Posts etiquetados ‘La Bella Otero’

                  

  El concepto de música popular adviene en el siglo XX para designar las expresiones musicales urbanas, mediatizadas, de difusión y consumo masivos, cada vez más ligadas a la industria cultural y sus criterios.

  En la segunda mitad del siglo XIX dichas expresiones musicales se van desgajando del folklore y del espacio escénico del que procedían , aunque con las inevitables influencias de éstos y de la música culta, van conformando un género muy ligado a las nuevas expresiones de sociabilidad –el café, el music-hall, el cabaret…-, a la libertad de costumbres y la explosión demográfica urbana. La capitalidad cultural de París implica que sea el cuplé el género que antes conforme esta nueva expresividad. Su capacidad de hibridación provoca su fácil adaptabilidad, con lo que durante varios lustros será el que domine la escena en los países occidentales.

  A fines del siglo XIX los escenarios se comenzaron a poblar de artistas, generalmente femeninas, que fueron conformando una estética audiovisual que constituye una de las señas de identidad de los diversos espacios culturales que les dieron forma. Esas palabras y esa música que, al penetrar en los oídos y en las memorias, proporcionan una suerte de bienestar, nos emocionan y nos conmueven al afectar a registros íntimos de difícil manipulación. Por otro lado, la canción popular está directamente imbricada en la vida cotidiana con lo que, para saber quienes somos o quienes fuimos, muchas veces hay que recurrir al qué cantamos o escuchamos, sobre todo en el periodo juvenil, habitualmente tan receptivo a lo musical.

  La música permite franquear los umbrales de los espacios privados y públicos para conducirnos a mundos matizados de sentimientos disímiles que van desde la pasión al apunte impresionista, desde el bosquejo costumbrista al humor, desde la crítica socio-política a la elegía. La música popular contribuye a la modelación de una sensibilidad, conforma y, a menudo dirige, el modo de expresar sentimientos y emociones y ofrece un lenguaje válido para la expresión de infinidad de mensajes. Nuestra percepción de la realidad resulta a menudo afectada por ella y contribuye a la creación de identidades y vínculos de pertenencia. Su capacidad de suscitar emociones y reacciones afectivas es en extremo poderosa.

  Sería imposible afrontar la historia del siglo XX sin considerar en lugar preferente esta expresión cultural, por ello cada vez se otorga cada vez más valor a los registros documentales o fonotecas que la conservan ya que, además, su carácter a menudo efímero y el poco valor dado habitualmente a estos documentos ha propiciado que una gran cantidad de ellos haya desaparecido por lo que, frecuentemente, resulta más complicado acceder a las fuentes de la música popular que a las de la folklórica o a  las de la llamada música culta.

  Aparte de su valor psicológico, emotivo o histórico, la música popular ha estado en conexión con fenómenos como los del consumo masivo, la mitomanía -con la consiguiente idealización de ídolos o estrellas y hasta la creación de los mismos por parte de la industria cultural-, las pautas de determinados comportamientos juveniles, la difusión de imágenes comunes a grupos humanos de diversos orígenes y tradiciones, la transformación de los espacios de sociabilidad y la traslación al consumo de muy diversos referentes en relación con ella. En este sentido la música popular es una cantera inagotable de información, testimonios y conexiones.

Estilísticamente, la música popular del siglo XX bebió del teatro musical y del folclore europeos, rápidamente entreverados con la música americana y negra, transferida a América por la secular esclavitud. Así fue el jazz, del que hoy se acepta que tiene un gran componente cubano, el ritmo que matizó la influencia de la música popular a partir de los años veinte. A partir de la segunda mitad del siglo, el rock and roll, con influencias del rhytm and blues, el country y el gospel, dio un golpe de timón a las costumbres juveniles y urbanas con sus componentes sexuales, contestarios y, a menudo, agresivos. La juventud pasó a tener un protagonismo y un prestigio del que nunca había disfrutado. The Beatles, la canción-protesta, la música hippy, el heavy-metal, el reggae, el funky, el punk, la música-disco, la onda disco, cada vez más electrónica, entre otras tendencias de las últimas décadas son movimientos cuya consideración es indispensable para la explicación de los cambios sociales e ideológicos de nuestro tiempo.  

La música popular en España

   Desde Juan del Encina el teatro popular en España estuvo sembrado de piezas cantables. Hacia

finales del S. XIX el género chico, el teatro por horas y las varietés habían dado lugar a la demanda, por parte de un público cada vez más socializado y liberado de prejuicios, de artistas femeninas que, además de cantar, mostrasen carne. Por estas fechas comienzan a surgir teatrillos o salones (Actualidades, Rouge, Bleu, Japonés) que acogen el género varietinesco con una fórmula cada vez más libre. Las cantantes y bailarinas suelen ser francesas e inglesas pero, a finales de 1900, el teatro Japonés en la madrileña calle de Alcalá comienza a contratar artistas españolas. Allí debutarán Pastora Imperio, Amalia Molina o la Fornarina. Las primeras provienen del flamenco e irán evolucionando hacia la fórmula en auge, el couplet, mientras que a la Fornarina (Consuelo Vello) corresponde quizá la mayor responsabilidad en esta imposición de este género que, procedente de Francia, dominará la canción española durante un cuarto de siglo.

