Aunque James Joyce cita a Aramburo en «Los muertos», el último relato de Dublineses, muy pocos de sus coterráneos conocen que este tenor fue el único que pudo hacer sombra a Gayarre en la época de gloria del genio vocal navarro. Antonio Aramburo fue un cantante absolutamente excepcional. No fue, en cambio, tan exhibible su carácter, a menudo insoportable, histérico y antojadizo, al parecer, tan habitual en los divos. De hecho, sus renuncios y espantadas hicieron que su carrera fuese derivando hacia Sudamérica, donde el público no tenía las exigencias del europeo. En 1886 se encontraba en Montevideo. Iba a cantar La favorita en el Teatro Solís y asistía a la gala el presidente de la República, Máximo Santos. El empresario, que debía conocer las costumbres del tenor, quiso asegurarse de que no iba a haber sorpresas y le acompañó hasta el camerino a fin de cerciorarse de que se iba a preparar para su papel. La función, sin embargo, no pudo celebrarse porque Aramburo no apareció. Mejor dicho, apareció cuando se cerraba el teatro, ya caracterizado de fraile, como exigía el libreto, pero absolutamente dormido en un viejo sofá arrumbado entre tramoyas y decorados en una guardilla. No nos lo cuenta el cronista, pero cualquiera supondrá que Aramburo se había dedicado a empinar el codo.
Pero, junto a una buena colección de episodios de similar entraña, Aramburo, que conjugaba en su voz altas dotes de fuerza y sensibilidad, sumió en arrobo a los públicos más exigentes de la época. El experto crítico Martín de Sagarmínaga cita al foniatra catalán Enrique O’Neill, que escribió: «Fue la voz más perfecta del siglo XIX; en calidad, extensión, timbre y color no llegó ninguna otra a parecerse siquiera». Es más, en su libro, La voz humana (1923), O’Neill, que había escuchado a Aramburo en repetidas ocasiones, lo coloca a la cabeza de los cantores de todos los tiempos. Por su parte, un crítico cubano estampó:
Ése sí que fue un tenor de veras, un astro. Ni Gayarre ni el elegante Masini, ni Tamberlick, ni Tamagno: en fin, ni ha habido, ni hay, no habrá otro igual; ni parecido.
Y en el mismo Espasa, enciclopedia de la que habrían debido copiar sus muy publicitadas seguidoras, se lee:
La voz de Aramburo, por lo timbrada, igual y varonil, fue acaso la más perfecta que se oyó en las escenas líricas durante el siglo pasado.
Más recientemente, Hernández Girbal, recogiendo calificaciones que le fueron aplicadas, habla de «fraseo sin mácula», «expresión arrebatadora», «hermosura increíble», «agudos limpios y brillantes como el sol», «temperamento apasionado»…
Cuando en 1876 debuta en el parisino teatro de los Italianos con La forza del destino, Tamberlick, considerado como el mejor tenor de esa época, lo designa como su sucesor al oírle. Su voz tenía la misma fuerza arrebatadora y la potencia de sus agudos impresionaba profundamente.
Poliuto, Norma y El trovador, óperas de gran dificultad que no fueron acometidas por Gayarre a causa de las características de su voz, constituyeron la base del repertorio del tenor cincovillense, pero su técnica y agilidad vocales le permitieron también cubrir un espectro más ligero.
Aramburo en Poliuto
Los testimonios diseminados aquí y allá podrían ocupar un libro entero pero sobre la trayectoria del cantante no hay sino un folleto de cuarenta y tres páginas debido a Vicente García de la Puerta y publicado por la Institución Fernando el Católico en coedición con el Centro de Estudios de las Cinco Villas, en uno de cuyos pueblos, Erla, Antonio Aramburo había nacido el 17 de enero de 1840 en el seno de una familia acomodada. Parece que realizó estudios de ingeniería y hasta los veintiséis años no se dedicó al canto, que aprendió con el maestro Antonio Cordero, discípulo sevillano del célebre Hilarión Eslava y miembro de la madrileña Real Capilla.
Ya pasados los treinta de su edad, Aramburo debutó en Milán, el 3 de agosto de 1871, interpretando Saffo de Pacini en el teatro Carcano. Al año siguiente cantaría Norma en Florencia. Muy pronto logró renombre, de modo que la segunda mitad de la década de los setenta puede considerarse la de su máximo esplendor. Desde el inicio de su carrera tuvo contratos en América y en 1874 cantó en el bonaerense Teatro Colón, con motivo de las celebraciones programadas al inaugurarse la línea telefónica que comunicaba la Argentina con Europa. A esta función asistió el muy ilustrado Domingo Faustino Sarmiento, a pesar de ello, a la sazón, presidente de la República. En el Liceo de Barcelona debutó en la temporada 1875-1876 y volvió a él en 1882. Sin embargo el Teatro Real hubo de esperar hasta la temporada de 1881 para tenerle en escena. Triunfó en él con La forza del destino pero fracasó después en Rigoletto. Algo similar, aunque al invirtiendo los tiempos, le había ocurrido en la Scala de Milán en 1879: silbado en la romanza «Celeste Aida», en la segunda representación cantó con una también celeste media voz, de modo que hubo de dar hasta veintitrés representaciones. Al parecer Aramburo prodigaba los filados con una extensión desde el Do hasta el Si, lo que ni siquiera llegó a alcanzar Fleta, cuya voz llegaron a comparar en Chile, por potencia y dulzura de timbre, con la del tenor dramático cincovillense. Por cierto, que en la Scala también acabó con conflictos. Ya en enero de 1880 cantaba Lucia de Lammermoor con Emma Albani hasta que esta fue sustituida por Harris Zagurry. La nueva soprano no gustó al público y fue silbada en el tercer acto. Aramburo, en extraña solidaridad, renunció a cantar el cuarto, que es el de mayor lucimiento del tenor, y se marchó al palacio en que residía para prepararse unas migas aragonesas, al tiempo que se colocaba un pañuelo en la cabeza y comenzaba a darle a la jota. De esta guisa lo encontraron los empresarios cuando, desesperados, fueron a pedirle que se reintegrara a su labor. Aramburo puso la sartén sobre la alfombra, invitó a los concurrentes y, en cuanto al contrato, dijo darlo por rescindido ya que nada quería con gentes tan ineducadas con las señoras. Así, en su mejor momento, desperdició la oportunidad de volver a ser llamado por el teatro más importante del mundo.
En enero de 1882, el tenor volvió al madrileño Teatro Real para cantar El trovador pero, al parecer, molesto porque, en contra de lo anunciado, Alfonso XII y María Cristina, no asistieron a la función, durante el descanso que precedía al tercer acto, salió por la puerta de bomberos ataviado de guerrero medieval y en la plaza de Oriente entonó «Di quella pira» ante las estatuas de los reyes y el gozo estupefacto de los madrileños que por allí se encontraban. Ya no volvió, claro, al Teatro Real.
Efectivamente, el comportamiento de Aramburo nos da cuenta de un genio con ribetes de esquizofrenia, lo que influyó, sin duda, en su consideración crítica posterior. Pese a haber cosechado tantos triunfos y panegíricos y haber disfrutado de esa voz incomparable, no suele figurar, junto a Gayarre, Tamberlick, Masini o Tamagno, entre los divos de la segunda mitad del siglo, sin duda por estos y tantos otros episodios de su carrera. Tampoco cuidaba sus formas y podía ser brusco, desaliñado y ajeno. Sin embargo, en otras ocasiones era un hombre manso, afable y hasta tímido. Poco mujeriego, casó con una soprano bostoniano, Adele Chapman, que actuaba con el nombre de Ada Adini. Quince años más joven que él y con poco nombre en la ópera, utilizó a su marido para medrar en la profesión y, tras darle una hija, pidió la separación, lo que acentuó la inestabilidad del tenor.
Hasta 1886 llegaría su época dorada. Luego, con el lento declive de sus facultades, fue acogiéndose a los conciertos. En 1891 lo encontramos en Cuba, donde ya había estado en la temporada 1878-1879 cobrando un sueldo exorbitante. Ahora iba como artista-empresario pero se negó a cantar, con lo que tuvo problemas pues el público había adquirido onerosos abonos al reclamo de su nombre. Parece que ya huía del esfuerzo de acometer óperas completas y se refugiaba en actuaciones particulares en entreactos o fines de fiesta. La Habana Artística nos da cuenta de que “si ha perdido muy mucho la voz, en cambio ha mejorado su estilo”. Esta revista, cronista del muy importante movimiento musical de la isla en los años finales del siglo XIX, había definido a Aramburu como “tenor de fuerza, y dotado de una voz tan hermosa, igual y potente como tal vez no se haya oído otra en La Habana. Más en cambio de tan precioso tesoro su estilo fue siempre amanerado, sin claro oscuro, sin pianos, ni inflexiones de ninguna clase; y como actor malo y de modales muy ajenos, no sólo por su impropiedad, sino por su rudeza en las tablas de un teatro”.
En 1896 Aramburo actuaba por última vez en Europa cantando Carmen en Odesa. Volvió entonces a América y, a pesar de haber ganado unos tres millones de pesetas en su carrera, los ocho robos que sufrió y la típica prodigalidad de los divos terminaron por conducirle a la miseria. En 1907 el periódico chileno El Mercurio anunciaba que se encontraba en un hospital de Milán reducido a la indigencia. Volvió a Montevideo y se le dio un puesto de portero en el teatro Solís. Finalmente, la ciudad que había presenciado tantos de sus triunfos y que, también, le había dado el sobrenombre de “el loco de la guardilla”, tras el episodio contado al principio, le otorgó la dirección de una escuela de canto que se llamó Instituto Aramburo. Hipólito Lázaro lo conocería allí y en sus recuerdos cuenta que aún se anunció que iba a cantar Carmen, pero desapareció a mitad de los ensayos. El 16 de septiembre de 1912 moría en la capital uruguaya. El gran erudito y coleccionista argentino Rudi Sazunic descubrió un catálogo de cuarenta y ocho cilindros grabados por el tenor en Montevideo, al final de su vida, bajo el marbete de Compañía de Impresiones Fonográficas Antonio Aramburo. De ellos se conservan seis en la Universidad de Yale: los números 3, Aida, «Morir si pura e bella»; 21, Poliuto, «D’un alma troppo fervida»; 23, Il Profeta, «Senz’un ordine mio»; 35, La partida de Álvarez; 45, Ideale de Tosti; y otro que no figura en dicho catálogo, La forza del destino, «Solenne in quest’ora». También se conserva, y ha sido grabado en LP y, en compacto, el fragmento «Niun mi tema» de Otelo, procedente de una matriz de 1902 no comercializada por la casa Gramophone Typewritter. Los aficionados de todo el mundo agradecerían, sin duda, una gestión del gobierno aragonés para que estas joyas arqueológicas del canto fueran denuevo editadas
(Publicado en Javier Barreiro, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34). Con algunas adiciones.
BIBLIOGRAFÍA
-Barreiro, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34.
-Barreiro, Javier, Voz: «Aramburo, Antonio», Diccionario biográfico español. Vol. IV, Madrid, Real Academia de la Historia, 2010, pp. 709-710
-García de la Puerta, Vicente, Pasajes de la vida del tenor Aramburo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1998.
-Hernández Girbal, Florentino, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos xix y xx), Madrid, Lyra, 1997, págs. 54-57;
Martín de Sagarmínaga, J. Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid- Acento, 1997, págs. 56-58;
Ramírez, S. La Habana Artística. Apuntes históricos, La Habana, Imprenta E. M. de la Capitanía General, 1891, págs. 368-369.
(Publicado en Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34, con el título de «El genio venado». Incluyo algunas adiciones)
Martínez Remacha, Bernabé. Villarroya de la Sierra (Zaragoza), 14.XI.1928 – Barcelona, 18.III.2022. Tenor.
(Publicado en Diccionario biográfico Español (Vol. XXIII), Real Academia de la Historia, Madrid, 2012, p. 499.
De niño se inició en el saxofón y pronto el ambiente le llevó a la jota, pero su magnífica voz indujo a un hermano policía a llevarlo con veintiún años a Zaragoza para que le probaran la voz. Tomó clases con Juan Azagra, maestro de capilla del Pilar, y recibió el mecenazgo de Calixto Martínez, entonces propietario entonces propietario de establecimientos de moda masculina, con lo que pudo viajar a Madrid para ampliar sus estudios. Ya matriculado en el Conservatorio, recibió una beca de la Diputación zaragozana y se perfeccionó en Italia con Mercedes Llopart, entre otros maestros. En las fiestas del Pilar de 1956 se presentó en Zaragoza. Tras una temporada en Alemania, su debut serio se produjo en los Festivales de Granada (1958), donde interpretó La vida breve de Falla. En noviembre de 1960, llegó al Gran Teatro del Liceo para estrenar La cabeza del dragón, lo que supuso su consagración. A los pocos meses cantaba, junto a la Tebaldi, en el Metropolitan Opera House neoyorquino.
En diciembre de 1960 se le ofreció un contrato para grabar discos con Zafiro, Lamentablemente, hace años que las grabaciones de Bernabé Martí, tan reproducidas por la radio en su época, están fuera de mercado.
Aunque no se prodigó en este terreno, grabó íntegramente El pirata de Bellini, dos discos de larga duración, con romanzas de zarzuela y arias operísticas, y otro de dúos “de amor”, acompañado de su mujer.
En la temporada 1962-1963 cantó en La Coruña Madame Butterfly junto a Montserrat Caballé, con la que se casó a los ocho meses. Durante estos años recorrió todo el mundo con un repertorio operístico de gran categoría, a veces en compañía de su mujer y otras en solitario. Tuvo grandes éxitos en el Liceo y en Buenos Aires, donde debutó en 1966. Madame Butterfly, Manon Lescaut, Turandot y El pirata estuvieron entre sus mayores éxitos. Se retiró prematuramente debido a problemas pulmonares. Su última actuación (1985) tuvo lugar en Ripoll.
La educada potencia de su voz, de timbre bello y fácil y buenas cuadratura y articulación, junto a un magnífico do de pecho, fueron sus características más reconocibles.
BIBLIOGRAFÍA
BARREIRO, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 87-89.
MARTÍN DE SAGARMÍNAGA, J, Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid-Acento, 1997, págs. 221-222.
HERNÁNDEZ GIRBAL, Florentino, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (siglos XIX y XX),Madrid, Lyra, 1997, págs. 242-245.
(Publicado en «Miguel Fleta. Gloria y pasión», Teatro Principal de Zaragoza, Septiembre 2021)
Hasta la irrupción volcánica de Fleta en 1919, Aragón había proyectado al mundo, desde mediados del siglo XIX, un conjunto de cantantes líricos de gran altura, que culminó con el tenor de Albalate. Repasemos: Antonio Aramburu, Andrés Marín, Eduardo García Berges, Julián Biel, Marino Aineto, Fidela Gardeta, Elvira de Hidalgo y hasta Juan García, un año más joven que el genio vocal nacido en la ribera del Cinca. Para un territorio tan poco poblado como el aragonés, el número de figuras es sorprendente y puede ser debido a la tradición jotera, que precisa de amplias y grandes voces, lo mismo que a la desnudez de la tierra o al fuerte viento, que implicaba elevar el tono para hacerse oír, sobre todo en gente campesina. Sea como fuere, Fleta, hijo de su tierra y de su tiempo, tuvo en su trayectoria puntos comunes con la de varios de su coterráneos y, además, contemporáneos: Infancia rural y socialmente modesta, relación con la jota, influencia decisiva de los maestros, consagración en Italia…
Viena 1920
Sin embargo, en la corta vida de Miguel Fleta, además del don de la naturaleza que fue su privilegiada voz, también sorprenden muchas cosas: lo celérico de su carrera que, aun reconociendo su gran intuición musical, le hace pasar en dos años -entre 1918 y 1920- de mozo de labranza a cantante excepcional; lo breve de su etapa de esplendor; la facilidad con la que gente mínima, y hasta artera entra en la esfera de quien, por su éxito mundial, debía ser poco menos que inaccesible; los cambios de rumbo ideológicos que lo llevan de la amistad con el rey a un republicanismo militante para terminar como propagandista de Falange
Por otra parte, toda la trayectoria artística del divo se concentra en dos décadas, especialmente intensas en lo político-social y en lo artístico. Veinte años que acumularon los efectos y antecedentes de las guerras mundiales, la revolución rusa, el ascenso de los fascismos, la guerra española y todas las renovadoras disipaciones de las vanguardias, así como el cine sonoro, los nuevos ritmos musicales y, en el campo del arte lírico, una panoplia de cantantes de primerísima fila con los que Miguel Fleta hubo de convivir y competir. Alguno de ellos, como Lauri-Volpi, cinco años mayor que él, se convirtió en su mejor propagandista y escribió páginas admirativas. Otros, como Hipólito Lázaro y sus seguidores, cultivaron una rivalidad regional que no podía sustentarse internacional ni tampoco realmente. Más de ochenta años después de su muerte, muchos aficionados siguen considerando a Fleta el mejor tenor del siglo XX.
