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Acabo de enterarme de la muerte de Carmen Forns, Carmen de Lirio, la que fue tildada de «mujer más guapa de España», de quien escribí en Voces de Aragón (2004) y a la que tuve ocasión de conocer a raíz de la historia que cuento en este artículo. A esas alturas, Carmen tenía necesidad de comunicación y establecimos una amistad concretada en interminables charlas por teléfono -la paciencia no es mi mayor virtud, pero lo que contaba era siempre más que jugoso- y en varios encuentros en un bar de Barcelona frente a la estatua de Raquel Meller, que solían durar desde las 6 de la tarde hasta las 12 de la noche. Carmen, con una cabeza perfecta y que, a los ochenta años, conservaba una increíble belleza, me largaba suculentas historias de su obra y vida -más de esta última- que, tal vez, cuando tenga tiempo y ganas, me atreveré a resumir.

Entre muchas anécdotas, contaré una de la que fui víctima: En el curso de una de estas charlas, cayó por allí la compañía de Antonio Ozores, que actuaba en un teatro cercano, la saludaron, se sentaron en nuestra mesa, cenaron como quisieron, marcharon, quedamos allí la vedette y yo y, a eso de la una de la noche, cuando los camareros tomaron la decisión de cerrar, me presentaron la cuenta de la cena comunal que ascendía a casi 300 euros. Por elegancia, por quedar bien, por cortedad o estulticia, aunque con reconcomio, pagué cortésmente, fuímonos  y no hubo más.

En 2008 dio a la luz sus recuerdos, Carmen de Lirio. Memorias de la mítica vedette que burló la censura, que, en el transcurso de Carmen de Lirio-Memoriassu confección me había comentado ampliamente. Pero lo cierto es que en ellas apenas detalló muchas de las cosas que había anunciado. Mujer muy apasionada, como suele ocurrir con personas mayores, en el último momento, algún consejo familiar, una suerte de temor o la convicción de que no valía la pena la hizo prescindir de muchos asuntos jugosos. Tenía previsto venir a presentarlas en Zaragoza durante la Feria del Libro y yo iba a ser su introductor pero el día anterior me llamó para decirme que su médico le había prohibido el viaje y que le hiciera el favor de presentarlas solo. Aunque nunca lo hago, utilicé un grabador de mano, para enviarle después un disquete con la misma. Un año después moriría su hermano, el famoso cantador de jotas Mariano Forns, con el que tuvo una relación llena de escollos y reconciliaciones porque lo cierto es que se querían y ayer, a punto de llegar a los 88 años, transitó. Una nota biográfica en: https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/12/10/carmen-de-lirio/

Con el título de «Una confusión o Así (de mal) escribimos la historia», este artículo se publicó en Heraldo de Aragón, el 17 de mayo de 2005.

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A la bellísima Carmen de Lirio, vedette estrella de la revista española durante al menos dos décadas, artista completa y protagonista y testigo del espectáculo en España durante más de medio siglo, la di por fallecida en mi último libro, ya agotado, Voces de Aragón, y en esa triste convicción vivía este escribiente hasta que el 28 de abril la propia voz de la artista al otro lado del teléfono reivindicó con hartos bríos su existencia, exigió explicaciones y manifestó que no sólo estaba viva sino dispuesta a batir marcas de longevidad y en trance de escribir unas memorias en las que más de siete se iban a ver trasquilados. Parece claro que ahora pasaré a formar parte del elenco con méritos propios.

Mucho me costó dar con el origen de la confusión que yo creía que estaba en una necrológica que no aparecía por ninguna parte. Finalmente, quedó claro: existía esa necrológica y correspondía a la fecha que yo daba de fallecimiento. El problema era que no pertenecía a Carmen de Lirio sino a otra vedette que compartió con ella el estrellato allá por los años cincuenta, la valenciana Queta Claver, muerta efectivamente, el 3 de mayo de 2003. Algún error al confeccionar la ficha y la mala pasada de la ya trasegada memoria, me hizo trasladar a Carmen la fecha del óbito y así quedó la cosa.

