flores tituló Corrientes y Esmeralda a la elegía se superponen la pequeña historia, el suave humorismo, la mueca compasiva, la generosa admiración y la implicación personal del vate en el corazón de la que fue su ciudad.

Desde la primera vez que leí esa letra –hará más de veinticinco años- me atrapó con su magia, su extrañeza y, también –por qué no- con su acopio de datos. Tardé bastantes años más en oírla porque Gardel, con su elegancia, no pudo cantarla, aunque bien lo pudiera haber hecho en forma de guiño cómplice. No sé si fue la versión de Ángel Vargas o la de Carlos Acuña, ambas excelentes, la primera que llegó a mis oídos, pero es uno de los pocos  tangos que no hace falta escuchar para que nos entre.

Eduardo Romano nos dice que fue escrito en 1922, aunque llama la atención que no fuera incluida en Chapaleando barro (1929) y sí en Cuando pasa el organito (1935), lo que, dada su calidad, hace pensar en por qué, de estar escrita,  no la incluyó  Celedonio en su primer poemario que contiene otros cantos de menor calidad a distintos reductos ciudadanos. Fuera como fuese, estos serventesios dodecasílabos, cuyas claves tan bien nos explicaron Gobello, otra vez, y Bossio, en 1975, contienen, junto a los consabidos elementos postmodernistas tan queridos por nuestro poeta, otros que lo aproximan a las vanguardias. Y no sólo por la inventiva verbal sino por la luz de varias de sus imágenes.

Si en las rimas está también esa audacia modernista –a ningún ignorante se le ocurre rimar “cross” con “novecientos dos”-, el binomio adjetivo-sustantivo “rante canguela” o nombres con su complemento como “curdelas de grappa y locas de pris”  son experimentos ya muy atrevidos para la poesía primisecular, lo mismo que la inclusión de nombres propios reales en el penúltimo serventesio, procedimiento que también llevarían a cabo algunos componentes de la llamada Generación del 27.

  Corrientes y Esmeralda tiene la particularidad, entre tantas otras, de que el poema termina con una EPSON scanner image promesa ya cumplida: ese “te prometo el verso más rante y canero/ para hacer el tango que te haga inmortal”. Es, sí, una forma de establecer esa comunicación personal intensa con  el Buenos Aires que Celedonio Flores vivió y ayudó a dar fama y, también, una suerte de implicación vital en un poema en el que el yo no tiene otra cabida que la de mero observador privilegiado.

He hablado de poema “raro” y algo se ha justificado en los párrafos anteriores, pero desde la sorprendente utilización de la forma  verbal  del inicio “Amainaron” hasta esa metáfora deportiva de los últimos versos: “cuando con la vida esté cero a cero”,  un despliegue de originalidad recorre los seis serventesios coronados por un quinteto que, junto a las peculiaridades aludidas, no desdeña el verso cálido, familiar y hasta elemental: “te ofrece su afecto más hondo y cordial”. Lunfardo, vanguardia, lenguaje coloquial, humor y exactitud topográfica nos contemplan desde este poema al que puso una bella música, como suya, Francisco Pracánico.  No sabemos qué admirar más si la precisión de las alusiones históricas, la afectividad de buena índole que respira para personas y cosas o la inventiva verbal  de las estrofas tercera y sexta que hay que volver a transcribir porque su lectura nos exime de una glosa que sería, por la multiplicidad de sugestiones, tal vez cansadora.

El Odeón se manda la Real Academia,

rebotando en tangos el viejo Pigall,

y se juega el resto la doliente anemia

que espera el tranvía para su arrabal.

Te glosa en poemas Carlos de la Púa

y el pobre Contursi fue tu amigo fiel…

en tu esquina rea, cualquier cacatúa

sueña con la pinta de Carlos Gardel.

Creo que el tango no alcanzó nunca esta altura textual aunque Discépolo, inventor de tantas otras excelentes originalidades, le anduvo cerca en Fangal. Soy de los que piensan, y alguna vez habré de escribirlo, que el sobrevalorado Manzi se columpió muchas veces en su intento de fundir el sentimiento con lo existencial, lo metafísico con lo visual.  Por eso creo que el negro Cele no ha sido valorado como merecía y el análisis pormenorizado de su obra aguarda aún al estudioso o al lector con sensibilidad. Sus giros lunfardos tienen tanto la desfachatez del auténtico reo, como la libertad del hombre culto que sabe fundir sus lecturas con el lenguaje de la calle para lograr un idioma rico, original y lleno de color. Su economía de medios, tan presente en textos que están en la mente de todos y en otros menos famosos como La historia de siempre. Su veta satírica, que puede llegar a ser desgarrada, tiene otras veces la fibra patética de quien ha sentido el dolor de tantas vidas consumidas en el barro. Se ha destacado, pero apenas se ha estudiado, su veta social, su ternura para la mujer aunque un soneto como el, por otra parte, estupendo Biaba parezca desmentirlo. Igualmente, puede verse en él un apunte irónico y, desde luego, está lejos de la bestialidad para con la hembra de Buen remedio de Yacaré o de muchos versos de Julián Centeya. Además de sus conocidos tangos Pan o Sentencia, en otros poemas como Oro viejo o Chorro aparece,  bien, como en el primero, su indignación contra el repugnante matón de comité, bien, como sucede en el otro, su compasión de hombría de buena ley para quien no ha podido ser otra cosa. Poemas como El perro flaco desdeñan la sensiblería y nos hablan con unas notas de modernidad que quizá no se perciben bien desde un siglo que invoca –lo que da pábulo al optimismo histórico- los derechos de los animales. Sus poemas descriptivos tienen cimas como ese hermoso y brutal Arrabal salvaje, por no hablar de las numerosas pinturas de los barrios  y topografías de Buenos Aires. Hasta la intertextualidad, hoy en tantas bocas, no le fue ajena como puede comprobarse en el bienhumorado pastiche que tituló Sonatina.

Como versificador, se desenvolvió con gusto y naturalidad lo mismo en el romance que en el difícil verso largo –compuso muchos poemas con versos alejandrinos y hasta de dieciséis sílabas-, sin duda influenciado por sus amplias lecturas modernistas. Bebió en Carriego pero sus alientos fueron de más largo alcance. La asonancia fluye en Celedonio con naturalidad y belleza, véase si no ese prodigio de fluidez que es la milonga Chatita color celeste. Su poética nos la dejó bien servida –y, por supuesto, también con sus chispas de ironía-. en poemas tan bien compuestos y directos como los de La musa mistonga de los arrabales, Por qué canto así, Musa rea o Versos.

Desconozco el número de tangos que llegó a componer Cele pero tengo registrados alrededor de ciento cuarenta. Como no puede ser de otra manera, hay varios prescindibles pero cualquier aficionado sabe que otros muchos  son la historia del tango y en varios aspectos alcanzó la categoría de pionero.  José Gobello, en su Crónica general del tango, nos señaló que con  sus versos titulados Por la pinta y, luego, Pelandruna refinada, en el registro del negro Ricardo o Margot, en la grabación gardeliana, trajo un acento nuevo que comenzó a enjugar cachadoramente las lágrimas que al tango había puesto Contursi. Tampoco debe olvidarse que Chapaleando barro (1929) es uno de los primeros libros en que la poesía lunfarda alcanza unos caracteres que, como sucede en La crencha engrasada, tan sólo un año anterior, superan la exclusiva fijación al bajo fondo. Antes de estos, sólo cuatro poemarios lunfardos habían llegado al libro: Versos rantifusos (1916) de Yacaré, El arrabal porteño (1923) de Silverio Manco, Vigilante y ladrón (1925) de Alberto Arana, (Garbino) y ¡Semos hermanos! (1928) de Dante A. Linyera. Como estampó Jorge Gottling, que  considera a Flores el más perfilado de los poetas que haya dado el tango, sus versos “inauguraron la reflexión sobre el arrabal, un campo de acción interior más que una concreta referencia al catastro”.

El lugar de Celedonio Esteban Flores en la poesía popular del Río de la Plata es indiscutible. Pero poemas como Corrientes y Esmeralda y otros de los aquí citados le otorgan también un lugar en la poesía sin adjetivos de la nación argentina.

Flores, Celedonio Esteban

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

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-SIN AUTOR, “Celedonio Esteban Flores. El último vate porteño”, Tango. Un siglo de historia. 1880-1980. Fascículo nº  9, pp. 33-36.

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-, “Celedonio Flores”, El Lunfa nº 2, Noviembre 1977.

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-TEDESCO, Luis Osvaldo, “Apéndice, notas y testimonios” a Celedonio Flores, Cancionero, Buenos Aires, Torres Agüero, 1977.

-WOJSKY,  Zygmunt “Mano a mano en polaco”, Comunicación académica nº 1317, Buenos Aires, Academia Porteña del Lunfardo, 1 de marzo de 1973.

 

(Publicado en Aragón Digital, 16 de marzo de 2023)

Ya hace algún tiempo que empezó a anunciarse, con mucha pompa, fanfarria y no menos dispendio, el que llaman «Vino de las piedras». Tardé en enterarme a qué se refería y resultó ser el viejo Cariñena, cuyo Consejo Regulador de la Denominación de Origen había recurrido a este apelativo, quizá pensando que, pese a la excelencia del producto, algunos ignorantes asociaban Cariñena al vinazo de batalla de toda la vida. Lo cierto es que en el pasado, cuando se nombraban los vinos de Cariñena, el Priorato, Jumilla, Jerez o Valdepeñas, se hablaba de buenos caldos cultivados en tierras que eran las mejores del país para producirlos, Pero he aquí que, de pronto, el esnobismo apareció y señores químicos de mucha prosopopeya ayudaron a los nuevos ricos, en general, cantantes, futbolistas, actores y gentes a quienes les iba bien en sus negocios, a obtener vino tinto de alguna cualidad en lugares como Andorra La Vieja, a 2.000 metros de altura, Asturias, Segovia y otros desbarres por el estilo.

Daba igual que la relación calidad-precio fuera un desmán en relación a la de los vinos tradicionales. Quienes querían estar “a la page” se gastaban lo que fuera por beber el vino de Serrat, Julio Iglesias, Beckham, Brad Pitt o Antonio Banderas o por invitar a sus amigos a ese vino casi acariciado por las olas del Cantábrico o las nieves perpetuas. Los enólogos, bien dirigidos económicamente por el marketing bodeguero, recomendaban esos experimentos, como la caterva de doctores en perrología te aconseja como “mascota” un aborto de la genética perruna que no puede ni moverse, en vez de un pastor alemán, un perdiguero de Burgos o un chucho callejero de Valladolid, que de allí procedían los célebres Cipión y Berganza del cervantino El coloquio de los Perros, cuya lectura debería recomendarse a quienes hoy compran o adoptan un cánido.

Por cierto, ningún amante de los lobos y sus descendientes debía dejar de visitar en su visita a la capital la deliciosa estatua erigida por el Ayuntamiento de Madrid en memoria del perro Paco en la esquina de la calle Huertas que confluye con la de Jesús y a pocos metros del Paseo del Prado. La iniciativa se debe a Manolo González, presidente de la Asociación de Comerciantes de El Rastro y al empresario y promotor artístico Manolo Marqués y, ¿por qué ocultarlo? al firmante,  que escribió una relación sobre la historia de este perro tan quierido por los habitantes de Madrid a mediados de los ochenta del pasado siglo XIX. Estar con el perro Paco es estar en la vanguardia, pero no en la de los lechuzos, sino en la de verdad, en la de Rimbaud y los fumistas.

Los queridos compañeros perrunos hacen que nos olvidemos del Cariñena, que, junto a otras, es la más antigua de las Denominaciones de Origen desde 1932. Se han encontrado vasijas que lo contenían del siglo III antes de la era cristiana y un monarca tan serio y respetable como Felipe II fue recibido en 1585 con sendas fuentes dispensando vino tinto y blanco. Lo mismo me sucedió a mí cuatro siglos después en las fiestas patronales. Ya no quedaba manando más que la de vino tinto, a la que me amorré con entusiasmo juvenil que disipó un tierno infante proyectando un balonazo al líquido que colmaba la pileta y me puso perdido, lo que llenó de alegría al nene y castigó mi afección al vicio.

Si no sabía usted que el Conde de Aranda obsequió a Voltaire con vinos de la comarca, se lo recordarán los sabios del Consejo Regulador que nos cuentan que el genial enciclopedista comentó: “Si este vino es de vuestra propiedad (…) la tierra prometida está cerca”.

Lo dijo François-Marie. No hay más que hablar: punto redondo.

                                       

                                                                                              

El botijero

(Publicado en Aragón Digital, 23-24 de febrero de 2023)

La tentación de sentirse artista parece que sobreviene a cualquier persona. Incluso aquellas que en su vida cotidiana comprueban que sus aptitudes son medianas, es fácil que se apresten a hacer música, literatura, bellas artes…

En estos tiempos de inclusión obligatoria y exclusión del disidente, en cualquier momento inventarán el delito de prohibir el desengaño y será penado el intento de disuadir a cualquier individuo de que cultive disciplinas para las que no sólo se necesita una muy larga preparación sino una predisposición natural o genética que aparece raramente. Cada realización tiene su nivel o su casilla y, si bien todo el mundo tiene el derecho de intentar escribir, pintar, hacer música, o cine y procurar perfeccionarse en tales prácticas, ha de tener el talento y la modestia de percibir que el verdadero artista lleva dentro el genio –el gen- y  el resto sólo puede aspirar a la artesanía.

La cocina –hoy llamada restauración o gastronomía, palabras que significan otra cosa- ha conseguido abrirse un hueco en esa primera división de las artes, cuando, en propiedad, tampoco podría llegar a aspirar más que a la artesanía. Entiéndase que es perfectamente lícito titular “El arte de la cocina” un libro, programa o congreso, pero sólo si la palabra es utilizada en el sentido de habilidad, buen hacer, oficio… Cuando un cocinero se cree artista, aunque sea tan bueno como el repostero de El Celler de Can Roca, pasan cosas como esta: 

Jordi Roca declaraba a un periodista de El Mundo (9-X-2017): “… estamos incorporando a nuestra pastelería una crema de libro viejo hecha con la técnica del enfleurage: untando con grasa desodorizada, se capta el aroma de las flores, se disuelve en alcohol y luego se destila para obtener el aroma absoluto. Pero en lugar de usar flores, usamos páginas de libro viejo y obtenemos ese aroma de librero”.

A mucha gente estas cosas le parecen glamourosas pero quienes no se dejan llevar por las tontadas de moda e, incluso quienes verdaderamente llevan el glamour en su personalidad todo esto le suena a majadería con pretensiones. Escuchemos a alguien que sí lo poseía, Marlene Dietrich:

El glamour reside en la seguridad física y mental, en saber que, sea cual sea la situación, estás a la altura.

Cuando se define el arte no se debe olvidar su condición de actividad gratuita, es decir, que quien lo goza y aprecia no recibe gratificación material alguna, sino una felicidad o bienestar conceptual y sensitivo que traslada su percepción a otros niveles. El propio Darwin escribió en El origen del hombre, acerca del arte considerado más conceptual:

“Como ni el disfrute de la música ni la capacidad para producir notas musicales son capacidades que tengan la menor  utilidad para el hombre (…) deben catalogarse entre las más misteriosas con las que está dotado”.

Como apenas hay neurociencia musical anterior a 1980, sabemos todavía muy pocas cosas pero todos hemos apreciado la tenacidad de la memoria musical y ahora se trabaja con ella en los procesos  degenerativos de la mente. Oliver Sacks en su apasionante Musicofilia nos informa de otros muchos misterios sorprendentes, así el caso de Tony Cicoria, que, tras ser alcanzado por un rayo, fue poseído por la música de una forma tenaz y abrumadora.

Sin embargo, la música, que a la mayoría nos arrastra, no es para todos. Un genio indiscutible como Dalí, además de olvidarse de la danza, la colocó la última en su orden de las artes: Pintura, escritura, escultura, arquitectura, cine y música.

Sea como sea, aprovechemos el genio ajeno para disfrutar de las artes que nos afecten y, si nos sentimos artistas, no olvidemos que el arte surge del conflicto, el sufrimiento y la inadaptación. Es preferible apuntarse a la artesanía y hacer botijos o diseñar moda, actividad esta última, al parecer, accesible hasta para los campeones en burricie.

Comunicación académica a la Academia Porteña del Lunfardo nº 1323. Buenos Aires, febrero, 1994, con adiciones posteriores.

                              

En una anterior comunicación (1.210), “La introducción del tango criollo en España”, entre muy variados datos, proponía como el primer disco de tango publicado en España un Odeón de 27 cms, nº 41505, que contiene “De vuelta al pago” de la Rondalla Vázquez de Buenos Aires, editado en 1907, es decir, contemporáneo a la grabación de la Guardia Republicana de París para la casa Gath & Chaves. Investigaciones posteriores me llevan a rectificar este dato pues la casa Zonophone -filial de Gramophone- en su página 5 del catálogo general de Mayo de 1904, sólo un año después de la introducción del disco en España, anunciaba 15 discos -naturalmente, de una sola cara- cantados por «el señor Alfredo Munilla» en el que aparecen varias milongas y un tango, relación que paso a enumerar:

-x 1211 Revolución del 90, Milonga.

-x 1200 A los rotos, Milonga.

-x 1210 A Santos Vegas (sic), Vals.

-x 1212 Décimas de amor.

-x 1207 Los Chingolos. Estilo Criollo.

-x 1205 Verbena chilena.

-x 1203 Contrapunto de un Gallego y un Napolitano.

-x 1204 Ensalada Criolla.

-x 1202 Batifondo en un café concierto.

-x 1201 Las Golondrinas de Becker (sic).

– 11207 Cualquier día, Tango.

– 11212 La Zamacueca, Baile Nacional Chileno.

– 11213 Saludo a Paysandú.

– 11217 Estilo Zarzuela, La Esquila. (En este caso parece evidente que título y forma cantable andan trastocados).

– 11203 A la memoria de Vázquez, Vals.

  En dicho catálogo, poco más abajo (pags. 7 y 8), aparece otra relación de  dieciséis discos «cantados por el señor Arturo de Navas» (sic), que transcribo.

-x 1120 Pericón Nacional, Con voces de mando.

-x 1222 Las monedas, Canción criolla.

-x 1223 La Flauta de Bartolo, Milonga.

-x 1224 El Criollo americano, Estilo.

-x 1225 El botero Genovés, Montevideano.

-x 1226 Cauta, punto criollo.

-x 1227 Abajo la careta, Tango y estilo.

-x 1228 Ensalada criolla, Ultima escena.

-x 1230 Amor platónico, equívocos.

– 11230 Mujer oriental, Estilo criollo.

– 11235 El Inválido y la Mendiga, Canción triste.

– 11237 Amor de madre.

– 11238 El Carretero, Aire Nacional.

– 11242 La Tapera, Estilo.

– 11245 Décimas de A. de María.

– 11247 Carcajada del negro Juan, Canción.

  Dichos discos desaparecen del catálogo en su edición de 1905 pero, a través de estos datos, puede comprobarse en qué fecha tan lejana se conoce el tango, la milonga o el tango-milonga en España.

  Como curiosidad adicional puede decirse que “Cualquier día” era una placa de 17’5 cms. y que se vendía al precio de 2’75 pts., mientras que “¡Abajo la careta!” tenía un diámetro de 25 cms. y costaba exactamente el doble, 5’50 pts., precio bastante respetable para esta primera época en la que todo lo relacionado con la fonografía era artículo de lujo.

  Es muy difícil establecer cuál de ellos se pondría en primer lugar a la venta puesto que la numeración no siempre es acorde con su lanzamiento. De cualquier modo, aquí aparecen varias grabaciones de fecha muy anterior a las que vienen siendo consideradas como las primeras que contienen tangos llevados a la reproducción por medios mecánicos, lo que me parece un hecho señero. Otra cosa sería dilucidar musicalmente el género de estas interpretaciones.

  Los discos Zonophone de la serie 11200 son los primeros que salen en la Argentina y fueron grabados a fines de 1901 o principios de 1902, año en que dicha firma discográfica ya figura establecida en Buenos Aires. Así, sus discos aparecen anunciados en la prensa en Agosto de dicho año con lo que parece normal que pasaran a España en la fecha que arriba se cita.

  Poco debo decir del tan popular payador uruguayo Arturo de Nava[1], bien conocido por los aficionados y estudiosos tangueros. Respecto a Alfredo Munilla, actor de la plantilla de José Podestá, grabó en varias ocasiones con Diego Munilla[2], probablemente hermano suyo nacido en Buenos Aires el 12 de Agosto de 1873. No dispongo de otros datos sobre el personaje.

  En cuanto a la relación de discos de este Alfredo Munilla editados en España por Zonophone, es suficientemente conocida la «revista callejera en un acto y tres cuadros» con música de García Lalanne, Ensalada criolla (1898), del uruguayo Enrique de María[3], donde tres compadritos bailan un tango con su pareja. García Lalanne había compuesto tanto piezas de género chico como tangos que, a veces, fueron incluidos en diversas piezas. Populares son, asimismo, algunos de los diálogos, que luego, grabarán los Gobbi o el “Saludo a Paysandú” de Gabino Ezeiza. La milonga “Revolución del 90” fue grabada por José Corrado. De la milonga “A los rotos” y el tango “Cualquier día” no tengo referencia alguna.

  Los discos de la relación de Nava son más conocidos. Además del popular Bartolo[4], arreglado por Heargraves, conocemos el sainete ¡Abajo la careta! de Enrique Buttaro[5] con música de Antonio Podestá, estrenado en junio de 1901 por José J. Podestá, alguno de cuyos fragmentos fue cantado por los Gobbi. El tango aparece en él, como aparecía en Justicia criolla (1897), del catamarqueño Ezequiel Soria (1873), considerada como la primera obra que detalla la coreografía del tango argentino.

  Se sigue discutiendo el origen andaluz o negro de tangos y milongas como los que incluyen Juan Moreira y otras obras de A. Podestá; Julián Jiménez (1891) e Ituzaingó de Abdón Aróztegui o El año 92, revista política a imitación de la española El año pasado por agua, también de Ezequiel Soria.[6]

Como curiosidad adicional, puede añadirse que en los inicios del cine mudo argentino, Eugenio Py rodó varios cortometrajes producidos por la Casa Lepage. En uno de ellos, El tango argentino (1900), se escenificaba el baile del mentado tango «Abajo la careta» con la participación de uno de los primeros bailarines de los que se tiene noticia, “El negro Agapito”, ayudante en los sketch y pantomimas del famoso actor circense José Podestá (Pepino el 88). El circo fue el auténtico origen del tango en el escenario (V. Raúl H. Castagnino, Circo, Teatro Gauchesco y Tango, 1981). Se dice que el citado film se exhibió en España e Italia.

  En todo caso, los estudiosos argentinos tendrán más facilidades que yo para establecer la verdadera identidad y la historia discográfica de este, hasta ahora, esquivo personaje, Alfredo Munilla, así como de los temas -algunos bien conocidos por los coleccionistas, especialmente los de Arturo de Nava- que se editaron en España en tan temprana fecha[7].

Rondalla Vázquez


NOTAS    

[1] Datos sobre su biografía pueden encontrarse, por ejemplo, en el Diccionario de payadores de Amalia Sánchez Sívori. Plus Ultra. Buenos Aires, 1979 y, más contrastados, en Víctor di Santo: El canto del payador en el circo criollo. Edición del autor. Buenos Aires, 1987.

  La fama de Arturo de Nava -el cantor que más cilindros grabó en la época del fonógrafo- llegó a tal punto que Rubén Darío le dedicó una décima. Entre sus primeras grabaciones editadas figuran las canciones, “La caperita” (cilindro Parynis de 1902) y “El usurero Paredes” (disco Zonophone de una sola cara de 1903).

    [2] Diego, hijo de Juan J. Munilla y Clara Moreno, fue legitimado en 1876 en que se casan sus padres. Además de sus discos, es conocida su payada con Villoldo en los altos del mercado de Lorea. Se conoce también alguna composición suya, como la milonga “El mentiroso”.

    [3] Sobre este autor puede consultarse con provecho el muy erudito ensayo de Jacobo A. de Diego, «La Revista también tiene su historia» en Grotesco y Revista, Buenos Aires, V. C., 1987.

    [4] También fue grabado por Diego M. Munilla en un disco Victor de una sola cara.

    [5] Sobre este autor nacido en 1882 y muerto en la temprana fecha de 1904 revela interesantes datos la fundamental obra de Blas Raúl Gallo, Historia del sainete nacional, Buenos Aires, Quetzal, 1958, pp. 79-84.

    [6]  Para la cuestión de la filiación de los primeros tangos teatrales es fundamental la obra de Raúl H. Castagnino, Circo, Teatro Gauchesco y Tango, Buenos Aires, Instituto Nacional de Estudios de Teatro, 1981. Respecto a otras cuestiones tratadas, además de la clásica obra de Gallo, véanse, por ejemplo, la comunicación académica nº 1272 de don Luis Ordaz: “Primeros tramos del tango criollo en el teatro más popular de Buenos Aires” o el trabajo «El lenguaje del sainete campesino primitivo y el habla de la porteña ‘lunfardía'» en el reciente Libro de los treinta años de la Academia Porteña del Lunfardo editado por Fraterna, Buenos Aires, 1983. El docto académico ha publicado otros muchos trabajos sobre este tema entre los que destacan El teatro en el Río de la Plata, Buenos Aires, Futuro, 1946. “El sainete” en Breve historia del teatro argentino, T. VI, EUDEBA, Buenos Aires, 1964. El tango en el teatro nacional, Buenos Aires, Corregidor, 1977. “Zarzuelistas y saineteros” en La vida de nuestro pueblo nº 25. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.

    [7] Algunos de los datos aquí reflejados se deben a informaciones reclamadas a los sabios amigos Bruno Cespi, Héctor Lucci, Antonio Massísimo y Hugo Vainikoff.

(Publicado en Aragón Digital, 25-26 de enero de 2023)

Lo mismo podrían decir los habitantes de La Puebla de Albortón (Zaragoza), el término municipal de subyugantes paisajes lunares, origen y solar natal de la familia del libertador y héroe nacional del Uruguay, José Gervasio Artigas (1764-1850). Concretamente, fue su abuelo, Juan Antonio Artigas, el último de la familia que dejó el pueblo para, como militar, recalar finalmente en Buenos Aires y después en Montevideo, ciudad de la que, junto a su mujer Ignacia Javiera Carrasco y a las órdenes de su primer gobernador, Bruno Mauricio de Zabala, fue uno de sus fundadores, allá por 1725. El hijo, Martín, y el nieto, José Gervasio, el citado libertador, siguieron la carrera militar del abuelo y se convirtieron en una familia poderosa y patricia.

También en La Puebla de Albortón, los Artigas habían sido la familia preponderante y habitaban la gran casa-palacio del pueblo, de estilo renacentista, construida en ladrillo con galería de arquillos y sobresaliente alero, que permaneció en pie hasta finales del siglo XX, y hoy ya no existe. Pero, he aquí que los uruguayos son fanáticos de su héroe nacional, cuya gran estatua ecuestre preside la mejor plaza de Montevideo y que, además de libertador, fue hombre generoso, republicano y defensor de los indígenas, por lo que, como suele suceder a quien ejerce los buenos sentimientos, terminó su vida en el exilio, en este caso, paraguayo. Así pues, el 19 de mayo de 1992, el embajador en España Julio Aznárez entregó 30.000 dólares a la Diputación de Zaragoza para “reconstrucción de la Casa de los Artigas”, que amenazaba ruina. La reconstrucción consistió en tirarlo todo abajo y hacer un edificio nuevo –bien feo, como es de rigor entre nuestros arquitectos- con el fin  de utilizarlo como centro cultural con el nombre de “Biblioteca José Gervasio Artigas”.

