Aunque James Joyce cita a Aramburo en «Los muertos», el último relato de Dublineses, muy pocos de sus coterráneos conocen que este tenor fue el único que pudo hacer sombra a Gayarre en la época de gloria del genio vocal navarro. Antonio Aramburo fue un cantante absolutamente excepcional. No fue, en cambio, tan exhibible su carácter, a menudo insoportable, histérico y antojadizo, al parecer, tan habitual en los divos. De hecho, sus renuncios y espantadas hicieron que su carrera fuese derivando hacia Sudamérica, donde el público no tenía las exigencias del europeo. En 1886 se encontraba en Montevideo. Iba a cantar La favorita en el Teatro Solís y asistía a la gala el presidente de la República, Máximo Santos. El empresario, que debía conocer las costumbres del tenor, quiso asegurarse de que no iba a haber sorpresas y le acompañó hasta el camerino a fin de cerciorarse de que se iba a preparar para su papel. La función, sin embargo, no pudo celebrarse porque Aramburo no apareció. Mejor dicho, apareció cuando se cerraba el teatro, ya caracterizado de fraile, como exigía el libreto, pero absolutamente dormido en un viejo sofá arrumbado entre tramoyas y decorados en una guardilla. No nos lo cuenta el cronista, pero cualquiera supondrá que Aramburo se había dedicado a empinar el codo.
Pero, junto a una buena colección de episodios de similar entraña, Aramburo, que conjugaba en su voz altas dotes de fuerza y sensibilidad, sumió en arrobo a los públicos más exigentes de la época. El experto crítico Martín de Sagarmínaga cita al foniatra catalán Enrique O’Neill, que escribió: «Fue la voz más perfecta del siglo XIX; en calidad, extensión, timbre y color no llegó ninguna otra a parecerse siquiera». Es más, en su libro, La voz humana (1923), O’Neill, que había escuchado a Aramburo en repetidas ocasiones, lo coloca a la cabeza de los cantores de todos los tiempos. Por su parte, un crítico cubano estampó:
Ése sí que fue un tenor de veras, un astro. Ni Gayarre ni el elegante Masini, ni Tamberlick, ni Tamagno: en fin, ni ha habido, ni hay, no habrá otro igual; ni parecido.
Y en el mismo Espasa, enciclopedia de la que habrían debido copiar sus muy publicitadas seguidoras, se lee:
La voz de Aramburo, por lo timbrada, igual y varonil, fue acaso la más perfecta que se oyó en las escenas líricas durante el siglo pasado.
Más recientemente, Hernández Girbal, recogiendo calificaciones que le fueron aplicadas, habla de «fraseo sin mácula», «expresión arrebatadora», «hermosura increíble», «agudos limpios y brillantes como el sol», «temperamento apasionado»…
Cuando en 1876 debuta en el parisino teatro de los Italianos con La forza del destino, Tamberlick, considerado como el mejor tenor de esa época, lo designa como su sucesor al oírle. Su voz tenía la misma fuerza arrebatadora y la potencia de sus agudos impresionaba profundamente.
Poliuto, Norma y El trovador, óperas de gran dificultad que no fueron acometidas por Gayarre a causa de las características de su voz, constituyeron la base del repertorio del tenor cincovillense, pero su técnica y agilidad vocales le permitieron también cubrir un espectro más ligero.
Los testimonios diseminados aquí y allá podrían ocupar un libro entero pero sobre la trayectoria del cantante no hay sino un folleto de cuarenta y tres páginas debido a Vicente García de la Puerta y publicado por la Institución Fernando el Católico en coedición con el Centro de Estudios de las Cinco Villas, en uno de cuyos pueblos, Erla, Antonio Aramburo había nacido el 17 de enero de 1840 en el seno de una familia acomodada. Parece que realizó estudios de ingeniería y hasta los veintiséis años no se dedicó al canto, que aprendió con el maestro Antonio Cordero, discípulo sevillano del célebre Hilarión Eslava y miembro de la madrileña Real Capilla.