No es la primera vez que ocurren cosas similares, que, si por un lado se pueden ver como muy jocosas, para algunos de los deudos o amigos pueden resultar muy desagradables. Contaré sólo dos que viví directamente. Muchos recordarán como, al morir el poeta Luciano Gracia, el periódico El Día publicó en primera página la fotografía del también poeta Rosendo Tello. Siendo yo, además de íntimo amigo, por entonces compañero de trabajo de Rosendo y conociendo su carácter extremadamente hipocondríaco, presumía se lo iba a tomar muy a la tremenda pero como el género humano es ante todo sorprendente e imprevisible, Rosendo se divirtió con el episodio y no le dio mayor importancia. Gentes como Ángel Guinda o José Ramón Marcuello pueden dar fe de que a mí también me mató otro poeta. Andaba uno por Tenerife que fue asolado por inundaciones y dicho vate propaló la especie de que yo había sido abducido por las mismas. Aunque en este caso lo hizo como broma y por mor de llamar la atención de estos amigos, que al parecer no le hacían mucho caso, el asunto es menos disculpable aunque impresionó más a quienes recibieron la noticia que a mí mismo cuando supe del caso. Nada original: casi todos nos alegramos cuando nos percatamos de estar vivos y en condiciones de seguir dando guerra.

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De cualquier modo, estas cosas han de servir para entonar el mea culpa y dar cuenta de lo precario del estado de la investigación, sobre todo en lo que atañe a nuestras figuras de la música culta y popular. La propia Carmen de Lirio andaba con la mosca detrás de la oreja y aducía que en Zaragoza no se le había tratado bien. Una persona tan seria y querida por todos quienes lo conocimos como Manolo Rotellar escribe en su artículo de la Gran Enciclopedia Aragonesa: “Sus padres tenían una vaquería y Carmencita les ayudaba en el reparto de leche a domicilio, llamando la atención de los zaragozanos por su escultura de samaritana con el cántaro de leche apoyado en la cadera. A los catorce años tenía las formas de una mujer hecha, bellísima; algunos la recuerdan aún encabezando los desfiles juveniles de la Sección Femenina. Pronto debutaría como bailarina en el Salón Oasis, donde tenía que maquillarse en exceso para disimular su acné juvenil, pues su cara por entonces aparecía llena de granitos y espinillas”. Aunque ella nació en el barrio de las Delicias junto al cine homónimo, que hasta hace no mucho existió en la Avenida de Madrid, sus padres jamás tuvieron vaquería ni debutó en el salón Oasis, porque antes de la guerra ya habían marchado a Barcelona que es donde empezó a actuar María del Carmen Forns Aznar, llamada Carmen de Lirio a instancias de la Piquer, a la que en sus principios imitaba. Pero los errores de Rotellar y del también fallecido periodista zaragozano Miguel Ángel Brunet los repite toda la, por cierto, escasa bibliografía posterior. Realmente, Carmen debutó en el Oasis zaragozano el Sábado de Gloria de 1948, día en que tradicionalmente se estrenaban los grandes espectáculos del final de la temporada, y cuando Carmen, con veintidós años, ya había triunfado en Barcelona y Madrid.