Cuando el 17 de abril del año 2000 los uruguayos vinieron a la ceremonia de inauguración se echaron las manos a la cabeza. Ellos creían que el edificio se iba a limpiar, adecentar para que quedara como testimonio. Pero acá, en el mejor de los casos, dejamos la fachada y aquí paz y después gloria. Fuera escaleras regias, suelos marmóreos, rejerías, molduras y demás. Eso no pega con las oficinas, las salas de masaje, las consultorías… ni con los mínimos apartamentos previstos. En La Puebla ni siquiera dejaron la fachada, procedimiento que se suele utilizar para tapar las vergüenzas del desmán interior, que consiste en ir del infinito al cero. Cuando algún visitante se quejó de la suplantación del edificio, un rústico del municipio  sentenció:

¡No estará ahora mejor que antes!

 La cosa no tenía remedio y los uruguayos han vuelto varias veces a honrar a su héroe, cuyo busto, copia de otro esculpido por Pablo Serrano, que figura en la capital uruguaya, preside una plaza en el pueblo e incluso en el año 2012 apareció por allí el famoso expresidente José Mujica, que se marcó uno de sus lucidos discursos agradeciendo a la vida el cumplimiento de uno de sus sueños, al que contestó el presidente aragonés Javier Lambán, que para eso es doctor en Historia, llamándole “epígono del Libertador” y otras flores.

Uno, que desde niño cree que el progreso exige el conocimiento de lo antiguo, hubiera preferido mantener el caserón de los Artigas y edificar la casa de Cultura en otro sitio, que no falta lugar en La Puebla de Albortón y hasta para hacerla de mármol, que tampoco faltan canteras en las inmediaciones. Más, cuando, quitando la Iglesia, el pueblo no tiene mucho que enseñar.

Sin embargo, no todo ha de ser ver la viga en ojo propio: en un reciente viaje recalé unos días en mi querido Montevideo y reparé en un gran solar cercano al puerto, rodeado de vallas y lleno de letreros en los que se explicaba que allí se hallaba la casa de los Artigas, donde iba a edificarse un gran centro cultural. La casa había sido declarada Monumento Público en 1975 pero el casi medio siglo transcurrido había sido aprovechado para derribarla hasta sus cimientos, acordar con la Facultad de Humanidades una investigación del sitio, proceder a la elaboración de un proyecto arquitectónico y hacer un llamamiento a la cogestión del Espacio Casa de Artigas para que organizaciones sociales y vecinos den sus ideas sobre los usos futuros del inmueble. Desde entonces, allí está el solar viéndolas venir.

Así que ninguna de las casas de Artigas ha sobrevivido a sus admiradores. De ahí, mi recurrencia al refranero, aunque sea corrigiéndolo, para titular esta crónica.

                                                           

(Publicado en Ingenios musicales 1850/1951. Colección Mur, Huesca Diputación Provincial, 2022, pp. 40-55)

La historia de la Humanidad se hubiera contado de modo diferente de haberse podido conservar la voz. Los creyentes podrían confirmar sus certezas al escuchar a Yahveh dictando las tablas de la Ley a Moisés y, de hecho, los libros sagrados eran un sustitutivo de la voz; de ahí, la importancia de lo que estaba escrito. Hoy día, no esperamos de los libros que nos traigan la verdad sino, en todo caso, escolios sobre ella. En el caso de no ser creyentes, podríamos invocar la voz de Homero, Platón, Salomé, Julio César, Carlomagno, el Arcipreste de Hita, Shakespeare o Napoleón en alguno de los momentos culminantes de sus vidas

Pero hubo que esperar mucho tiempo para ambicionar esa posibilidad. Ya en el siglo XVII el fabulista La Fontaine, para ejemplificar lo inconcebible, escribía: “El día en que las máquinas hablen”. Y las máquinas hablaron sólo dos siglos después, recién iniciado el último cuarto del siglo XIX, profuso en maravillas, en el que la tecnología se disparó, sobre todo, tras la revolución incomparable de la electricidad. De pronto, advinieron el  fonógrafo, el micrófono, el frigorífico, la bicicleta de pedales, el automóvil,  el ascensor, el telégrafo eléctrico, las vacunas de Pasteur, el cinematógrafo, los rayos X… al tiempo que el psicoanálisis revolucionaba los presupuestos del hombre sobre sí mismo.

El trascendental invento de Edison llegó a España con más celeridad de la que podía pensarse. Aunque los estudios sobre la fonografía española son escasos, recientes y parciales, el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología conserva una pieza que perteneció al Instituto San Isidro: un fonógrafo de 1877, el modelo original más pequeño de Edison, con número de serie 21.

Pero si queremos acudir a lo que sería la primera relación de un español con el fonógrafo, El testamento fonográfico (1895) de Publio Heredia nos cuenta que fue un mallorquín, cuyo nombre no revela, que viajó hasta Menlo Park para visitar a Edison. Éste, para impresionarle, había grabado en el aparato su saludo en español: “Buenos días, señor, ¿cómo está usted?”. El caballero, tal vez pensando que le estaban tomando el pelo, contestó al fonógrafo con un trabalenguas en catalán: “Setze jutges d’un jutjat mengent fetje d’un penjat[1]”.

La noticia del invento tarda poco en llegar a España: Revista de Andalucía, 2-I-1878 (p.12) ya habla de “ese instrumento que fotografía los sonidos” y en El bien público (20-4-1878), un tal F.C.B. escribe al director una nota fechada el 17 de dicho mes:

Ayer vi, o mejor dicho oí funcionar el primer fonógrafo Edison introducido en España, cuyo aparato sufrió un fuerte golpe en la aduana de Port-Bou que le hace pronunciar la “o” muy oscura (…) Su coste no excede de 90 duros; sin embargo, es fácil que se venda pronto a más bajo precio, como ha sucedido con los teléfonos Bell, que ya se dan a 4 duros.

Parece ser que un tal Dalmau inició en 1878 la actividad importadora y el 12 de  septiembre de dicho año organizó una audición de cilindros Edison en el Ateneo Libre de Barcelona. Tomás Dalmau y García fue hijo del músico y óptico Francisco Dalmau, ambos pioneros de la electricidad en España. A la sesión asistieron personalidades como el Capitán General de Cataluña, a quien saludó el fonógrafo, y artistas del canto que dejaron su voz grabada. Constan los nombres de quienes pudieron ser los primeros intérpretes que dejaron su arte en el gramófono: las señoritas Wehrle y Rovira que cantaron, respectivamente, un aria de El barbero de Sevilla y una arieta de Verdi, mientras  el tenor Rincón y el barítono Puigjaner entonaron piezas de música española e italiana. También Feliú y Codina, futuro autor de La Dolores, recitó una poesía catalana. Esta fue la primera audición pública del fonógrafo en España tan sólo un año después de su patente.

El 3 de febrero de 1879 se presentó en el número 86 de la madrileña calle Preciados la Sociedad El Fonógrafo, formada por cuatro artilleros que habían abandonado el arma en 1873: los señores Ibarra, Berastegui, Pimentel y Perojo. Enfocada a la prensa, parece ser la primera sesión pública del fonógrafo que se dio en Madrid. El fonógrafo reprodujo el saludo de la Sociedad a los periodistas, el de éstos a la sociedad y un poema de Iriarte. A partir de entonces hubo cuatro sesiones públicas de 8 a 12 de la noche. El 24 de junio del mismo año el “taumaturgo, profesor de ciencias ocultas y prestidigitador” Mr. Bargeon de Viverols presentaba al público el aparato en el teatro Apolo, donde, además, se impresionaron varios fonogramas con la voz de algunos artistas de la compañía. No se conocen casos de fonogramas primitivos (los tin foil de  Edison) que hayan llegado hasta nuestros días. Está documentado que Jean-Marie Bargeon de Viverols, antes de llegar a Madrid, mostró el milagro de su caja parlante en Gerona y Valencia y, luego, recorrió otros puntos del país. Finalmente, desde el punto de vista técnico, hay que destacar que, ya en 1879, José Casas Barbosa (1846-1896) publica en Barcelona Descripción de el (sic) teléfono, el micrófono y el fonógrafo.

Es sabido que el fonógrafo de Edison fue, sobre todo, un deslumbrante invento de laboratorio pero que, por la escasa potencia de su volumen y otras dificultades, apenas servía para otra cosa que exhibir el milagro de la grabación y repetición del sonido. Necesitaba de un desarrollo y perfeccionamiento, labor que correspondió a las investigaciones de Graham Bell, su sobrino Chichester Bell, Charles Tainter y sus colaboradores durante la década de los ochenta. Estas dieron lugar a la creación del grafófono y, posteriormente, a los discos de gramófono, mientras Edison presentaba en 1888 su Perfected Phonograph, ya apto para grabaciones y reproducciones de mayor calidad y brillantez. En 1889 comenzará a grabar cilindros para ser escuchados en las demostraciones de su invento, que pronto desarrollará también para su uso en las máquinas tragaperras que se colocaban en la entrada de teatros y otros lugares públicos.

El Fonógrafo Perfeccionado llegaba  a España en 1892, de la mano de los representantes de la empresa, Mr. Sean y Mr. Waring, que lo presentaron a los periodistas en el madrileño hotel París el día 2 de noviembre y al público, la noche siguiente en el Teatro de la Comedia. Además, el diario conservador La Época publicaba el día 5 un anuncio con el ofrecimiento de ambos señores para hacer demostraciones en domicilios particulares. El negocio estaba en marcha y también la expectación pública. Las demostraciones fonográficas pasaron del Teatro de la Comedia al Teatro de Lara el día 27, donde permanecieron hasta mediados de diciembre.      

Estas primeras audiciones fonográficas tienen el carácter de espectáculo vinculado más a lo pintoresco que a su capacidad para poner a disposición del público algo que antes sólo era posible a quienes podían pagar para disfrutar en directo la voz y la música. Tuvieron lugar en los primeros años de la última década del siglo y la principal atracción consistía en el hecho de que una máquina hablara, reprodujera canto y música sin presencia de intérpretes y fuese posible registrar y escuchar la propia voz. Con ello se reactivó en España la expectación provocada por el invento en sus inicios, siempre alentada por las noticias periodísticas que iban informando de las vicisitudes y anécdotas de su desarrollo. Interés que llegó al arte más popular de su tiempo: el teatro, donde entonces reinaba el género chico. Así, en fecha tan temprana como 1885 se estrena en el Teatro Recoletos, El fonógrafo (invento en un acto y verso), original de José del Castillo y música del maestro Isidoro García Rossetti y, catorce años más tarde en el Teatro Apolo, El fonógrafo ambulante, zarzuela con libreto de Juan González y música del maestro Chapí. [2]

Tras la presentación empresarial del “Fonógrafo Perfeccionado” empiezan a aparecer los primeros emprendedores que adquieren aparatos en los Estados Unidos y comienzan a exhibirlos en España. El más conocido es Francisco Pertierra que en junio de 1893 ya ha establecido su gabinete  en el número 10 de la madrileña calle de la Montera y que recorrerá el país ofreciendo audiciones y grabaciones a quienes puedan costear su entrada a las sesiones. En ellas se escuchó a la soprano Regina Pinkert y al barítono Massimo Scaramella. A medida que Pertierra recorre España con su espectáculo durante los veranos, va grabando a artistas como Lucrecia Arana, Loreto Prado, El Royo del Rabal, el Orfeón de Estella.

Contemporáneo de Pertierra es Armando Hugens, de origen francés y nombre fundamental de la fonografía en España, que abrió su propio gabinete en Madrid y, ya en 1893, aprovecha el aristocrático veraneo donostiarra para instalan en la calle Miramar el Salón Edison, invitando además a los artistas residentes o de paso a impresionar cilindros con sus voces. Hugens trajo el fonógrafo a España en 1891, tres años después tradujo El fonógrafo Edison y sus aplicaciones y al año siguiente realizó alguna audición fonográfica en el Ateneo. Al menos desde 1897, vendía fonógrafos y cilindros grabados y vírgenes, al tiempo que registraba muy diversas voces de intérpretes y personajes de la política nacional. En los primeros años, se grababa en los gabinetes fonográficos de las empresas que comercializaban cilindros y también en teatros y hoteles[3].  Para conseguir mayor potencia en la reproducción, era muy habitual recurrir a bandas, coros y voces de amplio espectro. En 1899 Hugens se asoció con Sebastián Acosta para formar la Sociedad Fonográfica Española de Hugens y Acosta en el número 3 de la madrileña calle del Barquillo, donde todavía subsisten numerosos establecimientos dedicados al sonido. A partir de aquí el fonógrafo y sus cilindros vivirán su breve época de oro en nuestro país con la creación de diversos salones o gabinetes en diversas capitales. Desde el principio, cilindros y fonógrafos se vendían también en las ópticas.

En 1895 el citado Publio Heredia y Larrea, presidente de la Audiencia Provincial de Cáceres, publica El testamento fonográfico (1895), donde propone la utilización del aparato para su aplicación al Derecho Civil, especialmente, en el caso de las últimas voluntades. En 1896 se empiezan a exhibir vistas cinematográficas sincronizadas con fonógrafo[4] y en este mismo año aparecen anuncios del Fonógrafo Edison en la revista Blanco y Negro, que han de pedirse a la casa M. M. Werner de París. En 1898 hay ya cilindros en venta con repertorio de jotas, flamenco, cuentos, chistes, monólogos, pianos, orquestas y bandas. Por su elevado precio[5] cilindros y fonógrafos sólo están al alcance de familias acomodadas que compiten por tener en su gabinete un buen aparato y un surtido completo de cilindros. Disponemos de dos fuentes fundamentales para adentrarnos en la fonografía española de la época: La revista El Cardo, aparecida en 1894, acogió en sus páginas noticias acerca del movimiento fonográfico español y, a partir de enero de 1900, incluyó un Boletín Fonográfico durante más de tres años[6]. Información más completa nos ofrecen los cuarenta números del Boletín Fonográfico, revista quincenal  publicada en Valencia desde enero de 1900 hasta octubre de 1901, lo que nos habla del corto tiempo transcurrido entre el esplendor de la producción y venta de cilindros y su rápida sustitución por los discos para gramófono, cosa que no ocurrió en otros países, donde fonógrafo y cilindros tuvieron más larga vida. Gabriel Marro en “La excepcionalidad de las primeras grabaciones en España” achaca el hecho a que los comerciantes españoles no previeron el cambio de modelo y prefirieron seguir con el modelo de cilindro, como artículo único y no copiable, sin seguir el desarrollo industrial que, incluso, Edison aplicó al cilindro y cuyas copias se vendieron hasta 1929.  

Fueron, sin duda, varias decenas de miles los cilindros que se grabaron y comercializaron en España, de los que se ha conservado una mínima parte. Además de las firmas mencionadas hubo muchas otras: Casa Ureña, Viuda de Aramburo, Fono-Reyna, José Navarro, Villasante… (Madrid); Corrons, Manuel Moreno, Roselló…  (Barcelona); Hijos de Blas Cuesta, Pallás, Puerto y Novella y Hércules Hermanos (Valencia), La Oriental y Lacaze (Zaragoza), viuda de Ablanedo (Bilbao), Erviti (San Sebastián), etc[7].

Ópera, bel canto, zarzuela, género chico y flamenco serán los registros más frecuentes sin que falte la canción regional, con preferencia de la jota aragonesa. Habrá también abundantes grabaciones habladas de cuentos populares y humorísticos, imitaciones, voces de personajes célebres o las grabaciones de risas, que se utilizaban para propiciar el efecto contagio en las reuniones festivas.

Lo cierto es que con el fonógrafo se podía grabar y reproducir sin apenas parafernalia, mientras que la grabación de discos demandaba mayor complicación y tecnología. En 1898 hay ya cilindros en venta con repertorio de jotas, flamenco, cuentos, chistes, monólogos, pianos, orquestas y bandas.

Aunque en principio Edison concibió el fonógrafo más bien como un dictáfono y, después, como un espectáculo público, pronto se avivó y su instinto comercial lo llevó a propiciar la divulgación del sonido musical, explotando la posibilidad de llevar a cualquier rincón la voz enlatada de los artistas más consagrados. La revolución que significó el sonido grabado en la difusión de la música y cómo cambiaron los códigos de difusión, percepción y recepción de la misma es un hito fundamental  en la historia de este arte[8]

                                   

EL GRAMÓFONO Y LOS DISCOS DE 78 R .P. M.

Los primeros discos que aparecen en España con el sello Berliner, nombre del inventor del gramófono y el disco, son de 1899 y poco después se establece la International Zonophone Company que, en 1912 desaparece al fusionarse con la compañía francesa Gramophone-La Voz de su Amo. Estos primeros discos están grabados por una sola cara y tienen 18 centímetros de diámetro. En seguida, entran también desde Alemania las marcas Homophon, Dacap y Homko. 

Berliner, fue la primera compañía que grabó discos en España enviando emisarios con equipos de grabación ambulantes que citaban a los artistas -generalmente, en habitaciones de hoteles- e imprimían allí las matrices por el sistema acústico (una sola toma cada vez y de una tirada, si algo fallaba había que repetir desde el principio). El acompañamiento no pudo ser orquestal hasta 1907 con lo que había de limitarse a guitarra, bandurria, violín o, más habitualmente, piano. Eso sí, debían suprimirse las notas más graves y agudas ya que rompían los diafragmas. Las matrices se llevaban a París, Londres o Berlín donde se prensaban. A partir de 1904 se fueron creando plantas de fabricación en Barcelona y comienza el proceso industrial.

Por su parte la casa francesa Pathé se instaló en San Sebastián. Sus discos, de características especiales, son de mayor tamaño y precisan de una aguja de zafiro para su reproducción que giraba desde el interior del disco hasta su borde. El disco de doble cara, que será el que finalmente se imponga, aparece en 1904, la Compañía Internacional Talking Machine G.M.B.H. (discos Odeón) adquiere la patente y lo lanza al mercado a partir del año siguiente. El resto de las marcas no lo fabricarán hasta 1910. Junto a Gramophone-La Voz de su Amo, que posteriormente castellanizará su nombre en Gramófono, será la compañía más importante. Es muy complicado seguir la historia de las marcas por el intrincado maremágnum de fusiones, patentes y por los diferentes nombres con que se comercializan. En España fue Fadas desde 1915 la que difundió con su sello los discos pertenecientes a Odeón de la que en los años veinte era el principal mayorista y agente. Sita en Peligros 14/15 (luego, Preciados, 1) disponía de estudio de grabaciones y allí se reestamparon numerosas matrices Odeón bajo licencia.

La compañía Columbia de Nueva York se instala en Guipúzcoa (1917), a través de la familia Inurrieta. Comercializó sus discos con la marca Regal y otras, dados los complicados avatares comerciales y judiciales de la compañía. En 1925 es Odeón la que abre fábrica en Barcelona, con lo que en esta fecha hay cuatro empresas que producen discos en España, dos en Barcelona: Compañía del Gramófono S. A.E. y Odeón Transoceanic Trading Co. y dos en Guipuzcoa: Pathé (San Sebastián) y Columbia Grafófono S. A. E. (Pasajes).

Los géneros e intérpretes de esta primera etapa de la fonografía son muy variados y corresponden, naturalmente, a los que se hallan en boga: obras de concierto, ópera, zarzuela, opereta y otros géneros líricos, junto a cuplé, bailables, jota, flamenco y, en menor medida, otros aires regionales, son los que más aparecen en los catálogos. A partir de los años veinte se incorpora con fuerza el tango. Siguen subsistiendo hasta los treinta los discos “anecdóticos” con chistes, recitadores, cuentos, monólogos, ventrílocuos y otros pintoresquismos. En la imposibilidad de acometer aquí una relación de los intérpretes más frecuentes, habría que reseñar el altísimo número de discos grabados por El Mochuelo, nombre artístico del sevillano Antonio Pozo (1868-1937), tanto en los inicios del cilindro como en los primeros años del disco para gramófono. Aunque su especialización fue el flamenco, no vaciló en imprimir discos de jota y otros cantos folclóricos[9].

El sistema de reproducción eléctrico, que reemplazará al acústico es patentado a fines de 1924 por la Western Electric. En seguida adquieren los derechos otras compañías y, a partir de 1926, se irá utilizando en España con la consiguiente mejora de la calidad sonora del disco y el aumento de la tirada de ejemplares. Entre 1929 y 1931 se instala en Barcelona la casa Parlophon. También en 1929 la compañía alemana Polydor realiza una serie de discos flamencos con una calidad técnica desconocida hasta entonces. En 1935 se produce un acontecimiento que abocará la edición de discos a una situación casi de monopolio: la fusión de La Voz de su Amo y Odeón más la absorción los discos Regal, dejará la nueva Gramófono-Odeón S. A. E., con la única competencia de Columbia.

La guerra civil fue también dramática para la fonografía española, pues además de perderse matrices y archivos que hubieran sido indispensables para la reconstrucción de su historia, gran parte de los fondos se fundió para la fabricación de material bélico.

En 1948 los discos de plástico (acetato de polivinilo con plastificantes y pigmentos negros) de la Columbia Records irrumpen en el mercado. Por su parte, la RCA (Radio Corporation of America) en 1949 comercializa un microsurco que reproduce a 45 r.p.m. Poco a poco, y a medida que los nuevos tocadiscos o pick-up van sustituyendo a los viejos gramófonos y gramolas, los discos de goma laca irán reduciendo su producción en beneficio de los de plástico. No obstante, se siguieron fabricando hasta mediados de la década de los cincuenta que es cuando aparecen en España los primeros microsurcos de 33 r.p.m[10].

La década de los sesenta significó la definitiva popularización de los aparatos de reproducción del sonido a consecuencia del despegue económico y de la bajada de los precios de los tocadiscos. Contribuyó también a ello la introducción del cassette (hacia 1964), que desplazó al pesado magnetófono y consiguió que la música se hiciera portátil. A partir de 1983, el disco compacto y, en la actualidad, la aplicación de las técnicas digitales abren rumbos insospechados para el sonido en cuanto a la calidad, sus posibilidades de manipulación y los soportes. Y un dato positivo, al amparo de estas innovaciones, desde hace muy poco, distintos sellos, generalmente, de escaso potencial, empiezan a rescatar alguna de las viejas grabaciones de los discos de 78 r.p.m. Con ello, la necesaria dedicación de estudiosos a la inquisición de catálogos, registros, archivos y fonotecas y la labor de algunas instituciones como la Biblioteca Nacional, el Centro de Documentación Musical de Andalucía, la Fonoteca de Cataluña, El ERESBIL vasco, o el Instituto Complutense de Ciencias Musicales, que empiezan a catalogar sus fondos discográficos y, en la medida de lo posible, a adquirir nuevos fondos, será posible reconstruir -aunque ya no totalmente- la historia de la fonografía española.

                                                 LA FONOGRAFÍA EN ARAGÓN

La primera noticia del fonógrafo en la prensa aragonesa la encontramos en el Diario de Zaragoza (20-9-1878), a través de una crónica que nos informa de la presentación del fonógrafo en el Ateneo Libre de Barcelona, de la que ya dimos noticias. Resulta sorprendente que la segunda corresponda a una fecha tan temprana como el 3 de diciembre de 1878: Diario de Avisos de Zaragoza, publica a media página un anuncio de aparatos de “Magia para salones”, entre los que figura el Fonógrafo. No sabemos qué tipo de aparato pudiera ser pero resulta casi seguro que no correspondería al tin foil de Edison, entonces tan escaso y difícil de manejar sin conocimientos. El anuncio siguió publicándose durante varios días al arrimo de los regalos navideños y lo vendía un tal Juan Kieling en el “cuarto nº 4” del Hotel Europa.

La llegada del fonógrafo como espectáculo a Aragón está relacionada con el paso del citado Mr. Bargeon de Viverols por Zaragoza. Lo registraba el Diario de Avisos de Zaragoza el 26 de julio de 1879. Con lo que la primera función hubo de celebrarse el día siguiente:

«Mañana (…) en el teatro de Novedades[11] Mr. Bargeon de Viverols exhibirá el fonógrafo de Edison, haciendo la explicación del prodigioso aparato (…) Varios artistas de verso que le acompañan pondrán en escena la comedia titulada Pobres mujeres. Mr. Bargeon ejecutará también el celebrado escamoteo de sí mismo«.

El espectáculo, a demanda del público, se repitió el día 30 y lo hubiera hecho más veces si el ilusionista científico y prestidigitador no hubiera tenido compromiso para  impresionar a otros públicos.

La década del ochenta, dedicada como vimos a la mejora de los aparatos reproductores, tuvo algún reflejo en la prensa aragonesa, así El Íntegro (9-11-1884) y La Alianza aragonesa (14-1-1888) publicaron sendos artículos acerca de los progresos de Edison para lograr el fonógrafo perfeccionado. Por su parte La Derecha publicó a partir del 31 de agosto de 1888, cuatro artículos del propio Edison en los que daba cuenta de dichos logros. Por supuesto, la prensa también informó de la presencia del fonógrafo en las exposiciones de París (1889) y Chicago (1893) pero para la llegada del mismo hubo que esperar a que Lorenzo Colis, propietario de un comercio textil en el Coso, frente a la Audiencia Provincial, convocase una reunión en la que mostró a amigos invitados y periodistas “el fonógrafo de Edison instalado en la Exposición de Chicago”. Así lo narraba Diario de Zaragoza (7-6-1894):

…Anoche oímos, por medio del fonógrafo, magníficos discursos y poesías, orquestas, y sobre todo, el purísimo cante jondo de Andalucía, así como una rondalla y la jota aragonesa que llenó de admiración a todos los que escuchamos los increíbles efectos del fonógrafo. Desde esta noche podrá el público disfrutar de las audiciones del fonógrafo en el piso bajo de la calle Coso nº 72. Es digno de oírse y por eso lo recomendamos a nuestros abonados.

La novedad llamó la atención y una semana más tarde el cercano Teatro Circo lo incluía en su programa con gran fortuna, pues hubo llenos diarios. Se reproducían cinco cilindros tras cada una de las secciones y sabemos que entre ellos figuraban los dúos de La verbena de La Paloma y El dúo de ‘La Africana’, cantados por Adela Cubas y Enrique Lacasa. Sin embargo, cuatro meses después y para aprovechar las fiestas pilaristas, llegaba a Zaragoza nuestro ya conocido Francisco Pertierra y abría su gabinete en Independencia nº 10, entresuelo izquierda, con sesiones de 10 a 1 y de 4 a 10, al precio de una peseta. Unos días antes, La Derecha (27-9-1894) ya advertía:

(…) es tan perfecto el aparato y tal la variedad del repertorio como no hemos tenido ocasión de apreciar todavía en Zaragoza, a pesar de haberse presentado recientemente otro fonógrafo.

El experimentado Pertierra sabía jugar bien sus ases. Así lo anunciaba el 2 de octubre Diario Mercantil de Zaragoza:

Muy en breve se instalará en Zaragoza un fonógrafo, tal como debe ser, reproduciendo exactamente los sonidos. En esta capital, no ha mucho, se dio a conocer el maravilloso invento de Edison, pero en condiciones nada más que regulares, para apreciar con exactitud la valía de este ingeniosísimo aparato. Las audiciones fonográficas, aunque imperfectas, llamaron la atención del público; por lo cual, creemos que, ahora hechas con aparatos completos y por hábiles mecánicos, serán una de las novedades más salientes de las fiestas del Pilar.

El éxito del espectáculo, en el que se iban cambiando las piezas de las audiciones[12],  fue total y se hubieron de prorrogar hasta finales de noviembre. En julio de 1895 la Cervecería Gambrinus programa los sábados sesiones para mujeres y niños. En las fiestas del Pilar se abren dos nuevos salones fonográficos, Eliseos-Exprés en Paseo de la Independencia nº 8 y Salon Edisson en Coso nº 116, lugar donde se muestra también el kinetógrafo, otro invento del genio que permitía grabar imágenes en movimiento, muy anterior al cinematógrafo de los hermanos Lumière[13]. Vuelve también Pertierra que abre su local en el Coso, frente a la calle Alfonso. La competencia implica que el importe de la entrada se rebaje sustancialmente. Huesca gozará por primera vez del gramófono en las fiestas de San Andrés de 1895. Será el Elíseos-Exprés que el 23 de noviembre empieza a funcionar en los Porches de Galicia. El fonógrafo está en su apogeo y pronto los particulares con posibles podrán adquirir el aparato y cilindros grabados y vírgenes.