  El cuplé -llamado así con cierta imprecisión ya que el término francés designa otra cosa- tendrá en la primera década del siglo un claro componente picaresco o sicalíptico -en neologismo que hizo fortuna- y serán Juan José Cadenas, mentor de la Fornarina que acometió la labor de adaptación al español de couplets franceses y canzonettas italianas, y Álvaro Retana quienes le darán carta de naturaleza en España. Aparte de las citadas, un aluvión de jóvenes en las que importan más las cualidades físicas que las vocales probarán fortuna en la gran cantidad de locales que van poblando el país. Algunas de ellas como la Fornarina y la Chelito se convertirán en mitos eróticos de la época, que compiten localmente con otros internacionales, como el que constituyó la gallega, Agustina Otero, La Bella Otero.

En la segunda década del siglo el cansancio hacia el llamado género ínfimo, nombre con el que se suele calificar el espectáculo que incorpora canciones picarescas, y la progresiva incorporación de la mujer al público, darán lugar al adecentamiento y estilización del cuplé en lo que tienen un protagonismo fundamental, La Goya y Raquel Meller. Ésta se convertirá en la principal figura del género durante casi un cuarto de siglo y su éxito internacional se hará inmenso a partir de 1920.

Gran importancia en la difusión de la canción popular tendrá el disco y su reproductor, el gramófono, en principio en competencia con el cilindro fonográfico, que entrarán en España a finales del siglo XIX. Si al inicio su elevado precio sólo lo hace accesible a la burguesía, pronto se difundirá por salones, bailes, cinematógrafos, verbenas, burdeles y otros locales y las voces de las artistas más populares empezarán a poblar todos los rincones.

  En los años veinte la internacionalización de la canción propiciará la aparición de nuevos géneros. Los más importantes son el tango y la revista. El primero llega a España de la mano de Spaventa y Carlos Gardel, su intérprete mítico, y su éxito será arrebatador, constituyendo quizá el único género de la música popular que, junto al jazz, no ha pasado definitivamente de moda. Con él llegarán a España dos figuras de tanta trascendencia en la canción española como Imperio Argentina y Celia Gámez. La primera se convertirá a partir de los años treinta en la más importante estrella del cine y la canción, por la que transitará con gran eficacia y éxito a través de distintos géneros. La segunda, a partir de 1925, será el emblema de la revista, género que ya contaba con más de medio siglo de vida dentro del teatro lírico, pero que, por influencia de la opereta y el cine, alcanzará unas características de espectacularidad visual que lo convierten en favorito del público. El protagonismo absoluto de Celia Gámez en el mismo durará más de un cuarto de siglo.

  Es también a partir de 1925 cuando el cuplé empieza a entrar en decadencia y va evolucionando por la influencia del flamenco y la canción regional. Todo ello dará lugar al nacimiento de la llamada copla o canción española, cuyos primeros cultivadores de importancia serán Concha Piquer, Estrellita Castro, Antoñita Colomé y la propia Imperio Argentina. Otras artistas del cuplé seguirán el mismo rumbo. Y un fenómeno nuevo: en la canción popular aparecen los artistas masculinos, antes circunscritos al ámbito del folclore o el teatro lírico. En España, al contrario que en otros países, no se aceptaba a un hombre cantando cuplés en un escenario, exceptuando a los imitadores de artistas, mucho más tarde llamados travestis. La evolución de costumbres, tan notoria en los años veinte, el triunfo del tango, cuya letra casi siempre exige un cantor, de modo que las cantantes visten atuendo masculino en sus actuaciones, y la decadencia del género picaresco propician las aparición de los primeros artistas en el género. Angelillo es el de más éxito y Miguel de Molina representa una suerte de transición respecto al anterior estado de cosas.

  En los años treinta, tango, revista y canción española, con un predominio cada vez más abrumador de ésta, marcarán la pauta en la canción popular. La guerra no supone ninguna variación y en ambos bandos se darán actuaciones musicales de muy parecidas tendencias.

  Durante los cuarenta la llamada canción española se beneficiará del aislamiento y los fervores nacionalistas en auge. Sin embargo, muchas veces sus letras incidirán en la heterodoxia y serán válvula de escape y reflejo de una cotidianeidad muy alejada de las proclamas oficiales. Concha Piquer, artista inconmensurable, se convertirá en la reina indiscutible durante ésta y la siguiente década. Otras grandes, voces como la de Juanita Reina, Gracia Montes y muchas más de grandes calidades artísticas y vocales, la acompañarán en su reinado. Rafael de León, a quien que se puede considerar como el mejor letrista de la centuria y que ya había escrito sus primeras piezas en la década anterior, junto al maestro Quiroga, también el compositor de música popular más importante del siglo, ambos tan prolíficos, surtirán de repertorio a las figuras. Junto a ellos, otros autores de categoría: Solano, Monreal, Valverde, Ochaíta, Valerio, Quintero, Perelló… darán lugar a la época de oro de nuestra música popular.

  Durante esta misma década alcanza también alto protagonismo la llamada ópera flamenca, iniciada años antes y que, si bien por algunos es vista como una degradación del cante hondo, alumbrará figuras con un gran protagonismo en nuestra música popular que efectúan una suerte de sincretismo entre el flamenco y la canción española: Pepe Marchena, Juanito Valderrama y Lola Flores fluctúan por ambos géneros.

  Y otro fenómeno fundamental que se impone en los años cuarenta: la llamada canción melódica con fundamentos en la canción hispanoamericana, especialmente la cubana, y ciertos rasgos heredados de la comedia musical de Hollywood en auge. Las orquestas con vocalista tendrán un protagonismo fundamental en los bailes, que han evolucionado desde la popular verbena hasta círculos más refinados: salones, cafés, locales cerrados o al aire libre… En ellos, el vocalista irá tomando un protagonismo cada vez mayor hasta desplazar a la orquesta del primer plano: Jorge Sepúlveda, Antonio Machín, Mario Visconti, García Guirao, Lorenzo González, Bonet de San Pedro… se encuentran entre los más populares.