Lo cierto es que el de Albalate de Cinca unió a su fama y popularidad legendarias, fundamentadas en una forma de cantar que nunca se había visto, una humanidad desbordante, excesiva para lo bueno y lo no tan bueno. Su proverbial generosidad económica y vocal se acompañaba de una ingenuidad que no tenía en cuenta sus propios intereses -quizá no eligió bien a algunos de sus amigos y asesores- y, como los extremos se tocan, su simpatía y don de gentes pugnaban con ciertos raptos melancólicos que, por otra parte, con tanta maestría y sensibilidad supo expresar en su canto. Su temperamento, fuertemente emocional, como es propio de los artistas, le hizo incurrir con alguna frecuencia en precipitaciones que resultaron negativas para su vida y para su arte.
Una buena mayoría de los fletistas ha lamentado la brevedad de su esplendor y otras circunstancias personales, que no son para desarrollar aquí. Después, demasiado se han comentado sus vaivenes políticos, como si, en su excelencia canora, alcanzasen alguna importancia. Pero la ferocidad de la guerra civil y los enfrentamientos políticos en España hacen poner el acento en cuestiones que en otros lugares serían accesorias. De sobras son conocidos los orígenes de Fleta, un campesino sin apenas escuela que se convirtió de la noche a la mañana en un fenómeno social y al que su carrera le llevó a alternar con la gente del gran mundo. Por ello son comprensibles todos sus vaivenes en cuanto a simpatías políticas: primero el joven surgido de la nada que intima con el rey, padrino de su primogénito, y que se esfuerza por demostrarse a sí mismo que lo que está viviendo es real. Después, sus confesas simpatías republicanas, naturales en quien, por sus orígenes, conocía perfectamente las miserias y afanes del pueblo, además de haber nacido en una comarca como la del Cinca donde el anarquismo tenía una fuerte implantación y, efímeramente, llegó a proclamar la revolución libertaria. Finalmente, sus simpatías por Falange en un tiempo en el que se encuentra en decadencia, endeudado y comprobando cuán poco sirve la gloria cuando las cosas vienen mal dadas. Monarquismo, republicanismo y falangismo los vivió con intensidad y, si su amistad con Alfonso XIII antes del 14 de abril, hizo que muchos se asombraran de sus declaraciones y amistades republicanas, así como de sus grabaciones de “La Marsellesa” y el “Himno de Riego”, también sorprendió el acercamiento a Falange Española desde 1934, cuando sus problemas económicos se hacen acuciantes. A partir del Alzamiento, su apoyo a los sublevados fue inequívoco, a pesar de que se siga repitiendo que grabó el “Cara al sol” que, sin duda, cantaría pero la grabación que se ha presentado como suya no lo es ni por asomo. Ni nadie ha mostrado físicamente el disco original en el que figura porque definitivamente no existe.
La realidad es que todos los Fletas son apasionantes, tanto el de sus inicios, como los de su consagración y decadencia: Fleta joven es un diamante en bruto que une el genio a la bravura de la jota, que trae asumida desde su pueblo y, en Zaragoza, admira a sus oyentes cantándola en lo alto del carro en el que acarreaba las verduras desde la torre de familiar en Cogullada hasta el Mercado que poco antes había erigido Félix Navarro. La confianza en sí mismo que tanto elogio le depara, promueve que pruebe suerte en los concursos en los que hubiera terminado triunfando pues ya que a la excelsitud de su voz le acompañaba un privilegiado oído. Su vinculación jotera no decayó nunca y llevó siempre su canto tanto a sus actuaciones como a los discos. Cuando llega a Barcelona, la soprano Luisa Pierrick hace lo imposible para que el joven pueda ingresar en la escuela del Liceo. Percibe “una voz de carne y sangre” capaz de recorrer toda la escala sin la mínima alteración, no cuenta la escasa educación musical del aspirante: es un superdotado y, como hizo Elvira de Hidalgo con María Callas, la Pierrick tomará como cuestión de honor pulir y conseguir que acabe en veintidós meses una carrera de cinco años, lo que igualmente habla de la vocación y capacidad de trabajo del alumno.
Luisa Pierrick con Miguel Fleta
Sorprende cómo un debutante en el escenario consigue el papel protagonista en el estreno de Francesca da Rimini de Riccardo Zandonai. Sorprende asimismo lo tempranamente que alcanzó la plenitud vocal y la gloria, un fenómeno popular que no se había dado en España más que con Gayarre, que tantas similitudes tuvo en su carrera con el tenor aragonés. Contra lo que hoy pueda pensarse, Fleta fue en su tierra un auténtico mito popular, el pueblo conectó con su figura y con su canto y se produjo un fenómeno de identificación hasta el punto de constituirse en el aragonés más admirado por sus paisanos hasta la segunda mitad del siglo XX. Escribió Lauri Volpi:
España entera, del rey al campesino de la última aldea, le honró. Yo he visto ancianos temblorosos (…) arrodillarse a sus pies, besarle manos y vestidos. Mujeres hermosas ofrecerle flores, sonrisas, regalos, por la felicidad de verlo y hablarle. (…) Cuando un hombre se crea una individualidad imperiosa y dinámica y logra afirmarla tan poderosamente (…), ese hombre ha hecho su felicidad y la de los otros y puede decirse que no ha vivido en vano.
Desde noviembre de 1919, su debut en Trieste, hasta la grabación de sus primeros discos en Milán (abril 1922) su carrera es un in crescendo. Para la primera de sus grabaciones elige el impresionante “E lucevan le estelle”, de Tosca, que en España todo el mundo conocía como “El adiós a la vida” y la jota de El Trust de los tenorios. Las dos, junto al “¡Ay, ay, ay!” de Osman Pérez Freire, se convertirán en sus señas de identidad como tenor. Del bel canto a la música popular.
Sin embargo, esa plenitud iría descomponiéndose poco a poco por sus problemas con la voz, sus conflictos personales con el marido de Luisa Pierrick y, después, con su separación profesional de ella y el matrimonio con Carmen Mirat, sumándose las contrariedades económicas que culminarán con el suicidio de Anastasio, su tío y administrador, y los avatares políticos de los que dimos cuenta.
Fleta fue en vida demasiado legendario y, a la vez, demasiado humano. Todo aquello derivó en un envejecimiento prematuro, la obesidad tan frecuente en los artistas líricos y serias complicaciones de salud que derivaron en afecciones renales que a los cuarenta años lo llevarían a la tumba. Su enfermedad, como la de Gayarre, fallecido a los cuarenta y cinco por un cáncer de laringe, hubo de tener claras motivaciones psicosomáticas.
Los muchos libros que acerca de Miguel Fleta se escribieron y el milagro de su voz en las ciento once matrices que grabara entre 1922 y 1934 nos certifican hoy día que el pueblo no se equivocaba cuando lo designó ídolo y lo eligió como su preferido.
Corría 1903 cuando Aineto, barítono bregado en los teatros de ópera más suntuosos de Europa, grababa para el sello Gramophone una serie de discos de una cara que contenían piezas tan populares como la romanza y el tango de la zarzuela Entre mi mujer y el negro, los couplets de don Tancredo (El juicio oral), los couplets de don Críspulo (Los aparecidos), el tango del morrongo de Enseñanza libre, los couplets del tambor de El tambor de granaderos y de, la tan famosa en su tiempo, Cuadros disolventes (1896), los couplets de Gedeón y el schottisch que comienza: «Con una falda de percal planchá / y unos zapatos negros de charol…». Un auténtico muestrario del género chico, tan denostado por los puristas, y una buena prueba de que los cantantes exquisitos volcados a lo populachero no son invento de los mediáticos -y tirando a inaguantables- «Tres tenores».
Martín de Sagarmínaga, autor del único diccionario de cantantes líricos españoles, no sabe, al parecer, de estos registros porque alude a las nueve grabaciones conocidas de Aineto, fechadas entre 1903 y 1904, y relaciona otras distintas y algo más serias. Realmente, según Massísimo, el mayor experto del disco antiguo en España, las grabaciones discográficas de Aineto llegaron a sesenta y una. Lo importante, sin embargo, es que su voz merece a Sagarmínaga el siguiente comentario:
un cantante en envidiable plenitud de medios, sin sonidos forzados ni entubados. Los agudos son firmes y espontáneos y las maneras adelantan un poco el estilo fluido y grato de un Marcos Redondo.
Por su parte, el monumental Diccionario de la música española e hispanoamericana, con diez tomos de aproximadamente mil páginas cada uno, no dedica ni diez líneas al eximio barítono de Murillo de Gállego. Su sobrino nieto, el musicólogo Ángel Ignacio Pellicer Bambó, se lamentaba recientemente de que tampoco figurara hasta entonces en la Gran Enciclopedia Aragonesa, cosa que acaba de subsanar el primer Apéndice de su continuadora. Sin embargo, la carrera de Aineto fue brillante aunque se desarrollase primordialmente en Italia. Lejanía que no parece excusa válida para justificar su desconocimiento, pues sabido es que quienes triunfan fuera, suelen tener ganado el crédito que se les niega si permanecen en su cresposa tierra.
El padre del futuro barítono, maestro en Murillo, falleció tempranamente y Marino -salido del vientre de su madre, Ramona Castro, el 19 de agosto de 1873- quedó huérfano a los siete años y al cuidado de su padrino Gregorio, un hermano del progenitor, cura en Santa Eulalia de Gállego, que también acogió al resto de la familia, cinco hermanos más y la madre, oriunda de Alerre. En este pueblo cercano a Huesca, adonde se trasladó la familia unos años después, surgen las primeras noticias sobre el canto de Marino ya que, según el testimonio de otro sobrino-nieto, el arquitecto oscense Raimundo Bambó, ganó los primeros cuartos a cuenta de sus oyentes callejeros.
Es probable que su tío el cura desease encauzar su vocación musical y, al no encontrar en el pueblo posibilidad alguna de medrar en ello, decidiera enviarlo a la capital, en busca de horizontes más diáfanos. A los trece años, pues, Marino entra en el Hogar Pignatelli, el hospicio zaragozano, que también acogía a retoños de familias pobres que hubieran demostrado dotes para el estudio. Aineto debía ser hombre de regular ingenio pues en esta institución benéfica consiguió terminar la carrera de Magisterio, que llegaría a ejercer en el zaragozano pueblo de Jarque.
En 1894 lo encontramos en Madrid trabajando como burócrata para pagarse la formación musical con Antonio Baldelli y Leandro Pla y, más tarde, estudiando en Milán, adonde se había marchado con una beca, en la que habrían tenido que ver tanto el famoso maestro Campanini, factótum del Teatro Real, como la populachera Infanta Isabel, La Chata, ambos muy convencidos de sus posibilidades vocales. Lo cierto es que Aineto aprovechó la estadía en Milán no sólo para estudiar con aprovechamiento sino también para contraer matrimonio con la soprano italiana Olimpia Brossio, que después le acompañó en muchas de sus giras y con la que tuvo tres hijos.
De cualquier modo, y como suele suceder con los inicios de la peripecia de los cantantes en épocas más o menos lejanas, los datos sobre su trayectoria son a menudo contradictorios y oscuros. Parece que Aineto debutó en Madrid en 1898 con Los hugonotes y, muy pronto -recordemos la recomendación de Cleofante Campanini- cantó Rigoletto en el Real (1899), para clausurar con La bohème la temporada de 1900 y repetir en las dos siguientes.
En 1901 apareció en Zaragoza, donde formó compañía propia en la que figuraban el gran tenor zaragozano Julián Biel y la mezzosoprano oscense Fidela Gardeta. Fue el 19 de mayo cuando debutó en el Teatro Principal con El trovador, de gratas reminiscencias locales, a la que seguirían Carmen y Los hugonotes. Heraldo de Aragón terminaba su panegírico sobre la función descolgándose muy decimonónicamente con el siguiente epifonema: «¡Trinidad lírica envidiable, honra de Aragón!». El público parece que también salió complacido y no le ocurrió lo que al pobre don Tancredo, cuyos cuplés cantaría Aineto, según se dijo. Merece la pena recordarlo como otra prueba de la dificultad del público cesaraugustano, que tan mal se las hizo pasar a Gayarre, a la Fornarina, a Cagancho, a la Piquer, al Real Zaragoza…
Don Tancredo López andaba en la cumbre de su gloria. Como se sabe, su mérito estribaba en permanecer en un pedestal y vestido de blanco, impávido, delante de un toro recién soltado de los corrales que, ante su inmovilidad, olía, bufaba un poco, rascaba la arena con la pezuña y, finalmente, se daba la vuelta. Don Tancredo se jactaba de que le daba igual Miuras, Palhas que Saltillos. Su actitud dio lugar a que pasaran a la lengua común expresiones y palabras como «hacer el don Tancredo» o «tancredismo», que todavía perviven, y, en seguida, le surgieron, con menos suerte, imitadores e imitadoras, como Mercedes del Barte, una parisina que hablaba cinco idiomas, estaba versada en literatura y había bailado las danzas de Louie Fuller encerrada con siete leones en una jaula. Pero vayamos a lo nuestro: Don Tancredo en Zaragoza. Así lo contó Zeda en Nuevo Mundo:
El hombre presentose (…), saludó al respetable público y fue a colocarse en el pedestal. Abriose la puerta del toril y salió el toro. El animalito, aunque bien puesto de cuernos, de muchas libras y de sus cuatro años muy cumplidos, pareció a varios baturricos del tendido un inofensivo becerrete.
Ellos hubieran querido un Miura de seis años.
De aquellos espectadores se apoderó la santa indignación… y ya se sabe como se traduce la santa indignación en las plazas de toros: naranjazos, melocotonazos… según sean naranjas o melocotones las frutas del tiempo. Un melocotón o una naranja (…) fueron a dar en la cara de don Tancredo, que enfrente de la res, hacía según lo anunciado en los carteles, de estatua. El naranjazo produjo el efecto natural… el de que don Tancredo oscilase y hasta medrase como los bustos del Tenorio, y el toro entonces acometiendo a la viviente escultura le volteó y corneó, siendo maravilla que no le mandase al otro mundo.
Llevose a don Tancredo a la enfermería; pero una parte del público, a quien había parecido poco el espectáculo, pidió a grandes voces que se le sacase como estuviese otra vez a entenderse con el toro.
Don Tancredo no salió…
Según aseguran personas bien enteradas no piensa volver a Zaragoza.
No tuvo, pues, Marino Aineto que pasar por ésas y, formando parte de la «trinidad lírica envidiable» y de otras compañías, recorrió España y América, sin por eso dejar de actuar en los mejores teatros de Europa, incluyendo sus reapariciones en el Real y en el Liceo barcelonés, donde actuó en 1908 y en 1920, ya próxima su deserción de los escenarios, que llevaría a cabo en el teatro Petrarca de Arezzo, con la interpretación de Lohengrin, ya que fue uno de los pocos cantantes españoles capaz de acometer el repertorio wagneriano, para lo que se había formado ampliando sus estudios en Bayreuth.
Aineto ya era por entonces más italiano que español. Retirado en Milán, tendría oportunidad de escuchar a Fleta y, sin duda, alguna opinión autorizada saldría de esa voz que, en 1909, había hecho escribir al compositor Alfredo Catalani, tras escucharlo en Loreley: «Artista de probada base, fue superior a la exigencia del papel de Hermann, que ya de por sí requiere precisión escénica y vocal. El auditorio apreció en el egregio artista riqueza de voz, sentimiento en la expresión, facilidad de emisión, potencia de agudos y fue calurosamente aplaudido».
Marino Aineto llegó a dominar sesenta y cuatro óperas y viajó por el mundo con compañía propia. Buenos Aires y Méjico, las más populosas y cultas capitales de Hispano-América, lo tuvieron entre sus divos más admirados, tanto por su voz como por su presencia escénica. Así, Tosca, que requiere de ambas cualidades, fue una de sus óperas estrella.
Tuvo gran amistad con Ramón Blanchart, famoso barítono barcelonés. El sucedido, que, con el título, «¡Cómo que era de Aragón!», cuentan Torres del Álamo y Antonio Asenjo en su curioso libro, Mil y una anécdotas, Madrid, Ediciones Españolas, 1940, nos da fe de ello, así como de lo que también fue en Aineto proverbial: su fuerza física.
El barítono Aineto, que estaba contratado en Malta, fue obsequiado una noche, en ocasión de cantar Tosca, con una grita estrepitosa, pagada por un rival de la misma cuerda.
La empresa rescindió el contrato, y Aineto juró que nadie sino él cantaría Tosca.