A fines de febrero de 1896, se abre un salón fonográfico permanente en la zaragozana calle Don Jaime nº 45, propiedad de don Manuel Iturralde, en el que por 15 céntimos se disfruta de dos audiciones. Al año siguiente tenemos noticias de grabación de chascarrillos baturros por parte de Teodoro Gascón. El panorama se amplía con la llegada al Teatro Principal (17-9-1897) del microfonógrafo con diafragma Bettini que Armando Hugens importa desde su laboratorio madrileño para “vender dichos aparatos que con el tiempo toda familia querrá poseer” y añade un programa de audiciones más rico y brillante que el presentado hasta entonces. Además, Heraldo de Aragón, incorporado sólo hacía dos años a los diarios zaragozanos, organizó una velada fonográfica con don Armando Hugens a la que asintió la rondalla Orós con el Niño José Moreno y ambos dejaron impresionadas sus jotas en el fonógrafo del empresario[14].

Continuarán abriéndose y cerrándose salones fonográficos hasta que en marzo de 1899 la Óptica Lacaze (Coso, 70) anuncia venta de cilindros y fonógrafos. Todavía muy onerosos para familias no pudientes, estos irán ocupando cafés, casinos, teatros y otros lugares públicos que permitirán a los espectadores escuchar cómodamente lo que después se llamaría música enlatada. El fonógrafo está ya compitiendo con el cinematógrafo pero, al mismo tiempo, coordinándose con él para proporcionar el sonido incorporado que la pantalla tardará decenios en integrar.

Desde julio de 1901 Lacaze va a incorporar el gramófono y sus discos a su catálogo de ventas y comenzará a normalizarse la venta de discos, mientras que, como sucede en el resto de España, fonógrafos y cilindros irán en retroceso progresivamente.

En Aragón, que todavía no ha conseguido crear un archivo musical de grabaciones propio, sin embargo, se han descubierto dos importantes colecciones de cilindros antiguos en la provincia de Huesca: La de la familia Aznar (Barbastro) consta de 226 cilindros y contiene muy antiguas grabaciones de zarzuela[15], género chico, jotas, flamenco, “bel canto”, el primer registro conocido de ocarina… El Gobierno de Aragón restauró y digitalizó el material completo para editar un disco-libro con 30 grabaciones seleccionadas [16]. Los cilindros originales se encuentran hoy en la Biblioteca Nacional. Poco después, Leandro Pérez, ciudadano oscense, comunicó la posesión de un fonógrafo y más de doscientos cilindros antiguos que el Gobierno de Aragón volvió a restaurar y digitalizar. Su contenido no era tan extraordinario como el anterior, pues abundaban los cilindros franceses pero contenía joyas como la primera grabación del himno de la Internacional, cantables de género chico, del gran barítono Marino Aineto, de Acosta, uno de los primeros creadores de sevillanas, interpretaciones de la Banda de la Garde Republicaine… pero, sobre todo, una grabación hecha en la casa familiar de los propietarios del fonógrafo[17], con nueve interpretaciones del niño prodigio del violín Pepito Porta[18], al que Sarasate mandó a estudiar con el mejor maestro en el instrumento de su tiempo, el belga César Thomson (1857-1931), cuya figura estaba totalmente olvidada, pese al predicamento que alcanzó en su época,. Tuve la suerte de poder documentar esa velada artística privada, que se celebró en la casa de la familia de Leandro Pérez, con motivo de la fiesta que se ofreció a Wenceslao Retana, prestigioso filipinista y padre del escritor erótico, Álvaro Retana[19],  que hace unos meses había sido gobernador de la ciudad. De nuevo, con las grabaciones más interesantes, volvió a editarse otro libro-disco[20].

En Aragón, que todavía no ha conseguido crear un archivo musical de grabaciones propio, sin embargo, se han descubierto dos importantes colecciones de cilindros antiguos en la provincia de Huesca: La de la familia Aznar (Barbastro) consta de 226 cilindros y contiene muy antiguas grabaciones de zarzuela[15], género chico, jotas, flamenco, “bel canto”, el primer registro conocido de ocarina… El Gobierno de Aragón restauró y digitalizó el material completo para editar un disco-libro con 30 grabaciones seleccionadas [16]. Los cilindros originales se encuentran hoy en la Biblioteca Nacional. Poco después, Leandro Pérez, ciudadano oscense, comunicó la posesión de un fonógrafo y más de doscientos cilindros antiguos que el Gobierno de Aragón volvió a restaurar y digitalizar. Su contenido no era tan extraordinario como el anterior, pues abundaban los cilindros franceses pero contenía joyas como la primera grabación del himno de la Internacional, cantables de género chico, del gran barítono Marino Aineto, de Acosta, uno de los primeros creadores de sevillanas, interpretaciones de la Banda de la Garde Republicaine… pero, sobre todo, una grabación hecha en la casa familiar de los propietarios del fonógrafo[17], con nueve interpretaciones del niño prodigio del violín Pepito Porta[18], al que Sarasate mandó a estudiar con el mejor maestro en el instrumento de su tiempo, el belga César Thomson (1857-1931), cuya figura estaba totalmente olvidada, pese al predicamento que alcanzó en su época,. Tuve la suerte de poder documentar esa velada artística privada, que se celebró en la casa de la familia de Leandro Pérez, con motivo de la fiesta que se ofreció a Wenceslao Retana, prestigioso filipinista y padre del escritor erótico, Álvaro Retana[19],  que hace unos meses había sido gobernador de la ciudad. De nuevo, con las grabaciones más interesantes, volvió a editarse otro libro-disco[20].

La consolidación de una Fonoteca o Archivo Musical de Aragón y la puesta en marcha del Museo de Ingenios Musicales de José Luis Mur en Labuerda (Huesca) ha de significar un avance cardinal para el conocimiento y los estudios  interdisciplinares acerca de estas cuestiones en el antiguo reino.

NOTAS

[1] Según el autor, su fuente fue un artículo publicado por The Daily Graphic refiriendo la visita de uno de uno sus reporteros al taller del inventor.

[2]Habría que añadir la revista lírica El fonocromoscop y el apropósito lírico-cuasifantástico, El fonocromofotograf, obras estrenadas en 1903. El reproductor de discos también tuvo su representación en El gramófono, comedia de 1911.

[3]Existía también la posibilidad de asistir, pagando entrada, al acto físico de la grabación por parte de los artistas, que -suponemos- recibirían un estipendio por su labor. Parece más complicado pensar que cobraran en relación a los ejemplares vendidos. Incluso hasta los años sesenta y setenta del siglo XX, muchos intérpretes, especialmente los menos comerciales, cobraban a tanto alzado por grabar un disco, pero no conocemos contratos que pudieran aclarar estos extremos. En cuanto a catálogos comerciales de los cilindros, hasta el momento no han aparecido más de media docena. Resulta muy curioso advertir la gran diferencia de precio entre unos y otros de la misma marca, según el intérprete, y muchas veces no tiene relación con la popularidad del mismo. Es asunto que resultaría interesante estudiar.

[4] Un periódico hispanoamericano publicado en Londres, El Ingeniero y ferretero español y sudamericano (enero de 1892) publicó una prolija descripción de un aparato, el fotofonógrafo, inventado por el español Larrañaga que, según la noticia, suponía un gran avance en los procedimientos de reproducción del sonido. Parece que el invento no tuvo continuidad.

[5] En 1902 un fonógrafo Edison cuesta 52.50 pesetas, un Standard, 105 y un modelo familiar 157.50, mientras un motor de muelle vale 262.50 y un motor eléctrico, 315.

[6] El último artículo en El Cardo que he podido ver corresponde al 30 de mayo de 1903 “Consejos prácticos en la fonografía”: En él  se advierte del peligro que la humedad representa para los cilindros, ya que puede deteriorarlos aun antes de sacarlos del estuche y se reconoce la mayor finura de su sonido respecto al disco. Sin embargo, “hacen más ruido y el vulgo eso es lo que quiere”.

[7] Gómez Montejano en su libro, que continúa siendo la única monografía sobre el asunto, recoge estas y otras casas comerciales.

[8]Por su rareza y escasez, por ser un material que se deteriora con suma facilidad, por el desconocimiento de muchos de sus propietarios, que los han destruido sin saber lo que poseían, se trata de un material precioso. Y algo parecido se podrá decir de los discos de 78 r.p.m, especialmente, de los más antiguos. También son sumamente frágiles, se fabricaron escasos ejemplares de muchos de ellos y la casi totalidad de las matrices ha desaparecido. Las tristes anécdotas de las inconscientes fechorías que se han perpetrado con este material darían para muchas páginas. Sabido es que durante la Guerra Civil gran cantidad de discos se llevaron a las fábricas de balas; las emisoras, con muy pocas excepciones, se libraron masivamente de ellos cuando llegó el vinilo; en los años cincuenta, cuando el atletismo en España era casi una excentricidad, algunos bachilleres utilizaban la discoteca del colegio como material para el lanzamiento de disco…

[9] Él y el Maestro Domínguez, gran narrador de cuentos folklóricos y humorísticos, fueron seguramente, los intérpretes que más cilindros registraron.

[10] Los discos de 78 r.p.m  desaparecerán con bastante rapidez. Los coleccionistas y quienes los conservan, para diferenciarlos de los nuevos discos de plástico -más técnicamente “vinilos”, nombre que se impondrá décadas después- van a denominar a los antiguos “pizarras”, “discos de piedra” o “discos de pasta”.

[11] Se ubicaba en el Paseo de la Independencia haciendo esquina con la calle Casa Jiménez. Funcionó entre 1864 y 1892.

[12] Pedro Nadal (El Royo del Rabal), legendario cantador de jotas, visitó el establecimiento y registró algunas que Pertierra pasearía por toda España(Diario de Zaragoza, 28-X-1894). Desdichadamente, ninguna ha llegado hasta nosotros.

[13] Al kinetógrafo pertenece el primer documento fílmico rodado a una artista. Protagonizado por Carmen Dauset Moreno (1868-1910) “Carmencita”, una almeriense que triunfó como bailarina en Nueva York, se conserva un fragmento filmado (marzo 1894) por William Heise en los estudios Black María de Nueva Jersey. Carmencita interpreta en él una danza entre flamenca y bolera.

[14] Al final de una de las funciones en el Teatro la Banda del Regimiento de Gerona impresionó un cilindro con la popular marcha de Cádiz, repitiendo el “¡Viva España!”, coreado por todo el público, y que el fonógrafo, poco después, reprodujo.

[15]Por ejemplo, una grabación de Gigantes y cabezudos, interpretada por el mismo coro del Teatro de la Zarzuela, que estrenó la obra el 29 de noviembre de 1898.

[16] Javier Barreiro y Gabriel Marro, Primeras grabaciones fonográficas en España (1898-1903). Una colección de cilindros de cera, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 2007.

[17] Las grabaciones familiares de cilindros vírgenes o regrabación de los ya escuchados debió de ser frecuente en dichos contextos pero son todavía más difíciles de encontrar y documentar (V. Marro, 2020). Su uso anticipa varias décadas a los hoy casi olvidados magnetófonos y casetes.

[18]A partir de aquí, en Sariñena (Huesca), lugar natal del violinista, se fundará una activa asociación cultural con su nombre.

[19] Javier Barreiro, “Wenceslao Retana: Huesca (1907) vista por su gobernador”, Diario del Alto Aragón. Número extraordinario día de San Lorenzo, 10-VIII-2009”. Reproducido también en: https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/05/03/wenceslao-retana-huesca-1907-vista-por-su-gobernador/

[20] Javier Barreiro, Antiguas grabaciones fonográficas aragonesas 1898-1907. La colección de cilindros para fonógrafo de Leandro Pérez, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 2010.

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Nacer en un lugar con poca población no deja de ser una bendición para el nativo que alcanza alguna clase de nombradía o predicamento, pues así tiene asegurada la memoria secular, el nombre impreso en una de sus principales plazas o calles, la referencia a él siempre que se mencione el pueblo… Y dar luz a un personaje notable también es beneficio para el lugar que lo alumbra porque aldeas que sólo aparecerían en la prosa administrativa o en relaciones provinciales, si entre sus hijos figura un Ramón y Cajal, un Gracián, un Sender, un Goya… han asegurado su presencia en los medios de comunicación, en los libros, en los documentales y en la memoria histórica.

Es el caso de Lécera y su hijo más ilustre, Jesús Gracia Tenas. No es que Lécera sea cualquier cosa. Sólo con su vino sería suficiente para justificar su nombradía: “puro y legítimo” son los dos adjetivos que suelen figurar junto a él en los textos del siglo XIX, cualidades que uno exigiría como principales en cualquier fermentado de la viña. Por otro lado, sus habitantes solían ser gente cosmopolita ya que, comerciando con sus carros, solían llegar hasta Italia. Bien pueden llamarse víctimas de la civilización, porque el ferrocarril terminó abortando ese comercio. Sin embargo, en tiempos de la Restauración aún podía escribir un periodista: “…todavía sostienen su tráfico y son liberales de corazón”.

Jesús Gracia es reconocido como el mejor cantador de la segunda mitad del siglo XX. No fue una flor aislada porque quienes escucharon a su padre y a su hermano Ángel “El Perén” aseguran que ambos eran excelentes joteros. También suele olvidarse que la Lécera de hace 140 años tenía una figura del canto, Juan Calvo “buen ejemplar de baturros por su elevada estatura y fuerte complexión”, cualidades que también adornaron a Jesús Gracia. Todavía hubo más: en los años finales del siglo XIX Agustín Andrés, niño de diez años, fue “una verdadera notabilidad tañendo la bandurria y entonando coplas al estilo de esa tierra”, sin olvidar al maestro de rondalla Enrique Ibáñez. Espero que de todos ellos, quede, al menos, memoria entre sus descendientes.

Jesús, hijo de Manuel Gracia y de Manuela Tenas, gente de campo, vino al mundo el 24 de noviembre de 1922 en la calle de San José, conocida por todos como “el callejón”. Nadie podía pensar que, a los 32 de su edad, tendría dedicada calle en su lugar natal. Era el último de once hermanos y sólo habitó Lécera durante cinco años y pico, ya que en 1928 la familia emigró a Barcelona. No se acomodaron socialmente a la ciudad y la salud del padre fue empeorando con lo que, pasados tres años, volvieron al pueblo. Al poco tiempo, Jesús se matriculó en el Colegio de los Corazonistas y después en La Salle de Montemolín, donde ya destacó en las funciones escolares cantando jotas y romanzas de zarzuela, lo que propició que tomara sus primeras clases de canto con José Badules.

Tras morir el padre, la familia se había trasladado a Zaragoza para regentar el bar “Los tres hermanos” en la calle Hermanos Ibarra. Fue por poco tiempo porque la sublevación del 18 de julio determinó que la familia se separara: unos se encontraban en el pueblo, que fue ocupado por las milicias republicanas, y otros permanecieron en Zaragoza. Jesús, con sólo 13 años, quedó en Lécera. Como ya era conocida su aptitud, fue llamado para cantar en numerosas ocasiones. Constan actuaciones en Alcorisa para una concentración de las Juventudes Libertarias; en Alcañiz y, junto a su hermano El Perén, para el batallón de Enrique Líster.

Al finalizar la guerra le sobrevino el cambio de voz. Fue el maestro Cebollero quien le brindó sus consejos y apoyo hasta que su vocación, fuerza de voluntad y facultades dieron a luz una bellísima, potente, diáfana y brillante voz en la tesitura de tenor lírico, que el maestro incluyó en su grupo Alma de Aragón. En 1945 Jesús ya obtuvo el Premio Ordinario en el Certamen Oficial y en 1948 ganó por unanimidad el Extraordinario.

Empezaba una carrera que le llevaría a permanecer medio siglo en la cumbre de la jota cantada, sucediendo a José Oto con el que, en sus años finales, coincidió en el grupo del maestro Cebollero y le unió una relación correspondida de gran respeto y admiración. De hecho, en sus últimos años, Jesús soñaba con escribir el homenaje que creía deberle. En 1943 había conocido a la joven y gran cantadora Piedad Gil y  quedó prendado de su voz, personalidad y belleza. Se casaron en 1949 y formaron compenetrada pareja en el hogar, el escenario y los discos. Sus dos hijos llevan el mismo nombre que sus padres.

La muerte de Pascuala Perié en 1950 deparó que en su memoria se celebrara el concurso que se dio en llamar “Campeón de campeones”, al que sólo podían presentarse quienes hubieran ganado el Premio Extraordinario que, con las normas de entonces, no podían volver a optar al mismo. Reaparecieron, pues, cantadores y cantadoras hace tiempo ausentes de los certámenes, pero el “Gran Premio Pascuala Perié” fue concedido por unanimidad a Jesús Gracia. En 1959 se volvería a celebrar otro concurso similar, con intervención de los premios extraordinarios: el llamado Primer Campeonato de Aragón de canto y baile. En categoría masculina, le fue otorgado a Jesús. Así, habiendo alcanzado a los 36 años todos los honores posibles, decidió ya no participar en más concursos.

Jesús cantó principalmente con los grupos Alma de Aragón y Rondalla Santamaría, con los que, desde 1950, también actuó en varios países europeos. En uno de esos periplos pudo reencontrarse con su hermano Manuel, exiliado en Toulouse desde 1938, y la conmoción que embargó a ambos, antes, durante y después de la actuación, es difícil que la olviden quienes compartieron aquellas sensaciones. En 1956, con Coros y Danzas, viajó a Venezuela, Colombia y Cuba, donde se reprodujeron las intensas pulsiones provocadas por la jota en el corazón de emigrantes y exiliados y que Jesús, a pesar de su natural contención, no podría olvidar nunca.

Tras no pocas dudas, en 1968 Jesús y Piedad decidieron crear su propio grupo, Ronda Aragonesa, al que, en su modestia, no quiso titular con su nombre, el mejor gancho para los aficionados. Por él pasaron figuras como Mariano Arregui, Pilar Ferrando, Alfredo Longares, Laura Martín, Vicente Olivares, Nacho del Río, Javier Soriano… que siempre ponderaron lo mucho que aprendieron de su perfeccionismo, humanidad y afán de superación. Todas esas cualidades las proyectó también a sus discípulos, siempre pocos y elegidos, que cosecharon multitud de premios y adoran a su maestro.

En los años de la posguerra se editaron pocos discos de jota aragonesa en relación a las dos décadas anteriores. Jesús pudo grabar mucho más pero, aun así, nos dejó 174 cantas, que son ya un modelo de maestría en todos los estilos. Grabó en solitario, con Piedad Gil y con Ronda Aragonesa, su grupo.

La importancia de JG no se ciñó únicamente a la perfección de su canto y magisterio sino que tuvo una vertiente como investigador que no había sido desarrollada con tanta profundidad por ninguno de los grandes intérpretes de la jota. Siempre se preocupó por rescatar estilos antiguos, a través de viejos discos, partituras y cancioneros, pero la ocasión para la divulgación de estos conocimientos tan escasos en el mundo jotero, casi siempre tan cerrado en sí mismo, surgió con el ofrecimiento de Demetrio Galán Bergua, por entonces el mayor estudioso jotista, para participar en unos actos académicos acerca de la jota, convocados por el Ateneo de Zaragoza, que se llevaron a efecto en febrero de 1952 y se repitieron en el Ateneo de Madrid y en la Universidad de verano de Jaca. El investigador analizaba los estilos y Jesús, el cantador Lucio Cáncer y la Rondalla Santamaría, los interpretaban, tras haberlos estudiado concienzudamente junto a don Demetrio. Las sesiones fueron un enorme éxito de público, de modo que, tiempo después, Radio Zaragoza decidió llevar a las ondas un programa con el mismo formato: Galán Bergua, Jesús y la Rondalla Cesaraugusta del Maestro Peirona fueron ahora los protagonistas. El programa, que constituyó un gran éxito de audiencia, se emitió los domingos a las tres de la tarde a lo largo de 30 semanas y se comentaron y cantaron un total de 130 tonadas distintas, antes de dar paso al ya popular Carrusel Deportivo. De nuevo en los años noventa, Jesús participó en un ciclo de Radio Nacional con intervenciones sobre el canto y las principales figuras de la historia de la jota.

Toda esta trayectoria deparó gran número de premios y homenajes. Citaré únicamente la Insignia de oro y brillantes de la Casa de Aragón de Madrid, culminada con un gran homenaje en el Teatro Calderón (1961); el Premio Santa Isabel de Portugal (1972) de la Diputación  zaragozana; la presidencia de honor y la medalla de oro de la Agrupación Artística Aragonesa (1989); la dedicatoria de una calle (1993) y el nombramiento de hijo adoptivo de Zaragoza (2003), que le deparó tanta ilusión como cuando Lécera le nombró Hijo predilecto en 1977 y le entregó la Medalla de oro siete años más tarde. Los últimos y multitudinarios homenajes se celebraron en el zaragozano teatro Principal (19-I-1903) y Alcañiz (1-V-1903).

Por halagarlo o de buena fe, como a tantos cantadores, se le tentó con el señuelo del triunfo en el género lírico. Su proverbial sensatez, lo llevó a huir de tal camino. Igualmente, se le ofreció entrar en el elenco de compañías de figuras de la canción popular, donde, seguramente, hubiera ganado más dinero pero no hubiera llegado a ser el cantador de jota más significado de su tiempo, para lo que, además de su voz, intuición artística y disciplina, reunía las cualidades de haberlo mamado, ser un estudioso del género, amante de la cultura y la tradición. Añádase a ello su prestancia, bonhomía personal y el orgullo escénico que le hizo cantar siempre en perfectas condiciones por respeto a los espectadores y a sí mismo. Como la práctica totalidad de los intérpretes de la jota aragonesa, Jesús Gracia no vivió de ella, aunque ocasionalmente le proporcionara buenos ingresos, sino de sus trabajos como contable y agente de seguros. Falleció en Zaragoza el 17 de febrero de 2005

(Publicado en TERRITORIO GOYA. Campo de Belchite: 15 Pueblos. 15 Elementos patrimoniales: Lécera. Noviembre 2022: https://territoriogoya.eu/lecera-patrimoniales/

La pobreza de la bibliografía acerca de la jota aragonesa no puede sino llamar la atención de quien se acerca a ella, sea desde el conocimiento de su decurso o desde la escasez de referencias. Hasta la Guerra Civil, prescindiendo de cancioneros, apenas podemos encontrar dos o tres obras que la traten y, hasta la proclamación de la Constitución de 1978, apenas se sobrepasa la decena. Si llegamos al fin del siglo XX, el número total rondaría los treinta títulos. Es cierto que en las dos últimas décadas ha aumentado exponencialmente la cantidad, pero todavía sorprende el poco interés que uno de los folklores más impresos en el espíritu de la nación ha inspirado a los estudiosos. Por ello es de agradecer cualquier acercamiento a ella que vaya alumbrando sus zonas vírgenes o simplemente oscuras. El breve estudio de César Rubio y Blas Vicente incide en un tema hasta ahora soslayado pero que puede iluminar varios de los tópicos que, durante décadas, han circulado perjudicando la justa recepción de este folklore convertido en seña de identidad del antiguo reino.

Si el baile y la música de la jota carecen de ideología, en cambio, el canto popular puede transmitir unos valores, que serán los de la sociedad que los genera. Como folklore eminentemente rural, esos valores serán más bien conservadores y sin apenas diferencia con los de otras zonas del país.

La jota alcanza los años treinta del pasado siglo con pujanza. Sus espectáculos llegan a los escenarios de las principales capitales y sigue siendo un folklore que se integra en las presentaciones de danza española, de las grandes figuras o en la zarzuela y el cine, mientras las grabaciones discográficas continúan registrándose a un ritmo que se reducirá enormemente en las décadas siguientes. Todavía durante varios lustros la jota permanecerá viva en los pueblos -sus principales valedores- en sus formas de canto de trabajo, canto de bodega o de ronda, aunque la modernización de la sociedad provocará que vaya perdiendo fuerza, excepto en los lugares más apartados. Por otro lado, la radio, que todavía apenas llega al pueblo, servirá para su pervivencia en las capas sociales medias y altas, aunque en el futuro perjudicaría la identidad de las particularidades locales. En suma, como muestran aquí los autores, durante los años treinta, en los que se instaura la II República, el canto de la jota está muy vivo en España y, como es de rigor, algunos letristas y cantadores se sirven de ello para enaltecer sus ideas republicanas, mientras otros lo hacen con las de signo contrario. La guerra, como es notorio, no cambiará el panorama pero es natural que en cada una de las zonas en conflicto, además de cantarse las jotas de toda la vida, se privilegien aquellas que exaltan sus posturas y atacan las del adversario, mientras se prohíben las de éste.

El triunfo de Franco implicará, naturalmente y sobre todo, en los años iniciales de la dictadura, una inflación de letras de carácter reaccionario pero que no afectarán para nada al mundo interno de la jota, que irá cambiando al ritmo que lo hace la sociedad. Los autores recuerdan también el entusiasmo de las víctimas del exilio cuando algún cantador visitaba los países americanos.

Sin embargo, la llegada de la democracia propició por parte de muchos que se consideraban progresistas un descrédito del canto aragonés al que identificaban con el franquismo, en vez de analizar su uso y manipulación por la propaganda del régimen. Otra ideología hubiera deparado adulteraciones de distinto signo pero que el canto aragonés, como tal, fuera culpable de lo que algunas de sus letras transmitían no deja de ser un dislate. Es cuestión a la que me he referido desde mis primeros escritos sobre la jota y no repetiré aquí, pues el asunto empezó a cambiar sensiblemente a partir de los inicios del siglo en que vivimos.     

El canto en la Guerra Civil no ha despertado tanta atención como tantos otros asuntos relacionados con la misma, aunque sea imprescindible recordar Canciones para después una guerra (Basilio Martín Patino, 1971) y el documental Cantata de la guerra civil (Alfonso Domingo), que estrenó la segunda cadena de TVE en 2021. Sin embargo hay mucho que rascar en ese baúl de la cultura popular, que era la misma en los soldados de los dos bandos en conflicto. Es cierto que hay pocas letras inolvidables pero también que, inopinadamente, aparecen cantas que nos traen aromas de la frescura del Romancero:

En la sierra de Alcubierre

me dijo una catalana:

soldadito, soldadito,

vente conmigo a la cama”.

Entre los casos que recuerdan los autores no podía faltar el de José Iranzo, El Pastor de Andorra, auténtico y verdadero ejemplo de cantador popular, al que las circunstancias llevaron a servir como soldado en ambos bandos y que dijo cantar en las trincheras para “espantar el miedo”. Cantar a la Virgen del Pilar, o su contrario: blasfemar, es indudable que se hizo también en ambos frentes, poblados no por rojos y fascistas sino por un pueblo machacado que, en los ratos que podía hacerlo, defendía su intimidad con sus emociones, que son la base de toda cultura popular. Terminada la contienda, otros pueblos machacados e inocentes iban a llenar los campos de batalla de medio mundo al son de otras canciones, incapaces de sobreponerse al terrible sonido de las explosiones y al silencio de la muerte, aunque momentáneamente sirvieran para exorcizarlos. César Rubio y Blas Vicente, ya veteranos militantes en defensa de la jota aragonesa, nos recuerdan todo ello. 

Martínez Viérgol y Carranza, Antonio María. Antonio M. Viérgol. Madrid, 8.XI.1872 − Buenos Aires (Argentina), 25.V.1935. Autor teatral y periodista.