  Por su parte, la canción hispanoamericana propiamente dicha continúa en primer plano, no sólo con los citados artistas que provienen de ella y evolucionan hacia la canción melódica, especialmente a través del bolero, sino también con la continuación del protagonismo del tango y la popularización de la canción mejicana, ranchera y corrido principalmente, en la que Jorge Negrete es el rey indiscutible.

  La radio, presente en España desde 1924, se popularizará masivamente en los años 40 y tendrá una importancia decisiva en la difusión de géneros y artistas. Las actuaciones en directo para ella constituyen acontecimientos para el público y fuente de ingreso para los artistas, lo mismo que el cine. Casi ninguna figura que se precie, por escasas que sean sus cualidades interpretativas, deja de actuar para él, tanto por los réditos económicos como por la popularidad que depara. Desde 1930 a 1960 la cinematografía española encontrará en el género musical su principal valedor.

  A finales de los cuarenta se incorporan otras figuras: Pepe Blanco, Carmen Sevilla, Nati Mistral, Antoñita Moreno, Paquita Rico, Lolita Sevilla…, pero el panorama va a continuar por vías muy similares durante la década siguiente en la que también se revelarán artistas tan populares como Antonio Molina, Gloria Lasso, Lolita Garrido o María Dolores Pradera. Solamente al final de la misma, la canción melódica italiana influirá en los rumbos de la canción popular posterior. Mientras el cuplé tiene una efímera pero muy potente resurrección, gracias a Lilián de Celis y Sara Montiel, el rock y otros ritmos de origen negro-americano empiezan a ocupar un lugar entre la juventud. El Plan de Estabilización que auspicia el desarrollismo, la llegada del turismo, la difusión del disco de vinilo y las conveniencias de la industria discográfica, que propician una difusión del consumo con una menor inversión, van relegando a la canción popular española a un lugar secundario que no empezará a remontar hasta veinticinco años más tarde. Entretanto, el rock and roll y sus derivados van ocupando el mismo protagonismo que en ámbitos culturales afines, de modo que la historia de la música popular española de los últimos decenios, manteniendo alguna de sus vías propias ancladas en la tradición, con un especial protagonismo del flamenco, es cada vez más intercambiable con la de los países de su entorno. El concepto de globalización quizá sea más aplicable a la música popular que a cualquier otro fenómeno social.

  La televisión, el cada vez mayor protagonismo del idioma inglés, los nuevos soportes del sonido grabado, en transformación cada vez más acelerada, y el acceso a la música a través de internet son fenómenos de los últimos lustros, cuya consideración llevaría demasiado lejos, que alterarán decisivamente muy diversas coordenadas de la música popular española.

(Publicado en Gran Enciclopedia de España Tomo XIV -Migración-Nápoles-, Barcelona, Gran Enciclopedia de España S. A., 1999, pp. 6949-6950).                                                            

                                           

IMÁGENES

1-Cabaret Le Chat Noir (1908)

2-Consuelo Vello «La Fornarina» (h. 1905)

3-Gramófono

4-Celia Gámez. Cancionero (h. 1933)

5-Concha Piquer. Cartel para el film «El negro que tenía el alma blanca«, film de Benito Perojo (1927)

6-Partitura de «La gitanilla», primera grabación de Raquel Meller (1911)

7-Mary Paz con el maestro Quiroga (h. 1945)

Introducción a Mujeres de la escena (1900-1940), Madrid, SGAE, 1996.

Las imágenes que este libro nos muestra ofrecen una doble fascinación: la visual y la imaginaria. Respecto a la primera, esa explosión de colorido y, para nosotros, de pintoresquismo nos habla de un periodo en que la estética modernista o postmodernista con algunos atisbos de art-decó se confabulaba con reminiscencias raciales en un tiempo en que la palabra raza tenía connotaciones muy diferentes a las que hoy depara. El imperio de la lentejuela, del mantón, del catite, la madroñera y otros perifollos castizos se une al entonces pecaminoso cigarrillo -no olvidemos que un tango-cuplé como «Fumando espero» de Garzo y Viladomat estrenado por Ramoncita Rovira en 1923 hace referencia a un cigarrillo de cocaína-, a la mostración de morbideces que a la sazón tenían en el observador un efecto incomparable con el de hoy, a la gestualidad incitante de las poses… de modo que dichas imágenes vienen a ser un rico compendio de un periodo fronterizo en el que España asumía su tradición y su riqueza folklórica, hasta entonces prácticamente reducida a sus factores pero fuera de los circuitos culturales, al tiempo que se abría a la modernización de las costumbres y se permeabilizaba cada vez más a las influencias exteriores.

La historia de la canción popular española se confunde con la del teatro hasta que -con el albor del siglo- comienza a independizarse. Es el nacimiento de la canción unipersonal. Esta ya no debe estar inscrita en un espectáculo teatral sino que una artista -en los comienzos siempre femenina- sube a un escenario para interpretar unas cuantas composiciones.

A esta modalidad inaugural de la canción popular en España ya desgajada del teatro se le llamará cuplé -con notoria impropiedad, ya que el término francés designa otra cosa- y evolucionará durante un tercio de siglo hasta llegar al umbral de la canción concebida como industria. A partir de entonces, otras denominaciones igualmente equívocas como copla, canción española o tonadilla, desplazarán definitivamente al cuplé de la actualidad.

