Martínez Viérgol y Carranza, Antonio María. Antonio M. Viérgol. Madrid, 8.XI.1872 − Buenos Aires (Argentina), 25.V.1935. Autor teatral y periodista.
Se inició en el periodismo en El Eco de Castilla y La Opinión de Valladolid, del que llegó a ser director. Como redactor de El Liberal, popularizó el seudónimo de El Sastre del Campillo, título de una obra de Francisco Santos. Fue cofundador de la Asociación de la Prensa de Madrid (1895). Antes de marchar a Buenos Aires, estrenó alrededor de cuarenta obras, entre comedias, zarzuelas y piezas del género chico, algunas de las cuales, como Las bribonas, Miss Full o la polémica y anticlerical Ruido de campanas, obtuvieron gran repercusión. Otras de sus obras fueron también transmisoras de sus ideas republicanas. Como autor de cuplés y canciones, firmó a veces con el seudónimo Monterilla.
Como otros autores teatrales españoles de esta época, al arrimo de la bonanza económica argentina, en 1915 se trasladó a Buenos Aires de forma definitiva, donde se le ofreció una función en su honor en el Teatro de Mayo y siguió produciendo abundantes obras teatrales, casi todas dentro del género del sainete porteño; una de las de más éxito fue Buenos Aires embataclanada. Escribió también numerosos cuplés y tangos como “Una más”, grabado por Raquel Meller, y tres que Gardel llevó al disco, “Porotita”, “¡Loca!” y el shimmy “Yo no puedo vivir sin amor”.
(Exceptuando algunos añadidos e ilustraciones, publiqué este texto en Diccionario biográfico español Vol. XXXIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2012, p. 597.)
OBRAS
Caza de almas, 1902; Ramitos de flores, 1902; La Matadora, 1903; La mariposa negra, 1903; La visión de Fray Martín, 1903; El nene, 1905; A las puertas de la dicha, 1905; Miss Full, 1905; Los contrahechos, 1906; Ruido de campanas, 1907; La cama de matrimonio y el cuartel de caballería, 1907; El tirano de Benicia, 1907; Las bribonas. Madrid, 1907; ¡Juventud, juventud!, 1908; S. M. El botijo, 1908; El cine de Embajadores, 1908; El banco del Retiro, 1908; Los fantasmas, 1909; El poeta de la vida, 1910; Los vencidos, 1910; La tragedia política, 1910; Huelga de criadas, 1910; Amor bohemio, 1911; S. M. el Couplet, 1911; De mujer a mujer, 1912; El país de la machicha, 1912; Los borregos, 1912; La primera mosca, 1912; Historia de una peseta contada por ella misma, 1913; La copla del amor, 1914; La hija del guarda, 1914; Los novios de las chachas, 1917; La liga matrimonial, 1919; El cabaret de los apaches, 1924.
Estrenadas en Buenos Aires: La telefonista; La europea; Entre dos fuegos; Gente de librea; La cupletista y el torero; La raza latina; La barbarie moderna; La estrella de España; Los dos rivales; La señorita n.º 13; La piba del León VIII; Los hijos del biógrafo; El rey de la goma; Bronces y porcelanas; El diablo en Buenos Aires; El triunfo del sainete; Mucamas en América; El cuento del tío; La copa de champaña; La revista del Cervantes; El pibe del corralón; ¿Cuál es la mejor hija?; Los trapos de seda; Las malas mujeres; Los enemigos del pueblo; Los reyes de la jota; El remate del Ba-Ta- Clan; Buenos Aires embataclanada.
BIBLIOGRAFÍA
-BARREIRO, JAVIER, Voz, «Martínez Vièrgol, Antonio», Diccionario biográfico español Vol. XXXIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2012, p. 597.
-LÓPEZ DE ZUAZO ALGAR, Antonio, Catálogo de periodistas españoles del siglo XX, Madrid, Gráficas Chapado, 1981.
-GRECO, Orlando del, Carlos Gardel y los autores de sus canciones, Buenos Aires, Akian, 1990.
-VILLARÍN, Juan, Catálogo de escritores de Madrid y su provincia (Seiscientos años de literatura local), Madrid, Cajamadrid, 1995.
Escenas de Caza de almas (1902) y Elpoeta de la vida (1910)
Presencia. Intensidad. La fuerza y la quietud de un paisaje que se impone al pensamiento. Las impresiones que se diluyen en una majestuosidad donde lo humano es mínimo y hasta el monasterio parece haber surgido como una proyección maciza de la tierra.
El viajero que remonta los 227 metros hasta llegar a los 656 que, sobre el mar, ostenta Monlora recuerda los versos de Pablo Neruda: «cielo desde un navío, campo desde los cerros». Aguzando la vista, olivos sobre unas gradas, aliagas, quejigos, bojes, tomillo, romero, espliego, orégano. Los colores que se superponen en un lienzo infinito: cárdeno, gris, azul, verde-pardo, blanco y poderoso. En algún lugar no visible, los hombres han puesto un muladar, que hace que los buitres de Riglos, Agüero y Murillo se acerquen cotidianamente, como un ejército singular donde no hay falanges sino individualidades amenazantes. El recuerdo del burro Tripanegra, que harto de su vida de palos en unas cercanas minas, se escapó para comer unas verduras. El hortelano le asestó una paliza que, antes de volver a su esclavitud, le suscitó una decisión tan insólita como plausible: el suicidio. El burro Tripanegra se arrojó al vacío desde estas soledades. Tal vez unas ovejas fueron sus testigos, como hoy las cagarrutas lo son de su paso.
Aunque un puñado de benedictinos que, muchos años después, reemplazó a los franciscanos huidos durante la Desamortización, los hombres han creado hoy una Hermandad de 1.013 miembros que ha sustituido a la comunidad monástica. 410 de ellos moran en la vecina Luna y suben en romería el primero de mayo. Luna, nombre de la familia tal vez más identificada con Aragón pero también, término evocador de regímenes nocturnos, de la gran madre ancestral, de la muerte que todo lo reconstruye y funde. Frente a ello, el nombre de Monlora «monte de flores», con su nota, tal vez hiperbólica, de placeres moriscos, de un tiempo mítico, de esa edad de oro en que la naturaleza era el hombre.
Aunque el viento soliviante las hierbas y la cabellera, la sensación es de quietud, de ausencia. Tal vez, una ráfaga hace espasmódico, agudo y lancinante el vacío soberbio. Vuelve la mirada al entorno, a la fuerza del panorama, que inevitablemente revierte en vuelta al centro, a la interioridad focal y perpleja. Esas tetas moradas, el recuerdo del rostro de mi padre. No hay Dios en el castillo.
Nunca sabré.
***********************
(Publicado en Catorce paisajes aragoneses, Zaragoza, Prames, 2002, pp. 34-37)
Aunque James Joyce cita a Aramburo en «Los muertos», el último relato de Dublineses, muy pocos de sus coterráneos conocen que este tenor fue el único que pudo hacer sombra a Gayarre en la época de gloria del genio vocal navarro. Antonio Aramburo fue un cantante absolutamente excepcional. No fue, en cambio, tan exhibible su carácter, a menudo insoportable, histérico y antojadizo, al parecer, tan habitual en los divos. De hecho, sus renuncios y espantadas hicieron que su carrera fuese derivando hacia Sudamérica, donde el público no tenía las exigencias del europeo. En 1886 se encontraba en Montevideo. Iba a cantar La favorita en el Teatro Solís y asistía a la gala el presidente de la República, Máximo Santos. El empresario, que debía conocer las costumbres del tenor, quiso asegurarse de que no iba a haber sorpresas y le acompañó hasta el camerino a fin de cerciorarse de que se iba a preparar para su papel. La función, sin embargo, no pudo celebrarse porque Aramburo no apareció. Mejor dicho, apareció cuando se cerraba el teatro, ya caracterizado de fraile, como exigía el libreto, pero absolutamente dormido en un viejo sofá arrumbado entre tramoyas y decorados en una guardilla. No nos lo cuenta el cronista, pero cualquiera supondrá que Aramburo se había dedicado a empinar el codo.
Pero, junto a una buena colección de episodios de similar entraña, Aramburo, que conjugaba en su voz altas dotes de fuerza y sensibilidad, sumió en arrobo a los públicos más exigentes de la época. El experto crítico Martín de Sagarmínaga cita al foniatra catalán Enrique O’Neill, que escribió: «Fue la voz más perfecta del siglo XIX; en calidad, extensión, timbre y color no llegó ninguna otra a parecerse siquiera». Es más, en su libro, La voz humana (1923), O’Neill, que había escuchado a Aramburo en repetidas ocasiones, lo coloca a la cabeza de los cantores de todos los tiempos. Por su parte, un crítico cubano estampó:
Ése sí que fue un tenor de veras, un astro. Ni Gayarre ni el elegante Masini, ni Tamberlick, ni Tamagno: en fin, ni ha habido, ni hay, no habrá otro igual; ni parecido.
Y en el mismo Espasa, enciclopedia de la que habrían debido copiar sus muy publicitadas seguidoras, se lee:
La voz de Aramburo, por lo timbrada, igual y varonil, fue acaso la más perfecta que se oyó en las escenas líricas durante el siglo pasado.
Más recientemente, Hernández Girbal, recogiendo calificaciones que le fueron aplicadas, habla de «fraseo sin mácula», «expresión arrebatadora», «hermosura increíble», «agudos limpios y brillantes como el sol», «temperamento apasionado»…
Cuando en 1876 debuta en el parisino teatro de los Italianos con La forza del destino, Tamberlick, considerado como el mejor tenor de esa época, lo designa como su sucesor al oírle. Su voz tenía la misma fuerza arrebatadora y la potencia de sus agudos impresionaba profundamente.
Poliuto, Norma y El trovador, óperas de gran dificultad que no fueron acometidas por Gayarre a causa de las características de su voz, constituyeron la base del repertorio del tenor cincovillense, pero su técnica y agilidad vocales le permitieron también cubrir un espectro más ligero.
Aramburo en Poliuto
Los testimonios diseminados aquí y allá podrían ocupar un libro entero pero sobre la trayectoria del cantante no hay sino un folleto de cuarenta y tres páginas debido a Vicente García de la Puerta y publicado por la Institución Fernando el Católico en coedición con el Centro de Estudios de las Cinco Villas, en uno de cuyos pueblos, Erla, Antonio Aramburo había nacido el 17 de enero de 1840 en el seno de una familia acomodada. Parece que realizó estudios de ingeniería y hasta los veintiséis años no se dedicó al canto, que aprendió con el maestro Antonio Cordero, discípulo sevillano del célebre Hilarión Eslava y miembro de la madrileña Real Capilla.
Ya pasados los treinta de su edad, Aramburo debutó en Milán, el 3 de agosto de 1871, interpretando Saffo de Pacini en el teatro Carcano. Al año siguiente cantaría Norma en Florencia. Muy pronto logró renombre, de modo que la segunda mitad de la década de los setenta puede considerarse la de su máximo esplendor. Desde el inicio de su carrera tuvo contratos en América y en 1874 cantó en el bonaerense Teatro Colón, con motivo de las celebraciones programadas al inaugurarse la línea telefónica que comunicaba la Argentina con Europa. A esta función asistió el muy ilustrado Domingo Faustino Sarmiento, a pesar de ello, a la sazón, presidente de la República. En el Liceo de Barcelona debutó en la temporada 1875-1876 y volvió a él en 1882. Sin embargo el Teatro Real hubo de esperar hasta la temporada de 1881 para tenerle en escena. Triunfó en él con La forza del destino pero fracasó después en Rigoletto. Algo similar, aunque al invirtiendo los tiempos, le había ocurrido en la Scala de Milán en 1879: silbado en la romanza «Celeste Aida», en la segunda representación cantó con una también celeste media voz, de modo que hubo de dar hasta veintitrés representaciones. Al parecer Aramburo prodigaba los filados con una extensión desde el Do hasta el Si, lo que ni siquiera llegó a alcanzar Fleta, cuya voz llegaron a comparar en Chile, por potencia y dulzura de timbre, con la del tenor dramático cincovillense. Por cierto, que en la Scala también acabó con conflictos. Ya en enero de 1880 cantaba Lucia de Lammermoor con Emma Albani hasta que esta fue sustituida por Harris Zagurry. La nueva soprano no gustó al público y fue silbada en el tercer acto. Aramburo, en extraña solidaridad, renunció a cantar el cuarto, que es el de mayor lucimiento del tenor, y se marchó al palacio en que residía para prepararse unas migas aragonesas, al tiempo que se colocaba un pañuelo en la cabeza y comenzaba a darle a la jota. De esta guisa lo encontraron los empresarios cuando, desesperados, fueron a pedirle que se reintegrara a su labor. Aramburo puso la sartén sobre la alfombra, invitó a los concurrentes y, en cuanto al contrato, dijo darlo por rescindido ya que nada quería con gentes tan ineducadas con las señoras. Así, en su mejor momento, desperdició la oportunidad de volver a ser llamado por el teatro más importante del mundo.
En enero de 1882, el tenor volvió al madrileño Teatro Real para cantar El trovador pero, al parecer, molesto porque, en contra de lo anunciado, Alfonso XII y María Cristina, no asistieron a la función, durante el descanso que precedía al tercer acto, salió por la puerta de bomberos ataviado de guerrero medieval y en la plaza de Oriente entonó «Di quella pira» ante las estatuas de los reyes y el gozo estupefacto de los madrileños que por allí se encontraban. Ya no volvió, claro, al Teatro Real.
Efectivamente, el comportamiento de Aramburo nos da cuenta de un genio con ribetes de esquizofrenia, lo que influyó, sin duda, en su consideración crítica posterior. Pese a haber cosechado tantos triunfos y panegíricos y haber disfrutado de esa voz incomparable, no suele figurar, junto a Gayarre, Tamberlick, Masini o Tamagno, entre los divos de la segunda mitad del siglo, sin duda por estos y tantos otros episodios de su carrera. Tampoco cuidaba sus formas y podía ser brusco, desaliñado y ajeno. Sin embargo, en otras ocasiones era un hombre manso, afable y hasta tímido. Poco mujeriego, casó con una soprano bostoniano, Adele Chapman, que actuaba con el nombre de Ada Adini. Quince años más joven que él y con poco nombre en la ópera, utilizó a su marido para medrar en la profesión y, tras darle una hija, pidió la separación, lo que acentuó la inestabilidad del tenor.
Hasta 1886 llegaría su época dorada. Luego, con el lento declive de sus facultades, fue acogiéndose a los conciertos. En 1891 lo encontramos en Cuba, donde ya había estado en la temporada 1878-1879 cobrando un sueldo exorbitante. Ahora iba como artista-empresario pero se negó a cantar, con lo que tuvo problemas pues el público había adquirido onerosos abonos al reclamo de su nombre. Parece que ya huía del esfuerzo de acometer óperas completas y se refugiaba en actuaciones particulares en entreactos o fines de fiesta. La Habana Artística nos da cuenta de que “si ha perdido muy mucho la voz, en cambio ha mejorado su estilo”. Esta revista, cronista del muy importante movimiento musical de la isla en los años finales del siglo XIX, había definido a Aramburu como “tenor de fuerza, y dotado de una voz tan hermosa, igual y potente como tal vez no se haya oído otra en La Habana. Más en cambio de tan precioso tesoro su estilo fue siempre amanerado, sin claro oscuro, sin pianos, ni inflexiones de ninguna clase; y como actor malo y de modales muy ajenos, no sólo por su impropiedad, sino por su rudeza en las tablas de un teatro”.
En 1896 Aramburo actuaba por última vez en Europa cantando Carmen en Odesa. Volvió entonces a América y, a pesar de haber ganado unos tres millones de pesetas en su carrera, los ocho robos que sufrió y la típica prodigalidad de los divos terminaron por conducirle a la miseria. En 1907 el periódico chileno El Mercurio anunciaba que se encontraba en un hospital de Milán reducido a la indigencia. Volvió a Montevideo y se le dio un puesto de portero en el teatro Solís. Finalmente, la ciudad que había presenciado tantos de sus triunfos y que, también, le había dado el sobrenombre de “el loco de la guardilla”, tras el episodio contado al principio, le otorgó la dirección de una escuela de canto que se llamó Instituto Aramburo. Hipólito Lázaro lo conocería allí y en sus recuerdos cuenta que aún se anunció que iba a cantar Carmen, pero desapareció a mitad de los ensayos. El 16 de septiembre de 1912 moría en la capital uruguaya. El gran erudito y coleccionista argentino Rudi Sazunic descubrió un catálogo de cuarenta y ocho cilindros grabados por el tenor en Montevideo, al final de su vida, bajo el marbete de Compañía de Impresiones Fonográficas Antonio Aramburo. De ellos se conservan seis en la Universidad de Yale: los números 3, Aida, «Morir si pura e bella»; 21, Poliuto, «D’un alma troppo fervida»; 23, Il Profeta, «Senz’un ordine mio»; 35, La partida de Álvarez; 45, Ideale de Tosti; y otro que no figura en dicho catálogo, La forza del destino, «Solenne in quest’ora». También se conserva, y ha sido grabado en LP y, en compacto, el fragmento «Niun mi tema» de Otelo, procedente de una matriz de 1902 no comercializada por la casa Gramophone Typewritter. Los aficionados de todo el mundo agradecerían, sin duda, una gestión del gobierno aragonés para que estas joyas arqueológicas del canto fueran denuevo editadas
(Publicado en Javier Barreiro, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34). Con algunas adiciones.
BIBLIOGRAFÍA
-Barreiro, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34.
-Barreiro, Javier, Voz: «Aramburo, Antonio», Diccionario biográfico español. Vol. IV, Madrid, Real Academia de la Historia, 2010, pp. 709-710
-García de la Puerta, Vicente, Pasajes de la vida del tenor Aramburo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1998.
-Hernández Girbal, Florentino, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos xix y xx), Madrid, Lyra, 1997, págs. 54-57;
Martín de Sagarmínaga, J. Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid- Acento, 1997, págs. 56-58;
Ramírez, S. La Habana Artística. Apuntes históricos, La Habana, Imprenta E. M. de la Capitanía General, 1891, págs. 368-369.
(Publicado en Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34, con el título de «El genio venado». Incluyo algunas adiciones)
(Publicado en Cruces de bohemia, Zaragoza, UnaLuna, 2001, pp. 51-79)
…Y Noel presidía
la tertulia del hambre hecha alegría.
Gran ciclón de melenas
y de palabras en algarabía.
Altar, altar para las Magdalenas
con sus caras de rosas nazarenas
que guiñaban el ojo en las esquinas.
Y un gran desdén para las «carabinas».
(Habla juventud. Las hembras eran buenas
y no sentíamos dentro las espinas).
(Alfonso Camín, Carteles)
En la magna obra de Eugenio Noel (Madrid, 1885-Barcelona, 1936) abundan los libros construidos en torno a las incansables andanzas del autor por tierras de España. Sus recorridos por las Américas también tienen representación literaria en el que es el libro de viajes más específico de su producción, Los compradores de pieles (De puerto Montt a Punta Arenas), reproducido en un tomo de escritos recopilados póstumamente por José García Mercadal, América bajo la lupa, que recoge textos dispersos con el motivo americano y viajero como centro.
Sin embargo, salvo el citado libro que relata en clave casi policiaca un viaje por las costas chilenas cercanas a la Antártida, la obras de Noel no tienen la estructura itinerante típica de los libros de viajes sino que se construyen en torno a una serie de artículos que son visiones directas y análisis nada superficiales de esa España ibera, racial, brutal y genuina, leit-motiv constante del escritor.
Pero qué pocos autores nos han dejado una imagen tan viva y creíble de un país que él pisó como nadie en un época en la que raza, palingenesia o casticismo eran palabras que no caían de la boca de los entonces abundantes y vocacionales buceadores de las esencias ibéricas. Y qué poca suerte han tenido casi todos ellos con la erudición. Eugenio Noel es un caso flagrante. Las entradas de su bibliografía son más bien engañosas: sólo dos libros dedicados específicamente a él, González Ruano/Carmona Nenclares [1927] y Manuel Urbano [1995], porque el de Pedro Caba [s. f.] no es sino un resumen novelado de la primera parte de su diario íntimo. En el resto de los estudios, únicamente dos, Entrambasaguas [1961] y Prado [1973], sobrepasan las cincuenta páginas. Esto, con un autor que, a juicio de muchos entre los que me cuento, es una de las plumas más altas y libres del siglo.
Además de España nervio a nervio (1924), los libros viajeros que Eugenio Noel publica en vida y que tienen una estructura similar son: Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca (1913), Nervios de la raza (1915), Las capeas (1915), Aguafuertes ibéricas (1926) y Raza y alma (1926). En 1960, su editor más constante, José García Mercadal, efectuó otra recopilación de las mismas características con artículos no recogidos en libro: España, fibra a fibra.