Ya pasados los treinta de su edad, Aramburo debutó en Milán, el 3 de agosto de 1871, interpretando Saffo de Pacini en el teatro Carcano. Al año siguiente cantaría Norma en Florencia. Muy pronto logró renombre, de modo que la segunda mitad de la década de los setenta puede considerarse la de su máximo esplendor. Desde el inicio de su carrera tuvo contratos en América y en 1874 cantó en el bonaerense Teatro Colón, con motivo de las celebraciones programadas al inaugurarse la línea telefónica que comunicaba la Argentina con Europa. A esta función asistió el muy ilustrado Domingo Faustino Sarmiento, a pesar de ello, a la sazón, presidente de la República. En el Liceo de Barcelona debutó en la temporada 1875-1876 y volvió a él en 1882. Sin embargo el Teatro Real hubo de esperar hasta la temporada de 1881 para tenerle en escena. Triunfó en él con La forza del destino pero fracasó después en Rigoletto. Algo similar, aunque al invirtiendo los tiempos, le había ocurrido en la Scala de Milán en 1879: silbado en la romanza «Celeste Aida», en la segunda representación cantó con una también celeste media voz, de modo que hubo de dar hasta veintitrés representaciones. Al parecer Aramburo prodigaba los filados con una extensión desde el Do hasta el Si, lo que ni siquiera llegó a alcanzar Fleta, cuya voz llegaron a comparar en Chile, por potencia y dulzura de timbre, con la del tenor dramático cincovillense. Por cierto, que en la Scala también acabó con conflictos. Ya en enero de 1880 cantaba Lucia de Lammermoor con Emma Albani hasta que esta fue sustituida por Harris Zagurry. La nueva soprano no gustó al público y fue silbada en el tercer acto. Aramburo, en extraña solidaridad, renunció a cantar el cuarto, que es el de mayor lucimiento del tenor, y se marchó al palacio en que residía para prepararse unas migas aragonesas, al tiempo que se colocaba un pañuelo en la cabeza y comenzaba a darle a la jota. De esta guisa lo encontraron los empresarios cuando, desesperados, fueron a pedirle que se reintegrara a su labor. Aramburo puso la sartén sobre la alfombra, invitó a los concurrentes y, en cuanto al contrato, dijo darlo por rescindido ya que nada quería con gentes tan ineducadas con las señoras. Así, en su mejor momento, desperdició la oportunidad de volver a ser llamado por el teatro más importante del mundo.
En enero de 1882, el tenor volvió al madrileño Teatro Real para cantar El trovador pero, al parecer, molesto porque, en contra de lo anunciado, Alfonso XII y María Cristina, no asistieron a la función, durante el descanso que precedía al tercer acto, salió por la puerta de bomberos ataviado de guerrero medieval y en la plaza de Oriente entonó «Di quella pira» ante las estatuas de los reyes y el gozo estupefacto de los madrileños que por allí se encontraban. Ya no volvió, claro, al Teatro Real.
Efectivamente, el comportamiento de Aramburo nos da cuenta de un genio con ribetes de esquizofrenia, lo que influyó, sin duda, en su consideración crítica posterior. Pese a haber cosechado tantos triunfos y panegíricos y haber disfrutado de esa voz incomparable, no suele figurar, junto a Gayarre, Tamberlick, Masini o Tamagno, entre los divos de la segunda mitad del siglo, sin duda por estos y tantos otros episodios de su carrera. Tampoco cuidaba sus formas y podía ser brusco, desaliñado y ajeno. Sin embargo, en otras ocasiones era un hombre manso, afable y hasta tímido. Poco mujeriego, casó con una soprano bostoniano, Adele Chapman, que actuaba con el nombre de Ada Adini. Quince años más joven que él y con poco nombre en la ópera, utilizó a su marido para medrar en la profesión y, tras darle una hija, pidió la separación, lo que acentuó la inestabilidad del tenor.