El cuplé, por otro lado, y como pueden verificar letras y partituras, está totalmente imbricado en la vida cotidiana y, al contrario de lo que sucede en la mayor parte de la canción actual, en él podemos encontrar continuas referencias a los acontecimientos mayores y menores de su tiempo: revolución rusa, sindicalismo, guerra de Marruecos, inventos, modas, emancipación femenina, deporte, etc., aunque, como es natural, no falte un aluvión de letras incontestablemente estúpidas o convencionales.

Coincide, asimismo, con el advenimiento de la posibilidad de reproducir y divulgar el sonido grabado y, por tanto, con la democratización de la canción, la aparición de nuevos circuitos comerciales, nuevos públicos, nuevas actitudes estéticas y otras formas de decir.

Todos estos fenómenos no han sido apenas estudiados ni existe sino una bibliografía incipiente, aunque por muchas vías resurja un claro interés por la cuestión. La intrahistoria de este periodo fascinante en lo estético y lo social no es entendible sin la valoración de estos géneros.

La bibliografía disponible se reduce desde el punto de vista científico al estudio de Serge Salaün, El cuplé, Madrid, Espasa Calpe, 1990 y, desde la divulgación, a las obras de Carmen Brú Ripoll y Pilar Pérez Sanz, Máximo Díez de Quijano, Álvaro Retana, Osvaldo Sosa Cordero y Ángel Zúñiga. Como fuentes colaterales, desde hace unos años, viene aumentando la bibliografía, hasta hace poco escasa, en torno al teatro en sus géneros «menores».

En gran parte, el mundo de las varietés recoge una herencia francesa: revista, music-hall, can-can, bufos, couplet…, la misma comedia seguía teniendo una gran dependencia de las tendencias del país vecino hasta el punto de que en los treinta primeros años del siglo -y pese a la desmesurada producción de nuestros autores- siguen estrenándose numerosísimas adaptaciones de obras francesas. Nuestras primeras artistas famosas en el género, Rosario Guerrero y La Bella Otero, triunfaron antes en Francia y a las posteriores, especialmente La Fornarina pero llegando a la Raquel Meller de los años 20 y 30, hubo de ser París quien les diera el certificado de éxito. Canzonetas italianas, operetas vienesas, machichas, tangos, habaneras y otros muchos aires procedentes del Nuevo Continente constituían parte esencial del repertorio de estas artistas tanto en canto como en baile, pero allí estaban también la tonadilla, el pasodoble, el garrotín, el pasacalle, junto al mundo de los toros, de las majas, bandoleros, gitanos y toda la parafernalia magnificada por el seudorromanticismo. Es verdad que en los años 20 la influencia extranjera parece imponerse con la explosión del tango, introducido años antes, el fox, el shimmy, la java, el charlestón y otros ritmos pero en seguida es contrarrestada en los 30 con el éxito popular de la canción española -en gran parte aflamencada- cuyos intérpretes sustituirán al mito de la cupletista. En efecto, si en el primer cuarto de siglo son la Fornarina, la Bella Chelito, Pastora Imperio, Amalia Molina y otras cultivadoras del cuplé o similares las protagonistas, a partir de la tercera década los nombres claves en la canción y el imaginario popular (Concha Piquer, Imperio Argentina, Miguel de Molina, Estrellita Castro, Angelillo…) van a ser quienes sustituyan a aquéllas en el éxito. Nótese que la primera y otras que van a seguir en candelero como Raquel Meller, Mercedes Serós, Ofelia de Aragón, etc. evolucionan desde el cuplé hacia ritmos más nacionales.

Las varietés y algo después la opereta -que triunfará a partir de la segunda década y para la que sí hacían falta condiciones de belleza, figura, canto y baile no absolutamente precisas en las modalidades anteriores- se convertirán en un escaparate de las obsesiones del país y en una distracción que irá desplazando en el gusto del público al triunfante género chico. El primer atisbo de esta transformación corresponde a la actuación de Augusta Berges, introductora del cuplé en el Teatro Madrid, luego Barbieri, durante el año 1893. La Berges popularizó, con música de polka italiana, La pulga que sirvió de referencia y emblema del género y fue el leit-motiv de diversas obras, entre ellas El género ínfimo de los Quintero. Su sola mención sumió en descarnadas rijosidades al menos a un par de generaciones y fue pieza clave en el repertorio de muchas de las estrellas del mundo frívolo, entre las que debe citarse a la Bella Chelito y Raquel Meller cuando, en sus inicios, se hacía llamar la Bella Raquel.

En este batiburrillo tienen también una muy importante presencia las bailarinas. No olvidemos que el baile femenino tiene una tradición mucho más antigua que la canción que, al fin, proviene de los finales del siglo aunque la historia del baile en España esté por hacer y la tarea no resulte nada sencilla. Junto a la pléyade de bailarinas españolas, entre las que destacan por derecho propio la gitana Pastora Imperio -que también cantó, aunque mal- y Antonia Mercé, la Argentina , para muchos la mejor bailarina del siglo, están las eclécticas como La Argentinita y Laura de Santelmo o Tórtola Valencia, verdadero compendio de modernismo y vanguardia. Cualquiera de ellas ocupa un lugar privilegiado en la tradición y transmisión de este arte.