Las capeas, está centrado en la denuncia antitaurina pero en el resto se entremezcla este tema con el análisis del carácter nacional, la descripción costumbrista, el artículo científico o estético, la denuncia social, la apología de ciertos personajes o la mostración de particularidades lingüísticas locales. Pero es España nervio a nervio el que nos presenta una mayor variedad de localizaciones y el que puede considerarse un mejor mosaico de esa España claustral, negra, castiza y quizá tópica por la imagen cuyo escenario, en gran parte, estuvo ausente de las descripciones de los literatos del país.
El supino alejamiento de nuestros escritores y críticos de la España real[1] ha provocado que este autor sea tildado de anacrónico o rezagado[2], nuevo rico de la cultura, extravagante, ultrabarroco o sensacionalista. Quienes han identificado el país con las minorías krausistas, orteguianas o universitarias no han podido comprender como un intelectual -del que casi todos reconocen, eso sí, su gran caudal de información y puesta al día- se dedicara a recorrer los caminos, conversar con arrieros y pastores, participar en las ceremonias y rituales de la España profunda y tratar de comprender, a través de la inmiscución y connivencia con las gentes, a ese país que le dolió con más fuerza moral y física que a nadie. El arcaico no era Noel sino un país que conservaba casi intactos usos y atuendos de hace siglos, sin revolución industrial, con pervivencias del feudalismo civil y eclesiástico y por el que pululaban bandoleros, ensalmadores, curas de manteo, ciegos romanceadores, buhoneros de mejunje y aleluya y mendigos con taras desaforadas. Quien quiera molestarse en echar una ojeada a las revistas burguesas de la época, como Blanco y Negro o Nuevo Mundo, verá que ese panorama estaba ahí, como lo certificará quien repase la revista Estampa de los años treinta o las fotografías de Inge Morath de los cincuenta, y hasta podrá encontrar alguna pervivencia en las de Cristina García Rodero tomadas en los ochenta.
Eugenio Noel, que hubiera podido usar de argucias intelectuales para ocupar un lugar entre los atildados, se vio impelido por su hipersensibilidad y su inteligencia a bucear en unos fondos sociales que, si no podían darle éxito, satisfacciones económicas ni prestigio, le permitían comprender mejor, colmar su insaciable curiosidad, fundamentar en la realidad sus pujos palingenésicos. Si algo le faltó a Noel, fue, quizá, el distanciamiento y la ironía que le indujeran a no participar tan visceralmente en ese mundo que le atraía y repugnaba. Ese mundo que tantas veces es el mismo del maestro Valle, también conocedor de trochas, mendigos, brujas, bandidos, locos y de toda la fauna urbana, suburbial, marginal y extravagante del laberinto hispánico. Otros escritores fascinados por los mismos contextos, de ningún modo lo vivieron como él. Baroja se menospreciaba a sí mismo y, por tanto, los altos, medios y bajos fondos que retrató, Ciro Bayo constituyó la contradicción pura: gustaba de todo lo arcano, extemporáneo, marginal y podre, mientras escribía a un tiempo tratados de urbanidad y huía, como del diablo, del contacto físico con la mugre. Vidal y Planas, hipersensible como Noel, frecuentó como nadie los bajos fondos urbanos pero éstos no fueron sino un estimulante para su enajenación… Sólo en algunas páginas de Ciges Aparicio encontramos una cercanía a la actitud humanista y noblemente rebelde de Eugenio Noel. Si éste murió en la miseria, el otro acabó fusilado. Un libro como La literatura del casticismo de Ángeles Prado constituye precisamente el emblema de esta torpe comprensión de un mundo que se ha querido olvidar, manipular y, sobre todo, negar.
La obra de Eugenio Noel nos recuerda que ese mundo estaba allí y no hay más que repasar los repertorios fotográficos que en los últimos lustros se han ido publicando para constatar la verdad de ese vituperado costumbrismo que el montaraz itinerario de España nervio a nervio pone ante nuestros ojos. Allí aparece lo que hemos sido, el sufrimiento y la miseria de un pueblo acosado por la dureza del medio y la injusticia y que, sin embargo, encuentra resquicios para manifestar su alegría. Ese pueblo aplastado, sucio, perplejo ante el objetivo de esos beneméritos fotógrafos ambulantes que arrebataron su imagen para servírnosla con la fidelidad con que lo hizo don Eugenio.
A través de las páginas de su Diario íntimo es posible reconstruir los numerosísimos itinerarios viajeros de Eugenio Noel. Parece increíble que una obra de estas características no haya sido reeditada o, sobre todo, que no haya habido manos salvadoras que a, través de sus papeles inéditos, rescataran el abundante material que permanece sin publicar[3]. Por él sabemos que Andalucía fue uno de sus destinos más frecuentes, casi siempre en busca del dinero que le deparaban sus conferencias. Allí mismo nos dice que en noviembre de 1921 había impartido quinientas cincuenta y dos, y, a finales de 1924, eran ya setecientas seis[4]. Pero también motivaba sus viajes esa persecución de la esencia de lo ibérico, que constituyó su obsesión y razón de vida, y alcanzar la oportunidad de inmiscuirse en la raíz de lo popular, con una capacidad de enlazar con lo auténtico y primitivo que no se dio en ningún otro escritor de su tiempo. Pese al impresionante número de sus apariciones públicas, resulta estremecedora la miseria en que siempre Noel hubo de debatirse y que da lugar a que ella sea el motivo más frecuente de su diario. Todo esto en un autor que arrastró una fama escandalosa que lo hacía ser conocido y señalado por donde quiera que fuese, que publicó alrededor de sesenta títulos en vida, bien es verdad que con incomprensibles dificultades, de manera que, de haber logrado una cierta estabilidad económica, el volumen de su obra hubiera resultado ingente. De cualquier modo, su escritura es una de las muestras más fehacientes de genio que se da en la tan potentemente creativa España del primer tercio de siglo.
Es cierto que el dinero que conseguía con su actividad pública lo destinó en gran medida a sufragarse jolgorios (en su triple vertiente gastronómica, timbera y hembril), a comprar libros que, luego, irremediablemente había de empeñar o vender y a la invitación de amigos y socorro de necesitados[5]. Pero la pobreza fue su seguidora más tenaz y la amargura de todos los días de su vida. Pese a la inopia que siempre lo acompañó, Noel sabía combinar sus estancias en chozos, ventas de arrieros, cuevas y posadas de la peor calaña con el principio del placer, que le hacía gozar lo mismo de la degustación de un burro asado en la serranía que de las juergas con putas, flamencos y señoritos en los reservados de los locales más lujosos. Resulta sorprendente cómo alguien que llevó un tan ajetreado divagar pudo escribir tanto y tan bien y poseer una erudición y un tan completo conocimiento de la bibliografía antigua y moderna de las materias más dispares. No conozco ningún otro escritor de su tiempo que ofrezca tan variopintos y fundamentados saberes.
A Noel le atraían también de Andalucía, el gitanismo y el cante flamenco, de los que fue uno de sus grandes conocedores pese a que la caterva de flamencólogos que han proliferado en los últimos veinticinco años apenas haya escarbado en su obra[6]. Su atracción ante lo andaluz no anda exenta de crítica, lo que sería impensable en un escritor al que su amor por la verdad llevó a situaciones que hubiera evitado con un uso más constante de la diplomacia o de la hipocresía.
Según las notas contenidas en lo que se ha publicado de su diario, Noel estuvo en Málaga, donde colaboró en El Popular y El Diario Mercantil, durante 1909 y 1910. La primera vez fue como soldado, de paso hacia África Le había aconsejado alistarse Ortega y Gasset, para quien Alma de santa, el primer libro noeliano, era el mejor de su generación. Ante la crisis intelectual y moral del escritor, Ortega dictaminó: «A ti te falta vida propia; alístate y hazte hombre en Marruecos»[7]. Su estancia en la guerra del Rif deparó la publicación en España Nueva, el periódico de Rodrigo Soriano, de las Notas de un voluntario, lo que le ocasionó proceso, cárcel y una campaña en su favor y en su contra que ocupó muchas líneas en los periódicos de la época. Estas notas fueron recogidas en libro[8] y constituyen, junto a Imán de Sender[9], el testimonio literario más impresionante de cuantos los escritores españoles dejaron de tan triste conflicto.
Inmediatamente después de su salida de la cárcel comienza su campaña antiflamenca[10], que da lugar al primer libro con las características de los que estudiamos, Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca (1913), donde aparecen los primeros artículos que tienen como escenario a Andalucía. Al contrario que en otros libros del autor, aquí los cinco artículos con leit-motiv andaluz figuran agrupados, tienen a Sevilla como único emplazamiento y constituyen una secuencia casi independiente del resto del volumen.
«Una tarde en el cementerio de Sevilla» (p. 132)[11] es el primero de ellos y -como el resto de los reunidos- corresponde con toda probabilidad a la estancia de Noel en la ciudad en octubre de 1912. Allí alternó con toreros y gitanos, dio una conferencia que duró tres horas y media en el Círculo Republicano y produjo frenéticas adhesiones y aún más desaforadas inquinas que llevaron al gobernador a confesarle que no garantizaba su vida y a hacerle acompañar de guardias en sus incansables paseos.
En el artículo citado, Noel se congratula de la alegría de este cementerio sevillano y se detiene ante el sepulcro de Manuel García Espartero, que reproduce en su álbum -ni siquiera el dibujo escapaba a las polifacéticas cualidades del madrileño- y, también, en las de Pepete, Posadas, Cantarito, Chicuelo y Montes, otro torero muerto en Méjico. La magnificencia de las tumbas de los tauricidas le da ocasión para compararlas con la de Joaquín Costa, que había merecido otro impresionante comentario en el primero de los textos recogidos en el libro y sobre cuyo motivo volvería en otras ocasiones. El artículo abunda en excelentes descripciones directas y en escolios, como el que le promueve el arte de Galcillo, escultor que hubo de suicidarse por falta de recursos. «Inconvenientes de no ser torero», dictamina (p. 137). Finalmente visita el cercano cementerio civil, copia la inscripción de la lápida de un sacerdote apóstata[12] y lee las inscripciones de las tumbas hebreas, idioma que había aprendido en la adolescencia. Al salir del cementerio se tropieza con picadores y gentes que vuelven de los toros.
«La iglesia muerta de San Basilio» (p. 140) es un impresionante documento sobre un personaje de los que ya no existen: Palomares, marino, torero antitaurino, inventor, ornitólogo, aeronauta, políglota y buzo, que, en dicho edificio fuera de culto, había montado un museo variopinto y maravilloso. En él alternaban joyas bibliográficas con cuadros de alto valor, sus propios inventos aeronáuticos con trofeos taurinos y piezas de arqueología. Como complemento, en la sacristía, había reunido objetos para un museo de la Inquisición en el que no faltaban los legajos, sellos, instrumentos de tortura, pergaminos, oficios, libros de horas y toda la parafernalia legal y extralegal que utilizaba el llamado Santo Oficio.
Sería ilustrativo saber donde ha ido a parar todo este material cuyo interés y calidad Noel hiperboliza. Pero su intención es, sobre todo, mostrar cómo en España el talento individual ha de refugiarse en el aislamiento y la incomprensión sin que el país acoja y acomode tanto esfuerzo, tanto genio. Veamos las últimas palabras del texto: «He andado palmo a palmo toda Sevilla, la industrial, la artística, la clásica y la gitana; ninguna cosa tan evocadora, tan polvorienta, cruel y tan española como la iglesia muerta de San Basilio y ese hombre fuerte cuya poderosa voluntad sólo gira en sus goznes hacia afuera, sin que le sea posible hurtar el alma a la fatalidad española de la inconsciencia y la desorientación» (p. 146).
El tercero de los artículos de ambiente andaluz recogido en Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, «Visión de Sevilla desde la Giralda» (p. 147) contiene una descripción de la capital llena de amor y plasticidad en la que no falta el despliegue erudito respecto a la historia del antiguo minarete. Define a la Giralda como una torre viva, femenina, joven, traslúcida y llena de gracia, y su texto debiera ser de referencia inexcusable en cualquier antología literaria sobre Sevilla.
Mucho más crítico es «Ante el sepulcro de Colón en la catedral de Sevilla» (p. 147). Dicho catafalco le merece los calificativos de «estrambótico», «destartalado» y «estrafalario» y lo considera en absoluto desacuerdo con la magnificencia del entorno: «En una catedral tan grande, tan hermosa, tan evocadora… ¡ese ataúd llevado en andas por cuatro ganapanes de bronce!» (p. 159). Noel admiraba profundamente los conocimientos y la tenacidad del que consideraba como «el hombre más grande que poseemos y uno de los cuatro o cinco que han puesto en marcha segura a la Humanidad» (p. 163), cuyo diario describe como «uno de los más grandes poemas que se hayan escrito: un idilio en una epopeya, un salmo en un tratado de Naútica; un canto de esperanza…» (p. 161). Su tesis es que una raza que tiene en tal estado de abandono a su mejor estandarte es una raza perdida[13].
El último de los textos recogidos, «Huroneando por el barrio de Triana» (p. 165) es, probablemente, el de más interés humano, antropológico e, incluso, costumbrista, si desproveemos al adjetivo de su habitual categorización literaria. El discurrir por el barrio tiene toda la plasticidad, variedad y color de lo auténticamente vivido y el salpicamiento con referencias a la peripecia concreta del escritor todavía lo hace más directo y atractivo. Ironiza con los avisos del gobernador sobre los peligros de la muerte violenta que sobre él se ciernen y, también, sabe que hay barberos apostados para cortar sus melenas. Lo que, efectivamente, sucedió aunque fuera en otra ocasión. El lector tiene todos los datos para reconstruir una España tan cercana a nuestro tiempo pero que, en tantas cosas, no había variado un ápice desde los siglos de pícaros, jaques y bandoleros. Su grandeza de alma le hace admirar La Cartuja, perteneciente a la Sociedad Anónima Pikmann, cuyo heredero hacía unos días que en plena calle de Tetuán había intentado matarle: «…un joven que pone banderillas, corre juergas e insulta a los conferenciantes e incluso quiere comérselos crudos. Pero el que él se conduzca así no importa para que su fábrica sea uno de los emporios industriales de Andalucía… un establecimiento del que puede mostrarse orgullosa Sevilla» (p. 173). Noel se lamenta, más que nada, por la paradoja de que el odio de ese hombre haya sido provocado por «el enorme delito de predicar contra la torería, enemiga principal de la industria» y de que la prensa, siempre esclava del poderoso, haya jaleado la agresión y silenciado su ejemplar respuesta.
Por otro lado, en su correría trianera aparece por doquier lo taurino, si central en la vida del español de su época, obsesión omnipresente en todo el ambiente, esquinas y muros del barrio. Frente a ello, las escuelas, agrietadas, ruinosas y húmedas: «Si hubieran construido una plaza de toros, la hubieran hecho perfecta, maravillosa y perdurable. Sólo sucede esto en España: cuando uno lo deplora y se indigna, ciertos señores, cuyo oficio es no hacer nada, hablan de poco patriotismo» (p. 169).
Finalmente, toda la página 170 es una excelente visión interpretativo-descriptiva de los gitanos, que Noel conoció como nadie y cuyas particularidades admiraba, tanto como deploraba muchas de las características de su comportamiento. Pero su posición nunca es paternalista ni correctora sino la de un observador directo que tiene el caudal de cultura y experiencia suficiente para mirarlo todo con una mezcla de entusiasmo y fatalismo.
Nervios de la raza (1915), concebido como una segunda parte de Las capeas, otro de sus libros más impresionantes, tiene sin embargo muchos artículos que se escapan de lo taurino. Entre ellos, los dos únicos de este libro que se desarrollan en Andalucía: «Feria de la Salud en Córdoba» (p. 347) y «Sacromonte en el Albaicín: Velatorio de un jarambeliyo» (p. 367).
El primero de ellos debe corresponder a su estancia en Córdoba durante los meses de Agosto y Septiembre de 1913[14]; allí también alcanzó resonantes éxitos con sus conferencias y el gobernador hubo de ponerle escolta ante otra agresión fracasada. Tras una conferencia en el Círculo Mercantil, «El Guerra» hizo que doscientos amigos suyos se borraran de la lista de socios, con lo que hubo de dimitir la junta directiva. Con esto y la influencia en la prensa cordobesa por parte de los flamenquistas, hubo de volver a Madrid. Entre tanto incidente sorprende que Noel tuviera tiempo para inmiscuirse en ese submundo que describe en un artículo como el que comentamos, que glosa una divertida -y repleta de ocurrencias- conversación entre un gitano y la guardia civil, donde se muestra de nuevo el enorme conocimiento que poseía Noel de la lengua y psicología gitanas. Finalmente, el burro del que los civiles reclaman la «guía» que, naturalmente, el gitano no puede exhibir, lleva, en cambio, una inscripción en árabe que reza: «La mejor guía es la verdad». Estas cosas ocurrían en aquella España aunque pocas veces hubiera a mano un escritor como Noel -y, además, conocedor del árabe- que acertara a relatarlas.
El segundo de los textos puede estar basado en la estancia del escritor en Granada entre el 29 de noviembre y el 8 de diciembre de 1913[15]. No parece que fuera de su gusto la estancia en la capital del Darro, a la que califica de ciudad muerta con un triste estado cultural. Junto al éxito habitual de sus conferencias entre los obreros y republicanos, tuvo problemas con la aristocracia, aunque también fue invitado a un té en casa de Miguel Aragón y Pineda a quien moteja de «tipo de señorito andaluz, europeizante y maeterlinckiano». El artículo, que tiene como escenario el Albaicín, es uno de ésos en los que el lenguaje de Noel tiende a lo inextricable por un exceso de arcaísmo y conceptismo, aunque siempre resulte admirable su pericia lingüística. Se trata de un cuadro gitano donde el dolor de la muerte del churumbel o jarambeliyo[16] queda diluido por la gracia de las ocurrencias de los asistentes, los trasiegos de manzanilla y los bailes que, al rasgueo de la guitarra, se van suscitando en el velorio. Todo ello da ocasión a Noel para hacer tan amenos como documentados excursos sobre el sinfonismo alhambrista, el cante o la idiosincrasia y la antropología gitanas. Como continuamente sentencia Curro Puya, el gitano viejo autoridad de la reunión, para justificar el desmadre: «A la tierra güesos, y a la mar, maera».
Ante estas escenas tan directamente sacadas de la realidad, nos preguntamos siempre por la capacidad de Noel para entrar en contacto, durante sus cortos viajes, con los ambientes más auténticos, populares y jugosos del contorno ibérico. Cosa que, por cierto, no suele contarnos en su diario. Lo vemos discurriendo por poblachones, ventas, sierras y caminos y, de pronto, aparece como observador privilegiado de escenas epifánicas de la enjundia más popular que, lógicamente, sólo serían accesibles a alguien con mucho tiempo de residencia en el lugar. Algo así como la antítesis de un Azorín que en cercanas fechas nos había ofrecido sus distanciadas percepciones.
El siguiente de sus libros que reúne crónicas viajeras, España, nervio a nervio (1924)[17], había sido preparado por su autor ya en 1918[18] y coincidió con uno de los tantos períodos de marginación a que fue sometido por editores y periodistas, con lo que no pudo aparecer hasta seis años más tarde. Y, además, reducido a la mitad de lo que debió ser su extensión original[19]. Andaba entonces Noel por su segundo viaje a América, que había iniciado en junio de 1923. Seguramente es el que nos presenta una mayor variedad de localizaciones y el que puede considerarse un más ilustrativo mosaico de esa España que luego dio en llamarse carpetovetónica o profunda. Sin embargo, aquí los escenarios andaluces son poco numerosos (Arcos de la Frontera y Morón) mientras abundan las localizaciones manchegas, quizá las tierras a las que Noel dedicó más atención en sus escritos, tanto por ser camino de paso hacia el Sur como por los antecedentes familiares del escritor en la comarca de Almadén.
«La peña de Arcos» debe referirse a su estancia en dicho lugar el 8 de diciembre de 1921[20]. Se trata de una descripción impresionada y admirativa de la peña y el pueblo de la que no me resisto a transcribir el primer párrafo, muestra de ese estilo entre popular y cultísimo que caracteriza a Noel:
«Frente al parador -que es un delicioso cromo de posada digna de La vida del pícaro de Félix Percio Bertizo- se rebulle y truhanea la hampería más desvergonzada y entretenida tropa de mocosos. Como si huroneara en tiempo de regocijo y carnestolendas, la gavilla de holgones, torzuelos, mozalbillos y traciatas, cabritea y freza con lema de campar allí por sus respetos. Este revoltoso, dando bordos, cae sobre aquel maltrapillo, haciéndole lascar con su sobajo y charlear como rana; tal galopín mamarrón, con su fe de chico en la mano, al modo del niño de la fuente de Manneken, ahuyenta a hisopazos y aspersorios otros bachilleres en raponerías y machuchos, en rebullicios y tracaladas. Uno de los moscardas de la zumba, que por las trazas no se tartalea tan aína, se ha plantado ante mí y garla no sé que raterías acerca de mis melenas, mojarrillas, que pronto corea la comparsa. Gracioso cromo este bribonzuelo, sin otro apatusco sobre su carne que unos calzones derroñados, con la camisa atacada por gaiterías y rebutida a trompicones con flocaduras y todo, hecha un zorongo por la barriga y repollos por los degollados o rajas de las calzas» (p. 160).
