Posts etiquetados ‘Indumentaria’

Publicado en Revista de Folklore (Fundación Joaquín Díaz) nº 475, septiembre 2021, pp. 4-17.

«En el siglo XVIII, que es el siglo tonadillero español, es cuando a aquel ritmo primitivo y guerrero, celtibérico, sin duda (nada de sarraceno ni morisco), hay muy pocos que empiezan a llamar al baile «fandango de jota» y «canario» por sugerir en sus movimientos rápidos e inquietos el revuelo de tal pajarillo. No hay que confundir, ni falsear, como se ha hecho desde finales del siglo XVIII, «jota» (además, canción) con variaciones y arreglos de jota, tomando en eco a Gaspar Sanz o a Ruiz de Samaniego ¡cuidado que eso no es la jota! sino sólo halago muy posterior que sólo en halago queda. La jota que todo el mundo conoce y como la conoce es propiamente del Siglo XIX y la copla o canción, poco menos del tiempo isabelino. Ritmo de Jota (baile) y después canción acoplada, existe por todas las regiones de España y fuera de España hasta donde quiso llevarla el viento desde que se soltó de  nuestra tierra campesina y sus gentes baturras».

(Gil Comín Gargallo, «Folklore, baile y canción de jota», El Noticiero, 17 octubre 1971).

Envuelve al origen de la jota aragonesa el mismo misterio que recubre al flamenco. Ni una noticia (literaria o visual) sobre su especificidad antes del siglo XIX. En la primera mitad de este aparecen datos aislados acerca de su presencia en diversos escenarios. Y, hacia 1850,  ya ambos géneros parecen conformados y tenemos hasta nombres de sus primeros cultivadores. Luego, lo por todos conocido: su triunfo, su identificación con lo racial y tipológicamente español aunque ya con muy diversa evolución, percepción y recepción por parte de los respectivos géneros.

Aunque muy interesante, no es este último el asunto que quiero traer aquí sino el aporte de algunos datos, que no aclararán mucho ni proporcionarán ninguna respuesta pero tal vez sirvan para conformar una primera tentativa de banco de datos, que investigadores posteriores y con mayores conocimientos y fuerzas, tal vez incrementen y contribuyan a darle mayor sentido.

Olvidemos de momento al flamenco[1] aunque la pregunta inicial que habría que hacerse respecto a la jota aragonesa le vendría igualmente al pelo: ¿Cómo puede surgir de la nada y en la entraña rural del propio pueblo, un baile y un canto de tanta singularidad, personalidad y peso específico? ¿La diferencia de la jota aragonesa con la jota de otras regiones españolas, escasa musicalmente pero muy notable estéticamente, se produjo en el siglo XIX y como de improviso? Aunque esto sea más controvertible, el arraigo que, desde que advienen las primeras noticias, parece sentir el hombre del pueblo aragonés[2] hacia ella ¿no nos habla de un entrañamiento que no puede provenir de hechos históricos aunque sean tan importantes como la pérdida de los fueros o la Guerra de la Independencia?

Las preguntas no tienen respuesta y sabemos que, de momento, no se ha podido probar nada respecto a lo que muchos han glosado: que la jota estuviese presente en los Sitios de Zaragoza. Las noticias que nos proporciona Demetrio Galán Bergua en su monumental El libro de la jota aragonesa, son una leyenda, de nulo valor histórico, y dos referencias, que no fecha pero que están recogidas, respectivamente, de dos folletos de 24 y 48 páginas publicados, el primero en 1865, por parte de un joven que no pudo conocer Los Sitios sino por referencias y el segundo, en 1907, por un anónimo «amante de su Patria»[3].  Escaso bagaje pudo aportar, pues, quien tan ardua y largamente, aunque ayudado por varios conmilitones, que hasta redactaron parte del libro, se dedicó a estas indagaciones. Y lo cierto es que, en sus exhaustivos anales, Casamayor[4] no hace referencia a la jota. Lo que, evidentemente, tampoco demuestra nada.

Hasta ahora, para la primera mención fehaciente y documentada, había que remontarse a 1820, con motivo de la estancia en Zaragoza de Fernando VII y su mujer, Josefa Amalia de Sajonia. Para honrar a los monarcas, se juntaron los voluntarios realistas “con varios jefes de los valientes defensores de la Soberanía de Rey Nuestro Señor y, obteniendo su permiso, comparecieron entre ocho y nueve de aquella noche en la Plaza de la Seo, frente a palacio, vestidos graciosamente a la usanza del país, alumbrados con crecido número de hachas de cera y acompañados de la excelente música militar del referido cuerpo de Voluntarios, la cual tocaba diferentes piezas del mejor gusto”.

Sabemos que la rondalla interpretó, entre otras estas dos jotas:

Realistas voluntarios,
hoy salimos a rondar
al rey y a su amada esposa
con gozo y sinceridad

Amor dicta los conceptos
la sencillez los adorna,
a nuestros reyes agrada
mira si vale la jota
.

Pero ahora ya conocemos que en Caspe y diez años antes, concretamente el 3 de julio de 1810, visita la población el Gobernador General de Aragón Louis Suchet, de paso para Tortosa y se hospeda en ella durante tres jornadas.  Por la noche, una rondalla de jóvenes labradores se presentó frente a la casa donde moraba “con tres violines, dos guitarras, hierros y sonajas. Cantaron sus jácaras al estilo del país (jotas) siendo lo más gracioso que las canciones fueron compuestas por uno de ellos, poeta tan natural, como que apenas sabe leer” reza La Gaceta de Zaragoza (8-7-1810)[5], que reproduce alguna de las coplas, no muy compatibles con la actitud que se suele glosar de los aragoneses hacia los invasores:

Viva Napoleón augusto
viva con gloria inmortal;
viva el mayor de los héroes,
y luego nos dé la paz.

Viva Napoleón el grande
de la Europa vencedor;
la emperatriz viva; y viva
el que gobierna Aragón.

Una gracia, señor conde,
pedimos a vuecelencia
y es, que si va a Cataluña,
nos deje aquí a la condesa.

Nosotros la cuidaremos
con la más fina terneza
y jamás permitiremos
que cosa mala le venga.

Esta villa. señor conde,
puesta a los pies de vuecencia,
le desea un niño hermoso
que herede sus nobles prendas.

 Cualquiera reconocerá, especialmente en el último verso de la segunda copla, la mezcla de retórica y expresividad popular que sólo el tiempo irá decantando hacia el estilo característico con el que llegó a conformarse la copla aragonesa.

La jota en el teatro

Sin embargo, la mayor parte de las referencias que encontramos acerca de la jota aragonesa nos las ofrecen los periódicos de la época y acostumbran a referirse a la representación de la misma en obras de teatro, pues pocas referencias tenemos de su aparición en tales fechas fuera de estos contextos[6]. Así, en 1827 se baila en el Teatro de la Cruz, al final de una representación de Lorenza la de Estercuel, una obra de Tirso de Molina[7]. En 1829 se canta en el Teatro del Príncipe la “graciosa y brillante jota nueva aragonesa” de la comedia La pata de cabra, arreglada para piano y guitarra[8]. Esta obra de magia[9], original de Juan Grimaldi y famosísima en su tiempo, incluía la jota antedicha cuya partitura se anuncia profusamente en los diarios de la época.

Las coplas[10] del texto:

Envidia tiene la luna
 a las estrellas y al sol
 a los ojos hechiceros
de la hermosa Leonor.

Dios del amor, tus cadenas
bendice mi corazón:
¿qué mucho si las arrastro
por la hermosa Leonor?

Cupido huyo de Citeres
a los valles de Aragón
al brillar la dulce aurora
de la hermosa Leonor.

Así la jota es un complemento del espectáculo teatral y las menciones sobre su baile al final o en los intermedios de los espectáculos va a ser habitual, durante los lustros venideros. Un dato interesante lo encontramos en septiembre de 1831 cuando se registra una rondalla que acompaña a los bailadores en el madrileño Teatro del Príncipe, lo que se repite en mayo de 1834 pero ahora con el comentario de que se trata de “la famosa rondalla aragonesa, que tanto agradó dos años hace, y no ha vuelto a ejecutarse desde entonces; se bailará al son de instrumentos y cantares del país”.

En 1835 se vendían a dos reales partituras para guitarra de jota aragonesa y, en octubre, se estrena en el Teatro de la Cruz, El plan de un drama o La conspiración de Bretón de los Herreros, en la que se canta “una jota aragonesa escrita para esta función”. De modo que, en dicho año, La Revista Española, ya puede señalar que  “la jota aragonesa hace furor en la corte”, pero seguimos sin tener muestras fehacientes de aquello en qué consistía esta jota.

Sabemos que la misma moda había entrado en los teatros de Hispanoamérica, donde ya en 1828, el tenor madrileño Pablo Mariano Rosquellas (1784-1859), llegado a Buenos Aires cinco años antes, “cantó en vasco, en francés, en castellano, en italiano y en portugués, ópera, opereta, gallegadas, malagueñas y jotas”. En 1836 el bonaerense Diario de la tarde anunciaba que, al final de una función teatral, se daría “el escogido sainete nuevo que se introducirá con el canto de la jota aragonesa”.