Se inició en el periodismo en El Eco de Castilla y La Opinión de Valladolid, del que llegó a ser director. Como redactor de El Liberal, popularizó el seudónimo de El Sastre del Campillo, título de una obra de Francisco Santos. Fue cofundador de la Asociación de la Prensa de Madrid (1895). Antes de marchar a Buenos Aires, estrenó alrededor de cuarenta obras, entre comedias, zarzuelas y piezas del género chico, algunas de las cuales, como Las bribonas, Miss Full o la polémica y anticlerical Ruido de campanas, obtuvieron gran repercusión. Otras de sus obras fueron también transmisoras de sus ideas republicanas. Como autor de cuplés y canciones, firmó a veces con el seudónimo Monterilla.

Como otros autores teatrales españoles de esta época, al arrimo de la bonanza económica argentina, en 1915 se trasladó a Buenos Aires de forma definitiva, donde se le ofreció una función en su honor en el Teatro de Mayo y siguió produciendo abundantes obras teatrales, casi todas dentro del género del sainete porteño; una de las de más éxito fue Buenos Aires embataclanada. Escribió también numerosos cuplés y tangos como “Una más”, grabado por Raquel Meller, y tres que Gardel llevó al disco, “Porotita”, “¡Loca!” y el shimmy “Yo no puedo vivir sin amor”.

(Exceptuando algunos añadidos e ilustraciones, publiqué este texto en Diccionario biográfico español Vol. XXXIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2012, p. 597.)

OBRAS

Caza de almas, 1902; Ramitos de flores, 1902; La Matadora, 1903; La mariposa negra, 1903; La visión de Fray Martín, 1903; El nene, 1905; A las puertas de la dicha, 1905; Miss Full, 1905; Los contrahechos, 1906; Ruido de campanas, 1907; La cama de matrimonio y el cuartel de caballería, 1907; El tirano de Benicia, 1907; Las bribonas. Madrid, 1907; ¡Juventud, juventud!, 1908; S. M. El botijo, 1908; El cine de Embajadores, 1908; El banco del Retiro, 1908; Los fantasmas, 1909; El poeta de la vida, 1910; Los vencidos, 1910; La tragedia política, 1910; Huelga de criadas, 1910; Amor bohemio, 1911; S. M. el Couplet, 1911; De mujer a mujer, 1912; El país de la machicha, 1912; Los borregos, 1912; La primera mosca, 1912; Historia de una peseta contada por ella misma, 1913; La copla del amor, 1914; La hija del guarda, 1914; Los novios de las chachas, 1917; La liga matrimonial, 1919; El cabaret de los apaches, 1924.

Estrenadas en Buenos AiresLa telefonista; La europea; Entre dos fuegos; Gente de libreaLa cupletista y el torero; La raza latina; La barbarie moderna; La estrella de España; Los dos rivales; La señorita n.º 13; La piba del León VIII; Los hijos del biógrafo; El rey de la goma; Bronces y porcelanas; El diablo en Buenos Aires; El triunfo del sainete; Mucamas en América; El cuento del tío; La copa de champaña; La revista del Cervantes; El pibe del corralón; ¿Cuál es la mejor hija?; Los trapos de seda; Las malas mujeres; Los enemigos del pueblo; Los reyes de la jota; El remate del Ba-Ta- Clan; Buenos Aires embataclanada.

BIBLIOGRAFÍA

-BARREIRO, JAVIER, Voz, «Martínez Vièrgol, Antonio», Diccionario biográfico español Vol. XXXIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2012, p. 597.

-LÓPEZ DE ZUAZO ALGAR, Antonio, Catálogo de periodistas españoles del siglo XX, Madrid, Gráficas Chapado, 1981.

-GRECO, Orlando del, Carlos Gardel y los autores de sus canciones, Buenos Aires, Akian, 1990.

-VILLARÍN, Juan, Catálogo de escritores de Madrid y su provincia (Seiscientos años de literatura local), Madrid, Cajamadrid, 1995.

Escenas de Caza de almas (1902) y El poeta de la vida (1910)

Zaragoza, 4.XI.1886 / Zaragoza, 3.XII.1943. Cantador de jotas.

Nacido en la calle de San Lorenzo número13, parroquia de la Magdalena  (“El Gallo»), luego vivió en las calles de Aguadores y de San Pablo del barrio rival («El Gancho»). Su formación fue totalmente autodidacta y no cantó en público hasta los 32 años en un festival celebrado en la localidad guipuzcoana de Villafranca de Oria, inducido por su mujer, Jacinta Arce, natural de Tolosa. Poco después, el maestro de joteros Balbino Orensanz lo presentó en el Centro Aragonés de Valencia, donde obtuvo un gran triunfo, lo que le dio alientos para comenzar su carrera artística. Quizá su momento de mayor popularidad llegó tras el estreno de la versión muda de Nobleza baturra en el Cine Argüelles de Madrid el 11 de enero de 1926, Fue allí el cantador del cuadro aragonés que, junto a los hermanos Zapata, amenizaba la proyección de la película, que constituyó un gran éxito. De cualquier modo, su protagonismo como cantador y maestro fue muy alta en las décadas de los veinte y los treinta. A pesar de sus logros, estuvo en los antípodas del profesionalismo, ya que nunca quiso cobrar por su canto ni por su enseñanza y huyó de presentarse a concursos y recibir homenajes.

De gran pureza en sus estilos, fue a la vez absolutamente personal en su canto, intuitivo y matizado por las mejores esencias populares. No gustaba de retorcer las notas ni alargar los calderones, lo que inculcaba a sus discípulos. Dejó grabaciones de sus mejores jotas para la casa Pathé. Altruista, ocurrente y de gran llaneza, fue un ingenioso improvisador, autor de coplas y generoso maestro de cantadores, entre los que destacaron Fernando Murillo, que, en sus inicios, a mediados de los años cuarenta, cantaba con su misma pureza, Encarnación García, con la que grabó algún dúo y Francisco Rodríguez «Redondo», el cantador de Épila. El único homenaje que se le dispensó fue el 1 de enero de 1944, un mes después de su muerte, en que se reunieron en el Teatro Principal de Zaragoza los mejores joteros de su época, acompañados por ochenta profesores de rondalla.

A pesar de ser uno de los intérpretes y maestros más respetados y reputados en años tan intensos para la jota aragonesa como fueron los veinte y los treinta del pasado siglo y tener una calle dedicada en el zaragozano barrio de la Jota, Joaquín Numancia es uno de los cantadores mas desconocidos y menos escuchados en la actualidad, sin duda por el desconocimiento de sus poco numerosas pero muy ilustrativas grabaciones.

                                                   DISCOGRAFÍA

-Por dame tu retratico-Con dos días de retraso-Al que es traidor a la patria-En la ribera del Ebro, Pathé 2024.

-La jota fue siempre grande-Dende que nació la jota-De noche te voy a ver-Un beso va por el aire, Pathé 2025.

-Yo no sé por qué maltratan-Si no fueras presumida-Un día ante Dios estaba-Cuando discurre un baturro, Pathé, 2026

Dame un besico en la boca-Mañico, si tú supieras-Una sobra y una falta-Tengo un novio molinero-Que sabías cocinar, Pathé 2027.

Aburrido y sin quehacer-La falsa y la verdadera, Pathé 2031.

-(con Encarnación García), De pena y de sentimiento-Mañico, te hace llorar, Regal K 2506

-(con Encarnación García), A los del sabio Cajal, Regal K 2507

                                                     

BIBLIOGRAFÍA

-BARREIRO, Javier, La jota aragonesa, Zaragoza, CAI, 2000, p. 62.

-, Diccionario biográfico español, vol. XXXVIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2012, p. 21.

-, Biografía de la jota aragonesa, Zaragoza, Mira, 1913, pp. 153-154.

-GALÁN BERGUA, Demetrio, El libro de la jota aragonesa, Zaragoza, 1966, p. 802-803.

-GALÁN BERGUA, Demetrio, El libro de la jota aragonesa, Zaragoza, 1966, p. 802-803.

-OLIVÁN BAYLE, Francisco, La jota en el barrio de San Pablo (1860-1960)-La jota en el barrio de Rabal (1860-1950), Ayuntamiento de Zaragoza, s. f. (1977), pp. 11-13.

-SOLSONA, Fernando, La jota cantada, Ayuntamiento de Zaragoza, 1978, p. 42.

-SOLSONA, Evaristo, “El jotero Joaquín Numancia”, El Gancho, enero, 1986.

-SOLSONA, Fernando y Mario BARTOLOMÉ, Geografía de la jota cantada, Zaragoza, Prensa Diaria Aragonesa, 1994, p. 86.

Acaba de publicarse en Sevilla este libro en el que los 25 autores escriben sobre sus nombres y apellidos, desde distintos puntos de vista Su título: en En el nombre del nombre, Sevilla, de culturas, 2022. Reproduzco mi texto que figura en las páginas 29-33. Las fotos son del bautizo, con mi tío Antonio oficiando de padrino y mi abuela Vicenta, de madrina. La otra, el día que cumplía un año y medio, sonriendo en Fotos Baby, al final de la calle Espoz y Mina.

En aras a la velocidad que nos impuso el mundo tecnológico, convertimos las
churriguerescas firmas y rúbricas de nuestros ancestros en garabato, las retóricas
bienvenidas y despedidas de las visitas en tiempo de nuestros abuelos en “Hola” o
“Chao” y proferimos un execrable “¡Guau!”, cuando un conocido nos informa de que
su hijo ha superado con fortuna tal examen. Cosa que antaño implicaba algo así
como: “¡Cuánto me conforta que su admirable retoño, vivo espejo de su brillantez y
bonhomía, haya superado con excelencia las pruebas de ingreso en el
funcionariado”.

Así, los historiados nombres de nuestros talentos literarios: Garcilaso de Vega,
Gustavo Adolfo Bécquer, Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón María del Valle-
Inclán
… derivaron en Pacoumbral o Pepecaballero, por no hablar de los Manolos:
Altolaguirre, Vázquez Montalbán, Vicent o el gran Leguineche, transmutado en
Manu.

Tal vez por dicha tendencia, cuando comencé a publicar escritos, mi nombre
completo, José Francisco Javier Mariano Armando Barreiro Bordonaba, quedó en el
que me pareció suficientemente denotativo, José Javier Barreiro Bordonaba, cuyas
iniciales JJBB, quedan muy bien, pero el prurito simplificador deparó que pronto
eliminara los extremos y me quedara en JB. Justo castigo a mi afán censorio, algún
lustro después apareció un poeta y crítico de arte uruguayo afincado en Méjico con
mi mismo nombre y apellido, más Cavestany de segundo. Y escribía bien. Pensé en
ponerme en contacto con él pero concluí que, dada mi mayor antigüedad nominal,
correspondía al tocayo afrontar la iniciativa. El gran Conrado Nalé Roxlo, cuando le
preguntaron si había leído El ser y el tiempo de Heidegger, contestó: “No pudo ser,
no tuve tiempo”. Lo mismo le debió de ocurrir a JBC, pues un agresivo cáncer se lo
llevó de este lacrimarum valle en 2013.

Explicaré el porqué de mi ristra de nombres. Desdichadamente, no fue el pertenecer

a la aristocracia. Como primogénito, la idea era unir al nombre de mi padre, José, al
de Javier, que gustaba a mi pareja gestora y, a la sazón, estaba de moda. Una vez
más, topamos con la Iglesia: el cura que me inscribió proclamó que Javier no era un
nombre sino un apellido y que, en todo caso, habría que sumar Francisco a Javier, ya
que era así como se llamaba el santo jesuita. En tal tesitura, mi abuela materna, que
oficiaba de madrina y también mi madre, hija única y gran admiradora de su
progenitor, muerto cuando mi feto alcanzaba los 3 meses, concluyeron que un
patronímico más ya no incordiaba mucho y añadieron el del abuelo Mariano,
nombre que, pese a identificar a Larra, derivó en apelativo poco prestigioso, no sé si
gracias a los calzoncillos que con él se adjetivan o al personaje de Forges.
No terminó ahí la confección de mi entidad identificativa. Una tía segunda allí
presente, cuyo novio murió en la guerra, fue acometida por un rapto de emotiva
remembranza y propuso añadirme el nombre de su amado, al que guardó fidelidad
hasta dejar este mundo. Nadie osó poner barreras al amor: Armando fue el quinto,

quizá, porque no hubo más asistentes. Cuando, años después, supe que Armando
Duval era el protagonista de La dama de las camelias, el nombre, aunque algo
relamido, me pareció apropiado para un artista de mi sensibilidad y aptitudes
estéticas.

Al fin, en casa me llamaron Javier y tanto familia como amigos mantuvieron el
apelativo sin fastidiarme con diminutivos y pendejadas, que no es poco privilegio.
Venturosamente, no tiene traducción inglesa. Únicamente he tenido que sufrir
alguna vez la catalana, que suena algo así como “Chiavi”. Sí que la colección Gent
Nostra me pidió una breve biografía de la aragonesa Raquel Meller para su colección
de “Biografías catalanas”. Al traducirla, el autor se convirtió en Xavier Barreiro. No te
digo como se pondrían ellos si, por joder, cogemos a uno de sus Peres -Pere Calders-
y

lo mudamos en Pedro Calderas, pongo por caso, tan cercano a Pedro Botero.

Javier es nombre vasco, contracción de “echea berri, que significa “Casa Nueva”. Por
cierto, que casi ha desaparecido en dicho país, en beneficio de los contenidos en la
lista que elaboró Sabino Arana y que, a veces, parecen ex abruptos. También padecí
la demencia nacionalista a raíz de un artículo sobre la cupletista Aurora Mañanós “La
Goya”
, solicitado por un amigo para ser publicado en algún medio de la zona, que no
me indicó. Finalmente, terminó en Egin (14-VI-1992), que manipuló mi nombre, mi
lugar de residencia, transmutado en Donosti, y el texto del artículo con el fin –
supongo- de vasquizarme y vasquizar más a La Goya, ya bilbaína de nacimiento.

Como escribió Bernard Shaw, desde muy niño, yo también hube de interrumpir mi
educación para ir a la escuela. Allí, los apellidos se utilizaban en forma jocosa para
jorobar a su portador. Así, Barreiro servía para gracias como: “barre la clase”, “barre
el río”, “barra de pan”… Otros apellidos lo tenían peor y doy gracias a que mis
compañeros de galera no cayesen en la cuenta de que el segundo de los míos,
Bordonaba, daba ocasión a partirlo en dos calificativos poco amables y muy usados
en Aragón, donde “haba” es, a lo bruto, el órgano sexual masculino. Entonces, ni
infantes ni adultos sabían lo que era el pene ni tampoco el falo. De hecho, cuando se
generalizó el uso de la primera palabra, sobre todo entre las mujeres, porque
nosotros seguíamos aferrados a la polla, la picha, el rabo y similares, su uso siempre
me pareció forzado y extemporáneo. Sin embargo, nadie atendió tampoco al origen
etimológico de mi primer apellido, identificable con alfarero o trabajador del barro,
elemento que también daba de sí para ser utilizado en mi contra. En eso de faltar al
prójimo, desde los cuatro años estábamos ya confirmando aquello de Ortega: “Cada
español es un centro de fiereza que irradia a su alrededor odio y desprecio”.

En cuanto a la historia de mi familia, no puedo remontarla a más de cinco o seis
generaciones. El primer Barreiro del que hay memoria fue recaudador de impuestos
en la zona de Vigo, allá por la mitad del siglo XIX. Montado en su mula, fue asaltado y
muerto por bandoleros en un descampado y la familia decidió ahuyentar los malos
recuerdos asentándose, unos pocos años en La Rioja y, luego, en Aragón. Secretarios
de ayuntamiento, tatarabuelo, bisabuelo y abuelo, desde entonces los Barreiro se
adscribieron en general a profesiones funcionariales y burocráticas. Sin embargo,
generalmente, han sido gente emprendedora, con habilidades sociales y amantes de la buena vida.

La estirpe de los Bordonaba parece que proviene de un pirata francés, cuyos
descendientes se asentaron preferentemente en Aragón. Mi bisabuelo tuvo una
fundición, su mujer fue médium a su pesar –sufría mucho en los trances y sólo por
cortesía aceptaba las invitaciones de los espiritistas- y mi ya citado abuelo Mariano,
perito industrial, fue gerente en Barcelona y Zaragoza de la entonces famosa firma
de máquinas de escribir Underwood. Durante la guerra, un empleado suyo lo
denunció por haber visto en su casa un libro sobre bombas hidráulicas. Estuvo a
punto de costarle la vida porque no fue fácil desmantelar el equívoco.
Como los extremos se tocan, mientras los funcionariales Barreiro, en general,
desarrollaron el carácter social y expansivo que se señalaba, los Bordonaba,
descendientes del pirata, resultaron tímidos, reservados y poco amigos de fiestas y
alharacas.

Uno siempre ha intentado parecer un filibustero, lo que me ha deparado
algún éxito con el otro sexo pero, en general, se impone la sociabilidad barreirense y
resulto un tipo bonachón, candoroso y, como tal, prescindible.

                   

                    

Presencia. Intensidad. La fuerza y la quietud de un paisaje que se impone al pensamiento. Las impresiones que se diluyen en una majestuosidad donde lo humano es mínimo y hasta el monasterio parece haber surgido como una proyección maciza de la tierra.

  El viajero que remonta los 227 metros hasta llegar a los 656 que, sobre el mar, ostenta Monlora recuerda los versos de Pablo Neruda: «cielo desde un navío, campo desde los cerros». Aguzando la vista, olivos sobre unas gradas, aliagas, quejigos, bojes, tomillo, romero, espliego, orégano. Los colores que se superponen en un lienzo infinito: cárdeno, gris, azul, verde-pardo, blanco y poderoso. En algún lugar no visible, los hombres han puesto un muladar, que hace que los buitres de Riglos, Agüero y Murillo se acerquen cotidianamente, como un ejército singular donde no hay falanges sino individualidades amenazantes. El recuerdo del burro Tripanegra, que harto de su vida de palos en unas cercanas minas, se escapó para comer unas verduras. El hortelano le asestó una paliza que, antes de volver a su esclavitud, le suscitó una decisión tan insólita como plausible: el suicidio. El burro Tripanegra se arrojó al vacío desde estas soledades. Tal vez unas ovejas fueron sus testigos, como hoy las cagarrutas lo son de su paso.

  Aunque un puñado de benedictinos que, muchos años después, reemplazó a los franciscanos huidos durante la Desamortización, los hombres han creado hoy una Hermandad de 1.013 miembros que ha sustituido a la comunidad monástica. 410 de ellos moran en la vecina Luna y suben en romería el primero de mayo. Luna, nombre de la familia tal vez más identificada con Aragón pero también, término evocador de regímenes nocturnos, de la gran madre ancestral, de la muerte que todo lo reconstruye y funde. Frente a ello, el nombre de Monlora «monte de flores», con su nota, tal vez hiperbólica, de placeres moriscos, de un tiempo mítico, de esa edad de oro en que la naturaleza era el hombre.

 Aunque el viento soliviante las hierbas y la cabellera, la sensación es de quietud, de ausencia. Tal vez, una ráfaga hace espasmódico, agudo y lancinante el vacío soberbio. Vuelve la mirada al entorno, a la fuerza del panorama, que inevitablemente revierte en vuelta al centro, a la interioridad focal y perpleja. Esas tetas moradas, el recuerdo del rostro de mi padre. No hay Dios en el castillo.

  Nunca sabré.

***********************

(Publicado en Catorce paisajes aragoneses, Zaragoza, Prames, 2002, pp. 34-37)

La Fotografía es de Julio Foster

(Publicado en Leyendas aragonesas inéditas, Zaragoza, El Periódico de Aragón, 2022, pp.  63-76)

El seco Aragón no ha sido propicio a leyendas, más adecuadas a lugares húmedos, gustosos de las narraciones nocturnas en torno a la lumbre, mientras afuera cae el orvallo, silba el aquilón y la Santa Compaña fatiga las fragas. Por eso, los galaicos han alumbrado, por ejemplo, a un Cunqueiro y los aragoneses, a un Alberto Casañal y su fiera zurrupia. Si hay un héroe legendario aragonés, es el nunca bien ponderado Pedro Saputo, con su somardez, su naturalidad, su insolencia y su sorna. Pero el de Almudévar no pasó, que sepamos, por la comarca del Jalón, aunque bien pudo atravesarla cuando, con misión encargada por el Concejo de su lugar natal, marchó a la Corte para entregar personalmente al rey los tres magníficos frutos que una higuera borde, inopinadamente, había generado. Sabido es que, como corresponde al folklore, Saputo se comió dos por el camino y al preguntarle el monarca por ellos: “¡Te los has comido! ¿Y cómo lo has hecho?”, respondió Pedro: “Así”, al tiempo que se zampaba el restante.

Pero no quedó ahí la libérrima desenvoltura de su lengua. Complacido el rey de esa mezcla de descaro e inocencia que, por lo sorprendente y exenta de malicia, suele caer bien a quienes nos tratan, le pidió parecer sobre lo bien provisto de su mesa:

 -¿Habrá algún príncipe en el mundo que, sin traer nada de fuera de sus estados, la tenga tan regalada?

 La hipocresía y la insinceridad están reñidas con el respeto y el afecto que a todos prójimos debemos. Pedro no respondió como diplomático sino como persona de bien y hombre libre:

  -Me parece que no, porque no hay ningún reino en el mundo que produzca tanta variedad de cosas y tan excelentes para el regalo de la vida. Pero faltan muchas, señor, en la mesa de V. M., que yo, siendo lo que son, las tengo cuando quiero mucho más exquisitas o las como, que es lo mismo. Porque vuestra Majestad no come el pan de Huesca ni de Andorra…

Y, así, Pedro va enumerando a su Majestad el carnero de Monegros, los nabos montañeses y de Mainar, el cardo y la escarola de Alcañiz, el queso de Tronchón, el aceite de Fórnoles, las uvas de Ráfales, las cerezas de Monzón y Torre del Conde, los higos de Maella, las granadas de Fraga, la aceituna negra y curada de la Tierra Baja… Ninguno, como vemos, de la zona del Jalón, pero sí que termina asegurando que “si mis paisanos los aragoneses no tuviesen el talento de hacer de buenas uvas, mal vino, mandara vuesa merced traer del campo de Cariñena y otros, y la hombrearían con los mejores…”

Con leyendas o sin ellas, mi tierra está en torno a las riberas del Río Grío, que hasta mediados del siglo XX muchos naturales llamaban Gríu, y así figura en muchas topografías, probablemente porque el habla de la zona, profusa en arcaísmos, era tan amiga de olvidar la “d” intervocálica en los participios, como de cerrar las oes finales: “Ya está llorando el crío; se habrá cascau otro tozolón”.

El río Grío, escenario del crimen

Desde su nacimiento en la sierra de Algairén a más de mil metros, Grío desfila durante casi siete leguas hasta desembocar en el Jalón, muy cerca de Ricla. Ni desfila ni corre siempre, porque es río que sólo lo demuestra cuando lluvias o deshielos hacen que justifique su nombre. Nosotros, y supongo que nuestros ancestros, lo llamábamos El Cascajar y convertíamos sus piedras en coches para nuestros juegos. Eran tiempos en los que, bajo cada una de ellas, se protegía del sol o anidaba un escorpión, un coleóptero, un ciempiés… lo mismo que debajo de cada tormo de tierra recién labrada aparecían multitud de rojas y viscosas lombrices.

Hasta llegar a su fin, Grío ha pasado por los términos de Codos, Tobed, Santa Cruz de Grío, el hoy deshabitado Aldehuela de Grío, La Almunia y Ricla. En sus inicios, la corriente fluye protegida por una profusa vegetación mediterránea, que hace muchas veces imposible seguir el cauce; después, se ensancha el horizonte, sobre todo a partir de Los Palacios. Este paraje situado en su margen izquierda concentraba un manantial y una ermita tardorrománica con su Virgen y su casa de labor. En los días festivos y hasta los años sesenta del pasado siglo, acudían allí  los almunienses para almorzar, merendar y solazarse y, como cuentan algunos cronistas del siglo XIX, para bailar jotas que maravillaban a los viajeros ya que, desde ese lugar y durante unos dos kilómetros, discurren hermanados y paralelos el río y la carretera nacional de Madrid a Zaragoza. No la autopista, construida en cota más alta.

Poco más allá, tras pasar bajo los arcos de un puente de triple arcada, Grío fluye hacia Ricla, mientras la carretera continúa hasta La Almunia, distante ahora una media legua. En el primero de estos tramos se desarrolla nuestra leyenda pero, antes de exponerla, diremos que estos parajes, pese a estar muy cercanos a pueblos señeros como Morata de Jalón, Ricla, La Almunia o Alpartir y a una carretera nacional, han dado lugar a algún otro asunto legendario que debo relatar mínimamente para contextualizar los hechos narrados, ya que estos se suceden en un escenario no superior a los diez kilómetros cuadrados.

Si se cruza bajo el mencionado puente y se deja el río a la derecha por una pista en buen estado, en menos de un kilómetro, se llega a una abrupta pared en cuya cima hubo clavado un palo hasta hace siete décadas. Es historia que está relacionada con la fundación legendaria de La Almunia. Así, Doña Godina, de la que estaba enamorado el moro Michén que también da nombre a una acequia del término, con el propósito de desembarazarse de él, exigiole que, como prueba de su amor, habría de hincar su lanza, escalando por la roca vertical, hasta clavarlo en su parte más alta. El moro galán lo logró pero, al descender, despeñose y no pudo obtener el fruto de su esfuerzo. Cuentan que una patrulla del Frente de Juventudes, que accedió al palo clavado en la roca por la parte trasera mucho más accesible, lo sustituyó por una bandera española. No seré yo quien asuma los prejuicios de muchos ignorantes despreciando una bandera con casi tres siglos de historia pero sí que, en este caso, comparto las manos justicieras que hicieron desaparecer el nuevo símbolo que, allí, sólo recordaba la ignorancia y la barbarie.

El Palo del Moro

Cortado del Palo del Moro

La vaca de Morata

Como no hay luz sin sombra, en Morata de Jalón también alcanzó celebridad su vaca y no por su bravura, como el levantino toro Ratón. “Quedar como la vaca de Morata”, que aún se usa, es igual a quedar como lo hicieron García y su macho, Cagancho en Almagro o el cochero del popular dicho. La vaca en cuestión, que acarreaba fama de fura, ignoró que sus empleadores la sacaban para embestir, se cagó en el ruedo y se sentó encima. Y yo creo que hizo muy bien.

El Monasterio de San Cristóbal.

Situado en las cercanías de Alpartir y muy cercano a los escenarios de nuestro relato, a mediados del siglo XV se erigió el hoy arruinado convento franciscano dedicado a San Cristóbal, patrón de los viajeros, a los que prestaría cobijo al estar situado junto al camino real.

Pocos años atrás, en el muy próximo Pueyo de Aranda, fue asesinado el Arzobispo de Zaragoza, García Fernández de Heredia, uno de los delegados en el llamado Compromiso de Caspe, convocado para acordar la sucesión al trono de Aragón. Cuando el arzobispo regresaba a su sede desde Calatayud, donde se había entrevistado con Antonio de Luna, partidario del Conde de Urgel, mientras que el prelado defendía la candidatura de Fernando de Trastamara. No debió de quedar contento el de Luna con lo parlamentado y el 1 de junio de 1411 atacó con sus partidarios al arzobispo, a quien dieron muerte, lo que, al fin, resultó negativo para su causa y la corona de Aragón terminó ocupada por Fernando I.

Ruinas del Monasterio de San Cristóbal (Alpartir)

El barranco de las Conchas

Otras leyendas menores se vinculan con los fósiles de la era Mesozoica que abundan en la zona, por entonces bajo las aguas del mar de Tetys que, someramente, cubría lo que hoy es el macizo ibérico. Así, denominábamos Barranco de las Conchas al que, surgiendo de los montes vecinos, desaguaba las tormentas en el río Grío. En su último tramo dicha rambla recibía el nombre de Barranco Mateo. Entre sus zarzas, aparentemente inexpugnables, se escondió en los primeros días de la Guerra Civil el tío Clariana, aparcero en la Huerta Soria. Pero lo encontraron y esto no es leyenda sino asesinato.