«El gallo de Morón» (p. 227) es una erudita y humorística divagación sobre la estatua al protagonista del tal dicho erigida en el pueblo sevillano. De las tres versiones que corren sobre su origen[21], Noel se inclina por la que lo fundamenta en la desgracia de un alcabalero o recaudador que, al presentarse en la villa y recibir las reclamaciones de los regidores, les cortó: «En este corral no canta más gallo que yo». No sólo no logró cobrar lo que pretendía sino que a la noche lo pillaron en el camino de Ranillas, donde fue desnudado y azotado. De este hecho nacieron las coplas:
No te vayas a quedar
como el gallo de Morón
cacareando y sin plumas
a la mejor ocasión.
Noel, fascinado por ese monumento a un estafermo, derrotado pero orgulloso, apostilla su disquisición: «…sólo entre nosotros puede darse esa estatua en honor del castigo que se crece ante lo imposible, lo incomprensible y lo absolutamente fatal» (p. 228).
Noel estuvo en Morón de la Frontera a primeros de Septiembre de 1919[22] y a mediados de Noviembre de 1921[23] pero ni por los datos contenidos en el artículo ni en el diario podemos entresacar en cuál de las dos ocasiones pergeñó su escrito.
Aguafuertes ibéricas (1926) contiene ocho artículos con escenario andaluz. Es, también, libro de larga historia con partes escritas ya en 1912[24] y del que fueron proyectados dos tomos. En 1915 Noel nos dice: «Preparo entre una miseria espantosa el índice de Aguafuertes ibéricas, libro en dos tomos, contribución mía al homenaje a Cervantes»[25]. Sin embargo, continúa en 1916 escribiéndolo, junto a otros diez libros en curso[26], y parece estar terminado en 1920 aunque, temiendo los habituales desaires, no se atreva a llevarlo a los editores[27]. Hasta Febrero de 1923 no se anima a enviar el primer tomo a Ortega y Gasset, que le ha prometido proponerlo a la casa editorial Calpe[28]. Finalmente, el libro ni se pagó ni se editó hasta que en 1926 lo dio a la luz la casa Maucci de Barcelona. Evidentemente, y aunque el volumen tiene doscientas treinta y ocho páginas, no está todo el material que Noel debió pensar para él. Desde el homenaje por el centenario de la muerte de Cervantes, para el que fue concebido, habían pasado diez años.
El primero de los textos desarrollados en Andalucía, La muerte del maestro (p. 57), se refiere a un pueblo que no se cita y del que se nos da una visión aterradora. Por el diario, podemos enterarnos de que se trata de Cabezas de San Juan (Sevilla)[29], por donde Noel pasó el 1 de noviembre de 1919. El artículo, de una fiereza impresionante, nos cuenta, además de la ignorancia, miseria, brutalidad y atraso de la población, los comentarios de los niños de la escuela ante la muerte del maestro a quien su mujer, que hace dos días que espera vengan por el cadáver, vela sobre una estera en el suelo de una misérrima escuela. Los niños sólo recuerdan el terror que les proporcionaba el personaje, sus vergajazos y los verdugones que aún resaltan en sus pieles. Sin embargo, Noel termina con el típico apunte regeneracionista: «El maestro de escuela ha muerto. Y ¿qué cosa es un maestro?» (p. 61).
«Castillo de Belalcázar» (p. 65) se refiere a tal localidad de la serranía de Córdoba por donde Noel anduvo entre el 4 y el 8 de julio de 1920[30]. Compara la destrucción del castillo, ya semidemolido por los franceses, con la de la raza y se lamenta de que en España cualquiera pueda desmantelar un castillo para utilizar las piedras en su vivienda o para hacer un gavión en su campo.
«Un rincón de Marchena» (p. 73) es otra imagen de la decadencia en la que Noel contempla el deterioro y abandono del magnífico palacio de los Osuna. Ello le da pábulo para pensar en la falta de ideales de la nobleza española y para trazar, en efecto, un magnífico aguafuerte donde se combinan la belleza y esplendor del lugar y de la arquitectura con la miseria y desidia que de todo se enseñorea. Este artículo fue escrito durante su visita a Marchena el 5 de Noviembre de 1920[31].
«Sepulcro de San Fulgencio en El Arahal» (p. 77) es un brevísimo apunte donde Noel constata que la magnífica urna que sirvió de sepulcro para el santo es utilizada como taza para la fuente. Esta estancia del escritor en El Arahal se dio el 5 de noviembre de 1920[32].
«Molino del Algarrobo en Alcalá de Guadaira» (p. 115) es uno de los más entusiastas textos de Noel sobre los paisajes españoles. Describe la insólita belleza de las riberas del Guadaira («el río más bello de Andalucía»; «país todo luz») aunque se entristece de que vayan cayendo molinos y árboles. Los molinos constituyeron para Noel, como ocurrió con otros buceadores de lo popular, una atracción insoslayable. Calificados de «testigos de la España antigua», en este artículo admira la belleza interior y exterior de los mismos y reflexiona lo poco que, desde la época romana, ha cambiado tanto su contextura como la condición semiesclava de quienes los hacen funcionar[33], para culminar con uno de sus también típicos, aunque tan justificados por su trayectoria, exordios pesimistas: «Es en estos lugares donde el alma ve en toda su miseria la fatalidad de ser hombre» (p. 119). Aunque Noel debió de estar varias veces por estos contornos, el artículo corresponde a su visita en noviembre de 1920[34]. Otro de los textos del libro, «En los meandros del Guadaira» (p. 227), tiene como centro otra exaltada descripción paisajística de estas riberas.
Entre otras ocasiones, Noel estuvo en Cádiz, de paso para Tánger, en junio de 1913. Era su segundo viaje a Marruecos, estimulado por la preocupación que la guerra suscitaba en España y por los treinta y cinco duros que España Nueva le había prometido por una serie de artículos. Pronto hubo de volver a la Península, pues el periódico no le mandaba dinero y sólo le publicó siete de los textos encargados. Noel recoge su estancia en la más meridional de las ciudades andaluzas en la primera parte del que es el artículo más largo de Aguafuertes ibéricas: «En Tanger» (pp. 177-225), donde hace un repaso de la contumacia del fracaso español en la guerra de África y narra su deambular por los muelles de la ciudad que ha visto marchar tantos hombres «en los tiempos funestos de las guerras coloniales… Es siempre interesante un hombre que va a la guerra y [la gente] los observa con curiosidad» (p. 179). Cita el monumento a Morte, El Gavilán, la manzanilla de Sanlúcar, las dieciocho lápidas de mármol y bronce de San Felipe Neri, donde se promulgó la famosa Constitución, y se alarga con la espléndida descripción de las vistas y el panorama que contrastan con la tristeza de alma que produce la marcha de los hombres hacia la guerra. Siempre en Noel esa dicotomía que define al país: belleza de sus tierras y rincones, autenticidad y heroísmo de sus hombres frente a la miseria, indigencia, brutalidad y decadencia. Noel es siempre alguien atrapado entre ambas fascinaciones.
El último de los textos del libro repite en su título, («Musicalia. Los maestros cantores de Javanillas» [p. 231]), el neologismo (musicalia) que encabezará sus muy numerosos escritos de tema melómano. Sus conocimientos sobre este arte, adquiridos en su mayor parte en su estancia en el seminario, eran extensísimos y parece que también su sensibilidad melódica. Critica en este artículo la idea del famoso Concurso de Cante Jondo de Granada promocionado por Manuel de Falla, García Lorca, Fernando de los Ríos, Ménéndez Pidal y Zuloaga, entre otros, y para el que el Cabildo granadino aportó doce mil pesetas. Aconseja sobre todo al pintor, que fue gran amigo suyo, que se lo piense antes de decorar la placeta de San Nicolás, en el corazón del Albaicín, «que es de lo poco bueno que nos queda en España». Con cierta sensatez argumenta:
«¿En qué podría mejorar su genio la Santísima Cruz de la Randa, la placeta de San Miguel, el Panderete de las Brujas, todo eso que hace del divino barrio una cosa tan nuestra? Cuando él en Nueva York, Bacarissas[35] en Dinamarca, Picasso en París, traducen a escenografías estas cosas tan iberas, nadie se opone a lo que hagan; pero aquí, lo mejor es dejarlas como están y no añadir tinieblas a las sombras y rojo a la sangre. Es como si a Falla le diera lecciones de vigor, de ritmo y color instrumental para su futuro ‘Retablo de Maese Pedro’, en su retiro de los altos de La Alhambra, uno de esos cantaores de corral sevillano que van a traducir al ‘aviyelando’ granadino la escena del ‘torneo de los maestros cantores alemanes’… Parece mentira que artistas tan grandes prohíjen ideas tan chicas.» (pp. 232-233).
Igualmente, opina que no es el escenario adecuado para el cabal desenvolvimiento del cante hondo, que precisa de intimidad y ambiente especial, y que constituye un desahogo para escogidos o iniciados. «El cante hondo no cabe en el papel… ni cabe en escenarios tan amplios y veristas. Ni ése es el camino de llamar la atención del pueblo sobre sus cantos populares» (p. 234). Abomina, asimismo de la intervención de los intelectuales en tal enjuague: «Es lo único que le faltaba al cante flamenco, que le cogieran por su cuenta los músicos ultraístas, como ya hicieron con el baile gitano los danzarines rusos… habrá que ver y oír allí; sobre todo, cuando algún enamorado del ‘Pierrot Lunaire’ de Schoenberg, se tope aquellos laberintos y agregados inarmónicos de tresillos y apoyaturas sin otra sujección tonal que la pulmonar, planos sonoros punteados, partiendo de la séptima de un acorde absoluto e ibéricamente autónomo» (pp. 234-235). Noel, que demuestra conocer muy bien a los eruditos y buceadores en el hontanar del cante, los tilda de europeizantes y aduce que ninguno de ellos sabe distinguir los más elementales matices del verdadero jondo.
Abunda el artículo en datos y observaciones interesantes de todo pelaje y en él expresa su convicción de que la influencia árabe en el cante es casi nula «por ser toda ella bizantina verdaderamente oriental pero nada africana» (p. 237); en conjunto, resulta un documento indispensable que, además, provocó una sonora polémica en la que intervinieron, contraargumentando a Noel, Manuel Chaves Nogales, Hermenegildo Giner de los Ríos, el pintor inglés Wyndhan Tryron, Miguel Cerón y otros, mientras que Joaquín Corrales Ortiz y muchos sectores de la ciudad se alinearon con él. Uno de los argumentos fundamentales fue el despilfarro que el certamen suponía para el Ayuntamiento de una ciudad con tantos miserables y desarrapados[36]. Como es sabido, el concurso se celebró los días 13 y 14 de junio de 1922.
Raza y alma (1926) es el último de sus libros de crónicas publicados en los que Andalucía tiene presencia. Parece que su origen se remonta ya a 1913, pero contiene textos escritos en fecha muy posterior. No conozco, ni parece haber visto nadie, otro libro que con el título Alma y raza, publicó la Universidad de San José de Guatemala en 1924[37], pero, probablemente, sea el mismo o muy similar. Es posible que estos libros se nutrieran de lo que iba a ser la segunda parte no aparecida de sus Aguafuertes ibéricas.
Se trata del libro que contiene más artículos -nueve- de ambiente andaluz. El primero, «El Cristo de los ocho faroles» (p. 64) es un excelente apunte sobre la famosa plaza cordobesa, lleno de percepciones agudas: «Todos los Cristos de Andalucía parecen creados con el objeto de marchar en procesión» (p. 65), sensibilidad y dotes de observación. También de tono descriptivo es «La Cruz de la Cerrajería» (p. 152), en el que se refiere a la puerta procedente del palacio de los Osuna en Marchena[38], luego llevada a uno de los rincones más sugerentes de Sevilla: los jardines del Alcázar. El entusiasmo de Noel hacia dicha obra se concreta en un panegírico a los herreros andaluces, a los parajes que la rodean y a la primavera sevillana. Para él, después de la Giralda, nada hay en Sevilla que la personifique más: «Tan bella es, tan increíblemente bella es esa cruz de hierro, que el espíritu pierde la idea del material en que está labrada para llegar a imaginársela como un ensueño» (p. 152).
Más relacionado con circunstancias vividas es «Los ‘lisos’ de Sevilla» (p. 80), en el que se refiere a una asociación de delincuentes, cofradías de tan rancio abolengo en la ciudad, cuya principal función es espiar mujeres en paños menores. Constituye un cuadro, entre expresionista y lírico, muy reconocible en su contexto pero bastante insólito dentro de la poética noeliana.
También fruto de una experiencia directa, «La Salomé de Eritaña» (p. 90) nos habla de una esperpéntica danzarina actuante en la famosa venta, con un vestido y unas trazas que, aun a hombre tan misericordioso con la desdicha ajena como Noel, le proporciona una excelente ocasión de ironizar, para lo que se vale de un léxico andaluz auténticamente dialectal:
«Había que ver a la zorrocloco sentada con aquellos alamares de rucho mojino, como si fuera un jeroglífico egipcio espabilao, con los hilillos indostánicos amarraos bajo el ombligo, que parecía aquello la entrada a una barbería y con todo el chuflón aparejo reondo de una bailarina majareta del to. Veíasela el berraguiyo, y unos muslos esvencijaos, tabiros y delgaúchos que le partían a uno por los cuatro costaos. Pero mirando al jopo, en lo atañedero al rodeo de los chorreles, aquello era una tunanta, un nalgatorio esgarbilao que daba verlo la jaripundia.
Mas no lo malo ni lo peor era eso, sino que todo era suyo aunque parecía empalmao, y que, además, el angelito no había conocido varón ni esquilaúra ni tratiyo de chalaneo ni juego grande. Estaba como su madre la parió.
Y el caso era que era verdá del tó» (p. 91).
Pese a su título, «El ‘tablao’ se va» no sólo es un artículo sobre el cante y sus ámbitos sino sobre la esencia popular de lo andaluz, lo flamenco y lo jondo. A este respecto, reproduce una frase de Menéndez y Pelayo: «La canción popular es la reintegradora de la conciencia de la Raza»; vuelve con las eruditas disquisiciones sobre el cante y ratifica su creencia en las raíces orientales y helenísticas: «…árabes y moros cantan como nosotros les hemos enseñado a cantar» (p. 107). La tesis viene a incidir en la inefabilidad del espíritu del cante, en su conexión emocional con lo particular: «…acercaos a cualquier ‘cantaor’ o danzante gitanos, y no sólo no sabrá deciros cosa alguna, sino que, según toda probabilidad, lo ignora tanto como vosotros. Y si del alma pasáis a la técnica, si de la emoción pasáis a la expresión, el abismo se ahonda más; aquello es muzárabe, visigodo, latino, bizantino, heleno… Y siendo todo eso, todo eso no es más que lo que el último intérprete de todo eso quiere que sea» (pp. 109-110).
«El Cristo de los Cálices» (p. 136) se refiere a la imagen conservada en la sacristía de la catedral sevillana esculpida por Montañés. Para Noel, únicamente admite comparación con el de la Buena Muerte de San Agustín en Cádiz, pero «no es posible igualar el acierto supremo de este Crucifijo, el mejor de España y, tal vez, el mejor del mundo» (p. 137). Junto a otras expresiones que hemos visto en que las lacras de la raza aparecen espeluznantes, aquí Noel acomete todo un panegírico al Cristo y a la estirpe que supo moldearlo: «Y es que le basta al genio ibero para provocar en las almas hermanas divinos momentos de idealismos, proyectar el amor profundo a la verdad que poseemos como nadie en la tierra… Y lo divino de esa escultura, única en la tierra, es que un alma ibera ha alcanzado su estupendo acierto sin salirse por nadie y para nada de nuestro genio de raza realista hasta los huesos» (pp. 138-139).
Un quiebro que muestra la variopinta perspectiva de Noel lo constituye el tono humorístico del siguiente artículo, «Rehilor» (p. 140), en el que el hijo, muerto de hambre, de un gitano pide al padre un cacho de lo que está comiendo. Después de otra exhibición desaforada de los registros más populares del lenguaje cañí, el gitano termina su parlamento con el churumbel nalgueándole a coces y estampándole esta suerte de sentencia, paradigma de la peculiar pedagogía que se atribuye a su raza: «¿Que te diera yo de eso? ¡Habérmelo afanao, majareta…!» (p. 142).
Pero uno de los trabajos más interesantes de Raza y alma es, sin duda, «Reservado en el Kursaal» (p. 200). Después de una completísima narración enumerativa de una ronda por los lugares sevillanos de copas y tapeo durante toda una tarde (veintidós lugares llega a citar Noel en la página con sus respectivas especialidades), el grupo recala en el Kursaal, uno de los lugares de bureo más excelentes de Sevilla. Este emporio de diversión ubicado en el antiguo Palacio Central, en el cogollo de la ciudad, había sido inaugurado el 9 de abril de 1914 y combinaba patio, escenario, palcos, foyer, restaurante, salones de juego, tablao y otras dependencias en las que actuaban los mejores artistas de varietés y flamenco del momento[39]. Esta visita del escritor, que, sin duda, había recalado allí otras veces, se produjo a mediados de marzo de 1922[40], acompañado del mítico cantaor Joaquín el de la Paula[41] y otros amigos. La relación de Noel con él dio también lugar a una excelente novela corta, Martín el de la Paula en Alcalá de los Panaderos[42], y a otras menciones admirativas a lo largo de su magna obra. Al reclamo de la llegada del cantaor aparecen otras figuras -muchas de ellas también legendarias- que compiten en el cante, creándose un cuadro tan verista como sugestivo de lo que era una auténtica juerga flamenca. El sentencioso Martín de la Paula, que rara vez arrancaba a cantar y casi nunca se pronunciaba sobre sus compañeros, elogia así unas coplas de Antonio Ortega Güines: «¡Olé los hombres que tienen los huevos retorcíos pa’arriba como los borricos mojinos…! (p. 201).
El artículo, junto a la vividísima descripción del jolgorio, se convierte en una elegía hacia Martín, «el cantaor más terne y gachó de su tiempo», «lo único que restaba ya de aquellos días de los que se ha fablisteado por los codos», «que bebía más que ninguno de la reunión y con cuyas gracias y donaires hubiera podido otro Paz y Meliá llenar un nuevo tomo de Rivadeneyra de sales y agudezas ibéricas». Y, también, en una inigualable descripción literaria de los aires entonados por Güines, que suspenden al lector casi tanto como debieron suspender a los asistentes a aquel sarao, a quienes, pasados tres cuartos de siglo, no podemos sino envidiar con nostalgia.
Curiosamente, el último artículo del libro, «Las dos tumbas de Joselito» (p. 217), responde, como el primero de los que vimos en su inaugural libro de crónicas Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, a una visita al cementerio de Sevilla, como si las eternas preocupaciones de Noel se mordieran la cola en un «ouróboros» perfecto. Como en aquella visita de 1912, vuelve a repetir que no existe en Europa otro cementerio más alegre; vuelve a referirse a las tumbas de toreros que lo jalonan, a Susillo, el escultor de genio que en el texto anterior había llamado Galcillo, autor de un Cristo para el que tomó de modelo a un gitano de la Cava en Triana y que se suicidó a causa de su miseria… Pero en este segundo viaje ya había muerto Joselito, en cuya fama se extiende Noel, entre admirado y reflexivo. No sólo fue el pueblo. Políticos, hombres de letras, aristócratas… buscaron su amistad. Sus honras fúnebres fueron algo nunca visto: «Jamás por nadie Sevilla se conmovió tanto» (p. 218). Las columnas de Hércules se enlutaron con crespones, el cabildo de la catedral, junto al gobernador civil, presidió el duelo ante un túmulo digno de un príncipe de la Iglesia, las campanas de la Giralda doblaron durante veinticuatro horas seguidas, incluso se propuso colocar su tumba frente al sepulcro de Colón… «¿Por qué Joselito se había adueñado de España y esa España le había proclamado su figura representativa?», se pregunta Noel. Él mismo no escribió nada cuando el torero murió, pese a que todos lo esperaban y muchos se lo reclamaban. Noel asegura que calló por dignidad: que España cargara con la responsabilidad del ídolo que había creado despreciando los valores espirituales de otras almas jóvenes. «El mejor artículo que se ha escrito contra las corridas de toros, lo ha hecho el mismo Joselito con su muerte… Y fue su muerte realización severa de que, en esa fiesta, como en el alma actual de España, la tragedia no admite ni tolera arte, reglas, genio, voluntad. Él sólo, nuestro espíritu trágico es el amo» (p. 220).