La historia de la indumentaria tiene también en estas imágenes una importante referencia. Ya la Bella Otero combinó en sus atuendos desde los trajes Segundo Imperio a las deshabillés pero en la primera década el traje de la artista de varietés tiene un claro modelo con traje descotado, falda acampanada hasta algo más abajo de las rodillas, medias caladas y adornos, preferentemente de mantón y lentejuelas, sin que falten volantes y sobaqueras. A menudo se cubre de montera, catite o sombrero cordobés. También es frecuente la vestimenta masculina, sobre todo de carácter andaluz, taurino o militar. La Goya introduce en 1911 la moda de cambiar de atuendo según la letra o espíritu de la canción y a esta tendencia se suma inmediatamente Raquel Meller con éxito inigualable lo que depara una mayor libertad y variedad en los atuendos, hecho que coincide con el final de la tendencia sicalíptica en los escenarios. El mismo 1911 aparece la falda-pantalón y, naturalmente, serán las artistas quienes la popularicen con el consabido escándalo de gacetilleros, menestrales y vecindonas. De cualquier modo, a partir de entonces, y sin que se modifique la espectacularidad, los trajes serán mucho más variados. Y no olvidemos la importancia que el público español siempre ha dado a la riqueza de la vestimenta del artista, que ellos mismos muchas veces vinculan a su competencia profesional. En los años 30 con el auge de la revista musical y la asimilación de influencias extranjeras la espectacularidad de trajes y escenografías será parte fundamental de los espectáculos, aunque el siglo XX ya había representado un claro avance respecto al anterior en el lujo y calidad de escenografía, teloncillos y hasta algunos lugares de espectáculo. Es verdad que las varietés estuvieron en principio confinadas a los cafés cantantes y teatruchos, como el llamado Madrid de la calle Primavera (luego Barbieri), pero la apertura de varios coquetos locales en la calle de Alcalá como el Salón Japonés y el Salón Rouge o el Salón Bleu en la calle de la Montera dieron lugar al paso de las variedades a otros más lujosos como el Salón Regio en Madrid o, sobre todo, Eldorado de Barcelona.

Todo ello tiene que ver con lo que se llamó, a partir de dicha fecha de 1911, «dignificación» del género vinculado, entre otras cosas, con el sueldo cada vez mayor de las cupletistas en detrimento de las actrices . De hecho muchas se pasaron al género hasta entonces tildado de ínfimo Por otro lado, las giras de muchas de ellas por los países sudamericanos e, incluso, por Europa les proporcionaron ingresos desmesurados. También la popularización del sonido grabado tuvo que ver con el estrellato de las más dotadas o de mejor repertorio. Todo ello junto a la aludida fascinación de los intelectuales y el consenso social que sitúa a la cupletista de éxito como la atracción máxima tuvo que ver con la famosa dudosa dignificación que, desde otras perspectivas, aparecería más problemática.

Gran cantidad de estas fotografías son tarjetas postales. El fenómeno del coleccionismo postal fue importantísimo, especialmente, en la primera década del siglo. De otro modo, sería impensable la cantidad de postales primiseculares que todavía circulan pese a ser material más bien fungible o desechable. La gente, en un tiempo que el teléfono era muy minoritario y el correo funcionaba mucho mejor que hoy, se citaba en la misma ciudad a través de tarjetas postales. También, se escribía mucho más, se felicitaba mucho más y se utilizaba el mensaje escrito para cualquier cosa. Muchas veces ni siquiera había que comunicar nada. Simplemente se intercambiaban postales por correo, a fuer de coleccionismo. Además de las vistas de ciudades, las postales de artistas eran con mucho las más populares. Hecho normal en un tiempo en que teatro, toros y varietés surtían de famosos a su tiempo. No son, sin embargo, frecuentes las postales de toreros, tal vez porque un atavismo vinculado a la presunta masculinidad de la profesión hacía que la ostentosa exhibición de su figura no fuera habitual. Las artistas, en cambio, aparecen en las portadas de las revistas de información más leídas como Blanco y Negro, Mundo Nuevo o Mundo Gráfico, en los almanaques, cromos, cajas de cerillas, etiquetas de las botellas de anís y, por supuesto, en las postales con mayor frecuencia que cualesquier otro personaje. Ahí estaba la demanda del público y, así, más o menos conscientemente, fue habitual la unión sentimental entre artista y torero: Pastora Imperio-El Gallo, Concha Piquer-Antonio Márquez, Paquita Escribano-Gitanillo de Ricla, Dora la Cordobesita-Chicuelo, Laura Pinillos-Cagancho Soledad Miralles-Carnicerito de Málaga, Adelita Lulú-Joselito, Carmen Ruiz Moragas-Rodolfo Gaona, Blanquita Suárez-Pacorro, Niño de La Palma-Consuelo Reyes y un largo etcétera que hasta tiene reminiscencias en la sobada actualidad. El magnífico Eugenio Noel, que tan bien conoció estos ambientes, tiene páginas e interpretaciones excepcionales de este mundo que él englobaba bajo el marbete de flamenquismo. En él está también la mezcla de modernidad y tremendismo hispánico que informaban este universo en el que convivían los lastres de la España negra con la modernidad en eclosión .