En el Uruguay la jota aparece en una obra teatral de 1837 y, en Méjico, siete años después, el pianista Bohrer interpretaría una composición propia basada en temas de jota y jaleo pero inmediatamente, y al igual que en España por tales calendas, empiezan a abundar las noticias sobre representaciones teatrales que incluyen la jota. Igualmente, aparece el baile propiamente dicho y, ya en 1846, un profesor ambulante de baile, José Cañete, ofrece sus lecciones a los habitantes de El Callao y, entre sus especialidades, figura la jota aragonesa.

En la vecina Francia, el 26 de abril de 1838, L’Independent da cuenta de que la primera representación del ballet Le Carnaval de Venise en el Teatro de la Ópera aburrió al público, con sus cinco horas de música y danza mientras que en la segunda, se hicieron algunas innovaciones como la inclusión de la Jota aragonesa “llena de vivacidad”, bailada por Mlle. Nathalie Fitz-James, “con toda la desenvoltura española que exige, pareció demasiado corta”. Unos días después, el mismo periódico reseña la actuación de Mlle. Virginie Kénebel en el Circo Olímpico delos Campos Elíseos, que bailaba la jota aragonesa, la cachucha y otras danzas ¡a  lomos de un caballo![11]

Volviendo a España, el 15 de abril de 1838, en el Semanario Pintoresco Español se escribe: “Últimamente, las varias provincias españolas, tan diversas en clima y costumbres, tienen cada una sus tonadas favoritas llenas de la más pura melodía y expresión verdadera de su carácter e inclinaciones respectivas: la jota aragonesa, las seguidillas manchegas, los zorcicos vascongados, las rondallas de Valencia…”

El adverbio “últimamente” da qué pensar. El mismo semanario publica meses después (6-IX-1840) un largo artículo sobre los aragoneses, “Usos y trajes nacionales”, con amplias referencia a jota y rondas. Su autor es el entonces joven historiador bilbilitano Vicente de la Fuente. Por su mucho interés, transcribiré los fragmentos más ilustrativos

  (…) lo que todavía conservan los aragoneses con más ahínco son sus rondas, a pesar de los esfuerzos que han hecho algunas autoridades para abolirlas; aunque es verdad que han decaído mucho y, lo mejor, que han perdido aquel carácter hostil, que en otro tiempo las hiciera formidables. Juntábanse antes cuatro ú (sic) cinco valentones con sus trabucos naranjeros  se repartían la custodia de las esquinas de la calle que escojían por teatro de estos arrojos barbari-amorosos; con lo cual les cuadraba perfectamente aquella coplilla que solían dar al viento:

                                                  Que bien paice un cuerpo güeno
plantaíco en una calle
diciendo con su traúco
“por aquí no pasa nadie”.

Ronda

 Y, frecuentemente, se salían con la suya y ni la justicia ni los alguaciles ni miñones eran suficientes para desalojarlos de sus inexpugnables esquinas, hasta que a ellos se les antojaba  largarse. A veces, retirándose a su casa un pacífico vecino llegaba a sus oídos un tremendo ¡atrás!, que detenía sus pasos; pero, al querer retroceder, sentía a sus espaldas el ¡quién vive! de la justicia, que le cortaba igualmente la retirada: entonces, acurrucándose en el hueco de una puerta para ser, bien a su pesar, espectador de la refriega, no le quedaba otro recurso que encomendarse a todos los santos del cielo para que le librasen de aquellos Scilas y Caribdis. Afortunadamente, este abuso ha desaparecido ya, pero no así el de apalearse cuando se encuentran dos rondas opuestas o dos amantes rivales bajo unas mismas ventanas, pues los aragoneses prefieren las vías de hecho a la palabrería impertinente de otras provincias y, al fin, esto de sacudirse el polvo sobre la marcha y en un acceso de cólera es más español que no los exóticos desafíos a sangre fría, con su obligado de padrinos, y billetes y el ridículo final de almuerzo en fonda. En Aragón, no, apenas han medido dos o tres contestaciones, siente el que ha replicado a un tiempo mismo un puñetazo y “mía que te pego”.

Worms_La guardia de la calle 1870

 En el día para las rondas se reúnen unos cuantos individuos que cantan y tañen a la vez, y forman su orquesta con un par de guitarras, guitarrillo o bandurria, yerrecillos y pandereta, aunque esto como es de suponer admite más o menos latitud: hay algunos que tocan la bandurria con mucho primor y lijereza de modo que sus sonidos agudísimos hacen en estos conciertos el efecto de un violín. Al oír pasar estas rondas a media noche y durante las apacibles penumbras del estío, no puede uno menos de incorporarse en la cama y da gustoso la incomodidad de haberlo dispertado por el placer de oír aquellas voces limpias y sonoras, que, acompañadas del suave sonido de las cuerdas, se pierden a lo lejos con singular vaguedad. Entonces, el desvelado observador, si está dotado de una imaginación viva y entusiasta, se cree transportado a oír las misteriosas serenatas de los árabes y, arrojándose de su lecho para ver pasar los embozados galanes, advierte, disipándose su romántica ilusión, que no son abencerrages y con turbantes y albornoces sino aragoneses con mantas y cacherulos.

  Algunas veces suelen dirigir a sus novias en tales ocasiones cuartetas o jotas compuestas por ellos mismos, pues los aragoneses suelen estar dotados de alguna facilidad para improvisar y mucha propensión para la música, como es fácil de observar por la gran cantidad de músicos aragoneses (en especial, vocales) que hay en las catedrales de España. En todas las de Aragón hay excelentes orquestas (capillas) y, también, aun en las colegiatas de las ciudades subalternas. Por lo que hace a las jotas, es tal la multitud de ellas que apenas habrá objeto sobre que no haya la suya, de modo que, con la mayor facilidad, estará una criada cantando todo el día y sin repetir una sola: a veces, no se les halla sentido alguno a estas cuartetas pero, en cambio otras, le tienen no muy inocente.

 Observa un escritor que, comúnmente, los pueblos más graves suelen tener la música y el baile sumamente alegres y cita en su apoyo los walses de los alemanes y las bailadas de otros varios pueblos, notables por la austeridad de sus costumbres. Esto mismo se puede observar en Aragón, pues sus jotas son de lo más alegre, tanto en el canto como en el baile, a pesar del carácter grave y serio de sus habitantes. Entre las diferentes jotas merece especial mención una titulada la jota al aire, en que después de haber bailado dos parejas, toman los bailables a sus compañeras por las cinturas y bailan sosteniéndolas en alto.

  En todos estos bailes las mujeres usan castañuelas, que en algunas partes llaman pulgarillas,y las saben repicar con mucha gracia.

(…) En otros pueblos están admitidos los calzones de lienzo pintados de achote amarillo y algunas otras variaciones que sería prolijo enumerar. Pero las prendas de equipo que pueden considerarse generales en todo Aragón, son tres cosas: las alpargatas, la manta y el sombrero, a manera de rodela.

(…) Por lo que hace a la manta que llevan al hombro, se puede considerar como el factotum de los aragoneses: ella es a la vez su capa, su cama, su asiento, su silla de montar, su costal, su mantel, en una palabra, su recurso universal.

  ¿Y qué diremos del enorme sombrerón o rodela que cubre el vértice de sus trasquiladas testas? Quitasol en el camino, paraguas en tiempo de lluvia, vaso de beber al pasar los arroyos, mesa durante la comida, mostrador para contar las cuadernas[12], almohadón para arrodillarse en la iglesia, mueble, en fin, aplicado a otros mil objetos, ¡qué más!, si se ha visto más de una vez una de estas rodelas transformadas en bacías de afeitar, metamorfosis que no le ocurriera al mismo narizotas de Ovidio.

 Discúlpese la extensión de la cita en atención a su antigüedad y su máximo interés, respecto a las rondas[13], los instrumentos, los bailes, los atuendos y la idiosincrasia aragonesa, tan reconocible, aun hoy en día. De aquí se pueden extraer desmentidos a numerosos tópicos que se han venido manteniendo sobre la jota, incluso por alguno de sus expertos.

En 1840 se puede decir que la jota está totalmente asentada en los espectáculos teatrales y en el mes de abril la tenemos, cantada y bailada, en el Liceo barcelonés, tras la ya citada pieza en un acto El plan de un drama. En enero de 1841, se baila la jota aragonesa en el intermedio de la comedia El mulato[14]. Se populariza entonces la llamada “Jota del Tururú” ”, del maestro Carnicer, que se pone de moda a finales de 1841 y se va a interpretar continuamente durante más de una temporada. La pieza había sido incluida en el drama Rivera o la fortuna en prisión, firmado por Rodríguez Rubí, Bretón de los Herreros y Gil de Zárate y estrenado en 1841[15]. En ella, Buitrago, uno de los protagonistas, pide a los bailarines que la interpreten. Una de ellos accede a su ruego y la introduce así:

Vaya la jota en el trage
que estila Calatayud.

(Los trages indianos de las parejas desaparecen y quedan vestidas al uso de Aragón; Dos parejas bailan; los demás tocan o cantan).