Carmen de Lirio4Carmen se crió sucesivamente en Zaragoza, Córdoba y Barcelona, ciudad a  la que su familia se trasladó tras la guerra en junio de 1939. Su gran belleza y sus condiciones artísticas como cantante y actriz, la llevaron a los escenarios barceloneses y, pronto, a actuar en Madrid, Zaragoza y otras ciudades españolas. En 1949, ya como primera vedette, aparece en el barcelonés teatro Victoria y en el mismo escenario se despedirá casi veinte años después, como gran figura. En esta ciudad desarrolló la mayor parte de su carrera como vedette de la compañía del empresario Joaquín Gasa. De hermosos ojos verdes y espectacular físico, durante la década del cincuenta, fue considerada como la mujer más guapa de España y destacó en todos los aspectos de su profesión, tanto como cantante y bailarina, como por su figura y elegancia. En dichas fechas su éxito y popularidad fueron multitudinarios y se convirtió en una suerte de leyenda urbana. Su nombre aparecía en todos los mentideros y era pasto de cualquier rumor. En su época de esplendor grabó numerosos discos y tuvo un éxito arrebatador con el pasacalle “En la noche de bodas”, que llegó a estar prohibido por la censura. Pertenecía a la exitosa revista Esta noche no me acuesto, estrenada en 1950. A partir de su retirada como vedette, a finales de los sesenta, hizo café-teatro –en Madrid, llegó a poseer el famoso Lady Pepa y, en Zaragoza, el Salam’s, que funcionó con éxito en el paseo de la Independencia- y se movió entre Madrid y Barcelona para seguir en los escenarios como actriz de cine, teatro y televisión. A lo largo de su trayectoria ha intervenido en alrededor de cien películas, con lo que, indudablemente, es una de las aragonesas con más películas en su haber.

Carmen, hermana por cierto del también famoso jotero zaragozano Mariano Forns, vive en Barcelona y no ha abandonado su profesión artística aunque ahora priorice la escritura de sus memorias. Aunque ese privilegio le correspondería naturalmente al querido Alfonso Zapater, viejo amigo de la artista, utilizo mi cantada para erigirme en portavoz de los zaragozanos que la admiramos y prometo hacer méritos para que nos perdone nuestros pecados, que no han debido de ser pocos.

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                                                 ANDRÉS ORTIZ-OSÉS POR SÍ MISMO

Mitología cultural y memorias antropológicas. Anthropos, 492 págs. Barcelona, 1987. Temas de Antropología Aragonesa nº 4, 1993, pp. 301-302.

Siempre a desmano de la oligarquía intelectual, con una obra en continua reelaboración en busca del Ortiz-Osés, Andrés4afinamiento. Ortiz Osés ha sido escasamente estudiado, pocamente comprendido. Fácilmente atacable por un amor a los resquicios – recordemos sus teorías/prospecciones sobre el agujero- sin hipérbole puede tildársele de peregrino, Narciso o confuso. Para mí lo es mucho menos que cualquiera de sus colegas contemporáneos.

Lo insólito de su discurso en un medio renuente por tradición e ignorancia a los temas que escudriña, su escritura a borbotones, celérica y que puede ser farfallosa, pero cuajada tan a menudo de un indesmentible talante poético provoca –como la de Leiris, con el que tiene concomitancias- adhesiones y rechazos. Los segundos no suelen ser muy explícitos por temor a su agresividad y ¿quién sabe? si a su sabiduría, si es que ésta aún es capaz de suscitar respeto en alguien. Las primeras suelen discurrir más por canales verbales que escritos, tal vez por la dificultad de recrear a un recreador, de esculpir sobre la forma trabajada, pero, sobre todo, por las seculares dificultades de nuestra cultura para asumir cualquier clase de originalidad, de apartamiento.

Esta singularidad libérrima de Ortiz Osés nos ha deparado otro libro inclasificable en el que lo coloquial convive con lo hermenéutico, la herida con el recubrimiento, la introspección con la máscara, lo lírico con lo lancinante, la cubrición con el destape…

Y bien que se nos explica el autor para justificar su osadía. Nada menos que Preámbulo, Epiclesis, Presentación y Prólogo anteceden a las memorias en un intento de ahormar el campo de batalla. Los lectores del filósofo reconocerán en estos exordios sus tics lingüísticos, su tan poco clerical audacia, su originalidad, más basada en pensamiento y cultura que en el deseo. Qué duda cabe de que Ortiz Osés es un “épatador”, pero no de oficio ni de beneficio sino por necesidades de sus propias vías de reflexión, por  un afán de claridad no tumultuaria sino íntima que congrega un discipulaje elástico y -cómo debe ser- desprovisto de lealtad. Ortiz-Osés no tiene, no puede tener seguidores o escuela. Siempre poseerá esa turbia congregación de fascinados por la fuerza de su revocación, pero nada puede fundar quien continuamente se divierte, quien incesantemente escapa.