Efectivamente, dos barítonos que contrató la empresa fueron “amassattos” por Aineto, que estaba dispuesto a cumplir su juramento, anunciando que continuaría apaleando a cuantos barítonos contratasen, con la sola excepción de Ramón Blanchart.
Convencida la empresa de que Aineto cumpliría su promesa, firmó el contrato con Blanchart, consiguiendo de este modo que Aineto depusiese su actitud, y además ofreció el desquite al barítono aragonés dejándole cantar Tosca.
Aineto fue ovacionado, como tantísimas otras veces.
El barítono de Murillo volvió al Real en la temporada 1913-1914, donde cantó partituras tan variopintas como I puritani, Parsifal, Aida, Los hugonotes o Lohengrin, y prosiguió cantando y viajando incansablemente hasta asentarse definitivamente en Milán a mediados de la década de los veinte, aunque nunca perdió el contacto con su familia aragonesa, que conserva buen número de cartas en las que no deja de recordar los que fueron sus lugares nativos.
En esa misma ciudad de Milán murió Marino Aineto el 5 de mayo de 1931, tres semanas después de la proclamación de la segunda república española. Él, que había nacido durante el mismo año en que se instauró la primera. Ésta duraría algo más, pero tendría peor final.
(Publicado en Voces de Aragón (Intérpretes aragoneses del arte lírico y la canción popular entre 1860 y 1960), Ibercaja, Biblioteca de Cultura Aragonesa, 2004, pp. 42-46).
Durante la Exposición Universal de Barcelona (mayo 1929-enero 1930) el cine sonoro estaba a punto de destronar al cine silente. Si en España tardó un poco más en establecerse, no fue por falta de material rodado sino porque los equipos necesarios para proyectarlo resultaban costosos y las salas fueron adquiriéndolos poco a poco. Las grandes productoras norteamericanas, a efectos de promocionarlo, decidieron colaborar en la Exposición con una película musical, Barcelona Trailer en la que aparecían muchos de los artistas más populares de su tiempo. Por citar unos pocos: Clara Bow, Sue Carol, Bebe Daniels, Lupe Vélez, Dolores del Río, John Gilbert, Harold Lloyd o Maurice Chevalier, entonces reciente triunfador con la película sonora, La canción de París.
Barcelona Trailer se estrenó el 1 de octubre de 1929 con asistencia de los reyes en el ostentoso teatro Tívoli de la barcelonesa calle de Caspe. Algunos artistas cantaban en español, otros decían unas palabras y, como todos eran famosos y para el público constituía una novedad, los afortunados asistentes salieron satisfechos. Lamentablemente, de la película se debieron de hacer escasas copias y hoy figura como un film perdido, como tantas obras del cine mudo y de los comienzos del sonoro.
Pero lo que me sorprendió, al saber de la existencia de esta película totalmente olvidada, fue que Maurice Chevalier cantaba en español la famosa «Jota de Perico», pieza estelar de la zarzuela El guitarrico. Habría que oír al gabacho del canotier, entonando “Suena guitaguicó, suena”. Dicha jota ha sido grabada por los grandes tenores del mundo desde Fleta a Plácido Domingo, pasando por José Carreras o Alfredo Kraus, para mí su mejor intérprete junto a Fleta, pero también la acometieron bajos como el gran José Mardones, barítonos como Vicente Guillot, Emilio Sagi-Barba, Titta Ruffo, Marcos Redondo, Luis Sagi-Vela, o Manuel Ausensi, cantaores como José Chacón, charros como Miguel Aceves Mejías o cupletistas como Lilián de Celis*. Y, por supuesto, desde Juanito Pardo, un sinfín de cantadores y cantadoras de jota, entre los que se cuentan las dos grandes figuras de las últimas décadas: Jesús Gracia y Nacho del Río.
Lo verdaderamente curioso de estas interpretaciones es que mantienen el horrible laísmo de la letra original. Reza su estribillo: “Dila que la quiero, dila muchas cosas, dila que no vivo, dila que me muero, dila que me quiera tan solo un poquico, dila que se apiade de este baturrico”. A lo largo del texto se repite nada menos que ¡25 veces!, con lo que “Dila” debiera ser el título más propio de esta jota.
Dicho barbarismo jamás lo perpetraría ningún aragonés fuera cual fuese su nivel social, pues está totalmente excluido de su sistema pronominal y parece seguro que no fue cosa del compositor, Agustín Pérez Soriano, un navarro residente en Zaragoza, aunque bien pudo advertir a los autores del texto de que en Aragón no se hablaba así. Los culpables fueron el murciano afincado en Madrid, Luis Pascual Frutos y el madrileño Manuel Fernández de la Puente*, que, según alguna crítica, achulaparon a los personajes interpretados en sus principales papeles por la gran tiple riojana Lucrecia Arana y el tenor Sigler, que fue el primero en cantar la citada jota en el madrileño Teatro de la Zarzuela el día del Pilar del año 1900. Lo vio bien el crítico Zeraus, seudónimo de Manuel Suárez García, que en Heraldo Militar escribía:
Hay que confesar que el Sr. Frutos se ha equivocado de medio a medio; o ignora que para escribir un sainete de costumbres populares hay que estudiar muy bien los tipos, sus modales, usos, etc. etc., y sobre todo no achulapar los baturros, que es casi ofender a la Pilarica. La música corre pareja con el libro y los actores no pudieron hacerlo mejor porque no sabían si hacer de chulos o de baturros.
Tras esto, sólo queda rogar a cantadores e intérpretes de zarzuela que, cuando interpreten esta jota, una de las pocas conocidas mundialmente, se atengan a la pronunciación aragonesa, que es también la correcta en el español general y que, además, sirve para que la pueda cantar una intérprete femenina.
Amén.
*En el film mejicano Los apuros de dos gallos (1963), sus protagonistas, Miguel Aceves Mejía, «El Rey del falsete», popularísimo cantor de rancheras, y la bellísima asturiana Lilián de Celis, rescatadora del cuplé, cantan a dúo una estupenda versión de «El guitarrico», cuya grabación no es difícil de escuchar en varios lugares, incluso en youtube. Son los únicos, de los que tengo noticias que utilizan el «dile», lo que es de agradecer.
**Aunque éste operó tan sólo como ayudante, tiene mayor delito pues era el hijo del maestro Fernández Caballero, autor de zarzuelas memorables de ambiente aragonés, principalmente, Gigantes y cabezudos, estrenada sólo dos años antes que El guitarrico.
(Publicado en Aragón Digital, 3-5 septiembre 2020)
SIMÓN, Vicente Zaragoza, 10.XII.1898 – Madrid 12. I. 1963. Tenor
El 10 de diciembre de 1898, setenta y dos días después del estreno de Gigantes y Cabezudos, nacería en el número 18 de la zaragozana calle de Forment el que iba a ser famoso tenor zarzuelero Vicente Simón. Su padre era dueño de un taller de restauración y platería en dicha calle, muy cercana al Pilar y hoy desaparecida.
Vicente, el menor de cuatro hermanos, estudió con los maristas y, después, música y pintura en la Academia de Bellas Artes, al tiempo que ayudaba en el taller familiar. Sus afanes musicales y la buena relación de su padre con el cabildo le habían ya llevado a ingresar en los Infanticos del Pilar y, luego, en el Orfeón Zaragozano, donde rápidamente llegaría a solista. Allí le escuchó el barítono vasco Eulogio Villabella, que se convirtió en su profesor de canto y dictaminó que su voz no era de barítono sino de tenor y así fue cultivada desde entonces.
En esta, la Zaragoza de la senderiana Crónica del alba, Vicente da sus primeros recitales como aficionado y consta que el día de Santiago de 1917 cantó en el Salón Blanco, ubicado hasta no hace tanto al lado del Palacio de los Pardo, actual sede del Museo Camón Aznar. La pieza que el joven tenor interpretaba fue Telva, la gitana, una zarzuela de Miguel Sancho Izquierdo -que, por lo visto, hizo de todo- con música de José María Olaiz. Muy poco después, sin haber cumplido aún los dieciocho años, Vicente se traslada a Barcelona para ampliar sus estudios de canto con maestros como Luis Canalda, Concepción Callao y Adela Marra. Algo más tarde, logró también ingresar, en calidad de restaurador, en el Museo Municipal de la Ciudad Condal. Pronto, sin embargo, hubo de servir como soldado en Marruecos, donde participó en muchas acciones y resultó herido en el desastre de Annual (1921). Con su voz y su guitarra amenizaba los días de campamento y se dice que el propio general Sanjurjo lo sentó a su mesa. Es muy probable, pues, que en algún momento coincidiese con Sender aunque la melomanía fuese una de las pocas pasiones que no afectó al novelista de Chalamera.
Una vez licenciado, Vicente volvió a Barcelona para seguir con su oficio de restaurador –había ya instalado un taller en la calle Consejo de Ciento- y aprovechaba los fines de semana para afirmar su vocación cantando en las sesiones de los cines con el nombre de Víctor Smith. Hasta 1929 no tuvo la oportunidad de debutar en un escenario de algún prestigio. Fue en el llamado Teatro del Bosque, sito en la barriada de Gracia, donde hubo de sustituir al tenor en el papel de Almaviva de la ópera El barbero de Sevilla, acompañado del barítono Ricardo Fuster, la soprano Elvira Serra y el bajo Gabriel Olaizola. Este último, que se disponía a estrenar en Madrid Noche de verbena, lo recomendó a Amadeo Vives, autor de la música. El maestro le probó haciendo que cantara fragmentos de Tosca, quedó satisfecho y dispuso que Vicente fuera el tenor designado para el estreno de su obra en el Eslava el 21 de diciembre de 1929. Todo salió a satisfacción y, pronto, el 5 de abril de 1930, el tenor aragonés estrenaría otra obra en el Teatro de la Zarzuela, El ruiseñor de la huerta de Leopoldo Magentí. A lo largo de su vida Vicente llegó a representar el alto número de treinta y seis zarzuelas.
Desde el inicio, su recepción crítica fue muy positiva. En su citado debut con El barbero de Sevilla, un comentarista titula «Gran actor y excelente cantante». Sin embargo, como ocurrió en el caso de Juan García, la recuperación de la zarzuela en su época le hace inclinarse hacia este género, aunque volviera a cantar la ópera de Rossini en otras ocasiones. Así, su papel más constante fue el de protagonista (el hermano Rafael) en La Dolorosa de Serrano.
La condición de restaurador del tenor se acomodaba perfectamente al hecho de que el tal hermano Rafael fuese, además de lego, artista del pincel y pasase buena parte de la obra pintando un óleo de la Virgen, a la que da el rostro de su amada. Vicente colocaba en escena un cuadro suyo y así todo se desarrollaba con la mayor naturalidad. Incluso hay quien recuerda que en su actuación aplicaba realmente pintura a la tela de la Virgen y en cierta ocasión en que la obra se representaba en Zaragoza, al final, llegó a sortearse el cuadro entre el público. Con esta zarzuela recorrió España e Iberoamérica y llegó a cantarla en más de mil cuatrocientas ocasiones. La Dolorosa es obra de ambiente aragonés, que había sido estrenada por Emilio Vendrell en 1930 y constituyó un gran éxito, de modo que fue llevada rápidamente al cine. Tal vez por esta vinculación de su papel con lo religioso, fue reclamado por el ayuntamiento sevillano para interpretar el Miserere de Hilarión Eslava durante la Semana Santa de 1931, acontecimiento que el cantante consideraba como uno de sus mayores timbres de gloria.
También interpretó en más de mil ocasiones otros títulos tan populares como Doña Francisquita, de su descubridor, Vives, y Luisa Fernanda, como se verá más abajo. Era época en que las representaciones que se daban eran muy numerosas y los cantantes debían prodigarse mucho más que hoy cantando, tarde y noche, un repertorio variadísimo para lo que, evidentemente, hacía falta una técnica especial. Técnica que a Vicente, recordando sus inicios, también le permitía actuar como barítono y en esta tesitura logró una gran interpretación en Molinos de viento, la hermosa partitura de Luna, el maestro de Alhama de Aragón. Igualmente, hizo papeles de barítono en La rosa del azafrán, Maravillas y Don Manolito. Fue también muy buen actor, que se crecía en escena, según los testimonios de quienes pudieron verlo. Incluso, según declaraba su hijo Ángel, pudiera haber vivido de la comedia.
Su período de mayor éxito coincide con el renacimiento de la zarzuela que se dio en la época de la II República, resurgimiento que debería haber dado que pensar a los sustentadores de la idea identificación del género con el nacionalismo español. Quienes se identificaban con lo que la zarzuela representaba eran las gentes que vivían en España y, por cierto, que en las mismas fechas hubo una eclosión de zarzuela catalana. El propio Vicente Simón cantó alguna de ellas e incluso llevó al disco La reina ha relliscat.
Con Felisa Herrero
El tenor zaragozano también fue importante partícipe de otra de las zarzuelas más populares de los años treinta: Moreno Torroba había estrenado Luisa Fernanda el 26 de marzo de 1932 y el tenor Pepe Romeu enfermó, de modo que Vicente hubo de sustituirle. Junto a Emilio Sagi-Barba y Matilde Vázquez, la representó ciento cincuenta y nueve noches consecutivas.
Durante esta época Vicente perteneció a las compañías de Moreno Torroba y Marcos Redondo, actuó con los tenores aragoneses Miguel Fleta y Juan García en Doña Francisquita y La picarona, respectivamente, y viajó a Buenos Aires. El 31 de marzo de 1934 estrenó La chulapona en el madrileño Teatro Calderón, interpretando el papel de José María. Ni siquiera a lo largo de estos años de tráfago abandonó la otra vertiente de su actividad y llegó a decorar el techo del Salón de Ciento del Palacio de la Generalidad de Barcelona.
Cuando sobreviene el estallido de la guerra civil, el tenor acababa de protagonizar un largometraje, La canción de mi vida (Miguel J. Mayol, 1936), con Nieves Aliaga como partenaire. Durante la contienda no lo pasó bien aunque cantó mucho, a veces a precios tan irrisorios como duro y medio por función, cuando en su debut ya había cobrado ciento cincuenta pesetas. No se olvide que en los lugares donde los anarquistas tomaron el poder, la revolución implicaba que los sueldos fuesen parejos y en el teatro, tenía que cobrar lo mismo el acomodador que la primera figura.
Terminada la guerra, aunque continuó actuando profesionalmente, prosiguió con su oficio, cosa sorprendente para quien conoce las exigencias profesionales del canto. Incluso existe un lienzo restaurado por él, San Cosme y San Damián, en el Museo Municipal de Barcelona. Vicente Simón era un hombre serio, al que le gustaba pisar sobre terreno firme y, por eso, combinó esas dos facetas del arte: la de restaurador, que era la segura, y la del canto. A los cincuenta y siete años, cuando ya llevaba más de un cuarto de siglo como profesional de la lírica y actuando en muchas más ocasiones de lo que haría un cantante de nuestros días, decidió ir poco a poco abandonando el canto, entre otras cosas porque tenía la creencia de que no se le pagaba de acuerdo con su categoría. Empezó a pintar copias del Museo del Prado y vendió muchas, incluso para museos de Sudamérica. Cuando ya estaba retirado fue requerido para grabar discos en los que muestra una voz excelente.
Vicente Simón fue un tenor lírico-ligero de voz valiente, dulce y flexible aunque un poco afalsetada, que además triunfó en una época en la que no faltaban las grandes figuras en la zarzuela. Se dice que su final de la romanza de Leandro («No puede ser…») en La tabernera del puerto, en el que daba un agudo en SI sostenido igual que el del principio de la misma, no lo ha repetido ningún otro tenor. Se puede comprobar fehacientemente pues es una de las zarzuelas que grabó con La Voz de su Amo antes de la guerra junto a Luisa Fernanda, La Dolorosa, La chulapona, La viuda alegre, Los claveles…, esta última editada no hace mucho en disco compacto. En su última época grabó con el sello Montilla, cuando ya casi tenía sesenta años. De este período son también muy valiosas sus interpretaciones de las romanzas de Alma de Dios y Los de Aragón. Algunos han visto en ellas un cierto parecido de timbre con el del gran Beniamino Gigli, tenor a quien admiraba tanto Vicente que hacía que su mujer, Araceli, le pusiera discos del divo italiano para despertarse.
De mucho carácter, muy sincero, serio pero con retranca, Vicente Simón aprovechó bien los años que la vida le dio. Además de sus dos profesiones mencionadas, fue un buen cazador que obtuvo premios de tiro. El mismo día y año, 12 de enero de 1963, en que Ramón Gómez de la Serna lo hacía en Buenos Aires, el tenor zaragozano moría en Madrid, a resultas de un infarto.
Publicado en Javier Barreiro, Voces de Aragón, Intérpretes aragoneses del arte lírico y la canción popular (1860-1960), Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 69-73.