Las propias biografías de las artistas son un buen ejemplo de este aserto. La Bella Otero, hija de una mendiga soltera antes de ser el mito erótico del nacimiento de siglo y coleccionista de reyes en su lecho, había sido violada y casi muerta por un pastor en los montes de su Galicia natal, después azotada sistemáticamente por las monjas en el centro en el que la recluyeron tras su «pecado» hasta que pudo escapar. La Fornarina, lavandera, cantonera durante su adolescencia en los soportales de la Plaza Mayor y modistilla en un taller tapadera de burdel lujoso, antes de impresionar al Madrid frívolo con su aparición en mallas presentada en una bandeja como esclava de El pachá Bum-Bum, apropósito adaptado del francés precisamente, y estrenado en abril de 1902. Su prematura muerte en 1915, a consecuencia de un fibroma en los ovarios complicado con varios quistes malignos, parece que estuvo relacionada con algún zancocho ocasionado por un aborto provocado en su juventud. A Raquel Meller, antes de sus veinticinco años de éxito triunfal, le conocemos un hijo que abandonó en manos ajenas antes de quedar estéril, tal vez también a consecuencia de alguna operación similar a la de Consuelo Vello, La Fornarina. Varias cupletistas fueron asesinadas, alguna de ellas en la escena, como la bailarina Teresita Conesa. La Bella Chelito era prostituida por su madre en sus tiempos de éxito antes de convertirse en algo así como dama de catequesis, según sabía todo Madrid, hecho que inspiró a Joaquín Belda su muy reeditada La Coquito. A Pastora Imperio le rugía el sobaco estentóreamente, al menos en sus primeros tiempos, según se encargó de divulgar el malévolo Retana en El crepúsculo de las diosas… El anecdotario sería interminable y es una buena muestra de cómo el país seguía sumido en esperpentismos y truculencias. De hecho, el mundo del cuplé, pese a todo lo que tenía de protagonismo de la mujer y acceso de ésta a ámbitos antes vedados, tuvo una estrecha relación con la prostitución . Las artistas en sus primeros pasos habían de someterse a las típicas horcas caudinas de empresarios, agentes y protectores, cuando no eran ellas quienes utilizaban su estatus de artista para obtener un mayor cachet en la actividad venusiana. Bastantes de ellas que alcanzaron el éxito, como la propia Carolina Otero, la Chelito, Preciosilla y tantas otras, lo utilizaron para enriquecerse desmesuradamente con las dádivas de sus amantes o clientes. No olvidemos tampoco que un rey tan pinturero como Alfonso XIII es posible que fuera iniciado sexualmente por la Chelito, fue amante durante muchos años de Julia Fons y accedió ocasionalmente a otras. Incluso tuvo hijos con la actriz Carmen Ruiz Moragas. Barro y esplendor estuvieron en este país habitualmente muy cercanos.

Junto a esto, el mundo de la inteligencia encontró en la fascinación por el género un recurso de vinculación a la modernidad que excedía la mera moda. El prejuicio contra los géneros menores, proveniente de la mentalidad neoclásica fue arrumbado por modernistas, casticistas, bohemios y acólitos. Por memorias de la época, como las de Ricardo Baroja o Cansinos Assens, sabemos de la muy frecuente asistencia de intelectuales a estos espectáculos. Valle-Inclán, Gómez de la Serna, los Quintero, Rusiñol, Ángel Guimerá, Manuel Machado, Álvaro Retana, Gómez Carrillo, Eugenio Noel, Hoyos y Vinent o Tomás Borrás -que hasta llegó a casarse y enviudar de una de ellas, La Goya- se contaron entre los adictos. También Gómez Carrillo matrimonió con Raquel Meller aunque durase poco la sociedad. A ésta, indiscutible reina del género, los intelectuales novecentistas la convirtieron en una musa de lo «popular-exquisito», precisamente, por lo que tenía de frontera entre lo aristocrático y lo plebeyo en una época en que, como en la actualidad, la misma dinámica de los acontecimientos propiciaba un rescate de figuras y elementos que habían estado proscritos por razones poco convincentes. La pureza había dejado de morar en el Olimpo y vanguardista, casticistas y eclécticos la rastreaban en la vida cotidiana.

Todo ello propició la recogida de velas de los gacetilleros que, tras varios lustros de no ver en estos géneros «menores» más que espantos para la moral, empezaron a encontrar algún arte donde el pueblo ya había dictaminado su existencia. Así se explica que, tras varios lustros de vejámenes, a partir de 1910, el progresivo alejamiento de la sicalipsis, la popularización del sonido grabado, que propició el estrellato de las más dotadas o de mejor repertorio, el éxito de muchas de ellas en los países sudamericanos e, incluso, en Europa y la aludida fascinación de los cultos que las cortejaron, glosaron, invitaron a sus saraos y, como se dijo, incluso hasta el altar, lo mismo que toreros, empresarios y actores -profesiones, a la sazón, prestigiosas- produjeran un consenso social que situaba a la cupletista de éxito como la atracción máxima y así se constata en el periodismo, la literatura y hasta el cine de la época. Cine que, años después, contribuiría decisivamente a la decadencia de las variedades, junto al furor por el fútbol, el boxeo, el tango y la canción española.

Así, la canción consolidó sus vinculaciones con la literatura popular y culta y su incidencia en la conformación de una sensibilidad que culminará con la progresiva transformación del género a partir de la mitad de la década de los veinte con sus consiguientes repercusiones en el público, la estética, la valoración pública y privada de la sexualidad y el desarrollo del mundo del espectáculo (cine, revista musical, canción española…).

