Publicado en Estudios sobre Tango y Lunfardo ofrecidos a José Gobello (Compiladores: Oscar Conde-Marcelo Olivari), Buenos Aires, Carpe Noctem, 2002, pp. 33-41.

En Mujeres y hombres que hicieron el tango, que quiere ser la quintaesencia de los muchos saberes que, a lo largo de medio siglo, José Gobello reunió en torno a esa música y sus conjuntos, se estampaba respecto a los versos de Celedonio Flores: “…sus tangos, compuestos en los alejandrinos más musicales y más redondos de toda la poesía argentina…”. No se trataba de ningún descubrimiento o caída de Saulo porque, casi un cuarto de siglo antes, el mismo autor había escrito en Tangos, letras y letristas que los de Cele eran “los alejandrinos más perfectos de nuestra literatura popular”. Sin embargo, muy poca atención crítica ha suscitado “el Negro” entre los estudiosos de la poesía argentina contemporánea pese a la innegable repercusión social de sus versos. De hecho, hasta 1964 no se encuentra un trabajo de cierta entidad, el debido a Juan Silbido, autor al que se suele citar muy poco, pese a ser de los primeros que se preocupó de documentar con cierta seriedad sus trabajos de investigación. La bibliografía que acompaña a esta colaboración no debe confundir con su relativa extensión -teniendo en cuenta, además, que, por la lejanía del autor a los centros de producción de bibliografía tanguera, puede haber obras de las que no haya tenido noticia- ya que se trata en su mayoría de apuntes o notas muy breves.

Por  la dificultad que presenta la datación cronológica de sus composiciones, me limitaré a comentar aquí los tangos elegiacos de Flores porque corresponden a la época en que las letras de otros autores comenzaban a incidir, de manera un tanto excesiva en ese campo. Y, sin embargo, no fue Cele autor que diera mucha cancha al lloriqueo y la cantinela de lo mejor de cualquier tiempo pasado. El propio Gobello nos advierte que “el negrito enjugó las lágrimas de Contursi con el pañuelo compadrón que llevaba en él cabalete y, como quien dice, pasó a otra cosa… (con) el aplomo… del hombre corrido que puede  mirar la vida como lo que es, agua que corre”. Efectivamente, Celedonio tenía demasiado sentido del humor y capacidad de distanciamiento para apuntarse al carro de quienes añoraban una más que improbable edad de oro.

En los clásicos latinos la elegía es un género más que nada formal a través de su expresión en el dístico elegíaco que, poco a poco, se va centrando en la manifestación de estados anímicos de pérdida y lamento. Catulo fijó sus caracteres, Tibulo la vinculó con la serenidad del campo, que luego tendría tan larga derivación en los “menosprecios de corte y alabanzas de aldea”, y  Propercio y  Ovidio la trajeron hacia sí para expresar sus cuitas de amores. En la Edad Media amplió sus metros originales y Boccaccio tituló como elegía su Fiammetta, también madre, tal vez, de la novela psicológica. Más tarde, Sannazzaro escribió tres libros de Elegiae y, poco a poco, fue tildándose de tal cualquier composición que, independientemente de la métrica, volcase su sensibilidad en el dolor y la tristeza por lo perdido. En la literatura española del Siglo de Oro, tras la cumbre de las coplas de Jorge Manrique y las selectas imitaciones latinas de Garcilaso,  Fernando de Herrera  la perfeccionó en su variedad amorosa y habrían de pasar siglos para que Miguel Hernández diera a la luz, el otro pináculo, la magistral Elegía a Ramón Sijé. Antes, la malevolencia de Góngora se había servido de su característico metro elegíaco, el dístico, formado por un hexámetro y un pentámetro, para largarle a Quevedo otra alusión a su cojera: “vuestros pies son de elegía”. Pero, entretanto, los más altos escritores europeos habían transitado por ella, desde Ronsard a Rilke, pasando por Milton, Gray, Schiller, Goethe o Holderlin, con su punto culminante en el siglo XVIII. La elegía se concretizaba ya, más que en un género, en una atmósfera de dolor contenido, de tristeza y melancolía, que expresaba tanto la pérdida de algo querido, como el difuso sentimiento de “lo que pudo haber sido y no fue”.  Romanticismo,  Modernismo y las fascinaciones de la contemporaneidad la redujeron a un segundo plano y la elegía se convirtió, sobre todo, en refugio de poetas chirles y hombres descomprometidos con su tiempo. Nadie se imagina a un vanguardista elegíaco y la presencia del género en el tango, salvando las precisiones que se harán,  obedece a razones más vinculadas con estructuras psíquicas miméticas y acopio de tópicos que a sentimientos verdaderamente trascendentes.

Con todo, es frecuente en las elegías tangueras, incluyendo las de Contursi, un matiz humorístico al que Flores no podía ser ajeno. Cuando en 1923 escribe en primera persona las octavas decasílabas y octosílabas de El bulín de la calle Ayacucho con un lunfardo nada rebuscado y perfectamente reconocible, está simplemente echando en falta un reducto donde hace menos de dos años –nada- el poeta se reunía para pasar unas horas de farra cantora y conversadora con los amigos. En efecto, y según el testimonio de José Servidio, autor de su música, las reuniones duraron hasta finales de 1921. Celedonio, con sólo 27 años, no mala situación económica y muchos amigos, no puede ser demasiado sincero cuando añora ese bulín pródigo en ratones –también según el mismo Servidio- porque ningún problema hubiera tenido para lograr cualquier otro espacio en el que hacer las mismas cosas. El pretexto dramático: “la piba mimosa y sincera que hacia el cielo volando se fue” es obviamente un apósito no basado en la realidad sino una concesión irónica a las agonías propias de los tangos de su tiempo. El objeto, pues, de la elegía es el propio bulín que, al concretizarse en esa ubicación real del número 1443 de la calle Ayacucho, adquiere un protagonismo ejemplificador de una etapa de la juventud que se ve en trance de evolucionar hacia otras metas. El abandonado –“rechiflado parece llorar”- resulta ser, pues, el apartamento que, al perder su presencia humana, ha pasado a ser una triste habitación más de conventillo.

Los versos que, con el título de Mi cuartito, Flores confeccionó para sustituir a los anteriores con motivo del decreto proscriptor del lunfardo emanado del general Pedro Pablo Ramírez, son ya definitivamente prescindibles. Su adjetivación tópica, los diminutivos socorridos, su tono sensiblero y falso proscriben, incluso, darle el título de elegía a una composición que en veinte años había perdido sus principales valores: la frescura, la ingenuidad distante, el mérito de ser un apunte, inspirado pero puramente ocasional, de algo que no pasó de la anécdota.

El menos famoso de los tangos elegiacos de Flores es Viejo coche que, con música de Eduardo Pereyra, cantó Rosita Quiroga en 1926. El personaje que lo enuncia es masculino pero la exclusividad que la deliciosa cantora de la Boca tenía por entonces de los tangos de Celedonio propició que fuera ella quien lo llevara al disco. También en segunda persona, se trata de cinco sextillas que incluyen una octavilla entre ellas, polimetría a la que tan aficionado fue el tango, aunque no especialmente nuestro autor. El poeta efectúa una identificación con su decadencia y la del coche para, sin solución de continuidad, evocar la complicidad con el viejo cochero que, como él, sólo espera el designio final de la vida. También aparece la innecesaria concesión al tópico: “¡Pero abierta está la herida / de la leyenda fingida / que me contó esa mujer!”. Historia de la que no se aportan más datos. Es una letra, evidentemente, de relleno que poco contribuye a la gloria de su autor.

Mucho más inspirado resultó Viejo smoking (1930) en el que, con economía verbal y un estupendo equilibrio entre naturalidad expresiva y retórica literaria, se nos cuenta una historia, también a través de la segunda persona, servida por unos irreprochables versos de dieciséis sílabas, que se hacen octosílabos en los estribillos. Fue Gardel, que también lo interpretó en los pioneros y entrañables cortos para el cine de Morera, quien lo grabó, con música de Barbieri, para fortuna de sus oyentes.

Fértil en términos lunfardos, coloquial y literario, en él se avista esa combinación de lo culto y lo popular que suelen destacar los comentaristas de la poesía de Flores, así como ese sentimentalismo sin cursilería que, a menudo, alcanza la ocasión de conmovernos. Desde su primer verso es notable tal pericia combinatoria. Tras la función apelativa que personifica a la prenda instándole a campanear el cotorro, la imagen poética y desoladora a través del participio “despoblado”. En el segundo verso se incrementa la dinamización que vivifica las cosas: esa “catrera compadreando sin colchón” y, a continuación, la entrada del protagonista del que ya se nos marca su triste situación: “ha perdido el estado”. En la comparación, “como perro de botón”,  la nota humorística, que desdramatiza lo que, al cabo, no es sino la historia de alguien que vivió sobre sus posibilidades.

En el segundo serventesio  la efectividad del discurso narrativo se advierte en la rica información que se nos da en sus cuatro versos. Poco a poco, todo ha sido empeñado y sólo el smoking se conserva como imagen y símbolo de un pasado al que no se quiere renunciar porque constituye un sueño que fue real. Todavía tiene tiempo para la metáfora coloquial: “se dio juego de pileta y hubo que echarse a nadar” y, también,  para la reflexión desiderativa: ese “sueño, del que quiera Dios que nunca me vengan a despertar”.

En el primer estribillo, la elección de las imágenes no puede ser más precisa: la lunfarda alusión a las lágrimas que las mujeres vertieron en él: “cuánta papusa garaba / en tus solapas lloró” y la metonimia personificadora: “solapas que con su brillo / parece que encandilaban/ y que donde iban sentaban / mi fama de gigoló”.

Ahora, los serventesios van a servirse de la enumeración para describirnos la situación a que ha llegado el otrora rey del cabaret. Pero el golpe de efectividad está en los dos últimos versos, a mitad de camino entre el patetismo y el humor, que hacen que nos identifiquemos con la cuita de este nuevo “patotero sentimental”: “Vas a ver que un día de éstos te voy a poner de almohada, / y tirao en la catrera, me voy a dejar morir”.

Vuelve el estribillo final al motivo de las solapas, pero es la propiedad en la descripción: “…cuántas veces/ la milonguera más papa / el brillo de tu solapa / de estuque y carmín manchó”,  la materialidad de esos revoques, lo que nos hace sentir de verdad el pequeño drama, que todavía sabemos oír a Gardel con idéntica emoción.

Si en los tangos anteriores lo elegíaco se vinculaba a lo personal, con lo que el componente ético que -como también señaló Gobello- aportó Celedonio al tango, estaba ausente de estas elegías, en ese hermoso y raro poema que Flores tituló Corrientes y Esmeralda a la elegía se superponen la pequeña historia, el suave humorismo, la mueca compasiva, la generosa admiración y la implicación personal del vate en el corazón de la que fue su ciudad.

Desde la primera vez que leí esa letra –hará más de veinticinco años- me atrapó con su magia, su extrañeza y, también –por qué no- con su acopio de datos. Tardé bastantes años más en oírla porque Gardel, con su elegancia, no pudo cantarla, aunque bien lo pudiera haber hecho en forma de guiño cómplice. No sé si fue la versión de Ángel Vargas o la de Carlos Acuña, ambas excelentes, la primera que llegó a mis oídos, pero es uno de los pocos  tangos que no hace falta escuchar para que nos entre.

Eduardo Romano nos dice que fue escrito en 1922, aunque llama la atención que no fuera incluida en Chapaleando barro (1929) y sí en Cuando pasa el organito (1935), lo que, dada su calidad, hace pensar en por qué, de estar escrita,  no la incluyó  Celedonio en su primer poemario que contiene otros cantos de menor calidad a distintos reductos ciudadanos. Fuera como fuese, estos serventesios dodecasílabos, cuyas claves tan bien nos explicaron Gobello, otra vez, y Bossio, en 1975, contienen, junto a los consabidos elementos postmodernistas tan queridos por nuestro poeta, otros que lo aproximan a las vanguardias. Y no sólo por la inventiva verbal sino por la luz de varias de sus imágenes.

Si en las rimas está también esa audacia modernista –a ningún ignorante se le ocurre rimar “cross” con “novecientos dos”-, el binomio adjetivo-sustantivo “rante canguela” o nombres con su complemento como “curdelas de grappa y locas de pris”  son experimentos ya muy atrevidos para la poesía primisecular, lo mismo que la inclusión de nombres propios reales en el penúltimo serventesio, procedimiento que también llevarían a cabo algunos componentes de la llamada Generación del 27.

  Corrientes y Esmeralda tiene la particularidad, entre tantas otras, de que el poema termina con una EPSON scanner image promesa ya cumplida: ese “te prometo el verso más rante y canero/ para hacer el tango que te haga inmortal”. Es, sí, una forma de establecer esa comunicación personal intensa con  el Buenos Aires que Celedonio Flores vivió y ayudó a dar fama y, también, una suerte de implicación vital en un poema en el que el yo no tiene otra cabida que la de mero observador privilegiado.

He hablado de poema “raro” y algo se ha justificado en los párrafos anteriores, pero desde la sorprendente utilización de la forma  verbal  del inicio “Amainaron” hasta esa metáfora deportiva de los últimos versos: “cuando con la vida esté cero a cero”,  un despliegue de originalidad recorre los seis serventesios coronados por un quinteto que, junto a las peculiaridades aludidas, no desdeña el verso cálido, familiar y hasta elemental: “te ofrece su afecto más hondo y cordial”. Lunfardo, vanguardia, lenguaje coloquial, humor y exactitud topográfica nos contemplan desde este poema al que puso una bella música, como suya, Francisco Pracánico.  No sabemos qué admirar más si la precisión de las alusiones históricas, la afectividad de buena índole que respira para personas y cosas o la inventiva verbal  de las estrofas tercera y sexta que hay que volver a transcribir porque su lectura nos exime de una glosa que sería, por la multiplicidad de sugestiones, tal vez cansadora.

El Odeón se manda la Real Academia,

rebotando en tangos el viejo Pigall,

y se juega el resto la doliente anemia

que espera el tranvía para su arrabal.

Te glosa en poemas Carlos de la Púa

y el pobre Contursi fue tu amigo fiel…

en tu esquina rea, cualquier cacatúa

sueña con la pinta de Carlos Gardel.

Creo que el tango no alcanzó nunca esta altura textual aunque Discépolo, inventor de tantas otras excelentes originalidades, le anduvo cerca en Fangal. Soy de los que piensan, y alguna vez habré de escribirlo, que el sobrevalorado Manzi se columpió muchas veces en su intento de fundir el sentimiento con lo existencial, lo metafísico con lo visual.  Por eso creo que el negro Cele no ha sido valorado como merecía y el análisis pormenorizado de su obra aguarda aún al estudioso o al lector con sensibilidad. Sus giros lunfardos tienen tanto la desfachatez del auténtico reo, como la libertad del hombre culto que sabe fundir sus lecturas con el lenguaje de la calle para lograr un idioma rico, original y lleno de color. Su economía de medios, tan presente en textos que están en la mente de todos y en otros menos famosos como La historia de siempre. Su veta satírica, que puede llegar a ser desgarrada, tiene otras veces la fibra patética de quien ha sentido el dolor de tantas vidas consumidas en el barro. Se ha destacado, pero apenas se ha estudiado, su veta social, su ternura para la mujer aunque un soneto como el, por otra parte, estupendo Biaba parezca desmentirlo. Igualmente, puede verse en él un apunte irónico y, desde luego, está lejos de la bestialidad para con la hembra de Buen remedio de Yacaré o de muchos versos de Julián Centeya. Además de sus conocidos tangos Pan o Sentencia, en otros poemas como Oro viejo o Chorro aparece,  bien, como en el primero, su indignación contra el repugnante matón de comité, bien, como sucede en el otro, su compasión de hombría de buena ley para quien no ha podido ser otra cosa. Poemas como El perro flaco desdeñan la sensiblería y nos hablan con unas notas de modernidad que quizá no se perciben bien desde un siglo que invoca –lo que da pábulo al optimismo histórico- los derechos de los animales. Sus poemas descriptivos tienen cimas como ese hermoso y brutal Arrabal salvaje, por no hablar de las numerosas pinturas de los barrios  y topografías de Buenos Aires. Hasta la intertextualidad, hoy en tantas bocas, no le fue ajena como puede comprobarse en el bienhumorado pastiche que tituló Sonatina.

Como versificador, se desenvolvió con gusto y naturalidad lo mismo en el romance que en el difícil verso largo –compuso muchos poemas con versos alejandrinos y hasta de dieciséis sílabas-, sin duda influenciado por sus amplias lecturas modernistas. Bebió en Carriego pero sus alientos fueron de más largo alcance. La asonancia fluye en Celedonio con naturalidad y belleza, véase si no ese prodigio de fluidez que es la milonga Chatita color celeste. Su poética nos la dejó bien servida –y, por supuesto, también con sus chispas de ironía-. en poemas tan bien compuestos y directos como los de La musa mistonga de los arrabales, Por qué canto así, Musa rea o Versos.