BIBLIOGRAFÍA
-BARREIRO, Javier, Voces de Aragón, Intérpretes aragoneses del arte lírico y la canción popular (1860-1960), Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 69-73
-CASARES RODICIO, Emilio, Historia gráfica de la zarzuela. Del canto y los cantantes, Madrid, ICCMU (Instituto Complutense de Ciencias Musicales), 2000.
-HERNÁNDEZ GIRBAL, Florentino, Cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos XIX y XX), Madrid, Lira, 1994.
IBERNI, Luis G., Diccionario de la zarzuela. España e Hispanoamérica II, Madrid, ICCMU (Instituto Complutense de Ciencias Musicales), 2003, pp 770-771.
MARTÍN DE SAGARMÍNAGA, Joaquín, Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid-Acento, 1997.
DISCOGRAFÍA
La Dolorosa (con María Badía). Gramófono 112-691 CN1117 AF379pzr
La viuda alegre, Mi costilla es un hueso, Los claveles. Gramófono-La Voz de su Amo (1932-1941).
La chulapona, La Voz de su amo DA4252 OKA313-314.
La tabernera del puerto (con María Espinalt), La Voz de su Amo DA4254 OKA317
Alma de Dios, Los de Aragón, La alegría de la huerta. Zafiro-Montilla MS520.
La reina ha relliscat (canción de la comedia musical homónima), CD-BM7701.
Alhambra, El cantante enmascarado, El divo, El renegado o La historia de Juan Valdés (con Sta. Villa), El Romeral, La del manojo de rosas, La moza que yo quería, La viuda alegre, Los claveles, Blue Moon CD-BM549.
Desde que Demetrio Galán Bergua así lo enunciara, es lugar común proponer al Tío Chindribú (Vicente Viruete), como el primer intérprete conocido de la jota. No se enfadarán los epilenses, que tanto han hecho y hacen por el canto aragonés y cuya cantera parece inagotable, si recordamos, que Mariano Gracia Albacar citó a un cantador como «Chorizo» en la jornada de la Cincomarzada (1838), cuando el tío Chindribú sólo contaba con 12 ó 13 años, si bien la documentación se reduce, de momento a las memorias que el citado Gracia publicara en Heraldo de Aragón en la primera década del siglo XX, hace pocos años venturosamente reeditadas por la Institución Fernando el Católico.
En mi Biografía de la jota aragonesa (2013) cito también a Delfine Ugalde-Beauce, una parisina de origen vasco que en 1848 cantara la jota en la ópera Cómica de la capital francesa pero el primer nombre propio que, hasta que no se descubra otra cosa, tenemos como intérprete de la jota aragonesa es el de Mariano Pablo Rosquellas, (1784-1859), un tenor madrileño hoy desconocido en su país, aunque no tanto en la República Argentina, donde se le considera el padre de la ópera en la nación austral, ya que el 26 de septiembre de 1825 llevó a la escena El barbero de Sevilla de Rossini en el Teatro Coliseo de Buenos Aires y, posteriormente, gran cantidad de obras del entonces tan joven y tan famoso compositor de Pésaro. Empresario, cantante, actor, director, compositor y violinista, Rosquellas había llegado a la Argentina en 1824, catorce años después de la proclamación de independencia, probablemente, huyendo de la gran represión llevada a cabo por su antiguo admirador, Fernando VII, tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis y el restablecimiento de la tiranía. Allí conoció el éxito artístico y personal, pues, como suele ocurrir con los cantantes, fue hombre de gran predicamento entre el género femenino.
Mariano Rosquellas no era un don nadie: tenor, compositor y violinista, ya había sido en 1815 primer violín en la corte del rey felón que, por cierto, le regaló un Stradivarius, instrumento con el que tocó, entre otros, en locales como el Teatro Italiano de París y en Irlanda. En esta isla, entonces dependiente de Inglaterra, matrimonió (1816) con la autóctona Leticia de Lacy, emparentada con Luis de Lacy, general en jefe del ejército español fusilado en 1817 por su pronunciamiento -junto a Milán del Bosch, que logró escapar- frente a Fernando VII y en defensa de la Constitución de 1812. Tanto ello como sus ideas liberales comenzaron a ocasionarle problemas en la corte, por lo que se apartó de la escena para marchar a Italia y perfeccionar su educación musical, con especial atención a la ópera. En 1822 arribó al Brasil, donde nacería su hijo Pablo, un futuro niño prodigio, y el 28 de febrero de 1824 llegaría a la Argentina, donde estrenó el Don Juan mozartiano y, al poco, se convertiría en una referencia polifacética e imprescindible tanto en los teatros como en los de varios países hispanoamericanos, con especial referencia a Bolivia, donde en 1859 moriría en su actual capital, la ciudad de Sucre.
Pues bien, este personaje sabemos que en 1828, el año del nacimiento del tío Chindribú, «cantó en vasco, en francés, en castellano, en italiano y en portugués, ópera, opereta, gallegadas, malagueñas y jotas”.
No deja de ser curioso que fuera en Buenos Aires y por parte de un madrileño, donde nos tropezamos con el primer intérprete del que sabemos cantó jotas aragonesas en público aunque fueran escénicas. No cabe duda de que antes los habría en la Península y, más probablemente, en Aragón. Encontrarlos es tarea de los amigos de las hemerotecas. Ubi sunt?
Hará unos doce años fui a visitar al veterano tenor cincovillés, Mariano Ibars, que vivía en una muy modesta parcela de Garrapinillos, a pocos kilómetros de Zaragoza. Yo acababa de publicar un libro, Voces de Aragón, donde daba cuenta de quienes en dicha tierra habían destacado en cualquier tipo de canto, desde que existía memoria sonora: figuras del género lírico, cupletistas, cantadores de jota, de canción ligera… En el volumen hablaba, naturalmente, de Ibars pero a través de las noticias que había encontrado sobre su carrera, ya que no había logrado localizarlo. Mariano con noventa años, conservaba intactos el vozarrón y la memoria y la larga conversación fue tan ilustrativa y agradable que, unido al evidente placer con que desgranaba el tenor sus recuerdos, me determinó el proponerle una entrevista formal, ya que yo no había previsto otra cosa que charlar. Como uno ya había escrito el libro aludido y andaba enredado en muy diversas cuestiones, me pareció oportuno plantearle a Mariano García Cantarero, acreditado periodista de Heraldo de Aragón, muy aficionado a estos temas, que me acompañara y fuera él quien redactase la entrevista para su periódico. Aceptó encantado este nuevo Mariano pero a la hora de concretar la cita surgió una figura con la que he tenido la mala fortuna de tropezar en mis ya bastantes años hacer historia de muy diversos protagonistas de la canción en España: me refiero al familiar que convive el viejo intérprete y que, provisto de toda clase de necias precauciones, lo rodea de alambradas, fosos y prohibiciones que hacen imposible las confesiones. ¿protección de la intimidad, rescoldo de una sociedad cerrada, envidia subconsciente…? Con el pretexto de la salud, que en ningún momento vi amenazada en mi larga conversación anterior y la prueba fue que el cantante vivió siete años más, la señora en cuestión canceló la entrevista y Mariano Ibars no pudo ver gratificado el comprensible orgullo por contar lo que había sido una sólida carrera ni los aragoneses pudieron rescatar la memoria de un personaje al que ya habían olvidado.
He recordado este asunto al tropezarme con un recorte sobre la muerte del tenor, que le llegó, poco antes de cumplir los 98 años, el 8 de marzo de 2012 y de la que sí se hizo eco la prensa local. Por cierto, la fecha coincidía la del día en que había nacido Raquel Meller. Próximo el quinto aniversario de la desaparición del navardunense, reproduzco, con algún añadido, el texto publicado en el citado libro: Voces de Aragón. Intérpretes aragoneses del arte lírico y la canción popular. Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 77-78.
Navardún, a la entrada del la Val de Onsella, el hermoso y desconocido valle en la punta norte de la provincia de Zaragoza, vio nacer el 17 de abril de 1914 al tenor Mariano Ibars, hoy, pues, con noventa años cumplidos. De familia campesina, Mariano comenzó como jotero de gran voz que le serviría para obtener premios en varios concursos antes de inscribirse en el Orfeón Zaragozano, que dirigía Pepe Cortés.
Al poco tiempo se marchó a Barcelona para hacer el servicio militar y pudo colocarse como taquillero en el Teatro Victoria del Paralelo, puesto que, pensó, le daría ocasión a mostrar más fácilmente a los empresarios su privilegiada voz. Se inscribió en la academia de Enrique Novi y Federico Cortó y también recibió los consejos del tenor Jaime Ferré y de Ramón Gorgé, hermano del famoso bajo alicantino Pablo Gorgé, que ejercía funciones semiempresariales en el aludido teatro. Según Hernández Girbal, su aprendizaje fue rápido, por su gran memoria musical. También habla de su voz “fresca, homogénea en todos los registros y de agudos tan claros y afinados como los de un clarín”.
Cuando su carrera apuntaba, le sorprendió en la capital catalana la guerra, que hizo en el ejército de la República. Al final del conflicto, en muy penosas condiciones, hubo de volver a Zaragoza para cantar nuevamente en el Orfeón y, otra vez, a probar suerte con la jota. Esto le dio la oportunidad de repetir sus éxitos iniciales y ganar unos cuantos premios pero no le significó gran alivio a su situación económica, por lo que decidió volver a Barcelona.
Su debut en la ópera se produjo en el Teatro Lírico de Palma de Mallorca cantando Rigoletto, que constituiría su piezamás constante en el bel canto. Durante 1944 estrenó en el Teatro Cervantes de Sevilla la zarzuela Mari Nieves, la Camerana pero a lo largo de estos años actuaría casi siempre en Cataluña, Valencia y las islas Baleares. En abril de 1945 dio el salto a América con la compañía de Pablo Sorozábal. Allí fue muy apreciado en Montevideo y Buenos Aires donde combinó las grandes zarzuelas con las óperas, entre las que llegó a cantar tres funciones de Rigoletto en el Colón con un elenco en el que figuraban los mejores cantantes argentinos. En 1946 se recuerda asimismo otra gran Marina en el montevideano Teatro 18 de Julio.
Regresó a su patria y, en tiempos cada vez más problemáticos para la zarzuela, deambuló sucesivamente por diferentes compañías líricas de importancia, como la que llevaba el nombre del eximio Pablo Luna, a la que se incorporó a finales de 1953, y con la que actuó varias veces en Zaragoza. En esta época, quizá el mayor hito de Mariano Ibars fuera estrenar en España las dos grandes zarzuelas cubanas de Lecuona, El cafetal y María de la O. En 1959 actuó en la radio y televisión francesas y cumplió un nuevo contrato en la Argentina. Al regresar a España, volvió a la compañía Pablo Luna, hasta retirarse el 25 de marzo de 1965 en el Teatro Marín de Teruel cantando Los claveles de la Virgen.
Mariano Ibars fue un tenor de voz diáfana y voluminosa, con muy vibrantes agudos y «de hermosísimo color», según Sagarmínaga, capaz de cantar piezas muy diversas y adaptarse a todos los géneros. Fuera de la profesionalidad, siguió cantando hasta cumplir los ochenta años. Apenas, en cambio, dejó registros grabados. Muy apreciado por su gran humanidad, vive en Zaragoza.
Pese a que no hace mucho se le dedicó una céntrica calle en Zaragoza -la antes llamada Capitán Esponera- y a que en el mundo es ampliamente conocida, Elvira de Hidalgo sigue sin estar en la nómina de los aragoneses rescatados. ¿Para cuándo un disco con sus grabaciones, ya todas de dominio público? En 2004, cuando todavía Google y las hemerotecas digitales no habían puesto la información al alcance de todos, le dediqué un subcapítulo de mi libro Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 48-54, que reproduzco ahora, para eso, para que cualquiera pueda informarse en Google.
Desde hace unos años es costumbre aludir a Elvira de Hidalgo como la maestra de María Callas, pero la vida de la valderrobrense Juana Rodríguez Roglán tuvo otros muchos destellos en los que no intervino sino su genio vocal. En 1916, con motivo del centenario de El barbero de Sevilla, la Scala organizó una serie de representaciones con la voluntad de que figuraran en ellas los mejores intérpretes de Rossini en el panorama operístico de aquel tiempo. Se determinó que Elvira de Hidalgo fuera contratada para representar el papel de Rosina. Seis años antes, algo similar había ocurrido en París: el empresario Raoul Gunsbourg decidió dar esta obra en el Teatro del Casino de Montecarlo con el mejor elenco de divos que fuera posible. Se contrató a Fedor Chaliapin como bajo, a Titta Ruffo como barítono, a Enrico Caruso como tenor y a Elvira de Hidalgo como soprano, aunque en el último momento se descolgase Caruso y fuera sustituido por Dimitri Smirnov. Por entonces Elvira de Hidalgo aún no había cumplido los diecinueve años. Existen grabaciones suyas desde 1908, año en cuyos días finales cumpliría los diecisiete. Un magnífico fraseo, modelo de musicalidad natural, lo agilísimo de sus agudos y su desenvoltura en escena constituyeron la base de su prestigio.
Juana Rodríguez Roglán fue alumbrada en Valderrobres (Teruel), adonde ya no volvería jamás, el día de los Inocentes de 1891. El padre, Pedro Rodríguez Hidalgo, era un emigrante granadino que había casado con Miguela Roglán y que, como tantos aragoneses de aquel tiempo, en 1902 hubo de marcharse a Barcelona con su familia. Así, Juana pudo estudiar en el Conservatorio del Liceo con la soprano Conchita Bordalba para después partir hacia Milán y tener como maestro a Melchor Vidal. Por su parte, los padres consiguieron la administración de un estanco en la calle Aribau, casi esquina con la de Diputación, que antes había regentado la familia de la excepcional soprano María Barrientos, con lo que durante mucho tiempo fue conocido como «el estanco de las cantantes», porque al parecer era propiedad del Liceo, que lo cedía a sucesivas familias de estudiantes de canto que apuntaran buenas condiciones.
En abril de 1908, con dieciséis años, Elvira debuta en el Teatro San Carlo de Nápoles haciendo el papel de Rosina en El barbero de Sevilla, acompañada por Titta Ruffo y consiguiendo el primer gran éxito. Se dice que sus interpretaciones del protagonista femenino de dicha ópera están entre las mejores de todos los tiempos. Inmediatamente es reclamada por Gunsbourg, el inquieto y famoso empresario del Casino de Montecarlo que tanto tuvo que ver con la Bella Otero, para reemplazar a Selma Kurz en las representaciones de El barbero programadas por el Teatro Sarah Bernhardt de París. El consiguiente triunfo induce al empresario a llevarla a Montecarlo con la misma obra, como ya se dijo. En 1911 y 1912 se repite allí el mismo éxito. En el transcurso de estas temporadas también realiza varias giras que la llevan desde El Cairo hasta Nueva York pasando por Viena, Praga, Florencia y otras grandes ciudades europeas.
Elvira había debutado en el Teatro Real en 1911 y lo haría en el Liceo barcelonés la víspera de Reyes de 1912, interpretando su Rosina y acompañada por Stracciari. El público de la época adoraba su agilísima voz y las habilidades «ornitológicas» que por entonces se estilaban y que después serían tan denigradas. De cualquier modo, sus notas picadas y sobreagudos fueron inigualables. Pero fue quizá en Nueva York, en cuyo Metropolitan Opera House ya se había presentado en la temporada 1909-1910 con El barbero y La Sonámbula, el lugar en el que con más fuerza prendió su arte, tanto por sus virtuosismos canoros como por su extrema juventud. Cuando en 1912 llega al Teatro de la Ópera de París, adonde volvería en 1916, 1922 y 1923, Elvira ya se había convertido en una de las grandes de todos los tiempos. A partir de entonces recorrió los mejores teatros de los Estados Unidos, Sudamérica y Europa. En 1915, el célebre Mascagni (Cavalleria rusticana) la incorporó a su compañía.
Sin embargo, hay quien afirma que su voz fue decayendo a partir de 1913. Algunos lo achacan a que el papel de Rosina, el que mayor número de veces interpretó, fue escrito por Rossini para una mezzosoprano, pero, a comienzos del siglo XX, el prestigio de ciertas sopranos de coloratura llevó a que el público exigiera para ese rol tesituras más altas. Si por esta interpretación se pagaban quince mil liras, se aumentaban a veinticinco mil con tal de que, en «Una voce poco fa», la cantante forzase su garganta hasta llegar al fa sobreagudo, lo que no aparece en la partitura original. Esto lo hacía Elvira y, efectivamente, el esfuerzo poco debió de beneficiarla. Había conseguido llegar a altas cimas técnicas a los diecisiete años y, quizá, no supo administrar su voz.