                     Jota

Morena, la de Longares,
ayer me robaste el alma
cuando te até en el ribazo
la cinta de la alpargata.
Tururururú, salerosa, morena,
tururururú, ¡qué bien haya tu pierna!

Si bailas, Juana, otra copla
con el majo de La Almunia,
he de hacer un vía crucis
en su cara y en la tuya.
Tururururú, ten cuidado, Juanilla;
Tururururú, ¡que te rompo la crisma!

Mira que es ancha la zequia
y te espones a un trabajo
si no la pasas conmigo
a las ancas de mi macho.
Tururururú, Madalena del alma;
Tururururú, ¡cómo te has puesto la saya!

Poco después, el primero de mayo, se anuncia de nuevo en el Teatro del Príncipe de Madrid la jota “a doce”, es decir, bailada por seis parejas. Durante toda la década siguiente se suele especificar si las jotas son bailadas a cuatro, seis, ocho o doce y hasta veinticuatro danzantes. En todo caso, su presencia, casi siempre como baile, en los escenarios es ya una moda, que, por cierto, suele suscitar comentarios muy favorables.

Del efecto que producía la jota en estas fechas podemos poner como ejemplo este párrafo, en el que se hace alusión a las coplas de carácter político que se cantaron en la plaza de la Constitución, con ocasión del manifiesto del general Linaje, amigo y secretario personal de Espartero, tan querido por los zaragozanos. Dicho general, llega a la ciudad, donde es recibido entusiásticamente por el pueblo. Las coplas surgen nada más aparecer el militar. El Eco de Aragón (28-III-1840) reseñó así este episodio: 

La música era la que llaman del país; es decir, la música popular en Aragón; pero tiene tanta gracia, de tal expresión al canto, atrae con un sentido tan penetrante y afectuoso que ni cansa, por continua que sea, ni puede haber hombre de gusto que para los cantares y fiestas del pueblo no la prefiera a la orquesta más completa. Mucho se celebra la jota aragonesa; en los teatros se toca y se baila en todo el reino; los poetas verdaderamente españoles le han consagrado sus versos y apenas hay función pública donde quiera en que los músicos, si el caso da lugar, no quieran hacer alarde de su habilidad y gracia con la jota aragonesa; pero hemos oído decir a españoles de gusto y no aragoneses que, por saber lo que es nuestra jota, debe oírse cantar y acompañar en la música del país, que es con la que llevaba la ronda de anoche.

No puede decirse que el eminente don Braulio Foz, propietario y redactor único de El Eco de Aragón, fuera un adversario de la música de su región.

Viajeros

 Si hacemos mención a los numerosos viajeros que, en estas calendas románticas, se acercaron, casi siempre de paso, por tierras aragonesas, encontramos también alguna nota significativa.  En 1836 el suizo Charles Didier se topó con las guerras carlistas pero también con una escena que lo conmovió en las cercanías de El Frasno:

Era un baile campestre. Músicos ambulantes pasaban por el camino tocando la guitarra, la gaita y el tamboril; algunas mozas, dispersas por el campo, se les juntaron; los mozos las habían seguido y el baile había comenzado en mitad de la carretera (…) la escena era encantadora, más encantadora aún por el contraste y lo imprevisto, y guardaré de ella un hondo recuerdo (…) pero la danza que tenía los honores de baile era la jota aragonesa; siempre se volvía a ella, pues es la danza nacional, y parecía bien, según la bailaban las guapas aragonesas. La jota es totalmente rústica pero muy entretenida y original[16].

En 1838 Gustave d’Alaux viaja por Aragón y veamos como, con algún tremendismo al final que confirmaría varias de las observaciones del texto de Vicente de la Fuente, describe el paso de una rondalla:

Primero sólo son estribillos caprichosamente enlazados con los que juega de vez en cuando el timbre cristalino de las bandurrias. Luego, el ritmo se hace más vivo; cada nota estalla, se rompe en millares de notas y esto se convierte en un diluvio de sonidos nítidos, agudos diamantinos, deslumbrantes en un chisporrotear de arpegios que centellean en los crescendos, mueren entre suspiros, vuelven a ascender arremolinándose en gamas desenfrenadas e inauditas, de una rapidez vertiginosa para extinguirse en un silencio tan inesperado como en el que acaban de apagarse las voces. Los cantadores continúan tras dos o tres pausas. Esta es la música nacional de los aragoneses, la jota aragonesa, popularizada en Francia por algunos teatros, pero cuyo efecto mágico e inefable sólo puede ser comprendido  de noche en las montañas o en el obscuro laberinto de una ciudad española. La jota, por la simplicidad de su ritmo, por las repeticiones que admite, se presta a la improvisación, y las improvisaciones no faltaron aquella noche; más de un solo lleno de osadía hizo enrojecer sucesivamente a las mujeres de la vecindad…

Reproduce a continuación unas coplas y, luego, una disputa con una ronda rival que termina en sangre[17] .

También, y durante el periodo 1838-1840, el conde Dembowski, de origen polaco, viaja por España, donde estuvo a punto de ser fusilado por una partida carlista, al decir su nacionalidad, ya que, al no reconocer como extranjeros más que a franceses e ingleses, supusieron que era un espía. Entrando por Urdós y Canfranc, llega a Ayerbe, localidad donde tiene ocasión de contemplar el baile de la jota:

Esta noche hemos tenido el divertidísimo espectáculo de un baile campestre. ¡Había que ver a estos ágiles campesinos aragoneses de talle cimbreante, de miradas tan apasionadas, cómo bailan la jota, mientras los guitarristas cantaban coplas de amor! El baile de la jota es tan alegre y el canto tan lleno de sal y originalidad que, si fuera médico, recetaría a mis enfermos aquejados por el spleen que vinieran a pasar el carnaval en Ayerbe…”[18].

 Inserta aquí seis coplas y cuenta a continuación como, ya en Zaragoza, se topa con un joven rondando a su amada y reproduce cinco coplas muy características; de ellas tres son “fieras” y una despedida. El guía les dice que hasta hace un par de años no hubieran podido pasar por la calle hasta que el cantador hubiera terminado pero desde que asumió la vigilancia la Guardia Nacional ya no se producen tales incidentes. Antes, cuando eran los alguaciles quienes trataban de impedir una reyerta, los grupos enfrentados iban por ellos.

Justin Cenac-Moncaut (1814-1871), que viajó por Aragón entre 1843 y 1861, se limita a observar: “la población no tiene otro canto que la jota”[19].

Estamos advirtiendo en las menciones de la jota que la zona más citada es la del valle del Jalón, tal vez porque constituye el paso natural entre Madrid y Zaragoza y parece normal que fuera lo más conocido por los viajeros. Otra curiosa alusión, desarrollada en la misma comarca, encontramos en el cuento “La venta de Aluenda y los arrieros” del vitoriano José María Andueza (1809-1865) publicado en el Semanario pintoresco español (26-XII-1841). La escena se desarrolla en una posada de La Almunia de Doña Godina:

(…) celebrábase a la sazón un famosísimo bureo, en honor de la fiesta de Nuestra Señora, que era aquel día y no ignoran Vmds. que todos los años concurre a dicha fiesta un inmenso gentío de los lugares comarcanos. El hecho es que las panderetas y las castañuelas sonaban a más no poder en el piso alto de la posada y la jota aragonesa, bailada lisa y llanamente como nos la dejaron nuestros padres, hacía en los estudiantes el mismo efecto que el agua bendita debe hacer en el alma del diablo (y Dios me perdona la comparación) cuando la toca con las puntas de sus pezuñas.

Etapa de popularización – Jota de Lahoz – Fusión de géneros

Ya hemos visto que, a pesar de lo que afirmó Gregorio García-Arista: “Lahoz fue el compositor de la jota más popular y el primero que la llevó al pentagrama”[20]a la Gran Jota de Lahoz la precedieron otras composiciones de las que se editaron sus partituras. De cualquier modo, el 11 de marzo de 1841 el Diario de Avisos anunciaba la venta de la partitura de la Gran Jota de Lahoz, “que se ha tocado por su autor, con extraordinario aplauso en las principales reuniones de esta corte”.  Su autor, Florencio Lahoz[21] (Alagón, Zaragoza) 11-V-1815 / Madrid, 25-IV-1868), había logrado prestigio en Madrid como compositor y profesor de piano. Su “Gran Jota aragonesa”, con 42 variaciones y 5 cantos, fue dedicada al que fuera su profesor, Pedro Albéniz, y logró gran popularidad, de modo que en 1848  escribió una segunda edición, ahora con 36 variaciones y 12 cantos. En la “Reseña histórica” que la acompaña es donde aparece la peregrina historia con el mito de Abén Jot, origen de la leyenda posterior:

Varias son las indagaciones que hemos hecho para averiguar el origen de este canto eminentemente popular y característico y, después de haber hojeado sin fruto a Zurita, Zayas, Dormer, Abarca y otros cronistas y escritores aragoneses, nos ha proporcionado un amigo la siguiente nota sacada de un libro, cuyo autor y materia no recuerda y que contiene la única noticia que nos ha sido dado adquirir acerca de un punto tan curioso (…) En el año 1469, un árabe llamado Aben-Yot compuso una música popular que empezó a hacerse cundir en el pueblo que la repetía con entusiasmo. El autor era valenciano…

Han sido muchos quienes han descalificado con justeza y justicia la famosa y absurda historia del moro valenciano, Abén Jot, refugiado en Calatayud, como inventor de la jota[22]. Lo hizo ya el 1 de agosto de 1895 Mariano de Cavia en su tan leída sección “Plato del día”, que publicaba en El Liberal: “O no hay leyendas en el mundo o esta es una de padre y muy señor mío”. Y lo harían también famosos músicos. Sin embargo, no se había dicho cuál es el origen del mito. Galán Bergua afirma que la primera vez que apareció en letras de molde fue de la mano del músico navarro afincado en Zaragoza y autor de El guitarrico, Agustín Pérez Soriano (1846-1907). Pero ya se ha visto que  sucedió muchos años atrás y cuando el navarro estaría abandonando el chupete.