Desconozco el número de tangos que llegó a componer Cele pero tengo registrados alrededor de ciento cuarenta. Como no puede ser de otra manera, hay varios prescindibles pero cualquier aficionado sabe que otros muchos  son la historia del tango y en varios aspectos alcanzó la categoría de pionero.  José Gobello, en su Crónica general del tango, nos señaló que con  sus versos titulados Por la pinta y, luego, Pelandruna refinada, en el registro del negro Ricardo o Margot, en la grabación gardeliana, trajo un acento nuevo que comenzó a enjugar cachadoramente las lágrimas que al tango había puesto Contursi. Tampoco debe olvidarse que Chapaleando barro (1929) es uno de los primeros libros en que la poesía lunfarda alcanza unos caracteres que, como sucede en La crencha engrasada, tan sólo un año anterior, superan la exclusiva fijación al bajo fondo. Antes de estos, sólo cuatro poemarios lunfardos habían llegado al libro: Versos rantifusos (1916) de Yacaré, El arrabal porteño (1923) de Silverio Manco, Vigilante y ladrón (1925) de Alberto Arana, (Garbino) y ¡Semos hermanos! (1928) de Dante A. Linyera. Como estampó Jorge Gottling, que  considera a Flores el más perfilado de los poetas que haya dado el tango, sus versos “inauguraron la reflexión sobre el arrabal, un campo de acción interior más que una concreta referencia al catastro”.

El lugar de Celedonio Esteban Flores en la poesía popular del Río de la Plata es indiscutible. Pero poemas como Corrientes y Esmeralda y otros de los aquí citados le otorgan también un lugar en la poesía sin adjetivos de la nación argentina.

Flores, Celedonio Esteban

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(Publicado en Aragón Digital, 25 de abril de 2024)

La gran mayoría de quienes tienen como patrón a San Jorge apenas saben que fue un soldado romano martirizado por su fe cristiana. Pero ni siquiera la Iglesia tiene clara su identidad, pese a su popularidad en toda Europa. Cuando en 494, el papa Gelasio lo incluyó en el santoral, éste se limitó a registrar que “sus actos sólo son conocidos por Dios».

En efecto, San Jorge es un héroe de leyenda, cuyos perfiles en Occidente proceden sobre todo del mito de Perseo. Sus atributos son el caballo blanco y la lanza pero es, sobre todo, el dragón, presente en todas las mitologías, quien con uno u otro nombre, hace al mito tan persistente. La profusa iconografía de las figuras de San Jorge y el dragón en el arte cristiano imprime su sello en nuestro subconsciente colectivo y, así como, al aparecer en una película un adulto y un perro, nos fijamos mucho más en el animal, igualmente, el dragón predomina en nuestra memoria y en nuestra sensibilidad, aureolado por los miedos atávicos y los cuentos tradicionales.

El monstruo -símbolo de totalización, recuento de completo de las posibilidades naturales- fue visto por los medievales no como aberración sino como excepción. Seguían a Aristóteles para quien el monstruo era contrario a la generalidad pero no a la naturaleza. En efecto, para el pensamiento alegórico, ésta exponía a los sentidos la correspondencia universal, la ambivalencia y los polos positivo y negativo de toda la realidad, de todo emblema. Bien es cierto, que el final de Edad Media conllevó un deslizamiento de los monstruos hacia lo diabólico, como mostró Baltrusaitis en su clásica monografía. De igual manera, el Renacimiento, al poner su énfasis en la categorización de la belleza, derivó hacia la consideración de la deformidad como un valor atendible, llegándose a recrear la propia belleza de lo monstruoso, lo que apunta ya a la estética manierista y barroca y hacia la propia modernidad. Uno de sus pontífices, Alfred Jarry, llegó a escribir: “Yo llamo monstruo a toda forma de belleza inagotable”. Estas relaciones ideológico-estéticas entre el manierismo y la modernidad fueron magistralmente tratadas por Hocke en “El mundo como laberinto”, donde, por cierto, se estudia con agudeza a los tan tardíamente conocidos en España, Kircher o Arcimboldi.

 La identidad del monstruo se conforma a través de texto e imagen que se influyen recíprocamente, como puso de relieve la iconología en su intento de rescatar la idea de la totalidad del arte. El dragón-monstruo aparece en los beatos, en los bestiarios, en la literatura, en la cosmografía, en la alquimia, en las relaciones viajeras y, por supuesto, en nuestros sueños. Sus representaciones han pasado de una a otra época con muy escasas variaciones. Lo que ha variado sensiblemente es su  interpretación porque, como nos mostró Jung, en las formas se esconden los arquetipos universales.

Como supieron los medievales el monstruo, al constituir esa excepción, ese enigma, es un buen recurso para suscitar la reflexión. El cuento, el mito y el viaje desarrollan también funciones similares. El viajero busca la verdad pero, a la vez, suprimir el tiempo. Por lo que, si no encuentra maravillas, las “ve”. Su actitud es tan receptiva que no le hace falta fabular, interpreta la realidad a través de sus propias leyes psíquicas. Así, lo irreal y lo real resultan muchas veces indiferenciados. Como nos enseñó Eliade, “lo sagrado es lo real, por antonomasia”.

No fue el periodo medieval creador de monstruos, sino que los tomó prestados de la antigüedad y la tradición oriental pero es obvio que penetraron hondamente en la cosmovisión de sus hombres. Bien sabe el psicoanálisis que los monstruos ocupan su territorio dentro de nosotros y, así, las artes en que las pulsiones profundas se expresan con más libertad –primitivas, infantiles, surrealistas o psicopatológicas- acostumbran a servirse de ellos con asiduidad. Imaginar el monstruo equivale a exorcizarlo, es una manera de proyectar lo que no se ve y se teme y, a la vez, nos arrastra con la fuerza con que nos llama el abismo. El mito (Gilgamesh, Edipo, Ulises…) sabe que este es uno de los trayectos que recorrer en la búsqueda de sí mismo. Su presencia en todas las mentalidades y épocas confirma tanto la ambigüedad y ambivalencia de sus sentidos como la inevitabilidad de ser acompañados por el horror y la culpa.

Ilustraciones

1-Carpaccio, San Jorge y el Dragón (1503). Iglesia San Giorgio degli Schiavone, Venecia.

2-Anónimo, Adoración de la Bestia de siete cabezas y del Dragón, Beato de Liébana, S. VIII, Biblioteca Nacional de España.

3-Rafael, San Jorge y el Dragón (h. 1505), Galería Nacional de Arte de Washington.

(Publicado en Aragón Digital, 17 de abril de 2024)

La muerte de Jaime de Armiñán el pasado 9 de abril, a los 97 años de su pródiga vida, me ha removido recuerdos de este otorgador de felicidad que ya comienzan con la televisión en blanco y negro, donde sus ficciones respiraban un aire muy diferente a la mayor parte de lo que allí se emitía. El adolescente rebelde no podía dejar de advertir una sensación de libertad o, al menos, de ansias de ella, que faltaba en ese medio controlado por la censura, como hoy dejamos de percibir en la televisión oficial la libertad que alentaba en ella durante las primeras décadas de la democracia.

Armiñán, que debutó como guionista y realizador (1958) en los inicios de TVE, fue el factor de aquellas series tan rompedoras como “Historias de la frivolidad” (1968) –una denuncia de la censura, que no faltaba en el medio- “Tres eran tres”, “Juncal” o “Ramón y Cajal. Historia de una voluntad” que guionizó y dirigió junto a José María Forqué. Como autor teatral, había ganado en 1953 el Premio Calderón de la Barca por “Eva sin Manzana” y en 1956 el Lope de Vega por “Nuestro fantasma”. Como cineasta, rodaría 30 películas de las que bastará con recordar la conmovedora “Mi querida señorita” de la que más de uno ha dicho que su última frase es la mejor de la historia del cine español.

Hombre entrañable en su trato, justo y lleno de humor, su buen gusto se apreciaría si fuera necesario, en un solo hecho: haber elegido como compañera de vida a Elena Santonja, hermana de Carmen, del dúo Vainica Doble, cuyas letras, junto a las de Javier Krahe, son las mejores de la música popular española de la época. Pero es que Elena, además de encantadora, era pintora, escritora, actriz, presentadora y excelente cocinera, como demostró en aquel programa culinario de TVE, “Con las manos en la masa”, muy lejano a los agobiantes e intercambiables “cocinicas” con que nos atontan todas las cadenas tres veces al día. Si comparamos con el tiempo que dedican a los libros o al arte, la goleada es descomunal

Pero yo traía aquí a Don Jaime por su parlamento, tras serle concedido el Goya de Honor en 2014. De las mil historias que pudo contar, prefirió aludir a una sensación que experimentó poco antes de constituirse en adulto y, así, eligió hablar de cuando a sus 18 años, acabada la guerra mundial, viajó al París de la liberación recién obtenida, ya que descendía de una famosa saga de periodistas y políticos catalanes y su padre fue destinado a la capital francesa como corresponsal del Diario de Barcelona y del ABC.

El  joven Jaime, que llegaba del oscuro, hambriento y deprimente Madrid de posguerra, empezaba a observar allí cosas que no tenía en España: se maravillaba justamente de cómo las parejas se besaban a la vista de otros y de la sensación de libertad que se respiraba. Un día en el que sus padres le dieron algún dinero para ir al cine y divertirse, decidió acercarse al Casino de París, donde le habían dicho que salían mujeres desnudas. Nada más habitual para quien visitaba la Ciudad Luz. Allí encontró, sobre todo, soldados acompañados de chicas en una primera parte que le pareció larga y fatigosa. Tras un pequeño entreacto, apareció en escena un señor mayor vestido de aragonés. Y, enseguida, una señora de parecida edad vestida de aragonesa. Tras la sorpresa, el público, casi todos del ejército liberador, comenzó a cabrearse, a silbar, protestar e insultar…

Pero, empezó a sonar una jota –habla Armiñán- y, sin inmutarse, aquella pareja de sesentones, con aquellas vestimentas, con aquellos refajos, empieza a bailar a saltos y nadie se acordó de las mujeres desnudas y aquellos soldados se fueron callando y yo pensé: “esto es mi España… esta es mi jota aragonesa…“

Emocionado, mientras el sorprendido público de los Goya aplaudía y reía, evocó a su amigo y dijo que ahora quería que recordasen a José Luis Borau, por aragonés y jotero, y volvió a París para narrar:

…ante la ovación que provocaron aquellos veteranos bailarines, pensó: ¡Viva la jota! ¡Viva Aragón!”

Palabras, que me suscitaron la misma emoción de la que el veterano artista estaba poseído y coronó con un “¡Viva!” al cine español, que sonó como un reproche a ciertas actitudes sectarias que los premios Goya en ocasiones han promocionado.

No sé quiénes fueron aquellos bailadores que tan alto dejaron el pabellón aragonés y sé que la jota puede cantarse con traje regional, esmoquin o bañador. Y también sé que ha habido aragoneses que se han avergonzado de la indumentaria regional, mientras identificaban la jota, con lo contrario de lo que significaba.

Casino de París

     

El legado de la jota aragonesa se ha venido transmitiendo oralmente y, apenas, sin intervención culta, ya que los cancioneros se limitan a dar parte de esta tradición. Tal vez por ello, siempre me ha llamado positivamente la atención la admirativa reverencia que los cantadores han tenido siempre hacia sus maestros. Esto es particularmente evidente en el caso de Begoña García Gracia, otra maestra, que siempre ha puesto por delante a quien la formó, la gran María Pilar Las Heras, que, hasta el fin de su venturosamente larga vida, siguió siendo su consejera y amiga y a la que en este disco se rinde de nuevo homenaje con la puesta en circulación de varios estilos y cantas olvidados o infrecuentes, a veces, entresacados de los cancioneros de Mingote y Arnaudas y que, en algunos casos, sobrepasan el ámbito de la jota para inmiscuirse en rincones folclóricos remotos pero de hondo sabor popular. 

Otra de las fuentes del CD es la dinastía de los Gracia, de Nuez de Ebro. De bien nacido es ser agradecido y, si no es magro privilegio haber tenido por mentora a María Pilar de Las Heras, menos, el sustentarse familiarmente en una tradición cuyo origen se pierde en los manantiales de la jota. Aquí escucharemos los ecos de ella, como un homenaje a Juan Antonio, a las Hermanas Perié, tío abuelo y tías de la artista, y, por supuesto, a la alegre Petrica Gracia, la madre de Begoña, que falleció en 2012 y cuyas melancólicas resonancias se advierten en todo el trabajo y, específicamente en “Importancia no le das…”

Efectivamente, en este disco, junto a la pureza de la jota, en versiones siempre llenas de originalidad  y, a menudo, incorporando, encantadores estribillos y letras con infrecuentes variaciones, escuchamos sonidos que evocan viejas melodías a las que la guitarra de José Luis Muñoz proporciona ese aire intimista, tan perceptible en “Mediano” y la ya conocida delicadeza de la matizada voz de Begoña, que se adapta por igual a la alegría que a la evocación, a la dulzura amorosa que a la ironía, a la bravura que a la emoción. Un trabajo que quedará como ejemplo del trabajo de una maestra en las primeras décadas del siglo XXI.

ILUSTRACIONES

1-Portada CD Legado de Jota

2-Juan Antonio Gracia junto a Pascuala Perié

3-Petra Perié, madre de Begoña

4-José Luis Muñoz y Begoña Gracia. Fotografía inserta en el folleto que acompaña al CD Legado frjota

Perteneciente a una familia de artistas con al menos cinco generaciones de militancia en la profesión de cómico, Corita Viamonte nace en el número 21 de la zaragozana calle de Contamina, lo que conmemora una placa en su frontis. Su madre, Cora López (1918-2000), fue hasta no hace mucho una figura popular en Zaragoza que acompañaba a su hija artista en muchas de sus actuaciones y repartía frases sentenciosas y lecciones de humor. Había sido una tiple de zarzuela con buena formación musical que, en 1944, conoció al barítono Juan Viamonte (1916-1973). Juntos formaron compañía y Corita fue la única hija del matrimonio. Fallecido Juan, doña Cora dirigió la Compañía Lírica Los Amigos del Arte y una academia que tuvo sucesivas sedes en la calles del Temple, del Caballo, Torrenueva y Cantín y Gamboa. En ella aprendieron a cantar muchos de los artistas zaragozanos de las últimas décadas. También daba lecciones en su casa.

Corita Viamonte debuta en 1952, a la edad de tres años, en el teatro Principal, interpretando la romanza de tiple de La tabernera del puerto. A los cinco años empieza a tomar clases de baile y música. Con quince, ya hacía las coreografías de las funciones de sus padres. Cumplidos los dieciséis, se examina como músico profesional en la especialidad de percusión con lo que se constituye como la primera mujer batería de España.

En 1969 se encarga de formar el Grupo de Majorettes de Zaragoza que, bajo su dirección y durante casi un cuarto de siglo, dio color a muchos de los actos festivos ciudadanos.

En 1972 graba su primer disco con Philips, dedicado al cuplé. Durante una actuación en Caspe conoce a Luis Ferrer, director de la Orquesta Maravella que, al comprobar su capacidad vocal y variedad de registros, le propone emprender una gira con dicha Orquesta para llevar a la U.R.S.S. la música española, tan del gusto tradicionalmente para el pueblo ruso. La estancia se prolonga y se les renueva el contrato para el año siguiente.

A su vuelta, Corita decide ampliar su espectro y forma su propia compañía de zarzuela alternando sus actuaciones como solista, actriz de comedia musical y otros géneros. Como intérprete de cuplé, participa en diversos actos culturales dedicados al género en la Universidad de la Subbética, el Instituto Cervantes de Nueva York, la Universidad de Groninga y el Colegio de España de París.

Durante las últimas décadas, aunque con menos continuidad, ha seguido dedicada al género de variedades pero, con incursiones en muy diversos apartados del cancionero. Como funcionaria del ayuntamiento zaragozano, fue la encargada de suministrar actos musicales a los zaragozanos de la hoy llamada tercera edad. Pocas conocerán como ella el mundo del espectáculo en Zaragoza desde 1950 hasta el presente y lleva camino de ser la última superviviente -junto al irrepetible Luis Pardos en su función de empresario tan heroico como masoquista- de quienes actuaron en el Oasis y en el Plata, los legendarios music-hall zaragozanos que llegaron casi al siglo XX, tal como habían sido desde siempre.