A pesar de ello, sus triunfos se sucedieron con constancia durante los años siguientes. En 1923 -año de las grandes exhibiciones de Fleta en el Real madrileño- acompañó al tenor albalatino en Rigoletto. En el londinense Covent Garden actuará en las temporadas de 1924 a 1926, año en el que vuelve como estrella al Metropolitan neoyorquino. Su fuerte pero agradable carácter hizo que los, habitualmente complicados, colegas la respetaran en un mundo tan difícil para las relaciones humanas entre divos como es el del bel canto. Ella fue quien convenció a un maduro Chaliapin para cantar en el Liceo nada menos que Marina y se dice que en muy buen español.
En cuanto a su vida personal, que siempre supeditó a la vocación canora, Elvira se había casado en 1915 con Guido Zarabelli, del que enviudó. A finales de los veinte repitió matrimonio. Esta vez con Armando Bette, director del Teatro Nacional y del Casino de Ostende, que había sido secretario de Clemenceau. Sin embargo, su sobrina-nieta Montserrat Puch, que llegó a conocerla, aseguraba, en respuesta al periodista Mario Sasot, que nunca se había casado.
Aunque Elvira fue disminuyendo el número de sus actuaciones, se mantuvo en escena hasta 1936, año en el que se retira para dedicarse a la enseñanza en el conservatorio de Ankara. La invasión alemana la sorprendió en Atenas, donde tenía un contrato temporal, y la obligó a permanecer en la ciudad griega hasta el fin de la segunda contienda mundial del pasado siglo. Así pues, Elvira permaneció siete años ocupando la cátedra en el Odion Athenon, principal conservatorio de la capital griega. Allí conocería a una joven de quince años, María Kalogeropoulos, a la que decidió formar metódicamente hasta convertirla en la más famosa artista del bel canto de la segunda mitad del siglo XX, María Callas: «Oí una verdadera cascada de sonidos, no enteramente controlados. Cerré los ojos y me imaginé la joya que tenía que trabajar a partir de aquel metal; moldearlo hasta la perfección».
La escuela de la Hidalgo -a través de su maestro en Milán, el barcelonés Melchor Vidal- provenía del que fue gran pedagogo español del siglo XIX, Manuel García, muy vinculado a Rossini, Bellini y Donizetti y padre de María Malibrán y Pauline Viardot, cuyas bases técnicas y enseñanzas pasaron también a otros grandes cantantes y profesores.
Desde 1940 a 1945, María Callas cantaría en la Ópera de Atenas bajo la observación y las orientaciones de Elvira. La diva griega declaró que, con el único intervalo de una comida ligera, seguía las clases desde las diez de la mañana hasta las ocho de la tarde. Además de cantar, Elvira de Hidalgo le enseñó a vestirse, a moverse, a descubrir las partituras y compositores olvidados y, sobre todo, a lograr seguridad en sí misma, lo que era complicado con una personalidad tan conflictiva como la de María Callas, que además heredó muchos de los rasgos técnicos de su maestra, especialmente en la forma de acometer los agudos y sobreagudos, que en el caso de Elvira eran de gran pureza. Para quien guste de analizar estas influencias, hay un disco comparativo en el que figuran las mismas arias cantadas por maestra y discípula.
Según relataba Enrique Gastón, que preparó un guión para televisión sobre la diva que no llegaría a realizarse pero que publiqué en El Bosque, el director del Teatro Comunale de Florencia, Francesco Siciliani, no podía creer que una soprano etiquetada de coloratura hubiese preparado a una soprano dramática como era la griega. María Callas aseguró a Siciliani que Elvira de Hidalgo se lo había enseñado todo y que ella también podía cantar coloratura, como demostró en Norma. Lo cierto es que, aun derivando a lo personal, debo decir que su «Casta diva» es la más emocionante que nunca he escuchado. Por su parte, uno de los habituales directores de la Callas, Tulio Serafín, declaró que jamás se había encontrado con una verdadera soprano dramática de coloratura, la clase de cantante de la que se habla en los libros y métodos del siglo XIX. En efecto, Elvira le inculcó la técnica de las soprano sfogato de dicha centuria, aunque algunos de quienes oyeron a las dos afirman que la Callas nunca alcanzaría la pureza de emisión de su maestra, quien encauzó la trayectoria de su discípula recomendándola en 1945 al tenor-empresario Giovanni Zenatello, con lo que dio inicio a su brillante carrera internacional.
En 1954 Elvira volvió a ocupar la cátedra del Conservatorio de Ankara –en el que alumbraría a una nueva gran discípula, Leila Gencer- aunque todavía acompañaba frecuentemente a la Callas en sus actuaciones, como sucedió al presentarse esta en el Liceo barcelonés (1959). De hecho, la relación entre ambas fue prácticamente de madre e hija, como se constata por las cartas -hace no mucho subastadas- en las que la discípula cuenta a la maestra todos los recovecos de su corazón, tras ser abandonada por su amante, el naviero Onassis, en beneficio de Jacqueline Kennedy. Hubo ocasiones en que cuando la Callas se encontraba lejos de Elvira, ésta le llegó a dar clases por teléfono. En aquel mismo año 1959 la turolense se marchó a Milán, donde el teatro de la Scala la nombró maestra única de canto en su conservatorio, plaza que estaba vacante desde hacía tiempo porque no se encontraba a nadie con la categoría necesaria. En esta ciudad italiana murió el 21 de Enero de 1980.
Si grande fue como cantante, también lo fue como actriz. Constituyeron sus mejores cartas una magnífica técnica y grandes facultades, unidas a esa enorme dosis de salero y gracia personal en el escenario, que fascinaba a sus públicos. La magnitud de su importancia nos la da el hecho de que en el diccionario de cantantes líricos de Sagarmínaga, la de Elvira de Hidalgo es la entrada que más páginas ocupa. Allí el autor hace un muy detallado análisis de sus características técnicas, que puede consultar el dilettante.
También falta en el caso de Elvira de Hidalgo -y esto es más sangrante al tratarse de una primerísima figura, como lo fuera ella- una reedición de su obra completa discográfica. Que no iba a ocupar más de dos compactos, como los que a veces se dedican -y conste que me parece muy bien- a exaltar una fiesta local. En efecto, son 42 las grabaciones que Elvira llevó al disco, según Antonio Massísimo. Reproduzco aquí, con su autorización, el fruto de sus investigaciones, que constituye una novedad ya que es la primera vez que se publica.
La discografía de Elvira abarca cuatro etapas:
Milán. En el verano de 1908, un par de meses después de su debut en Nápoles, dejaría cuatro registros operísticos para la Columbia italiana en discos de una sola cara de 25 centímetros, con acompañamiento de piano.
Milán. De octubre de 1908 a octubre de 1909, 19 grabaciones para la Fonotipia (discos de cara doble de 27 centímetros), con acompañamiento orquestal. Trece de ópera, incluyendo un dúo, con Antonio Magín-Coletti; cuatro canciones españolas, una romanza de zarzuela y una aria de bravura. Otras diez piezas serían rechazadas, al salir defectuosas.
Londres. En marzo de 1924, al tiempo que actuaba en el Covent Garden, diez grabaciones para la Columbia inglesa (discos de doble cara de 25 y 30 centímetros), con acompañamiento orquestal. Cinco fragmentos operísticos, dos de zarzuela, dos canciones españolas y una rusa.
Atenas. De noviembre de 1933 a enero de 1934, nueve registros para La Voz de su Amo griega, acompañada de piano: Seis cantos helenos y tres españoles, incluyendo la rareza del Clavelitos, cantado en griego. Este Clavelitos, que ha tenido numerosísimas versiones, no es la canción de tuna universitaria compuesta por Galindo y Monreal sino la canción-pregón andaluz con letra de José Juan Cadenas y música de Quinito Valverde.
Los temas más repetidos en estas grabaciones son las romanzas operísticas de El barbero de Sevilla (5), Dinorah (4), Sonámbula (3); la zarzuela, Las hijas del Zebedeo (2) y el citado Clavelitos (2).
Todos estos discos gozaron de buena aceptación y fueron reeditados en los Estados Unidos, Inglaterra, Italia y hasta Brasil o Argentina, incluso en la época del disco de plástico. En 1924, la casa Regal española publicó media docena de ellos. Desde entonces, nada.
Un trabajo de investigación en marcha que la soprano turolense María del Carmen Muñoz está llevando a cabo sobre la valderrobrense puede ser un buen pretexto para que alguien –y ¿por qué no en Aragón, que tan poco interés ha demostrado hasta ahora por su figura?- se aprestara a remediar tan clamorosa carencia.
Auténtico mito, tanto en vida como tras su temprana muerte, y, sin duda, el aragonés más admirado por sus paisanos en un culto que perduró hasta hace cuatro o cinco décadas. En su recuerdo, transcribo el capítulo que, con el título «Miguel Fleta, el tenor de Aragón» le dediqué en Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 57-69.
Foto cedida por la Asociación Cultural Florián Rey de La Almunia de Doña Godina
MIGUEL FLETA, EL TENOR DE ARAGÓN
La figura del tenor Fleta dio lugar en Aragón a un fenómeno de identificación popular con un artista, único en el siglo XX. Independientemente de la fascinación que suscitan las grandes voces, no comparable cuantitativamente a la que obtienen los cultivadores de otras artes, Fleta conectó con el pueblo. Un pueblo, en su inmensa mayoría ajeno al belcantismo pero que supo encontrar en el tenor alguna suerte de representación de su identidad, de sus anhelos. Recepción entusiasta del ídolo, percepción casi mítica de su canto, comunicación visceral con su figura humana… Como aduje más arriba, nunca los aragoneses han otorgado tanta veneración –y, además, sentida y verdadera- a un personaje. ¿Influyó su origen popular? ¿Su militancia en la jota? ¿Su talante complaciente? ¿Su vinculación a Falange, que implicaría un plus propagandístico en el periodo posterior a su muerte? No creo que ni en conjunto ni por separado haya nada que explique esa identificación, que, si en las últimas generaciones ha ido desapareciendo, quienes andamos cercanos al medio siglo aún tuvimos ocasión de conocer. Hoy mismo Fleta tiene admiradores con culto de latría en todo el mundo, aunque esto lo comparta con otros forzados de la garganta. Uno de ellos, el gran tenor Giacomo Lauri-Volpi, que acompañó a Fleta frecuentemente, y dejó varias veces por escrito constancia de este conocimiento, se sorprendía de esa fácil inmiscusión de Miguel en el alma del pueblo:
España entera, del rey al campesino de la última aldea, le honró. Yo he visto ancianos temblorosos de canas venerandas, arrodillarse a sus pies, besarle manos y vestidos. Mujeres hermosas ofrecerle flores, sonrisas, regalos, por la felicidad de verlo y hablarle. ¿Exageración, fanatismo? Lo que se quiera, pero cuando un hombre se crea una individualidad imperiosa y dinámica y logra afirmarla tan poderosamente superando los límites de su esfera de acción y las fronteras de su patria, ese hombre ha hecho su felicidad y la de los otros, y puede decirse que no ha vivido en vano.
En la corta vida de Miguel Fleta sorprenden muchas cosas, además del don de la naturaleza que fue su privilegiada voz: lo celérico de su carrera que, aun concediendo su gran intuición musical, le hace pasar en dos años -entre 1918 y 1920- de mozo de labranza a cantante excepcional; lo breve de su etapa de esplendor; la facilidad con la que gente mínima, y hasta artera, entra en la esfera de quien, por su éxito mundial, debía ser poco menos que inaccesible; los cambios de rumbo ideológicos que lo llevan de la amistad con el rey a un republicanismo militante para terminar como propagandista de Falange…
Para Horacio Sanguinetti, la de Fleta es una de las cuatro o cinco voces primordiales de su siglo. No basa su afirmación en el eco que alcanzó sino “en el padronazgo de toda técnica, en la sinceridad apasionada de su arte, tradicional y revolucionario, en la representatividad muy española de un canto oliváceo, agónico dotado de melancolía intrínseca, consustancial, de notoria raigambre mora”.
Miguel Burro Fleta, hijo de un tabernero, nace en Albalate de Cinca el 1 de diciembre de 1897. Era el más pequeño entre catorce hermanos, de los que vivían siete cuando Miguel viene al mundo. Aunque apenas va a la escuela, el cura le enseña los primeros rudimentos de música y, desde muy joven, gusta de cantar jotas, celebradas por sus convecinos. Sin embargo, como casi todos los habitantes de los pueblos ha de trabajar duramente en el campo, con el ganado o a jornal en las obras del Canal de Aragón a Cataluña, haciendo de picapedrero tan sólo con catorce años. Con diecisiete, en 1914 marcha a Zaragoza para trabajar sucesivamente en las torres –así denominaban en la capital aragonesa a las casas de campo- de sus hermanas Inés y Clara, sitas en Cogullada. La tradición lo presenta llevando en el carro las verduras para vender en el mercado y lanzando al aire jotas que subyugaban a las mozas. Por entonces se presenta sin éxito a un par de certámenes joteros y en 1917 marcha a Barcelona, reclamado por su hermano Vicente, cabo de la guardia municipal.
Fleta, que ya se había convertido en Buró, añadiendo el acento y suprimiendo una R de su primer apellido, consigue a través de dicho hermano una prueba en el conservatorio del Liceo. Lo único que sabe cantar es jota. Lo hace y, aunque su voz gusta, le comunican que el curso está empezado y no quedan plazas gratuitas. En un arranque de intuición, Louise Pierre-Clerc, conocida como Luisa Pierrick en el mundo operístico, le ofrece entrar en su clase para señoritas, donde sí hay un sitio libre. A pesar de la escasa educación musical del aspirante, Luisa ha percibido «una voz de carne y sangre» capaz de recorrer toda la escala sin la mínima alteración. Un superdotado al que ella, que había sido soprano de fama y, después, una excelente profesora en los aspectos técnicos, convertirá en su amante, pulirá y hará que acabe en veintidós meses una carrera de cinco años. Algunos comentaristas piensan que esta acelerada formación pudo influir, además del abuso de sus facultades, en la rápida decadencia del tenor.
Luisa, diez años mayor que él y ya embarazada de cuatro meses, decide vender sus joyas y marchar con Miguel a Milán. Estamos en septiembre de 1919. Previamente, ha tenido que convencer a su esposo –violinista concertino de la ópera del Liceo y que, tras la boda, le había instado a dejar el canto- de que les aguardaba el triunfo y la fortuna. Decidida a que su discípulo cante antes de que a ella le sobrevenga el parto y acudiendo a sus antiguas relaciones, Luisa consigue que directores y representantes escuchen a Miguel hasta que el compositor Riccardo Zandonai (1883-1944) le proporciona el papel protagonista de Paolo en su ópera Francesca da Rimini, que había de cantarse en el Teatro Comunale Verdi de Trieste el 14 de noviembre de 1919. Excepcional debía ser ya la voz de Fleta para que un autor de fama se aviniera a confiar la presentación de su obra a un tenor que todavía no había interpretado una sola ópera en público. Se dan doce funciones con mucho éxito. El 18 de enero de 1920 la temporada prosigue con Aida, que constituye ya un triunfo colosal para el aragonés. Unos días después, el 9 de febrero, nacería el primero de los hijos de Miguel Fleta. Trieste, pues, le alumbraría como cantante y como padre. A los dos años de dejar Zaragoza siendo un estricto gañán, Fleta se ha transformado en un señorito y está a punto de convertirse en el divo mundial de una década tan privilegiada musicalmente como fue la de los años veinte.
A España no se puede soñar en volver, bajo la amenaza de un proceso por adulterio. De momento, la necesidad perentoria es el dinero. Luisa y Miguel emprenden una gira por Centroeuropa. Óperas en Viena, Budapest, Praga, Montecarlo y dilatado periplo por los teatros italianos, donde va incrementando el repertorio y consolidando su prestigio. También hay quien opina que Fleta no debió cantar tan frecuentemente un ramillete de títulos tan variado al principio de su carrera. Entre los hitos más destacables habría que reseñar el estreno mundial de Giulietta e Romeo, también de Riccardo Zandonai, en el Teatro Constanzi de Roma el 14 de febrero de 1922 y la grabación en Milán (1922) de sus primeros discos para la compañía Gramophone: la jota de El trust de los tenorios; «E lucevan le stelle» de Tosca; la tonada chilena ¡Ay, ay, ay! y fragmentos de Carmen y el citado Giuletta e Romeo. Es la hora en que José Amézola, empresario del madrileño Teatro Real, le propone un contrato.