Desde la nula fiabilidad de ese amigo con datos de un libro que no recuerda hasta la disparatada fecha, resulta incomprensible la atención que se le prestara a semejante cuento.

Al mismo tiempo que se va conformando un canon culto acerca de la jota aragonesa, aparece la hoy llamada fusión de géneros que en la música no tiene nada de moderna. Y mucho menos en la jota o en el flamenco. Una gacetilla del periódico madrileño El Gratis anuncia que la función de Nochebuena de 1842 terminará “con una miscelánea bailable de jota aragonesa y danza de cuákeros, por todas las parejas de baile y algunos otros individuos de la Compañía que tomarán parte en este divertimento”. Casi cinco años más tarde, El Genio de la Libertad (28-VIII-1847) da cuenta de la representación de La Verbena, obra que tiene como marco la festividad sevillana de San Juan y el tumulto callejero en que se desarrolla: “Más allá, otro grupo entona la jota aragonesa mezclada con la mencionada caña y un zorcico cuyos cantes son descifrados al mismo tiempo por la orquesta, ínterin otra pareja figura bailar el fandango (…) Entre la confusión de los cantos nacionales sobresale una jota aragonesa expresada por varios instrumentos, concluyendo con una brillante Coda…

No extrañará, por tanto, la alta cantidad de coplas idénticas que se han cantado y grabado por joteros y flamencos. Ni que en la primera etapa de la fonografía fueran numerosos los cantaores que grabaron jotas, entre los que se llevó la palma Antonio Pozo “Mochuelo” pero hubo muchos otros, como hubo joteros que se atrevieron con el cante, como el gran Cecilio Navarro. Incluso, estilos considerados netamente aragoneses, como la fiera y la mora, el citado García-Arista negaba que fueran aragoneses. Cosa que, vistas las variopintas opiniones de los grandes músicos sobre el origen de la jota, quizá ni el propio don Gregorio supiera. Una jotera tan auténtica como Pascuala Perié le pidió que la aconsejara sobre la pureza de los estilos, lo que García-Arista eludió. Tan escasamente seguro debía estar quien tanto pontificó sobre la jota.

Aparte de los legados por la tradición, como el tío Chindribú de Épila, no tenemos nombres propios de quienes cantaron la jota en esta su etapa primitiva. Por eso, en cierto modo, resulta sorprendente aunque confirme los anteriores comentarios, que el primer nombre corresponda a una parisina de origen vasco, Delfina Ugalde-Beauce, que el 7 de noviembre de 1848 “colmó de frenesí a sus oyentes”, cantando la jota en el Teatro de la Ópera Cómica, dentro de su papel de Ángela en El Dómino negro.

Jota cantada en la Ópera de París (1848). Delphine Ugalde
Vicente Viruete “ELTío Chindribú” (1825-1911) de Épila, considerado el primer cantador popular conocido, con su familia.
 

Por esta misma época la jota aragonesa ya no sólo va a utilizarse como ameno relleno de las obras teatrales sino que va a empezar a formar parte de las mismas obras. Famoso es el drama Los sitios de Zaragoza (1848) con la popularísima composición de Oudrid pero, a partir de entonces, con la época de oro de la zarzuela y el género chico después se incrementará exponencialmente la presencia de la jota aragonesa en este tipo de obras. Y, por cierto, que también seguirá apareciendo en las comedias de magia.

En Los encantos de Briján (comedia de magia en tres actos, de Gonzalo Meneses de Padilla y Cristóbal Oudrid) estrenada en, 1863 aparece una jota estudiantina para coro, arreglada para piano por Florencio  Lahoz y, una jota[23] también, en La espada de Satanás (comedia de magia en cuatro actos, con libreto de Rafael María Liern y música de Cristóbal Oudrid), estrenada en 1867.

Mariano Gracia Albácar, un zaragozano, que ofició de tal y escribió unas interesantísimas memorias (De mis buenos tiempos. Memorias de un zaragozano, Zaragoza, La Cadiera, 1954), prácticamente desconocidas pero que hace no mucho fueron reeditadas nos proporciona en ella muy sabrosos datos sobre la jota a mediados del siglo XIX. Cuando a finales de mayo de 1860 llegaron a Zaragoza las tropas del Primer Batallón de la Reina, del 2º de Zamora y el 3º de la Guardia Civil en Zaragoza, se hicieron grandes festejos en Valdespartera y en la Lonja. Él mismo cantó en la serenata a los marqueses de Ayerbe y escribe: “Tenía yo entonces una voz angelical y un estilo clásico y puro que hacía llorar de gusto a las piedras. Nada de empentones, ayes ni suspiros ni cadencias de Aben Jot, yo cantaba la jota Rabalera, la de los femateros”. Páginas después confirma esta antigüedad de la jota llamada fematera: “Yo he visto campar por sus respetos a los femateros que gozaban del favor de las autoridades y que, caballeros en sus pacientes burras, se metían por las pocas aceras que había entonces en nuestras calles (…) los femateros eran los dioses menores de la jota, de nuestra típica jota que ya no encuentra intérpretes dignos de su grandeza”.

Por estas fechas (h. 1860) la jota llega también a otros espectáculos, lo que nos habla de lo rápido de su popularización. Así, el Boletín de Loterías y de Toros (11-12-1860) da cuenta de cómo “el famoso andarín madrileño Juan Antonio Genaro, dará alrededor de la barrera cincuenta y cuatro vueltas en treinta minutos, que equivale a más de dos leguas. Concluida la carrera, el andarín valsará la jota aragonesa alrededor de toda la plaza para manifestar su firmeza y ningún cansancio”.  Veintidós años más tarde, el Diario de Huesca nos da noticia del célebre Chistavín que, “libre ya de todo competidor, terminó en 85 minutos las 150 vueltas recorridas. Todavía dio una vuelta más, bailando la popular jota aragonesa, en medio de los aplausos que el público le tributaba”. Sucedió en Bielsa, donde había recorrido no menos de 25 kms. Más sorprendente resulta que en diciembre de 1882 el mismo Mariano Bielsa Chistavín,  bailará la jota dentro del tercer acto de otra comedia de magia, Los polvos de la madre Celestina.

Frente a esta utilización, digamos, espuria de la jota, subsistía una preocupación, que nunca ha faltado en la jota, por la pureza de su interpretación. Veamos el comentario del  Diario de Huesca, correspondiente al 1 de enero de 1878:

Desde Zaragoza el cronista taurino comenta que la Banda de Alabarderos, compuesta en su totalidad por profesores, demuestran un gusto irreprochable en la elección de piezas pero “pusiéronse a ejecutar unas variaciones de Jota aragonesa ¡Dios me valga! que tanto se parecía a los puros motivos melódicos de esta como las cadencias de un tango a los aires de la muñeira. No se sabía que admirar más si los primores de la instrumentación que revelaban un conocimiento superior de las combinaciones y efectos armónicos o la delicadeza con que interpretaban todos aquella música o aquella música misma que, a pesar de sus floreos y bellezas parecía girar en derredor de la jota sin rozarla en una ídem.

Parecíame estar leyendo un poema del Romancero del Cid metamorfoseado en la fantasía de Víctor Hugo. U oyendo la historia de un andaluz contada por un gallego. O contemplando maravillado a un tataranieto de Pelayo vestido con sombrero calañé (sic), chaquetilla de caireles, calzón abierto y polaina de bordado cuero. Les digo a Vds. Que por un lado pedía aquello palmadas y por otro daba ganas de apretar a correr.

No había por las inmediaciones ningún baturro ¡¡que si llega a haberlo!!

Todo un buen aragonés lo tolera, menos que le adulteren la  jotica de la tierra. ¡Otra que Dios!

Cuantas veces en lo más puro y neto de Aragón, la parroquia de San Pablo de la heroica ciudad del Ebro, he oído exclamaciones que como ningún otro medio de relación social expresa el carácter peculiar de los francos, leales, sencillos y nobles hijos de esa tierra de héroes legendarios y de inmarcesibles glorias, todo porque se escuchaba la jota mal tocada.

La Jota de los Alabarderos llegó a entristecerme. ¿Distará más el Rhim que el Manzanares del caudaloso Iberus? quise interrogarme.