Quizá lo que más caracteriza a Corita es la educación vocal y la versatilidad que le permite afrontar con eficacia los más diversos géneros: cuplé, jota, zarzuela, revista, canción mejicana, canción española, canción melódica… Es también capaz de tenérselas tanto con el baile clásico como con el popular, por otro lado, su experiencia en las tablas le permite protagonizar sketchs, parodias, imitaciones… Corita es una auténtica superviviente en un medio, como el aragonés, tan reacio a asumir sus verdaderos relieves y a poner en tela de juicio todo aquello en torno a lo que se ha desarrollado: «¡Cómo va a ser artista si la conozco hace treinta años y vive aquí al lado!». Una variante del viejo chiste de que Fulano no puede ser pederasta porque lo conozco de toda la vida, no tiene título de bachiller y, además, es maricón. Corita ha vivido todo ello y mucho más en unas décadas de incomprensión política, que no social, para sus géneros que también han vivido Luis Pardos, Lita Claver «La Maña», Marian Nadal y otros muchos. Pese a la solicitud de los ayuntamientos, que de acuerdo con los deseos de sus vecinos demandaban ayudas para poder disfrutar del género de las variedades en sus pueblos, los detentadores de las subvenciones antes que llevar una revista musical, preferían a un grupo punky o a un tocador de cuencos tibetanos, cosa muy apropiada para unas fiestas patronales.

Hoy Corita anda medio retirada -sólo medio, porque, a cuanto se le solicita responde- ha puesto un negocio que no se llama Gastroteca ni Fast Food ni Grill ni Takeaway ni Eat ni Stakhouse, sino Martino, donde da de comer platos de cuchara y de toda la vida, abundante, barato y con simpatía en el servicio. Es decir, una rara avis y que contiene un museíllo, con muchos recuerdos de su vida artística.

Entre los muchos reconocimientos y homenajes que Corita ha recibido, figura la Medalla de plata de la Ciudad de Zaragoza, que, recientemente, le ha dedicado una calle en el entorno de la Avenida de Cataluña. Los 70 años -que van a ser muchos más- de dedicación al mundo del espectáculo de Corita Viamonte bien merecen el cariño que la gente popular zaragozana dispensa a la artista.

No es que me haya teñido de pelirrojo para simular la imagen de un pinchadiscos à la page, porque el asunto no va de moderno. Sucedió que así salió la fotografía que me hicieron en el estudio de Aragon Radio a la hora de grabar este podcast. Parece que un foco incidía en mi rostro y así salió la cosa. «Ni te has teñido ni te has peinado» se me dijo amablemente pero, cuando el pelo ralea, es inútil someterlo a normas. El caso es que este es el Audio que grabé con Alberto Guardiola, al que mucho admiro como locutor y hombre bueno, informado y prudente, y que se emitió a las 00,00 h. del 18 de marzo de 2024.

Un repaso a los géneros e intérpretes más significativos de la música española en la primera mitad del siglo XX:

ihttps://www.cartv.es/aragonradio/podcast/emision/la-musica-popular-siglo-xx-i

AUDIOS

1-Suspiros de España, Conchita Supervía (pasodoble)

2-Aventuras de don Procopioen París “La Machicha”, La Fornarina (cuplé picaresco)

3-Como los pájaros cantan, Alfredo Kraus,  (jota de la zarzuela, “El Trust de los tenorios)

4-El relicario, RaquelMeller (cuplé)

5-Fumando espero, Ramoncita Rovira (tango)

6-Madre, cómprame un negro, Celia Gámez (charlestón)

7-La hija de Juan Simón, Angelillo (milonga)

8-En tierra extraña, Conchita Piquer(pasodoble)

9-La canción del lavadero, Imperio Argentina (canción-jota)

10-La niña de fuego, Manolo Caracol (zambra-estampa flamenca)

11-Mimi, mimosa Rina Celi (fox-trot)

Errores advertidos en la grabación:

5′ 50″ Se dice «1901», en vez de «1902».

14′ 40″: Se dice «machicha», en vez de «Fornarina».

15’14»: Se dice «llevó varias veces al cuadro», en vez de «llevó a uno de sus más famosos cuadros»

22’00» Se dice «siglo XVI», en vez de «siglo XVII».

24’58» Se dice «textos de la zarzuela», en vez de «textos de la ópera»

28’10» Se dice «psicológicas», en vez de «psíquicas»

36’55» Se dice»función», en vez de «cualidad».

41’52» Se dice «explorador del TBO», en vez de «criado del explorador del TBO»

44’15» Se dice «Madrid de 1927», en vez de «Madrid de 1928»

47’25» Se dice «Lee de Fost», en vez de «Lee de Forest»

(Publicado en Tintas, Quaderni di Litteratura iberiche e iberoamericane, revista de la Universidad de Milán)”, febrero 2024. pp. 291-305)

RESUMEN

Son muy escasas las memorias de quienes han sido considerados componentes de la bohemia en España. Se trata de mostrar un panorama de cómo integraron ese mundo en los recuerdos de su peripecia personal. También, de espigar las motivaciones y los puntos en común, que denotan una coincidencia en el gusto por la transgresión, reflejo del Modernismo.

Zamacois, Bonafoux, Dicenta y Gómez Carrillo, tres de ellos nacidos en la América española, fueron los pioneros cuyas memorias se repasan por orden de aparición, incidiendo en las noticias que ofrecen de su relación con la cohorte bohemia. Con menos extensión, se hace un recorrido, también cronológico, por las memorias y diarios de otros autores (Ortiz de Pinedo, Buscarini, Blanco-Fombona, Gómez de la Serna y Noel).

Etiquetas: Bohemia española, Memorias, Tremendismo y Transgresión

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Es posible que exista cierta incompatibilidad entre los géneros autobiográficos y la bohemia, que, como hijuela del Romanticismo, tiñe de subjetividad su literatura y, por tanto, no precisa explicarse. En cambio, emprender unas memorias suele significar un auto-reconocimiento, una percepción de la propia trascendencia, lo que se conjuga mal con el lugar en el mundo que el bohemio, a un tiempo conmiserativo y pretencioso, se autoasigna. Tal vez por ello, conocemos pocos ejemplos del género y los más relevantes son los de quienes superaron esa condición, se integraron e, incluso, lograron el relativo éxito social o literario que un escritor podía alcanzar en la España de la Restauración. Es el caso de los primeros autores aquí tratados: Zamacois, Bonafoux, Dicenta y Gómez Carrillo; algunos de ellos incluso se disculpan por transcribir sus recuerdos, acogiéndose al pretexto de que les han sido solicitados.

En todo caso, unas memorias pese a todo lo que pueda aducirse respecto a su parcialidad, limitada perspectiva o maquillaje, son uno de los pocos documentos que, junto a los hemerográficos,  pueden manejarse en este contexto, dada la ausencia de epistolarios y archivos personales, pero también de diarios y dietarios. Se ha escrito que esto últimos subgéneros resultan más modernos, por su carácter fragmentario, frente a las memorias que pueden tomar una construcción de tipo más novelesco. De hecho, el único diario conocido de un autor adscribible a la bohemia es el de Eugenio Noel, por cierto, un extraordinario documento, al que también habrá que referirse.

Formados en el Naturalismo y la admiración hacia Zola, fogueados en el periodismo de corte republicano y cercanos o no a la estética modernista pero inficionados por su inclinación hacia los márgenes, estos reclutas de la bohemia coquetearon con la novedad y escogieron el adjetivo correspondiente para la revista que pretendía reunirlos y aspiraba a ser su portavoz, Gente Nueva, Entre sus integrantes, fueron Felipe Trigo y, en menor medida, el tan prolífico y valioso Eduardo Zamacois quienes funcionaron  como eslabones entre la novela naturalista y la novecentista (Cansinos, 1925:37). Pero este último, sobre todo en su etapa como inspirador, fundador, director y principal redactor de la revista La vida galante[1], también llevó a sus páginas la estética y el espíritu del Modernismo, como lo trasladará después a El Cuento Semanal y Los Contemporáneos, las dos colecciones inaugurales de novela corta (Barreiro-Minesso, 2011: 7-58).

Eduardo Zamacois fue, sobre todo en sus inicios, un escritor erótico y sabido es como traspuso esa pulsión a  su vida personal, de modo que pocos a pueden rivalizar con sus éxitos en el arte de la seducción.

El concepto de erotismo en Zamacois se fija en tres elementos, íntimamente asociados porque cada uno supone una exaltación del cuerpo y ánimo más allá de lo socialmente aceptado, cual superación de lo mediocre y del medio placer o, peor, del placer vergonzoso (…) Trascendentalización del Placer como medida del vivir, trascendentalización de la embriaguez como modo de alzarse a la altura del Deseo para magnificarlo. Trascendentalización de la Belleza, sea la de la mujer, sea la de la obra de arte, que apenas se disocian porque el movimiento de creación y descubrimiento del otro es el mismo. El erotismo según Zamacois da un corte trascendental a cuanto quería considerar la sociedad como pecaminoso. Pero al mismo tiempo introduce el ariete más destructor de los tabúes: el individualismo. Porque el camino que ofrece y defiende Zamacois en su cruzada del amor es un camino individual hacia la “dicha de vivir”, es la exaltación no sólo del cuerpo sino de las fuerzas que tiene el individuo para diferenciarse de la masa, tomar sus distancias con la Sociedad (Robin, 1997: 26).

Sería extemporáneo insistir aquí sobre el erotismo modernista, ya tan estudiado, sobre el que la mejor síntesis son los versos finales del poema XXIII de Cantos de vida y esperanza:

Pues la rosa sexual,

al entreabrirse,

conmueve todo lo que existe,

con su efluvio carnal

y con su enigma espiritual.

Mientras  el naturalismo aporta el tremendismo y el sexo, el movimiento modernista se teñirá de erotismo (Barreiro, 2015). Tremendismo que se expande a las artes plásticas que, bajo el lejano manto de Goya y el cercano de Darío de Regoyos, con su colaboración en La España negra de Verhaeren, estallará en las obras de Ignacio Zuloaga (1870-1945) y José Gutiérrez Solana (1886-1945) y se hará carne literaria en los textos de Eugenio Noel, López Pinillos (Pármeno), Carmen de Burgos, Ciges Aparicio, Samblancat, Vidal y Planas y tantos otros. Tremendismo, que pertenecía a la misma entraña de la vida española y que se expresa de manera ejemplar en sus fiestas de toros o en lo salvaje de  las guerras carlistas, que tendrían su casi exacta continuidad en la siguiente guerra civil. Entre los cuatro memorialistas pioneros que se analizan, el gusto por la transgresión puede encontrarse en la vida personal de cada uno de ellos. Zamacois lo fue por privilegiar el erotismo y el gusto por los mundos marginales, patentes en el texto biográfico o en sus novelas sobre la cárcel (Los vivos muertos) o la homosexualidad (La antorcha apagada); Bonafoux, “La víbora de Asnières”, por su mordaz agresividad, Dicenta compartió este carácter de su amigo y fue, además, un desmesurado bebedor que gustó de los tugurios más peligrosos, impenitente don Juan y hombre con quien nadie quiso polemizar ni tener como enemigo; Gómez Carrillo, peligroso duelista, cultivó todos los sensualismos y se acercó a la bisexualidad.

Por su parte, la bohemia, ya se apuntó que, heredera directa del romanticismo, pone el acento en el yo, por lo que gran parte de sus producciones son, de alguna forma, autobiográficas. Para acotar el terreno me  referiré únicamente a aquellas obras que tienen un propósito declarado de ser tomadas como memorias, aunque se citen ocasionalmente otras obras. Excluimos, pues, las numerosas narraciones con fondo autobiográfico -lo que desde hace unos años suele denominarse autoficción- y los libros de siluetas de autores o contemporáneos, en los que el narrador sólo se implica como descriptor de asuntos ajenos. Por tanto, hablaremos principalmente de Memorias o Autobiografías, en las que el autor expone su vida y sus circunstancias y que, se dijo, son un oportuno hontanar para penetrar más a fondo en ese mundo todavía inasible que llamamos bohemia (Barreiro, 2011: 5-20).

Precursor, como se ha visto, del erotismo en España, como fundador de La vida galante y creador de la novela corta (El Cuento Semanal), Eduardo Zamacois (1873-1971), sin ser propiamente un bohemio, fue un compañero de viaje y, por tanto, un privilegiado observador de este microcosmos y, sin duda, el más contumaz relator de su propia peripecia personal a la que dedicó siete libros biográficos (Durán, 1997: 328-329), que compiló y resumió en el último, Un hombre que se va…, probablemente, eldocumento memorialístico másimportante de su generación.

Nos referiremos, únicamente, al primero de ellos, De mi vida (1903), por ser cronológicamente el más temprano, en cuanto a la temática que nos ocupa. Compuesto por 17 artículos de disímil contenido y extensión, son los dos primeros “Treinta años” y “Humo” (pp. 5-50) los más específicamente autobiográficos; otros se refieren al proceso de producción de algunos de sus libros, a episodios amorosos, a las peripecias de la fundación y primeros pasos del efímero semanario republicano El libre examen (pp. 148-164), etc., pero tienen especial relevancia los dedicados a algunos amigos suyos como el actor Antonio Vico y, sobre todo, aJoaquín Dicenta y Manuel Paso. En el segundo de ellos, “El socialismo en el teatro” (pp. 125-140) acomete un interesante cotejo entre  el Juan José (1895) dicentiano y Los malos pastores (1897) de Octavio Mirbeau, a los que considera “los dramas socialistas más acabados de la literatura latina contemporánea” (p. 140). “La última conquista de Manuel Paso” (pp. 207-214) narra la curiosa anécdota de cómo Manuel Carretero (Buil Pueyo, 2017), hermano mayor de El Caballero Audaz,  suplantó la personalidad del malogrado poeta granadino, para alcanzar los favores de una ferviente admiradora de aquél, episodio que también comentaron otros autores. Resulta significativo que a Manuel Paso (1864-1901), fallecido, como tantos de sus compañeros de bohemia, por mor del alcohol y la tuberculosis, se le dediquen sendos capítulos en los tres primeros libros que analizamos. Cierto es que Joaquín Dicenta fue su amigo del alma, al que transformó vivencialmente la muerte del joven poeta.

Especialmente relevantes en cuanto al gusto por el exceso resultan “Neurosis” (pp. 165-175) y “Post Mortem” (pp. 215-221). En el primero reflexiona sobre el agotamiento de impresiones y de ideales que depara un afán de emociones nuevas, que  ejemplifica en los establecimientos del boulevard de Clichy en el que se encuentran music-halls como “El Cielo” o “El Infierno”, de descabalada imaginería modernista, o el Café de la Muerte, a cuyos macabros espectáculos dedica la mayor parte del texto, que finaliza:

Hartmann ha visto en el suicidio el fin de la Humanidad. ¿Se cumplirá tan siniestro vaticinio?… ¿No empieza ya a esbozarse el amor a la muerte en esta sociedad de neuróticos que van a buscar, tras el pavoroso misterio de las tumbas, sensaciones nuevas que remedien su hastío?… (p. 221).

Del mismo modo tendente al tremendismo, “Post mortem” toma como pretexto su encuentro con el verdugo de Madrid para –acorde con sus preocupaciones científicas (en 1893 había publicado el segundo de sus libros, bajo el título El misticismo y las perturbaciones del sistema nervioso– exponer teorías y ejemplos acerca de la pervivencia de la consciencia en los decapitados durante unos segundos después de su ejecución.

Fue el propio Zamacois quien solicitó a Luis Bonafoux (1855-1918) un esbozo de memorias que aparecieron el 25 de julio de 1909, como número 26 de Los Contemporáneos, su entonces joven colección de novela corta. Incluso el título[2], De mi vida y milagros, se asemeja al anteriormente comentado texto del autor de Pinar del Río.

El librito, con el tono humorístico y distanciado propio del periodista y expresivos dibujos de Cilla, refieresu expulsión del Seminario de Jesuitas en Puerto Rico en el que estaba interno, la llegada a Madrid, donde tuvo su primer hospedaje en el número 4 de la calle de Cádiz, sus avatares como estudiante de Derecho, con aventuras de juego y amor, y la aparición de su primer compañero de bohemia, el artista Pepe Cuchy, Después, se trasladaría a Salamanca, según cuenta, porque la gente le seguía para aplaudirle burlonamente por sus atuendos y los chicos le tiraban piedras. Quizá más por diversión que por odio, lo de apedrear al diferente ha sido una costumbre nacional hasta no hace muchas décadas:

Usted sabe, puesto que vive en España, que una de las costumbres de provincias, y aun de Madrid, es tomarle el pelo al forastero por la ropa. No habiendo inventado nada, ni siquiera la capa –cuyo origen es teutónico- en materia de indumentaria, exigimos del forastero que de buenas a primeras vista de corto y ceñido, que es como visten casi todos nuestros elegantes; y si el forastero viste de otro modo no sólo le miramos y pitamos sino que le hacemos comprender que está muy expuesto a que le peguemos.