Tras dos años y medio ausente de su país, Fleta llega a un Madrid, que no conocía, el 3 de marzo de 1922. Le acompañan Luisa, Miguelito, su hijo, un pianista y un secretario, ambos italianos. Para los aficionados españoles es un desconocido cuando, junto a María Gar, que había tenido que sustituir a la Besanzoni, debuta con su brillante interpretación del don José de Carmen en el Teatro Real el 7 de dicho mes, únicamente con media entrada. Pero, durante el entreacto, los espectadores acuden presurosos a los teléfonos y cafés cercanos para avisar a sus conocidos de lo que está sucediendo en el interior del coliseo. Para el último acto la sala está llena y Fleta es sacado a hombros por la calle Arenal hasta el Hotel París en la Puerta del Sol, donde se hospedaba. El teatro ingresó en las seis actuaciones del nuevo ídolo 250.000 pesetas. El 21 de marzo se programó la función de homenaje, en la que el tenor cantó Tosca y culminó con dos jotas, la canción Princesita de Padilla y el ¡Ay, ay, ay! de Osmán Pérez Freire, que se convirtió en uno de sus emblemas. Desde entonces se volvió a imponer esta costumbre de las propinas o bises, que antes sólo había practicado Julián Gayarre.
El gran Lauri-Volpi aseguraba que en su vida artística jamás había asistido a un cataclismo tal en un teatro ni a un triunfo tan emocionante de un artista como el que supusieron las actuaciones de Fleta en el Real. A partir de entonces quedaron constituidos dos bandos entre los aficionados belcantistas españoles: el favorable a Hipólito Lázaro y otro, más numeroso y apasionado, que idolatraba a Miguel Fleta.
El albalatino se ha convertido de la noche a la mañana en un fenómeno social. Indalecio Prieto cuenta en De mi vida que la imprevista fama de Fleta hizo que el empresario, Pepe Amézola, se viera asediado por las peticiones de entradas gratuitas. Además, también tenía contratado a Hipólito Lázaro pero sus funciones no se llenaban y un imprevisto vino a agravar la situación. El financiero Francisco Cambó, a la sazón ministro de Hacienda, pidió al empresario que contratara a la soprano María Barrientos, pero este le expuso su penosa situación con los contratos de Fleta y Lázaro, que sobrepasaban con mucho sus posibilidades, ya que en el presupuesto no se había contado con el éxito del aragonés. Cambó, sin embargo, impuso tanto el número de funciones en que debía actuar la ya famosa Barrientos, como sus emolumentos. María era amante de un banquero catalán, a la vez que la esposa de éste lo era de Cambó, que también debió de frecuentar a la soprano. El asunto se solventó a la española –o a la catalana, que es lo mismo en estas cuestiones-: el ministerio aportó el dinero extra necesario.
Junto al encuentro con la gloria, las miserias de la vida cotidiana: el violinista Munner, marido de Luisa, ha llegado a Madrid para lavar su honor e interponer una demanda por adulterio. Tras algunas discusiones, Luisa y su hijo marchan para despejar el camino al tenor que ha de seguir cumpliendo el contrato. Finalmente, los intermediarios consiguen que Munner acepte una fuerte indemnización económica y todos respiran tranquilos.
Tras un rápido viaje a su Zaragoza y cumplir un contrato en Génova, Fleta se reencontrará con Luisa en Niza. En la cercana Villefranche-sur-Mer, donde también tuvo una lujosa residencia Raquel Meller, deciden construirse la casa que se llamará Villa Fleta, como otras residencias futuras del tenor. Pronto habrán de embarcar hacia Buenos Aires con un elenco dirigido por Pietro Mascagni y en el que figuran nombres como Lauri-Volpi, María Ros, Elvira de Hidalgo, Hipólito Lázaro o Gabriella Besanzoni. Pese a tan alta compañía y que el éxito de Fleta es muy reciente, el propio Lauri-Volpi reconoce en sus memorias que a su llegada al puerto bonaerense se les recibió con el grito de «¡Viva Fleta!». De nuevo, el triunfo total, gira por varias ciudades del continente y, en septiembre de 1922, viaje a Nueva York para firmar contrato con el Metropolitan Opera House. Aparecen ya en este primer periplo americano algunos problemas de garganta, que le forzarán a suspender actuaciones y reaparecerán episódicamente en el futuro. Es un temprano timbre de alarma pero la gira prosigue: Méjico, La Habana, Londres, donde vuelve a grabar varias óperas, y de nuevo al Real entre marzo y abril de 1923. Todavía Fleta regresó al teatro de ópera madrileño en las temporadas siguientes, poco antes de su cierre por obras que durarían, en su primera fase, cuarenta y un años. El 5 de abril de 1925 se dio allí la última función con La Bohème, también como homenaje al tenor, que ya cobraba once mil pesetas por actuación y estuvo acompañado de Matilde Revenga. Después, el teatro Apolo, que también pronto se convertiría en un banco, ejerció a veces como sustituto del Real. Allí volvió Miguel el 29 diciembre de ese mismo 1925 para cantar una impresionante Tosca.
En mayo de 1925 había actuado por primera vez en Zaragoza, ante una desmesurada expectación. Fuera por su olfato para lo popular, por su devoción verdadera o, más probablemente, por ambas cosas, lo primero que hizo fue cantar el Ave María de Schubert en el Pilar . Sus actuaciones en el Teatro Circo, al que volvió en octubre para las fiestas, todavía son recordadas. El público que no había podido conseguir entradas se congregó en las calles adyacentes para escuchar, al menos, los ecos de su voz. El 4 de junio inauguraría el teatro Olimpia de Huesca, antes de emprender una agotadora gira por la península.
El 5 de noviembre de este mismo año se presenta en el Liceo con un contrato de 18.000 pesetas por función. Tres mil más de las que había cobrado allí Caruso, veinte años atrás. El billetaje, a sesenta pesetas la butaca de platea, está agotado desde hace tiempo y al marido de la Pierrick le han mandado durante estos días con el violín a otra parte. Fleta canta Carmen, con Matilde Revenga y no sólo el coliseo catalán se viene abajo sino que la función se interrumpe en el Teatro Tívoli, donde Sagi-Barba está cantando La tempestad, porque el empresario ha dado permiso –no así a otros teatros- para que la radio conecte cuando Fleta interpreta el aria de la rosa de Los gavilanes. La temporada -en la que prodiga los bises y las interpretaciones en cualquier lugar: Ateneo, restaurantes, casas particulares… para complacer a amigos y anfitriones- termina el 9 de diciembre.
Estamos en el momento culminante de la vida artística de Fleta. Entresacaremos algunos hitos significativos, que den un reflejo pálido de su trascendencia. Su versión del ¡Ay, ay, ay! se convierte en el primer disco de la historia que vende cien mil ejemplares en el mismo año de su edición. Nueva gira triunfal por América hasta culminar su presentación en el Metropolitan el 8 de noviembre de 1923 con Tosca. Al parecer, los aplausos finales duran una hora y es proclamado sucesor de Caruso, lo que corrobora interpretando en diciembre la obra más carismática del divo italiano, Pagliacci. Presentación en la Scala de Milán con Rigoletto (1924) y famoso rifirrafe con su director, Toscanini, por las heterodoxias interpretativas del aragonés. Masini, ya retirado pero uno de los reyes en la baraja de grandes tenores de todos los tiempos, declara «es el mejor tenor que he conocido. Lo tiene todo». En 1926 estrenará en el mismo teatro y con el mismo director, Turandot, la ópera póstuma de Puccini. Que Fleta llevase por primera a la escena la obra más querida del mayor compositor de ópera italiana del siglo XX no deja de ser ilustrativo, especialmente teniendo en cuenta que la tesitura de su voz no era precisamente la exigida por el papel. De hecho, de no haber muerto Puccini, es difícil que hubiera consentido el protagonismo del aragonés, al que había llamado “tenor azucarado”, tras sus discrepancias por la interpretación que hacía de Tosca, con alardes vocales que no figuraban en la partitura. Pero en el momento del estreno no se vio quien pudiera hacerlo mejor.
En cuanto a la cotización del nuevo divo en el mundo operístico, las cifras de sus contratos son escandalosas para la época. Fleta compra una opulenta villa en la Ciudad Lineal madrileña, una finca en Cogullada, la misma huerta de Zaragoza en que había trabajado, varias casas y otra finca en Albalate, sembrando los frutos de sus triunfos en los lugares que humedeció con su sudor. Alfonso XIII le impone la Orden de Isabel la Católica y procura su amistad. Es sabido que el rey era un gran aficionado a la ópera y se dice que hasta toleraba insolencias de Titta Ruffo, el barítono anarquista. Merecidas, pues el bufonescamente pagado de sí mismo monarca hasta se permitió expurgar el libreto de Andrea Chénier, ópera con tintes antimonárquicos: nada de abate ni reyes débiles, sólo burgueses y tejedoras. Fleta, que también obtuvo de él la Cruz de Alfonso XII, se plegó a esta amistad, e incluso quiso que su segundo hijo, al que puso el nombre de Alfonso, fuese apadrinado por el Borbón. Es cierto que estos coqueteos con el trono son comprensibles en quien, surgido de la nada, ha de demostrarse a sí mismo que lo que está viviendo es cierto; y más comprensibles todavía, las confesas simpatías republicanas de quien, por sus orígenes, conocía perfectamente las miserias y afanes del pueblo. Como lo son, sus simpatías por Falange en un tiempo en que se ve en decadencia, endeudado y comprobando cuán poco sirve la gloria cuando las cosas vienen mal dadas.
Visita a su pueblo natal, Albalate de Cinca (Huesca)
También en estos años locos se deteriora su relación con Luisa. En enero de 1925 ella se encuentra en Villefranche esperando alumbrar el segundo hijo de la pareja. Miguel, en los Estados Unidos, tiene un romance con la actriz Bebe Daniels, que la prensa no se priva de difundir. La separación se producirá en mayo de 1926 y ella seguirá viviendo en Villefranche. Antes de un año, el 20 de abril de 1927, el tenor matrimoniará en Salamanca con la bella Carmen Mirat. Muchos achacan el declive de su voz a esa separación, que propició que todavía cuidara menos el instrumento vocal pero ya se vio cómo el problema se había iniciado mucho antes. Tanto su agitada vida social y amorosa, como la nula planificación de su carrera y los excesos y generosidad vocales que le caracterizaban también coadyuvaron a que su instrumento fuera perdiendo tanto brillantez como potencia, con lo que, poco a poco, debió ir recurriendo a la zarzuela, donde sólo le salvaba la previa admiración de un público entregado. Hernández Girbal aporta su testimonio personal: «Yo le oí en 1936 una Carmen en el Teatro Calderón de Madrid. Aquella voz aterciopelada y cálida estaba ahora rota y tenía un feo trémolo como balido de cabra».
Los problemas personales ya habían provocado que en 1926 rompiera su contrato con el Metropolitan neoyorquino y se viera inmerso en un proceso legal que duró hasta 1930 y a resultas del cual tuvo que pagar una indemnización de veinte mil dólares. Sin embargo, los años finales de la década de los veinte son todavía de grandes triunfos con giras por Sudamérica, Extremo Oriente y Europa, vuelta al Liceo, presentación en la Ópera de París, grabación de discos… La necesidad de dinero propicia, sin embargo, que los empresarios le propongan a menudo actuaciones descabelladas: al aire libre, en plazas de toros, en unos jardines nocturnos… que Fleta afronta sin pensar demasiado en que su voz va perdiendo la ductilidad y el brillo de antaño. Mantener varias casas, servidumbre, dos o más mujeres, más hijos, acudir en socorro de familiares y gorrones diversos, embarcarse en negocios propuestos por sanguijuelas que sólo buscan en el tenor un capitalista, que sea a la vez un reclamo para sus dudosas iniciativas, le empujan adelante aunque ello signifique perder la estabilidad emocional y la naturalidad efusiva que lo habían caracterizado.
En febrero de 1928 nace Elia, la primera hija del nuevo matrimonio, que es bautizada en Madrid con toda pompa y fanfarria. El 23 de marzo lleva a Florencia, la que sería última ópera incorporada a su repertorio, Lucia di Lammermoor de Donizetti. Es, probablemente, el último de sus grandes triunfos mundiales. En el verano ha de cancelar contratos para intentar proteger la voz. El tenor ha engordado, su optimismo natural empieza a deteriorarse y, evidentemente, aparenta mucha más edad de la que tiene. Los cuidados del maestro Anglada y el doctor Ager son minuciosos pero Miguel se limitará a grabar unos cuantos discos hasta su reaparición en una larga gira por Extremo Oriente y América, con un suculento contrato, que le reporta un millón de pesetas, gastos aparte. A fines de junio de 1930 desembarca en La Coruña. El viaje ha durado once meses. Le espera una temporada de descanso pero amargada por los desastres económicos propiciados por los negocios de su familia política y la indemnización que ha de pagar al Metropolitan.
Fleta emprende entonces una gira por Centro Europa y Francia. Será la última en que reciba buenas críticas y casi unánimes elogios. En su transcurso efectúa declaraciones favorables a la república que sorprenden a muchos en España. En distintas ocasiones volverá expresar ese apoyo antes del derrumbe monárquico. Su amistad con Ramón Franco y sus protestas ante la situación de la música en el país, propician esta confianza hacia el régimen venidero. Cuando, unos meses después, se proclama la nueva república, Fleta está entre sus máximos entusiastas y participa personalmente en la algarabía popular del 14 de abril. Como es sabido, graba La Marsellesa y El himno de Riego, además de un himno a la libertad compuesto por el maestro Anglada.
Durante estos años ofrecerá conciertos, cantará zarzuelas y, a veces con dificultades, las óperas más famosas de su repertorio, como Carmen, que interpretaría la friolera de 276 veces, y Tosca, que cantó en 260 ocasiones a lo largo de su carrera. Fleta sabe que en ellas sus características vocales le permiten defenderse con eficacia. Sus otras dos óperas más cantadas, Aida (175) y Rigoletto (140), ya no se encontraban entre las que llevaba al escenario en esta época.
Con todo, la situación económica no se arregla. A los tres hijos anteriores se han unido Miguel Ángel (abril 1929) y Paloma (noviembre 1930), pero son sobre todo los gastos de Villa Fleta, que ha de ser liquidada para marchar a un piso de alquiler, las hipotecas, los préstamos a que se ha de hacer frente… El hermano de su padre, Atanasio Burro Galán, militar retirado y hombre honesto, un poco chapado a la antigua, a quien Fleta había nombrado administrador en 1929, se suicida en 1933, agobiado por la situación financiera.
Con sus hijos
Pese a los efectos de todo este proceso en un hombre tan emocional como el tenor, todavía le ilusiona la nueva temporada del Teatro Lírico Nacional, que es una iniciativa republicana en la que Fleta había depositado entusiasmos y energías. Se celebra en el teatro Calderón y allí aún va a cantar una Carmen, que le reporta de nuevo críticas fervorosas. A finales de este año 1933 Fleta rodará en escenarios naturales de Hecho y Ansó –el equipo se alojaba en el jacetano Hotel Mur- la que iba a ser su única película, Miguelón, también llamada El último contrabandista, dirigida por el almuniense Adolfo Aznar y con música de Pablo Luna, cuyas copias se han perdido aunque se conserve alguna grabación discográfica. Según Pablo Pérez y Javier Hernández, estudiosos del cineasta, es posible que se conserve alguna copia en la Argentina.
Protagonista de Miguelón
Fleta se hallaba muy interesado en probar suerte en el cine, e incluso tenía participación en la productora de esta cinta, Index Film, ya que la reciente llegada del sonoro había deparado que varias estrellas de diferentes géneros musicales se convirtieran en protagonistas del nuevo arte, en el que se ganaba mucho dinero. Aunque entonces la figura del director no tuviera la importancia que adquirió poco después, es probable que la elección de Adolfo Aznar no fuera acertada o, como el propio director aragonés aducía, la idea de colocarle un supervisor, el judío austriaco Hans Berendt, recién huido de los nazis, con el que no se entendió en absoluto. Tampoco el argumentista, Agustín Pérez Soriano, se esmeró mucho con la historia, desarrollada en el marco temporal de las guerras carlistas: un montañés se lucra vendiendo armas de contrabando al bando faccioso. A la vez, sufre por la imposibilidad de tener hijos, de modo que incluso intenta comprar uno a un vagabundo. Al quedar viudo, consigue descendencia con su nueva mujer, lo que le lleva a convertirse en un “hombre decente” y dedicarse al trabajo y a su familia. La actuación de Fleta fue calificada como detestable por un crítico tan aficionado a la música como Florentino Hernández Girbal. Lo peor fue, sin embargo, el descalabro de los equipos de sonido, que afectaron a la sincronización de las doce canciones que habían de interpretar Miguel y los joteros Redondo y Justo Royo, de respectivos apodos, El Gavilán y El Cebadero. Por una cosa u otra, la película fue un fracaso comercial, tanto en su primera versión de 1934, como en la que se estrenó un año más tarde.