Es esa fuga hacia lo hondo la que le ha hecho recorrer trochas insólitas de especulación en nuestro medio y eso en un hombre vitalmente más dotado para la creación que para el análisis, para el destello que para las espirales abruptas de los zubirianos y otras especies obsolescentes.

De ahí la fundamentación de unas memorias en las que el hombre que ya vuelve aparece en una y otra ocasión como un adolescente en su rotundidad, en su inocencia, en su capacidad de pasión, en su acendrado lirismo. Ortiz-Osés, que ha tentado la poesía –y en este libro hay más de una muestra- tenía necesidad de rehabilitar su aura, esa que de una u otra manera ya entreveíamos en sus más complejos ensayos –tentación que tan pocos de sus colegas frecuentas- y estas memorias no son sino ese pretexto para rehabitarse. ¿Qué importa que sean precoces, insólitas, atípicas, discutibles o hasta, en ocasiones, impostadas si nos dan la clave de sus huecos, aberturas, resquicios y fisuras? Ya había hablado el de Tardienta del tema de la herida como grieta que aúna matices positivos y negativos en ese desmantelamiento de la dualidad que constituye la totalidad de su obra. Sin embargo, y pese a este aserto, nada más lejos de un místico que el vasco-aragonés. Ninguna presunción de ascensionalidad en su obra, sí ese escabullimiento de la exhaustividad en beneficio de la palabra en su espíritu. Nada más lejos que la prosa de O.O. de la sedicente narración, de la farfolla enumerativa. Sí, prurito por descarnar el verbo por fundir la incandescencia en su crisol. Nada de circunloquio conspirativo, sí una tensión que rehuye la espiral, que a veces busca en la elipsis la fórmula  de plenitud. Su incontinencia –que existe- hay que buscarla en la ambición de reconocimiento, en la epifanía de sus antojos, en sus fórmulas léxico-compositivas que hozan hasta la descarnadura en el sentido. ¿Cómo llegar ahí sin palos de ciego, sin retrocesos y sin costaladas?

Pero no caídas de Saulo. Venturosamente, el camino es abrupto y la claridad no ha sobrevenido. La configuración de la obra de Andrés Ortiz, compuesta en muchas ocasiones de retazos, recuperaciones, refundiciones, reconstrucciones y amplificaciones, supone una re-asunción constante de su historia –nunca de la inexistente Historia- y en ese terreno las Memorias vienen a completar una parte de ese revestimiento/desnudamiento que nunca puede plenamente culminarse. La misma desmesura del autor en su propuesta nos habla de su conocimiento de la imposibilidad de cubrir objetivos: memorias antropológicas, antropolóquicas, antrológicas, antropofágicas y antroposóficas las denomina y, por si fuera poco, confiesa su afán de cronificar una “generación degenerada”, de interpretar sus arquetipos. Y sus propuestas son siempre sugestivas aunque sólo sea por lo que tienen de discutibles. Pero de ahí estos atisbos que nos desbrozan el camino intuido: la orfanotrofia cultural, la huida hacia delante, la mitología matriarcal comunalista y naturalista que compartió la gente de los 60 en justa contraprestación a valores –también reales- pero impuestos.

Nada qué decir de qué van estas memorias. Lo explica profusa y constantemente el autor, y no sólo en sus cuatro introitos. Otras cosa es qué nos dicen y otra, cómo nos hablan. Ortiz-Osés tiene el acierto de hacer referencia a una de las más perturbadoras pinturas de Goya que, además alude a su tierra natal, Fundición de balas a la luz de la luna en la sierra de Tardienta. He ahí unidos lo accesorio y lo virtual, lo material y lo esencial, el horror y la belleza, la turbulenta integración/contradicción entre hombre y naturaleza. Estas memorias trascienden lo anecdótico del marco familiar, clerical, académico, o conciliar para constituirse, como el propio autor supo ver, en su “obra más subterránea”, en aquella que cala a través de filtros más sutiles.