Fueron las tarjetas postales, la publicidad, la prensa de la época, el disco, la radio, a partir de 1923, y en mucha menor proporción el cine los medios de popularización de estas artistas pero también en gran medida, las actuaciones en directo y el boca a boca. Ya se ha hablado de cómo los tres primeros las tuvieron como protagonistas. El disco aparece en España en diciembre de 1889 y aunque en principio, como los precedentes cilindros, está restringido a la burguesía y a los espectáculos o establecimientos públicos la novedad del medio contribuye en gran manera a la difusión de las cantantes. En la primera década del siglo hay ya discos con los cantables de las obras del género ínfimo más populares (Enseñanza Libre -1901-, La gatita blanca -1905-, El arte de ser bonita -1905-, La alegre trompetería -1907- Las bribonas -1908-…) y en 1911 Preciosilla, Paquita Escribano y Resurrección Quijano graban los primeros cuplés independientes, género que al menos durante unos 30 años ocupará un gran protagonismo en la discografía . La radio, que aparece en España en 1923 también contribuye a la difusión de estas artistas tanto emitiendo sus discos como a través de las actuaciones en directo de las más importantes, fenómeno habitual en la radiodifusión hasta entrados los años cincuenta. Otros elementos difusores son la pianola, el organillo y las partituras. Para las primeras se editaban rollos en papel pautado y los catálogos demuestran que las artistas del cuplé se encuentran entre las más editadas; los organillos también difundieron los éxitos más populares por las calles españolas y la edición de partituras -muchas de ellas de gran belleza gráfica y, frecuentemente, con el retrato de la artista en la carátula- fue muy abundante en un tiempo en que los pianos estaban mucho más extendidos que hoy entre las clases medias y altas.

El cine, a pesar de su mudez, fue también un medio popularizador de las cantantes. Raquel Meller e Imperio Argentina fueron las dos artistas más importantes e internacionales de la cinematografía española en la época. Otras artistas que intervinieron en filmes de la época fueron Pastora Imperio que en 1914 rodó bajo la dirección de José Togores, La danza fatal y en 1917 Gitana cañí de Armando Pou. Como Raqueo Meller e Imperio Argentina, también rodaría otras películas en la época del sonoro. El valenciano José María Codina dirigió a Tórtola Valencia en dos películas de 1915: Pacto de lágrimas y Pasionaria. La jiennense Custodia Romero, apelada «La Venus de bronce» por su morena y escultural belleza rodó con José Buchs La medalla del torero (1924) e Isabel Solís, reina de Granada (1931), basada en una obra de Emilio Castelar. Benito Perojo dirigió a Conchita Piquer, que también intervino en el cine sonoro, en la adaptación de El negro que tenía el alma blanca (1927), basada en la exitosa novela de Alberto Insúa y La bodega (1929). Otras cantantes del género como Estrellita Castro y Antoñita Colomé tuvieron destacada intervención en la cinematografía de los años treinta.


La figura de Álvaro Retana fue crucial en este contexto. Por su larga dedicación al género en su calidad de letrista, compositor, escenógrafo, figurinista, biógrafo, escritor y, por tanto, íntimo conocedor de los entresijos del mundillo. De hecho sus publicaciones siguen siendo imprescindibles para penetrar en él, más cuando la bibliografía sobre el género sigue siendo mínima, tanto por los aludidos prejuicios como por el hecho de que los cuarenta años de dictadura favorecieron muy poco el rescate de este universo cercano a lo pecaminoso.

Ningún otro personaje tuvo un protagonismo tan constante y variopinto en la pequeña historia de la erotografía española de esta época como Álvaro Retana. Su labor no se limitó a la escritura de narraciones con un trasfondo erótico, a la actividad periodística en el mismo sentido y a la disquisición crítica de los novelistas atrevidos de su tiempo, sino que incidió en el campo del arte frívolo como autor de letra y música de cuplés y libretos, figurinista y escenógrafo en el terreno de las varietés y, sobre todo, hombre de mundo, frecuentador tanto de bajas academias como de altos salones y tenido -muy a su gusto, ya que él fue su mejor publicista- como el transgresor por antonomasia de esta nueva sociabilidad, impensable en la España anterior al albor del siglo.

Autores como Lily Litvak o Serge Salaün , entre otros, se han ocupado de establecer las pautas culturales a través de las que el erotismo llega a ocupar en España ese lugar crucial e incide tan fundamentalmente en el cambio de costumbres que se operó en este primer tercio de siglo. Álvaro Retana, pese a su larga vida y a su reaparición en los años 50 con el nuevo auge del cuplé y la publicación durante los 60 de sus dos libros básicos para conocer ese mundo frívolo de las varietés, el music-hall, la sicalipsis y las lentejuelas , ha sido, sin embargo, un personaje olvidado en lo que no ha debido influir poco, en primer lugar su fama equívoca de bisexual y libertino, después su estancia en los penales franquistas y, finalmente, su reaparición extemporánea en una época en la que predominaban otras solicitaciones. Sólo, recientemente, una publicación sexológica le dedicó un número doble y un conocido polígrafo, una mediocre novela cuyo protagonista es un trasunto de nuestro personaje.

Hijo de Wenceslao Emilio Retana y Gamboa y de Adela Ramírez de Arellano y Fortuny, Álvaro nació en alta mar frente a las costas de Ceylán el 26 de Agosto de 1890 . Llegado a sus seis meses a Madrid, estudió en el Colegio Clásico Español de la calle Serrano y frecuentó la muy lucida biblioteca paterna sin que ello le impidiera pertenecer a diversas claqués de salones del género ínfimo en donde se cimentó su conocimiento del género y se despertó su primera fascinación: Consuelo Vello, la Fornarina. Instado por su padre, ganó oposición al Tribunal de Cuentas, donde, con diversas interrupciones, trabajaría toda su vida.