Si las cajas alemanas de música tienen sus cilindros perfectamente arreglados para las verdaderas variaciones de la Jota ¿no da grima que una música española convierta los aires más nacionales en un trozo de composición wagneriana?”.

Contrariamente a lo que sucede con el flamenco, la jota aragonesa en el siglo XIX carece casi totalmente de bibliografía. Parece evidente que queda mucho por rascar.


NOTAS

[1] Para los orígenes de este género resulta muy ilustrativa la investigación de José Luis Ortiz Nuevo, recogida en el volumen, ¿Se sabe algo? Viaje al conocimiento del Arte Flamenco en la prensa sevillana del XIX, Sevilla, El Carro de Nieve, 1990.

[2] Habría que hablar también de las tierras fronterizas. Sabido es que en las actuales provincias de Tarragona, Castellón, Valencia, Guadalajara, Soria, La Rioja o Navarra, la jota aragonesa ha tenido el mismo cultivo y predicamento que en Aragón.

[3] Manuel Vázquez de Taboada, El Dos de Mayo: reseña histórica de los gloriosos acontecimientos de que fue teatro Madrid el día dos de mayo de 1808, al verificar el primer heroico alzamiento contra los enemigos de la independencia nacional, Madrid, Imp. de A. Peñuelas y G. Pedraza, 1865.

Historia de los Sitios de Zaragoza (1808-1809) por Un amante de su patria, Zaragoza, Andrés Uriarte, 1907.

[4] Faustino Casamayor (1760-1833). Alguacil de corte en la Real Audiencia de Aragón desde 1783 hasta1833. Su obra, manuscrita en 49 volúmenes, Años políticos e históricos de las cosas particulares ocurridas en la Imperial y Augusta ciudad de Zaragoza, comprende desde 1782 a 1833. En ella da cuenta puntual y exacta de todos los acontecimientos acaecido en dicho periodo. Bajo el título, Los Sitios de Zaragoza, lo rferido a ellos fue publicado en el centenario de los mismos (Zaragoza, Biblioteca Argensola, 1908).

[5] Cit. por Luis Sorando Muzas, “Aragoneses al servicio del Imperio”, Cuadernos caspolinos XII (1986).

[6] No tenemos en cuenta las jotas documentadas en obras breves del siglo XVIII por Galán Bergua, pues no hay ninguna constancia de que sean aragonesas. Así, Los ciegos (1758), tonadilla en un acto de Luis Misón, autor que volvió a incluir otra en el sainete Los bailes de Lavapiés (1769). Pablo Esteve, en su sainete Los baños del río Manzanares (1765)y, también, enla tonadilla en un actoLos pasajes de verano (1779). No todas estas jotas se han analizado musicalmente, lo que podría aportar algún nuevo datosobre la conformación del género. La comedia Los patriotas de Aragón de Zabala incluyó en 1808 una jota pero hay que aguardar a 1847 -época en que la zarzuela empieza a adquirir protagonismo y comenzamos a tener datos fehacientes- para encontrar la primera obra de este género que contenga jota aragonesa. Es La pradera del canal, obra en un acto estrenada el 11 de marzo de 1847 en el madrileño Teatro de la Cruz, con libreto de Agustín Azcona y música de Cristóbal Oudrid, Luis Cepeda y Sebastián Iradier. A este último, creador de la famosa habanera, “La paloma”, corresponde la autoría de la citada jota. El sitio de Zaragoza, drama estrenado en 1848, contiene la famosísima jota del maestro Oudrid, número fuerte de tantas rondallas y que, ya en 1934, García-Arista propuso como himno de Aragón.

[7] Diario de Avisos, 29-VI-1827

[8]  Diario de Avisos, 6-V-1829

[9] V. CALDERA ERMANNO. “La última etapa de la comedia de magia”, AIH, Actas VII, 1980, pp. 247-253 y Rafael GÓMEZ ALONSO, “La comedia de magia como precedente del espectáculo fílmico”, en Historia y Comunicación Social, vol. 7 (2002), pp. 89-107.

[10] El texto incluye, en segundo lugar, otra composición de cuatro versos que no puede denominarse copla, por su ausencia de rima: “La humilde fortuna mía / por un imperio no doy, / cuando el labio me sonríe / de la hermosa Leonor.

[11] Este tipo de exhibicionismo circense no debía ser insólito porque en marzo de 1840 se presenta en el Teatro Principal de Barcelona una niña bilbaína bailando la jota aragonesa sobre zancos.

[12] Piezas de dos cuartos. Nota de Vicente de la Fuente.

[13] Sobre las rondas y los proveedores de coplas para ellas, hay datos preciosos en una muy poco leída novela de Manuel Sancho, Pascualico o El trovero de las bochas, Zaragoza, Tip. Salas, 1906. V. Javier Barreiro, “Cien años del Pascualico”, Heraldo de Aragón, 16-11-2006 y Voz: “Sancho Aguilar, Manuel”, Diccionario de Autores Aragoneses Contemporáneos (1885-2005), Diputación de Zaragoza, 2010, pp. 994-995,  V. también: https://javierbarreiro.wordpress.com/2015/10/11/el-pascualico-una-novela-aragonesa-de-1906/

[14] El Guardia Nacional, 13-1-1841.

[15] Aparece también en una comedia de magia del mismo Bretón de los Herreros, estrenada el mismo año.

[16] Citado en XXI viajes por el Aragón del slglo XIX (ed. de Marcos Castillo Monsegur), Zaragoza, Diputaciones de Zaragoza, Huesca y Teruel, 1990, p. 56.

[17] Citado por Aymes, pp. 170-173.

[18] Ibidem, pp. 201-202 y 205-206.

[19] L’Espagne inconnue: voyage dans les Pyrénées de Barcelone à Tolosa avec une carte routière, Paris, E. Dentu, 1870. (Citado por Aymes p. 242).

[20] “Mas joterías”, Heraldo de Aragón, 3-XII-1933.

[21] El 25 de abril de 1868, y a punto de cumplir los 52 años, moría en Madrid Florencio Lahoz, a causa de un derrame cerebral complicado con un catarro pulmonar. Quien, con las dos ediciones de su “Gran jota aragonesa”, tanto influiría en la creciente popularidad de la jota, fue hijo del organista Miguel Lahoz, conocido como “El ciego de Alagón” y discípulo de Pedro Albéniz, a quien sucedió en el Real Conservatorio madrileño, y de Ramón Carnicer, el autor de la “Jota del Tururú”.

[22] El escritor bilbilitano Juan Blas y Ubide también contribuyó a la leyenda al componer una serie de coplas en las que se insistía en la figura valenciana de Abén-Jot, como origen de la jota. Fueron publicadas en 1878 por el Diario de Avisos de Zaragoza.

[23]  De un clavel se hizo tu boca,
de un jazmín se hizo tu cara,
y tus ojillos se hicieron
de la luz de la mañana

Por eso las hojas
del rojo clavel,
las luces del alba
y el blanco jazmín,
al ver tus ojuelos,
tu boca y tu tez,
celosos se esconden
celosos de ti.

No mires a nadie,
no mires por Dios,
que el alma me enciendes
de pena y amor.

No mires, serrana,
no mires allí:
ay! mira, no mires
o mírame a mí.

Javier Barreiro

Etiqueta: Indumentaria

Introducción a Mujeres de la escena (1900-1940), Madrid, SGAE, 1996.

Las imágenes que este libro nos muestra ofrecen una doble fascinación: la visual y la imaginaria. Respecto a la primera, esa explosión de colorido y, para nosotros, de pintoresquismo nos habla de un periodo en que la estética modernista o postmodernista con algunos atisbos de art-decó se confabulaba con reminiscencias raciales en un tiempo en que la palabra raza tenía connotaciones muy diferentes a las que hoy depara. El imperio de la lentejuela, del mantón, del catite, la madroñera y otros perifollos castizos se une al entonces pecaminoso cigarrillo -no olvidemos que un tango-cuplé como «Fumando espero» de Garzo y Viladomat estrenado por Ramoncita Rovira en 1923 hace referencia a un cigarrillo de cocaína-, a la mostración de morbideces que a la sazón tenían en el observador un efecto incomparable con el de hoy, a la gestualidad incitante de las poses… de modo que dichas imágenes vienen a ser un rico compendio de un periodo fronterizo en el que España asumía su tradición y su riqueza folklórica, hasta entonces prácticamente reducida a sus factores pero fuera de los circuitos culturales, al tiempo que se abría a la modernización de las costumbres y se permeabilizaba cada vez más a las influencias exteriores.

La historia de la canción popular española se confunde con la del teatro hasta que -con el albor del siglo- comienza a independizarse. Es el nacimiento de la canción unipersonal. Esta ya no debe estar inscrita en un espectáculo teatral sino que una artista -en los comienzos siempre femenina- sube a un escenario para interpretar unas cuantas composiciones.