La tumba erigida al torero por Benlliure le da ocasión de extenderse en esa absurda deificación. A Noel le parece un monumento fallido, extraño en un escultor que había conseguido otras obras funerarias magistrales, como el monumento a Gayarre en el cementerio del Roncal. El dolor que transmite la inmóvil muchedumbre que lo circunda es un dolor falso, es un dolor que «no puede interesar, ni mucho menos convencer, ni conmover siquiera… Este sepulcro, ni es nuevo ni dice cosa alguna; es un monumento pretencioso y atropellado que comunica al corazón pensamientos de dolor, pero de ese dolor inmenso que es para el español su España», termina el escritor (p. 222).
En los veinticuatro textos descritos hemos visto a un autor de inagotables registros y preocupaciones pero también tenaz, coherente y obsesivo en su amor a España y en su diagnóstico sobre las enfermedades que la aquejan. Es admirable la multiplicidad de intereses de Noel. Sus días vividos con intensidad, su sensibilidad agudísima que le lleva a participar del dolor y la injusticia y a transmitirla con tanta fuerza que la sentimos en nuestras carnes pero, también, que le induce a gozar con los placeres de la vida, a conmoverse fieramente con todas las bellezas: la humana, la del paisaje, la de la sabiduría. Su cultura que abarca todas las artes plásticas, la música culta y popular en todas sus vertientes, la bibliofilia más curiosa, el lenguaje popular más rico, junto al de Valle-Inclán, de todo nuestro siglo XX, los cultismos y arcaísmos más sugerentes, de modo que, remontándonos en el tiempo, por lo menos hasta Torres Villarroel no encontramos otro escritor de tan variados registros.
Una de las formas de desacreditar a Noel ha sido la de tildarle de regeneracionista tardío, como si las realidades que mostró hubieran sido corregidas a partir de las denuncias de la generación anterior a él. No sólo no había sido así sino que muchas de ellas se extienden a nuestra época, en la que la puesta en solfa de la salvaje tortura de unos animales convertida en fiesta pública ha sido casi abandonada por los intelectuales y relegada a las actividades marginales de ecologistas y grupúsculos juveniles. No deja de ser ilustrativo que sólo uno de los libros a que he hecho referencia, Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, haya sido reeditado aisladamente en los últimos treinta años.
Éste es el Eugenio Noel desatendido y olvidado[43], porque su denuncia constante -aun compartida por los espíritus más alerta, que no se recataron en proclamar su excelencia- molestó a una España que quería abrirse a la modernidad y a Europa olvidando y negando lo que constituía la parte más intensa de su contingencia. El país era como Noel la pintó, pese a que sus chozos y escuerzos humanos convivieran con la Residencia de Estudiantes, Picasso o Ramón y Cajal. No olvidemos que nuestros intelectuales más sagaces supieron combinar la vanguardia con la atención a esa España sangrante y misérrima que aparece en los mendigos valleinclanescos, en las Hurdes buñuelianas, en las impresionantes novelas del Sender de preguerra. Noel molesta porque la fotografía y la explica. La estrategia del olvido no suele ser la más adecuada para esa regeneración que, sí, la reacción española truncó en 1936, pero recordemos que Noel había muerto en la más absoluta soledad y miseria en la cama de un hospital barcelonés, sólo dos meses antes del comienzo de la Guerra Civil.
NOTAS
[1] Cf. Francisco Carrasquer, «La literatura española y sus ostracismos», Cuadernos de Leiden nº 7, Universidad de Leiden, 1981.
[2] Este calificativo, y otras valoraciones igualmente miméticas de un criterio interesado, le otorga José Sánchez Reboredo [1985], autor del único trabajo de cierta extensión que conozco sobre España nervio a nervio que, por otra parte, contiene observaciones atinadas e interesantes.
[3] Ya en pruebas este libro, Andrés Trapiello da cuenta de la adquisición de este material por parte de un librero madrileño y de la inexcusabilidad cultural de su conocimiento. Trapiello [2000].
[4] Diario íntimo, pp. 269 y 373.
[5] También a editar un semanario antiflamenquista de gran densidad y contenido intelectual, redactado prácticamente en su integridad por el propio don Eugenio. Con el nombre de El Flamenco aparecieron tres números entre el 12 y el 26 de abril de 1914. Obligado a cambiar de cabecera a causa de diversas insidias, del 10 de mayo al 7 de junio, aparecieron cuatro números más con el nombre de El Chispero, todos ellos con apretado y abundante texto y ampliamente ilustrados.
[6] Las excepciones son: Félix Grande, que acomete una discutible interpretación en su, por otra parte, excelente Memoria del flamenco II, pp. 454-459 y Manuel Urbano, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel.
[7] Diario íntimo, Tomo I, p. 212.
[8] La primera edición se titula, asimismo, Notas deun voluntario. Guerra de Melilla, Primera serie, 1909. Imprenta de Primitivo Fernández, Madrid, 1910. La segunda, completa, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Talleres tipográficos de La Neotipia. Barcelona, 1912.
[9] Podrían citarse también con justicia las crónicas de Ciges Aparicio, Entre la paz y la guerra (Marruecos), El blocao de José Díaz Fernández y el segundo tomo de La forja de un rebelde de Arturo Barea.
[10] La repercusión de estas campañas fue grande pero tanto sus detractores como la proverbial chunga española convirtieron a Noel en un prototipo de personaje pintoresco y un punto alienado, al menos para el gran público. Los molinos de viento contra los que debía luchar tenían aspas que llegaban lejos. Buena muestra de hasta donde se extendió esta consideración es España nueva (V. Bibliografía), pieza del género chico estrenada en 1914, donde en su última escena aparece el personaje de Nobel, interpretado por Ortas (hijo), evidente trasunto de don Eugenio: El gobernador civil ha sufrido un atentado: al apearse de la jardinera para entrar en el hotel, un sujeto le arrojó una banderilla de fuego, aunque no padece más que un ligero tueste. Cuando uno de los personajes pregunta por el autor del atentado aparece el tal Nobel:
Nobel: Servidor de ustedes.
Todos: (Con terror) ¡¡Nobel!!
Música
Nobel: Yo soy Nobel.
Todos: ¡Es él, es él!
Nobel: De los flamencos
el terrorista
soy literato,
soy publicista.
Yo soy Nobel.
¡Es él, es él!
Soy el Apóstol
del siglo veinte,
y voy en contra
de la corriente;
a mí los cuernos
no me entretienen
y odio a los caracoles
porque los tienen.
Yo por el caballo
mi defensa pongo,
no está bien que el toro
le saque el mondongo
ni obligarle que luego al andar,
se lo pise como es natural.
Las tripitas, no.
Todos: Las tripitas, sí.
Nobel: El redaño
me hace daño
francamente a mí.
¡Qué barbaridad!
Cállese porque
al oírle,
es pa’decirle
que se alivie usté.
Nobel: Yo pierdo la calma,
y hasta mi sosiego,
cuando a un toro huído
se le pone fuego:
pues quemarlo resulta una acción,
de los tiempos de la Inquisición.
Chicharrones, no.
Todos: Chicharrones, sí.
Nobel: Que proteste
de ese tueste
todo el mundo aquí.
Todos: ¡Qué barbaridad!
Cállese porque
al oírle,
es pa’decirle
que se alivie usté.
Hablado
Vicente: ¿De modo que te confiesas autor del atentado?
Nobel: De éste y de todos los que quedan. Ahora que esto no quita para que particularmente tenga el honor de saludar al divino José.
(Le tiende la mano).
José: (Dándosela). Gracias, Nobel.
Nobel: ¿Toreas mañana?
José: Mañana.
Nobel: ¿Cuántos matas tú solo?
José: Doce.
Nobel: Habrá propina.
José: Una ternera.
Nobel: ¿Ternera?… Voy a coger un asiento… de sombra si quedan todavía. (Medio mutis).
Vicente: (Sujetándole) Usted donde va ahora mismo es a la sombra.
Nobel: Pues ahí no quiero ir.
Vicente: Digo a la cárcel, de donde no va usted a salir hasta que se le caiga el pelo.
Nobel: (Con gallardía) ¿Y qué me importa? Vuestra tiranía hará más simpática mi causa. España me lo agradecerá.
Condesa: España está hoy mejor que nunca.
Nobel: ¿Mejor? Miren ustedes la portada de mi nuevo periódico.
(Se abre el telón de foro y aparece un forillo grande en que se verá pintado un trozo de anfiteatro romano, ocupado por ingleses, franceses, alemanes, rusos, japoneses, etc., ataviados con vistosos uniformes, y en actitudes trágicas de terror. En el centro del redondel, un hermoso toro, llevará entre los cuernos una figura de matrona, tal como se representa a España, con túnica, corona, etc.).
Todos: ¡Cogida!…
Nobel: Cogida. Y aunque por ahora no sea de consecuencias, quién sabe si llegará un día en que los vendedores pregonen: «la cogida y muerte de España».
(Al público)
No se olviden ustedes
de que esta fiesta española
ningún gobierno la abole
ni nacerá quien la abola.
Pero en fin, si han conseguido,
no amargarte la velada,
en nombre de ellos te pido,
lo de siempre, una palmada. (pp. 37-39).
[11] Cito por la primera edición.
[12] «Aquí descansan los restos de don Francisco G. Barnés y Tomás, doctor en Teología y Filosofía y Letras, Licenciado en Derecho, catedrático numerario de esta Universidad literaria. Fue sacerdote católico. Mientras creyó en el dogma practicó los actos de la religión con dignidad y escrupuloso respeto. Cuando, después de maduro examen y ejercicios continuados de razón, dejó de creer en el orden sobrenatural (que juzgó fantástico), su carácter sincero no le permitió continuar una vida interior, farisaica, burlando y explotando la credulidad de las gentes. Prosiguió a la Naturaleza, nuestra común madre. Contrajo matrimonio con digna mujer. Fue padre de familia, cuyos deberes no descuidó un instante. Y en el trato con toda clase de personas se ofreció como hombre sin fuero ni privilegio religioso. Fue demócrata por convicción. No creyó en otros milagros que en la instrucción y trabajo humanos. Murió en la paz de Dios el día 5 de Marzo de 1892, a los cincuenta y ocho años de edad». (Op. cit., pp. 137-138).
[13] El concepto noeliano de Raza, escrita así con mayúscula, de evidentes reminiscencias regeneracionistas, es omnipresente y recurrente en nuestro escritor. Un estudio para su correcta categorización requeriría un largo, difícil y ambicioso análisis. Poco válidas son las aproximaciones de Ángeles Prado [1973]. Ciertas contradicciones de Noel en su caracterización, por otra parte normales en tan larga y sobresaltada producción literaria, hacen más complicado su afrontamiento.
[14] Diario íntimo, Tomo I, pp. 373-375.
[15] Ibidem, Tomo I, p. 379.
[16] Así relata la gitana Custodia el fin del chiquillo: «Ese estornúo de hombre la diñó; ea, a bailá con la jalusa. Se le trasconejó al gurripatiyo un trapicheo del buche, y ya le ha dao la puntiya er doctó de lo forense…» (p. 371).
[17] Hay otras dos ediciones (1952, 1963).
[18] Noel escribe en enero de 1918: «Arreglo dos tomos de España, nervio a nervio; veremos si alguien se atreve a editarlos». Diario íntimo, Tomo II, p. 128.
[19] De nuevo en su Diario íntimo, tomo II, p. 347, escribe en abril de 1924: «Recibo aquí [Bogotá], comprados, dos ejemplares de mi España, nervio a nervio, editado por Calpe, pero a cuyo libro le falta la mitad del original que tiene 314 páginas».
[20] Ibídem, pp. 275 y 278.
[21] V. José María Iribarren, El porqué de los dichos, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 408-410.
[22] V. Diario íntimo. Tomo II, p. 186.
[23] Ibídem, Tomo II, p. 270.
[24] Ibídem, Tomo I, p. 288.
[25] Ibídem, Tomo II, p. 70.
[26] Ibídem, Tomo II, pp. 79, 82 y 96.
[27] Ibídem, Tomo II, p. 203.
[28] Ibídem, Tomo II, p. 304.
[29] Ibídem Tomo II, p. 188-189.
[30] Ibídem, Tomo II, p. 217.
[31] Ibídem, Tomo II, p. 192.
[32] Ibídem, Tomo II, p. 270.
[33] En este aspecto es auténticamente dantesca la descripción que hace del trabajo de un molinero en el artículo «La muerte del maestro», comentado anteriormente.
[34] Diario íntimo, Tomo II, p. 192.
[35] Famoso escenógrafo, autor de un decorado para Carmen, en versión estrenada en Dinamarca, para el que tomó apuntes, acompañado de Eugenio Noel, en una cueva de Alcalá de Guadaira.
[36] Cf. Eduardo Molina Fajardo, Manuel del Falla y el Cante Jondo, Granada, Universidad de Granada, 1990. José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz, Diccionario enciclopédico ilustrado del Flamenco, Tomo I, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 194-198. Jorge de Persia, I Concurso de Cante Jondo, Granada, Archivo Manuel de Falla, 1993.
[37] V. Diario íntimo, Tomo II, pp. 332, 336 y 365.
[38] V. el artículo «Un rincón de Marchena», perteneciente a Aguafuertes ibéricas, comentado más arriba.
[39] V. la excelente descripción del mismo que hace el especialista José Blas Vega en Los cafés cantantes de Sevilla, Madrid, Cinterco, 1987, pp. 85-91.
[40] Diario íntimo, Tomo II, p. 282.
[41] En las menciones literarias de Noel a esta figura del cante siempre sustituye su nombre auténtico por el de Martín. Su verdadero nombre fue Joaquín Fernández Franco (Alcalá de Guadaira, 1875-1933). Esquilador de oficio es considerado como uno de los maestros fundamentales del cante grande, destacando en las soleares. De gran autenticidad e ingenio, los recuerdos de quienes le conocieron están llenos de admiración hacia su originalidad, bonhomía, pintoresca personalidad y genio en el arte. V., por ejemplo, Manuel Ríos Ruiz y José Blas Vega, Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco, Tomo II, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 574-576 y Ángel Álvarez Caballero, Historia del cante flamenco, Madrid, Alianza, 1981, pp. 86-90.
[42] Publicada en 1926, y hace unos años (1981), reeditada y ya agotada, por Enrique Rodríguez Baltanás en el pueblo natal del cantaor, Alcalá de Guadaira, V., también, Rodríguez Baltanás [1988].
[43] En la última década, el interés se ha reavivado relativamente y una de sus obras ha merecido su inclusión en una colección mayoritaria, aunque destinada a un público estudioso: Las siete cucas, edición de José Esteban, Madrid, Cátedra, 1992. También fue reeditada, Semana Santa y Sevilla y una antología, Raíces de España, preparada por Andrés Trapiello. (V. Bibliografía).
OBRAS (Orden alfabético)*
-Aguafuertes ibéricas, Barcelona, Maucci, s. f. (1926-7).
-Alma de Santa, Madrid, El Cuento Semanal nº 131, 2-VII-1909.
-Amapola entre espigas, Madrid, La Novela Corta nº 65, 31-III-1917./Madrid, Emiliano Escolar, 1980.
-América bajo la lupa, Madrid, Edaf, 1970.
-Artista de circo, Madrid, La Novela Corta nº 140, 7-IX-1918.
-Castillos de España: I Las raíces de la tragedia española, II, España La Vieja, III La epopeya de las capeas, Valladolid, Bibl. Studium, Imprenta y Librería Viuda de Montero, 1915.
-Como la palma de la mano de un viejo, Madrid, La Novela Corta nº 284, 21-V-1921.
-Cornúpetos y bestiarios, Tortosa, Monclús, 1920.
-Chamuscón y Tabardillo, Madrid, La Novela Corta nº 257, 20-XI-1920.
-Dama ibérica, Madrid, La Novela Corta nº 335, 6-V-1922.
-De cuerno de Morueco, Madrid, La Novela Corta nº 217, 28-XII-1920.
-Diario íntimo (La novela de la vida de un hombre) (2 vols.), Madrid, Taurus, 1962 y 1968.
-Don Oliverio XXIV de Bombón, Madrid, El Cuento Semanal nº 232, 9-VI-1911.
-El «allegretto» de la Sinfonía VII, Madrid, La Novela Corta nº 11, 25-III-1916./Madrid, Mundo Latino, 1917. (Contiene: El «allegretto» de la sinfonía VII-La reina no ama al rey-La Melenitas-Amapola entre espigas), Madrid, Mundo Latino, 1917./ Toulouse, La Novela Española nº 7, 1948./ Madrid, Austral, 1976. (Contiene los mismos cuentos que la edición de 1917)
-El as de oros. Maravillosa historia de un torerazo, Madrid, Ed. Madrid, s. f. (1914).
-El billete de lotería, Madrid, Los Contemporáneos nº 384, 5-V-1916.
-José «El Cabezota», picador de toros, Madrid, Los Contemporáneos nº 44, 29-X-1909.
-El crimen de un partido político, Madrid, El Cuento Semanal nº 222, 31-III-1911.
-El cuento de nunca acabar, Madrid, El Cuento Semanal nº 262, 5-I-1912.
-El Charrán y Flora la Valdajo, Madrid, El Libro Popular nº 29, 22-VII-1913.
-El flamenquismo y las corridas de toros, Bilbao, Impresor Sabino Ruiz, 1912.
-El picador Veneno y otras novelas, (Contiene: El picador Veneno-Oros viejos-Sueño de Feria-Las tres hijas del maestro-Dama ibérica-Misa de botón quitao), Barcelona, Maucci, s. f. (1927).
-El picador y su mujercita, Madrid, La Novela de Hoy nº 14, 18-VIII-1922.
-El rey se divierte, Madrid, El Cuento Semanal nº 211, 13-I-1911./Valencia, Sempere, s. f. (1913) (Contiene: El rey se divierte. Alma de santa. El cuento de nunca acabar. El crimen de un partido político. Don Oliverio XXIV de Bombón).
-El torero y el rey o el milagro de la Virgen del Palomo, Madrid, El Cuento Popular nº 8, 1914. Ilustraciones de Gregorio Vicente.
-Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, Valencia, Sempere, s. f. (1913)./Madrid, Libertarias, 1995.
-Escritos antitaurinos, Madrid, Taurus, 1967.
-España, fibra a fibra, Madrid, Taurus, 1960 y 1967.
-Humorismo (figura en una lista de obras publicadas por el autor que aparece en la novela Martín el de la Paula en Alcalá de los Panaderos).
-Juicios de valor, Tortosa, Monclús, Bibl. Avante nº 5, 1917.
-La Melenitas, Valencia, La Novela con Regalo nº 19, 17-II-1917.
-La novela de un toro (Contiene: La novela de un toro-Los compradores de pieles, Martín, el de La Paula en Alcalá de Guadaira), Santiago de Chile, Nascimento, 1931. La primera, incluida en Tres novelas taurinas del 900 (Ed. Abelardo Linares), Valencia, Diputación Provincial, 1988.
-La novela de un pueblo en capea, Madrid, La Novela Decenal nº 11, 1926.
-La providencia al quite. Vidas pintorescas de fenómenos, toreros enfermos, diestros y siniestros del embrutecimiento nacional, Madrid, Biblioteca Hispania, s. f. (1917).
-La reina no ama al rey, Madrid, El Libro Popular nº 20, 21-XI-1912.
-La revolución hispana. Cómo ha caído la República española en el alma de nuestras colonias americanas, Madrid, Imprenta de Galo Sáez, 1931.
-La señorita Mema, Madrid, La Novela Corta nº 115, 2-III-1918.
-Las capeas, Madrid, Imprenta Helénica, 1915./Madrid, Novelas y Cuentos nº 149, 8-IX-1931./Madrid, Afrodisio Aguado, 1940 y 1952./Valencia, Aeternitas, 1953/ Madrid, El Museo Universal, 1986.
-Las siete cucas (Una mancebía en Castilla), Madrid, Renacimiento, 1927./Incluida en Las mejores novelas contemporáneas (Ed. Joaquín de Entrambasaguas), Tomo VII, Barcelona, Planeta, 1961./Madrid, Taurus, 1967/.(ed. José Esteban), Madrid, Cátedra, 1992.
-Las tres hijas del maestro, Madrid, La Novela Corta nº 179, 7-VI-1919.
-Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Barcelona, Talleres Tipográficos de La Neotipia, 1912.
-Los compradores de pieles (De Puerto Montt a Punta Arenas), Madrid, La Novela Mundial, nº 117, 7-VI-1928.
-Los frailes de San Benito tuvieron una vez hambre (Contiene, también: Un espíritu puro que no tiene cuerpo), Valencia, La Novela con Regalo, nº Extraordinario, 15-V-1917./Madrid, Mundo Latino, s. f. (1925). (Contiene: Los frailes de San Benito tuvieron una vez hambre-La Laura de San Sabas en el torrente del Cedrón-Un espíritu puro que no tiene cuerpo-El refectorio de la Cartuja de San Gregorio en el siglo XVI-Una visión de la santa Jerónima Nadal-La señorita Mema-Musarañas).