Su actividad como escritor se inició a los 13 años en el periódico escolar Iris con colaboraciones ilustradas por su íntimo amigo de siempre, el famoso figurinista y dibujante Pepito Zamora, personaje también de varias de sus novelas. A los 18 años colaboró con el seudónimo de César Maroto en El Diario de Huesca y en 1911 publicó en El Heraldo de Madrid varios artículos con el seudónimo de Claudine Regnier, que levantaron un serio revuelo y que daban muestra de su nunca desmentido atrevimiento y capacidad autopublicitaria. Entre las numerosas cartas que la presunta señorita francesa recibió de sus lectores se encontraba una de Aurora Mañanós Jauffret, La Goya, que se preparaba para su debut en el Trianon Palace y cuya actuación revolucionó y marcó un nuevo rumbo al mundo de las variedades. Álvaro comenzó desde entonces a escribirle letras, actividad en la que prosiguió siempre, constando alrededor de mil producciones suyas en el registro de la Sociedad de Autores.

A partir de entonces, su nombre fue frecuentísimo en gran número de las publicaciones de la época, actividad que su enorme capacidad de trabajo le permitió alternar con la escritura de más de cien obras -su primer libro Rosas de juventud, data de 1913-, su aludida labor de figurinista, escenógrafo, autor de libretos y, hasta, actor de teatro y cine , sin abandonar por ello su vida disipada que, si por un lado le acarreó fama de ser amoral y escandaloso, por otro le proporcionó una popularidad que llevó su fotografía desde las publicaciones más difundidas de la época hasta las tarjetas postales en el periodo de máximo esplendor de éstas. Incluso salió un coñac con la marca de su apellido, según cuenta en varias ocasiones .

En 1917 se inició en la novela erótica con Al borde del pecado a la que siguió Carne de tablado, que le proporcionó ya una gran notoriedad, que proseguiría durante muchos años y que, como se dijo, él supo administrar e incrementar. A raíz de un comentario de Missia Darnyis en un semanario francés (1922), donde le calificaba como «el novelista más guapo del mundo», Retana firmó muchas veces con tal remoquete y se complacía en sus prólogos, declaraciones y entrevistas en sembrar el desconcierto con afirmaciones sobre su vida disipada de lujo y placeres, lo descomunal de sus ingresos y lo atrevido de sus acciones y amistades. En otras ocasiones tomaba la senda contraria y asombraba con manifestaciones llenas de conservadurismo y protestas de pudibundez .

Su línea dentro de la novela erótica se caracterizó por una desenfadada frivolidad, lejos de los trascendentalismos de su amigo de correrías, Antonio de Hoyos y Vinent, por la aparición habitual de la bisexualidad y por una aguda ironía que quitaba cierto hierro a muchos de sus argumentos. No obstante, ello no le libró de su primer proceso judicial en 1921, al que siguieron otros durante la década, llegando a estar encarcelado durante unos días en 1926 por su novela El tonto y en 1928 por la publicación de Un nieto de Don Juan . A raíz de su libertad, abjuró de su dedicación y tomó el seudónimo de Carlos Fortuny con el que también alcanzó una alta popularidad como autor y articulista durante los años finales de la Dictadura y la República.

Al estallar la guerra fue incautada su finca de Torrejón de Ardoz, declarado «desafecto a la República» y depurado en el Tribunal de Cuentas. Retana se preocupó de buscar apoyos y recomendaciones, logrando su reincorporación. Pero estas relaciones resultaron fatales para él al vencimiento de la contienda. En efecto, y según testimonio del propio escritor, por inducción del Marqués de Portazgo, personaje del que Retana conocía episodios poco ejemplares moralmente que le hubieran podido dañar dado el nuevo rumbo de los acontecimientos, fue detenido. Su nueva casa fue otra vez saqueada y él condenado a muerte en juicio sumarísimo el 17 de Mayo de 1939. La acusación más grave se basaba en la posesión de numerosos objetos de culto , a juicio de la acusación robados, y utilizados con escarnio y sacrílegamente. Parece que ante la acusación del fiscal de que gustaba beber semen de adolescentes en un copón de culto, el aplomo y cínico sentido del humor de Retana le llevó a contestar, «Señor, prefiero siempre tomarlo directamente». Tras ser varias veces aplazada su ejecución y, finalmente, conmutada por 30 años de prisión, tras un calvario por varias cárceles y penales en los que no dejó de escribir ni de conservar un envidiable sentido del humor, le fue concedida la libertad condicional en 1944 y, aunque vuelto a encarcelar en 1945, fue definitivamente liberado el 23 de junio de 1948. Tras numerosísimas gestiones personales, cartas y escritos de toda laya, fue poco a poco logrando retomar su actividad de escritor y hasta readmitido en 1957 en el Tribunal de Cuentas.

Vinieron unos años de recuperación de cierto protagonismo con el nuevo auge de las variedades, sobre todo a raíz del estreno de El último cuplé, con nuevas colaboraciones como letrista, comentarista de discos, agente artístico y escritor, lo que dio origen, entre otras muchas, a las dos obras fundamentales sobre el mundo del cuplé y las variedades citadas en la nota 17, a la que habría que añadir el material inédito que en este volumen se publica. Pero fueron las últimas boqueadas ya que Álvaro moría el 11 de Febrero de 1970, un tanto olvidado, siendo enterrado en Torrejón de Ardoz y dejando como heredero en su testamento -en el que hace un ajuste de cuentas con el general Franco- a su único hijo, Alfonso, habido de su relación extramatrimonial con la cantante Luisa de Lerma.