1934 comienza con una gira en la que se encontrará en Cannes con Luisa y sus dos hijos, mayores, Miguel y Alfonso, que acuden a las representaciones de Tosca y Carmen. Su antigua amante y profesora le recomienda por vías indirectas comenzar en sus actuaciones con Carmen, para así abrirse mejor camino, consejo que Fleta acoge estrictamente en esta gira, a través de distintos países europeos, hasta Egipto. A su vuelta a España, canta distintas zarzuelas pero ha de suspender funciones por los problemas de voz. Que se alternan con los económicos. Igualmente, ha de vender la finca de Albalate y cambiar de domicilio madrileño. Empiezan por entonces sus coqueteos con Falange Española.
Su vida artística tendrá ya poco relieve: una campaña en 1935 cantando zarzuelas y alguna Carmen con la compañía de Moreno Torroba y la creación de otra compañía lírica, con nombres eminentes, como Lauri-Volpi, Llácer-Casali, la Pampanini, María Espinalt, Ángeles Ottein o Matilde Revenga. Con esta agrupación canta, el 21 de enero de 1936 y por última vez en España, la famosa ópera de Bizet. En febrero estrenará la última, Cristus, una floja composición del músico canario Juan Álvarez García. La obra, llevada a escena muy poco antes de las elecciones de febrero, tiene, sobre todo, connotaciones políticas, con lo que el estreno casi se convierte en un acto electoral. De Fleta, que por muy variadas razones se identifica emotivamente con el papel, se alaba sobre todo la interpretación dramática.
El triunfo del Frente Popular radicaliza más a España y a Miguel Fleta, que se significa en diversas ocasiones y tiene ya enemigos en muchos lugares. El 17 de julio se encuentra en Madrid y decide marchar hacia El Espinar, donde se une a los sublevados. A las pocas horas los milicianos saquearán su piso de la calle Serrano. Tras unos días en la sierra madrileña, a pocos kilómetros del frente, el tenor marcha con su familia –ahora son seis, contando con su último hijo, Javier, de tres años- hacia Salamanca, donde colabora en el cuartel general de la rebelión haciendo incluso de chofer. En busca de mayor tranquilidad, viaja con su familia a La Coruña. A partir de aquí, recitales en beneficio de la causa y conversión de su figura en un elemento de la propaganda nacionalista. El Cara al sol –que, se dice llevó al disco aunque siguen sin aparecer los ejemplares- y las jotas patrioteras pasan a formar parte de su repertorio. Esa jota que, con auténtico sentimiento y como emblema personal, no dejó de cantar, desde el principio al final de su carrera, en todos los países del mundo es ahora utilizada con fines espurios. A finales de abril de 1937 aún cantará Carmen en el Coliseo dos Recreios de Lisboa. Es su última ópera. En julio hace la travesía marítima Sevilla-Génova acompañando a un grupo de niños invitado por el Duce, que los recibe en Roma y abraza a Fleta. Vuelve a España en avión y visita por última vez Zaragoza. A su regreso a La Coruña sigue actuando cuando se le llama pero sus problemas de voz se han hecho intolerables, la economía es casi desesperada y los dolores en el abdomen le preocupan grandemente. En mayo de 1938 ha de tomarse un descanso. Psicosomáticos o no, los fuertes dolores llegan hasta las piernas. El daño, que tiene un origen renal, le provoca uremias y su estado empeora rápidamente. Cuando el doctor Jiménez Díaz llega desde San Sebastián, su diagnóstico es muy pesimista. El 29 de mayo un Miguel Fleta de tan sólo cuarenta años muere en su último domicilio de la Plaza de Orense número 8.
Amortajado con hábito franciscano y con la parafernalia falangista de rigor, su cadáver fue inhumado al día siguiente. En 1941 sería conducido a Zaragoza, en cuyo cementerio reposa y todavía recibe la visita de algún viajero admirador.
Recién terminada la guerra, en la Barcelona liberada, como entonces se decía, se publicaba el primer libro sobre su figura, Fleta, el tenor de Aragón, debido a Ino Bernard. Un publicación de tal fecha debía contener su proclama. No le falta a la de don Bernardino Gálvez Bellido, verdadera identidad del tal Bernard, autor también de una encomiástica biografía sobre el general Mola, que también contiene la sorpresa de adjudicarle sólo cuatro hijos, es de suponer que por ser los dos primeros fruto de unión ilegal. Sin embargo, cualquier conocedor de Fleta suscribiría las palabras con que describe su carácter: alegre, infantil, inocente, sentimental, impulsivo, vehemente y de una bondad extraordinaria.
De la voz del ídolo se ha dicho todo, pero debe recordarse que, para muchos, es, más que otra cosa, profundamente emocionante. Oyendo las grabaciones de Tosca lloramos algunos y casi todos pensamos eso tan simple de que sólo los genios pueden expresar con tal intensidad los matices más sutiles. En Aida conseguía fundir los cuatro tenores diferentes que precisaría la obra en uno solo. En Tosca y Pagliacci expresaba como nadie las características dramáticas de los personajes. Dicen los expertos que su interpretación de don José, el difícil papel protagonista en Carmen no ha sido superada… Hay un libro de Emilio Belaval dedicado exclusivamente al análisis de los rasgos y mecanismos técnicos de la irrepetible voz del tenor.
La carrera de Fleta fue meteórica ya que al poco de su debut era aclamado como divo y heredero de Caruso, que había muerto en 1921. Se suele decir que él no tuvo conciencia histórica de lo que su arte suponía y lo dilapidó con una pésima planificación de su carrera. A las peculiaridades de su formación, se agregó el hecho de que cantó demasiado -¡mas de mil funciones entre 1919 y 1927!, un repertorio excesivamente variado y que, además, accedió casi siempre con la generosidad que le era connatural a las peticiones del público. No tuvo, quizá, la adecuada capacidad de distanciamiento para dar de lado a la caterva de aduladores y discernir lo que era auténtica admiración y deseos de medro o relumbrón al lado del triunfador. Tampoco le favoreció su peculiar biografía. Aquellos humildes orígenes hicieron que a menudo se comportara como un nuevo rico con ganas de deslumbrar; su humanidad, a menudo ingenua, le deparó malos amigos y peores consejeros; la peculiar historia con su primera mujer le propiciaría desagradables problemas en la época que más podía haber gustado de sus triunfos. Es probable que arrastrase luego alguna clase de complejo de culpa cuando casó con la segunda. Por otra parte, el padrinazgo de Luisa aportaba cierto control y disciplina que, después, desaparecieron. Tampoco su primer representante, Amadeo Indelicato, protegió al tenor como hubiera debido y la familia política de su segundo matrimonio le supuso una auténtica sangría, mucho peor que lo que había costado mantener tranquilo al legítimo marido de Luisa Pierrick. Su propia vida fue un auténtico argumento de ópera, una tragedia, como, poco después, se encargarían de resaltar los autores de la zarzuela El Divo, basada en su figura.
Pese a la nula brillantez de las celebraciones del centenario organizadas por el Gobierno de Aragón en su centenario, en el caso de Fleta no habrá que prodigar los lamentos por la trascendencia de su obra, editada en soportes modernos en su totalidad, o por la atención prestada a su figura. Existen varias biografías, con mención especial a las de Sáiz Valdivielso y Solsona, y buenos estudios parciales aunque no se haya concretado el varias veces propuesto Museo Fleta, que a estas alturas y visto lo que se reunió para el mentado centenario, ya resulta una ficción.
GARDETA y CORNEL, Fidela, Huesca, 31.I.1876 – Madrid, 18-X-1922. Mezzosoprano.
Hija de un conocido músico oscense, Valentín Gardeta, que murió pronto, la niña quedó al cuidado de sus tíos. Desde muy joven Fidela dio muestras de poseer una magnífica voz por lo que sus tutores la enviaron al Real Conservatorio madrileño, donde en 1893 ganó el segundo premio de canto, presentada por su maestro, Justo Blasco. Al año siguiente ya debutaba ante sus paisanos y, una vez acabados sus estudios, ingresaba en el coro del Teatro Real. Su debut como cantante ya formada tuvo lugar en Pamplona y en la temporada 1897-1898 aparece de nuevo en el Real, ahora como solista, para cantar Hamlet. A partir de entonces se va a convertir en una de las figuras más constantes de dicho coliseo, donde actuará durante cinco temporadas consecutivas interpretando un amplio y difícil repertorio que llevó también por diversos teatros españoles. Grabó también numerosos cilindros en los inicios de la música grabada en España. Su dulce voz de mezzosoprano de gran amplitud le consentía alternar ópera y zarzuela. A ello unía dotes de excelente actriz y un soberbio atractivo físico. Fue también muy querida por su buen carácter y simpatía.
En la fecha inaugural del siglo XX cantó Las valquirias en el Teatro Real. Ya había participado en el estreno de la versión española de la ópera wagneriana, que tuvo lugar el 19 de enero de 1899. Sin embargo, su brillante carrera estaba a punto de apagarse. En el Real actuó por última vez el 15 de marzo de 1902 y en junio de 1903 figura entre el personal artístico del madrileño Teatro Lírico, que se inaugura entonces. En julio de dicho año actuaría en el Teatro Pignatelli de Zaragoza e, inmediatamente después, en el curso de las fiestas oscenses. Parece que, al poco, una operación en la nariz y una enfermedad la forzó a dejar el bel canto. En 1907 el Teatro Real le ofreció el puesto de repasadora de coros para que tuviera alguna defensa económica y en 1908 aún aparece en Zaragoza para cantar en un homenaje a la jota. En pugna con su enfermedad, se dedicó después a la enseñanza del canto. El 18 de octubre de 1922 La Correspondencia de España y La Época daban la noticia de su muerte. Conservamos su voz en numerosas de ópera y algunas jotas aragonesas gracias a los viejos cilindros de Hugens y Acosta que salieron al mercado en los inicios de 1900.
(Publicado en Javier Barreiro, Diccionario biográfico español. Vol. XXII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2011, pp. 434-435). Se incluyen algunos datos recientes.
BIBLIOGRAFÍA
-BARREIRO, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 46-48.
-, Diccionario biográfico español. Vol. XXII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2011, pp. 434-435.
-BASO ANDRÉU, A., «La hija de un profesor de música oscense, Fidela Gardeta y Cornel, fue Primadonna del Teatro Real hace un siglo», Flumen nº 7, diciembre 2002, pp. 143-159.
-RUBIO BELMONTE, César y María PRATS ESCRICHE, «La Jota aragonesa en la voz de una primadonna de Teatro Real. Análisis de las grabaciones de Fidela Gardeta» para la discografía jotera», Alacay nº 46 (2022), pp. 38-52.
-RUIZ Y BENÍTEZ DE LUGO, Ricardo, Gente de bastidores, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1899, p. 367.
DISCOGRAFÍA
Cilindros de la Sociedad Fonográfica Española Hugens y Acosta: El Trovador, Hamleto, Aida, Hugonotes, Carmen, Sansón y Dalila, La Gioconda, Lucrecia, Caballería rusticana, Dinorah, Fausto, La Favorita, El Profeta, Entre mi mujer y el negro, Pan y toros, Se fossi, melodía, Jotas aragonesas. (Grabados antes de 1900)
Hijo de un militar que alcanzaría el grado de coronel, Eduardo, tras estudiar el bachiller en Valencia, ingresó en el ejército como cadete. En 1867 se hallaba en Madrid para emprender estudios de arquitectura. Afiliado a las juntas revolucionarias, obtuvo el grado de alférez y, en los sucesos anteriores y posteriores a la Revolución de Septiembre, participó en cuantos hechos y algaradas tuvieron lugar en la capital de España.
Al mismo tiempo en que protagonizaba acciones del más acusado riesgo, despuntaba su afición musical formando en el coro del Teatro de la Zarzuela y organizando estudiantinas, en las que cantaba y tocaba la flauta y otros instrumentos. Su maestro, Aquiles di Franco, lo encaminó definitivamente hacia el canto, con lo que abandonó milicia y arquitectura y, tras formar parte desde 1874 de la compañía del Teatro Apolo como partiquino, debutó en el Circo de Paul con la zarzuela, El último mono. Su estreno como primer tenor tuvo lugar en La Habana (1876), donde cantó en el Teatro Albisu La vuelta al mundo y, en el Teatro Cárdenas, Jugar con fuego. El éxito de Berges deparó que, al regresar a España en 1880, ya pudiera formar compañía propia de zarzuela, con la que recorrió el país.
Tras la revitalización lograda a mediados del siglo XIX, la zarzuela había vuelto a un segundo plano por el predominio de los géneros bufo y chico. Chapí, a partir del estreno de La tempestad (11.I.1882), dio nuevo vuelo al género. El tenor principal de esta segunda época de oro no fue otro que Eduardo García Berges, que pronto eliminaría su primer apellido y pasó a ser «el tenor de Chapí». Otras obras famosísimas que estrenó de este compositor fueron El milagro de la Virgen (1884), La bruja (1887) y El rey que rabió (1891).
Con compañía propia, fue el teatro de la Zarzuela su principal feudo y allí tuvieron lugar la mayor parte de sus estrenos. En la temporada 1886-1887 se hizo cargo del mismo como empresario al frente de su compañía, en la que también figuraban el maestro Fernández Caballero y la zaragozana Almerinda Soler, que, junto a Dolores Franco de Salas, fue su más frecuente pareja de canto. Berges buscó revitalizar el género programando un vasto repertorio en el que no faltó la zarzuela grande. Así, el estreno de El Arca de Noé (1890), de Chueca, fue otro gran éxito. Cosechó también grandes triunfos en Portugal.
Berges, tenor de gran capacidad vocal y mucho aplomo y poder de convicción en el escenario, cantó también ópera con respaldo del público y reconocimiento por parte de la exigente crítica de la época. Él fue quien por primera vez interpretó en español el papel masculino de Carmen (1887). También resultaría memorable su interpretación de Jorge en Marina, que llegó a cantar cuarenta y ocho noches consecutivas en el teatro de la Zarzuela. Estrenó, asimismo, El duque de Gandía (1894), con música de Chapí y libreto de Manuel Paso y Dicenta.
Su época de esplendor, en la que fue considerado como el mejor tenor de zarzuela, se extiende entre 1882 y 1894, año en el que volvió a Cuba, donde permaneció más de dos años con gran aceptación pero, dado el rumbo de la guerra, hubo de regresar y emprender una gira por provincias. A principios de siglo su prestigio fue decayendo, lo que unido a sus actividades como empresario, lo condujeron casi a la miseria. Hubo de malvender las distinciones que daban cuenta de sus triunfos, como eran las cruces de Carlos III, de Isabel la Católica y de la Orden de Cristo, concedida en Portugal. Sólo conservó una corona de laurel regalada por Gayarre. Sin embargo, en su decadencia, todavía llegó a grabar algún disco con romanzas o la jota de La alegría de la huerta. Sus últimas actuaciones fueron en el teatro de la Ciudad Lineal. José García Mercadal escribió: «Berges se distinguía por su carácter franco y expresivo, Muy dado a la jovialidad, era, además, leal y modesto, resultando un buen compañero. Como aragonés, Berges era todo corazón, propicio a la generosidad».
Finalmente, Berges hubo de aceptar un modesto empleo en el ayuntamiento madrileño, con tres pesetas de sueldo. Aún en octubre de 1909 el Teatro de la Zarzuela le dispensó un beneficio en el que cantó fragmentos de La bruja, La tempestad y Cádiz. Aclamado por el público, correspondió con varias jotas aragonesas. Pero no terminaron sus apuros, consta que en febrero de 1917 se presenta en la fila de pobres del picadero del Palacio Real para recoger prendas de abrigo. En 1919 es invitado a una reposición de La bruja, por haber intervenido en su ya lejano estreno, en la que recibió un socorro de la reina Victoria, y Alfonso XIII le prometió, sin cumplirlo, un cargo en el Conservatorio. Florentino Hernández Girbal cuenta que los empresarios del Teatro Apolo le dieron un cargo honorífico para poder abonarle una modesta pensión mensual. Por su parte, García Mercadal escribía en 1935 que volvió a Zaragoza y, tras mucho solicitarlo, el Ayuntamiento le dio el cargo de portero en la Escuela de Música.
Vaya a usted a saber quién tiene razón, pero me quedo con la versión más folletinesca: «Eduardo García Berges, el tenor de voz tan potente como delicada en los agudos que había reinado en la escena nacional durante más de veinte años, terminó pidiendo limosna por las calles de Madrid hasta su fallecimiento».
BIBLIOGRAFÍA
BARREIRO, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 36-39.
-, Diccionario biográfico español, Vol. XXI, Madrid, Real Academia de la Historia, 2011, pp. 578-579.
-CASARES, Emilio, Voz: «García Berges, Eduardo» en Diccionario de la zarzuela. España e Hispanoamérica I, Madrid, Instituto Complutense de Ciencias Musicales, 2002, p. 825-826.