Maleza en el Barranco Mateo

Volviendo a los fósiles, nosotros hallábamos en el barranco conchas, almejas, caracoles, langostinos y leña. Hasta que llegamos a tercero de bachiller no supimos que las primeras eran Ronchinellas; las segundas, Terebrátulas; los terceros, Belemnites y los citados en penúltimo lugar, Ammonites. La leña, supongo, provendría de fragmentos vegetales. Quizá fuera tal lo que en forma de  higo mi tía Coda encontrara de niña en el panzudo monte que antecede al Palo del Moro, lo que deparó que el alfoz del hallazgo se denominase desde entonces “Monte del higo”. No hay que extrañarse de estas curiosidades paleontológicas pues durante el periodo Jurásico también merodeó por allí el llamado “cocodrilo de Ricla”, al que puede visitarse en el Museo de Paleontología de la Universidad de Zaragoza.

Monte del Higo

Junto al citado Monte del Higo y dejando a la izquierda el que llamábamos Cementerio árabe, una pared de adobe, yeso y tapial cuyos agujeros cilíndricos no habían albergado nichos sino colmenas, progresaba el camino, fértil en fósiles, que llevaba a la Cueva de la Sima por la que, cuando niños, serpenteábamos, como en años subsiguientes lo hicieron los espeleólogos, que hoy la han cerrado y patrimonializado, con lo que la infancia ribereña del Jalón ya no puede estozolarse entre sus estalactitas. Esta gruta, llamada también del Mármol por el brillo de sus paredes, es prima hermana de la Peña María, que constituye el cogollo de esta historia.

La Peña María

El cerro que, una vez sobrepasados Los Palacios, deja el Río Grío a su derecha recibe este nombre por razones que nadie recuerda. Es cierto que cuando los pobladores del contorno, pastores o visitantes ocasionales se encuentran en la cima de las alturas cercanas –los inmediatos Monte Negro, Monte del Castillo, Monte Largo o Alto de la Perdiz, situado enfrente- suelen tentar al eco, repitiendo a voces ”Maríííaaaaaa” y el sonido se expande por todo el valle hasta que, en pianísimo final, la última vocal se extingue y es sustituido por el canto de un pájaro o el rumor del río las escasas veces que las aguas de sus fuentes, a través de las tormentas o el deshielo, lo han surtido suficientemente. Es entonces cuando para los chicos se producía el milagro de que un cauce seco durante meses apareciese de pronto con la vida que le comunicaban los cabezudos, madrillas o culebras de río, que aparecían bajo sus aguas como por ensalmo. Esos niños sabían, porque la habían oído contar en las noches de verano a la luz del carburo o de un candil, la historia de la Peña María y sabían que no sólo al eco llamaban cuando, en sus correrías montaraces y haciendo bocina con las manos, gritaban ”Maríííaaaaaa” al  alcanzar la cima de cualquier alcor cercano.

Peña María

A la Peña María se subía con facilidad por su parte más alejada del río. Tenía cierto peligro porque estaba infestada de cuevas pero era una sola la que a los zagales interesaba, la Cueva del Árbol, así nombrada, porque el esqueleto de un lodono que había crecido en su misma entrada permitía acceder a ella. De otro modo, hubiera sido difícil y peligroso, pues se trataba de un hoyo y caer en él hubiera sido más fácil que salir de allí sin ayuda del árbol y de una soga que los aventureros solían llevar para bajar y subir con mayor seguridad y aplomo. Porque algo de éste hacía falta para penetrar en aquella oscura espelunca de cuyo techo colgaban innumerables ristras de murciélagos que se confundían con las estalactitas y, ante una presencia inesperada, volaban, chocaban y chillaban organizando un pandemónium ante el que había que mostrar cierta entereza para que la compañía no te tildara de cobardica, gabacho y flojeras. Pese a ese radar que, dicen, les permite no tropezar con los obstáculos, el espacio era tan reducido y la morcegalada tan numerosa que era inevitable sentirlos en la cara, en el torso y en las piernas, ya que el equipo de espeleología solía consistir en un mero calzón o bañador. Para colmo, el suelo consistía en una gruesa moqueta de murcielaguina en la que los pies vacilaban y se hundían. No era ello óbice para que en tiempos pretéritos los exploradores recuperaran el humano atavismo del depredador y capturasen unos cuantos ejemplares de estos quirópteros, tanto para mostrar su valor ante los adultos como para corroborar la crudelísima experiencia que les habían contado: acercándoles al morro un cigarro encendido, expelían un “¡¡Coño!!”, fonéticamente muy ajustado.  

En aquellos tiempos de generalizada pobreza y autarquía familiar, el excremento de los muchos murciélagos que habitaban en esta y otras cuevas de la Peña María era recogido como abono por los lugareños. Este guano o murcielaguina se sumaba al de los animales e incluso al humano contenido en  los pozos negros. El carro de los poceros, dedicados a vaciarlos y llevarlos a los femarales, con sus humus, sus emanaciones y su nutrídisima cohorte de moscas de todos los tamaños y colores, era un espectáculo infernal para los cinco sentidos del cuerpo y para todas las sensaciones que pudieran englobar el ánima y la sensibilidad del contemplador. Hasta mediados del siglo XX podían verse estos carros o las caballerías que transportaban el guano recogido por sus amos en las cuevas de la Peña María.

La Cueva del Árbol estaba entonces señalada por una gran piedra pintada de blanco, para evitar accidentes en tiempos de mayor tránsito que los que se sucederían. Era también creencia popular que estas cuevas habían albergado los cuerpos de los caídos en batallas que se desarrollaron en sus cercanías pero no se tienen noticias de que se hayan encontrado huesos humanos en ellas. Sí que ello contribuía a  producir ese temor ancestral al inframundo, adobado además en este caso por la coreografía murcielaguil y la creencia de que –digámoslo ya- el nombre de María era el de una bruja que debía de tener allí su asiento. ¿Correspondería a un ser real de épocas pretéritas o sería tan sólo un recuerdo de tiempos prerromanos, profusos en rituales cavernarios y en personajes femeninos cercanos a lo sagrado que podían ser sacerdotisas, vestales, sibilas, chamanas o mujeres con perturbaciones mentales, cuya diferencia, les proporcionaba el privilegio o maldición de ver de otra manera? Es probable que en la niebla de estos recuerdos relegados al subconsciente se aposentaran también figuras de seres reales que, a lo largo de los siglos, fueron tildados de brujas o brujos, por su sabiduría acerca de la naturaleza y sus plantas, sus conocimientos de curanderismo, su marginalidad o cualquier clase de heterodoxia. Lo cierto es que, a partir de la Edad Moderna, en la mente popular el concepto de bruja se identificó con una mujer, generalmente vieja y fea, capaz y gustosa de provocar el mal. Como los extremos se tocan, el hada sería su contrapunto. Pero mientras éstas no se materializaban en la vida real, las brujas podían perfectamente vivir en el pueblo o en sus contornos y dar suelta a sus males de ojo, a las pócimas de sus redomas y establecer con el Maligno los pactos y alianzas de rigor.

El grito con el que se concitaba a María en las proximidades de su Peña y que ésta respondía era para los chicos una confirmación de su existencia, una forma de exorcizar con el grito el miedo que les provocaba y una suerte de entrada en la edad adulta, el desafío de penetrar en su guarida y arrebatarle unos cuantos de sus servidores: esos mamíferos placentarios alados y membranosos, que “merecían” la tortura que se les aplicaba.

¿Pudo ser la referencia real de esa María, la última mujer de la que hay recuerdo de haber sido ahorcada en la plaza de La Almunia? Esta historia contaba mi abuela paterna y a ella también le había sido transmitida por una de sus abuelas. Transcurriría muy probablemente a fines del reinado de Fernando VII o en los primeros de la regencia de María Cristina, madre de Isabel II.

Dicha mujer estaba casada con un pastor al que todos los días llevaba la comida a los lugares en que solía aposentarse con su rebaño, normalmente las laderas de los montes que flanquean la margen derecha de Grío. De nombre María, disfrutaba de un amante, junto al que concibió librarse del marido, cuando surgiera la ocasión más favorable, pues en un pueblo resultaba harto difícil mantener el secreto de las relaciones. Descartaron el envenenamiento, por la inseguridad de su efecto -cada persona es un mundo y reacciona de distinta manera a una misma triaca- y tampoco tenían posibles para contratar a un sicario, aunque luego se supo que lo intentaron. Prevaleció, al final, la simulación de un accidente y, así, se convino actuar sin prisas y aprovechar la ocasión propicia. Ésta se presentó un lunes de principios de noviembre. Normalmente, Ventura, el pastor, utilizaba como mesa alguna de las grandes piedras que formaban una especie de círculo en la plana superior del monte del Castillo, el más alto de los collados vecinos. Quizá allí montaban sus consejos antiguos pobladores o, en fechas posteriores, grupos de amigos celebrasen lifaras asando longanizas y morcillas en la hoguera o asando patatas enterradas junto a piedras calientes. La brisa que por aquellas alturas acaricia durante los atardeceres veraniegos y la vista del valle eran un buen acompañamiento para otros placeres mundanos.

Monte del Castillo

Aquel día lloviznaba, las piedras del monte oscurecían su tono azulado y se mostraban bruñidas y resbalosas. Ventura, arrebujado bajo su capa, se encontraba sentado bajo la roca más alta del monte, que en algún modo lo protegía del agua, mirando el horizonte cuyo color y formas le indicaban que el temporal no duraría mucho. Allí le presentó María la escudilla con el potaje que, junto al pan y queso que llevaba en el zurrón, constituían su ración diaria. Tan imbuida como estaba en su propósito, María valoró la circunstancia y actuó rápidamente: un empujón inesperado y decidido y su víctima caería rodando hacia el vacío.

Lo acometió por detrás con la fuerza que entonces albergaban las mujeres del campo acostumbradas a todo tipo de trabajos. Cayó la escudilla y rodó Ventura primero por las rocas y después por la ladera a lo largo de casi cien metros. María quiso asegurarse y se allegó hasta él, por ver si yacía bien descalabrado. No obstante, se proveyó de una piedra grande para, si hacía falta, asestarle el golpe de gracia. Así lo hizo. Parecía muerto pero se aseguró propinándole un fuerte golpe entre los ojos y otro sobre la oreja izquierda. Allí quedó Ventura, sin ventura y boca arriba, como preguntando a los cielos si iban a acogerlo o la vida era una broma odiosa con infeliz final.

María había considerado que el tiempo, gris y pluvioso, habría impedido a cualquier testigo próximo presenciar el suceso, la lluvia justificaba cualquier resbalón y la piedra con restos de sangre la arrojaría a la cercana acequia de Grío, que nacía en el azud, cercano a Los Palacios. No existía por entonces la policía científica ni siquiera la Guardia Civil. Por tanto, pensó en recoger las ovejas, un tesoro que no podía perderse, llamó al perro, que olfateaba y lamía las heridas de Ventura, e hizo que juntara el rebaño para volver al pueblo, bien pertrechada de gritos y ademanes desesperados, para lo que las mujeres de entonces, que oficiaban de plañideras en todos los velatorios, tenían una espléndida preparación. 

Lo borrascoso del día deparó que no encontrara a nadie hasta llegar a La Cava, el antiguo foso que circundaba la muy noble y fidelísima villa. En la Puerta de Calatayud se encontraba fumando Cabeza Perro, el primero que recibió la noticia y la difundió a voces por todo el pueblo, a lo que en seguida se unieron las campanas. Se organizó la expedición para recoger el cuerpo de Ventura. No hubo que esperar mucho para que un mozo se presentara en la alcaldía para aducir que había visto, juntos y entregándose al deleite, a la María y al Liborio en la cuadra de la modesta vivienda sita en la calle de los Lanceros, donde habitaban Ventura y María, además del burro que ocupaba dicha cuadra. A ésta la separaba de la vivienda trasera colindante una tapia de algo más de dos metros pero, encaramado a ella, era posible vislumbrar lo que sucedía en el interior de la misma. Nada interesante a priori, pero ¿qué no harán la curiosidad, la vida sin expectativas ni horizontes y la alparcería rural por salir de su triste rutina?

El alcalde, cuyo cargo era renovado anualmente por el maestre de la Orden Hospitalaria Sanjuanista, que señoreaba esa tierra, mandó detener a los dos sospechosos. Aplicóseles tormento y ambos culparon al amante, que hasta hace unas horas alegraba sus nervios y sus horas. Nadie dudó que merecieran ser ahorcados. Lo fueron, a los pocos días, en la plaza de la Villa sin que faltara un solo vecino que no estuviera impedido, incluso alguno de estos fue llevado en parihuelas o en la “sillica de la reina”, para contemplar la justicia o el escarmiento. En el cadalso, ambos penados, que en el tormento  habían inculpado a su pareja,  intercambiaban ahora gritos guturales: “Liboooriooooo”, “Marííííaaaa”, emitidos entre el amor y el terror, lo único que poseían e iban también a perder. Fue la última ejecución –fuera de las muchas deparadas por las consecuentes guerras civiles- que se ofició en el pueblo. La última ejecución pública y ejemplarizante.

Las voces de los condenados quedaron en la memoria de los asistentes y la tradición los vinculó con el eco, las grutas, los murciélagos, las brujas y los enterrados en la Peña María. Por eso, el confuso eco de la leyenda se mezcló con otras historias difusas del indefinido e inescrutable “tiempo de moros”, que convertía los colmenares de yeso y tapial donde se colocaban las arnas en “cementerios árabes”, los nidos de quirópteros, en tumbas de guerreros, los recuerdos del Mesozoico en higueras o el fenómeno del eco en las voces de ultratumba de unos amantes adúlteros ajusticiados…

Todo ese mundo que pervivió hasta hace tan sólo unas décadas ha sido definitivamente arrumbado con la construcción de un pantano que, para enriquecer a una empresa constructora y unos cuantos terratenientes, ha arruinado el paisaje, la vida animal, los olivos centenarios y todo el entorno natural y humano que se reconocía en los parajes que fecundaba el extinto río Grío.

(Publicado en Aragón Digital, 27-28 de septiembre de 2012).

Ya se ha instituido el “¡Guau!” (“Waw”) como expresión de asombro que aparece hasta en la sopa. En la boba, claro. Por supuesto, se trata de un repelente, postizo y ridículo anglicismo, que ha desplazado al “¡Ahí vaaa!”, el “¡Halaaa!” o el “¡Hostiaaa!” lo que, naturalmente, soltaba cualquier español bien educado por sus padres cuando algo le llamaba mucho la atención. Como los padres ya no educan y a la escuela le parece inadecuado enseñar -no vaya a turbarse la felicidad que merecen niños y adolescentes-, cuando sobreviene una nueva tontería a través de la televisión, los móviles o los bocadillos de los tebeos, el mentecato la acoge con ánimo de impresionar al prójimo por la modernidad de su lenguaje.

Lo mismo sucedió con la comunicación gestual. El español, que en los siglos de oro hacía la higa, como ademán obsceno o de rechazo e insulto, pasó al corte de mangas, butifarra o morcilla. Luego, vino la peineta, promocionada por el intelectual Luis Aragonés, aunque no nos hablara de su origen griego. Todavía seguimos con ello, mostrando el puño y levantando hacia el cielo el dedo corazón. Hoy, muchas gentes gesticulan con manos y dedos. Estos dan mucho de sí pero no he conseguido penetrar en el intríngulis de su significación, que, como al parecer sucede con los tatuajes, tiene un sentido tribal. Primero fueron los negros neoyorkinos haciendo cosas raras con ellos. Vinieron luego los raperos y ahora se ha extendido hasta los más inesperados sectores sociales.

Además de interesarse por el tango, la zarzuela, el cuplé o la jota, a uno le atrae el rock, sea rockabilly, sinfónico o heavy. Con los practicantes de esta última facción me identificaba especialmente, por razones que no son del caso. Recientemente, vi un reportaje sobre un gran festival heavy que se celebra en Vivero anualmente y que reunía a la más completa nómina de grupos de este estilo. La multitud de seguidores –casi todos de la cuarentena a la sesentena- si eran enfocados por la cámara, apuntaban hacia la misma con el meñique y el índice separados. No me he perdido una actuación de Judas Priest, Deep Purple o Black Sabbath, si tocaban cerca de mis sucesivas residencias, pero confieso que no sé qué quiere decir ese ángulo agudo.

Como ladrar es fácil, me temo que no va a suceder con esta emisión de sílabas lo que ocurrió con otras que durante una temporada no se caían de la boca de la España Lerda: que se usen hasta el cansancio y desaparezcan con gozosa rapidez. Hubo tiempos en que la gente te llamaba “Fistro” o que te soltaba “¿Te das cuen? con guiño cómplice y voz chillona. Encima, había que reírse.

No sé cómo sentará a los perros esta suplantación de su ladrido. Según la Universidad British Columbia (Vancouver), ellos pueden distinguir más de 160 palabras pero, si les dices “¡Guau!”, seguro que lo que van a entender es que eres un majadero de alta gradación.

Por lo menos, mis lobos proseguirán con sus aullidos y el viento con su ulular. Es lo que espero, mientras los humanos van ladrando a sus congéneres porque han medio aprendido inglés o lo han visto en la tele o el móvil.

                                        

Aunque James Joyce cita a Aramburo en «Los muertos», el último relato de Dublineses, muy pocos de sus coterráneos conocen que este tenor fue el único que pudo hacer sombra a Gayarre en la época de gloria del genio vocal navarro. Antonio Aramburo fue un cantante absolutamente excepcional. No fue, en cambio, tan exhibible su carácter, a menudo insoportable, histérico y antojadizo, al parecer, tan habitual en los divos. De hecho, sus renuncios y espantadas hicieron que su carrera fuese derivando hacia Sudamérica, donde el público no tenía las exigencias del europeo. En 1886 se encontraba en Montevideo. Iba a cantar La favorita en el Teatro Solís y asistía a la gala el presidente de la República, Máximo Santos. El empresario, que debía conocer las costumbres del tenor, quiso asegurarse de que no iba a haber sorpresas y le acompañó hasta el camerino a fin de cerciorarse de que se iba a preparar para su papel. La función, sin embargo, no pudo celebrarse porque Aramburo no apareció. Mejor dicho, apareció cuando se cerraba el teatro, ya caracterizado de fraile, como exigía el libreto, pero absolutamente dormido en un viejo sofá arrumbado entre tramoyas y decorados en una guardilla. No nos lo cuenta el cronista, pero cualquiera supondrá que Aramburo se había dedicado a empinar el codo.

Pero, junto a una buena colección de episodios de similar entraña, Aramburo, que conjugaba en su voz altas dotes de fuerza y sensibilidad, sumió en arrobo a los públicos más exigentes de la época. El experto crítico Martín de Sagarmínaga cita al foniatra catalán Enrique O’Neill, que escribió: «Fue la voz más perfecta del siglo XIX; en calidad, extensión, timbre y color no llegó ninguna otra a parecerse siquiera». Es más, en su libro, La voz humana (1923), O’Neill, que había escuchado a Aramburo en repetidas ocasiones, lo coloca a la cabeza de los cantores de todos los tiempos. Por su parte, un crítico cubano estampó:

Ése sí que fue un tenor de veras, un astro. Ni Gayarre ni el elegante Masini, ni Tamberlick, ni Tamagno: en fin, ni ha habido, ni hay, no habrá otro igual; ni parecido.

Y en el mismo Espasa, enciclopedia de la que habrían debido copiar sus muy publicitadas seguidoras, se lee:

  La voz de Aramburo, por lo timbrada, igual y varonil, fue acaso la más perfecta que se oyó en las escenas líricas durante el siglo pasado.

Más recientemente, Hernández Girbal, recogiendo calificaciones que le fueron aplicadas, habla de «fraseo sin mácula», «expresión arrebatadora», «hermosura increíble», «agudos limpios y brillantes como el sol», «temperamento apasionado»…

Cuando en 1876 debuta en el parisino teatro de los Italianos con La forza del destino, Tamberlick, considerado como el mejor tenor de esa época, lo designa como su sucesor al oírle. Su voz tenía la misma fuerza arrebatadora y la potencia de sus agudos impresionaba profundamente.

Poliuto, Norma y El trovador, óperas de gran dificultad que no fueron acometidas por Gayarre a causa de las características de su voz, constituyeron la base del repertorio del tenor cincovillense, pero su técnica y agilidad vocales le permitieron también cubrir un espectro más ligero.

Aramburo en Poliuto

Los testimonios diseminados aquí y allá podrían ocupar un libro entero pero sobre la trayectoria del cantante no hay sino un folleto de cuarenta y tres páginas debido a Vicente García de la Puerta y publicado por la Institución Fernando el Católico en coedición con el Centro de Estudios de las Cinco Villas, en uno de cuyos pueblos, Erla, Antonio Aramburo había nacido el 17 de enero de 1840 en el seno de una familia acomodada. Parece que realizó estudios de ingeniería y hasta los veintiséis años no se dedicó al canto, que aprendió con el maestro Antonio Cordero, discípulo sevillano del célebre Hilarión Eslava y miembro de la madrileña Real Capilla.

Ya pasados los treinta de su edad, Aramburo debutó en Milán, el 3 de agosto de 1871, interpretando Saffo de Pacini en el teatro Carcano. Al año siguiente cantaría Norma en Florencia. Muy pronto logró renombre, de modo que la segunda mitad de la década de los setenta puede considerarse la de su máximo esplendor. Desde el inicio de su carrera tuvo contratos en América y en 1874 cantó en el bonaerense Teatro Colón, con motivo de las celebraciones programadas al inaugurarse la línea telefónica que comunicaba la Argentina con Europa. A esta función asistió el muy ilustrado Domingo Faustino Sarmiento, a pesar de ello, a la sazón, presidente de la República. En el Liceo de Barcelona debutó en la temporada 1875-1876 y volvió a él en 1882. Sin embargo el Teatro Real hubo de esperar hasta la temporada de 1881 para tenerle en escena. Triunfó en él con La forza del destino pero fracasó después en Rigoletto. Algo similar, aunque al invirtiendo los tiempos, le había ocurrido en la Scala de Milán en 1879: silbado en la romanza «Celeste Aida», en la segunda representación cantó con una también celeste media voz, de modo que hubo de dar hasta veintitrés representaciones. Al parecer Aramburo prodigaba los filados con una extensión desde el Do hasta el Si, lo que ni siquiera llegó a alcanzar Fleta, cuya voz llegaron a comparar en Chile, por potencia y dulzura de timbre, con la del tenor dramático cincovillense. Por cierto, que en la Scala también acabó con conflictos. Ya en enero de 1880 cantaba Lucia de Lammermoor con Emma Albani hasta que esta fue sustituida por Harris Zagurry. La nueva soprano no gustó al público y fue silbada en el tercer acto. Aramburo, en extraña solidaridad, renunció a cantar el cuarto, que es el de mayor lucimiento del tenor, y se marchó al palacio en que residía para prepararse unas migas aragonesas, al tiempo que se colocaba un pañuelo en la cabeza y comenzaba a darle a la jota. De esta guisa lo encontraron los empresarios cuando, desesperados, fueron a pedirle que se reintegrara a su labor. Aramburo puso la sartén sobre la alfombra, invitó a los concurrentes y, en cuanto al contrato, dijo darlo por rescindido ya que nada quería con gentes tan ineducadas con las señoras. Así, en su mejor momento, desperdició la oportunidad de volver a ser llamado por el teatro más importante del mundo.

En enero de 1882, el tenor volvió al madrileño Teatro Real para cantar El trovador pero, al parecer, molesto porque, en contra de lo anunciado, Alfonso XII y María Cristina, no asistieron a la función, durante el descanso que precedía al tercer acto, salió por la puerta de bomberos ataviado de guerrero medieval y en la plaza de Oriente entonó «Di quella pira» ante las estatuas de los reyes y el gozo estupefacto de los madrileños que por allí se encontraban. Ya no volvió, claro, al Teatro Real.

Efectivamente, el comportamiento de Aramburo nos da cuenta de un genio con ribetes de esquizofrenia, lo que influyó, sin duda, en su consideración crítica posterior. Pese a haber cosechado tantos triunfos y panegíricos y haber disfrutado de esa voz incomparable, no suele figurar, junto a Gayarre, Tamberlick, Masini o Tamagno, entre los divos de la segunda mitad del siglo, sin duda por estos y tantos otros episodios de su carrera. Tampoco cuidaba sus formas y podía ser brusco, desaliñado y ajeno. Sin embargo, en otras ocasiones era un hombre manso, afable y hasta tímido. Poco mujeriego, casó con una soprano bostoniano, Adele Chapman, que actuaba con el nombre de Ada Adini. Quince años más joven que él y con poco nombre en la ópera, utilizó a su marido para medrar en la profesión y, tras darle una hija, pidió la separación, lo que acentuó la inestabilidad del tenor.

Hasta 1886 llegaría su época dorada. Luego, con el lento declive de sus facultades, fue acogiéndose a los conciertos. En 1891 lo encontramos en Cuba, donde ya había estado en la temporada 1878-1879 cobrando un sueldo exorbitante. Ahora iba como artista-empresario pero se negó a cantar, con lo que tuvo problemas pues el público había adquirido onerosos abonos al reclamo de su nombre. Parece que ya huía del esfuerzo de acometer óperas completas y se refugiaba en actuaciones particulares en entreactos o fines de fiesta. La Habana Artística nos da cuenta de que “si ha perdido muy mucho la voz, en cambio ha mejorado su estilo”. Esta revista, cronista del muy importante movimiento musical de la isla en los años finales del siglo XIX, había definido a Aramburu como “tenor de fuerza, y dotado de una voz tan hermosa, igual y potente como tal vez no se haya oído otra en La Habana. Más en cambio de tan precioso tesoro su estilo fue siempre amanerado, sin claro oscuro, sin pianos, ni inflexiones de ninguna clase; y como actor malo y de modales muy ajenos, no sólo por su impropiedad, sino por su rudeza en las tablas de un teatro”.

En 1896 Aramburo actuaba por última vez en Europa cantando Carmen en Odesa. Volvió entonces a América y, a pesar de haber ganado unos tres millones de pesetas en su carrera, los ocho robos que sufrió y la típica prodigalidad de los divos terminaron por conducirle a la miseria. En 1907 el periódico chileno El Mercurio anunciaba que se encontraba en un hospital de Milán reducido a la indigencia. Volvió a Montevideo y se le dio un puesto de portero en el teatro Solís. Finalmente, la ciudad que había presenciado tantos de sus triunfos y que, también, le había dado el sobrenombre de “el loco de la guardilla”, tras el episodio contado al principio, le otorgó la dirección de una escuela de canto que se llamó Instituto Aramburo. Hipólito Lázaro lo conocería allí y en sus recuerdos cuenta que aún se anunció que iba a cantar Carmen, pero desapareció a mitad de los ensayos. El 16 de septiembre de 1912 moría en la capital uruguaya. El gran erudito y coleccionista argentino Rudi Sazunic descubrió un catálogo de cuarenta y ocho cilindros grabados por el tenor en Montevideo, al final de su vida, bajo el marbete de Compañía de Impresiones Fonográficas Antonio Aramburo. De ellos se conservan seis en la Universidad de Yale: los números 3, Aida, «Morir si pura e bella»; 21, Poliuto, «D’un alma troppo fervida»; 23, Il Profeta, «Senz’un ordine mio»; 35, La partida de Álvarez; 45, Ideale de Tosti; y otro que no figura en dicho catálogo, La forza del destino, «Solenne in quest’ora». También se conserva, y ha sido grabado en LP y, en compacto, el fragmento «Niun mi tema» de Otelo, procedente de una matriz de 1902 no comercializada por la casa Gramophone Typewritter. Los aficionados de todo el mundo agradecerían, sin duda, una gestión del gobierno aragonés para que estas joyas arqueológicas del canto fueran de nuevo editadas

(Publicado en Javier Barreiro, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34). Con algunas adiciones.