-Los piratas de los barrios bajos, Madrid, El Libro Popular nº 13, 1-IV-1913.
-Los toros, Madrid, La Novela Artística nº 1, 1924.
-Martín, el de la Paula en Alcalá de los Panaderos, La Novela Mundial nº 34, 4-XI-1926./Alcalá de Guadaira, I. B. Cristóbal de Monroy, 1981.
-Misa de botón quitao, Madrid, La Novela Corta nº 380, 17-III-1923.
-Musarañas, La Novela para todos nº 16, Madrid, 7-VII-1916.
-Nervios de la raza, Madrid, Imprenta Sáez Hermanos, 1915./Colección Cumbre, Madrid, 1947. (Es edición ampliada, que incluye artículos sobre América)./Barcelona, Hispanoamericana de Ediciones, 1947.
-Notas de un voluntario. Guerra de Melilla, Madrid, Imprenta de Primitivo Fernández, (Primera Serie, 1909) (Segunda Serie, 1910).
-Novelas escogidas, Madrid, El Grifón de Plata, 1956.
-Oros viejos, Madrid, La Novela Corta nº 353, 9-IX-1923.
-Pan y toros, Valencia, Sempere, s. f. (1913).
-Piel de España, Madrid, Biblioteca Nueva, s. f. (1917-18).
-Raíces de España, (Antología con fragmentos de «Nervios de la raza», «Castillos de España», «Piel de España», «España, nervio a nervio», Raza y alma», «Taurobolios y verdades contrastadas», «España, fibra a fibra») [2 tomos], Madrid, Fundación Central Hispano, 1997.
-Rayito de luz, Madrid, La Novela Corta nº 321, 4-II-1922.
-Raza y alma, Barcelona, B. Bauzá, 1926. (Hay, al parecer, edición guatemalteca con el título Alma y raza. V. Diario íntimo pp. 332, 336 y 365).
-República y flamenquismo, Barcelona, Antonio López, 1912 y 1932.
-Satanás en Roma, Buenos Aires, Ed. Julio J. Centenari, s. f. (Se trata de una reedición, a todas luces pirata, de «Satanás en Roma durante un cónclave», incluida en Vidas de santos, diablos, mártires, clérigos y almas en pena).
-Semana Santa en Sevilla, Madrid, Renacimiento, 1916./Sevilla, Universidad de Sevilla, 1991.
-Señoritos, chulos, gitanos y flamencos, Madrid, Renacimiento, 1916.
-Taurobolios y verdades contrastadas. Hombres e ideas de América y España, Nascimento, Santiago de Chile, 1931.
-Tríptico de Potosí (Una breve antología de escritos de Eugenio Noel, Ernesto Giménez Caballero y poema de Alberto Saavedra Nogales), Potosí, Editorial Potosí, 1956.
-Un espíritu que no tiene cuerpo, Valencia, La Novela con Regalo nº Extraordinario, 1917.
-Un toro «de cabeza» en Alcorcón, Madrid, Novelas y Cuentos nº 339, 30-VI-1935.
-Vida de un fenómeno, Madrid, El Libro Popular nº 52, 30-XII-1913.
-Vidas de santos, diablos, mártires, clérigos y almas en pena, Madrid, Renacimiento, 1916. (Contiene: La Egipciaca-Entre Dareya y Damasco-Las bodegas del monasterio de Pujet-Simona de Antioquía-Satanás en Roma durante un cónclave-Monte Casino en San Germano-Sírico Silíceo, virgen y mártir-Hoy se saca ánima-Cómo trasladaron los ángeles la Santa Casa de Loreto-La venerable Madre María Francisca de Champiñón).
*Doy en esta ocasión la lista de obras por orden alfabético, a causa de haber sido ya publicada por Abelardo Linares (1988) una excelente bibliografía del autor con criterio cronológico. Añado cuatro obras en aquella fecha no localizadas por el erudito librero sevillano y las reediciones publicadas desde entonces.
B I B L I O G R A F Í A
-ABATI, Joaquín y Antonio PASO, España nueva (profecía en un acto y varios cuadros con música de Vicente Lleó, estrenada en el Teatro Apolo de Madrid el 7-IX-1914), Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1914.
-ABELLÁN, José Luis, Historia crítica del pensamiento español, 5/II. La crisis contemporánea (1875-1936), Madrid, Espasa Calpe, 1989, pp. 335-343.
-ALÁIZ, Felipe, «El hijo de la lavandera», Tipos españoles, III, París, Umbral, 1965, pp. 85-90.
-ALFONSO, José, «El caso de Eugenio Noel» El Sol, Madrid, 26-VI-1936.
-, Siluetas literarias, Valencia, Prometeo, 1967, pp. 133-138.
-ANDÚJAR, Manuel, «Evocación de Eugenio Noel», El Mundo, Madrid, 9-XII-1990.
-ARJONA, D. K., «‘La voluntad’ and Abulia in contemporary spanish deology», Revue Hispanique, LXXIV (1928), vol. 74, pp. 573-672.
-ASTRANA MARÍN, Luis, «La olma de Pedraza», El libro de los plagios, Bibl. Ariel s. f. (1920), pp. 145-149.
-AYALA, Pascual, «Recordando a Eugenio Noel», El Liberal, Murcia, 7-V-1936.
-AZORÍN, «Eugenio Noel y ‘Toritos, barbarie'», Los valores literarios, Madrid, Renacimiento, 1913, pp. 247-258.
-BACHOUD, Andrée, Los españoles ante las campañas de Marruecos, Madrid, Espasa, 1988.
-BARREIRO, Javier, «Andalucía en las crónicas viajeras de Eugenio Noel», Oralidad y escritura en andaluz, Letras de la Subbética, Iznájar (Córdoba), 1998, pp. 181-200.
-BARRIOBERO Y HERNÁN, Eduardo, «Eugenio Noel», La Palabra Libre nº 23, Madrid, 14-V-1911.
-BER, Alejandro, «La España del porvenir. Eugenio Noel-Prudencio Iglesias», Madrid, La Palabra Libre nº 17, 2-IV-1911.
-BERGAMÍN, José, «Las ínfulas del flamenco», Al volver, Barcelona, 1962.
-BUENO, Manuel, «Antonio de Hoyos y Vinent», Madrid, La Novela Corta, Número Índice, Junio 1916.
-CABA, Pedro, Eugenio Noel. Novela de la vida de un hombre intenso. Redactada según las notas autógrafas de su «Diario», América, Valencia, s. f.
-CABA LANDA, Carlos y Pedro, Andalucía, su comunismo y su cante jondo; tentativa de interpretación, Madrid, Edit. Biblioteca Atlántico, 1933. 2ª ed. Universidad de Cádiz, 1988.
-CALLEJAS, Liberto, «Ante la muerte de un literato. Noel antimilitarista», Solidaridad Obrera, 28-IV-1936.
-CAMBRIA, Rosario, Los toros: tema polémico en el ensayo español del siglo XX, Madrid, Gredos, 1974.
-CAMÍN, Alfonso, Hombres de España y América, Madrid, Imprenta Militar, 1925, pp. 209-217.
-CANSINOS ASSÉNS, Rafael, «Los intelectuales: Eugenio Noel», La Nueva Literatura. Las Escuelas, Madrid, 1925, pp. 105-119.
-, La novela de un literato, Vol. 1, Madrid, Alianza Tres, 1982.
-CARRASCO, M. Alfonso, «Los que mueren pobres. Ante el cadáver de E. N.», Renovación, Barcelona, 26-IV-1936.
-CEJADOR Y FRAUCA, Julio, Historia de la lengua y la literatura castellanas (Ed. facsímil), Madrid, Gredos, 1972, T. XIII, pp. 68 y 72.
-CHABÁS, Juan, Literatura española contemporánea 1898-1950, La Habana, Pueblo y Educación, 1980, pp. 253-255.
-CHISPERO (Seudónimo de Víctor Ruiz Albéniz), Teatro Apolo. Historial, anecdotario y estampas madrileñas de su tiempo (1873-1929), Madrid, Prensa Castellana, 1953, pp. 456-457.
-DÍEZ-CANEDO, Enrique, «España, nervio a nervio», Revista de Occidente t. III, 1924, pp. 374-378.
-DOMINGO, Eugenio, «Nuestros escritores en América. Las nuevas andanzas de Eugenio Noel», La Libertad, 23-III-1928, p. 3.
-DOMINGO, José, La novela española del siglo XX. 1-de la generación del 98 a la guerra civil, Barcelona, Labor, 1972, pp. 74-75.
DOMINGO CUADRIELLO, Jorge, Los españoles en las letras cubanas durante el siglo XX. Diccionario bio-bibliográfico, Sevilla, Renacimiento, 2002, p. 201.
-DOTOR Y MUNICIO, Angel, «El paladín iluminado», Mirador, Madrid, 1929. pp. 18-29.
-DUQUE, Aquilino, «España, fibra a fibra», Papeles de Son Armadans, LVI, (1970), p. 206.
-ENTRAMBASAGUAS, Joaquín y María del Pilar PALOMO, Prólogo a Las siete cucas, Las mejores novelas españolas contemporáneas, t. VII, Barcelona, Planeta, 1961, pp. 623-677.
-ESCUDERO VIDAL, Francisca, La obra narrativa de Eugenio Noel, Tesis doctoral inédita presentada en la Universidad de Sevilla, Curso 1989-1990.
-, «La bibliografía de Eugenio Noel», Revista de Literatura, 57 (114), July-Dec, 1995, pp. 601-613.
-ESTEBAN, José, Introducción a Las siete cucas, Madrid, Cátedra, 1992, pp, 11-53.
-FEBUS, «Unas declaraciones. Lo que cuenta de América Eugenio Noel», El Sol, 22-VI-1926.
-FABRA BARREIRO, Gustavo, «Literatura del casticismo», El discurso interrumpido, Madrid, Akal, 1977, pp. 155-159.
-FERNÁNDEZ URANGA, Francisco Javier, «Tres novelas breves de Eugenio Noel. Entre el regeneracionismo y la revolución» en Eduardo Barriobero y Herrán (1875-1939). Sociedad y cultura radical, Logroño, Universidad de La Rioja, pp. 113-121.
-FRANCÉS, José, «Grandeza y desventura de Eugenio Noel» en Pedro Caba, Eugenio Noel, novela de la vida de un hombre intenso, Valencia, América, s. f. pp. 5-7.
-GARCÍA DE ENTRERRÍA, María Cruz, «Cartas inéditas de Eugenio Noel a Eduardo García de Entrerría», Cuadernos bibliográficos, 1982.
-GARCÍA MERCADAL, José, Prólogo a Las siete cucas (Una mancebía en Castilla), Madrid, Taurus, 1967, pp. 7-12.
-, Prólogo a Escritos antitaurinos, Madrid, Taurus, 1967, pp. 7- 18.
-, Prólogo a América bajo la lupa, Madrid, Edaf, 1970, pp. 11-19.
-GÓMEZ HIDALGO, F., «Eugenio Noel», El Liberal, 13-I-1910.
-GUZMÁN, Antonio, «‘El picador Veneno y otras novelas’ por Eugenio Noel», Patria, Jaén, 24-IX-1927.
-HARO TECGLEN, Eduardo, «Para leer en la feria», El País, 7-VI-1994.
-INSÚA, Alberto, «Semblanza de Eugenio Noel», Novelas escogidas de Eugenio Noel, Madrid, El Grifón de Plata, 1956, pp. 7-11.
-IRISARRI JUSTE, Rosario, Introducción a Amapola entre espigas, Madrid, Hipólito Escolar, 1980, pp. 9-52.
-JIMÉNEZ BARRIENTOS, Jorge y Manuel José GÓMEZ LARA, Introducción a Semana Santa en Sevilla, Sevilla, Universidad de Sevilla, pp. 7-55.
-LINARES, Abelardo, Prólogo y bibliografía a Tres novelas taurinas del 900, Valencia, Diputación Provincial, 1988, pp. 9-24 y 37-41.
-LÓPEZ PARRA, Ernesto, «Un gran escritor que desaparece. Noel y su obra», Heraldo de Madrid, 29-IV-1936.
-MARRA LÓPEZ, J. R., «España, fibra a fibra», Ínsula nº 166, Madrid, Septiembre 1960.
-MARTÍNEZ ARNALDOS, Manuel, «Constitución psico-sígnica de la lengua de Eugenio Noel», Monteagudo, 66 (1979), pp. 11-20.
-MORENO SÁEZ, Francisco, «El círculo antiflamenquista de Alicante», Canelobre, 5 (1985), pp. 39-50.
-NORA, Eugenio G. de, La novela española contemporánea, T. I, Madrid, Gredos, 1965, pp. 285-298.
-OROZCO, Manuel, «La caducidad de un escritor», Ínsula nº 247, Madrid, junio 1967, p. 9.
-PALOMO, María del Pilar, «Diario íntimo», Revista de Literatura, t. XX, nº 39-40, Madrid, 1961, pp. 453-454.
-PARDEZA, Miguel, «Vindicación de Eugenio Noel», El Bosque nº 10-11, Zaragoza, Enero-Agosto 1995, pp. 169-184.
-PORTILLO, Eduardo M. del, «Eugenio Noel, el comentador de la ‘España nervio a nervio’, nos habla de la América paso a paso», La Libertad, 6-VI-1926, pp. 5-6.
PRADO, Angeles, «Eugenio Noel. Denunciador y exponente de la España castiza», Ínsula nº 274, Madrid, Septiembre 1969. p. 3.
-, La literatura del casticismo, Moneda y Crédito, Madrid, 1973, pp. 95-264.
-PRECIOSO, Artemio, «Interview con Eugenio Noel», El picador y su mujercita, Madrid, La Novela de Hoy nº 14, 18-VIII-1922, pp. 5-9.
-RÍO, Angel del y M. J. BERNARDETTE, «El concepto contemporáneo de España», Buenos Aires, 1946, pp. 335-348.
-RODRÍGUEZ BALTANÁS, Enrique Jesús, Introducción a Martín, el de la Paula en Alcalá de los Panaderos, Alcalá de Guadaira, I. B. Cristóbal de Monroy, 1981.
-, «‘Martín el de la Paula en Alcalá de los Panaderos’: una novela de Eugenio Noel, sobre Joaquín el de la Paula», Candil nº 57, Jaén, Mayo-Junio, 1988.
-SÁINZ DE ROBLES, Federico Carlos, Ensayo de un diccionario de literatura (Tomo II), Madrid, Aguilar, 1949, pp. 1152-1153.
-, La promoción de «El Cuento Semanal», 1907-1925, Madrid, Espasa Calpe, 1975.
-SÁNCHEZ REBOREDO, José, «Relectura de España nervio a nervio», Cuadernos Hispanoamericanos nº 426, Madrid, Diciembre 1985, pp. 155-163.
-SENABRE, Ricardo, «La lengua de Eugenio Noel», Berlín, Walter de Gruyter & Co. Es tirada aparte de Romanistisches Jahrbuch, XX, 1969, pp. 322-338.
-SERRANO, Francisco, Introducción a Las capeas, Madrid, El Museo Universal, 1986.
-TRAPIELLO, Andrés, «Las cornás del hambre o el peón de brega», Prólogo a Raíces de España (2 tomos), Madrid, Fundación Central Hispano, 1997, pp. 7-25.
-, Los nietos del Cid. La nueva edad de oro de la literatura española 1898-1914, Barcelona, Planeta, 1997, pp. 326-334.
-, «El diario de Eugenio Noel. El templo de la bohemia», El País Semanal, 14-V-2000, pp. 126-134.
-UNAMUNO, Miguel, «La sombra de Eugenio Noel», De esto y aquello, Buenos Aires, Sudamericana, 1950, pp. 254-261.
-URBANO, Manuel, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel, Córdoba, Ediciones La Posada, Ayuntamiento de Córdoba-Junta de Andalucía, 1995.
-UTRERA, Federico, Memorias de Colombine, la primera periodista, Madrid, HMR-Hijos de Muley-Rubio, 1998.
-VALBUENA PRAT, Ángel, Historia de la literatura española, t. III, Barcelona, 1953.
-VARELA, Benigno, «El niño preso», Mi Evangelio, Madrid, Imprenta de Antonio Marzo, 1910, pp. 143-147.
-ZARRALUQUI VILLALBA, Julio, Cuatro redacciones y una guerra La vida y la época de un periodista, Barcelona, Autor, 1968, pp. 19-21.
[1] Cf. Francisco Carrasquer, «La literatura española y sus ostracismos», Cuadernos de Leiden nº 7, Universidad de Leiden, 1981.
[2] Este calificativo, y otras valoraciones igualmente miméticas de un criterio interesado, le otorga José Sánchez Reboredo [1985], autor del único trabajo de cierta extensión que conozco sobre España nervio a nervio que, por otra parte, contiene observaciones atinadas e interesantes.
[3] Ya en pruebas este libro, Andrés Trapiello da cuenta de la adquisición de este material por parte de un librero madrileño y de la inexcusabilidad cultural de su conocimiento. Trapiello [2000].
[4] Diario íntimo, pp. 269 y 373.
[5] También a editar un semanario antiflamenquista de gran densidad y contenido intelectual, redactado prácticamente en su integridad por el propio don Eugenio. Con el nombre de El Flamenco aparecieron tres números entre el 12 y el 26 de abril de 1914. Obligado a cambiar de cabecera a causa de diversas insidias, del 10 de mayo al 7 de junio, aparecieron cuatro números más con el nombre de El Chispero, todos ellos con apretado y abundante texto y ampliamente ilustrados.
[6] Las excepciones son: Félix Grande, que acomete una discutible interpretación en su, por otra parte, excelente Memoria del flamenco II, pp. 454-459 y Manuel Urbano, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel.
[7] Diario íntimo, Tomo I, p. 212.
[8] La primera edición se titula, asimismo, Notas deun voluntario. Guerra de Melilla, Primera serie, 1909. Imprenta de Primitivo Fernández, Madrid, 1910. La segunda, completa, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Talleres tipográficos de La Neotipia. Barcelona, 1912.
[9] Podrían citarse también con justicia las crónicas de Ciges Aparicio, Entre la paz y la guerra (Marruecos), El blocao de José Díaz Fernández y el segundo tomo de La forja de un rebelde de Arturo Barea.
[10] La repercusión de estas campañas fue grande pero tanto sus detractores como la proverbial chunga española convirtieron a Noel en un prototipo de personaje pintoresco y un punto alienado, al menos para el gran público. Los molinos de viento contra los que debía luchar tenían aspas que llegaban lejos. Buena muestra de hasta donde se extendió esta consideración es España nueva (V. Bibliografía), pieza del género chico estrenada en 1914, donde en su última escena aparece el personaje de Nobel, interpretado por Ortas (hijo), evidente trasunto de don Eugenio: El gobernador civil ha sufrido un atentado: al apearse de la jardinera para entrar en el hotel, un sujeto le arrojó una banderilla de fuego, aunque no padece más que un ligero tueste. Cuando uno de los personajes pregunta por el autor del atentado aparece el tal Nobel:
Nobel: Servidor de ustedes.
Todos: (Con terror) ¡¡Nobel!!
Música
Nobel: Yo soy Nobel.
Todos: ¡Es él, es él!
Nobel: De los flamencos
el terrorista
soy literato,
soy publicista.
Yo soy Nobel.
¡Es él, es él!
Soy el Apóstol
del siglo veinte,
y voy en contra
de la corriente;
a mí los cuernos
no me entretienen
y odio a los caracoles
porque los tienen.
Yo por el caballo
mi defensa pongo,
no está bien que el toro
le saque el mondongo
ni obligarle que luego al andar,
se lo pise como es natural.
Las tripitas, no.
Todos: Las tripitas, sí.
Nobel: El redaño
me hace daño
francamente a mí.
¡Qué barbaridad!
Cállese porque
al oírle,
es pa’decirle
que se alivie usté.
Nobel: Yo pierdo la calma,
y hasta mi sosiego,
cuando a un toro huído
se le pone fuego:
pues quemarlo resulta una acción,
de los tiempos de la Inquisición.
Chicharrones, no.
Todos: Chicharrones, sí.
Nobel: Que proteste
de ese tueste
todo el mundo aquí.
Todos: ¡Qué barbaridad!
Cállese porque
al oírle,
es pa’decirle
que se alivie usté.
Hablado
Vicente: ¿De modo que te confiesas autor del atentado?
Nobel: De éste y de todos los que quedan. Ahora que esto no quita para que particularmente tenga el honor de saludar al divino José.
(Le tiende la mano).
José: (Dándosela). Gracias, Nobel.
Nobel: ¿Toreas mañana?
José: Mañana.
Nobel: ¿Cuántos matas tú solo?
José: Doce.
Nobel: Habrá propina.
José: Una ternera.
Nobel: ¿Ternera?… Voy a coger un asiento… de sombra si quedan todavía. (Medio mutis).