Goya_Fabricación de balas en la sierra de Tardienta

Otras dos entrevisiones del autor nos dan otras pautas de discernimiento: Verbum retentum venenum est, cita autojustificativa, pero que proyecta en otras ocasiones a sus coimplicados: La palabra retenida conduce a un envenenamiento personal y colectivo. El no caerá en la facción de los adictos a la ponzoña: hiperverborréico en su oratoria, desmedido en sus versiones/aversiones menorréico en sus contrapropuestas semánticas, la palabra devendrá en su propio mecanismo soteriológico.

En otra ocasión prorrumpe, teológico: “donde hay encarnación hay asombramiento”. La inextricable ambigüedad, el secreto profano, elusivo y tangencial arrostra a su misma proclamación.

No lo perturbemos más.

 

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 Otras dos entradas en torno al sabio  hermeneuta de Tardienta:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/09/16/prologo-a-amor-y-humor-de-andres-ortiz-oses/

 https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/11/19/entrevista-con-andres-ortiz-oses/

Ortiz-Osés0

 

 

 

 

 

 

 

 

En la muerte del muy curioso personaje y cineasta, Jesús Franco, recupero esta reseña de su libro, Memorias del tío Jess (Aguilar, 2004), que, bajo el título «Cascarrabias en campaña», publiqué en Heraldo de Aragón el 10 de febrero de 2005.

 Jesús Franco

  Resulta confortante leer las memorias de alguien que no quiere darnos una imagen sino reivindicar lo suyo con la misma pasión que lo haría en una conversación de bar o en una tenida familiar de Nochebuena. Uno está cansado de tantos ecuánimes consagradillos que al acercarse a los setenta, deciden perdonarse sus desmanes dialécticos juveniles, sus drogadas y sus borracheras y hablarnos ex cátedra -con el distanciamiento que, a lo peor, da el tener nietos- de la novela social, de mayo del 68, de los novísimos, de lo amigos que fueron de Benet, Octavio Paz o Gil de Biedma y de lo amigos que son ahora de Gimferrer –rarillo pero encantador-, de Rosa Regás y, of course, de Juan Cruz, pequeñajo y con esa voz, pero buena gente. A quienes fueron muy amigos suyos pero no están en el canon, se les borra de las memorias y a otra cosa. También conocieron al cura-duque Aguirre, al que siempre dejan entre Pinto y Valdemoro, a la policía franquista, que les fastidiaba pero no les solía pegar porque no eran pobres -¡qué vamos a hacer!- a Cela, que era muy mala persona… Pero sobre todo, y sibilinamente, encajan vaticanas puyas a quienes les hicieron una faena, hablaron mal de ellos en sabe Dios dónde o en, suma, les deben algo.

 Este Jesús Franco, que ya ha sobrepasado los setenta, nos habla, en cambio, desde su verdad, con la pujanza que da el creerse víctima de una injusticia, asumiendo sus excesos y sus carencias, poniendo a parir a Fulanico si lo considera un imbécil y sin pararse a considerar si le conviene o no hablar mal bien de éste y del otro. Porque ¡qué cosa más triste que un consagradillo, alrededor de los setenta, teniendo que adaptar sus fobias y filias a lo que manda la corrección cultural! Jesús Franco está tan poco en esa banda que hasta aparece como emblema en los habitualmente divertidos libros sobre la cultura basura.