CORTIZO, M, E., Voz: «García Berges, Eduardo» en Diccionario de la música española e hispanoamericana. Tomo V, Madrid, SGAE, 1999, p. 406.
-COTARELO MORI, Emilio, Historia de la zarzuela, o sea, el drama lírico en España desde su origen a fines del siglo XIX, Madrid, Tipografía de Archivos, 1934.
-DOMÍNGUEZ, Antonio, (dir.), Gran Enciclopedia Aragonesa 2000. Apéndice I, Voz: «Berges, Eduardo García», Zaragoza, El Periódico de Aragón-Prensa Diaria Aragonesa, 2002, pp. 92-93.
-GARCÍA MERCADAL, José, «La azarosa vida del tenor Berges», La Voz de Aragón, 25-X-1935, p. 16.
-HERNÁNDEZ GIRBAL, Florentino, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos XIX y XX), Madrid, Lyra, 1997, pp. 66-69
-IGLESIAS SOUZA, Luis, Teatro lírico español IV, Diputación de la Coruña, 1996.
-MARTÍN DE SAGARMÍNAGA, J. Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid-Acento, 1997, pp. 76-77.
-RUIZ Y BENÍTEZ DE LUGO, Ricardo, Gente de bastidores, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1899, pp. 456-457.
ARAMBURO ABAD, Antonio, Erla (Zaragoza), 17.I. 1840 – Montevideo, 16.XI.1912. Tenor de fama mundial.
Nacido en el seno de una familia acomodada de un pequeño pueblo de las Cinco Villas, parece que realizó estudios de ingeniería y hasta los veintiséis años no se dedicó al canto, que aprendió con el maestro Cordero y, más tarde, perfeccionó con Giraldoni. Ya cumplidos los treinta, Aramburo debutó en Milán en 1871, interpretando Safo en el Teatro Carcano. Muy pronto adquiriría renombre, de modo que la segunda mitad de la década de los setenta puede considerarse la de su máximo esplendor. Cuando en 1876 debuta en el parisino teatro de los Italianos con La forza del destino, Tamberlick, considerado como el mejor tenor de esa época, lo designa como su sucesor, al oírle.
Su voz tenía fuerza arrebatadora y la potencia de sus agudos impresionaba profundamente. Poliuto, Norma y El trovador, óperas de gran dificultad que no fueron acometidas por Gayarre a causa de las características de su voz, estuvieron en el repertorio habitual de Aramburo, pero su técnica y agilidad vocales le permitieron también cubrir un espectro más ligero.
Desde el inicio de su carrera tuvo contratos en América y en 1874 cantó en el bonaerense Teatro Colón, con motivo de las celebraciones programadas al inaugurarse la línea telefónica que comunicaba la Argentina con Europa. En el Liceo de Barcelona debutó en la temporada 1875 y en el Teatro Real, en la de 1881. Triunfó en él con La forza del destino pero fracasó después en Rigoletto. Algo similar, aunque al invirtiendo los tiempos, le había ocurrido en la Scala de Milán en 1879: silbado en la romanza «Celeste Aida», en la segunda representación la cantó con una también celeste media voz, de modo que hubo de dar hasta veintitrés representaciones. Al parecer Aramburo prodigaba los filados con una extensión desde el Do hasta el Si, lo que ni siquiera llegó a alcanzar Fleta, cuya voz llegaron a comparar en Chile, por potencia y dulzura de timbre, con la del tenor dramático cincovillense.
Aramburo conjugaba en su voz altas dotes de fuerza y sensibilidad y fascinó a los públicos más exigentes de la época. El foniatra O’Neill, que llegó a escucharle, escribió: «Fue la voz más perfecta del siglo XIX; en calidad, extensión, timbre y color no llegó ninguna otra a parecerse siquiera». Un crítico cubano estampó: “Ése sí que fue un tenor de veras, un astro. Ni Gayarre ni el elegante Masini, ni Tamberlick, ni Tamagno: en fin, ni ha habido, ni hay, no habrá otro igual; ni parecido”. La enciclopedia Espasa: “La voz de Aramburo, por lo timbrada, igual y varonil, fue acaso la más perfecta que se oyó en las escenas líricas durante el siglo pasado”. Hernández Girbal, recogiendo calificaciones que le fueron aplicadas, habla de «fraseo sin mácula», «expresión arrebatadora», «hermosura increíble», «agudos limpios y brillantes como el sol», «temperamento apasionado»… El novelista James Joyce también enumera a Aramburo en “Los muertos”, el último cuento de Dublineses, como uno de los grandes del siglo XIX.
Pero sí Aramburo fue un cantante absolutamente excepcional, el único que pudo competir en España con la gloria de Gayarre, su carácter imprevisible, histérico, antojadizo y arbitrario quitó mucho brillo a su carrera. De hecho, sus renuncios y espantadas hicieron que fuese derivando hacia Sudamérica, donde el público no tenía las exigencias del europeo. Son sonados los episodios entre chuscos y descarados que protagonizó en 1879 en la Scala milanesa, en 1886 en Montevideo o en el Teatro Real (1882), donde cantando El trovador y viendo que, en contra de lo anunciado, Alfonso XII y María Cristina, no asistieron a la función, durante el descanso, salió por la puerta de bomberos ataviado de guerrero medieval y ante las estatuas de los reyes en la plaza de Oriente entonó «Di quella pira».
El comportamiento de Aramburo nos da cuenta de un genio con ribetes de esquizofrenia, lo que influyó, en su consideración crítica. Pese a su voz incomparable y haber cosechado tantos triunfos, no suele figurar en la nómina de los más grandes tenores de la historia Tampoco cuidaba sus formas y podía ser brusco y desaliñado. Sin embargo, en otras ocasiones era un hombre manso, afable y hasta tímido. Poco mujeriego, casó con una soprano bostoniana, Adele Chapman, que actuaba con el nombre de Ada Adini. Quince años más joven que él y con poco nombre en la ópera, utilizó a su marido para medrar en la profesión y, tras darle una hija, pidió la separación, lo que acentuó la inestabilidad del tenor.
Hasta 1886 llegaría su época dorada. Luego, con el lento declive de sus facultades, fue acogiéndose a los conciertos. En 1891 lo encontramos en Cuba, como artista-empresario pero se negó a cantar, con lo que tuvo problemas pues el público había adquirido onerosos abonos al reclamo de su nombre. Parece que ya huía del esfuerzo de acometer óperas completas y se refugiaba en actuaciones particulares en entreactos o fines de fiesta. En 1896 Aramburo actuaba por última vez en Europa cantando Carmen en Odesa. Volvió entonces a América y, a pesar de haber ganado unos tres millones de pesetas en su carrera, los robos que sufrió y la típica prodigalidad de los divos terminaron por conducirle a la miseria. En 1907 el periódico chileno El Mercurio anunciaba que se encontraba en un hospital de Milán reducido a la indigencia. Volvió a Montevideo y, finalmente, se le otorgó la dirección de una escuela de canto que se llamó Instituto Aramburo. Hipólito Lázaro lo conocería allí y en sus recuerdos cuenta que aún se anunció que iba a cantar Carmen, pero desapareció a mitad de los ensayos. Muy poco después moría.
Aramburo llegó a grabar cuarenta y cinco cilindros fonográficos, de ocho de los cuales tenemos noticias de su conservación en colecciones privadas: Aida, «Morir si pura e bella», Jone «O Jone, di quest’anima», Poliuto «D’un alma troppo fervida», Il Profeta «Senz’un ordine mio», «Ave Maria» (Luzzi), «La partida» (Álvarez), «Ideale» (Tosti), La forza del destino «Solenne in quest’ora».
(Publicado en Javier Barreiro, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34). Con algunas adiciones.
BIBLIOGRAFÍA
-BARREIRO, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 29-34.
-, Voz: «Aramburo, Antonio», Diccionario biográfico español, Vol. IV, Madrid, Real Academia de la Historia, 2010, pp. 709-710.
-GARCÍA DE LA PUERTA, Vicente, Pasajes de la vida del tenor Aramburo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1998.
-HERNÁNDEZ GIRBAL, Florentino, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos XIX y XX), Madrid, Lyra, 1997. pp. 54-57.
-MARTÍN DE SAGARMÍNAGA, Joaquín, «Voz: Aramburo, Antonio», Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid-Acento, 1997, pp. 56-58.
-, «El tenor de la hipérbole», 50 años de lírica en España, Alcalá la Real (Jaén), Zumaque, 2010, pp. 51-61.
-RAMÍREZ, S., La Habana Artística. Apuntes históricos, La Habana, Imp. E. M. de la Capitanía General, 1891, pp. 368-369.
-VIGO SUÁREZ, Hernán Luis, “El tenor español Antonio Aramburo (1839-1912), un estudi comparativo de tipologías vocales”, Actas de las Jornadas Argentinas de la Asociación Argentina de Musicología, Buenos Aires, 1986, pp. 209-215.
Huérfano de padre, a los siete años quedó al cuidado de su tío, cura en Santa Eulalia de Gállego, y, después, en Alerre, donde ya parece que gustaba su canto. A los trece años fue enviado al Hogar Pignatelli, el hospicio zaragozano, que también acogía a retoños de familias pobres que hubieran demostrado dotes para el estudio. Allí consiguió el título de Magisterio, que llegaría a ejercer en el zaragozano pueblo de Jarque.
En 1894 lo encontramos en Madrid trabajando para pagarse la formación musical con Antonio Baldelli y Leandro Pla. Pronto, favorecido por el famoso maestro Campanini, puede trasladarse a Milán con una beca. Allí casó con la soprano Olimpia Brossio, que le acompañó en muchas de sus giras y le dio tres hijos.
Aineto debutó en Madrid (1898) con Los hugonotes y, muy pronto cantó Rigoletto en el Real (1899), para clausurar con La bohème la temporada de 1900 y repetir en las dos siguientes. Al poco empezó a ser llamado por los teatros más suntuosos, viajó por Europa y América con compañía propia y construyó una brillante carrera, primordialmente en Italia, sin que por ello dejase de volver a España, cantando, por ejemplo en el Real la temporada 1913-1914. En el Liceo actuó en 1908 y 1920, ya próxima su retirada que se llevaría a cabo en el teatro Petrarca de Arezzo, con la interpretación de Lohengrin. A mediados de los veinte se estableció definitivamente en Milán donde moriría.
De apuesta presencia física y dominador del escenario, Aineto, que tenía una excelente base técnica, fue un cantante natural y fluido, de potentes agudos y sentimiento en la expresión. Tosca, que requiere de esas cualidades de actor seguro y voz fácil y emocionada, fue una de sus óperas estrella. Fue asimismo uno de los pocos cantantes españoles capaces de acometer el repertorio wagneriano para lo que se había formado en Bayreuth.
Marino Aineto llegó a dominar 64 óperas y, desde 1903, llevó al disco al menos 61 grabaciones, no sólo de género lírico sino también de piezas populares.
BIBLIOGRAFÍA
-BARREIRO, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 42-46.
-, Diccionario biográficoespañol,Vol, II, Madrid, Real Academia de la Historia, 2010, p. 62.
-BASO ANDRÉU, A., «El barítono Marino Aineto, un descendiente de maestros», Flumen nº 4, Junio 1999, pp. 235-254.
-DOMÍNGUEZ, Antonio (dir.), Voz: «Aineto, Marino», Gran Enciclopedia Aragonesa 2000. Apéndice I, Zaragoza, El Periódico de Aragón-Prensa Diaria Aragonesa, 2002, pp. 17-19.
-MARTÍN DE SAGARMÍNAGA, Joaquín, Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid-Acento, 1997, pp. 46-47.
-, Mitos y susurros. 50 años de lírica en España, Alcalá la Real (Jaén), Zumaque, 2010, pp. 201-206.
-PELLICER BAMBÓ, A. I. «Marino Aineto, biografía inconclusa de un barítono», Trébede nº 45, diciembre 2000, pp. 72-74.
SERRANO PELLEJERO, Lucía (con Pilar RIVERO y José Francisco RUIZ PÉREZ), Palabras dibujadas. 110 años de ilustraciones en Heraldo de Aragón, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 2005, p. 81.
SIN AUTOR, Catálogo de la Sociedad Fonográfica española Hugens y Acosta, Madrid, 1900.
Nacido en Zaragoza el 7 de enero de 1869, sus padres, Fidel y María Loreto, reconocieron a Julián aunque no estaban casados. Aprendiz de pastelero, trabajó después como pintor pero su afición al canto de la jota lo llevó a ingresar en el orfeón, donde su bella coloratura y excepcional registro agudo hizo que sus mentores lo encaminaran hacia la ópera por lo que marchó a Madrid, donde fue protegido por la marquesa de Villamejor, madre del conde de Romanones, que se hizo cargo de sus estudios en Roma
En la capital italiana estudió el maestro Antonio Cotogni, que vio en Julián un tenor dramático de grandes cualidades. En dos años le enseñó las diez óperas, que constituyeron lo más granado de su repertorio. A su regreso a España cantó en el Teatro Real (1899) en el que también interpretó Aida el día en que se iniciaba el siglo XX. En 1903 debutó en el Liceo barcelonés en 1903 con La Africana. Prueba de su categoría es que durante el periodo 1903-1907 fue el tenor que mayores emolumentos por función cobró en el Teatro Real. En el extranjero debutó en el teatro Duse de Bolonia con El Trovador, ópera en el que se le consideró el mejor especialista de su época. En 1902, y bajo la dirección de Toscanini, la cantó ocho veces consecutivas en el milanés teatro de la Scala. El maestro afirmó que el zaragozano era el único capaz de interpretarla debidamente. Durante la temporada 1905-1906 rivalizó con Caruso en el Covent Garden con tanta brillantez que su contrato fue prorrogado. Además de sus grabaciones de cilindros para el fonógrafo, Biel fue de los primeros tenores españoles en grabar discos de gramófono.
Biel fue un tenor dramático de clara y sugerente voz, bellísimo y personal timbre y con un agudo tan fácil como potente. Afectado por problemas psicológicos, se retiró impensadamente en 1917. Todavía vivió tres décadas, con una breve reaparición a principios de 1929 en el Teatro Goya de Barcelona, cada vez más olvidado, hasta el punto de que los diccionarios suelen reflejar con una interrogación la fecha y el lugar de su muerte, a pesar de que impartió clases de canto. Falleció en Barcelona el 5 de agosto de 1948.
CILINDROS: Sociedad Fonográfica Española Hugens y Acosta: La Favorita, La Africana, Un ballo is maschera, Carmen, Lohengrin, Pagliacci, El Trovador, Rigoletto, La foza del destino, Aida, Otello, Sansón y Dalila. Grabados antes de 1900.
PRIMEROS DISCOS: Il Trovatore (“Deserto sulla terra”, “Ah, si ben mio”, “Di quella pira”) Zonophone X-92109, X-92135 y X- 92143; L’Africana (“O paradiso”) Zonophone X-92074; Pagliacci (“Vesti la giubba”) Zonophone X-92097; Aida (“Celeste Aida”) Zonophone X-92119; L’Ebrea (“Rachelle allor che iddio”) Zonophone X-92122 . Todos ellos de 1903.
BIBLIOGRAFÍA
-BARREIRO, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 39-42.
-Voz: «Biel, Julián», Diccionario biográfico español, Vol. VIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2010, p. 342.
-CASARES RODICIO, Emilio, Voz: «Biel, Julián» en Diccionario de la zarzuela. España e Hispanoamérica I, Madrid, Instituto Complutense de Ciencias Musicales, 2002, p. 261-262.
-DOMÍNGUEZ, Antonio (dir.), Gran Enciclopedia Aragonesa 2000. Apéndice I, Voz: «Biel, Julián», Zaragoza, El Periódico de Aragón-Prensa Diaria Aragonesa, 2002, pp. 42-43.
-GONZÁLEZ PEÑA, María Luz, Voz: «Biel, Julián» en Diccionario de la música española e hispanoamericana. Tomo II, Madrid, SGAE, 1999, p. 448-449.
-HERNÁNDEZ GIRBAL, Florentino, Cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos XIX y XX), Madrid, Lyra, 1994, pp. 70-73.
-MARTÍN DE SAGARMÍNAGA, Joaquín Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid-Acento, 1997, pp. 78-79.
-, Mitos y susurros. 50 años de lírica en España, Alcalá la Real (Jaén), Zumaque, 2010, pp. 193-20o.
–RUIZ CASTILLO, Andrés, «Los grandes tenores aragoneses. Julián Biel, el mejor intérprete de El Trovador«, Heraldo de Aragón, 12 de octubre de 1973.
-, «Julián Biel, un zaragozano universal», Heraldo de Aragón, 12 de octubre de 1982;