  Para ir a Salamanca debí empezar por vestir, o de charro, que es el traje provinciano o de cura, que es el traje nacional; pero no pensé en ello y allá me fui con lo que usaba, con un traje kaki, que tenía perspectivas de tela de jergón. Este traje, que ya había “dado golpe” en Madrid, causó una revolución callejera en Salamanca. Charros con bombachos, presbíteros con manteos y mozas con sayaguesas iban procesionalmente detrás de mí, comentándome los zancajos. (p. 7).

En la capital charra colaboró en el semanario El Eco del Tormes, aprobó Derecho, pese a que se destacó por sus actitudes revolucionarias en una ciudad que era carlista y clerical a ultranza y, finalmente, resolvió  volver a Madrid, donde permaneció varios años.

El criollo, a pesar de la fama de indolencia que arrastran los nacidos al otro lado del Atlántico, achacaba a Madrid, precisamente, un exceso de calma, galvana e inmovilismo, defectos que, desde luego, no compartía. Estuvo entre los fundadores del Círculo Nacional de la Juventud, en el que militaron Urbano González Serrano, que fue un tiempo presidente, Sawa y el cura Cid (Lorenzo Cid Bravo, autor de La Chiflanópolis de Ciudad Rodrigo o ventosa mirobrigense). Acerca de este presbítero, escribe Bonafoux: “Ignorante como una carpa, bastábale que le contasen media docena de cosas sobre el tema que se discutía para improvisar un discurso brillante y elocuentísimo. Murió, prematuramente, de bohemia crónica”. A Sawa, en cambio, lo considera la figura más interesante del círculo en lo físico y en lo intelectual aunque le reproche su gran vanidad. Reconoce Bonafoux que, pese a su fugaz existencia, se sirvió del Círculo para huir de peñas y tertulias. “¡Qué porquería!”, exclama para atacar, luego, a los autobombos, do ut des, banquetes, recomendaciones y demás parafernalia nepótica que, ayer como hogaño, acompañaban al escritor español. Ilustrativas resultan asimismo sus palabras acerca del primer periódico en que escribió, El Paréntesis:

…fundado por un señor gordo y bruto, que quería ser diputado. Mientras Cuchy y yo preparábamos el número, que era semanal, el director, en mangas de camisa, preparaba un arroz a la valenciana en un picadero que servía para todo, para redacción inclusive. Amenizábanlo, a veces algunas ninfas cogidas al vuelo en la calle, y delante de las cuales el director, coloradote y sudoroso, poníase como su madre lo parió y se daba paseítos, cuando no se refrescaba lo que no puede escribirse con irrigaciones de agua con ron, de cuya bebida tomaba buches y luego se los soplaba fuertemente en salva sea la parte. Era una diversión que hacía mucha gracia a las excelentes chicas (p. 12).

Bonafoux pasó también por el semanario El Español, con cuyos artículos literarios formó su segundo libro, Mosquetazos de Aramís (1885), seudónimo que utilizaba en esa época. Vivía ya en el hotel de las Cuatro Naciones, en el mismo piso en que moraba Menéndez y Pelayo. Problemas de índole política propiciaron su salida de El Español y hubo de marchar a París donde pasó un mes escribiendo por quinientos francos un libro que había de firmar otro. Allí le llegó el folleto en que Clarín arremetía contra él. La polémica la tomó como un deporte: “Creí oportuno mortificar un poco a Clarín, tanto más cuanto que me tenía asqueado el espectáculo de general sumisión a su persona, de los que le besaban los faldones; asqueado no por Clarín sino por los sumisos a su férula”. Al parecer, esa audacia pasmó al Madrid respetuoso con las jerarquías. A su vuelta a la capital, señala: “observé que me miraban con asombro los eunucos literarios”. De tales cosas se ríe con Dicenta en la puerta de Fornos. Por cierto, fue Bonafoux el primero que habló del famoso dramaturgo y vaticinó su talento. Aduce que estaba muy satisfecho de sí mismo “como si estuviese empollando sus dramas” y que su principal defecto estribaba en intentar “abarcar mucho”. Habla también de sus manías de ser un valiente, visitar los tugurios más peligrosos y meterse en broncas constantes para acabar tachándolo de insincero porque jamás pudo sentir dolor o hastío “hombre tan pagado de sí propio”. Tanto esta semblanza como la de Manuel Paso dan cuenta de su capacidad de observación.

El publicista portorriqueño no cejaba en su afán de fatigar redacciones: fundó El Intransigente  y colaboró en El Resumen, “que me daba mucha pena porque el hambre era general en aquella casa”. Cierto día, al salir de la redacción se encontró con un amigo que le convidó a comer, rechazó la invitación por tener otra a la que también se sumó el poeta Celedonio Arpe (1868-1927), que hacía mucho tiempo que no comía y, según nos cuenta, por falta de costumbre, enfermó aquella misma noche. En 1898 este sevillano, que publicó Trianerías y El capote de paseo, casó con una Álvarez de Sotomayor y llegaría a redactor-jefe de Heraldo de Madrid.

Como muchos que procedían de otras tierras, Bonafoux, hastiado de la miseria madrileña,  decidió volver a América pero, esperando el vapor en Barcelona, recibió el nombramiento de director de una importante mina en la provincia de Santander, asunto sólo explicable porque un su tío –el Marqués de Rojas- era el fundador de la compañía. Estuvo un tiempo en el valle de Campóo, donde se casó, asunto que omite totalmente en estos recuerdos, y poco después aceptó un puesto como registrador de la propiedad en Puerto Rico, al que renunció tras un año de desempeñarlo para marcharse a La Habana sin aceptar el momio oficial que le ofreciera Cánovas. Eran los años duros de la revuelta de los mambises. El Liberal aprovechó la ocasión para nombrarlo corresponsal en la isla y, con el seudónimo Luis de Madrid, remitió al diario abundantes crónicas que, en gran parte, fueron censuradas. Con todo ello, escribió El Avispero (1892) donde denunciaba la situación social y política de la isla.

Al regresar, militó en El Globo, dirigido por Alfredo Vicenti y único periódico madrileño en el que ejerció el cargo de redactor-jefe. La afilada pluma del portorriqueño deparó una riada de procesos que Vicenti procuraba capear con resignación.

La descripción de la redacción de este diario, uno de los más importantes de la época, da cuenta de la percepción del país que predominaba en el cronista antillano:

…era baja de techo, sombría, polvorienta, con barrotes a la calle. Como no se cobraba sueldo, y los más de los redactores alimentábanse de hostias consagradas –pues, aunque republicanos y anticlericales, eran católicos apostólicos y romanos- tenían un colorcillo especial de ala de mosca en invierno y, como al anochecer no se encendía luz por ahorrar, parecían en la penumbra agrandadora, gigantescos percebes disecados (…) Allí todo era así, pardo, opaco, indefinible, triste, tristísimo, invitando a llorar, invitando a morir. (p. 17).

  Aburrido y hastiado de fantasmas, hipócritas y arribistas, de la ausencia de ética en la vida política y de la zafiedad y miseria de la vida social, Bonafoux decide establecerse en París, donde –son sus palabras- comenzó a matar el hambre. Seguiría colaborando en la prensa española como corresponsal de Heraldo de Madrid y ocupándose de los asuntos hispanoamericanos pero sin implicarse personalmente. Cosa que no siempre lograría.

El resentimiento con su país adoptivo queda plasmado en sus líneas de manera incuestionable: 

…yo estaba asqueado de todo, principalmente de tropezarme en la calle con escritores y periodistas, cuya presencia, por indigestos, me descomponía el vientre. Por no verlos vociferar en sus cervecerías de la Carrera de San Jerónimo, por no oírles frases campanudas y rebuscadas y echárselas de superhombres –no siendo, en realidad, más que unos supercaquéxicos, hacía un rodeo desde mi casa…

Cuando llegué (…) con una porción de baúles vacíos –que es lo que se saca de trabajar honradamente en Madrid- y con 11 francos y 60 céntimos para toda la vida, respiré, y cuenta que jamás hice viaje más perro ni siquiera (…) cuando me hicieron el honor de echarme a pedrada limpia.

…me acallaron el hambre madrileña (…) pensaba que en Madrid había hecho un pan como unas hostias (…) ¡si tendría ganas de dejar eso! Si no hubiera podido venir por agua, habría venido a pie, se lo juro. (p. 18-19)

La visión de España del escritor, a pesar de su frecuente tono humorístico, es descorazonadora de principio a fin de estas breves pero abigarradas memorias. Aunque no se le suele incluir en el movimiento regeneracionista, Bonafoux lo fue, desde su primera juventud y, de hecho, los problemas que tuvo con su patria, adonde tenía prohibido volver, provenían de uno de los primeros artículos (“El carnaval en Las Antillas”) que publicara en España. Nacido en 1855, era nueve años más joven que Joaquín Costa y ocho que Macías Picavea pero superaba a Ganivet y Rafael Altamira en diez y once años, respectivamente.

De cualquier modo, la escritura autobiográfica de Bonafoux se diferencia poco de la de sus crónicas periodísticas. No le interesa volcarnos su interioridad sino contar observando, dar su visión humorística, distanciada, como buen satírico, y un punto regeneracionista sin aspavientos. Estos los guarda para los alfilerazos personales. Tampoco nos proporciona fechas, que hay que ir deduciendo de algunas claves –por ejemplo nos dice que llega a París el día del asesinato de Carnot (25-VI-1894)- y la secuencia cronológica no siempre es fiable.

Dos meses y medio después, en la misma colección Los Contemporáneos, donde Bonafoux había publicado sus memorias, aparecen con el título, Idos y muertos (10-IX-1909), las de Joaquín Dicenta (1862-1917), que también dice escribirlas a pedido de Zamacois.

Con un estilo sencillo, desprovisto de florituras y muy eficaz, el bilbilitano, al contrario que los dos memorialistas precedentes, pondrá más el acento en sus circunstancias personales que en la relación con el medio, a pesar de su acusado sentido social (Barreiro, 2001: 153-179). El lapso temporal abarca unas dos décadas, desde su bachiller, con doce años, hasta el triunfo de Juan José, con treinta tres. 

Ocupan las primeras páginas la locura y muerte de su padre, algunas peripecias colegiales, su llegada a Madrid a los catorce años y las muchas sus fechorías juveniles que su talante rebelde, audaz y pendenciero le hicieron protagonizar. Junto a ello, el repetido elogio a su madre, que tanto le consintiera y ayudaría.

Muerto él, cuando vino la total ruina, le diste cara y, con el trabajo de tus manos hechas a la ociosidad señoril, ayudaste a mi educación. Fue otro calvario que subiste, llevándome por cruz y teniendo como solo cirineo el amor maternal. (p. 2).

Llegan después la expulsión del ejército, los estudios frustrados de Medicina y Derecho, los empleos abandonados, el apasionamiento por el teatro, su primer amor  “rubia de pelo y garza de ojos”, que depara sus primeros versos, también, su primer desengaño: “Luego supe que, aun llegando con ella a todo atrevimiento no le hubiera enseñado ninguna novedad (…) Era mi primer choque serio con la realidad. Ni aun desquitarme del engaño quise gozando su hermosura”.

Es en el capítulo V cuando el protagonista empieza a inmiscuirse en “esa bohemia del artista joven y sin recursos que quiere conquistar la vida y gozarla”. Como Bonafoux, Dicenta no mitifica los años de la bohemia. Todavía  no había un Carrère que hubiera empezado a hacerla objeto de sus crónicas y, después, de su leyenda. Ambos la habían vivido de cerca y no habían corrido los suficientes años para ponerla en la diana de la mitificación o del anatema. Tampoco habían vivido la mugre, ni las noches al raso y, sobre todo, porque, salvo en temporadas muy cortas, no habían padecido penuria económica.

Decir bohemia en las últimas décadas del siglo XIX era decir periodismo y, mejor aún, periodismo de tintes republicanos y vindicativos. Desfilan por el texto dicentiano los redactores de La Piqueta y sobre todo de Las Dominicales de Libre Pensamiento (Robin: 1993): Chíes; su director, Fernando Lozano “Demófilo”; Sawa; Odón de Buen; Torromé; Francos Rodríguez; el pintoresco cura republicano y anticlerical  José Ferrándiz, tan presente en estos ambientes; Luis París; Ricardo Fuente; el malogrado Antonio García-Vao, asesinado de una puñalada en la espalda por un desconocido cuando acudía al estreno de El suicidio de Werther, el primer drama de Dicenta; Manolo Cid, Luis Reparaz… También se cita con cariño y admiración a Bonafoux, presentador del autor en las lides literarias e, igualmente, se afronta, a lo largo de varias páginas, el elogio de Manolo Paso, tanto para Dicenta como para Bonafoux, ejemplo bohemio por antonomasia.

Tras Las Dominicales, Dicenta pasa a dirigir, en abril de 1895, La Democracia Social, diario fundado por su primo, Ricardo Yesares, que sólo duró un mes y, todavía menos, Dicenta y sus principales redactores, que dimitieron  a los diez días. Sin embargo, ello da ocasión para que se nos presente un esperpéntico cuadro de las condiciones de vida de gran parte del periodismo de la época: el director tiene como único vestuario “el chaqué, que fue negro y a puro uso se tornó verde (…) un chaleco azul con motas encarnadas y unos pantalones a cuadros y a zurcidos (…) unas botas de caza y el sombrero de copa”. Con Anita, su amante sevillana de 16 años, se domicilia en la misma redacción –un piso tercero de la calle del Pez- y ambos duermen en el sofá y dos sillones arrimados,  con el chaqué y la falda de ella como cobertores. Dicenta acomete el elogio de los redactores que continúan vivos –sólo habían transcurrido catorce años-: Ricardo Fuente, Antonio Palomero, Lus París, Ernesto Bark, Ricardo Yesares y Carlos Soler y se detiene, especialmente, en el retrato del muy rebelde, honrado, talentoso y extremadamente mísero, Rafael Delorme[3], éste ya fallecido.

Quizá el rasgo de carácter más característico de Dicenta fuera la independencia. Él lo explica con enorme claridad:

Esta intranquilidad, esta arisquez de mi persona, este no acomodarme a ningún estudio, trabajo o situación reglamentados y ordenados es de esencia en mi buena o mala condición privativa. Merced a ella me ha sido posible conservar la personal independencia.

Graves inconvenientes trae la independencia. Como práctica no es muy práctica: para medrar cómodo y deprisa vale más entrar en la recua y meter el morro en la pesebrera común. Hacer lo contrario, en disgustos y privaciones se traduce. No pocos he sufrido; y los que me restan. ¡Bah! Bien vale la pena de arrostrarlos. Ser uno, uno mismo, es ya alguna cosa en este mundo, donde tan pocos saben serlo. (p. 4).

Y también su inclinación hacia las mujeres, especialmente, las del pueblo, los bajos fondos sociales y  la clase trabajadora. En su vida, fue especialmente significativo su romance con Encarnación, prostituta toledana de veinte años, que se enamoró perdidamente de él. Su figura aparece repetidamente a lo largo de su obra e, incluso le dedica una novela, Encarnación (1913). La dramática historia terminó con el suicidio de la joven, del que Dicenta siempre se consideró responsable. En Idos y muertos lo cuenta tan breve como expresivamente:

“En el Hospital General murió. Empezó su agonía cuando terminaba la hora de visita. Como no era pariente suyo me echaron a la calle.

A la mañana siguiente me la enseñaron trasquilada; las buenas hermanas habían cortado, para revenderla aquella hermosa cabellera negra que le llegaba hasta las corvas. También la dejaron sin ropas, con un mal guiñapo para envolver sus canes enverdecidas por el fósforo”. (p. 12)

Los capítulos finales están dedicados a sus inicios teatrales: los dramas no estrenados, los esfuerzos y manejos de su madre con Manuel Tamayo para que favoreciera la subida a las tablas de El suicidio de Werther, como así sucedió en 1888, el fracaso de La mejor ley (1889) y, finalmente, la época de miseria, tras el fracaso de La Democracia Social, que desembocó en el estreno de Juan José, tras no pocas dificultades con los repulgos de los actores y empresarios ante la obra, para terminar con las cuatro temporadas en las que ofició de genio. Finaliza, coincidiendo con el fin del siglo XIX,  pues el resto de su trayectoria lo considera bien conocido.

Matizada por la ironía hay una mueca de desengaño en estas memorias de un hombre de 47 años, prematuramente envejecido por su intensa vida y sus muchos vicios, que contempla con distanciamiento su pasado presidido por la pasión y el arrebato. Fuera de ellas queda su defensa de los perseguidos, su lucha por la justicia, es decir, la cuestión social de la que fue pionero y a la que dedicó buena parte de su obra. Aquí, Dicenta se mira a sí mismo y a quienes fueron sus cercanos y trata de reivindicar a quienes como Paso, Delorme o alguna de sus amantes no tuvieron la suerte que merecían. Respecto a sí mismo, no practica la inquina ni el narcisismo, tampoco el resentimiento con los muchos enemigos que coleccionó ausentes de estas tan rescatables páginas.