 Pero es que la vida de Jesús Franco tiene, además, evidente interés desde su adolescencia de postguerra en el seno de una familia burguesa venida a menos, hasta su colaboración en los sesenta con Orson Welles, que es el periodo que trata el libro, dedicando muy poco espacio a su última etapa, la de furioso realizador de películas pavorosas, que además pueden divertir, por distintas razones, tanto a infradotados como a superdotados. “No sigas por ahí, que te pierdes” me dice mi gusano de la conciencia que es freaky pero sensato. 191 películas, en su mayoría filmadas fuera de España, llevaba el cineasta madrileño el 2 de agosto, y eso que empezó tarde. Ni los realizadores del cine mudo…

 Quizá una de las partes más interesantes de estas memorias sea la que nos habla de su desatada pasión por el jazz, que lo llevó a la radio y a muy diversos conjuntos que se hacían y deshacían para tocar jazz o lo que tocase, si vale la redundancia. Lo precario, improvisado y agrícola, más que pre-industrial, del panorama cultural de la nación queda más claro en estas evocaciones que en sesudos tratados sobre la postguerra cultural. Todo ello debía ser suplido con toneladas de voluntarismo, ingenuidad a paletadas y un entusiasmo por el trabajo que a los nacidos tras los sesenta parecerá inventada. Entre otras muchas cosas nos enteramos de que quien en tales años quisiera pertenecer a una orquesta no podía ser calvo, como dice el autor: “Una orquesta debía dar una sensación de alegría, de dinamismo y juventud”. En todo caso, servía el peluquín, doy fe del dato. Todo eso con verdaderas joyas sobre personajes muy conocidos del ambiente madrileño por el que Jesusito se movía con la celeridad y desparpajo que se atribuye a los cortos de talla.

 Casi a la vez que esta vocación surge la del cine, mucho más compartida, pero que en un apasionado como el tío Jess toma caracteres de riada. Un montón de juicios, generalmente, atinados, de salidas de madre, de personajes en los que reconocemos el Madrid de los años cincuenta, el mismo que nos presenta el cine español de la época, tan maltratado por la censura, por la industria y por los críticos sesudos que querían que, en vez de personajes disparatados y vapuleados por la vida -lo que había en la calle- aparecieran obreros de mural arrasando obstáculos con el ideal, si vale la rima interna. Efectivamente, el mundo en que vive Jesús Franco, que, pese a que nunca fue un muerto de hambre, asume en su propia versión características de pícaro, es un mosaico absurdo pero real, como ese tren cargado de campesinos que a él le lleva a Francia y a ellos a la vendimia en la Rioja. París constituye otra de las claves del libro, una ciudad en la que, frente otras épocas, había muy pocos españoles y que al autor le sirve para zamparse todas esas películas que nunca habría visto en su país y para consolidar su desastrado aprendizaje.

 Hay en Jesús Franco una necesidad de reivindicarse, de demostrar a todos que tenía razón, que hoy es conocido en medio mundo, que sus pintorescas películas, que muchas veces es él el primero en denostar, tienen méritos que le deparan admiradores en todas las ciudades del orbe… una cierta ingenuidad combatiente que le lleva  a presumir constantemente de su trabajo con Orson Welles, de su internacionalismo frente a otros directores españoles, modernos pero casposos –también aduce, por cierto, haber dado cancha a este hoy popular adjetivo-, de su talante libre y poco sujeto a los convencionalismos del tiempo…

Lo que no puede negársele a Franco es oportunismo, zorrería, capacidad de trabajo, talante combativo y desfachatez cuando hace falta y, respecto a lo que nos ocupa,  una capacidad para contar, cercana al estilo verbal, tosca pero efectiva, que nos hace seguir sus peripecias con algún distanciamiento pero con natural simpatía.

  En fin, que acabada la lectura del libro, dan ganas de encontrarse con este vejete –el tío Jess, como cualquier vampiresa, se quita años descaradamente- e invitarle a cenar para que siga contándonos demasías, metiendo el dedo en el ojo a franquistas y comunistas, casposos y pedantes, madrileños, catalanes y canarios y, con el puro y la copa, preguntarle por lo que se deja en el tintero.

La condesa negra

 Jesús Franco instruyendo a una actriz 

Cartel de La comtesse noire. – Tío Jess instruyendo a una actriz