BIBLIOGRAFÍA

-Barreiro, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34.

-Barreiro, Javier, Voz: «Aramburo, Antonio», Diccionario biográfico español. Vol. IV, Madrid, Real Academia de la Historia, 2010, pp. 709-710

-García de la Puerta, Vicente, Pasajes de la vida del tenor Aramburo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1998.

-Hernández Girbal, Florentino, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos xix y xx), Madrid, Lyra, 1997, págs. 54-57;

Martín de Sagarmínaga, J.  Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid- Acento, 1997, págs. 56-58;

Ramírez, S. La Habana Artística. Apuntes históricos, La Habana, Imprenta E. M. de la Capitanía General, 1891, págs. 368-369.

(Publicado en Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34, con el título de «El genio venado». Incluyo algunas adiciones)

Fotografía dedicada desde la cárcel 7-2-1910

(Publicado en Cruces de bohemia, Zaragoza, UnaLuna, 2001, pp. 51-79)

                                   …Y Noel presidía

                       la tertulia del hambre hecha alegría.

                       Gran ciclón de melenas

                       y de palabras en algarabía.

                       Altar, altar para las Magdalenas                               

                       con sus caras de rosas nazarenas

                       que guiñaban el ojo en las esquinas.

                       Y un gran desdén para las «carabinas».

                       (Habla juventud. Las hembras eran buenas

                       y no sentíamos dentro las espinas).

                                   (Alfonso Camín, Carteles)

  En la magna obra de Eugenio Noel (Madrid, 1885-Barcelona, 1936) abundan los libros construidos en torno a las incansables andanzas del autor por tierras de España. Sus recorridos por las Américas también tienen representación literaria en el que es el libro de viajes más específico de su producción, Los compradores de pieles (De puerto Montt a Punta Arenas), reproducido en un tomo de escritos recopilados póstumamente por José García Mercadal, América bajo la lupa, que recoge textos dispersos con el motivo americano y viajero como centro.

  Sin embargo, salvo el citado libro que relata en clave casi policiaca un viaje por las costas chilenas cercanas a la Antártida, la obras de Noel no tienen la estructura itinerante típica de los libros de viajes sino que se construyen en torno a una serie de artículos que son visiones directas y análisis nada superficiales de esa España ibera, racial, brutal y genuina, leit-motiv constante del escritor.

  Pero qué pocos autores nos han dejado una imagen tan viva y creíble de un país que él pisó como nadie en un época en la que raza, palingenesia o casticismo eran palabras que no caían de la boca de los entonces abundantes y vocacionales buceadores de las esencias ibéricas. Y qué poca suerte han tenido casi todos ellos con la erudición. Eugenio Noel es un caso flagrante. Las entradas de su bibliografía son más bien engañosas: sólo dos libros dedicados específicamente a él, González Ruano/Carmona Nenclares [1927] y Manuel Urbano [1995], porque el de Pedro Caba [s. f.] no es sino un resumen novelado de la primera parte de su diario íntimo. En el resto de los estudios, únicamente dos, Entrambasaguas [1961] y Prado [1973], sobrepasan las cincuenta páginas. Esto, con un autor que, a juicio de muchos entre los que me cuento, es una de las plumas más altas y libres del siglo. 

  Además de España nervio a nervio (1924), los libros viajeros que Eugenio Noel publica en vida y que tienen una estructura similar son: Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca (1913), Nervios de la raza (1915), Las capeas (1915), Aguafuertes ibéricas (1926) y Raza y alma (1926). En 1960, su editor más constante, José García Mercadal, efectuó otra recopilación de las mismas características con artículos no recogidos en libro: España, fibra a fibra.

  Las capeas, está centrado en la denuncia antitaurina pero en el resto se entremezcla este tema con el análisis del carácter nacional, la descripción costumbrista, el artículo científico o estético, la denuncia social, la apología de ciertos personajes o la mostración de particularidades lingüísticas locales. Pero es España nervio a nervio el que nos presenta una mayor variedad de localizaciones y el que puede considerarse un mejor mosaico de esa España claustral, negra, castiza y quizá tópica por la imagen cuyo escenario, en gran parte, estuvo ausente de las descripciones de los literatos del país. 

  El supino alejamiento de nuestros escritores y críticos de la España real[1] ha provocado que este autor sea tildado de anacrónico o rezagado[2], nuevo rico de la cultura, extravagante, ultrabarroco o sensacionalista. Quienes han identificado el país con las minorías krausistas, orteguianas o universitarias no han podido comprender como un intelectual -del que casi todos reconocen, eso sí, su gran caudal de información y puesta al día- se dedicara a recorrer los caminos, conversar con arrieros y pastores, participar en las ceremonias y rituales de la España profunda y tratar de comprender, a través de la inmiscución y connivencia con las gentes, a ese país que le dolió con más fuerza moral y física que a nadie. El arcaico no era Noel sino un país que conservaba casi intactos usos y atuendos de hace siglos, sin revolución industrial, con pervivencias del feudalismo civil y eclesiástico y por el que pululaban bandoleros, ensalmadores, curas de manteo, ciegos romanceadores, buhoneros de mejunje y aleluya y mendigos con taras desaforadas. Quien quiera molestarse en echar una ojeada a las revistas burguesas de la época, como Blanco y Negro o Nuevo Mundo, verá que ese panorama estaba ahí, como lo certificará quien repase la revista Estampa de los años treinta o las fotografías de Inge Morath de los cincuenta, y hasta podrá encontrar alguna pervivencia en las de Cristina García Rodero tomadas en los ochenta.

  Eugenio Noel, que hubiera podido usar de argucias intelectuales para ocupar un lugar entre los atildados, se vio impelido por su hipersensibilidad y su inteligencia a bucear en unos fondos sociales que, si no podían darle éxito, satisfacciones económicas ni prestigio, le permitían comprender mejor, colmar su insaciable curiosidad, fundamentar en la realidad sus pujos palingenésicos. Si algo le faltó a Noel, fue, quizá, el distanciamiento y la ironía que le indujeran a no participar tan visceralmente en ese mundo que le atraía y repugnaba. Ese mundo que tantas veces es el mismo del maestro Valle, también conocedor de trochas, mendigos, brujas, bandidos, locos y de toda la fauna urbana, suburbial, marginal y extravagante del laberinto hispánico. Otros escritores fascinados por los mismos contextos, de ningún modo lo vivieron como él. Baroja se menospreciaba a sí mismo y, por tanto, los altos, medios y bajos fondos que retrató, Ciro Bayo constituyó la contradicción pura: gustaba de todo lo arcano, extemporáneo, marginal y podre, mientras escribía a un tiempo tratados de urbanidad y huía, como del diablo, del contacto físico con la mugre. Vidal y Planas, hipersensible como Noel, frecuentó como nadie los bajos fondos urbanos pero éstos no fueron sino un estimulante para su enajenación… Sólo en algunas páginas de Ciges Aparicio encontramos una cercanía a la actitud humanista y noblemente rebelde de Eugenio Noel. Si éste murió en la miseria, el otro acabó fusilado. Un libro como La literatura del casticismo de Ángeles Prado constituye precisamente el emblema de esta torpe comprensión de un mundo que se ha querido olvidar, manipular y, sobre todo, negar.

  La obra de Eugenio Noel nos recuerda que ese mundo estaba allí y no hay más que repasar los repertorios fotográficos que en los últimos lustros se han ido publicando para constatar la verdad de ese vituperado costumbrismo que el montaraz itinerario de España nervio a nervio pone ante nuestros ojos. Allí aparece lo que hemos sido, el sufrimiento y la miseria de un pueblo acosado por la dureza del medio y la injusticia y que, sin embargo, encuentra resquicios para manifestar su alegría. Ese pueblo aplastado, sucio, perplejo ante el objetivo de esos beneméritos fotógrafos ambulantes que arrebataron su imagen para servírnosla con la fidelidad con que lo hizo don Eugenio.

                   

  A través de las páginas de su Diario íntimo es posible reconstruir los numerosísimos itinerarios viajeros de Eugenio Noel. Parece increíble que una obra de estas características no haya sido reeditada o, sobre todo, que no haya habido manos salvadoras que a, través de sus papeles inéditos, rescataran el abundante material que permanece sin publicar[3]. Por él sabemos que Andalucía fue uno de sus destinos más frecuentes, casi siempre en busca del dinero que le deparaban sus conferencias. Allí mismo nos dice que en noviembre de 1921 había impartido quinientas cincuenta y dos, y, a finales de 1924, eran ya setecientas seis[4]. Pero también motivaba sus viajes esa persecución de la esencia de lo ibérico, que constituyó su obsesión y razón de vida, y alcanzar la oportunidad de inmiscuirse en la raíz de lo popular, con una capacidad de enlazar con lo auténtico y primitivo que no se dio en ningún otro escritor de su tiempo. Pese al impresionante número de sus apariciones públicas, resulta estremecedora la miseria en que siempre Noel hubo de debatirse y que da lugar a que ella sea el motivo más frecuente de su diario. Todo esto en un autor que arrastró una fama escandalosa que lo hacía ser conocido y señalado por donde quiera que fuese, que publicó alrededor de sesenta títulos en vida, bien es verdad que con incomprensibles dificultades, de manera que, de haber logrado una cierta estabilidad económica, el volumen de su obra hubiera resultado ingente. De cualquier modo, su escritura es una de las muestras más fehacientes de genio que se da en la tan potentemente creativa España del primer tercio de siglo.

  Es cierto que el dinero que conseguía con su actividad pública lo destinó en gran medida a sufragarse jolgorios (en su triple vertiente gastronómica, timbera y hembril), a comprar libros que, luego, irremediablemente había de empeñar o vender y a la invitación de amigos y socorro de necesitados[5]. Pero la pobreza fue su seguidora más tenaz y la amargura de todos los días de su vida. Pese a la inopia que siempre lo acompañó, Noel sabía combinar sus estancias en chozos, ventas de arrieros, cuevas y posadas de la peor calaña con el principio del placer, que le hacía gozar lo mismo de la degustación de un burro asado en la serranía que de las juergas con putas, flamencos y señoritos en los reservados de los locales más lujosos. Resulta sorprendente cómo alguien que llevó un tan ajetreado divagar pudo escribir tanto y tan bien y poseer una erudición y un tan completo conocimiento de la bibliografía antigua y moderna de las materias más dispares. No conozco ningún otro escritor de su tiempo que ofrezca tan variopintos y fundamentados saberes.

  A Noel le atraían también de Andalucía, el gitanismo y el cante flamenco, de los que fue uno de sus grandes conocedores pese a que la caterva de flamencólogos que han proliferado en los últimos veinticinco años apenas haya escarbado en su obra[6]. Su atracción ante lo andaluz no anda exenta de crítica, lo que sería impensable en un escritor al que su amor por la verdad llevó a situaciones que hubiera evitado con un uso más constante de la diplomacia o de la hipocresía.

  Según las notas contenidas en lo que se ha publicado de su diario, Noel estuvo en Málaga, donde colaboró en El Popular y El Diario Mercantil, durante 1909 y 1910. La primera vez fue como soldado, de paso hacia África Le había aconsejado alistarse Ortega y Gasset, para quien Alma de santa, el primer libro noeliano, era el mejor de su generación. Ante la crisis intelectual y moral del escritor, Ortega dictaminó: «A ti te falta vida propia; alístate y hazte hombre en Marruecos»[7]. Su estancia en la guerra del Rif deparó la publicación en España Nueva, el periódico de Rodrigo Soriano, de las Notas de un voluntario, lo que le ocasionó proceso, cárcel y una campaña en su favor y en su contra que ocupó muchas líneas en los periódicos de la época. Estas notas fueron recogidas en libro[8] y constituyen, junto a Imán de Sender[9], el testimonio literario más impresionante de cuantos los escritores españoles dejaron de tan triste conflicto.

  Inmediatamente después de su salida de la cárcel comienza su campaña antiflamenca[10], que da lugar al primer libro con las características de los que estudiamos, Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca (1913), donde aparecen los primeros artículos que tienen como escenario a Andalucía. Al contrario que en otros libros del autor, aquí los cinco artículos con leit-motiv andaluz figuran agrupados, tienen a Sevilla como único emplazamiento y constituyen una secuencia casi independiente del resto del volumen.

«Una tarde en el cementerio de Sevilla» (p. 132)[11] es el primero de ellos y -como el resto de los reunidos- corresponde con toda probabilidad a la estancia de Noel en la ciudad en octubre de 1912. Allí alternó con toreros y gitanos, dio una conferencia que duró tres horas y media en el Círculo Republicano y produjo frenéticas adhesiones y aún más desaforadas inquinas que llevaron al gobernador a confesarle que no garantizaba su vida y a hacerle acompañar de guardias en sus incansables paseos.

  En el artículo citado, Noel se congratula de la alegría de este cementerio sevillano y se detiene ante el sepulcro de Manuel García Espartero, que reproduce en su álbum -ni siquiera el dibujo escapaba a las polifacéticas cualidades del madrileño- y, también, en las de Pepete, Posadas, Cantarito, Chicuelo y Montes, otro torero muerto en Méjico. La magnificencia de las tumbas de los tauricidas le da ocasión para compararlas con la de Joaquín Costa, que había merecido otro impresionante comentario en el primero de los textos recogidos en el libro y sobre cuyo motivo volvería en otras ocasiones. El artículo abunda en excelentes descripciones directas y en escolios, como el que le promueve el arte de Galcillo, escultor que hubo de suicidarse por falta de recursos. «Inconvenientes de no ser torero», dictamina (p. 137). Finalmente visita el cercano cementerio civil, copia la inscripción de la lápida de un sacerdote apóstata[12] y lee las inscripciones de las tumbas hebreas, idioma que había aprendido en la adolescencia. Al salir del cementerio se tropieza con picadores y gentes que vuelven de los toros.

  «La iglesia muerta de San Basilio» (p. 140) es un impresionante documento sobre un personaje de los que ya no existen: Palomares, marino, torero antitaurino, inventor, ornitólogo, aeronauta, políglota y buzo, que, en dicho edificio fuera de culto, había montado un museo variopinto y maravilloso. En él alternaban joyas bibliográficas con cuadros de alto valor, sus propios inventos aeronáuticos con trofeos taurinos y piezas de arqueología. Como complemento, en la sacristía, había reunido objetos para un museo de la Inquisición en el que no faltaban los legajos, sellos, instrumentos de tortura, pergaminos, oficios, libros de horas y toda la parafernalia legal y extralegal que utilizaba el llamado Santo Oficio.

  Sería ilustrativo saber donde ha ido a parar todo este material cuyo interés y calidad Noel hiperboliza. Pero su intención es, sobre todo, mostrar cómo en España el talento individual ha de refugiarse en el aislamiento y la incomprensión sin que el país acoja y acomode tanto esfuerzo, tanto genio. Veamos las últimas palabras del texto: «He andado palmo a palmo toda Sevilla, la industrial, la artística, la clásica y la gitana; ninguna cosa tan evocadora, tan polvorienta, cruel y tan española como la iglesia muerta de San Basilio y ese hombre fuerte cuya poderosa voluntad sólo gira en sus goznes hacia afuera, sin que le sea posible hurtar el alma a la fatalidad española de la inconsciencia y la desorientación» (p. 146).

  El tercero de los artículos de ambiente andaluz recogido en Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, «Visión de Sevilla desde la Giralda» (p. 147) contiene una descripción de la capital llena de amor y plasticidad en la que no falta el despliegue erudito respecto a la historia del antiguo minarete. Define a la Giralda como una torre viva, femenina, joven, traslúcida y llena de gracia, y su texto debiera ser de referencia inexcusable en cualquier antología literaria sobre Sevilla.

  Mucho más crítico es «Ante el sepulcro de Colón en la catedral de Sevilla» (p. 147). Dicho catafalco le merece los calificativos de «estrambótico», «destartalado» y «estrafalario» y lo considera en absoluto desacuerdo con la magnificencia del entorno: «En una catedral tan grande, tan hermosa, tan evocadora… ¡ese ataúd llevado en andas por cuatro ganapanes de bronce!» (p. 159). Noel admiraba profundamente los conocimientos y la tenacidad del que consideraba como «el hombre más grande que poseemos y uno de los cuatro o cinco que han puesto en marcha segura a la Humanidad» (p. 163), cuyo diario describe como «uno de los más grandes poemas que se hayan escrito: un idilio en una epopeya, un salmo en un tratado de Naútica; un canto de esperanza…» (p. 161). Su tesis es que una raza que tiene en tal estado de abandono a su mejor estandarte es una raza perdida[13].

  El último de los textos recogidos, «Huroneando por el barrio de Triana» (p. 165) es, probablemente, el de más interés humano, antropológico e, incluso, costumbrista, si desproveemos al adjetivo de su habitual categorización literaria. El discurrir por el barrio tiene toda la plasticidad, variedad y color de lo auténticamente vivido y el salpicamiento con referencias a la peripecia concreta del escritor todavía lo hace más directo y atractivo. Ironiza con los avisos del gobernador sobre los peligros de la muerte violenta que sobre él se ciernen y, también, sabe que hay barberos apostados para cortar sus melenas. Lo que, efectivamente, sucedió aunque fuera en otra ocasión. El lector tiene todos los datos para reconstruir una España tan cercana a nuestro tiempo pero que, en tantas cosas, no había variado un ápice desde los siglos de pícaros, jaques y bandoleros. Su grandeza de alma le hace admirar La Cartuja, perteneciente a la Sociedad Anónima Pikmann, cuyo heredero hacía unos días que en plena calle de Tetuán había intentado matarle: «…un joven que pone banderillas, corre juergas e insulta a los conferenciantes e incluso quiere comérselos crudos. Pero el que él se conduzca así no importa para que su fábrica sea uno de los emporios industriales de Andalucía… un establecimiento del que puede mostrarse orgullosa Sevilla» (p. 173). Noel se lamenta, más que nada, por la paradoja de que el odio de ese hombre haya sido provocado por «el enorme delito de predicar contra la torería, enemiga principal de la industria» y de que la prensa, siempre esclava del poderoso, haya jaleado la agresión y silenciado su ejemplar respuesta.

  Por otro lado, en su correría trianera aparece por doquier lo taurino, si central en la vida del español de su época, obsesión omnipresente en todo el ambiente, esquinas y muros del barrio. Frente a ello, las escuelas, agrietadas, ruinosas y húmedas: «Si hubieran construido una plaza de toros, la hubieran hecho perfecta, maravillosa y perdurable. Sólo sucede esto en España: cuando uno lo deplora y se indigna, ciertos señores, cuyo oficio es no hacer nada, hablan de poco patriotismo» (p. 169).

  Finalmente, toda la página 170 es una excelente visión interpretativo-descriptiva de los gitanos, que Noel conoció como nadie y cuyas particularidades admiraba, tanto como deploraba muchas de las características de su comportamiento. Pero su posición nunca es paternalista ni correctora sino la de un observador directo que tiene el caudal de cultura y experiencia suficiente para mirarlo todo con una mezcla de entusiasmo y fatalismo.

  Nervios de la raza (1915), concebido como una segunda parte de Las capeas, otro de sus libros más impresionantes, tiene sin embargo muchos artículos que se escapan de lo taurino. Entre ellos, los dos únicos de este libro que se desarrollan en Andalucía: «Feria de la Salud en Córdoba» (p. 347) y «Sacromonte en el Albaicín: Velatorio de un jarambeliyo» (p. 367).

  El primero de ellos debe corresponder a su estancia en Córdoba durante los meses de Agosto y Septiembre de 1913[14]; allí también alcanzó resonantes éxitos con sus conferencias y el gobernador hubo de ponerle escolta ante otra agresión fracasada. Tras una conferencia en el Círculo Mercantil, «El Guerra» hizo que doscientos amigos suyos se borraran de la lista de socios, con lo que hubo de dimitir la junta directiva. Con esto y la influencia en la prensa cordobesa por parte de los flamenquistas, hubo de volver a Madrid. Entre tanto incidente sorprende que Noel tuviera tiempo para inmiscuirse en ese submundo que describe en un artículo como el que comentamos, que glosa una divertida -y repleta de ocurrencias- conversación entre un gitano y la guardia civil, donde se muestra de nuevo el enorme conocimiento que poseía Noel de la lengua y psicología gitanas. Finalmente, el burro del que los civiles reclaman la «guía» que, naturalmente, el gitano no puede exhibir, lleva, en cambio, una inscripción en árabe que reza: «La mejor guía es la verdad». Estas cosas ocurrían en aquella España aunque pocas veces hubiera a mano un escritor como Noel -y, además, conocedor del árabe- que acertara a relatarlas.

  El segundo de los textos puede estar basado en la estancia del escritor en Granada entre el 29 de noviembre y el 8 de diciembre de 1913[15]. No parece que fuera de su gusto la estancia en la capital del Darro, a la que califica de ciudad muerta con un triste estado cultural. Junto al éxito habitual de sus conferencias entre los obreros y republicanos, tuvo problemas con la aristocracia, aunque también fue invitado a un té en casa de Miguel Aragón y Pineda a quien moteja de «tipo de señorito andaluz, europeizante y maeterlinckiano». El artículo, que tiene como escenario el Albaicín, es uno de ésos en los que el lenguaje de Noel tiende a lo inextricable por un exceso de arcaísmo y conceptismo, aunque siempre resulte admirable su pericia lingüística. Se trata de un cuadro gitano donde el dolor de la muerte del churumbel o jarambeliyo[16] queda diluido por la gracia de las ocurrencias de los asistentes, los trasiegos de manzanilla y los bailes que, al rasgueo de la guitarra, se van suscitando en el velorio. Todo ello da ocasión a Noel para hacer tan amenos como documentados excursos sobre el sinfonismo alhambrista, el cante o la idiosincrasia y la antropología gitanas. Como continuamente sentencia Curro Puya, el gitano viejo autoridad de la reunión, para justificar el desmadre: «A la tierra güesos, y a la mar, maera».

  Ante estas escenas tan directamente sacadas de la realidad, nos preguntamos siempre por la capacidad de Noel para entrar en contacto, durante sus cortos viajes, con los ambientes más auténticos, populares y jugosos del contorno ibérico. Cosa que, por cierto, no suele contarnos en su diario. Lo vemos discurriendo por poblachones, ventas, sierras y caminos y, de pronto, aparece como observador privilegiado de escenas epifánicas de la enjundia más popular que, lógicamente, sólo serían accesibles a alguien con mucho tiempo de residencia en el lugar. Algo así como la antítesis de un Azorín que en cercanas fechas nos había ofrecido sus distanciadas percepciones.

  El siguiente de sus libros que reúne crónicas viajeras, España, nervio a nervio (1924)[17], había sido preparado por su autor ya en 1918[18] y coincidió con uno de los tantos períodos de marginación a que fue sometido por editores y periodistas, con lo que no pudo aparecer hasta seis años más tarde. Y, además, reducido a la mitad de lo que debió ser su extensión original[19]. Andaba entonces Noel por su segundo viaje a América, que había iniciado en junio de 1923. Seguramente es el que nos presenta una mayor variedad de localizaciones y el que puede considerarse un más ilustrativo mosaico de esa España que luego dio en llamarse carpetovetónica o profunda. Sin embargo, aquí los escenarios andaluces son poco numerosos (Arcos de la Frontera y Morón) mientras abundan las localizaciones manchegas, quizá las tierras a las que Noel dedicó más atención en sus escritos, tanto por ser camino de paso hacia el Sur como por los antecedentes familiares del escritor en la comarca de Almadén.

  «La peña de Arcos» debe referirse a su estancia en dicho lugar el 8 de diciembre de 1921[20]. Se trata de una descripción impresionada y admirativa de la peña y el pueblo de la que no me resisto a transcribir el primer párrafo, muestra de ese estilo entre popular y cultísimo que caracteriza a Noel: 

«Frente al parador -que es un delicioso cromo de posada digna de La vida del pícaro de Félix Percio Bertizo- se rebulle y truhanea la hampería más desvergonzada y entretenida tropa de mocosos. Como si huroneara en tiempo de regocijo y carnestolendas, la gavilla de holgones, torzuelos, mozalbillos y traciatas, cabritea y freza con lema de campar allí por sus respetos. Este revoltoso, dando bordos, cae sobre aquel maltrapillo, haciéndole lascar con su sobajo y charlear como rana; tal galopín mamarrón, con su fe de chico en la mano, al modo del niño de la fuente de Manneken, ahuyenta a hisopazos y aspersorios otros bachilleres en raponerías y machuchos, en rebullicios y tracaladas. Uno de los moscardas de la zumba, que por las trazas no se tartalea tan aína, se ha plantado ante mí y garla no sé que raterías acerca de mis melenas, mojarrillas, que pronto corea la comparsa. Gracioso cromo este bribonzuelo, sin otro apatusco sobre su carne que unos calzones derroñados, con la camisa atacada por gaiterías y rebutida a trompicones con flocaduras y todo, hecha un zorongo por la barriga y repollos por los degollados o rajas de las calzas» (p. 160).

  «El gallo de Morón» (p. 227) es una erudita y humorística divagación sobre la estatua al protagonista del tal dicho erigida en el pueblo sevillano. De las tres versiones que corren sobre su origen[21], Noel se inclina por la que lo fundamenta en la desgracia de un alcabalero o recaudador que, al presentarse en la villa y recibir las reclamaciones de los regidores, les cortó: «En este corral no canta más gallo que yo». No sólo no logró cobrar lo que pretendía sino que a la noche lo pillaron en el camino de Ranillas, donde fue desnudado y azotado. De este hecho nacieron las coplas:

 

  No te vayas a quedar       

   como el gallo de Morón     

   cacareando y sin plumas  

   a la mejor ocasión.

  Noel, fascinado por ese monumento a un estafermo, derrotado pero orgulloso, apostilla su disquisición: «…sólo entre nosotros puede darse esa estatua en honor del castigo que se crece ante lo imposible, lo incomprensible y lo absolutamente fatal» (p. 228).

  Noel estuvo en Morón de la Frontera a primeros de Septiembre de 1919[22] y a mediados de Noviembre de 1921[23] pero ni por los datos contenidos en el artículo ni en el diario podemos entresacar en cuál de las dos ocasiones pergeñó su escrito.

  Aguafuertes ibéricas (1926) contiene ocho artículos con escenario andaluz. Es, también, libro de larga historia con partes escritas ya en 1912[24] y del que fueron proyectados dos tomos. En 1915 Noel nos dice: «Preparo entre una miseria espantosa el índice de Aguafuertes ibéricas, libro en dos tomos, contribución mía al homenaje a Cervantes»[25]. Sin embargo, continúa en 1916 escribiéndolo, junto a otros diez libros en curso[26], y parece estar terminado en 1920 aunque, temiendo los habituales desaires, no se atreva a llevarlo a los editores[27]. Hasta Febrero de 1923 no se anima a enviar el primer tomo a Ortega y Gasset, que le ha prometido proponerlo a la casa editorial Calpe[28]. Finalmente, el libro ni se pagó ni se editó hasta que en 1926 lo dio a la luz la casa Maucci de Barcelona. Evidentemente, y aunque el volumen tiene doscientas treinta y ocho páginas, no está todo el material que Noel debió pensar para él. Desde el homenaje por el centenario de la muerte de Cervantes, para el que fue concebido, habían pasado diez años.

  El primero de los textos desarrollados en Andalucía, La muerte del maestro (p. 57), se refiere a un pueblo que no se cita y del que se nos da una visión aterradora. Por el diario, podemos enterarnos de que se trata de Cabezas de San Juan (Sevilla)[29], por donde Noel pasó el 1 de noviembre de 1919. El artículo, de una fiereza impresionante, nos cuenta, además de la ignorancia, miseria, brutalidad y atraso de la población, los comentarios de los niños de la escuela ante la muerte del maestro a quien su mujer, que hace dos días que espera vengan por el cadáver, vela sobre una estera en el suelo de una misérrima escuela. Los niños sólo recuerdan el terror que les proporcionaba el personaje, sus vergajazos y los verdugones que aún resaltan en sus pieles. Sin embargo, Noel termina con el típico apunte regeneracionista: «El maestro de escuela ha muerto. Y ¿qué cosa es un maestro?» (p. 61).