A esta modalidad inaugural de la canción popular en España ya desgajada del teatro se le llamará cuplé -con notoria impropiedad, ya que el término francés designa otra cosa- y evolucionará durante un tercio de siglo hasta llegar al umbral de la canción concebida como industria. A partir de entonces, otras denominaciones igualmente equívocas como copla, canción española o tonadilla, desplazarán definitivamente al cuplé de la actualidad.

El cuplé, por otro lado, y como pueden verificar letras y partituras, está totalmente imbricado en la vida cotidiana y, al contrario de lo que sucede en la mayor parte de la canción actual, en él podemos encontrar continuas referencias a los acontecimientos mayores y menores de su tiempo: revolución rusa, sindicalismo, guerra de Marruecos, inventos, modas, emancipación femenina, deporte, etc., aunque, como es natural, no falte un aluvión de letras incontestablemente estúpidas o convencionales.

Coincide, asimismo, con el advenimiento de la posibilidad de reproducir y divulgar el sonido grabado y, por tanto, con la democratización de la canción, la aparición de nuevos circuitos comerciales, nuevos públicos, nuevas actitudes estéticas y otras formas de decir.

Todos estos fenómenos no han sido apenas estudiados ni existe sino una bibliografía incipiente, aunque por muchas vías resurja un claro interés por la cuestión. La intrahistoria de este periodo fascinante en lo estético y lo social no es entendible sin la valoración de estos géneros.

La bibliografía disponible se reduce desde el punto de vista científico al estudio de Serge Salaün, El cuplé, Madrid, Espasa Calpe, 1990 y, desde la divulgación, a las obras de Carmen Brú Ripoll y Pilar Pérez Sanz, Máximo Díez de Quijano, Álvaro Retana, Osvaldo Sosa Cordero y Ángel Zúñiga. Como fuentes colaterales, desde hace unos años, viene aumentando la bibliografía, hasta hace poco escasa, en torno al teatro en sus géneros «menores».

En gran parte, el mundo de las varietés recoge una herencia francesa: revista, music-hall, can-can, bufos, couplet…, la misma comedia seguía teniendo una gran dependencia de las tendencias del país vecino hasta el punto de que en los treinta primeros años del siglo -y pese a la desmesurada producción de nuestros autores- siguen estrenándose numerosísimas adaptaciones de obras francesas. Nuestras primeras artistas famosas en el género, Rosario Guerrero y La Bella Otero, triunfaron antes en Francia y a las posteriores, especialmente La Fornarina pero llegando a la Raquel Meller de los años 20 y 30, hubo de ser París quien les diera el certificado de éxito. Canzonetas italianas, operetas vienesas, machichas, tangos, habaneras y otros muchos aires procedentes del Nuevo Continente constituían parte esencial del repertorio de estas artistas tanto en canto como en baile, pero allí estaban también la tonadilla, el pasodoble, el garrotín, el pasacalle, junto al mundo de los toros, de las majas, bandoleros, gitanos y toda la parafernalia magnificada por el seudorromanticismo. Es verdad que en los años 20 la influencia extranjera parece imponerse con la explosión del tango, introducido años antes, el fox, el shimmy, la java, el charlestón y otros ritmos pero en seguida es contrarrestada en los 30 con el éxito popular de la canción española -en gran parte aflamencada- cuyos intérpretes sustituirán al mito de la cupletista. En efecto, si en el primer cuarto de siglo son la Fornarina, la Bella Chelito, Pastora Imperio, Amalia Molina y otras cultivadoras del cuplé o similares las protagonistas, a partir de la tercera década los nombres claves en la canción y el imaginario popular (Concha Piquer, Imperio Argentina, Miguel de Molina, Estrellita Castro, Angelillo…) van a ser quienes sustituyan a aquéllas en el éxito. Nótese que la primera y otras que van a seguir en candelero como Raquel Meller, Mercedes Serós, Ofelia de Aragón, etc. evolucionan desde el cuplé hacia ritmos más nacionales.

Las varietés y algo después la opereta -que triunfará a partir de la segunda década y para la que sí hacían falta condiciones de belleza, figura, canto y baile no absolutamente precisas en las modalidades anteriores- se convertirán en un escaparate de las obsesiones del país y en una distracción que irá desplazando en el gusto del público al triunfante género chico. El primer atisbo de esta transformación corresponde a la actuación de Augusta Berges, introductora del cuplé en el Teatro Madrid, luego Barbieri, durante el año 1893. La Berges popularizó, con música de polka italiana, La pulga que sirvió de referencia y emblema del género y fue el leit-motiv de diversas obras, entre ellas El género ínfimo de los Quintero. Su sola mención sumió en descarnadas rijosidades al menos a un par de generaciones y fue pieza clave en el repertorio de muchas de las estrellas del mundo frívolo, entre las que debe citarse a la Bella Chelito y Raquel Meller cuando, en sus inicios, se hacía llamar la Bella Raquel.

En este batiburrillo tienen también una muy importante presencia las bailarinas. No olvidemos que el baile femenino tiene una tradición mucho más antigua que la canción que, al fin, proviene de los finales del siglo aunque la historia del baile en España esté por hacer y la tarea no resulte nada sencilla. Junto a la pléyade de bailarinas españolas, entre las que destacan por derecho propio la gitana Pastora Imperio -que también cantó, aunque mal- y Antonia Mercé, la Argentina , para muchos la mejor bailarina del siglo, están las eclécticas como La Argentinita y Laura de Santelmo o Tórtola Valencia, verdadero compendio de modernismo y vanguardia. Cualquiera de ellas ocupa un lugar privilegiado en la tradición y transmisión de este arte.

La historia de la indumentaria tiene también en estas imágenes una importante referencia. Ya la Bella Otero combinó en sus atuendos desde los trajes Segundo Imperio a las deshabillés pero en la primera década el traje de la artista de varietés tiene un claro modelo con traje descotado, falda acampanada hasta algo más abajo de las rodillas, medias caladas y adornos, preferentemente de mantón y lentejuelas, sin que falten volantes y sobaqueras. A menudo se cubre de montera, catite o sombrero cordobés. También es frecuente la vestimenta masculina, sobre todo de carácter andaluz, taurino o militar. La Goya introduce en 1911 la moda de cambiar de atuendo según la letra o espíritu de la canción y a esta tendencia se suma inmediatamente Raquel Meller con éxito inigualable lo que depara una mayor libertad y variedad en los atuendos, hecho que coincide con el final de la tendencia sicalíptica en los escenarios. El mismo 1911 aparece la falda-pantalón y, naturalmente, serán las artistas quienes la popularicen con el consabido escándalo de gacetilleros, menestrales y vecindonas. De cualquier modo, a partir de entonces, y sin que se modifique la espectacularidad, los trajes serán mucho más variados. Y no olvidemos la importancia que el público español siempre ha dado a la riqueza de la vestimenta del artista, que ellos mismos muchas veces vinculan a su competencia profesional. En los años 30 con el auge de la revista musical y la asimilación de influencias extranjeras la espectacularidad de trajes y escenografías será parte fundamental de los espectáculos, aunque el siglo XX ya había representado un claro avance respecto al anterior en el lujo y calidad de escenografía, teloncillos y hasta algunos lugares de espectáculo. Es verdad que las varietés estuvieron en principio confinadas a los cafés cantantes y teatruchos, como el llamado Madrid de la calle Primavera (luego Barbieri), pero la apertura de varios coquetos locales en la calle de Alcalá como el Salón Japonés y el Salón Rouge o el Salón Bleu en la calle de la Montera dieron lugar al paso de las variedades a otros más lujosos como el Salón Regio en Madrid o, sobre todo, Eldorado de Barcelona.

Todo ello tiene que ver con lo que se llamó, a partir de dicha fecha de 1911, «dignificación» del género vinculado, entre otras cosas, con el sueldo cada vez mayor de las cupletistas en detrimento de las actrices . De hecho muchas se pasaron al género hasta entonces tildado de ínfimo Por otro lado, las giras de muchas de ellas por los países sudamericanos e, incluso, por Europa les proporcionaron ingresos desmesurados. También la popularización del sonido grabado tuvo que ver con el estrellato de las más dotadas o de mejor repertorio. Todo ello junto a la aludida fascinación de los intelectuales y el consenso social que sitúa a la cupletista de éxito como la atracción máxima tuvo que ver con la famosa dudosa dignificación que, desde otras perspectivas, aparecería más problemática.