Enrique Gómez Carrillo (1873-1927) publica los tres tomos de la primera edición de Treinta años de mi vida entre 1919 y 1921[4]. El segundo tomo, “En plena bohemia”, transcurre en París y es en el tercero, “La miseria de Madrid”(reciente) , dedicado a su reciente esposa Raquel Meller[5], donde nos va a hablar de su relación con la bohemia española. El guatemalteco hace, pues el trayecto inverso a lo que era la ilusión del bohemio hispánico: París-Madrid. La explicación está en la curiosa la carta del general Barillas, presidente de Guatemala, al que había escrito Carrillo pidiéndole socorro económico:

 Estimado joven: A pesar de que los informes que de usted me dan, en vista de su conducta, no son honrosos para usted, consiento en atenderlo en virtud de su familia. Pero se servirá usted salir en el acto de la capital de París cambiándola por Madrid, donde recibirá sus mesadas. El señor Medina, Ministro de la República en Francia, le dará para viático de traslado la suma de 200 pesos oro. Sírvase darme cuenta de su cambio de residencia y conducta y reciba la expresión de mis saludos.

 Con sólo dieciocho años y acompañado de Alice, su amante francesa, EGC arriba a la capital en diciembre de 1891, diez meses antes de la llegada de Rubén Darío. En seguida son estafados, se presentan en una juerga flamenca donde su querida lo hiere por mor de los celos y buscan pensión en un Madrid sórdido y vulgar, poblado de gentes que transmiten sensación de pereza y abandono, excepto para la juerga. La pareja se aloja en una pensión de la plaza Isabel II, al final de la calle Arenal, donde la ropa y actitudes de la francesa llaman mucho la atención de la dueña.

Estando en Fornos, un beso del joven en la cara de su novia hace que estalle un murmullo de indignación en el café. Se acerca entonces a ellos Dicenta “ya entonces conocido y temido por su mal carácter y su mala lengua” y con su intervención protectora y su mirada de reto, acalla los gritos hostiles. Bonafoux, que no asistió a esta escena, la utilizó en uno de sus artículos.

En Madrid, el guatemalteco escribe Esquisses  (1892), su primer libro, que es bien recibido por Clarín (El Imparcial, 11-XII-1893). De nuevo en Fornos se encuentra con gentes como Palomero, Antonio Cortón, Catarineu, Luis París, Sarmiento, director de El Resumen, Dicenta y Bonafoux. Se discute sobre el Naturalismo en España y cuando EGC les muestra la reseña con los elogios clarinianos, los contertulios sonríen zumbones y le hacen el vacío. Igualmente, le decepciona Núñez de Arce, con el que se relaciona a raíz de una confusión. Las figuras de la literatura, bohemios y consagrados, se parecen mucho a sus tres compañeros de pensión de una vulgaridad y autocomplacencia atroces, reflexiona Enrique.

No acaban de llegar los fondos necesarios para la supervivencia y Alice ha de ir vendiendo de mala manera sus ropas y joyas hasta que son echados de la pensión. ¡Ya están en la bohemia! ¡Pero tan lejana a la de París…! Por siete pesetas diarias consiguen alojarse en un lúgubre piso de la calle de las Veneras, donde también habita el latinista y pederasta Jesús Miura y Renjifo, el personaje más asiduo en este tercer tomo, y que da ocasión al autor de mostrar, practicar y presumir de la transgresión: Rengifo lleva a su efebo en la casa de huéspedes y éste provoca en todos admiración por su belleza e instrucción. La pareja se fascina por él pero es Enrique, efectivamente, quien se atreve a besarlo, lo que provoca los denuestos de Alice y Rengifo. Al fin, un episodio de bisexualidad y androginia que muestra a un Gómez Carrillo -que, por otro lado siempre quiso ejemplificar al seductor- como un adalid de la modernidad, el decadentismo y la libertad de costumbres. La sensualidad típicamente modernista que pone en la bisexualidad uno de sus horizontes estéticos tendría ejemplificación en otros contemporáneos, bien en el horizonte personal (Antonio de Hoyos y Vinent, José Zamora, Álvaro Retana…) o en los protagonistas de sus ficciones (Ciges Aparicio, Belda, Zamacois…)

Tras unas semanas de la mayor miseria, el joven escritor consigue que Paco Beltrán, entonces asociado con el editor Fernando Fe, le entregue 300 pesetas por los 600 ejemplares que quedan de Esquisses. Y,  a raíz de la publicación  de un artículo en el que divagaba sobre París, los críticos franceses en “Los lunes de El Imparcial”, Bonafoux y la prensa comienzan a prestarle atención. También, recibe una larga carta de Clarín, comentando dicho artículo. Como contrapartida, confiesa que abandonaba sus reuniones en Fornos con Bonafoux y Dicenta, en las que se defendía y atacaba  a Clarín, lleno de amargura y con las ilusiones agostadas.

Del mismo modo, cuando conoce a Echegaray, al que admiraba, la impresión que recibe es “vulgar y grotesca”. Algo parecido le ocurre con Castelar, al que acude motivado por la admiración que Rubén le profesaba. Únicamente Valera le provoca mejores sensaciones.  Pero la imagen que nos comunica acerca de los literatos madrileños a los que conoce en la tertulia de la librería de Fernando Fe es de agotada ranciedad. Al matizado aprecio que otorga a Juan Valera sólo se unen su protector Clarín y su amigo Blasco Ibáñez. Finalmente, EGC recibe tres mil pesetas para volver a Guatemala.

Como le había sucedido a Bonafoux, el contraste entre la brillante vida parisina y la sordidez madrileña, provoca en el centroamericnano una impresión de profundo malestar y desengaño. La ramplonería de sus intelectuales de café, la desgastada retórica de  políticos y escritores y el miserabilismo general no podía sino repugnar a alguien que construía su propia figura bajo el paradigma del dandismo, el cosmopolitismo y la exquisitez, bases de la nueva estética de la que se sentía embajador y así quería que constase en sus memorias publicadas casi tres décadas después, precisamente,  cuando acababa de matrimoniar con Raquel Meller la figura más glamourosa de su tiempo. Viene a cuento la mención de la artista turiasonense porque más que un flechazo, Gómez Carrillo utilizó su publicitada relación para dejar bien sentado quien seguía poniendo el mingo entre los escritores españoles. Treinta años de mi vida y, especialmente, “La miseria de Madrid” es también un recordatorio de que fue él quien primero trajo a España el gay-trinar, la nueva estética, la nueva sensibilidad, la nueva óptica y la nueva rebeldía, que, luego, llamaríase Modernismo, una forma y, por consiguiente, un estado del alma. Cristián H. Ricci (2005), en un excelente artículo, ha visto muy acertadamente como Gómez Carrillo en estas memorias publicadas sólo dos meses después de la aparición de Luces de bohemia en la revista España, amalgama esperpento y Modernismo. La miseria de Madrid tiene mucho más de puntualización que de recuerdo impresionista.

Si los cuatro autores tratados se inmiscuyeron en la bohemia con mayor -caso de Dicenta- o menor intensidad –casos de Zamacois, Bonafoux y Gómez Carrillo, los tres nacidos en América-, todos tuvieron un respaldo económico con el que, al cabo, podían mirarla por encima del hombro.

No así José Ortiz de Pinedo y Garrido (Jaén, 1881-Madrid, 1959) que publicó sus recuerdos, De mi vida y milagros,en 1923, con el mismo título que Luis Bonafoux endilgó a los suyos. Hoy muy olvidado, fue un autor desigual y prolífico[6] pero que alcanzó cierto estatus literario, principalmente como cuentista. Su última publicación también es un libro de recuerdos, Viejos retratos amigos (1949), en el que dibuja la silueta de varios escritores de su tiempo[7].

En De mi vida y milagros narra su peripecia desde que a los veinte años dejó Fuenllana, pueblo manchego, para allegarse a Madrid, matricularse en Derecho e ingresar en El Eco Nacional, periódico obrero. En el Café Habanero, derribado cuando se abrió la Gran Vía, se relacionó con el alpujarreño Antonio Sánchez Ruiz, que luego destacaría en el periodismo literario con el seudónimo de Hamlet Gómez. También acudían a la tertulia los poetas y periodistas, consecuentemente, cercanos a la bohemia, Javier Inchausti, Paco Roldán, Gustavo Romero y Samuel Brabo, al que dedica varias páginas. Inchausti lo lleva a la tertulia del librero Pueyo, al que Ortiz de Pinedo tilda de introductor del Modernismo y hombre bueno. En varios párrafos se ocupa de Galdós, A. Sawa y Carrère, del que se convirtió en seguidor incondicional de. De El Eco Nacional pasó a La Raza, El Globo, ya un diario importante y vivió de sus colaboraciones en los periódicos y revistas más difundidas en estas primeras décadas de la centuria.

Es reseñable la impresión que produjo en Ortiz de Pinedo la figura de Hamlet Gómez, uno de tantos periodistas que murieron tuberculosos, en este caso en 1910 a los 33 años. En un título  ligeramente posterior, Episodios de una vida, Madrid, La Novela Corta nº 443, 31-V-1924, el protagonista es una mixtura del propio autor y el susodicho escritor alpujarreño. También le dedica un capítulo en Viejos retratos amigos.

Poco interés ofrecen las páginas que, a finales de 1924, reunió Armando Buscarini en un tomito titulado Mis memorias. Figura gemebunda, el logroñés apenas se refiere a su desastrada trayectoria vital sino que nos ofrece una especie de popurrí con episodios sueltos que tienen casi siempre que ver con sus propósitos económicos: agradecimiento a quienes le entregan lo suficiente, solicitación de incremento de la soldada a los que ya le han dado algo y  puyas a quienes han pasado de él. El capítulo más extenso es “La camisa de fuerza” (pp. 27-37), donde informa de su primera estancia en el manicomio. De la segunda tenemos el testimonio de Alberto Escudero Ortuño en Por los caminos de Hipócrates.

Es curiosa y poco amiga de la sintaxis, la dedicatoria:

A MI AMIGO SANTOS SÁNCHEZ, que me ha dicho que todo favor que no esté forjado en el sacrificio, es una conveniencia y que los que creo que me protegen en relación con la canalla que no ayuda, no hacen nada por mí, están sólo en lo normal; don Santos Sánchez que ha dado palabra de dejarse cortar un brazo si yo no triunfo. 

También, una de las cartas de Vidal y Planas –ya cumpliendo su condena por el asesinato de Luis Antón del Olmet- que, tras el prólogo de Francisco Cermeño, van al frente de la edición:

Le voy a pedir un favor con el alma. Tenga V. para mi humilde nombre y para mi feliz desgracia (feliz porque me lleva al cielo), un poco de consideración y haga V. con mis cartas lo que V. quiera pero ¡¡por Dios!! No las pegue usted en las esquinas ni aluda a ellas en carteles públicos. Cometería usted un pecado horroroso de ingratitud contra mi cordialidad (…) Si V. cree que mi admiración modesta puede favorecerle y que mi firma insignificante puede aumentar la venta de sus libros, siquiera en un solo ejemplar, publique mis cartas al frente de sus obras; pero no escriba V. mi nombre en las esquinas.

Como todo Buscarini, la obra es demencial y tiene el interés de lo grotesco, de lo gratuito, de lo extemporáneo. Comienza con diversos cuadros dedicados a sus tratos con lo contemporáneos, escritos con tanta sinceridad como inocencia o desfachatez, así consigna las palabras que  redactor-jefe de  La Libertad Antonio de Lezama le transmite: “No me asedie usted, Buscarini. Usted va a ser la causa de mi suicidio”. Y él: “Don Antonio no podrá olvidar nunca que yo fui el mayor entusiasta en la representación de su primera obra cuando se estrenó en la Princesa”.

Con todo, las memorias del desdichado aspirante a artista nos presentan otro de los espectros de la bohemia, el que tiene que ver con sus elementos más cercanos a la marginalidad, al desbarre, a la locura, extremos que siempre estuvieron en el campo de intereses del Modernismo.

Aunque exceda del periodo que nos hemos marcado, incluso del género, ya que se trata de diarios citaré dos relevantes textos para completar el panorama de la bohemia esbozado por sus propios cofrades. El pugnaz escritor venezolano Rufino Blanco-Fombona es autor de un muy poco leído, Diario de mi vida  (1904-1905), con observaciones y noticias sobre una buena porción de escritores españoles[8]. Hombre adinerado, él no ofició de bohemio pero conoció a muchos de ellos y compartió sus horas. Como otros de los iberoamericanos antes aludidos, Blanco-Fombona destaca la cerrazón mental, fanatismo religioso y autosatisfecha ignorancia de muchos españoles. Hay varios episodios directamente relacionados con la bohemia: un redactor de El Radical va a visitarle mientras está cenando. En cinco minutos le hace una interviú e inmediatamente le pide tres duros. El venezolano que tenía un carácter de mil demonios e iba sobrado de agresividad, lo echa con cajas destempladas. Dicenta lo lleva al teatro y, luego “a sitios donde ni siquiera quiero acordarme”. Otorga a Pedro Luis de Gálvez el título de “Gran Condestable de la bohemia de Madrid” y se refiere a un “reciente y magnífico soneto” que le dedicó. Por otra parte, siendo inminente la caída de Madrid, el escritor ultramarino se lo quiso llevar a Sudamérica. Gálvez no aceptó porque, con la conciencia limpia, no creía correr peligro alguno.

Las memorias que Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) tituló Automoribundia son de fecha tardía (1948) y no se editarían en España hasta 1974[9]. En su prólogo Ramón hace una afirmación categórica que  viene a proclamar que ya no es el Ramón del juego y la paradoja sino un escritor maduro y un punto desengañado, que a menudo busca la trascendencia: “…este libro es un retrato completo, es la historia de un viviente y de una pequeña época, reflejadas con toda la veracidad posible”. Y él mismo asegura poco después que hay autobiografía en muchos libros suyos que, además, enumera.

El grueso volumen de más de 800 páginas es una maravilla repleta de páginas antológicas como “La noche toledana” o su llegada a Madrid en un coche detrás del que corre un golfo para subirle a casa las maletas. Pese al estrecho contacto de Ramón con la bohemia, con la que comulgaba, al menos en la excentricidad, las noticias que hay sobre ella en Automoribundia son episódicas. El escritor madrileño fue un testigo constante, que a menudo retrató a sus integrantes y, desde el punto de vista de la rebelión literaria, resulta más bohemio que nadie. De cualquier modo, un tipo que en una conferencia en el Ateneo de Bilbao imita a las gallinas y se come una vela podía ser adoptado por cualquier cofradía marginal

Por cierto, encontramos en ellas al Eugenio Noel principiante a cuyo sótano acuden Ramón y los asistentes al primer banquete que se celebra en su honor, con motivo de la publicación de su segundo libro, Morbideces. Allí es donde Noel confiesa “Ya ven ustedes si seré pobre, que bebo y desbebo en este único vaso”.

Eugenio Noel (1885-1936) llevó siempre a mano su diario. Una selección del mismo fue publicada  por Taurus en dos tomos editados en 1961 y 1968 con el título de Diario íntimo[10]. La poco explícita edición se debe a José García Mercadal. Noel llevaba siempre consigo el borrador de esta obra que llamó La novela de la vida de un hombre y que él pensaba que iba a ser la obra de su vida. Cuartillas escritas con letra menuda y llenas de fotografías y recortes, donde está el germen de sus obras y muchos materiales que luego utilizó en sus libros de crónicas que con tanta razón podríamos llamar carpetovetónicas.

Aparte de las numerosísimas noticias sobre casos y cosas de su tiempo, es pasmoso ver la progresiva inmersión en la miseria de alguien que, por otra parte, era tan conocido y ganaba bastante dinero con sus conferencias que, inevitablemente, se gastaba en cervezas y, sobre todo, en lotería. La parte del diario que nos ha sido dada a conocer termina en 1924, cuando Noel en América hace cuentas del dinero que ha ganado en el año: unas 50.000 pesetas, de las que ha mandado a su mujer 10.000, el resto ha sido gasto. Ha dado 38 conferencias, lo que hace un número total de 706, cuando sólo tiene 39 años, pero, en su tono, es un viejo prematuro. El viaje a América le ha proporcionado gran popularidad pero su bolsillo sigue exhausto. Concluye así:

Consumiéndome en la inacción bebo, recorro estos sitios o pienso en ayudarme con algo en esto de las conferencias, cuya mayor parte de entradas son para los teatros y empresarios. He perdido definitivamente las 200 libras del Gobierno peruano. La última noche de este año en que puse tantas ilusiones, convido a amigos a champagne, y a las doce, en la cantina española llamada “Pullmann” comemos las doce uvas y levanto mi copa entre el ruido de las músicas y voceríos de la plaza, por lo único que amo, Amada y el nene, a los que creí salvar este año con lo de la Universidad de Guatemala, lo del Ideario de Bogotá y lo del Perú, tres cosas ya muertas… Y esta noche caigo un poco enfermo.