Vicente: (Sujetándole) Usted donde va ahora mismo es a la sombra.
Nobel: Pues ahí no quiero ir.
Vicente: Digo a la cárcel, de donde no va usted a salir hasta que se le caiga el pelo.
Nobel: (Con gallardía) ¿Y qué me importa? Vuestra tiranía hará más simpática mi causa. España me lo agradecerá.
Condesa: España está hoy mejor que nunca.
Nobel: ¿Mejor? Miren ustedes la portada de mi nuevo periódico.
(Se abre el telón de foro y aparece un forillo grande en que se verá pintado un trozo de anfiteatro romano, ocupado por ingleses, franceses, alemanes, rusos, japoneses, etc., ataviados con vistosos uniformes, y en actitudes trágicas de terror. En el centro del redondel, un hermoso toro, llevará entre los cuernos una figura de matrona, tal como se representa a España, con túnica, corona, etc.).
Todos: ¡Cogida!…
Nobel: Cogida. Y aunque por ahora no sea de consecuencias, quién sabe si llegará un día en que los vendedores pregonen: «la cogida y muerte de España».
(Al público)
No se olviden ustedes
de que esta fiesta española
ningún gobierno la abole
ni nacerá quien la abola.
Pero en fin, si han conseguido,
no amargarte la velada,
en nombre de ellos te pido,
lo de siempre, una palmada. (pp. 37-39).
[11] Cito por la primera edición.
[12] «Aquí descansan los restos de don Francisco G. Barnés y Tomás, doctor en Teología y Filosofía y Letras, Licenciado en Derecho, catedrático numerario de esta Universidad literaria. Fue sacerdote católico. Mientras creyó en el dogma practicó los actos de la religión con dignidad y escrupuloso respeto. Cuando, después de maduro examen y ejercicios continuados de razón, dejó de creer en el orden sobrenatural (que juzgó fantástico), su carácter sincero no le permitió continuar una vida interior, farisaica, burlando y explotando la credulidad de las gentes. Prosiguió a la Naturaleza, nuestra común madre. Contrajo matrimonio con digna mujer. Fue padre de familia, cuyos deberes no descuidó un instante. Y en el trato con toda clase de personas se ofreció como hombre sin fuero ni privilegio religioso. Fue demócrata por convicción. No creyó en otros milagros que en la instrucción y trabajo humanos. Murió en la paz de Dios el día 5 de Marzo de 1892, a los cincuenta y ocho años de edad». (Op. cit., pp. 137-138).
[13] El concepto noeliano de Raza, escrita así con mayúscula, de evidentes reminiscencias regeneracionistas, es omnipresente y recurrente en nuestro escritor. Un estudio para su correcta categorización requeriría un largo, difícil y ambicioso análisis. Poco válidas son las aproximaciones de Ángeles Prado [1973]. Ciertas contradicciones de Noel en su caracterización, por otra parte normales en tan larga y sobresaltada producción literaria, hacen más complicado su afrontamiento.
[14] Diario íntimo, Tomo I, pp. 373-375.
[15] Ibidem, Tomo I, p. 379.
[16] Así relata la gitana Custodia el fin del chiquillo: «Ese estornúo de hombre la diñó; ea, a bailá con la jalusa. Se le trasconejó al gurripatiyo un trapicheo del buche, y ya le ha dao la puntiya er doctó de lo forense…» (p. 371).
[17] Hay otras dos ediciones (1952, 1963).
[18] Noel escribe en enero de 1918: «Arreglo dos tomos de España, nervio a nervio; veremos si alguien se atreve a editarlos». Diario íntimo, Tomo II, p. 128.
[19] De nuevo en su Diario íntimo, tomo II, p. 347, escribe en abril de 1924: «Recibo aquí [Bogotá], comprados, dos ejemplares de mi España, nervio a nervio, editado por Calpe, pero a cuyo libro le falta la mitad del original que tiene 314 páginas».
[20] Ibídem, pp. 275 y 278.
[21] V. José María Iribarren, El porqué de los dichos, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 408-410.
[22] V. Diario íntimo. Tomo II, p. 186.
[23] Ibídem, Tomo II, p. 270.
[24] Ibídem, Tomo I, p. 288.
[25] Ibídem, Tomo II, p. 70.
[26] Ibídem, Tomo II, pp. 79, 82 y 96.
[27] Ibídem, Tomo II, p. 203.
[28] Ibídem, Tomo II, p. 304.
[29] Ibídem Tomo II, p. 188-189.
[30] Ibídem, Tomo II, p. 217.
[31] Ibídem, Tomo II, p. 192.
[32] Ibídem, Tomo II, p. 270.
[33] En este aspecto es auténticamente dantesca la descripción que hace del trabajo de un molinero en el artículo «La muerte del maestro», comentado anteriormente.
[34] Diario íntimo, Tomo II, p. 192.
[35] Famoso escenógrafo, autor de un decorado para Carmen, en versión estrenada en Dinamarca, para el que tomó apuntes, acompañado de Eugenio Noel, en una cueva de Alcalá de Guadaira.
[36] Cf. Eduardo Molina Fajardo, Manuel del Falla y el Cante Jondo, Granada, Universidad de Granada, 1990. José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz, Diccionario enciclopédico ilustrado del Flamenco, Tomo I, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 194-198. Jorge de Persia, I Concurso de Cante Jondo, Granada, Archivo Manuel de Falla, 1993.
[37] V. Diario íntimo, Tomo II, pp. 332, 336 y 365.
[38] V. el artículo «Un rincón de Marchena», perteneciente a Aguafuertes ibéricas, comentado más arriba.
[39] V. la excelente descripción del mismo que hace el especialista José Blas Vega en Los cafés cantantes de Sevilla, Madrid, Cinterco, 1987, pp. 85-91.
[40] Diario íntimo, Tomo II, p. 282.
[41] En las menciones literarias de Noel a esta figura del cante siempre sustituye su nombre auténtico por el de Martín. Su verdadero nombre fue Joaquín Fernández Franco (Alcalá de Guadaira, 1875-1933). Esquilador de oficio es considerado como uno de los maestros fundamentales del cante grande, destacando en las soleares. De gran autenticidad e ingenio, los recuerdos de quienes le conocieron están llenos de admiración hacia su originalidad, bonhomía, pintoresca personalidad y genio en el arte. V., por ejemplo, Manuel Ríos Ruiz y José Blas Vega, Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco, Tomo II, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 574-576 y Ángel Álvarez Caballero, Historia del cante flamenco, Madrid, Alianza, 1981, pp. 86-90.
[42] Publicada en 1926, y hace unos años (1981), reeditada y ya agotada, por Enrique Rodríguez Baltanás en el pueblo natal del cantaor, Alcalá de Guadaira, V., también, Rodríguez Baltanás [1988].
[43] En la última década, el interés se ha reavivado relativamente y una de sus obras ha merecido su inclusión en una colección mayoritaria, aunque destinada a un público estudioso: Las siete cucas, edición de José Esteban, Madrid, Cátedra, 1992. También fue reeditada, Semana Santa y Sevilla y una antología, Raíces de España, preparada por Andrés Trapiello. (V. Bibliografía).
12 agosto 2022. Hoy cumpliría Joaquín Carbonell 75 años. Muy reacio a la medicina y a la farmacopea, afirmaba no haber tenido nunca necesidad de usarlas. Confiaba también en la longevidad de su familia –su madre le sobrevivió- pero en septiembre de 2020 la riada del Covid arrasó sus proyectos en uno de los momentos en que más le sonreía la vida. Muy querido por muchos y muy incomprendido por otros, bondad y egolatría, prepotencia y desvalimiento, escepticismo e ingenuidad, conformaron un hombre tierno, divertido, repentista, siempre leal –hasta demasiado- con sus amigos, que fue autor de varias de las mejores canciones escritas en español en este siglo XXI.
Publicado en el libro-homenaje ” Carbonell, amigo, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 2021, pp. 47-50.
El joven cantautor
Humor y complicidad son las dos primeras palabras que me surgen al evocar a Joaquín. Estar con él era divertirse y pocas cosas más hicimos fuera de ello. A menudo, con otras personas que dirían exactamente lo mismo que yo.
Al analizar la personalidad de quienes están entre nuestros mejores amigos, el caleidoscopio -término que viene a significar “mirar bonito”- nos devuelve una versión intensamente atractiva -por eso lo son- pero nunca exenta de matices. Como los extremos se tocan, si el retrato es exacto, a cada virtud, corresponderá un defecto, a cada rasgo heroico, un perfil grotesco… Lo sabían los antiguos, hombres equilibrados, que incluso podían tener opinión negativa sobre sus dioses. Es lógico que quienes quisimos a la persona recordada, privilegiemos el recuerdo positivo; lo mismo harán los indiferentes e, incluso, los que están enfrente: La muerte ha ejecutado su venganza y sería mezquino ensañarse. Así, algunas personas, al tratar a Joaquín someramente, sacaban de él una imagen de cierta prepotencia, superficialidad y egotismo. Y ahí se podría contrarrestar que la prepotencia era humor, la superficialidad, refugio contra los pelmas y el egotismo, la otra cara del espejo: el autocuestionamiento. Llegados aquí, yo insistiría en que el rasgo más relevante de Joaquín fue el humor, por lo que siempre las horas con él se convertían en festivas. Humor fresco, por lo juvenil; crítico, por lo aragonés; escéptico, por lo inteligente, original, variado y poliédrico.
Jorge Valdano, Joaquín y Nicolás Carbonell, Javier Barreiro y Dionisio Sánchez
La diversión propició que la hora del reposo fuese nuestro ámbito de encuentro de encuentro más frecuente. Fatigábamos la noche con aragonesa tenacidad en un tiempo en el que al juerguista se le ofrecía una gama de posibilidades que iba desde los bares de barrio abiertos más allá de las tres hasta los paradores de carretera que no cerraban, pasando por las barras abiertas nocturnalmente en pisos, las salas de fiestas, la estación de trenes, las tascas que abrían a las cinco para atender tanto al obrero como al nocherniego, los bares de heavys, las salas de modernos, los clubs de alterne y un sinfín de garitos medio ilegales pero con nombre propio (antros con suelo de tierra, guaridas de gitanos cantaores, trastiendas de peristas…, en general, buena gente) de los que he dado cuenta en algún otro texto y que han desaparecido totalmente a favor de otras formas de vida en las que poco cuenta la socialización y el aprendizaje de disciplinas y habilidades sólo posibles de ser asimiladas en tales garitos. Únase a ello la juerga en casas particulares, en las que la guitarra y la alegría de Joaquín eran elementos indispensables para dar cauce al sentimiento que las copas inspiraban. Probablemente, los vecinos no eran tan tiquismiquis como los de hoy. Cuando en alguna ocasión, preguntaba a los míos si los habíamos dejado dormir bien, me solían responder: “No te preocupes Javier, que nos dais mucha alegría”, “Si estuvimos a punto de bajar a acompañaros…”, “La juventud todo lo puede”. Juventud que, en nuestro caso, sobrepasó cumplidamente el medio siglo.
De esas noches salieron disparates que, a menudo, me cuentan los demás porque los he olvidado. Uno de nuestros locales preferidos fue el Oasis, todavía music-hall, con sus atracciones de siempre: La Pilara, Moscatelli, el genio polifacético que se hacía llamar Negrito Poli…y los invitados de categoría: Lilián de Celis, Rafael Farina, Antonio Molina, Carmen Morell, La Maña, Antonio Amaya… La amistad, buenos oficios y la paciencia del factótum de local, Enrique Vázquez, propiciaba que frecuentemente intimáramos con los artistas y muchas veces siguiéramos de copas con ellos. Lo que debió generar uno de los pocos trabajos que hicimos al alimón: la confección de unos incalificables sketchs para ser representados en el género, cuyos nombres darán idea de su nivel: Purita y el puro deArturo,El probador, Coplas del bidé… Naturalmente, firmábamos con seudónimos ad hoc: Navajas, Sarmiento, Saín…
En “La Frontera”, un programa nocturno de Radio Heraldo que Joaquín inventó y al que eran muy aficionados los taxistas, yo intervenía como Doctor No sé qué, máster en Sexología por la Universidad
de Soria y respondía, por estrambóticas que fueran las preguntas del consultorio sexual. Tanto por el tono del programa, como por mi pintoresco nombre y la entonces inexistente universidad de Soria, nos parecía meridiano que el oyente no nos tomaría en serio. Pero todavía la ignorancia en tales temas era mucha y algunos hacían preguntas tan angustiadas y patéticas, que hubimos de suspender la sección. Todas estas cosas y muchas otras de las que emitían radio y televisión en tales calendas, hoy serían consideradas políticamente incorrectas y perseguibles por la policía política y de costumbres que el poder desarrolla hic et nunc con cada vez mayor entusiasmo represor.
De todo esto hablaría Joaquín en las memorias que andaba escribiendo. Sin asomo de duda, tenían todas las bazas para resultar apasionantes. A pesar de que, por orgullo, timidez, reserva, miramientos o qué sé yo, el aragonés ha sido poco pródigo en el género y la mayor parte decepcionan. En su caso, hubiera sido tan interesante el contenido, como el punto de vista de una persona imbricada durante medio siglo en la música, la cultura y la vida aragonesa, pues hizo de todo: desde jugar en su Alloza natal al recacholino –es decir, al aro, ya totalmente fuera de uso en la ciudad- hasta recibir la medalla de Aragón.
En efecto, fue sorprendente su proteica capacidad de inventarse desde sus inicios: camarero en Sitges; cantautor de la tierra aragonesa, conductor de programas en la sucursal de TVE en Aragón y en Radio Heraldo; periodista, poeta, novelista, biógrafo y escritor misceláneo, director de documentales, ejecutivo en la empresa Video-Art, donde desarrolló los muñecos televisivos de guiñol político que tanta popularidad obtuvieron en la España de los años noventa; director de Buscando desesperadamente a Charly, un mediometraje entre esperpéntico y surrealista; versionista de Brassens; jugador de clase en el club de fútbol-sala “No hay motivo de alarma”; cantor melódico con Los Tres Norteamericanos; boxeador, “El pigre de Alloza”, en un ring; actor en Aben Galí, film de Félix Zapatero y un porrón de cosas más.
Maite Cacho, Miguel Pardeza, Aben Galí (J. C.) y el firmante
Esas memorias hubieran puesto la guinda en su trayectoria literaria, siempre en segundo plano por su popularidad musical, pero de muy alto interés por su variedad y, en algunos casos, por su calidad. Fui lector inaugural de muchos de sus libros y puedo dar fe de ello. También, de que su rapidez
escribiendo, su habitual optimismo y cierta despreocupación dieron lugar a que no siempre sus productos estuvieran lo acabados que sería de desear. Sin embargo, fue la de escritor su actividad más constante. Primero en sus canciones, asunto en el que Matías Uribe ha entrado con tanta competencia que me limitaré a registrar la excelsitud verbal de cinco sus discos entre 1998 y 2017: Tabaco y cariño, Sin móvil ni coartada, La tos del trompetista, Clásica y moderna y El carbón y la rosa. Segundo: en sus más de treinta años de actividad periodística en El Día y El Periódico de Aragón, principalmente, como entrevistador cotidiano y crítico de televisión. Pero sobre todo en sus 15 títulos editados.
Primero fue el poemario Misas separadas (1986) que, como toda la poesía de hoy, llegó y se fue en silencio. Sin embargo, se trataba de un sorprendente texto en el que sensibilidad, humor y
Joaquín, María José, Emilio et Io
distanciamiento iban de la mano, deparando lo que en poesía es indispensable: originalidad en el enfoque y tensión en el lenguaje. Ocho años después, Prensas Universitarias daba a la luz su última aventura poética, de características similares a la anterior. Me encanto el título, Laderas de ternero, aunque quizá hubiese sido todavía más redondo el artículo contracto “del”. Otra muestra de la buena relación de Joaquín con la poesía: invitado a cantar en Santiago de Chile, le pedí que intentara entrevistar a Nicanor Parra, entonces, uno de los más grandes poetas vivos. No vivía en la capital, rechazaba a los extraños y era muy reacio a las interviús. La simpatía de Joaquín arrasó con las dificultades y su trabajo se publicó en la revista El Bosque.
Entre ambos libros, Ediciones B editó Apaga… y vámonos. La televisión: guía de supervivencia (1992), un fresco ensayo fruto de su dedicación periodística a la crítica del medio. Miguel Pardeza y yo firmamos una reseña en El Periódico de Aragón, cómplice pero llena de excesos y boutades, que Joaquín aceptó con la benevolencia que le era consustancial. En 1993 llegó su primera incursión en el género narrativo. La última tarde de Goyo Letrinas, fruto de compartidas experiencias por el entorno de la calle Pignatelli, donde se ubicaba El Pajarcico, nuestro más habitual lugar de cenas, recenas y convivencia entre seres disparatados. No era una narración conseguida como tampoco lo fueron sus dos novelas juveniles: Las estrellas no beben agua del grifo (2000) y Hola, Ángela tengo un problema (2007). Recuerdo haber presentado la primera en una destartalada Feria del Libro en Monzón, con dos o tres espectadores. Mucho más interesantes y con cierto éxito de público fueron las dos últimas, El artista (2015), en torno a un pícaro que participa en el rodaje de Viridiana y Un tango para Federico (2016), la investigación de un periodista sobre el encuentro en Buenos Aires de Gardel y García Lorca. Las dos tienen algún sustrato biográfico y, aunque perfectamente legibles, tampoco resultan un producto conseguido.
Fuera de los libros poéticos, el valor literario de Carbonell hay que buscarlo en sus tres biografías: El Pastor de Andorra (2005) –al que también dedicó un extraordinario documental-, Joaquín Sabina (2011) y J. A. Labordeta (2012), en calidad ascendente de la primera a la última. Son retratos sueltos, vividos, intensos y escritos con libertad, penetración y gracia. Pero quizá su aportación más original, desternillante y novedosa estribe en los cuatro libritos agenéricos que escribió al alimón con su compañero de redacción Roberto Miranda: Propuesta de Estatuto de Autonomía de Aragón -Plan B- (2007), Gran Enciclopedia de Aragón preta (2008), Aragón a la brasa. Grandes temas de ayer y de hoy (2009) y Aragón sin empalmes (2011).
Escritos desde Aragón, con habla –que no fabla- aragonesa, su trasfondo no puede ser, efectivamente, más aragonés. Constituyeron la culminación de una agudeza que ambos autores ya habían dilapidado en trabajos anteriores poco reconocidos. Se trata del ingenio aragonés, que surte Gracián, adorna de
Pedro Saputo e internacionaliza el sordo de Calanda. Podemos buscar antecedentes en el diccionario de José Luis Coll o en ciertos humoristas gráficos como Chumy Chúmez, Gila o El Roto, pero los mecanismos del humor no son exactamente los mismos, aunque en bastantes casos sean preferentemente lingüísticos; en JC, es la viveza, es la socarronería, es la mueca de escepticismo del aragonés revolcado.
Estos desopilantes libricos son una muestra de humor puro, de texto interactivo, de capacidad sintética: aquello tan gracianesco de decir lo máximo posible con las menos palabras posibles en que consiste la esencia de la literatura y que tan poco se estila. Y, también, de humor desvergonzado que no respeta vivos, muertos, mitos ni a los propios autores que “pretendían elaborar una obra que hiciera reír para acabar haciendo la risa”, como se proclamaba en la promoción de uno de estos títulos.
Algunas de sus desternillantes sentencias pasaron de boca en boca y pasaron, también, como emblema o proclama, a las camisetas de verano. No estaría de más reeditar una antología de estas cuatro joyas que no deberían poblar el concurrido albergue del olvido.
Trataré de resumir todo esto –pero no el cariño que, como la herida quevedesca, «yace callado”- en este torrente adjetival en forma de soneto.
Hoy que tantos esfuerzos se emplean en buscar mujeres olvidadas, sorprende que no se haya puesto el acento en tres intérpretes españolas que protagonizaron hechos importantísimos en los comienzos del cine, entonces una actividad más cercana a la ciencia y a la tecnología que a la industria, cuando España ya hace centurias que había dejado de estar en vanguardia de la ciencia.
Qué pocos españoles saben que el primer documento fílmico rodado a un artista en el mundo está protagonizado por Carmen Dauset Moreno (1868-1910), conocida como Carmencita, una almeriense que triunfó como bailarina en Nueva York y de la que se conserva un fragmento filmado por William Heise en marzo de 1894 con el sistema Edison. Rodada en los estudios Black María de Nueva Jersey, Carmencita interpreta allí una danza entre flamenca y bolera que venía bailando en Nueva York desde febrero de 1890. Carmencita, más famosa en América que en su país, fue retratada, entre otros, por John Singer Sargent, el gran pintor norteamericano de su tiempo. Sin embargo, a pesar de que esta filmación desde hace tiempo puede verse en You Tube, muchos siguen considerando “Salida de los obreros de la fábrica Lumiere de Lyon” (1895), como el primer documento de la historia del cine.