Gran cantidad de estas fotografías son tarjetas postales. El fenómeno del coleccionismo postal fue importantísimo, especialmente, en la primera década del siglo. De otro modo, sería impensable la cantidad de postales primiseculares que todavía circulan pese a ser material más bien fungible o desechable. La gente, en un tiempo que el teléfono era muy minoritario y el correo funcionaba mucho mejor que hoy, se citaba en la misma ciudad a través de tarjetas postales. También, se escribía mucho más, se felicitaba mucho más y se utilizaba el mensaje escrito para cualquier cosa. Muchas veces ni siquiera había que comunicar nada. Simplemente se intercambiaban postales por correo, a fuer de coleccionismo. Además de las vistas de ciudades, las postales de artistas eran con mucho las más populares. Hecho normal en un tiempo en que teatro, toros y varietés surtían de famosos a su tiempo. No son, sin embargo, frecuentes las postales de toreros, tal vez porque un atavismo vinculado a la presunta masculinidad de la profesión hacía que la ostentosa exhibición de su figura no fuera habitual. Las artistas, en cambio, aparecen en las portadas de las revistas de información más leídas como Blanco y Negro, Mundo Nuevo o Mundo Gráfico, en los almanaques, cromos, cajas de cerillas, etiquetas de las botellas de anís y, por supuesto, en las postales con mayor frecuencia que cualesquier otro personaje. Ahí estaba la demanda del público y, así, más o menos conscientemente, fue habitual la unión sentimental entre artista y torero: Pastora Imperio-El Gallo, Concha Piquer-Antonio Márquez, Paquita Escribano-Gitanillo de Ricla, Dora la Cordobesita-Chicuelo, Laura Pinillos-Cagancho Soledad Miralles-Carnicerito de Málaga, Adelita Lulú-Joselito, Carmen Ruiz Moragas-Rodolfo Gaona, Blanquita Suárez-Pacorro, Niño de La Palma-Consuelo Reyes y un largo etcétera que hasta tiene reminiscencias en la sobada actualidad. El magnífico Eugenio Noel, que tan bien conoció estos ambientes, tiene páginas e interpretaciones excepcionales de este mundo que él englobaba bajo el marbete de flamenquismo. En él está también la mezcla de modernidad y tremendismo hispánico que informaban este universo en el que convivían los lastres de la España negra con la modernidad en eclosión .

Las propias biografías de las artistas son un buen ejemplo de este aserto. La Bella Otero, hija de una mendiga soltera antes de ser el mito erótico del nacimiento de siglo y coleccionista de reyes en su lecho, había sido violada y casi muerta por un pastor en los montes de su Galicia natal, después azotada sistemáticamente por las monjas en el centro en el que la recluyeron tras su «pecado» hasta que pudo escapar. La Fornarina, lavandera, cantonera durante su adolescencia en los soportales de la Plaza Mayor y modistilla en un taller tapadera de burdel lujoso, antes de impresionar al Madrid frívolo con su aparición en mallas presentada en una bandeja como esclava de El pachá Bum-Bum, apropósito adaptado del francés precisamente, y estrenado en abril de 1902. Su prematura muerte en 1915, a consecuencia de un fibroma en los ovarios complicado con varios quistes malignos, parece que estuvo relacionada con algún zancocho ocasionado por un aborto provocado en su juventud. A Raquel Meller, antes de sus veinticinco años de éxito triunfal, le conocemos un hijo que abandonó en manos ajenas antes de quedar estéril, tal vez también a consecuencia de alguna operación similar a la de Consuelo Vello, La Fornarina. Varias cupletistas fueron asesinadas, alguna de ellas en la escena, como la bailarina Teresita Conesa. La Bella Chelito era prostituida por su madre en sus tiempos de éxito antes de convertirse en algo así como dama de catequesis, según sabía todo Madrid, hecho que inspiró a Joaquín Belda su muy reeditada La Coquito. A Pastora Imperio le rugía el sobaco estentóreamente, al menos en sus primeros tiempos, según se encargó de divulgar el malévolo Retana en El crepúsculo de las diosas… El anecdotario sería interminable y es una buena muestra de cómo el país seguía sumido en esperpentismos y truculencias. De hecho, el mundo del cuplé, pese a todo lo que tenía de protagonismo de la mujer y acceso de ésta a ámbitos antes vedados, tuvo una estrecha relación con la prostitución . Las artistas en sus primeros pasos habían de someterse a las típicas horcas caudinas de empresarios, agentes y protectores, cuando no eran ellas quienes utilizaban su estatus de artista para obtener un mayor cachet en la actividad venusiana. Bastantes de ellas que alcanzaron el éxito, como la propia Carolina Otero, la Chelito, Preciosilla y tantas otras, lo utilizaron para enriquecerse desmesuradamente con las dádivas de sus amantes o clientes. No olvidemos tampoco que un rey tan pinturero como Alfonso XIII es posible que fuera iniciado sexualmente por la Chelito, fue amante durante muchos años de Julia Fons y accedió ocasionalmente a otras. Incluso tuvo hijos con la actriz Carmen Ruiz Moragas. Barro y esplendor estuvieron en este país habitualmente muy cercanos.

Junto a esto, el mundo de la inteligencia encontró en la fascinación por el género un recurso de vinculación a la modernidad que excedía la mera moda. El prejuicio contra los géneros menores, proveniente de la mentalidad neoclásica fue arrumbado por modernistas, casticistas, bohemios y acólitos. Por memorias de la época, como las de Ricardo Baroja o Cansinos Assens, sabemos de la muy frecuente asistencia de intelectuales a estos espectáculos. Valle-Inclán, Gómez de la Serna, los Quintero, Rusiñol, Ángel Guimerá, Manuel Machado, Álvaro Retana, Gómez Carrillo, Eugenio Noel, Hoyos y Vinent o Tomás Borrás -que hasta llegó a casarse y enviudar de una de ellas, La Goya- se contaron entre los adictos. También Gómez Carrillo matrimonió con Raquel Meller aunque durase poco la sociedad. A ésta, indiscutible reina del género, los intelectuales novecentistas la convirtieron en una musa de lo «popular-exquisito», precisamente, por lo que tenía de frontera entre lo aristocrático y lo plebeyo en una época en que, como en la actualidad, la misma dinámica de los acontecimientos propiciaba un rescate de figuras y elementos que habían estado proscritos por razones poco convincentes. La pureza había dejado de morar en el Olimpo y vanguardista, casticistas y eclécticos la rastreaban en la vida cotidiana.

Todo ello propició la recogida de velas de los gacetilleros que, tras varios lustros de no ver en estos géneros «menores» más que espantos para la moral, empezaron a encontrar algún arte donde el pueblo ya había dictaminado su existencia. Así se explica que, tras varios lustros de vejámenes, a partir de 1910, el progresivo alejamiento de la sicalipsis, la popularización del sonido grabado, que propició el estrellato de las más dotadas o de mejor repertorio, el éxito de muchas de ellas en los países sudamericanos e, incluso, en Europa y la aludida fascinación de los cultos que las cortejaron, glosaron, invitaron a sus saraos y, como se dijo, incluso hasta el altar, lo mismo que toreros, empresarios y actores -profesiones, a la sazón, prestigiosas- produjeran un consenso social que situaba a la cupletista de éxito como la atracción máxima y así se constata en el periodismo, la literatura y hasta el cine de la época. Cine que, años después, contribuiría decisivamente a la decadencia de las variedades, junto al furor por el fútbol, el boxeo, el tango y la canción española.

Así, la canción consolidó sus vinculaciones con la literatura popular y culta y su incidencia en la conformación de una sensibilidad que culminará con la progresiva transformación del género a partir de la mitad de la década de los veinte con sus consiguientes repercusiones en el público, la estética, la valoración pública y privada de la sexualidad y el desarrollo del mundo del espectáculo (cine, revista musical, canción española…).

Fueron las tarjetas postales, la publicidad, la prensa de la época, el disco, la radio, a partir de 1923, y en mucha menor proporción el cine los medios de popularización de estas artistas pero también en gran medida, las actuaciones en directo y el boca a boca. Ya se ha hablado de cómo los tres primeros las tuvieron como protagonistas. El disco aparece en España en diciembre de 1889 y aunque en principio, como los precedentes cilindros, está restringido a la burguesía y a los espectáculos o establecimientos públicos la novedad del medio contribuye en gran manera a la difusión de las cantantes. En la primera década del siglo hay ya discos con los cantables de las obras del género ínfimo más populares (Enseñanza Libre -1901-, La gatita blanca -1905-, El arte de ser bonita -1905-, La alegre trompetería -1907- Las bribonas -1908-…) y en 1911 Preciosilla, Paquita Escribano y Resurrección Quijano graban los primeros cuplés independientes, género que al menos durante unos 30 años ocupará un gran protagonismo en la discografía . La radio, que aparece en España en 1923 también contribuye a la difusión de estas artistas tanto emitiendo sus discos como a través de las actuaciones en directo de las más importantes, fenómeno habitual en la radiodifusión hasta entrados los años cincuenta. Otros elementos difusores son la pianola, el organillo y las partituras. Para las primeras se editaban rollos en papel pautado y los catálogos demuestran que las artistas del cuplé se encuentran entre las más editadas; los organillos también difundieron los éxitos más populares por las calles españolas y la edición de partituras -muchas de ellas de gran belleza gráfica y, frecuentemente, con el retrato de la artista en la carátula- fue muy abundante en un tiempo en que los pianos estaban mucho más extendidos que hoy entre las clases medias y altas.