Como es notorio, las últimas memorias publicadas de un bohemio o contemporáneo de esta cofradía han sido las de Cansinos-Asséns, en los tres libros que se titularon La novela de un literato (1982-1995) y su amplificación en Bohemia (2002), seguramente las obras que mayor información acerca de este mundo y que son suficientemente conocidas[11].

Podríamos traer a colación otros textos memorialísticos de contemporáneos de la bohemia pero que sólo la tocan de forma circunstancial. Otra cosa son las abundantes novelas que se refieren a ese mundo, entre cuyos autores destaca Carrère por la frecuencia de sus alusiones, o los libros que tienen el propósito de retratar a sus componentes con pretensiones de crónica o erudición. Aquí sólo se ha intentado mostrar un panorama de cómo quienes estuvieron entroncados con el mundo bohemio lo integraron en la memoria de su peripecia personal.

                                                       


NOTAS

[1] El primer número apareció el 6 de noviembre de 1898 y Zamacois conservó su puesto de director hasta el número 168 (principios de 1902) en que fue sustituido por Félix Limendoux aunque el prolífico novelista continuara como redactor.

[2] El subtítulo “Fragmentos” parece abonar la posibilidad de que el autor tuviera en mente o en cartera una autobiografía más extensa.

[3] Rafael Delorme Salto (1867-1897), del que han trascendido muy pocas noticias, fue uno de los más característicos  ejemplos de bohemio puro, de altos sentimientos y ocupado en los ideales de la Fraternidad Universal aunque también resultara un implacable polemista y uno de los ejemplos de mayor pobreza y desaseo. Muy amigo de Manuel Paso, Limendoux y Dicenta, y de ideas muy radicales, fue redactor del diario republicano La Justicia y sus artículos llegaron en más de una ocasión a los tribunales. Publicó también en La Tribuna Escolar, Las Dominicales del Libre Pensamiento, El País, la Revista de España, Germinal… No cultivó la literatura de creación. Escribió un ensayo, Los aborígenes de América (1894) y el folleto, Cuba y el problema colonial de España (1895). Ingresado en el Hospital de la Princesa, con el auxilio de sus compañeros de la redacción de El País, murió a resultas de una afección cardiaca, aunque la opinión común es que el hambre no fue ajeno a dicha enfermedad.

[4] En Sensaciones de París y Madrid (1900),  ya se incluían algunos episodios, luego reelaborados en estos volúmenes.

[5] La boda fue en Biarritz, con asistencia de famosos personajes: Galdós, el conde de Romanones, Benlliure, Machaquito… en septiembre de 1919; se separaron en agosto de 1922. (Barreiro, 1992: 70)

[6] Comenzó como poeta con Canciones juveniles (1901), género en el que publicó una decena de títulos. Como cuentista en las diversas colecciones de novela corta, sobrepasó el medio centenar, aparte de los que publicó en diarios y revistas. También editó 13 novelas y 6 obras de teatro.

[7] En su primer libro, Canciones juveniles (1901), ya dedica versos Antonio Palomero, Luis Morote, A. Larrrubiera, Claudio Frollo, José Martínez Ruiz…

[8] En 1933 publicó una continuación, Camino de imperfección. Diario de mi vida (1906-1913), de menor interés.

[9] En 1957 Ramón Gómez de la Serna editaría, Nuevas páginas de mi vida. Lo que no dije en Automoribundia, que apenas añaden nada sobre el asunto que nos ocupa.

[10] Diario inédito que se conserva en la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional.

[11] Se dice que el archivo del escritor conserva otros textos del mismo cariz, que, de momento, no han sido publicados.

   BIBLIOGRAFÍA

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– (2001), “La bohemia y sus contornos” Cruces de bohemia, Zaragoza, UnaLuna, 2001

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BARREIRO, Javier y Barbara MINESSO (2011), Edición e Introducción de Un hombre que se va… (Memorias) de Eduardo Zamacois, Sevilla, Renacimiento-Biblioteca del Exilio.

BARREIRO, Javier y Ada del MORAL, (2018), Edición e Introducción de Obra autobiográfica (Idos y muertos-Encarnación) de Joaquín Dicenta, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza-Instituto de Estudios Altoaragoneses-Instituto de Estudios Turolenses-Gobierno de Aragón.

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                                                           TEXTOS

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-Bonafoux, Luis, De mi vida y milagros, Madrid, Los Contemporáneos nº 26, 25-VI-1909

-Buscarini, Armando, Madrid, Jaime Giralda impresor, 1924.

-Cansinos-Assens, Rafael, La novela de un literato, 1, 2, 3, Madrid, Alianza Tres, 1982-1985-1995 / Edic. corregida y aumentada: Madrid, ARCA ediciones, 2022.

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Zamacois, Eduardo, De mi vida, Barcelona, Ramón Sopena, 1903.

(Publicado en Aragón Digital, de 5-6 de marzo de 2024)

Un joven Salvador Pániker (Primer testamento) resume su impresión después  de leer a Unamuno: “No me gusta este señor”. A mí me pasa lo mismo, aunque de mozo todavía lo soportaba. No tolero su autosuficiencia, su incapacidad para el humor, su estética de cuervo en un sepelio, su ética de seminario progre, su necesidad de creer en la vida ultraterrena para que Unamuno superviva, sus versos como adobas de barro y paja. Ya en 1910 le aconsejaba el gran Antonio de Valbuena en su libro Corrección fraterna:

“…vuelva a la cocina del presupuesto a comerse tranquilamente su nómina y deje en paz a la poesía, para la que su prosaica rudeza nativa le hace del todo refractario”. 

Quien lo captó como en una foto fija fue Sender, que tituló “Unamuno, sombra fingida” uno de sus espléndidos ensayos en Los noventayochos. Examen de ingenios.

Me gustan mucho varios de los libros de Baroja, pero nada la personalidad del autor, siempre denigrando –no sutilmente, como hacía Caballero Bonald- a sus colegas cercanos y competidores. No me gusta su alejamiento del amor y las mujeres, también, de otros placeres de la vida. Quien mejor lo ha captado fue Rodolfo Gil Bera, que bosqueja un retrato feroz del novelista en Baroja o el miedo. Palabra esta última que explica y resume a Don Pío: cobarde, obcecado, maldiciente, envidioso, escapista…

Ambos autores dan el tipo de un par de curas vascos, papel en el que se hubieran manejado mejor. Tampoco me gusta ni la literatura ni los libros de José Martínez Ruiz “Azorín”, que también se acerca físicamente a la imagen de un clérigo. En este caso, un jesuita. El famoso anarquismo de paraguas rojo en su juventud es una pataleta adolescente. Sus libros de esa época: Charivari, grosero y sin gracia, Bohemia, irrelevante. Al convertirse en estilista, es vacuo, premioso, impresionista  -sí- sin un átomo de gancho. Aunque nunca bebiera, dado su aspecto, sí me gusta el título de su obra de teatro, Brandy, mucho brandy y el que en sus años finales fuese todos los días al cine. Cuando alguien se lo contaba a Baroja o el Miedo, éste comentaba a sus visitas: “¡Con lo peligrosa que está ahora la calle!”. ¡En el Madrid de 1950!

Antonio Machado, se queda en la mitad: me gusta y no me gusta. Pero predomina lo positivo porque prefiero su obra a su persona. Y eso es lo importante para un lector.

Valle-Inclán me chifla. De hecho lo considero la cumbre de la literatura española del pasado siglo: Humor, desmán, distanciamiento crítico, pirotecnia verbal. Sus frases feroces, sus facecias. Siempre estuve dispuesto a perderme por la gracia verbal, por la ocurrencia, por la frase rotunda, mordaz y descalificatoria. La originalidad ibérica se corresponde con la del verbo valleinclanesco. Toda su fiereza, toda su retranca, todo su genio verbal para expresar cualquier cosa: el misterio, el crimen, el humor, el esoterismo, el viaje, la España interna incomprendida por la España eterna.

En el discutido canon del equipo noventayochista faltaría el sexto, Ramiro de Maeztu. Me resulta simpático porque lo fusilaron en la guerra por nada, como fue el caso de Lorca, en este caso, los del otro lado. Parece claro que ellos dos no se hubieran fusilado entre sí aunque pensaran diferente. Únicamente y gracias a Mainer, leí un libro suyo en la Facultad, Hacia otra España, que no me subyugó. De los Maeztu, elegiría a su hermano Gustavo, excelente pintor, que disfruta de un bello museo en Estella. No así otro hermano pintor, Ricardo Baroja, también excelente escritor, pero se quedó sin museo.

Durante 2023 no hubo apenas menciones a los 125 años cumplidos desde el desastre del 98 y todavía menos a la Generación que de dicho año tomó su nombre. Es cierto que el concepto de Generación, que Ortega divulgó en España tomando modelos alemanes, fue siempre discutido y hoy está casi en desuso, pero aprendimos la literatura española contemporánea con los sucesivos marbetes de Generación del 98, del 14, del 27, del 36, de los 50 y del 68. A partir de aquí, se empezó a prescindir de tal clasificación y los nombres fueron cambiantes. 

Con lecturas del 98 se formaron nuestros padres, más que nuestros abuelos, ya que el franquismo, apenas censuró sus creaciones. Sin duda, su punto de vista fue diferente al mío y, respecto a los estudiantes de hoy, presumo que no hay punto de vista. La literatura ha pasado a ser un ajuar que se guarda en el fondo de un armario que nunca se abre. Sin embargo, hay un furor por escribir libros sin pasar por la “tortura” de haber leído e interpretado otros. Como alguien que quisiera «diseñar» el traje nupcial de la princesa de Trapisonda sin haber aprendido Corte y Confección.

El único refugio y comentario para quienes quieren convertirse por su cara bonita en Espronceda o Galdós es recurrir a la evidencia: “Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible” o a la sabiduría popular: “Es su destino: El que nace lechón muere tocino”. 


 
El 20 de febrero pasado hubiera cumplido 75 años Philip West, el excelente pintor surrealista nacido en York (Inglaterra) que, procedente de Venezuela, aterrizó en Zaragoza en 1974. Más concretamente, alunizó en Bohemio 2, el local del Camino de las Torres -vivía muy cerca-, guarida que fue de intelectuales, modernos, artistas y pelmas, pero también de gente tirando a carcelaria. Era un buen sitio para beber y aparentar que uno era de vanguardia, cosas que le iban bien a este británico de libro: alto, delgado, pelirrojo, tímido, siempre con una larga gabardina negra de cuero, sombrero y una cerveza (o una en cada mano) y un pésimo español. Gustaba del ocultismo, los pájaros, el erotismo duro, el misticismo oriental, los viajes, Bob Dylan y Octavio Paz pero, sobre todo, del arte a cuya Internacional Surrealista perteneció. De momento, no tengo tiempo de escribir sobre él como el amigo merece, pero quería recordarlo en su aniversario, con lo que copio el texto cómplice que me solicitó para una de sus exposiciones “Ángeles y otros bichos” y me conmino a hacerlo con mayor detenimiento antes de su próximo aniversario.

  A disyuntivas como éstas podría reducirse el misterio del arte y también no. Por el también no se inventan palabras, sistemas o facciones como la surrealista en la que Philip West se apunta y le apuntan. Pero también no. O no sólo no.

  Están bien esos sistemas: ayudan al no iniciado, facilitan la conversación y, evidentemente, pueden ser didácticos. Sin embargo, no arreglamos mucho haciéndonos los interesantes para concluir que en vez de Generación del 27 hay que decir Generación de la amistad o en vez de surrealismo, superrealismo. Para unos será más denotativo Philip y para otros West. Pero no está mal inventado todo esto.

  Sólo que nada es suficiente. Y este artista lo sabe y lucha con la certeza de la derrota. Pero con ninguna más. Intentar expresar el misterio tiende a lo masivo. Dar misterio es cuestión de inteligencia y de capacidad técnica.

  Hay temas obsesivos o recurrentes que se relevan por temporadas en nuestro transcurso.  En los últimos tiempos percibo de nuevo lo que supieron algunos desde siempre. En toda actividad humana inteligente aparece la contradictio oppositorum, el intento de unidad a través de la conjugación de sus extremos. Vemos también aquí, en los trabajos de Philip West, la desmesurada imaginación controlada por planos y compartimentos. La frialdad que trata de contener una irrefrenable pasión. La tecnología frente a los arquetipos elementales. Lo excremental urgido por un impulso ascensional. La Arcadia junto al Infierno. Las referencias hipercultas inscritas en un contexto primordial y salvaje. El sexo animal atravesado por los refinamientos más perversos. Las versiones son múltiples. El motivo, uno. El de esa pera cuya semilla encierra una calavera. Vita est mors. El ciclo de la naturaleza, la integración de contrarios. Lo de siempre.

  Ahora entraríamos en el cogollo de la efectividad. Y a mí estas pinturas me afectan. Puedo tratar de explicar su maestría, ya hablé de técnica y de inteligencia y hasta podría intentar lo de la sensibilidad. Sé que me afectan y es suficiente. Sé que han llegado a centros que prefiero muchas veces no tocar. Sé que siempre que las he mirado lentamente he de utilizar la ironía para no perderme.

  También hablé de misterio. Probablemente, todos los grandes misterios son fáciles de explicar y difíciles de aprehender. No me parece que un análisis simbólico o iconológico de los cuadros y hasta de los textos de Philip West fuera mal ejercicio. Da oportunidades a cierta brillantez, todo encaja bastante cómodamente y uno puede moverse con soltura pasando del paraíso perdido a la serpiente, del laberinto al óculo solar o de la inquietante sombra de los demiurgos a la olvidable pelusilla que proyecta el impotente. Y no por explicarlos nos iban a dejar de afectar. Sólo que, al fin, tal hermeneusis no es lo que más nos interesa. Toda interpretación no depara sino más misterio.

  Interrogación, humor, exorcismo, fascinación por el umbral que separa el horror de la belleza, discurso mudo sobre un hombre o un mundo sin rostro que se fractura en otros tantos hombres deshabitados y otros tantos mundos inhabitables, la obra de West es un oxímoron constante que nos habla de la materia mística de que estamos hechos que se nos deshace a cada paso y que sólo la imaginación, precariamente, recompone. 

  La verdad es que este bar cierra tan pronto que es mejor no acudir.

A Dionisio Sánchez, que dio vuelo

                                                                                  a esta denominación, recreándola     

                                                                                  para otros menesteres.     

(Publicado en la revista Crisis nº 24, diciembre 2023, pp. 40-42).

El gran Eduardini y su compañía de enanos

1947 fue el año en el que al gran Eduardini (Eduardo Gutiérrez Almela) se le ocurrió formar una compañía de enanitos –afectados de acondroplasia, se les llamaría hoy, aparte de minusválidos, incapacitados y otras lindezas- para, una vez iniciados en las artes circenses y humorísticas, recorrer España, Portugal y el sur de Francia con el espectáculo.

Eduardini, nacido (1902) en la madrileña calle del Salitre, fue un hombre de circo en toda la extensión de la palabra, aunque procediera de una familia de tratantes de caballos. Cuando se trasladaron desde Lavapiés al barrio de Tetuán, Eduardo pudo tomar contacto con las troupes de gentes de circo que pululaban y entrenaban tradicionalmente en la zona norte de Madrid. Atraído, tanto por el ambiente, como por el espíritu y el nomadismo de las gentes de la carpa, Eduardo Gutiérrez Almela se unió a ellos.

Payaso augusto, experto en juegos malabares y forzudo, Eduardini fue, sobre todo, bromista inveterado –Marquerie, en Personas y personajes,cuenta magníficas anécdotas a propósito de las bromas gastadas al empresario Carcellé- y gran amigo de tabernas. Su refugio más habitual, en las cercanías del Circo Price, era la taberna de Madrueño en el número 42 de la calle Hortaleza, que visitó Ramón Gómez de la Serna y dio en calificar a Eduardini y sus concurrentes como “tozudos de la hilaridad”. Pese a su  vida bohemia, su desgaste físico y su buena disposición para trasegar, aún vería la muerte del Caudillo Franco, hasta transitar en 1982, cuando ya había cumplido los ochenta.

Los enanitos de Eduardini no siempre fueron siete, como en el cuento, sino que su número se fue alterando. Por ejemplo, en un programa del Circo Price de principios de los años cincuenta, aparecen diez de todas las procedencias: desde un mejicano de Puebla de 1,06 metros y 34 kilos hasta un bonaerense de 1,15 y 41 kilos. Pero el más pequeño de todos, un tal J. Serrano Navarro, era natural del zaragozano pueblo de Velilla de Jiloca, donde había nacido el 16 de agosto de 1925. El mocico medía un metro a secas y pesaba 32 kilos. Seguro que en su pueblo, todavía queda alguna memoria de este artista.