Tampoco son “Don Juan” (1926) ni “El cantor de jazz” (1927) los primeros ejemplos del cine sonoro sincronizado con la imagen. El verdadero inventor fue Lee de Forest que con su sistema Phonofilm rodó varios cortos que fueron estrenados en el cine Rívoli de Nueva York el 15 de abril de 1923. En ellos figuraba una jovencísima Conchita Piquer cantando una jota con una gracia, salero y espontánea naturalidad que, a sus 16 años, anunciaba ya su futuro como gran figura de la canción española en el siglo XX. Tampoco en España se conoce mucho este documento ni a su genial inventor, padre de la electrónica con su invención del triodo, que posibilitó la ampliación de todo tipo de señales y dio lugar a innovaciones tan importantes científica y sociológicamente como la grabación eléctrica, la radio y la televisión. Ya en 1908 desde la Torre Eiffel, consiguió transmitir música de fonógrafo a 800 kilómetros de distancia y dos años más tarde, la primera transmisión de una ópera en vivo.
Lee de Forest
En febrero de 1927 el ingeniero Lee Forest visitó España y rodó varias canciones interpretadas por la cupletista aragonesa Elvira de Amaya que fueron estrenadas en 1928 en el cine París de Barcelona, donde estuvo instalado su Fonofilm, primer sistema sonoro ensayado en España.
Elvira de Amaya
Poco antes, hubo también un intento de cine sonoro patrocinado por la Fox a través del sistema denominado Movietone. Theodore W. Case, aprovechando las actuaciones de Raquel Meller en los Estados Unidos en 1926, filmó cuatro cuplés (“Flor del mal” “La tarde del Corpus”, “El noi de la mare” y “La mujer del torero”) que, aunque se han perdido, fueron estrenados en 1927 y son anteriores a “El cantor de jazz”. Un día puede aparecer una copia, como sucedió con la jota de la gran cancionista valenciana.
La categoría estética de Carmencita, Concha Piquer y Raquel Meller propició que su arte fuera inmortalizado en los primeros balbuceos tanto de la cinematografía muda como de la sonora.
El 31 de mayo del año 2000, Mauricio me introdujo y dialogamos en el seno de un ciclo de diálogos sobre Narrativa Aragonesa en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés:
(Reseña de Fermín Ezpeleta Aguilar, Alejandro Gargallo: La palabra encendida de un maestro republicano, Calamocha (Teruel), Centro de Estudios del Jiloca, 2018. 140 páginas. Publicada en Diario de Teruel, 5 de septiembre de 2018.
Fermín Ezpeleta lleva lustros dedicado a desentrañar las condiciones socio-pedagógicas en las que el magisterio español –con especial atención al aragonés- hubo de desenvolverse en las décadas anteriores a la Guerra Civil y ha rescatado algunas de sus figuras más esforzadas y caídas en el olvido. La mala fortuna que históricamente acompañó a esta profesión vocacional culminó con el desastre que para ella significó la victoria del fascismo, por el que fue diezmada. Uno de los primeros libros del profesor Ezpeleta, Crónica negra del magisterio español (2001), abundaba en esta cuestión mientras que, cinco años más tarde, el muy ilustrativo y bien informado volumen El profesor en la literatura. Pedagogía y educación en la narrativa española (1875-1939) se centraba en la figura del docente y su abundante representación en tantas obras narrativas y memorialísticas del periodo. Al concluir su lectura es difícil no reflexionar sobre la contradicción entre la pujante literatura del país durante la etapa de la Restauración y las condiciones educativas en las que la mayoría de estos escritores debió de formarse.
Obras posterior se han centrado en el ámbito aragonés y, más concretamente, en el turolense. Tras el pionero Escuelas y maestros en el siglo XIX. Estudio de la prensa del magisterio turolense (1997), en 2010 sale a la luz, Miguel Vallés entre pedagogía y didáctica. Artículos en la prensa del Magisterio turolense (1870-1920); en 2016, La mala vida del maestro. Literatura satírica en la prensa pedagógica turolense (1880-1900) y, con el reciente inserto de otro libro antológico que recopila arrinconadas aportaciones que muestran la inquietud de muchos docentes españoles por su trabajo, Leer y escribir en la escuela del XIX. Prensa pedagógica y Didáctica de la Lengua (2018), nos encontramos ahora con un acercamiento a la figura del zaragozano Alejandro Gargallo (1876-1947), un maestro nacido en Villalengua, que volcó su pasión por el magisterio y la escritura en la mostración y denuncia de los problemas del gremio.
Socialista y republicano, Gargallo ejerció en Asturias (Candás y Pola de Laviana), Aragón (Calatayud y Calamocha) y terminó su vida docente en Badalona, mientras que, al acercarse el fin de su existencia física, volvió a Calamocha. Ezpeleta nos ofrece una breve investigación biográfica, muy ilustrativa de las penurias y horcas caudinas que debía afrontar un maestro independiente y una representativa antología de textos en forma de artículos periodísticos, publicados generalmente en la prensa turolense, algunos cuentecillos, una novela corta y cuatro cartas dirigidas a diversas personalidades.
La citada novela corta que se reproduce, “Un palo de ciego”, apareció en la colección “La Novela de Viaje Aragonesa”, dirigida por Arturo Gil Losilla y la única publicación de esta modalidad literaria, tan en boga desde 1907, que editada en Aragón, alcanzaría más de 70 números, cifra que apenas logró alguna colección, fuera de las editadas en Madrid y Barcelona. A pesar de que en ella colaboró algún escritor popular a escala nacional, como Antonio de Hoyos y Vinent, el nivel literario rara vez superó la mediocridad. No es de las peores la colaboración de Gargallo: un viaje en diligencia hasta el asturiano pueblo de Breñales, donde varios personajes, entre los que el maestro que va a tomar posesión de su plaza en el pueblo es el actor principal, dialogan, con abundantes excursos sobre la identidad asturiana y aragonesa. Finalmente, la novelita, con perjuicio de lo literario, deriva hacia lo autobiográfico, narrándonos una muy convencional historia amorosa y los enfrentamientos del maestro con la inspección, que terminan con su exclusión del cuerpo.
Lo más interesante de los textos del antologado se encuentra, sin duda, en los más de 30 artículos reproducidos entre las fechas de 1903 y 1934, casi todos correspondientes a los últimos ocho años. En ellos aparecen escenas costumbristas, algo de crítica literaria, pero sobre todo la obsesiva preocupación de Gargallo por los problemas y carencias de la escuela pública.
Fermín Ezpeleta analiza dichos textos en la breve introducción (pp. 13-43) contextualizándolos y, por muestra, señalando con acierto que “Un palo de ciego” disuena en el alineamiento conservador propio de la colección en que aparece. También nos ofrece los principales referentes biográficos, entre los que es de destacar el proceso de depuración, con disímiles testimonios en pro y en contra, que deparó al maestro una condena de ocho años, por delito de incitación a la rebelión. De ellos cumpliría casi tres. Su esposa, que lo aguardaba en Villarroya de la Sierra, sólo sobreviviría 41 días a la excarcelación de Alejandro. Éste matrimoniaría en mayo de 1946 con una calamochina, 27 años más joven, y se iría a vivir al pueblo de su mujer, donde, probablemente, había pasado sus mejores y más tranquilos años como maestro. Seguramente, un matrimonio de interés, pues Gargallo fallecería once meses después y está enterrado, a nueve kilómetros de su pueblo natal, en Villarroya de la Sierra.
Ezpeleta, como exhaustivo conocedor del tema, aporta, finalmente, una relación de novelas breves escritas por maestros, que, entre 1865 y finales de los años veinte, tienen como centro los problemas del Magisterio. Como el autor comenta, “la obrita de Gargallo viene a inscribirse en este panorama de novelas, en el que prima más lo conceptual que la estética literaria y en la que la tesis machacona de la voz editorial se sobrepone a cualquier otra consideración”.
Un libro, pues, ampliamente ejemplificador de las penurias que la superestructura ultracatólica y caciquil de un país que se debatía entre las llamadas de la modernidad y los fantasmas del carlismo deparó a los sufrientes miembros del Magisterio. No bastó la Institución Libre de Enseñanza ni la brevedad de la II República para cambiar la dirección de los vientos contra la que también se oponía -por qué no decirlo- la muy escasa preparación intelectual de muchos de los miembros del magisterio.
Fermín Ezpeleta
El último libro de Fermín Ezpeleta (Ed. Taula, Zaragoza, 2020), en el que amplia los datos sobre la figura y la obra de A. Gargallo
(Publicado en Aragón Digital, 23-24 de abril de 2021)
Desde el 14 abril se está representando en el madrileño Teatro de la Zarzuela la opereta Benamor, para varios estudiosos la obra más inspirada del maestro Luna, del que son más conocidas obras como El niño judío, El asombro de Damasco, Molinos de viento, Los cadetes de la reina, o La pícara molinera. O Una noche en Calatayud, partitura tan del gusto de las rondallas joteras. Benamor fue estrenada el 12 de mayo desde 1923 con un éxito espectacular pero casi lo único que se interpreta de ella es la Danza del Fuego. Por cierto, su canción española “País de sol” tiene claras reminiscencias de jota aragonesa.
Pablo Luna es uno de los más grandes músicos españoles del siglo XX. Sin embargo, en los muchos años que pasé en las aulas jamás me hablaron de él. Eso en tiempos en los que a la llamada “cultura general” se le daba mucha más importancia que ahora. Tuve que acudir al libro que Ángel Sagardía, otro musicólogo aragonés de primerísima fila y todavía más olvidado que Luna pese a su profusa obra, escribió sobre el maestro para saber algo más de su vida y peripecia artística.
En marzo de 2020, un par de días antes de ser declarado el confinamiento, de la mano de Pascual Marco, visité
Alhama de Aragón, donde en 1879 nació el músico y cuya casa, aunque de propiedad particular, se conserva. Vistas sus aptitudes, el padre, de profesión guardia civil, consiguió el traslado a Zaragoza y Pablo pudo formarse con figuras tan señeras como el violinista Teodoro Ballo y el maestro de capilla de La Seo, Miguel Arnaudas, más conocido por su magistral cancionero de la provincia turolense. Empezó tocando en locales de diversión, hasta ser nombrado concertino del Teatro Principal. Por indisposición, hubo de sustituir al director musical de una compañía de zarzuela, lo que le valió en 1905 ser reclamado desde Madrid. Los triunfos de Mussetta (1908) y Molinos de viento (1910) lo lanzaron al estrellato, confirmado por las más de 160 composiciones que firmó en sus 62 años de vida.
No es este lugar para trazar su biografía. Quizá sí, para recordar que Zaragoza le concedió en 1925 su Medalla de Oro, que escribió la música de muy numerosas películas, entre las que se cuentan, El negro que tenía el alma blanca o la perdida Miguelón, con el protagonismo de Fleta o que, a su muerte, había escrito la música del primer acto de El Pilar de la Victoria, con texto de Manuel Machado. Julio Gómez terminó la partitura, respetando el espíritu de Luna y se estrenó el 12 de octubre de 1944 con la intervención de Pablo Gorgé, Pascuala Perié, Pascual Albero, Isabel Zapata y otros. Fue uno de los cantos del cisne de la zarzuela en España, género que, aunque se representase hasta la actualidad, ya no creó obras de éxito.
Esperanza Iris
No sé si podré viajar a Madrid antes del día 25, en que Benamor se representará por última vez. Si no, espero que alguna alma compasiva me consiga la filmación y pueda evocar los tiempos de la vedette mejicana Esperanza Iris, que la estrenara hace 98 años, consiguiendo 136 representaciones en el Teatro de la Zarzuela, cifra desmesurada para una época en que eran muy escasas las obras que aguantaban en cartel más de una semana.
Publicado en la revista Turianº 137-138, marzo 2020-mayo 2021, pp. 363-365, con título «Psicoanálisis, bajorrealismo, surrealismo, costumbrismo y genio»
El escaso eco crítico alcanzado por esta edición de los primeros -y desconocidos- textos con alcance literario de dos escritores que figuran en primerísima línea de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX resulta indicativo del estado de la literatura y de la crítica en España. Para mí -y para bastantes más- Tiempo de silencio es la novela más importante escrita en España durante la pasada centuria. Igualmente, Benet ha tenido centenares de exégetas y adoradores con culto de latría. Sin embargo, el libro no parece haber suscitado ningún revuelo.
Otra cosa será valorar estos escritos, buena parte de ellos apuntes no destinados a publicarse, e insertarlos en el pensamiento y el desarrollo de la obra de los dos novelistas, lo que acomete el editor en sus notas con variopinta fortuna. Sí creo que es un acierto el oxímoron del título que vincula la eclosión vocacional de los autores con su mirada nada complaciente, por más que, a menudo, humorística: esa dificultad de la inteligencia para soslayar el sarcasmo. También excelente y erudito, el prefacio que revisa y contextualiza con conocimiento y profundidad el entorno y las circunstancias en que los textos fueron concebidos.
Según Mauricio Jalón, fueron escritos entre 1948 y 1951 y sólo se publicaron dos de ellos, uno por autor. Se trataba de pruebas de escritura, corregidas varias veces y conservadas por sus familias en sendas copias. La mayor parte pertenecen a la pluma de Martín Santos. Fue el propio Benet quien en 1964 identificó diez relatos propios y 41 de su amigo, en un total de setenta recogidos. Sin embargo, en los diecinueve restantes no resulta aventurado deducir la autoría a partir del estilo: la mayoría pertenece también al psiquiatra nacido en Larache que, fallecido a resultas de un accidente automovilístico en cuya motivación no estaban ausentes las copas, no llegaría a cumplir los cuarenta años. Tampoco Benet, pese al peso cuantitativo de su obra, fue longevo. Murió a los 65 años, víctima de un tumor cerebral.
Hoy, tras la competente biografía del primero debida a José Lázaro y la monumental bibliografía del segundo enriquecida por una Cartografía personal, debida al autor de esta edición, no faltan instrumentos para contextualizar las prosas de El amanecer podrido. Tenemos, además, el tan breve como excelente Otoño en Madrid en 1950 en el que Benet evocó la vieja amistad y sus conjuntos. Por si fuera poco, tanto el inacabado Tiempo de destrucción de Martín Santos como la ristra de póstumos benetianos han acrecentado hasta donde no se pudiera pensar nuestro conocimiento de estos autores que, aunque nos resulten próximos en el tiempo –ya casi todos leímos Tiempo de silencio y Volverás a Región muy jóvenes- murieron durante la pasada centuria.
¿Qué aporta este nuevo rimero de póstumos? Una serie de instrumentos estilísticos, psicológicos y oníricos que restan sombra a lo medianamente iluminado, un imprescindible apéndice que el editor titula “Papeles cruzados”. En el primero de ellos, “El bajorrealismo”, los autores “abordan el significado de un término que usaron en su juventud para nombrar su modo de acercarse a ‘lo real’”; se aportan, finalmente, tres cartas de Luis a Juan, de máximo interés, y dos cruzadas entre Leandro, hijo de Luis y Benet. La de éste, muy extensa y ampliamente explicativa, acerca de las circunstancias personales de ambos. También, alguna fotografía inédita.
En cuanto a los textos, un primer deslumbramiento que no tiene sino continuaciones parciales: “Lo miraba siempre todo” es la primera y más extensa de las narraciones recogidas. Con un fuerte componente autobiográfico, se desarrolla en un lugar perfectamente identificable con Topas, el pueblo salmantino de los ascendientes de Martín Santos donde pasaban largas temporadas veraniegas. Allí, un preadolescente, asiste con su familia a una solanesca función de titiriteros en la plaza, en la que su abuelo se siente mal, es conducido a la casa familiar y muere entre la parafernalia costumbrista que solía acompañar a estos velorios. Una narración que podría haber sido firmada por Aldecoa y da cuenta del genio que su autor confirmaría.
Del resto importa el catálogo de obsesiones que se vislumbran, el malestar social, el pansexualismo larvado, propio tanto de la edad como de la España sometida a la férula clerical, el humor malintencionado que no suele dejar lugar a la ironía ni al distanciamiento, la influencia del existencialismo y del teatro del absurdo…
Hay cuentos cumplidos y otros que son meros ensayos estilísticos o de perspectiva. Algunos parecen provenientes de sueños alcohólicos preñados o imbuidos de surrealismo, similares a las visiones alcohólicas de Guillermo Osorio en El bazar de la niebla. En otros abundan los pasajes apocalípticos, en los que se trasluce la tan transitada incomunicación del entonces contemporáneo existencialismo así como del humor absurdo de los Mihura, Tono, Jardiel Poncela y demás adláteres de la generación del 27; también, de la pegajosa incomodidad de la posguerra, consustancial a los dos amigos.
Es notorio que buena parte de esta escritura está próxima a los automatismos surrealistas, volcando en ella un estado de ansiedad con mediaciones alcohólicas capaces de saltar de la salmodia bíblica a la parodia mitológica, pasando por la sátira desarrollada en el Saloon de una película del Oeste. Por otro lado, se trasluce la asunción de las indigestas lecturas foráneas a las que se veía abocado el joven inquieto intentando estar a la page con la literatura más renovadora de su siglo. Finalmente, Luis se imbuyó de Joyce y Juan, de Faulkner. Es lo de menos. Sí que ambos consiguieron militar en el desacato y la transgresión consustanciales a cualquier arte verdadero, más en las difíciles circunstancias de las primeras décadas de la dictadura. Y en este libro asoma el germen de todo ello.
*******************************
Luis Martín Santos-Juan Benet, El amanecer podrido (Edición de Mauricio Jalón), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2020.
Hoy, 20 de junio, hace un mes de la muerte de este singular y multifacético artista a quien sus amigos llamaron Luisito y- que mañana hubiera cumplido 93 años. Sabio, humorista originalísimo, tierno y gamberro, practicó con fortuna todas las bellas artes, incluyendo el arte de la vida. Mantuve una rica correspondencia con él, con la que me divertí y aprendí mucho, tal vez porque nuestros talantes e intereses eran parecidos.
Con una de las piezas de su colección de cerámica precolombina
(Publicado en Criaturas saturnianas nº 4, 1er. semestre 2006, pp. 221-239).
Tremendo artista y casi desconocido en su tierra, por más que algunos amigos hayan guardado la memoria, sobre todo, de sus descacharrantes anécdotas, García-Abrines es un creador a tiempo completo que ha descollado en la música, en la erudición, en la plástica y en la literatura. Sus libros, sin embargo, salvando la reedición hace unos años de…
(Publicado en Aragón Digital, 26-27 de julio de 2020)
Hace poco más de un año visité Albania, el país más pobre de Europa, a excepción de Moldavia. Sin embargo, aunque allí se viva modestamente, no se percibe nada parecido a la miseria. Faltan carreteras y otras infraestructuras, no hay Fuerza Aérea ni Marina –dicen que, pese al buen pescado, el albanés tiene miedo al mar, desde donde vinieron todas sus desdichas-, pero la comida, una mezcla de cocina balcánica, turca e italiana, es excelente.
Pronto despuntará el turismo en el litoral adriático, con algún parecido al de la Costa Brava. Ya se percibe la velocidad de la transformación de esos lugares apacibles que en muy pocos años se convertirán en algo parecido a la Manga del Mar Menor o Marina d’Or. Hay ciudades medievales muy bellas, como Elbasan, Berat o Gjirokastër, que está siendo restaurada por la UNESCO, ruinas grecorromanas y maravillosas iglesias bizantinas. La parte septentrional es montañosa, más pobre, y tardará algo más en abrirse al turismo. Todo el país está salpicado de búnkeres, construidos por el tirano Enver Hoxha, cuando rompió con China y quedó, junto a Corea del Norte, en el binomio de países con sistema estalinista. Temía una invasión de quien creía sus enemigos, es decir, el resto del mundo.
En Tirana puede visitarse la llamada Casa de las Hojas, sede de la seguridad del Régimen Comunista, que conserva documentos, aparatos y toda clase de testimonios de la represión policial, de la tortura y de la obsesiva vigilancia social ejercida durante dicho régimen: Un 75% de la población estuvo controlada personal y directamente por el otro 25%. Un 50% de los domicilios tenían micrófonos ocultos que, si eran descubiertos por sus moradores, no podían tocarse bajo pena de detención. En la década de los ochenta no había otros coches que los de la nomenklatura. Hoy, ya se conocen los atascos. Hubiera resultado ilustrativo comprobar en directo cómo esta gente, aparentemente tan normal como la de cualquier otro sitio, vivió aquellos años donde se prohibió la religión y la vagancia, hasta para los animales. Nadie podía vender nada que no fuera a costa del Estado. No había perros, gatos, iglesias, aviones, coches ni ferrocarriles que contactaran con el exterior.