Hasta 1886 llegaría su época dorada. Luego, con el lento declive de sus facultades, fue acogiéndose a los conciertos. En 1891 lo encontramos en Cuba, donde ya había estado en la temporada 1878-1879 cobrando un sueldo exorbitante. Ahora iba como artista-empresario pero se negó a cantar, con lo que tuvo problemas pues el público había adquirido onerosos abonos al reclamo de su nombre. Parece que ya huía del esfuerzo de acometer óperas completas y se refugiaba en actuaciones particulares en entreactos o fines de fiesta. La Habana Artística nos da cuenta de que “si ha perdido muy mucho la voz, en cambio ha mejorado su estilo”. Esta revista, cronista del muy importante movimiento musical de la isla en los años finales del siglo XIX, había definido a Aramburu como “tenor de fuerza, y dotado de una voz tan hermosa, igual y potente como tal vez no se haya oído otra en La Habana. Más en cambio de tan precioso tesoro su estilo fue siempre amanerado, sin claro oscuro, sin pianos, ni inflexiones de ninguna clase; y como actor malo y de modales muy ajenos, no sólo por su impropiedad, sino por su rudeza en las tablas de un teatro”.
En 1896 Aramburo actuaba por última vez en Europa cantando Carmen en Odesa. Volvió entonces a América y, a pesar de haber ganado unos tres millones de pesetas en su carrera, los ocho robos que sufrió y la típica prodigalidad de los divos terminaron por conducirle a la miseria. En 1907 el periódico chileno El Mercurio anunciaba que se encontraba en un hospital de Milán reducido a la indigencia. Volvió a Montevideo y se le dio un puesto de portero en el teatro Solís. Finalmente, la ciudad que había presenciado tantos de sus triunfos y que, también, le había dado el sobrenombre de “el loco de la guardilla”, tras el episodio contado al principio, le otorgó la dirección de una escuela de canto que se llamó Instituto Aramburo. Hipólito Lázaro lo conocería allí y en sus recuerdos cuenta que aún se anunció que iba a cantar Carmen, pero desapareció a mitad de los ensayos. El 16 de septiembre de 1912 moría en la capital uruguaya. El gran erudito y coleccionista argentino Rudi Sazunic descubrió un catálogo de cuarenta y ocho cilindros grabados por el tenor en Montevideo, al final de su vida, bajo el marbete de Compañía de Impresiones Fonográficas Antonio Aramburo. De ellos se conservan seis en la Universidad de Yale: los números 3, Aida, «Morir si pura e bella»; 21, Poliuto, «D’un alma troppo fervida»; 23, Il Profeta, «Senz’un ordine mio»; 35, La partida de Álvarez; 45, Ideale de Tosti; y otro que no figura en dicho catálogo, La forza del destino, «Solenne in quest’ora». También se conserva, y ha sido grabado en LP y, en compacto, el fragmento «Niun mi tema» de Otelo, procedente de una matriz de 1902 no comercializada por la casa Gramophone Typewritter. Los aficionados de todo el mundo agradecerían, sin duda, una gestión del gobierno aragonés para que estas joyas arqueológicas del canto fueran de nuevo editadas
(Publicado en Javier Barreiro, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34). Con algunas adiciones.
BIBLIOGRAFÍA
-Barreiro, Javier, Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34.
-Barreiro, Javier, Voz: «Aramburo, Antonio», Diccionario biográfico español. Vol. IV, Madrid, Real Academia de la Historia, 2010, pp. 709-710
-García de la Puerta, Vicente, Pasajes de la vida del tenor Aramburo, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1998.
-Hernández Girbal, Florentino, Otros cien cantantes españoles de ópera y zarzuela (Siglos xix y xx), Madrid, Lyra, 1997, págs. 54-57;
Martín de Sagarmínaga, J. Diccionario de cantantes líricos españoles, Madrid, Fundación Caja de Madrid- Acento, 1997, págs. 56-58;
Ramírez, S. La Habana Artística. Apuntes históricos, La Habana, Imprenta E. M. de la Capitanía General, 1891, págs. 368-369.
(Publicado en Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, págs. 29-34, con el título de «El genio venado». Incluyo algunas adiciones)