Como es sabido Zaragoza y algún otro municipio, adicto a cogérsela con papel de fumar, prohibieron ya hace lustros estos espectáculos y prohibirán todo lo que puedan, pues esa es la condición y naturaleza de estos que aprendieron progresía en el catecismo. Ya en los años cincuenta, cuando un periodista holandés preguntaba a los enanos si no estarían mejor en un trabajo normal ellos protestaban así:

-Nosotros somos artistas, señor… Y nos enorgullece actuar en una pista.

Cuenta Marquerie que los enanos determinaron coger, por su cuenta y por cuenta del vino, al holandés, que “acabó totalmente embriagado”, mientras los liliputienses le hacían objeto de sus chanzas y burlas.

  Hace poco decía uno de estos artistas a quienes se privaba de su derecho al trabajo:

  -¿Dónde voy yo ahora? ¿En que curro me van a aceptar? ¿De chófer? ¿De albañil…? No, no doy la talla.

Aquellos censores no han decaído y estuvieron a punto también de prohibir los hombres-anuncio y los herederos de El Bombero Torero, que fue quien continuó el invento de Eduardini de llevar a los ruedos a los enanos enredando con un astado, malviven casi escondiéndose por plazas de tercera, en espera de tiempos mejores, que no vendrán, pues cada día que pasa es más certero aquello que clamaba a los vientos aquel paradigma de la sensatez que fue Jorge Manrique:

No se engañe nadie, no,

pensando que ha de durar

lo que espera,

más que duró lo que vio

porque todo ha de pasar,

por tal manera.

El Bombero Torero

El continuador de Eduardini, con estas briosas y minúsculas troupes, fue el cántabro Pablo Celis, que, en realidad, había comenzado a hacer toreo bufo años antes, pero la introducción de enanos en sus espectáculos se produjo tras el ejemplo de Eduardini.

Celis era tramoyista del madrileño teatro Novedades. Cuando éste se incendió en 1928, con un balance de 80 muertos y más de 200 heridos, comenzó su carrera taurino-bufa imitando a Charlot pero pronto –seguro que pensando en el inútil bombero del teatro Novedades- creó el personaje de El Bombero Torero, que le dio fama. Ya se dijo cómo, animado por el éxito de Eduardini, en 1953 incorporó a los enanitos que debutaron en Orán, pero el espectáculo llegó hasta el Líbano y aun hasta la China maoísta, donde actuaron en ¡quince ocasiones!

Cuando murió Pablo Celis, heredaron el espectáculo sus hijos. El después famoso cómico Arévalo y toreros como Antoñete, Manzanares o El Niño de la Capea comenzaron con ellos su carrera. En un momento dado, Celis, ante la proliferación de elencos de tal condición en lo que para ellos fueron los buenos tiempos, dio en autoexpedirse certificado de origen y hacerse llamar “El auténtico Bombero Torero”. En los últimos lustros han actuado poco a pesar de que, contrariamente a otros festejos, los becerros no eran maltratados –se les picaba con una escoba- y volvían indemnes a los corrales. Sin embargo, los bien pensantes los tenían enfilados y parecía probable que no aguantaran mucho.

Y, por si fueran pocos los timbres de gloria de las troupes toreras liliputienses, un par de timbrazos más de muestra: Ingmar Bergman los utilizó en alguna magistral secuencia de El silencio (1963) y el colombiano Fernando Botero se inspiró en ellos para varias de sus esculturas. Porque de enanos no toreros está lleno el cine del siglo XX.

Orígenes: El Empastre

De todos modos, el inicio de todas estas andanzas de bufos taurinos se debe al trío formado por Charlot, Llapisera y su botones Colomer, oriundos de Catarroja (Valencia) que, al menos desde 1914, recorrió las plazas españolas con sus espectáculos cómico-musicales. El empresario Eduardo Pagés  los vio actuar en plazas de pueblo y decidió promocionarlos, lo que logró, y durante muchos años parece que desarrollaron un espectáculo hilarante por los cosos y, también a veces, por los teatros españoles, bajo el marbete de “El Empastre”, en el que, además de la parte taurina, tenía un gran protagonismo la banda, lo que delataba el origen valenciano de la formación. El que oficiaba de imitador de Charlot y estoqueaba a los toros era Carmelo Tusquellas (1895-1973). La denominación de “charlotada” proviene, precisamente, de este espectáculo. El valenciano “Llapisera”, vestido de frac y chistera, tenía el principal papel en el trato con el toro y era, además, el apoderado del espectáculo. Se trataba de Rafael Dutrús Zamora (1892-1960). El susodicho botones, que, simplemente, oficiaba de tal se apellidaba Colomer.

Se considera a Llapisera el inventor del toreo bufo y, en cuanto a lances, fue creador tanto de la chicuelina y la manoletina como del salto de la rana y el propio Cossío habla de su influencia en el toreo serio. Debutaron en el madrileño Circo Price el 3 de marzo de 1927.

A esta formación valenciana enseguida le salió en 1930 una competidora aragonesa, “El Emplas-Tres” o “El Emplas-3” -de las dos formas se les denominaba- que, si nunca pudo competir como banda, según las crónicas, eran mejores en la parte cómica. Su director fue Calero, que había toreado con el nombre de Calerito. 

Epílogo

Esto escribía yo hace algún tiempo y, en fin, la historia daría de sí mucho más pero, tras décadas de amenazas, los enanitos quedaron definitivamente sin trabajo en abril de 2023, tras publicarse en el BOE la prohibición de este tipo de espectáculos. No obstante, la veterana agrupación “Popeye, torero y sus enanitos marineros” ha podido celebrar varias funciones en pueblos perdidos de Andalucía y Extremadura y aun el 24 de septiembre estaba programada su actuación en Las Ventas de Peña Aguilera (Toledo), que prohibió la Junta de Castilla-La Mancha.

Desde niño me horrorizó la tortura consuetudinaria de animales, la principal exhibición de la España Negra, mostrada como espectáculo, diversión y emblema de la nación para muchos. Por entonces TVE era la única cadena y andaba encendida todo el día en cualquier parte. En los pueblos era lo que llenaba los teleclubs durante las tardes de corrida. En mi casa, yo apagaba el aparato sin que nadie se quejase. Cuando casi no existían las asociaciones antitaurinas estuve afiliado a alguna y la cosa no dio más que para algunas pegatinas. Bienaventuradamente, hoy no faltan las almas que se horrorizan de que derramar sangre procure algún solaz, sea justificado con palabras, como arte, cultura o tradición, y sus protagonistas aparezcan en las páginas de la prensa que se autoproclama “progresista”, por no hablar de ese otro mal de nuestro tiempo que es la prensa rosa.

En cambio, una empresa y una causa como la de El Bombero Torero y sus enanitos será un atavismo, pero me atrae y conmueve, como las casas con parra sobre su puerta, el porrón y la bota, las caballerías comiendo en la calle agitando su cebadera y los ejemplares humanos que, al entrar en un lugar cerrado, dan los buenos días.

Ilustraciones

1-Cartel de El Bombero Torero

2- El gran Eduardo Gutiérrez Almela «Eduardini»

3-Manifestación ante el Congreso de Diputados (2023)

4-Cartel de «El Empastre»

5-Charlot, Llapisera y el botones Colomer.

6-Programa de una función en el Price de la Compañía de Eduardini con la biografía de sus enanos.

(Publicado en Aragón Digital, 2-3 de febrero de 2024)

El 23 de diciembre del año pasado cumplía cien años Victoria Morales Giménez que, dado su estado de salud, su lucidez mental y su viveza, lleva camino de superar el récord de longevidad del incomparable José Iranzo, “El Pastor de Andorra”, que alcanzó 101 años, un mes y dos días.

Nacida en Orés, vivió hasta los 16 años en el pueblo, donde su familia poseía una tienda y su padre, con su voz jotera y su guitarra, amenizaba las fiestas y lifaras habituales en el lugar cincovillense. Al acabar la guerra, visto el poco porvenir que ofrecía la situación, los padres decidieron encaminar a sus cuatro hijas hacia Zaragoza, donde vivía su abuela en una parcela del barrio de Jesús.

Victoria estudió en la Escuela Oficial de Jota y tuvo como profesores a  Ángel Mingote y Pascuala Perié, que guió su vocación y a la que siempre nombraba como responsable de su carrera por sus enseñanzas, paciencia y cariño. Las circunstancias y prejuicios de la época frustraron en cierta medida su progresión, ya que fue reclamada para participar en la película Orosia (1944) de Florián Rey, y también para grabar un disco en Barcelona. Ningún familiar podía acompañarla y la mojigatería de la época la obligó a  tener que renunciar a la ocasión. Sin embargo, Victoria obtuvo el segundo premio en el Certamen Oficial de 1946 y al año siguiente consiguió el primero entonando la copla «Una lancha cañonera”. El matrimonio y sus obligaciones familiares la forzaron a retirarse en 1952, aunque, como jurado de premios y promotora de actividades, no abandonó nunca el universo jotero, de modo que, tras casi tres cuartos de siglo sin cantar en público, el mundo jotero no la ha olvidado.

Victoria poseyó una hermosa voz de contralto, que fue comparada con la de Camila Gracia. Estuvo encuadrada en los grupos de Fernando Esteso, Jesús Gracia y María Pilar de las Heras y colaboró con muchos otros. Muy espontánea, simpática y querida, recibió un homenaje el 8 de diciembre de 2023 en la final del Certamen Oficial, junto a otras joteras nacidas hace cien años, Mercedes Cartiel y Piedad Gil (ya fallecidas) y la bailadora Tomasica Numancia, hija del gran cantador Joaquín Numancia.

NOGUÉS Y MILAGRO, Romualdo, Borja (Zaragoza), 07-02-1824 / Madrid, 05-03-1899
Género: Narrativa

Perteneciente a una familia infanzona, siguió los pasos de su padre e ingresó en el ejército en calidad de cadete de Infantería. Hizo una brillante carrera militar, en la que fue testigo de gran parte de las complejas vicisitudes históricas de su tiempo. Participó en las Guerras Carlistas, en las campañas de Marruecos y apostó por la Restauración borbónica, aunque pensaba y escribió que la llegada al trono de la dinastía borbónica tras la Guerra de Sucesión provocó gran parte de los desastres de la nación en los dos últimos siglos. Fue nombrado brigadier en 1887 y general de brigada poco después, pero su distanciado desencanto con la profesión que ejerció es patente en sus escritos. Cuñado de Braulio Foz, con el que había casado su hermana mayor, fue también tío del poeta y ateneísta Mariano Miguel de Val. Rasgo singular de su carácter fue una desmedida afición al coleccionismo. Ha sido considerado como uno de los más notables coleccionistas españoles del último cuarto del siglo XIX, sobre todo de monedas y antigüedades, materias sobre las que ayudó a escribir tratados y catálogos a reputados especialistas.

Su interés por la escritura se evidenció en 1845, cuando, destinado en Cataluña, creó El Rompe y Rasga, periódico activo durante dos años. Inició su trayectoria como escritor con Memorias de un coronel (1875-1878), texto que quedó sin editar, aunque se conserva el manuscrito. Sus dos primeras obras publicadas, y también la última, inciden en la línea del costumbrismo aragonés. Su mayor mérito, sin embargo, radica en su condición de pioneras en la recogida de material folclórico en Aragón, al tratarse de una antología de tradiciones y cuentos populares, sazonada con altas dosis de sano humor. A pesar de cierto convencionalismo y un evidente afán didáctico, su originalidad y buena prosa las convierten en una de las muestras más valiosas del género. En Ropavejeros, anticuarios y coleccionistas vuelca, aunque brevemente, sus conocimientos sobre el mundo de los devotos a atesorar objetos del pasado y, hasta su reedición, fue un libro muy buscado, lo mismo que el sorprendente Aventuras y desventuras de un soldado viejo natural de Borja, aparecido por capítulos en la prestigiosa revista La España Moderna (octubre 1895-mayo 1897) antes de salir en un único volumen, si bien con una tirada de muy escasos ejemplares. Otro manuscrito de recuerdos, que tituló Últimas memorias, también sigue inédito. Es uno de los pocos escritores aragoneses de su tiempo cuya obra ha sido bien atendida, en especial en las monografías de Calvo Carilla y Blanca Blasco Nogués. Esta última, descendiente en línea directa del general, ha editado también su narrativa completa.

Romualdo Nogués fue uno de los escritores aragoneses más importantes del siglo XIX, poco conocido y menos leído, pese a los meritorios trabajos biográficos citados. Gran amante de su Borja natal, combativo, original, sincerísimo, aragonés hasta el exceso, poseyó un espíritu jocoso, un envidiable sentido del humor y una capacidad para la ironía que atenuaba sus accesos indignación por todo lo que había visto en su vida y por la historia española de su siglo de la que encontraba culpables tanto a sus compatriotas como a sus enemigos. Ninguno de sus libros (biográficos, folklóricos, históricos o en torno al coleccionismo) defrauda y son un venero de datos, folklore, anécdotas, chascarrillos y amenidades eruditas.


OBRAS

Cuentos, dichos, anécdotas y modismos aragoneses que da a la estampa un soldado viejo natural de Borja, Madrid, Imp. de A. Pérez Dubrull, 1881.

Cuentos para gente menuda, Madrid, Imp. de A. Pérez Dubrull, 1886. / Zaragoza, Tip. de A. Sabater e hijo, 1893. / Zaragoza, El Día, 1986. / Madrid, Escuela Española, 1987. / Huesca, La Val de Onsera, 1994. / Zaragoza, Mira, 2004.

Ropavejeros, anticuarios y coleccionistas, Madrid, Tip. de la Infantería de Marina, 1890. / (ed. facsímil) Madrid, Vivar, 1990.

Aventuras y desventuras de un soldado viejo natural de Borja, Madrid, La España Moderna, 1897.

Cuentos, tipos y modismos de Aragón, Madrid, Fernando Fe, 1898.

Memorias y reflexiones de un general erudito, Pamplona, Analecta, 2013.

Cuentos completos, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2017.


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(Publicado en Diccionario de Autores Aragoneses Contemporáneos 1885-2005, Zaragoza, Diputación Provincial, 2010, pp. 809-811). Con adiciones.

  Publicado en Aragón Digital, 2-3 de enero de 2024 (con adiciones)   

       

                                           Paises que usan bidé

Cada vez resulta más frecuente tropezarse con hoteles que han eliminado el bidé de su cuarto de baño, incluso bastantes que ostentan sus cuatro estrellas. Muchos han suprimido también la bañera, sustituyéndola por esa incómoda jaula de cristal en la que resulta difícil moverse, colocar y localizar los útiles de baño y realizar actos tan entrañables como compartir la inmersión con otra persona, tomarse una copa, leer un libro o acometer cualquiera de las múltiples actividades que pueden realizarse medio sumergido en el líquido amniótico del baño sosegado.¿Quién no recuerda a Kirk Douglas, Burt Lancaster, John Wayne o Clint Eastwood, después de sus épicas cabalgadas, repantingados en cuba de madera o bañera de patas, fumando un puro, servidos por una guapa mejicana que les renueva el agua caliente?

Volviendo al bidé, poco habitual en ciertos países pero que en España se había extendido a todas las clases sociales, me pregunto si la loable labor de higienizarse tras cualquier evacuación, puede realizarse sin harta incomodidad, no teniendo a mano tan loable artefacto.

Países mediterráneos, japoneses, indonesios y rioplatenses lo consideran desde hace muchas décadas imprescindible en sus cuartos de baño. Incluso un escritor argentino, Hernán Casciari, cuyos libros se han hecho justamente populares, se lamentaba al poco de su llegada a Barcelona de la escasez de bidés en la ciudad, y que éstos careciesen del chorro vertical de agua caliente, habitual en el Río de la Plata que, con movimientos de cadera circulares por parte del usuario, apunta al lugar indicado y favorece la operación. Eso cuenta en el primer capítulo de su libro España, decí alpiste (2008), que lleva el elegante título “Cagar leyendo, un placer rioplatense”. Sin embargo, Hernán nos dice que ha encontrado alivio a su problema colándose en el aseo femenino de un bar de la Travesera de Gracia –cuyo nombre cita- que dispone de chorro invertido en el “caballito”, que sería la traducción española del francés “bidet”.

Casciari debería pasarse por Zamora, cuyas ordenanzas municipales prescriben:

«Toda vivienda unifamiliar tendrá una superficie útil de 20 metros cuadrados con el siguiente programa mínimo: (…) cuarto de baño completo, compuesto por lavabo, inodoro, bidé y ducha». Zamora con su románico, su vino de Toro, sus mantas contra las que palidece el calor eléctrico y deagradable del edredón y su chorizo picante, siempre en vanguardia de la sensatez y el decoro.

Se dice que Napoleón, ahora de moda por mor de la película de Ridley Scott, lo empleaba para aliviar su entrepierna después de las cabalgadas y que legó a su hijo su bidé rojo, lo que aumentó su popularidad entre la nobleza. En cambio, es bien conocido que prevenía a su Josefina de que no se asease en las jornadas previas a su visita. Otro apasionado de los malos olores, como James Joyce, tan ávido de las ventosidades de su Nora.