Acaba de aparecer un libro de Margo Rejmer, Barro más dulce que la miel. Voces de la Albania comunista, que ilustra con testimonios estremecedores las vidas cuajadas de miedo, impotencia y sufrimiento de los albaneses. Por su parte, Hoxha publicó unas memorias en siete mil páginas enaltecedoras de sí mismo. A su muerte en 1985, el régimen se fue agrietando hasta que, en 1991, cayó definitivamente. Nexhmije, la esposa del tirano, fue detenida y en 1993 condenada a nueve años de prisión aunque, muestra de la diferencia de unos sistemas frente a otros, en 1995 fue excarcelada. Con 99 años, murió el 26 de febrero pasado.
Pese a esta historia de horror, a finales de los setenta y primeros de los ochenta del pasado siglo, funcionó en España una Asociación de Amistad España-Albania vinculada al Partido Comunista de España m-l (marxista-leninista), que defendía y se solidarizaba con la práctica del comunismo de Hoxha, frente a otras formas del mismo que, para ellos, se habían ablandado. Por cierto, de dicha asociación formaban parte un par de amigos míos, que no parecían psicópatas, sino gente normal: inteligentes, solidarios, hasta medianamente divertidos. Pero su disentería mental –por más que usual en la época- les llevaba a esta aberración del empecinamiento que no tenía otro fundamento que alinearse con un régimen comunista representante de las más puras esencias estalinistas, que los otros estados del “telón” iban abandonando. Supongo que les parecería ejemplar esa rigidez ideológica aunque en su vida fueran tan tibios como cualquiera.
Querría creer que las formas de extremismos puritanos que hace un tiempo aparecen por doquier, vinculados a ideologías que tienen más que ver con los fanatismos religiosos que con la libertad, dentro de unos años serán vistas con parecida incomprensión a la que otorgamos ahora a aquellos solidarios con la tiranía.
Querría creer pero veo mucho miedo en practicar esa resistencia a la estupidez.
(Publicado en la Revista Crisis nº 17, junio 2020, pp. 66-68).
En 1980 la taberna estaba dando sus boqueadas pero en algunas poblaciones españolas se mantenían algunas resistentes que no durarían otra década. Buen amigo de ellas, aproveché mi estancia en mi tan querida ciudad de Calatayud para conocerlas a fondo, al menos, aquellas que merecían más la pena. Aunque por entonces andaba retirado de la escritura, hice una excepción publicando este texto, que, como era de esperar, no gustó a alguno de los mentados. Como todos pasaban de la cincuentena, el tiempo suaviza las aristas y el tono es humorístico, seguramente, nadie se molestará a estas alturas y alguno agradecerá estas informaciones sobre guariches y ambientes desaparecidos.
Taberna es palabra de mala fama, quizá porque quienes han puesto mala fama a las palabras han sido gentes amantes de etiquetas, catálogos e hipocresías seculares. El diccionario –más imparcial- nos la define simplemente como “tienda o casa pública donde se vende al por menor, vino y otras bebidas espirituosas”. Si además acudimos a la etimología, vemos que el vocablo ha dado origen a palabras tan elegantes y prestigiosas como tabernáculo o contubernio, con lo que mejor será quedarnos en un término medio y desproveer al vocablo tanto de sus connotaciones positivas –que para más de cinco las tiene- como de las peyorativas.
Texto publicado en la revista Jalón, mayo de 1980.
Hoy, el significado que da el diccionario de “taberna” anda un tanto restringido. Designa, sí, uno de los lugares donde se despachan bebidas al público pero, además, asociamos taberna, y también tasca, con un local de cierta antigüedad y con un nivel económico y social tirando a bajo por parte de dueños y parroquianos y una determinada manera de entender la convivencia muy distinta de la del bar, cafetería, pub, whiskería o discoteca.
Este es el criterio que hemos seguido a la hora de visitar las tabernas de Calatayud, a lo que nos ha movido tanto la afición como el deseo de dejar constancia de unos recintos que pronto serán sólo recuerdo. Efectivamente, muchas son las que por emigración, jubilación, muerte de sus dueños o escasa rentabilidad han desaparecido o están a punto de desaparecer, eso sin contar con la rápida modificación de las formas de vida. Haremos, pues, crónica de estos últimos reductos donde se ubican los santuarios donde se bebe mejor y más barato, se intima más fácilmente y donde, si te da por arrancarte con unas jotas, no sólo no te silencian o te miran como si fueses loco sino que el personal anima y jalea al audaz coplero.
Si usted viene de Soria, junto a la Puerta de Zaragoza se tropezará, y podrá así reponer energías, con la Tasca del Piojo, de rancia solera, donde, si antes no le aborrece la poca sustancia del dueño, disfrutará de un estimable vino, un jacarandoso revuelto, una llameante cazalla o –si se priva por los sólidos- dará buena cuenta de sus acezantes pepinillos en vinagre.
Penetrando por la susodicha puerta y casi en línea recta, llegamos a la Plaza del Mercado. A su lado, en el número 1 de la calle Gotor, aparece el Bar Valladolid. No deje de introducirse. Encontrará allí la fauna tabernaria más sugestiva: Paco el barrendero, Tomé el vendimiador, La Piojo-loco, de concurrida vida marginal, loteros, serenos, timbistas, pastores… y al dueño, Luis, también de borrascosa historia: ex-luchador, ex-boxeador, capo del barrio chino barcelonés en otros tiempos, pintor, experto en ovnis, repartidor en sus horas libres y, sobre todo, poseedor de una humanidad desbordante, lo mismo que su mujer, María, que, como buena almeriense, le da a la rumba y al tango flamencos en sus vertientes de canto y baile. La tasca fue fonda en otra época y, lamentablemente, ahora Luis ha decidido modernizarla. De lo que resultará no juzgamos, de lo que ha sido, sí, y muy favorablemente. El único problema proviene de la cercana ubicación de la guardia municipal que, de vez y cuando y si los siervos de Baco se exceden en su euforia o potencial fónico, obsequia con su nocturnal visita.
Si pasamos a la Rúa –que los bilbilitanos siempre nombraron Ruga-, en el número 76 encontramos una puerta verde sin rotulación que da acceso a un cubículo de 5×3 metros en el que se arremolinan los dueños, su hijo, el frigorífico, las cajas de bebida, los bancos, el mostrador, el servicio y los que allí gustan de entrar. Desde las seis y media de la mañana puede paladear sus productos y especialidades. Los clientes son, tradicionalmente, de la cáscara amarga, rojos o progresistas, que se dice ahora, lo que, desde luego, desmiente su aspecto. El ambiente –no hay mesas, no caben- suele ser grato y de francachela declarada.
No así en el Siboney, en la misma Ruga y un poco más abajo, donde la simpatía brilla por su ausencia. Lo más interesante hemos de buscarlo en la decoración e historia del recinto. Todavía se mantiene el aspecto mudéjar que tenía este antiguo café-cantante en el que las piculinas enervaban a las recias gentes del Jalón y del Jiloca. ¿Por qué no reavivarlo? Quizá así se desmustien un poco camareros y frecuentadores.
Si los copazos se lo permiten, puede dirigirse a la calle de San Antón en el antiguo Postigo de Tenerías, perpendicular a la Ruga y que contiene el mayor número de tabernas abiertas de la ciudad. Son supervivientes del antiguo barrio “maldito”, decadente desde 1956, año en que se suprimieron las casas de hetairas, que con tanta fidelidad retratara Solana en otros lugares similares.
El Bar Fonda Martín conserva la estructura, precios y parroquianos de la típica taberna pero la televisión en color le quita algo de recogimiento. Como su título indica, ejerce también de fonda y casa de comidas de apreciable economía.
Casi enfrente tenemos el Forniés, maravilloso antro donde la edad media de sus frecuentadores no bajará de 75. Si pide un café, verá en funcionamiento el antediluviano artefacto que se toma su tiempo para obsequiarnos finalmente con un recuelo por 14 pesetas. Cualquier otra consumición no pondrá en peligro su equilibrio financiero.
Casi al lado, aparece el figón del señor Aurelio, zamorano, apodado Patas Cortas, aunque el título rece Casa Garrido. Aparte de sardinas y buen vino a 6 pesetas, podrá encontrar la típica fauna enólatra entre la que destaca Justo Perales, también ex-barrendero, que le hará saber que gana más de jubilado que cuando le daba a la escoba con lo que terminará de arrebatarle las pocas ganas que le quedaban de arrimar el hombro. También puede toparse allí con la flor y nata de la intelectualidad bilbilitana. Desde el polígrafo Pedro Montón, al director del Orfeón, Alfredo Larrea, sin hablar del humanista Ampelio Medina, los científicos José María Franco y Antonio Oliva o el multiforme Javier Barreiro.
Enfrente está La Perla, ya más hostal que taberna, aunque merece la pena acercarse para libar su buen vino e hincar el diente a sus suculentos pinchos de lomo.
Tuerza luego a la izquierda. Dará con la calle del Olvido y, si tiene suerte, franqueará el umbral de La Vasca, que vegeta bajo la égida de sus antiguos propietarios. Este local, sin rótulo, prácticamente la habitación de una casa, es como un recuerdo de los tiempos en que se servía en los domicilios particulares que decidían oficiar de tascas, costumbre que hasta hace poco ha perdurado en Andalucía. Pero ya se dijo que estamos en la calle del Olvido, tan grato para el bebedor y hacia donde se encaminan aquellos tan buenos usos. En La Vasca sólo podrá beber vino pero, también, ganarse unas indulgencias haciendo jaculatorias a cualquier santo elegido entre el enjambre de imaginería que por allí pulula.
Perdonados así sus excesos, debe atravesar el pueblo y dirigirse a El Volante, frente a la Puerta de Terrer. Además del infaltable fruto de Baco, buenas anchoas en salmuera y, si quiere probar fortuna, participar habrá en la timba que cotidianamente tiene allí su asiento. Hay jugadas de hasta cinco mil pesetas.
Llegado a este punto se acercará, o se hará acercar si su sentido de la orientación comienza a perturbarse, a la estación de ferrocarril. En la curva con la carretera de Daroca se encuentra el Bar Casa Luis. Es fama que su dueño es insensible al dolor físico. Aunque no lo verificamos, sí puede asegurarse que es insensible a la prisa. Usted pida lo que sea –un buen bacalao con rebozo o tortilla de ajo y anchoas para acompañar al habitual lingotazo-, cuando el propietario lo decida se lo acercará diciéndole, eso sí, “Que le aproveche al señor”. El componente de cachondeo es interpretable.
Pida que le crucen la carretera y, junto a la explanada de la estación, hallará el Bar Fonda del Carmen, donde con la ayuda de cualquiera de los baratos y suculentos bocadillos que allí se expiden, cogerá fuerzas para admirar la curiosa calva del dueño (en forma de U) y arrastrarse hasta la tasca de al lado, Los Ángeles, también fonda. Es fácil encontrar allí soldados que esperan el tren y que su mili pase pronto; es fácil que el dueño le cuente que no gana un duro y el ayuntamiento le fríe a impuestos; es fácil que, si le tira de la lengua, diga pestes de las condiciones de otros establecimientos del ramo y es fácil que la tranca que usted lleva a estas alturas sea de no te menees.
No se arredre. Aprovechando la circunstancia de hallarse en la estación y si se considera incapaz de intentar el desplazamiento sin perder la vertical, alquile un taxi y hágase trasladar por la carretera de Daroca hasta las Casas Baratas. A setecientos metros de la estación, se encuentran las dos últimas estaciones, si vale la redundancia. En el Bar Casa Antonio, el vino se hará acompañar de recias guindillas. Si no ha tenido tiempo de informarse de lo que pasa en el mundo, tendrá oportunidad de consultar el Heraldo o La Hoja del lunes, siempre a disposición del cliente, y, aunque tampoco se enterará de nada, podrá al menos decir que ha hecho lo posible.
Repte hasta la tasca de al lado. Es un despacho de vinos en el que también se sirve directamente al público. Se conoce, generalmente, como Tasca del Sordo y su dueño, que no desmiente la popular denominación, se llama Félix. Agradables sorpresas aguardan allí al advenedizo. El vino, muy bueno, a cuatro pesetas. El litro, a treinta y una. Cacahuetes a granel y una parroquia dicharachera, amigable e invitadora. Félix y su mujer son también bellísimas personas que también convidan al mínimo descuido. Como, además, la tertulia que se forma suele ser salerosa, locuaz y pachanguera, es difícil salir de allí sin seis o siete vinos de propina.
Como esta taberna constituye la número 14 de la singladura, si ha hecho todo el recorrido de golpe, puede pasar ya de todo y hasta acercarse a la cercana Wisquería Los Invasores, con servicio femenino, pues su prestigio local y ciudadano ya no habrá quien lo levante. Lo que guste de hacer allí, si es que puede alentar, ya no es materia de una revista tan seria, responsable y moralizante como la nuestra, dirigida fundamentalmente a la formación de la juventud. Como diría el patrón del Bar Casa Luis, El Insensible, “¡Que le aproveche!”.
(Publicado en Aragón Digital, 14-16 de febrero de 2020).
La casa natal de la cupletista Ramoncita Rovira, la creadora de “Fumando espero” y “El tango de la cocaína”, ya tiene protección municipal y “Cal Bisbe”, en la plaza mayor del pueblo, será convertida en un museo, ya que el ayuntamiento de La Fullola (Lérida), al que fue cedida, así lo ha aprobado en el marco del proyecto FEDER, Camí de Sant Jaume (Camino de Santiago).
Por seguir con la música, en Albalate de Cinca, localidad próxima a La Fullola, fue el propio Miguel Fleta quien compró su casa natal, la modernizó y al poco tiempo se deshizo de ella, con lo que el único recuerdo del tenor que allí queda es una doble placa conmemorativa. Solamente a 11 kilómetros de Albalate se encuentra Chalamera, lugar donde vio la luz Ramón José Sender, cuya casa fue derribada antes de que el novelista pudiera verla en su viaje de regreso en 1976.
Raquel Meller, la más esclarecida de las colegas en el arte de Ramoncita Rovira y la actriz española más internacional de los años veinte, tuvo en Tarazona su casa natal que también fue derribada el año de Mari Castaña. Y, menos mal que no han tirado su partida de nacimiento, porque ya hace tiempo que habría sido declarado formalmente su origen riojano o catalán, como así se ha defendido y escrito. Por cierto, que Raquel tiene estatua en Barcelona pero no en Zaragoza.
Para no alejarnos en el tiempo de las demoliciones, podríamos recordar que en Villanueva de Gállego se derribó la casa donde nació uno de los pintores más importantes del siglo XIX, Francisco Pradilla, pese a toda la energía que puso en evitarlo APUDEPA. Como la citada y benemérita asociación en defensa del patrimonio aragonés defendió, la modesta construcción estaba muy arraigada en la memoria popular de Villanueva, y reconocida como un lugar de conmemoración entre los grupos artísticos aragoneses, de lo que daban cuenta las dos lápidas que ostentaba la modesta construcción, una de ellas colocada sólo 14 años antes por el propio ayuntamiento que en 2012 concedió licencia para su derribo.
Y, si hablamos de pintores, un colega de Pradilla, nacido un siglo antes y con su mismo nombre, llevó el apellido Goya. Su casa natal tuvo que descubrirla o inventarla otro pintor y viajero llamado Zuloaga, más de una centuria después de su nacimiento.
Alguna vez he contado cómo a finales de los años setenta desembarqué en Codo, lugar muy cercano a Belchite, para comprar una garrafa de su excelente vino y pregunté por Benjamín Jarnés. El habitante del agro aragonés solía mostrarse curioso con el forastero, con lo que en seguida se formó un nutrido grupo que incluía al alguacil, preguntándose y, sobre todo preguntando al viajero, quién podía ser ese señor. Al final fue una vieja quien aclaró el entuerto: según recordó, debía de ser el hermano de “aquel tontico que tocaba tan bien las campanas”. Y hasta tenía mérito la memoriosa señora, pues los Jarnés eran 22 hermanos y algunos no tenían ni pizca de tontos.
Si vamos a los compositores aragoneses del pasado siglo, no pregunte usted por la casa natal del maestro Monreal en Ricla ni por la del maestro Montorio en Huesca, tampoco por la del maestro Marquina en Calatayud o por la del maestro Cayo Vela en Brea. Si le muestran algo, será lo que han edificado encima de lo que demolieron.
Por eso, no es extraño que en muchas de estas localidades pregunte a sus moradores y no sepan decirle casi nada acerca de sus hijos más ilustres, cuando su figura, trascendencia y relevancia deberían enseñarse desde la escuela primaria.
Otro día nos referiremos a las honrosas excepciones.
Cuando Mayayo llegó de sus altas Cinco Villas con su surrealismo natural y virtuoso, al punto me pareció un tipo que combinaba la insensatez consustancial en el artista con una sensatez rural y sobreargumentada. Poco ha cambiado mi impresión con el tiempo aunque ahora sobreargumente menos. Poco ha cambiado también la exquisitez, solidez y competencia en su trabajo, más propia de un artesano antiguo que de un artista moderno.
A Mayayo, afortunadamente, no hay que explicarlo. Presenta su mirada, plana y certera, y todo fluye en el receptor, que se revela cómplice en el gusto, en la forma y en el estilo del maestro. Es lo bueno y lo malo que tiene la cosa: esto hace que Mayayo le guste a todo el mundo, lo que lo convierte, a la vez, en admirado y sospechoso.
Pero yo creo que nada de esto lo desequilibra. Probablemente, se trata de un superviviente de la sociedad agraria, lo que le permite comprender la fascinación de mucha gente por las novedades que nos agreden continuamente. Decía un famoso periodista que, cuando era niño, las únicas máquinas que conocía eran los cepos para cazar fuinas, las norias para sacar agua de los pozos, que no estaban movidas por las ninfas, como pretendía Homero, sino por burros. Y eso le permitía comprender la fascinación de los demás por las máquinas que proporcionan tabaco, refrescos y hasta condones. De la misma manera, Ignacio vive tranquilo en este universo digital, cibernético, o como se diga, pero, a la hora de maquetar, él prefiere dibujarlo.
Esa sensación de equilibrio que emana tanto del personaje como de sus dibujos me recuerda muchas veces a Baltasar Gracián. No sé si alguna vez se lo habré dicho. Es posible que tanto el literato como el pintor llevaran dentro un volcán pero nadie puede dudar de la exactitud de sus percepciones. Traeré a cuento unos cuantos apotegmas del genio de Belmonte de Calatayud para demostrar cómo se adecuan al artista de Layana.
“Hartazgos de aplauso común no satisfacen a los discretos”. Viene a cuento por lo de gustar a todo el mundo. Así, decíamos antes lo de “admirado y sospechoso”. Por supuesto, Mayayo no se fía y, recordando otra máxima gracianesca: “Nunca embarazarse con necios”, sabe que, del incompetente, es preferible el rebuzno que la aprobación y que más vale el aplauso de un ilustrado: “Los sabios hablan con el entendimiento, y así su alabanza causa una inmortal satisfacción” (Gracián de nuevo), que la ovación de todos los seguidores de Jorge Javier o Pedrerol. Y eso, por supuesto, es aplicable a la vida diaria. “Tratar con quien se puede aprender” proclama la máxima número 11 del Oráculo manual y arte de prudencia. Y no hay más que decir.
Pero es que el conspicuo jesuita también nos sirve para glosar la práctica del oficio por parte de nuestro protagonista: “Lo fácil ha de emprenderse como dificultoso y lo dificultoso como fácil”. No hay mejor receta para el artista, al que su virtuosismo hace a menudo demasiado confianzudo. Y, además, completarlo con la sentencia número 231: “Nunca permitir a medio hacer las cosas”.
Nunca sabremos los profanos lo que está a medio hacer y lo que está terminado pero el artista sí debe saberlo. Como debe conocer que no todos los que miran han abierto los ojos ni todos los que miran ven. El ojo atónito puede serlo por estremecimiento, por falta de tono o por ignorancia.
Mayayo presenta ahora ante nuestra mirada sobre todo una serie de paisajes campestres, con inclusión de algunos urbanos y de otros, que participan de ambos adjetivos, a los que podríamos llamar interurbanos. Media docena de escenas domésticas que, como los estupendos retratos, rebosan aire velazqueño. Cuatro escenas de interiores que resultan ser tanto un homenaje a los maestros, como ensayos de habilidad técnica. Y, para recorrer casi todo el espectro de la tradición pictórica, dos bodegones “botánicos” y un desnudo. Siempre, la sensación de exacta frialdad de sus paisajes frente a la calidez de la presencia humana.
Y permítaseme, para terminar, un postrer consejo gracianesco: “Mirar por dentro”. El viejo asunto de la realidad por detrás de la apariencia. Así como los artistas no gustan de mostrar sus obras en embrión, la observación superficial es proclive a la mentira y el desengaño. La verdad no llega sino con el Estudio, el Trabajo, la Humildad y el Tiempo. Mayayo parece saberlo, se amista con la Naturaleza, que no es otra cosa más que Tiempo y vive retirado en su interior, hamacado por la estima de sabios y discretos.