  «Castillo de Belalcázar» (p. 65) se refiere a tal localidad de la serranía de Córdoba por donde Noel anduvo entre el 4 y el 8 de julio de 1920[30]. Compara la destrucción del castillo, ya semidemolido por los franceses, con la de la raza y se lamenta de que en España cualquiera pueda desmantelar un castillo para utilizar las piedras en su vivienda o para hacer un gavión en su campo.

  «Un rincón de Marchena» (p. 73) es otra imagen de la decadencia en la que Noel contempla el deterioro y abandono del magnífico palacio de los Osuna. Ello le da pábulo para pensar en la falta de ideales de la nobleza española y para trazar, en efecto, un magnífico aguafuerte donde se combinan la belleza y esplendor del lugar y de la arquitectura con la miseria y desidia que de todo se enseñorea. Este artículo fue escrito durante su visita a Marchena el 5 de Noviembre de 1920[31].

  «Sepulcro de San Fulgencio en El Arahal» (p. 77) es un brevísimo apunte donde Noel constata que la magnífica urna que sirvió de sepulcro para el santo es utilizada como taza para la fuente. Esta estancia del escritor en El Arahal se dio el 5 de noviembre de 1920[32].

  «Molino del Algarrobo en Alcalá de Guadaira» (p. 115) es uno de los más entusiastas textos de Noel sobre los paisajes españoles. Describe la insólita belleza de las riberas del Guadaira («el río más bello de Andalucía»; «país todo luz») aunque se entristece de que vayan cayendo molinos y árboles. Los molinos constituyeron para Noel, como ocurrió con otros buceadores de lo popular, una atracción insoslayable. Calificados de «testigos de la España antigua», en este artículo admira la belleza interior y exterior de los mismos y reflexiona lo poco que, desde la época romana, ha cambiado tanto su contextura como la condición semiesclava de quienes los hacen funcionar[33], para culminar con uno de sus también típicos, aunque tan justificados por su trayectoria, exordios pesimistas: «Es en estos lugares donde el alma ve en toda su miseria la fatalidad de ser hombre» (p. 119). Aunque Noel debió de estar varias veces por estos contornos, el artículo corresponde a su visita en noviembre de 1920[34]. Otro de los textos del libro, «En los meandros del Guadaira» (p. 227), tiene como centro otra exaltada descripción paisajística de estas riberas.

  Entre otras ocasiones, Noel estuvo en Cádiz, de paso para Tánger, en junio de 1913. Era su segundo viaje a Marruecos, estimulado por la preocupación que la guerra suscitaba en España y por los treinta y cinco duros que España Nueva le había prometido por una serie de artículos. Pronto hubo de volver a la Península, pues el periódico no le mandaba dinero y sólo le publicó siete de los textos encargados. Noel recoge su estancia en la más meridional de las ciudades andaluzas en la primera parte del que es el artículo más largo de Aguafuertes ibéricas: «En Tanger» (pp. 177-225), donde hace un repaso de la contumacia del fracaso español en la guerra de África y narra su deambular por los muelles de la ciudad que ha visto marchar tantos hombres «en los tiempos funestos de las guerras coloniales… Es siempre interesante un hombre que va a la guerra y [la gente] los observa con curiosidad» (p. 179). Cita el monumento a Morte, El Gavilán, la manzanilla de Sanlúcar, las dieciocho lápidas de mármol y bronce de San Felipe Neri, donde se promulgó la famosa Constitución, y se alarga con la espléndida descripción de las vistas y el panorama que contrastan con la tristeza de alma que produce la marcha de los hombres hacia la guerra. Siempre en Noel esa dicotomía que define al país: belleza de sus tierras y rincones, autenticidad y heroísmo de sus hombres frente a la miseria, indigencia, brutalidad y decadencia. Noel es siempre alguien atrapado entre ambas fascinaciones.

  El último de los textos del libro repite en su título, («Musicalia. Los maestros cantores de Javanillas» [p. 231]), el neologismo (musicalia) que encabezará sus muy numerosos escritos de tema melómano. Sus conocimientos sobre este arte, adquiridos en su mayor parte en su estancia en el seminario, eran extensísimos y parece que también su sensibilidad melódica. Critica en este artículo la idea del famoso Concurso de Cante Jondo de Granada promocionado por Manuel de Falla, García Lorca, Fernando de los Ríos, Ménéndez Pidal y Zuloaga, entre otros, y para el que el Cabildo granadino aportó doce mil pesetas. Aconseja sobre todo al pintor, que fue gran amigo suyo, que se lo piense antes de decorar la placeta de San Nicolás, en el corazón del Albaicín, «que es de lo poco bueno que nos queda en España». Con cierta sensatez argumenta:

«¿En qué podría mejorar su genio la Santísima Cruz de la Randa, la placeta de San Miguel, el Panderete de las Brujas, todo eso que hace del divino barrio una cosa tan nuestra? Cuando él en Nueva York, Bacarissas[35] en Dinamarca, Picasso en París, traducen a escenografías estas cosas tan iberas, nadie se opone a lo que hagan; pero aquí, lo mejor es dejarlas como están y no añadir tinieblas a las sombras y rojo a la sangre. Es como si a Falla le diera lecciones de vigor, de ritmo y color instrumental para su futuro ‘Retablo de Maese Pedro’, en su retiro de los altos de La Alhambra, uno de esos cantaores de corral sevillano que van a traducir al ‘aviyelando’ granadino la escena del ‘torneo de los maestros cantores alemanes’… Parece mentira que artistas tan grandes prohíjen ideas tan chicas.» (pp. 232-233).

  Igualmente, opina que no es el escenario adecuado para el cabal desenvolvimiento del cante hondo, que precisa de intimidad y ambiente especial, y que constituye un desahogo para escogidos o iniciados.  «El cante hondo no cabe en el papel… ni cabe en escenarios tan amplios y veristas. Ni ése es el camino de llamar la atención del pueblo sobre sus cantos populares» (p. 234). Abomina, asimismo de la intervención de los intelectuales en tal enjuague: «Es lo único que le faltaba al cante flamenco, que le cogieran por su cuenta los músicos ultraístas, como ya hicieron con el baile gitano los danzarines rusos… habrá que ver y oír allí; sobre todo, cuando algún enamorado del ‘Pierrot Lunaire’ de Schoenberg, se tope aquellos laberintos y agregados inarmónicos de tresillos y apoyaturas sin otra sujección tonal que la pulmonar, planos sonoros punteados, partiendo de la séptima de un acorde absoluto e ibéricamente autónomo» (pp. 234-235). Noel, que demuestra conocer muy bien a los eruditos y buceadores en el hontanar del cante, los tilda de europeizantes y aduce que ninguno de ellos sabe distinguir los más elementales matices del verdadero jondo.

  Abunda el artículo en datos y observaciones interesantes de todo pelaje y en él expresa su convicción de que la influencia árabe en el cante es casi nula «por ser toda ella bizantina verdaderamente oriental pero nada africana» (p. 237); en conjunto, resulta un documento indispensable que, además, provocó una sonora polémica en la que intervinieron, contraargumentando a Noel, Manuel Chaves Nogales, Hermenegildo Giner de los Ríos, el pintor inglés Wyndhan Tryron, Miguel Cerón y otros, mientras que Joaquín Corrales Ortiz y muchos sectores de la ciudad se alinearon con él. Uno de los argumentos fundamentales fue el despilfarro que el certamen suponía para el Ayuntamiento de una ciudad con tantos miserables y desarrapados[36]. Como es sabido, el concurso se celebró los días 13 y 14 de junio de 1922.

  Raza y alma (1926) es el último de sus libros de crónicas publicados en los que Andalucía tiene presencia. Parece que su origen se remonta ya a 1913, pero contiene textos escritos en fecha muy posterior. No conozco, ni parece haber visto nadie, otro libro que con el título Alma y raza, publicó la Universidad de San José de Guatemala en 1924[37], pero, probablemente, sea el mismo o muy similar. Es posible que estos libros se nutrieran de lo que iba a ser la segunda parte no aparecida de sus Aguafuertes ibéricas.

  Se trata del libro que contiene más artículos -nueve- de ambiente andaluz. El primero, «El Cristo de los ocho faroles» (p. 64) es un excelente apunte sobre la famosa plaza cordobesa, lleno de percepciones agudas: «Todos los Cristos de Andalucía parecen creados con el objeto de marchar en procesión» (p. 65), sensibilidad y dotes de observación. También de tono descriptivo es «La Cruz de la Cerrajería» (p. 152), en el que se refiere a la puerta procedente del palacio de los Osuna en Marchena[38], luego llevada a uno de los rincones más sugerentes de Sevilla: los jardines del Alcázar. El entusiasmo de Noel hacia dicha obra se concreta en un panegírico a los herreros andaluces, a los parajes que la rodean y a la primavera sevillana. Para él, después de la Giralda, nada hay en Sevilla que la personifique más: «Tan bella es, tan increíblemente bella es esa cruz de hierro, que el espíritu pierde la idea del material en que está labrada para llegar a imaginársela como un ensueño» (p. 152). 

  Más relacionado con circunstancias vividas es «Los ‘lisos’ de Sevilla» (p. 80), en el que se refiere a una asociación de delincuentes, cofradías de tan rancio abolengo en la ciudad, cuya principal función es espiar mujeres en paños menores. Constituye un cuadro, entre expresionista y lírico, muy reconocible en su contexto pero bastante insólito dentro de la poética noeliana.

  También fruto de una experiencia directa, «La Salomé de Eritaña» (p. 90) nos habla de una esperpéntica danzarina actuante en la famosa venta, con un vestido y unas trazas que, aun a hombre tan misericordioso con la desdicha ajena como Noel, le proporciona una excelente ocasión de ironizar, para lo que se vale de un léxico andaluz auténticamente dialectal:

 «Había que ver a la zorrocloco sentada con aquellos alamares de rucho mojino, como si fuera un jeroglífico egipcio espabilao, con los hilillos indostánicos amarraos bajo el ombligo, que parecía aquello la entrada a una barbería y con todo el chuflón aparejo reondo de una bailarina majareta del to. Veíasela el berraguiyo, y unos muslos esvencijaos, tabiros y delgaúchos que le partían a uno por los cuatro costaos. Pero mirando al jopo, en lo atañedero al rodeo de los chorreles, aquello era una tunanta, un nalgatorio esgarbilao que daba verlo la jaripundia.

  Mas no lo malo ni lo peor era eso, sino que todo era suyo aunque parecía empalmao, y que, además, el angelito no había conocido varón ni esquilaúra ni tratiyo de chalaneo ni juego grande. Estaba como su madre la parió.

  Y el caso era que era verdá del tó» (p. 91).

  Pese a su título, «El ‘tablao’ se va» no sólo es un artículo sobre el cante y sus ámbitos sino sobre la esencia popular de lo andaluz, lo flamenco y lo jondo. A este respecto, reproduce una frase de Menéndez y Pelayo: «La canción popular es la reintegradora de la conciencia de la Raza»; vuelve con las eruditas disquisiciones sobre el cante y ratifica su creencia en las raíces orientales y helenísticas: «…árabes y moros cantan como nosotros les hemos enseñado a cantar» (p. 107). La tesis viene a incidir en la inefabilidad del espíritu del cante, en su conexión emocional con lo particular: «…acercaos a cualquier ‘cantaor’ o danzante gitanos, y no sólo no sabrá deciros cosa alguna, sino que, según toda probabilidad, lo ignora tanto como vosotros. Y si del alma pasáis a la técnica, si de la emoción pasáis a la expresión, el abismo se ahonda más; aquello es muzárabe, visigodo, latino, bizantino, heleno… Y siendo todo eso, todo eso no es más que lo que el último intérprete de todo eso quiere que sea» (pp. 109-110).

  «El Cristo de los Cálices» (p. 136) se refiere a la imagen conservada en la sacristía de la catedral sevillana esculpida por Montañés. Para Noel, únicamente admite comparación con el de la Buena Muerte de San Agustín en Cádiz, pero «no es posible igualar el acierto supremo de este Crucifijo, el mejor de España y, tal vez, el mejor del mundo» (p. 137). Junto a otras expresiones que hemos visto en que las lacras de la raza aparecen espeluznantes, aquí Noel acomete todo un panegírico al Cristo y a la estirpe que supo moldearlo: «Y es que le basta al genio ibero para provocar en las almas hermanas divinos momentos de idealismos, proyectar el amor profundo a la verdad que poseemos como nadie en la tierra… Y lo divino de esa escultura, única en la tierra, es que un alma ibera ha alcanzado su estupendo acierto sin salirse por nadie y para nada de nuestro genio de raza realista hasta los huesos» (pp. 138-139).

  Un quiebro que muestra la variopinta perspectiva de Noel lo constituye el tono humorístico del siguiente artículo, «Rehilor» (p. 140), en el que el hijo, muerto de hambre, de un gitano pide al padre un cacho de lo que está comiendo. Después de otra exhibición desaforada de los registros más populares del lenguaje cañí, el gitano termina su parlamento con el churumbel nalgueándole a coces y estampándole esta suerte de sentencia, paradigma de la peculiar pedagogía que se atribuye a su raza: «¿Que te diera yo de eso? ¡Habérmelo afanao, majareta…!» (p. 142).

  Pero uno de los trabajos más interesantes de Raza y alma es, sin duda, «Reservado en el Kursaal» (p. 200). Después de una completísima narración enumerativa de una ronda por los lugares sevillanos de copas y tapeo durante toda una tarde (veintidós lugares llega a citar Noel en la página con sus respectivas especialidades), el grupo recala en el Kursaal, uno de los lugares de bureo más excelentes de Sevilla. Este emporio de diversión ubicado en el antiguo Palacio Central, en el cogollo de la ciudad, había sido inaugurado el 9 de abril de 1914 y combinaba patio, escenario, palcos, foyer, restaurante, salones de juego, tablao y otras dependencias en las que actuaban los mejores artistas de varietés y flamenco del momento[39]. Esta visita del escritor, que, sin duda, había recalado allí otras veces, se produjo a mediados de marzo de 1922[40], acompañado del mítico cantaor Joaquín el de la Paula[41] y otros amigos. La relación de Noel con él dio también lugar a una excelente novela corta, Martín el de la Paula en Alcalá de los Panaderos[42], y a otras menciones admirativas a lo largo de su magna obra. Al reclamo de la llegada del cantaor aparecen otras figuras -muchas de ellas también legendarias- que compiten en el cante, creándose un cuadro tan verista como sugestivo de lo que era una auténtica juerga flamenca. El sentencioso Martín de la Paula, que rara vez arrancaba a cantar y casi nunca se pronunciaba sobre sus compañeros, elogia así unas coplas de Antonio Ortega Güines: «¡Olé los hombres que tienen los huevos retorcíos pa’arriba como los borricos mojinos…! (p. 201).

  El artículo, junto a la vividísima descripción del jolgorio, se convierte en una elegía hacia Martín, «el cantaor más terne y gachó de su tiempo», «lo único que restaba ya de aquellos días de los que se ha fablisteado por los codos», «que bebía más que ninguno de la reunión y con cuyas gracias y donaires hubiera podido otro Paz y Meliá llenar un nuevo tomo de Rivadeneyra de sales y agudezas ibéricas». Y, también, en una inigualable descripción literaria de los aires entonados por Güines, que suspenden al lector casi tanto como debieron suspender a los asistentes a aquel sarao, a quienes, pasados tres cuartos de siglo, no podemos sino envidiar con nostalgia.

  Curiosamente, el último artículo del libro, «Las dos tumbas de Joselito» (p. 217), responde, como el primero de los que vimos en su inaugural libro de crónicas Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, a una visita al cementerio de Sevilla, como si las eternas preocupaciones de Noel se mordieran la cola en un «ouróboros» perfecto. Como en aquella visita de 1912, vuelve a repetir que no existe en Europa otro cementerio más alegre; vuelve a referirse a las tumbas de toreros que lo jalonan, a Susillo, el escultor de genio que en el texto anterior había llamado Galcillo, autor de un Cristo para el que tomó de modelo a un gitano de la Cava en Triana y que se suicidó a causa de su miseria… Pero en este segundo viaje ya había muerto Joselito, en cuya fama se extiende Noel, entre admirado y reflexivo. No sólo fue el pueblo. Políticos, hombres de letras, aristócratas… buscaron su amistad. Sus honras fúnebres fueron algo nunca visto: «Jamás por nadie Sevilla se conmovió tanto» (p. 218). Las columnas de Hércules se enlutaron con crespones, el cabildo de la catedral, junto al gobernador civil, presidió el duelo ante un túmulo digno de un príncipe de la Iglesia, las campanas de la Giralda doblaron durante veinticuatro horas seguidas, incluso se propuso colocar su tumba frente al sepulcro de Colón… «¿Por qué Joselito se había adueñado de España y esa España le había proclamado su figura representativa?», se pregunta Noel. Él mismo no escribió nada cuando el torero murió, pese a que todos lo esperaban y muchos se lo reclamaban. Noel asegura que calló por dignidad: que España cargara con la responsabilidad del ídolo que había creado despreciando los valores espirituales de otras almas jóvenes. «El mejor artículo que se ha escrito contra las corridas de toros, lo ha hecho el mismo Joselito con su muerte… Y fue su muerte realización severa de que, en esa fiesta, como en el alma actual de España, la tragedia no admite ni tolera arte, reglas, genio, voluntad. Él sólo, nuestro espíritu trágico es el amo» (p. 220).

  La tumba erigida al torero por Benlliure le da ocasión de extenderse en esa absurda deificación. A Noel le parece un monumento fallido, extraño en un escultor que había conseguido otras obras funerarias magistrales, como el monumento a Gayarre en el cementerio del Roncal. El dolor que transmite la inmóvil muchedumbre que lo circunda es un dolor falso, es un dolor que «no puede interesar, ni mucho menos convencer, ni conmover siquiera… Este sepulcro, ni es nuevo ni dice cosa alguna; es un monumento pretencioso y atropellado que comunica al corazón pensamientos de dolor, pero de ese dolor inmenso que es para el español su España», termina el escritor (p. 222).

  En los veinticuatro textos descritos hemos visto a un autor de inagotables registros y preocupaciones pero también tenaz, coherente y obsesivo en su amor a España y en su diagnóstico sobre las enfermedades que la aquejan. Es admirable la multiplicidad de intereses de Noel. Sus días vividos con intensidad, su sensibilidad agudísima que le lleva a participar del dolor y la injusticia y a transmitirla con tanta fuerza que la sentimos en nuestras carnes pero, también, que le induce a gozar con los placeres de la vida, a conmoverse fieramente con todas las bellezas: la humana, la del paisaje, la de la sabiduría. Su cultura que abarca todas las artes plásticas, la música culta y popular en todas sus vertientes, la bibliofilia más curiosa, el lenguaje popular más rico, junto al de Valle-Inclán, de todo nuestro siglo XX, los cultismos y arcaísmos más sugerentes, de modo que, remontándonos en el tiempo, por lo menos hasta Torres Villarroel no encontramos otro escritor de tan variados registros.

  Una de las formas de desacreditar a Noel ha sido la de tildarle de regeneracionista tardío, como si las realidades que mostró hubieran sido corregidas a partir de las denuncias de la generación anterior a él. No sólo no había sido así sino que muchas de ellas se extienden a nuestra época, en la que la puesta en solfa de la salvaje tortura de unos animales convertida en fiesta pública ha sido casi abandonada por los intelectuales y relegada a las actividades marginales de ecologistas y grupúsculos juveniles. No deja de ser ilustrativo que sólo uno de los libros a que he hecho referencia, Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, haya sido reeditado aisladamente en los últimos treinta años.

  Éste es el Eugenio Noel desatendido y olvidado[43], porque su denuncia constante -aun compartida por los espíritus más alerta, que no se recataron en proclamar su excelencia- molestó a una España que quería abrirse a la modernidad y a Europa olvidando y negando lo que constituía la parte más intensa de su contingencia. El país era como Noel la pintó, pese a que sus chozos y escuerzos humanos convivieran con la Residencia de Estudiantes, Picasso o Ramón y Cajal. No olvidemos que nuestros intelectuales más sagaces supieron combinar la vanguardia con la atención a esa España sangrante y misérrima que aparece en los mendigos valleinclanescos, en las Hurdes buñuelianas, en las impresionantes novelas del Sender de preguerra. Noel molesta porque la fotografía y la explica. La estrategia del olvido no suele ser la más adecuada para esa regeneración que, sí, la reacción española truncó en 1936, pero recordemos que Noel había muerto en la más absoluta soledad y miseria en la cama de un hospital barcelonés, sólo dos meses antes del comienzo de la Guerra Civil.

 

NOTAS

    [1] Cf. Francisco Carrasquer, «La literatura española y sus ostracismos», Cuadernos de Leiden nº 7, Universidad de Leiden, 1981.

    [2] Este calificativo, y otras valoraciones igualmente miméticas de un criterio interesado, le otorga José Sánchez Reboredo [1985], autor del único trabajo de cierta extensión que conozco sobre España nervio a nervio que, por otra parte, contiene observaciones atinadas e interesantes.

    [3] Ya en pruebas este libro, Andrés Trapiello da cuenta de la adquisición de este material por parte de un librero madrileño y de la inexcusabilidad cultural de su conocimiento. Trapiello [2000].

    [4] Diario íntimo, pp. 269 y 373.

    [5] También a editar un semanario antiflamenquista de gran densidad y contenido intelectual, redactado prácticamente en su integridad por el propio don Eugenio. Con el nombre de El Flamenco aparecieron tres números entre el 12 y el 26 de abril de 1914. Obligado a cambiar de cabecera a causa de diversas insidias, del 10 de mayo al 7 de junio, aparecieron cuatro números más con el nombre de El Chispero, todos ellos con apretado y abundante texto y ampliamente ilustrados.

    [6]  Las excepciones son: Félix Grande, que acomete una discutible interpretación en su, por otra parte, excelente Memoria del flamenco II, pp. 454-459 y Manuel Urbano, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel.

    [7] Diario íntimo, Tomo I, p. 212.

    [8] La primera edición se titula, asimismo, Notas de un voluntario. Guerra de Melilla, Primera serie, 1909. Imprenta de Primitivo Fernández, Madrid, 1910. La segunda, completa, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Talleres tipográficos de La Neotipia. Barcelona, 1912.

    [9] Podrían citarse también con justicia las crónicas de Ciges Aparicio, Entre la paz y la guerra (Marruecos), El blocao de José Díaz Fernández y el segundo tomo de La forja de un rebelde de Arturo Barea.

    [10] La repercusión de estas campañas fue grande pero tanto sus detractores como la proverbial chunga española convirtieron a Noel en un prototipo de personaje pintoresco y un punto alienado, al menos para el gran público. Los molinos de viento contra los que debía luchar tenían aspas que llegaban lejos. Buena muestra de hasta donde se extendió esta consideración es España nueva (V. Bibliografía), pieza del género chico estrenada en 1914, donde en su última escena aparece el personaje de Nobel, interpretado por Ortas (hijo), evidente trasunto de don Eugenio: El gobernador civil ha sufrido un atentado: al apearse de la jardinera para entrar en el hotel, un sujeto le arrojó una banderilla de fuego, aunque no padece más que un ligero tueste. Cuando uno de los personajes pregunta por el autor del atentado aparece el tal Nobel:

Nobel:   Servidor de ustedes.

Todos:   (Con terror) ¡¡Nobel!!

                          Música

Nobel:  Yo soy Nobel.

Todos:  ¡Es él, es él!

Nobel:  De los flamencos

        el terrorista

        soy literato,

        soy publicista.

        Yo soy Nobel.

        ¡Es él, es él!

        Soy el Apóstol

        del siglo veinte,

        y voy en contra

        de la corriente;

        a mí los cuernos

        no me entretienen

        y odio a los caracoles

        porque los tienen.

        Yo por el caballo

        mi defensa pongo,

        no está bien que el toro

        le saque el mondongo 

        ni obligarle que luego al andar,

        se lo pise como es natural.

        Las tripitas, no.

Todos:  Las tripitas, sí.

Nobel:  El redaño

        me hace daño

        francamente a mí.

        ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

Nobel:  Yo pierdo la calma,

        y hasta mi sosiego,

        cuando a un toro huído

        se le pone fuego:

        pues quemarlo resulta una acción,

        de los tiempos de la Inquisición.

        Chicharrones, no.

Todos:  Chicharrones, sí.

Nobel:  Que proteste

        de ese tueste

        todo el mundo aquí.

Todos:  ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

                         Hablado

Vicente: ¿De modo  que te confiesas autor del atentado?

Nobel:   De éste y de todos los que quedan. Ahora que esto no quita para que particularmente tenga el honor de saludar al divino José.

         (Le tiende la mano).

José:    (Dándosela). Gracias, Nobel.

Nobel:   ¿Toreas mañana?

José:    Mañana.

Nobel: ¿Cuántos matas tú solo?

José:    Doce.

Nobel:   Habrá propina.

José:    Una ternera.

Nobel:   ¿Ternera?… Voy a coger un asiento… de sombra si quedan todavía. (Medio mutis).

Vicente: (Sujetándole) Usted donde va ahora mismo es a la sombra.

Nobel:   Pues ahí no quiero ir.

Vicente: Digo a la cárcel, de donde no va usted a salir hasta que se le caiga el pelo.

Nobel:   (Con gallardía) ¿Y qué me importa? Vuestra tiranía hará más simpática mi causa. España me lo agradecerá.

Condesa: España está hoy mejor que nunca.

Nobel:   ¿Mejor? Miren ustedes la portada de mi nuevo periódico.

         (Se abre el telón de foro y aparece un forillo grande en que se verá pintado un trozo de anfiteatro romano, ocupado por ingleses, franceses, alemanes, rusos, japoneses, etc., ataviados con vistosos uniformes, y en actitudes trágicas de terror. En el centro del redondel, un hermoso toro, llevará entre los cuernos una figura de matrona, tal como se representa a España, con túnica, corona, etc.).

Todos: ¡Cogida!…

Nobel: Cogida. Y aunque por ahora no sea de consecuencias, quién sabe si llegará un día en que los vendedores pregonen: «la cogida y muerte de España».

         (Al público)

         No se olviden ustedes

         de que esta fiesta española

         ningún gobierno la abole

         ni nacerá quien la abola.

         Pero en fin, si han conseguido,

         no amargarte la velada,

         en nombre de ellos te pido,

         lo de siempre, una palmada.  (pp. 37-39).

    [11] Cito por la primera edición.

    [12] «Aquí descansan los restos de don Francisco G. Barnés y Tomás, doctor en Teología y Filosofía y Letras, Licenciado en Derecho, catedrático numerario de esta Universidad literaria. Fue sacerdote católico. Mientras creyó en el dogma practicó los actos de la religión con dignidad y escrupuloso respeto. Cuando, después de maduro examen y ejercicios continuados de razón, dejó de creer en el orden sobrenatural (que juzgó fantástico), su carácter sincero no le permitió continuar una vida interior, farisaica, burlando y explotando la credulidad de las gentes. Prosiguió a la Naturaleza, nuestra común madre. Contrajo matrimonio con digna mujer. Fue padre de familia, cuyos deberes no descuidó un instante. Y en el trato con toda clase de personas se ofreció como hombre sin fuero ni privilegio religioso. Fue demócrata por convicción. No creyó en otros milagros que en la instrucción y trabajo humanos. Murió en la paz de Dios el día 5 de Marzo de 1892, a los cincuenta y ocho años de edad». (Op. cit., pp. 137-138).

    [13] El concepto noeliano de Raza, escrita así con mayúscula, de evidentes reminiscencias regeneracionistas, es omnipresente y recurrente en nuestro escritor. Un estudio para su correcta categorización requeriría un largo, difícil y ambicioso análisis. Poco válidas son las aproximaciones de Ángeles Prado [1973]. Ciertas contradicciones de Noel en su caracterización, por otra parte normales en tan larga y sobresaltada producción literaria, hacen más complicado su afrontamiento.