En fin, gente rara y, a mi parecer, equivocada, ya que estas líneas quieren ser un canto al bidé y un llamamiento para que hoteles, hostales, pensiones, albergues, residencias, apartamentos turísticos, baños públicos, restaurantes y casas rehabilitadas o de nueva construcción dispongan del mismo, en beneficio de la higiene y de la cultura. Dos abstracciones que hacen la vida mejor.

Publicado en Barataria nº 42, diciembre 2023.

              

El pasodoble del maestro Padilla ha constituido, con mucha distancia sobre el resto, la composición musical que más ha contribuido a la difusión del nombre del país valenciano. No deja de ser curioso que la región con mayor número de músicos por metro cuadrado de España y que brinda mayor culto al arte de Euterpe tenga un himno compuesto por un almeriense.

La popularísima composición pertenece a La bien amada, una zarzuela en dos actos que se estrenó en el barcelonés teatro Tívoli, el 15 de octubre de 1924. La obra no entusiasmó aunque las expectativas eran muchas, dada la categoría del compositor, que también dirigió la orquesta, y de los intérpretes. El público acudió al teatro pero sólo durante los primeros días. La Vanguardia despachó la pieza con una gacetilla de dos breves párrafos en la que destacaba el dúo, cantado por dos figuras como Emilio Vendrell y Cora Raga, el fox-trot y el himno a Valencia interpretado en la obra por un coro de pescadores. La obra permaneció pocas semanas en cartel y, tras una breve gira por provincias, se llevó a Madrid para ser estrenada en el Teatro de la Zarzuela (17 III-1925), con Manuel Murcia y Matilde Rossy, como principales intérpretes. Pasó aún con más pena que en Barcelona y las seis breves críticas que he reunido de los diarios más populares apenas salvan algunos de los números.

                    Maestro José Padilla

El autor del texto, José Andrés de Prada (1895-1968) ya había colaborado con Padilla en la zarzuela Sol de Sevilla, estrenada siete meses antes que La bien amada y en el mismo teatro. Su ámbito de acción fue, preferentemente, Barcelona, donde estrenó comedias y, sobre todo, revistas. Compuso canciones para Mercedes Serós, Carmen de Lirio, Pepe Blanco o Mary Santpere y en 1941 escribió un libreto para una Raquel Meller ya otoñal. El número de obras para el teatro musical que escribió supera ampliamente la cincuentena.

Volviendo al pasodoble que se convertiría en el himno que promocionaría mundialmente a Valencia, se ha asegurado que la estrenó la zaragozana Mercedes Serós (1900-1970) y que fue Mistinguette, quien, al incorporarla a su repertorio, le dio trascendencia internacional. Como hemos visto, no fue exactamente así. La estrenó un coro y el primero en grabarla fue Emilio Vendrell (discos Odeón, marzo 1925). Sin embargo, las realmente responsables de su trascendencia fueron Mercedes Serós y Mistinguette. La cupletista aragonesa y principal rival de Raquel Meller se dirigió al maestro Padilla pidiéndole una música para su presentación en París. Para ahorrarse esfuerzos, el compositor escribió a José Andrés de Prada solicitándole una nueva letra sobre el pasodoble de La bien amada. Su telegrama rezaba:

                     Mercedes Serós

“Espero urgente nueva letra coro de marineros ’Bien amada’”. Mercedes Serós. Exaltación valenciana. Título: ‘Valencia’”.  

Prada así lo hizo y Mercedes la cantó en París junto a otro título de Padilla, “Corpus Christi”. Con tanta fortuna que el himno-pasodoble fue adoptado y llevado al éxito internacional por La Mistinguette. Al volver a España, Mercedes Serós se apresuró a grabar las dos creaciones de Padilla.  En seguida, “Valencia” sería llevada al disco por figuras como Raquel Meller, Carlos Gardel, Tito Schippa, Ofelia de Aragón y muchos otros. En agosto de 1925, según el corresponsal  del diario La Libertad  en Nueva York, “se oye por todas partes”.  Al poco tiempo sabemos que se programaba por la naciente radiodifusión, entonces llamada radiotelefonía. Así, el 6 de septiembre de 1925, el conjunto The Castillian la interpreta en Radio Madrid, donde se la denomina “marcha”. Con cierto fundamento, lo de los estilos musicales nunca ha estado demasiado claro.

Parece extraño que la mejor intérprete de la canción española del siglo, Conchita Piquer,  de regreso en España tras sus años neoyorkinos, no grabara “Valencia”. La explicación la tenemos en una carta de la artista al valenciano diario Pueblo (10-5-1927), en la que a sus 21 años ya mostraba el justo orgullo y arrogancia que siempre la caracterizaron:

Se dice allí (diario El Mercantil) que, de no venir la Mistinguette a cantar el ya famosísimo cuplé llamado ‘Valencia’ en la fiesta del día 19, podía cantarlo yo. (…). En los dos últimos viajes que he hecho a París, he oído esa “tarantela napolitana” (…) que cantaba La Mistinguette en el Moulin Rouge con éxito clamoroso. La música de ese numerito, tan breve y tan frívolo,es muy agradable, esto no se puede negar. De venir La Mistinguette, el número no puede ser más digno de ella, pero de tener que sustituirla yo, me sería imposible cantar esa música tan lejana de nuestra querida Valencia y tan impropia de dedicarla a un acto solemne en estas fiestas. (…) Lo que yo no puedo hacer es cantar en una fiesta valenciana una cancioncilla que no tiene nada que ver con nuestra patria chica. 

Así las gastó siempre la Piquer, pero tengamos claro que el famoso cantable -pasodoble, himno, canción o tarantela- lo compuso Padilla para una zarzuela, se reformó para ser cantado por Mercedes Serós, lo hizo éxito mundial la Mistinguette y después, lo grabaron desde Raquel Meller o Gardel a Alfredo Kraus, pasando por Lilián de Celis, Luis Mariano, Sara Montiel, Bernabé Martí y tantos más. Por algo sería.

La figura humana de Ernest Hemingway (1899-1961) ha devenido en caricatura. Hasta se celebra anualmente un concurso al que se presentan los fulanos que más se parecen físicamente al novelista de Illinois y en los sanfermines aparecen majaderos con su careta. No importan sus tan imitados y rotundos cuentos, da igual que inventara alguna de la mejor literatura de su siglo. Hemingway es alguien que cazaba, bebía, iba con toreros y mujeres, se emborrachaba en Pamplona, daba publicidad a La Bodeguita de Enmedio, salía en el Life

En su caso a nadie habrá que demostrar su adscripción a la cofradía de la uva. Va una de sus múltiples declaraciones de principios, referida al periodista Gregory Clark: «(…) nunca le he visto borracho… A mí me gusta que un hombre esté borracho. Mientras no está borracho un hombre no existe verdaderamente. A mí me encanta emborracharme. Desde el principio es una sensación extraordinaria».

Hemingway, como tantos mitos del arte y de la creación, sembró la desolación entre sus cercanos. Nombraremos sólo a uno de ellos, Gregory, el más pequeño de sus tres hijos, del que el autor de París era una fiesta dijo que poseía «el lado más oscuro de la familia a excepción del mío». Fallecido en el año 2001 en una prisión del condado de Miami-Dade, el famoso Cayo Vizcaíno, Gregory se vestía de mujer, usaba el nombre de Gloria y, en una ocasión en que caminaba desnudo por el bulevar de Crandon, fue detenido y acusado de «exposición indecente». Ernest le culpó de haber contribuido a la muerte de su madre, Pauline. Se trataba de un bebedor incapaz de conservar un trabajo y tuvo una niñez más que problemática. No era de extrañar si sabemos que el novelista decidió bautizar al primero de sus hijos con el nombre de Nicanor Villalta, en homenaje al famoso y dicharachero torero de Cretas (Teruel), que salía en la tele de Franco, con su dentadura postiza, y que luego utilizó Summers en Juguetes rotos. Finalmente, se impuso la misericordia y se le sacó de pila con el nombre de John Hadley Nicanor Hemingway, que luego se convirtió en «Bumby». De cualquier modo, aquel a quien tanto le gustaba que le llamaran «Papá» poseía una facilidad inconsciente para revolverse contra quienes le querían, en un triple cóctel de egoísmo, rencor y crueldad.

Él tampoco había tenido suerte con sus padres, ella, dominante y él, inseguro. El progenitor, con el fin de que se curtiese, le inició en el deporte y en la vida al aire libre pero también le hizo presenciar alguna de sus intervenciones quirúrgicas, como aquella en que practicó la cesárea en vivo a una india, cuyos gritos y sufrimientos terribles indujeron a su marido a degollarse. Los tempranos afanes de independencia por parte de Ernest tenían, pues, sólidas motivaciones.

                Entrevistado por Marino Gómez Santos

Sabido es que Ernest no engañó a nadie y que sus fanfarronadas le sirvieron para salir mucho en la prensa pero no para que le tomaran en serio, incluso sus alardes de virilidad ocasionaron que esta se pusiera en solfa, lo que han corroborado textos inéditos sacados a la luz tras su muerte. Así lo vio Ramón J. Sender, que lo trató y lo retrató en dos de sus libros, Nocturno de los 14 y Álbum de radiografías secretas. El también gran novelista Anthony Burgess, católico y bebedor como el norteamericano, le dedicó una biografía en la que lo retrata con perspicacia:

En Cayo Hueso su objetivo fue no aparecer como un gran escritor entre los marineros y pescadores, sino mostrarse como un misterioso y peligroso hombre del Norte, un gran traficante de alcohol o jefe de
distribuidores de droga (…) le entusiasmaba que le tomasen por cualquier cosa, excepto por un escritor
Este repudio de una gran vocación se encuentra frecuentemente entre artistas anglosajones, aunque es raro entre los franceses.

Pero en cualquier lugar pueden encontrarse testimonios sobre esta aparente falta de interés por la literatura y de su afición a la bebida, auxiliada por una capacidad física que le llevaba a tolerar bien los excesos y, por tanto, a que estos fuesen desmesurados. El director del hotel que habitó en Venecia a finales de los cuarenta afirmaba que tres botellas de Valpolicella para empezar la mañana no eran nada para él. Luego, mezclaba daiquiri con whisky, martini, tequila, aguardiente… La bebida (Papa’s special) con que se obsequiaba en la famosa Bodeguita de Enmedio contenía zumo de lima, zumo de uva y ciento diez mililitros de ron. En 1958 Milt Machlin contempló cómo se echaba al coleto quince Papa’s Special entre las diez de la mañana y las siete de la tarde y, luego, se marchaba a escribir. Hemingway le contó el secreto: beber de pie.

Hunter J. Thompson entrevistó a uno de sus vecinos de Ketchum (Idaho), el último de sus domicilios, y habla de una de sus borracheras que duró tres días:

Era un gran bebedor (…) Estaba él con dos cubanos: uno era un negro enorme (…) el otro un
hombrecito muy delicado, un neurocirujano de La Habana (…) Estaban borrachos de vino y
farfullaban en español como revolucionarios (…) Hemingway sacó el mantel (…) él y el otro grande
se turnaron mientras el médico hacía de toro…

Por entonces, rondando los sesenta, tenía muy serios problemas de salud, que lo habían abocado a la esterilidad creativa, a la paranoia y que, finalmente lo llevarían a la muerte, siempre cortejada con tanto empeño por el buen narrador de Illinois. Death in afternoon es el nombre de un cocktail, que, compuesto de absenta y champán, hace honor a su nombre («muerte en la tarde»), basado en el libro que, en 1932, Hemingway publicara sobre la metafísica tauricida.

Es abrumadora la cantidad de fotografías que se hizo Hemigway empuñando un rifle, incluso la última que se le podría haber tomado en vida hubiera sido con un rifle apuntándose en la frente, lo que incide en la imagen que quería proyectar. Víctima de sí mismo, como tantos, sus libros son un acicate que nos invita a conocerlo y comprenderlo.

Publicado en Alcohol y Literatura, Menoscuarto, 2017, pp. 150-152. Con algunas adiciones.

PILARÍN BUENO MEDINA (Pamplona, 16-7-1944 / Zaragoza, 18-12-2023)

Hija de padres sorianos, vino al mundo en Pamplona donde su progenitor, sargento de la Guardia Civil estaba destinado. La familia llegó a Zaragoza en 1960 para vivir en el cuartel del Arrabal. En seguida, Pilarín declaró su propósito de aprender la jota. Sus primeros pasos fueron con Angelita Zapata, que rápidamente vio sus aptitudes y la hizo debutar en el entonces famoso programa  “Plataforma de estrellas”, que se emitía como directo en Radio Juventud. Fue su primera actuación en público, aunque de niña había cantado por teléfono en los programas pamplonicas de Ondas Infantiles. Angelita la enfocó hacia José Esteso para que la formara. En mayo de 1960, éste vio que tenía “madera y de la buena” y le impartió las primeras clases para incorporarla rápidamente a su grupo en el que figuraba Pilar Abad, su mujer, también gran cantadora.

Rápido fue el reconocimiento de Pilar pues, fecién llegada a la jota, ganó el Premio Ordinario del Certamen Oficial de Jota, con 16 años y tres meses, en un año en el que se otorgó por votación pública. La diferencia con la segunda superó los doscientos votos. Y gran mérito el de Pepe Esteso al formar en cinco meses a una adolescente ganadora del Concurso jotero por antonomasia. Pilar siempre reconoció que debía todo a su primer gran maestro. El año anterior (1959) lo había ganado otra cantadora, que llevaba el nombre de María Pilar Bueno, lo que ha llevado a alguna confusión.

Ya consagrada, comenzaron sus giras con el grupo Alma de Aragón dirigido por Mariano Cebollero, aunque en solitario o con otros grupos, participó en numerosos festivales y homenajes. También formó en la agrupación oscense de Santa Cecilia, con la que consiguió el Primer premio Internacional de Coros y Danzas celebrado en Santander. Otros premios empezaron a llegar en cascada, entre ellos, el Extraordinario del Certamen (1964 y 1971). Muy importantes fueron el Pilar Gascón (1969), el Primer Concurso de Jota Navarras celebrado en su ciudad natal (1964) y el Primer Certamen convocado del Premio Demetrio Galán Bergua (1980). La Diputación Provincial de Zaragoza también le entregó la medalla de Santa Isabel.

En 2006 Pilarín decidió crear su propio grupo “Alma jotera” y, al cumplirse en 2010 su medio siglo como intérprete, sus compañeros le rindieron un gran homenaje en la sala Mozart, en el que participó gran parte del mundo jotero. Por entonces, lograría su mayor popularidad, al aparecer, como jurado y también como cantadora, en el programa de Aragón TV “Dándolo todo jota”. En 2015, César Rubio Belmonte, profesor y estudioso de la jota en el dinámico Centro Aragonés de Puerto Sagunto, dedicó una de sus sesiones de Mujeres de Jota a la artista.

En una entrevista con Picos Laguna, Pilar aseguró que, cuando ella empezó en la jota, “éramos una familia y todos nos llevábamos bien y ahora hay algunas cosillas, llamémosles envidias, y si pueden pisarte el cuello te lo pisan”. Tampoco estaba de acuerdo con algunas de las innovaciones: “La jota tiene una medición y hay que respetarla pero ahora no la miden y cantan como quieren”. Expresaba asimismo su preferencia por la jota en directo: ”…no hay que gritarla, hay que decirla; hay que transmitir, expresar con tu cara lo que estás diciendo, hay que llegar al público porque, si no, no sirve de nada: pones un CD y que lo oigan, porque hay que intentar que el público sienta lo mismo que tú”.

Pilarín Bueno registró numerosas grabaciones en solitario y con Carmelo Betoré, El Pastor de Andorra, Mariano Forns y Mariano Arregui. Su trabajo fundamental se recopila en el CD “50 años, 50 jotas”, publicado con motivo de su homenaje.

La jotera, de fuerte carácter y muy apreciada por discípulos y vecinos, vivió sus últimas décadas en la calle Pelegrín, junto a la plaza de la Magdalena, ya considerada una autoridad en el canto. En esencia, Pilarín Bueno fue una de las grandes voces femeninas de la jota entre 1960 y el nuevo siglo: sus facultades, dicción, profesionalidad y gusto dejaron huella en todos quienes disfrutaron de su canto.  

                                           

                             BIBLIOGRAFÍA

Demetrio Galán Bergua, El gran libro de la jota aragonesa, Zaragoza, 1966, pp. 913-915.

Conchita Miguel San Gil, Rostros aragoneses, 1ª parte, Zaragoza, 1998, pp. 56-57.

Picos Laguna, Entrevista:” Me hago gigante en un escenario”, Heraldo de Aragón, 2 octubre 2011.

César Rubio Belmonte, Mujeres de jota. Pilarín Bueno, Marzo 2015.