El cine, a pesar de su mudez, fue también un medio popularizador de las cantantes. Raquel Meller e Imperio Argentina fueron las dos artistas más importantes e internacionales de la cinematografía española en la época. Otras artistas que intervinieron en filmes de la época fueron Pastora Imperio que en 1914 rodó bajo la dirección de José Togores, La danza fatal y en 1917 Gitana cañí de Armando Pou. Como Raqueo Meller e Imperio Argentina, también rodaría otras películas en la época del sonoro. El valenciano José María Codina dirigió a Tórtola Valencia en dos películas de 1915: Pacto de lágrimas y Pasionaria. La jiennense Custodia Romero, apelada «La Venus de bronce» por su morena y escultural belleza rodó con José Buchs La medalla del torero (1924) e Isabel Solís, reina de Granada (1931), basada en una obra de Emilio Castelar. Benito Perojo dirigió a Conchita Piquer, que también intervino en el cine sonoro, en la adaptación de El negro que tenía el alma blanca (1927), basada en la exitosa novela de Alberto Insúa y La bodega (1929). Otras cantantes del género como Estrellita Castro y Antoñita Colomé tuvieron destacada intervención en la cinematografía de los años treinta.


La figura de Álvaro Retana fue crucial en este contexto. Por su larga dedicación al género en su calidad de letrista, compositor, escenógrafo, figurinista, biógrafo, escritor y, por tanto, íntimo conocedor de los entresijos del mundillo. De hecho sus publicaciones siguen siendo imprescindibles para penetrar en él, más cuando la bibliografía sobre el género sigue siendo mínima, tanto por los aludidos prejuicios como por el hecho de que los cuarenta años de dictadura favorecieron muy poco el rescate de este universo cercano a lo pecaminoso.

Ningún otro personaje tuvo un protagonismo tan constante y variopinto en la pequeña historia de la erotografía española de esta época como Álvaro Retana. Su labor no se limitó a la escritura de narraciones con un trasfondo erótico, a la actividad periodística en el mismo sentido y a la disquisición crítica de los novelistas atrevidos de su tiempo, sino que incidió en el campo del arte frívolo como autor de letra y música de cuplés y libretos, figurinista y escenógrafo en el terreno de las varietés y, sobre todo, hombre de mundo, frecuentador tanto de bajas academias como de altos salones y tenido -muy a su gusto, ya que él fue su mejor publicista- como el transgresor por antonomasia de esta nueva sociabilidad, impensable en la España anterior al albor del siglo.

Autores como Lily Litvak o Serge Salaün , entre otros, se han ocupado de establecer las pautas culturales a través de las que el erotismo llega a ocupar en España ese lugar crucial e incide tan fundamentalmente en el cambio de costumbres que se operó en este primer tercio de siglo. Álvaro Retana, pese a su larga vida y a su reaparición en los años 50 con el nuevo auge del cuplé y la publicación durante los 60 de sus dos libros básicos para conocer ese mundo frívolo de las varietés, el music-hall, la sicalipsis y las lentejuelas , ha sido, sin embargo, un personaje olvidado en lo que no ha debido influir poco, en primer lugar su fama equívoca de bisexual y libertino, después su estancia en los penales franquistas y, finalmente, su reaparición extemporánea en una época en la que predominaban otras solicitaciones. Sólo, recientemente, una publicación sexológica le dedicó un número doble y un conocido polígrafo, una mediocre novela cuyo protagonista es un trasunto de nuestro personaje.

Hijo de Wenceslao Emilio Retana y Gamboa y de Adela Ramírez de Arellano y Fortuny, Álvaro nació en alta mar frente a las costas de Ceylán el 26 de Agosto de 1890 . Llegado a sus seis meses a Madrid, estudió en el Colegio Clásico Español de la calle Serrano y frecuentó la muy lucida biblioteca paterna sin que ello le impidiera pertenecer a diversas claqués de salones del género ínfimo en donde se cimentó su conocimiento del género y se despertó su primera fascinación: Consuelo Vello, la Fornarina. Instado por su padre, ganó oposición al Tribunal de Cuentas, donde, con diversas interrupciones, trabajaría toda su vida.

Su actividad como escritor se inició a los 13 años en el periódico escolar Iris con colaboraciones ilustradas por su íntimo amigo de siempre, el famoso figurinista y dibujante Pepito Zamora, personaje también de varias de sus novelas. A los 18 años colaboró con el seudónimo de César Maroto en El Diario de Huesca y en 1911 publicó en El Heraldo de Madrid varios artículos con el seudónimo de Claudine Regnier, que levantaron un serio revuelo y que daban muestra de su nunca desmentido atrevimiento y capacidad autopublicitaria. Entre las numerosas cartas que la presunta señorita francesa recibió de sus lectores se encontraba una de Aurora Mañanós Jauffret, La Goya, que se preparaba para su debut en el Trianon Palace y cuya actuación revolucionó y marcó un nuevo rumbo al mundo de las variedades. Álvaro comenzó desde entonces a escribirle letras, actividad en la que prosiguió siempre, constando alrededor de mil producciones suyas en el registro de la Sociedad de Autores.

A partir de entonces, su nombre fue frecuentísimo en gran número de las publicaciones de la época, actividad que su enorme capacidad de trabajo le permitió alternar con la escritura de más de cien obras -su primer libro Rosas de juventud, data de 1913-, su aludida labor de figurinista, escenógrafo, autor de libretos y, hasta, actor de teatro y cine , sin abandonar por ello su vida disipada que, si por un lado le acarreó fama de ser amoral y escandaloso, por otro le proporcionó una popularidad que llevó su fotografía desde las publicaciones más difundidas de la época hasta las tarjetas postales en el periodo de máximo esplendor de éstas. Incluso salió un coñac con la marca de su apellido, según cuenta en varias ocasiones .

En 1917 se inició en la novela erótica con Al borde del pecado a la que siguió Carne de tablado, que le proporcionó ya una gran notoriedad, que proseguiría durante muchos años y que, como se dijo, él supo administrar e incrementar. A raíz de un comentario de Missia Darnyis en un semanario francés (1922), donde le calificaba como «el novelista más guapo del mundo», Retana firmó muchas veces con tal remoquete y se complacía en sus prólogos, declaraciones y entrevistas en sembrar el desconcierto con afirmaciones sobre su vida disipada de lujo y placeres, lo descomunal de sus ingresos y lo atrevido de sus acciones y amistades. En otras ocasiones tomaba la senda contraria y asombraba con manifestaciones llenas de conservadurismo y protestas de pudibundez .

Su línea dentro de la novela erótica se caracterizó por una desenfadada frivolidad, lejos de los trascendentalismos de su amigo de correrías, Antonio de Hoyos y Vinent, por la aparición habitual de la bisexualidad y por una aguda ironía que quitaba cierto hierro a muchos de sus argumentos. No obstante, ello no le libró de su primer proceso judicial en 1921, al que siguieron otros durante la década, llegando a estar encarcelado durante unos días en 1926 por su novela El tonto y en 1928 por la publicación de Un nieto de Don Juan . A raíz de su libertad, abjuró de su dedicación y tomó el seudónimo de Carlos Fortuny con el que también alcanzó una alta popularidad como autor y articulista durante los años finales de la Dictadura y la República.

Al estallar la guerra fue incautada su finca de Torrejón de Ardoz, declarado «desafecto a la República» y depurado en el Tribunal de Cuentas. Retana se preocupó de buscar apoyos y recomendaciones, logrando su reincorporación. Pero estas relaciones resultaron fatales para él al vencimiento de la contienda. En efecto, y según testimonio del propio escritor, por inducción del Marqués de Portazgo, personaje del que Retana conocía episodios poco ejemplares moralmente que le hubieran podido dañar dado el nuevo rumbo de los acontecimientos, fue detenido. Su nueva casa fue otra vez saqueada y él condenado a muerte en juicio sumarísimo el 17 de Mayo de 1939. La acusación más grave se basaba en la posesión de numerosos objetos de culto , a juicio de la acusación robados, y utilizados con escarnio y sacrílegamente. Parece que ante la acusación del fiscal de que gustaba beber semen de adolescentes en un copón de culto, el aplomo y cínico sentido del humor de Retana le llevó a contestar, «Señor, prefiero siempre tomarlo directamente». Tras ser varias veces aplazada su ejecución y, finalmente, conmutada por 30 años de prisión, tras un calvario por varias cárceles y penales en los que no dejó de escribir ni de conservar un envidiable sentido del humor, le fue concedida la libertad condicional en 1944 y, aunque vuelto a encarcelar en 1945, fue definitivamente liberado el 23 de junio de 1948. Tras numerosísimas gestiones personales, cartas y escritos de toda laya, fue poco a poco logrando retomar su actividad de escritor y hasta readmitido en 1957 en el Tribunal de Cuentas.

Vinieron unos años de recuperación de cierto protagonismo con el nuevo auge de las variedades, sobre todo a raíz del estreno de El último cuplé, con nuevas colaboraciones como letrista, comentarista de discos, agente artístico y escritor, lo que dio origen, entre otras muchas, a las dos obras fundamentales sobre el mundo del cuplé y las variedades citadas en la nota 17, a la que habría que añadir el material inédito que en este volumen se publica. Pero fueron las últimas boqueadas ya que Álvaro moría el 11 de Febrero de 1970, un tanto olvidado, siendo enterrado en Torrejón de Ardoz y dejando como heredero en su testamento -en el que hace un ajuste de cuentas con el general Franco- a su único hijo, Alfonso, habido de su relación extramatrimonial con la cantante Luisa de Lerma.