    [14] Diario íntimo, Tomo I, pp. 373-375.

    [15] Ibidem, Tomo I, p. 379.

    [16] Así relata la gitana Custodia el fin del chiquillo: «Ese estornúo de hombre la diñó; ea, a bailá con la jalusa. Se le trasconejó al gurripatiyo un trapicheo del buche, y ya le ha dao la puntiya er doctó de lo forense…» (p. 371).

    [17] Hay otras dos ediciones (1952, 1963).

    [18] Noel escribe en enero de 1918: «Arreglo dos tomos de España, nervio a nervio; veremos si alguien se atreve a editarlos». Diario íntimo, Tomo II, p. 128.

    [19] De nuevo en su Diario íntimo, tomo II, p. 347, escribe en abril de 1924: «Recibo aquí [Bogotá], comprados, dos ejemplares de mi España, nervio a nervio, editado por Calpe, pero a cuyo libro le falta la mitad del original que tiene 314 páginas».

    [20] Ibídem, pp. 275 y 278.

    [21] V. José María Iribarren, El porqué de los dichos, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 408-410.

    [22] V. Diario íntimo. Tomo II, p. 186.

    [23] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [24] Ibídem, Tomo I, p. 288.

    [25] Ibídem, Tomo II, p. 70.

    [26] Ibídem, Tomo II, pp. 79, 82 y 96.

    [27] Ibídem, Tomo II, p. 203.

    [28] Ibídem, Tomo II, p. 304.

    [29] Ibídem Tomo II, p. 188-189.

    [30] Ibídem, Tomo II, p. 217.

    [31] Ibídem, Tomo II, p. 192.

    [32] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [33] En este aspecto es auténticamente dantesca la descripción que hace del trabajo de un molinero en el artículo «La muerte del maestro», comentado anteriormente.

    [34] Diario íntimo, Tomo II, p. 192.

    [35] Famoso escenógrafo, autor de un decorado para Carmen, en versión estrenada en Dinamarca, para el que tomó apuntes, acompañado de Eugenio Noel, en una cueva de Alcalá de Guadaira.

    [36] Cf. Eduardo Molina Fajardo, Manuel del Falla y el Cante Jondo, Granada, Universidad de Granada, 1990. José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz, Diccionario enciclopédico ilustrado del Flamenco, Tomo I, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 194-198. Jorge de Persia, I Concurso de Cante Jondo, Granada, Archivo Manuel de Falla, 1993.

    [37] V. Diario íntimo, Tomo II, pp. 332, 336 y 365.

    [38] V. el artículo «Un rincón de Marchena», perteneciente a Aguafuertes ibéricas, comentado más arriba.

    [39] V. la excelente descripción del mismo que hace el especialista José Blas Vega en Los cafés cantantes de Sevilla, Madrid, Cinterco, 1987, pp. 85-91.

    [40] Diario íntimo, Tomo II, p. 282.

    [41] En las menciones literarias de Noel a esta figura del cante siempre sustituye su nombre auténtico por el de Martín. Su verdadero nombre fue Joaquín Fernández Franco (Alcalá de Guadaira, 1875-1933). Esquilador de oficio es considerado como uno de los maestros fundamentales del cante grande, destacando en las soleares. De gran autenticidad e ingenio, los recuerdos de quienes le conocieron están llenos de admiración hacia su originalidad, bonhomía, pintoresca personalidad y genio en el arte. V., por ejemplo, Manuel Ríos Ruiz y José Blas Vega, Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco, Tomo II, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 574-576 y Ángel Álvarez Caballero, Historia del cante flamenco, Madrid, Alianza, 1981, pp. 86-90.

    [42] Publicada en 1926, y hace unos años (1981), reeditada y ya agotada, por Enrique Rodríguez Baltanás en el pueblo natal del cantaor, Alcalá de Guadaira, V., también, Rodríguez Baltanás [1988].

    [43]  En la última década, el interés se ha reavivado relativamente y una de sus obras ha merecido su inclusión en una colección mayoritaria, aunque destinada a un público estudioso: Las siete cucas, edición de José Esteban, Madrid, Cátedra, 1992. También fue reeditada, Semana Santa y Sevilla y una antología, Raíces de España, preparada por Andrés Trapiello. (V. Bibliografía).

                            OBRAS (Orden alfabético)*

-Aguafuertes ibéricas, Barcelona, Maucci, s. f. (1926-7).

-Alma de Santa, Madrid, El Cuento Semanal nº 131, 2-VII-1909. 

-Amapola entre espigas, Madrid, La Novela Corta nº 65, 31-III-1917./Madrid, Emiliano Escolar, 1980.

-América bajo la lupa, Madrid, Edaf, 1970.

-Artista de circo, Madrid, La Novela Corta nº 140, 7-IX-1918.

-Castillos de España: I Las raíces de la tragedia española, II, España La Vieja, III La epopeya de las capeas, Valladolid, Bibl. Studium, Imprenta y Librería Viuda de Montero, 1915.

-Como la palma de la mano de un viejo, Madrid, La Novela Corta   nº 284, 21-V-1921.

-Cornúpetos y bestiarios, Tortosa, Monclús, 1920.

-Chamuscón y Tabardillo, Madrid, La Novela Corta nº 257, 20-XI-1920.

-Dama ibérica, Madrid, La Novela Corta nº 335, 6-V-1922.

-De cuerno de Morueco, Madrid, La Novela Corta nº 217, 28-XII-1920.

-Diario íntimo (La novela de la vida de un hombre) (2 vols.), Madrid, Taurus, 1962 y 1968.

-Don Oliverio XXIV de Bombón, Madrid, El Cuento Semanal nº 232, 9-VI-1911.

-El «allegretto» de la Sinfonía VII, Madrid, La Novela Corta nº 11, 25-III-1916./Madrid, Mundo Latino, 1917. (Contiene: El «allegretto» de la sinfonía VII-La reina no ama al rey-La Melenitas-Amapola entre espigas), Madrid, Mundo Latino, 1917./ Toulouse, La Novela Española nº 7, 1948./ Madrid, Austral, 1976. (Contiene los mismos cuentos que la edición de 1917)

-El as de oros. Maravillosa historia de un torerazo, Madrid, Ed. Madrid, s. f. (1914).

-El billete de lotería, Madrid, Los Contemporáneos nº 384, 5-V-1916.

-José «El Cabezota», picador de toros, Madrid, Los Contemporáneos nº 44, 29-X-1909.

-El crimen de un partido político, Madrid, El Cuento Semanal nº 222, 31-III-1911.

-El cuento de nunca acabar, Madrid, El Cuento Semanal nº 262, 5-I-1912.

-El Charrán y Flora la Valdajo, Madrid, El Libro Popular nº 29, 22-VII-1913.

-El flamenquismo y las corridas de toros, Bilbao, Impresor Sabino Ruiz, 1912.

-El picador Veneno y otras novelas, (Contiene: El picador Veneno-Oros viejos-Sueño de Feria-Las tres hijas del maestro-Dama ibérica-Misa de botón quitao), Barcelona, Maucci, s. f. (1927).

-El picador y su mujercita, Madrid, La Novela de Hoy nº 14, 18-VIII-1922.

-El rey se divierte, Madrid, El Cuento Semanal nº 211, 13-I-1911./Valencia, Sempere, s. f. (1913) (Contiene: El rey se divierte. Alma de santa. El cuento de nunca acabar. El crimen de un partido político. Don Oliverio XXIV de Bombón).

-El torero y el rey o el milagro de la Virgen del Palomo, Madrid, El Cuento Popular nº 8, 1914. Ilustraciones de Gregorio Vicente.

-Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, Valencia, Sempere, s. f. (1913)./Madrid, Libertarias, 1995.

-Escritos antitaurinos, Madrid, Taurus, 1967.

-España, fibra a fibra, Madrid, Taurus, 1960 y 1967.

-España, nervio a nervio, Madrid, Calpe, 1924./Madrid, Aguilar, 1950./Madrid, Espasa Calpe, 1963.

-Humorismo (figura en una lista de obras publicadas por el autor   que aparece en la novela Martín el de la Paula en Alcalá de los Panaderos).

-Juicios de valor, Tortosa, Monclús, Bibl. Avante nº 5, 1917.

-La Melenitas, Valencia, La Novela con Regalo nº 19, 17-II-1917.

-La novela de un toro (Contiene: La novela de un toro-Los compradores de pieles, Martín, el de La Paula en Alcalá de Guadaira), Santiago de Chile, Nascimento, 1931. La primera, incluida en Tres novelas taurinas del 900 (Ed. Abelardo Linares), Valencia, Diputación Provincial, 1988.

-La novela de un pueblo en capea, Madrid, La Novela Decenal nº 11, 1926.

-La providencia al quite. Vidas pintorescas de fenómenos, toreros enfermos, diestros y siniestros del embrutecimiento nacional,   Madrid, Biblioteca Hispania, s. f. (1917).

-La reina no ama al rey, Madrid, El Libro Popular nº 20, 21-XI-1912.

-La revolución hispana. Cómo ha caído la República española en el alma de nuestras colonias americanas, Madrid, Imprenta de Galo Sáez, 1931.

-La señorita Mema, Madrid, La Novela Corta nº 115, 2-III-1918.

-Las capeas, Madrid, Imprenta Helénica, 1915./Madrid, Novelas y Cuentos nº 149, 8-IX-1931./Madrid, Afrodisio Aguado, 1940 y 1952./Valencia, Aeternitas, 1953/ Madrid, El Museo Universal, 1986.

-Las siete cucas (Una mancebía en Castilla), Madrid, Renacimiento, 1927./Incluida en Las mejores novelas contemporáneas (Ed. Joaquín de Entrambasaguas), Tomo VII, Barcelona, Planeta, 1961./Madrid, Taurus, 1967/.(ed. José Esteban), Madrid, Cátedra, 1992.

-Las tres hijas del maestro, Madrid, La Novela Corta nº 179, 7-VI-1919.

-Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Barcelona, Talleres Tipográficos de La Neotipia, 1912.

-Los compradores de pieles (De Puerto Montt a Punta Arenas), Madrid, La Novela Mundial, nº 117, 7-VI-1928.

-Los frailes de San Benito tuvieron una vez hambre (Contiene, también: Un espíritu puro que no tiene cuerpo), Valencia, La Novela con Regalo, nº Extraordinario, 15-V-1917./Madrid, Mundo Latino, s. f. (1925). (Contiene: Los frailes de San Benito tuvieron una vez hambre-La Laura de San Sabas en el torrente del Cedrón-Un espíritu puro que no tiene cuerpo-El refectorio de la Cartuja de San Gregorio en el siglo XVI-Una visión de la santa Jerónima Nadal-La señorita Mema-Musarañas).

-Los piratas de los barrios bajos, Madrid, El Libro Popular nº 13, 1-IV-1913.

-Los toros, Madrid, La Novela Artística nº 1, 1924.

-Martín, el de la Paula en Alcalá de los Panaderos, La Novela Mundial nº 34, 4-XI-1926./Alcalá de Guadaira, I. B. Cristóbal de Monroy, 1981.

-Misa de botón quitao, Madrid, La Novela Corta nº 380, 17-III-1923.

-Musarañas, La Novela para todos nº 16, Madrid, 7-VII-1916.

-Nervios de la raza, Madrid, Imprenta Sáez Hermanos, 1915./Colección Cumbre, Madrid, 1947. (Es edición ampliada, que incluye artículos sobre América)./Barcelona, Hispanoamericana de Ediciones, 1947.

-Notas de un voluntario. Guerra de Melilla, Madrid, Imprenta de Primitivo Fernández, (Primera Serie, 1909) (Segunda Serie, 1910).

-Novelas escogidas, Madrid, El Grifón de Plata, 1956.

-Oros viejos, Madrid, La Novela Corta nº 353, 9-IX-1923.

-Pan y toros, Valencia, Sempere, s. f. (1913).

-Piel de España, Madrid, Biblioteca Nueva, s. f. (1917-18).

-Raíces de España, (Antología con fragmentos de «Nervios de la raza», «Castillos de España», «Piel de España», «España, nervio a nervio», Raza y alma», «Taurobolios y verdades contrastadas»,   «España, fibra a fibra») [2 tomos], Madrid, Fundación Central Hispano, 1997.

-Rayito de luz, Madrid, La Novela Corta nº 321, 4-II-1922.

-Raza y alma, Barcelona, B. Bauzá, 1926. (Hay, al parecer, edición guatemalteca con el título Alma y raza. V. Diario íntimo pp. 332, 336 y 365).

-República y flamenquismo, Barcelona, Antonio López, 1912 y 1932.

-Satanás en Roma, Buenos Aires, Ed. Julio J. Centenari, s. f. (Se trata de una reedición, a todas luces pirata, de «Satanás en Roma durante un cónclave», incluida en Vidas de santos, diablos,  mártires, clérigos y almas en pena).

-Semana Santa en Sevilla, Madrid, Renacimiento, 1916./Sevilla, Universidad de Sevilla, 1991.

-Señoritos, chulos, gitanos y flamencos, Madrid, Renacimiento, 1916.

-Taurobolios y verdades contrastadas. Hombres e ideas de América y España, Nascimento, Santiago de Chile, 1931.

-Tríptico de Potosí (Una breve antología de escritos de Eugenio Noel, Ernesto Giménez Caballero y poema de Alberto Saavedra  Nogales), Potosí, Editorial Potosí, 1956.

-Un espíritu que no tiene cuerpo, Valencia, La Novela con Regalo nº Extraordinario, 1917.

-Un toro «de cabeza» en Alcorcón, Madrid, Novelas y Cuentos nº 339, 30-VI-1935.

-Vida de un fenómeno, Madrid, El Libro Popular nº 52, 30-XII-1913.

-Vidas de santos, diablos, mártires, clérigos y almas en pena, Madrid, Renacimiento, 1916. (Contiene: La Egipciaca-Entre Dareya   y Damasco-Las bodegas del monasterio de Pujet-Simona de Antioquía-Satanás en Roma durante un cónclave-Monte Casino en San Germano-Sírico Silíceo, virgen y mártir-Hoy se saca ánima-Cómo trasladaron los ángeles la Santa Casa de Loreto-La venerable Madre María Francisca de Champiñón).

  *Doy en esta ocasión la lista de obras por orden alfabético, a causa de haber sido ya publicada por Abelardo Linares (1988) una excelente bibliografía del autor con criterio cronológico. Añado cuatro obras en aquella fecha no localizadas por el erudito librero sevillano y las reediciones publicadas desde entonces.

                                                    B I B L I O G R A F Í A

-ABATI, Joaquín y Antonio PASO, España nueva (profecía en un acto y varios cuadros con música de Vicente Lleó, estrenada en el Teatro Apolo de Madrid el 7-IX-1914), Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1914.

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-SENABRE, Ricardo, «La lengua de Eugenio Noel», Berlín, Walter de Gruyter & Co. Es tirada aparte de Romanistisches Jahrbuch, XX, 1969, pp. 322-338.

-SERRANO, Francisco, Introducción a Las capeas, Madrid, El Museo Universal, 1986.

-TRAPIELLO, Andrés, «Las cornás del hambre o el peón de brega», Prólogo a Raíces de España (2 tomos), Madrid, Fundación Central Hispano, 1997, pp. 7-25.

-, Los nietos del Cid. La nueva edad de oro de la literatura española 1898-1914, Barcelona, Planeta, 1997, pp. 326-334.

-, «El diario de Eugenio Noel. El templo de la bohemia», El País Semanal, 14-V-2000, pp. 126-134.

-UNAMUNO, Miguel, «La sombra de Eugenio Noel», De esto y aquello, Buenos Aires, Sudamericana, 1950, pp. 254-261.

-URBANO, Manuel, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel, Córdoba, Ediciones La Posada, Ayuntamiento de Córdoba-Junta de Andalucía, 1995.

-UTRERA, Federico, Memorias de Colombine, la primera periodista, Madrid, HMR-Hijos de Muley-Rubio, 1998.

-VALBUENA PRAT, Ángel, Historia de la literatura española, t. III, Barcelona, 1953.

-VARELA, Benigno, «El niño preso», Mi Evangelio, Madrid, Imprenta de Antonio Marzo, 1910, pp. 143-147.

-ZARRALUQUI VILLALBA, Julio, Cuatro redacciones y una guerra La vida y la época de un periodista, Barcelona, Autor, 1968, pp.   19-21.


    [1] Cf. Francisco Carrasquer, «La literatura española y sus ostracismos», Cuadernos de Leiden nº 7, Universidad de Leiden, 1981.

    [2] Este calificativo, y otras valoraciones igualmente miméticas de un criterio interesado, le otorga José Sánchez Reboredo [1985], autor del único trabajo de cierta extensión que conozco sobre España nervio a nervio que, por otra parte, contiene observaciones atinadas e interesantes.

    [3] Ya en pruebas este libro, Andrés Trapiello da cuenta de la adquisición de este material por parte de un librero madrileño y de la inexcusabilidad cultural de su conocimiento. Trapiello [2000].

    [4] Diario íntimo, pp. 269 y 373.

    [5] También a editar un semanario antiflamenquista de gran densidad y contenido intelectual, redactado prácticamente en su integridad por el propio don Eugenio. Con el nombre de El Flamenco aparecieron tres números entre el 12 y el 26 de abril de 1914. Obligado a cambiar de cabecera a causa de diversas insidias, del 10 de mayo al 7 de junio, aparecieron cuatro números más con el nombre de El Chispero, todos ellos con apretado y abundante texto y ampliamente ilustrados.

    [6]  Las excepciones son: Félix Grande, que acomete una discutible interpretación en su, por otra parte, excelente Memoria del flamenco II, pp. 454-459 y Manuel Urbano, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel.

    [7] Diario íntimo, Tomo I, p. 212.

    [8] La primera edición se titula, asimismo, Notas de un voluntario. Guerra de Melilla, Primera serie, 1909. Imprenta de Primitivo Fernández, Madrid, 1910. La segunda, completa, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Talleres tipográficos de La Neotipia. Barcelona, 1912.

    [9] Podrían citarse también con justicia las crónicas de Ciges Aparicio, Entre la paz y la guerra (Marruecos), El blocao de José Díaz Fernández y el segundo tomo de La forja de un rebelde de Arturo Barea.

    [10] La repercusión de estas campañas fue grande pero tanto sus detractores como la proverbial chunga española convirtieron a Noel en un prototipo de personaje pintoresco y un punto alienado, al menos para el gran público. Los molinos de viento contra los que debía luchar tenían aspas que llegaban lejos. Buena muestra de hasta donde se extendió esta consideración es España nueva (V. Bibliografía), pieza del género chico estrenada en 1914, donde en su última escena aparece el personaje de Nobel, interpretado por Ortas (hijo), evidente trasunto de don Eugenio: El gobernador civil ha sufrido un atentado: al apearse de la jardinera para entrar en el hotel, un sujeto le arrojó una banderilla de fuego, aunque no padece más que un ligero tueste. Cuando uno de los personajes pregunta por el autor del atentado aparece el tal Nobel:

Nobel:   Servidor de ustedes.

Todos:   (Con terror) ¡¡Nobel!!

                          Música

Nobel:  Yo soy Nobel.

Todos:  ¡Es él, es él!

Nobel:  De los flamencos

        el terrorista

        soy literato,

        soy publicista.

        Yo soy Nobel.

        ¡Es él, es él!

        Soy el Apóstol

        del siglo veinte,

        y voy en contra

        de la corriente;

        a mí los cuernos

        no me entretienen

        y odio a los caracoles

        porque los tienen.

        Yo por el caballo

        mi defensa pongo,

        no está bien que el toro

        le saque el mondongo 

        ni obligarle que luego al andar,

        se lo pise como es natural.

        Las tripitas, no.

Todos:  Las tripitas, sí.

Nobel:  El redaño

        me hace daño

        francamente a mí.

        ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

Nobel:  Yo pierdo la calma,

        y hasta mi sosiego,

        cuando a un toro huído

        se le pone fuego:

        pues quemarlo resulta una acción,

        de los tiempos de la Inquisición.

        Chicharrones, no.

Todos:  Chicharrones, sí.

Nobel:  Que proteste

        de ese tueste

        todo el mundo aquí.

Todos:  ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

                         Hablado

Vicente: ¿De modo  que te confiesas autor del atentado?

Nobel:   De éste y de todos los que quedan. Ahora que esto no quita para que particularmente tenga el honor de saludar al divino José.

         (Le tiende la mano).

José:    (Dándosela). Gracias, Nobel.

Nobel:   ¿Toreas mañana?

José:    Mañana.

Nobel: ¿Cuántos matas tú solo?

José:    Doce.

Nobel:   Habrá propina.

José:    Una ternera.

Nobel:   ¿Ternera?… Voy a coger un asiento… de sombra si quedan todavía. (Medio mutis).

Vicente: (Sujetándole) Usted donde va ahora mismo es a la sombra.

Nobel:   Pues ahí no quiero ir.

Vicente: Digo a la cárcel, de donde no va usted a salir hasta que se le caiga el pelo.

Nobel:   (Con gallardía) ¿Y qué me importa? Vuestra tiranía hará más simpática mi causa. España me lo agradecerá.

Condesa: España está hoy mejor que nunca.

Nobel:   ¿Mejor? Miren ustedes la portada de mi nuevo periódico.

         (Se abre el telón de foro y aparece un forillo grande en que se verá pintado un trozo de anfiteatro romano, ocupado por ingleses, franceses, alemanes, rusos, japoneses, etc., ataviados con vistosos uniformes, y en actitudes trágicas de terror. En el centro del redondel, un hermoso toro, llevará entre los cuernos una figura de matrona, tal como se representa a España, con túnica, corona, etc.).

Todos: ¡Cogida!…

Nobel: Cogida. Y aunque por ahora no sea de consecuencias, quién sabe si llegará un día en que los vendedores pregonen: «la cogida y muerte de España».

         (Al público)

         No se olviden ustedes

         de que esta fiesta española

         ningún gobierno la abole

         ni nacerá quien la abola.

         Pero en fin, si han conseguido,

         no amargarte la velada,

         en nombre de ellos te pido,

         lo de siempre, una palmada.  (pp. 37-39).

    [11] Cito por la primera edición.

    [12] «Aquí descansan los restos de don Francisco G. Barnés y Tomás, doctor en Teología y Filosofía y Letras, Licenciado en Derecho, catedrático numerario de esta Universidad literaria. Fue sacerdote católico. Mientras creyó en el dogma practicó los actos de la religión con dignidad y escrupuloso respeto. Cuando, después de maduro examen y ejercicios continuados de razón, dejó de creer en el orden sobrenatural (que juzgó fantástico), su carácter sincero no le permitió continuar una vida interior, farisaica, burlando y explotando la credulidad de las gentes. Prosiguió a la Naturaleza, nuestra común madre. Contrajo matrimonio con digna mujer. Fue padre de familia, cuyos deberes no descuidó un instante. Y en el trato con toda clase de personas se ofreció como hombre sin fuero ni privilegio religioso. Fue demócrata por convicción. No creyó en otros milagros que en la instrucción y trabajo humanos. Murió en la paz de Dios el día 5 de Marzo de 1892, a los cincuenta y ocho años de edad». (Op. cit., pp. 137-138).

    [13] El concepto noeliano de Raza, escrita así con mayúscula, de evidentes reminiscencias regeneracionistas, es omnipresente y recurrente en nuestro escritor. Un estudio para su correcta categorización requeriría un largo, difícil y ambicioso análisis. Poco válidas son las aproximaciones de Ángeles Prado [1973]. Ciertas contradicciones de Noel en su caracterización, por otra parte normales en tan larga y sobresaltada producción literaria, hacen más complicado su afrontamiento.

    [14] Diario íntimo, Tomo I, pp. 373-375.

    [15] Ibidem, Tomo I, p. 379.

    [16] Así relata la gitana Custodia el fin del chiquillo: «Ese estornúo de hombre la diñó; ea, a bailá con la jalusa. Se le trasconejó al gurripatiyo un trapicheo del buche, y ya le ha dao la puntiya er doctó de lo forense…» (p. 371).

    [17] Hay otras dos ediciones (1952, 1963).

    [18] Noel escribe en enero de 1918: «Arreglo dos tomos de España, nervio a nervio; veremos si alguien se atreve a editarlos». Diario íntimo, Tomo II, p. 128.

    [19] De nuevo en su Diario íntimo, tomo II, p. 347, escribe en abril de 1924: «Recibo aquí [Bogotá], comprados, dos ejemplares de mi España, nervio a nervio, editado por Calpe, pero a cuyo libro le falta la mitad del original que tiene 314 páginas».

    [20] Ibídem, pp. 275 y 278.

    [21] V. José María Iribarren, El porqué de los dichos, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 408-410.

    [22] V. Diario íntimo. Tomo II, p. 186.

    [23] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [24] Ibídem, Tomo I, p. 288.

    [25] Ibídem, Tomo II, p. 70.

    [26] Ibídem, Tomo II, pp. 79, 82 y 96.

    [27] Ibídem, Tomo II, p. 203.

    [28] Ibídem, Tomo II, p. 304.

    [29] Ibídem Tomo II, p. 188-189.

    [30] Ibídem, Tomo II, p. 217.

    [31] Ibídem, Tomo II, p. 192.

    [32] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [33] En este aspecto es auténticamente dantesca la descripción que hace del trabajo de un molinero en el artículo «La muerte del maestro», comentado anteriormente.

    [34] Diario íntimo, Tomo II, p. 192.

    [35] Famoso escenógrafo, autor de un decorado para Carmen, en versión estrenada en Dinamarca, para el que tomó apuntes, acompañado de Eugenio Noel, en una cueva de Alcalá de Guadaira.

    [36] Cf. Eduardo Molina Fajardo, Manuel del Falla y el Cante Jondo, Granada, Universidad de Granada, 1990. José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz, Diccionario enciclopédico ilustrado del Flamenco, Tomo I, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 194-198. Jorge de Persia, I Concurso de Cante Jondo, Granada, Archivo Manuel de Falla, 1993.

    [37] V. Diario íntimo, Tomo II, pp. 332, 336 y 365.

    [38] V. el artículo «Un rincón de Marchena», perteneciente a Aguafuertes ibéricas, comentado más arriba.

    [39] V. la excelente descripción del mismo que hace el especialista José Blas Vega en Los cafés cantantes de Sevilla, Madrid, Cinterco, 1987, pp. 85-91.

    [40] Diario íntimo, Tomo II, p. 282.

    [41] En las menciones literarias de Noel a esta figura del cante siempre sustituye su nombre auténtico por el de Martín. Su verdadero nombre fue Joaquín Fernández Franco (Alcalá de Guadaira, 1875-1933). Esquilador de oficio es considerado como uno de los maestros fundamentales del cante grande, destacando en las soleares. De gran autenticidad e ingenio, los recuerdos de quienes le conocieron están llenos de admiración hacia su originalidad, bonhomía, pintoresca personalidad y genio en el arte. V., por ejemplo, Manuel Ríos Ruiz y José Blas Vega, Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco, Tomo II, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 574-576 y Ángel Álvarez Caballero, Historia del cante flamenco, Madrid, Alianza, 1981, pp. 86-90.

    [42] Publicada en 1926, y hace unos años (1981), reeditada y ya agotada, por Enrique Rodríguez Baltanás en el pueblo natal del cantaor, Alcalá de Guadaira, V., también, Rodríguez Baltanás [1988].

    [43]  En la última década, el interés se ha reavivado relativamente y una de sus obras ha merecido su inclusión en una colección mayoritaria, aunque destinada a un público estudioso: Las siete cucas, edición de José Esteban, Madrid, Cátedra, 1992. También fue reeditada, Semana Santa y Sevilla y una antología, Raíces de España, preparada por Andrés Trapiello. (V. Bibliografía).