Otro aniversario de la muerte de mi padre. Él fue quien me enseñó a leer, escribiendo con tiza las letras mayúsculas en el frontal de una cocina económica -de las de fogón, gancho y chimenea, con un cajón en el que se acumulaba el cisco- de marca Aurora, cuya fábrica estaba en la calle Torrellas de Zaragoza. Tenía yo tres años. Al año siguiente fui al colegio y, mientras la mayor parte de mis compañeros aprendía a leer, yo ya escribía. Nunca entendí por qué, después, no se enseñaría hasta los seis. Es privar a la infancia durante tres años de un placer memorable. Pero me temo que la culpa, como la de otras costumbres nefastas, la tiene la secta de los psicopedagogos.

A José Barreiro Soria, también, lectura y escritura le proporcionaron muchas horas de felicidad aunque fuera un autor autodidacto que publicara tan tardíamente. De hecho, su primera novela apareció cuando tenía cincuenta y ocho años y yo, que entonces ya había publicado varias cosas, tuve la satisfacción de devolverle en forma de orientación y correcciones, una parte de sus servicios como guía en las letras.

En su memoria, reproduzco el prólogo que escribí para su libro póstumo, Cuarto menguante (2008), editado en La Almunia de Doña Godina (Zaragoza) por la Asociación L’Albada, en el que también trato de sus cuatro novelas anteriores.      

                                

                                                  PRÓLOGO  A  CUARTO MENGUANTE

La petición de los editores para redactar un breve texto introductorio sobre la obra de mi padre me pone en la difícil tesitura de intentar un equilibrio entre el afecto filial y el distanciamiento del analista literario. Habré, pues, de pedir unas precautorias disculpas por las posibles distorsiones que ese equilibrio sufra. Asistí, claro es, en primera fila a su evolución literaria y muchas veces le traté con la dureza que, tal vez, me es propia y que él, además, demandaba. Debo decir que el hijo empezó a publicar antes que el padre porque, aunque la vocación le venía de lejos, su primera novela, Zorrocotroco, apareció en 1980.

Muchos años antes, hacia 1958, José Barreiro había ganado un concurso a la mejor declaración de amor, que convocó el semanario España Tánger. Esta publicación, entonces muy leída, aparecía los domingos y contenía un popurrí de información, amenidades y reportaje, muy de la época. Quizá su sección más leída fuese el Consultorio Sentimental de Juan de Juanes, que mi madre, y supongo que muchas otras, leía muy complacida. La publicación dejó de editarse en 1966 y su último director fue Eduardo Haro Tecglen. El caso es que a aquel concurso se presentaron miles de aspirantes y ganó la declaración de mi padre, lo que habla de la limpieza del mismo, pues al triunfador no lo conocía ni el gato. El premio consistió en un viaje a Mallorca, y aquella fue la primera y última vez que mis padres tomaron un avión. Don José tenía pavor al aeroplano y no quería saber nada de palmarla lejos del suelo. Siempre dijo que él no se moriría y que, de tener que hacerlo, no deberíamos anunciarle que le esperaba tan usual trance. Fuera como fuese, lo pasaron muy bien en la llamada isla de la calma, que entonces sí lo era. La verdad es que mis padres siempre se quisieron mucho. En el caso de mi madre, casi con ceguera. Y mi padre, más filosófico, argumentaba sin cesar sobre aquel amor que temporalmente abarcó ocho años de noviazgo y casi cincuenta y uno de matrimonio.

El premio debió de darle fuerzas para afrontar su primera novela, El patio, una narración unanimista, al modo de La colmena celiana, que se desarrollaba en una suerte de corrala, que realmente existía en el Coso, al lado de donde hoy se ubica el Hotel Ramiro I. Se trataba de un mosaico costumbrista, ameno y, aunque un tanto tosco, delataba grandes dotes de observación y algunas maneras. Presentada al Premio Nadal de 1960 -que ganó con Las ciegas hormigas, el hoy en primer plano, Ramiro Pinilla- no se publicó y José Barreiro se olvidó durante bastante tiempo de la literatura de creación. Al poco, dejó su puesto de burócrata en la Jefatura del Aire para dedicarse únicamente a su otro oficio, el de representante de comercio, para el que no creía tener cualidades. De un modo u otro, el despegue económico de los sesenta hizo que esa decisión le otorgara una situación más bonancible que, en los últimos años de su oficio, le permitió acometer la literatura, con más tiempo, más relajo y unas cuantas más lecturas.

“Esto no es una novela sino la purga de mi corazón”, las palabras que puso Cela al frente de San Camilo 1936, vienen al pelo para explicar lo que fue su primera obra publicada, Zorrocotroco, otra novela con personaje múltiple y reducción de los espacios narrativos, que resume su visión de la guerra civil en la que fue su localidad natal. De hecho, el autor puso en su frontispicio palabras muy parecidas a las del novelista de Padrón: “Escribiendo este relato nos purgamos”. Creo honestamente que es una valiosa visión de la cotidianeidad de una población de la retaguardia, vista por un adolescente, con personajes creíbles y entrañables –al fin, trasunto de seres reales- con un trasfondo de rabia e impotencia que la convierten, junto a El Agualí, en su novela más interesante. El título, que llamó la atención, hace referencia a un juego de cartas, prácticamente desaparecido, al que jugaban los chicos del pueblo, entonando un estribillo con el que, precisamente, termina la obra. Pese a conseguir en 1979 el accésit del II premio San Jorge de novela convocado por la Institución Fernando el Católico, que ganó Luisa Llagostera con La calle, José Barreiro hubo de costear la edición de su propio bolsillo, cosa que sucedió con tres de sus cuatro obras publicadas en vida.

Barreiro Soria, José-Zorrocotroco

José Barreiro Soria (1922-2001) había nacido en La Almunia de doña Godina, pueblo privilegiado por la literatura, tanto por su eufónico nombre como por ser paso obligado en el camino Madrid-Barcelona. Sin embargo, la localidad no había dado apenas escritores aunque sí cineastas. Uno de ellos, Florián Rey, seudónimo de Antonio Martínez del Castillo, el más importante del cine español hasta la eclosión de Buñuel. El otro, Adolfo Aznar, se queda en interesante.

Quizá el escritor más conocido antes de José Barreiro fuera Fernando de Juan del Olmo, que utilizó el seudónimo de Don Lamberto. Hijo de un fuerte propietario, tras estudiar Derecho en Zaragoza, ejerció durante un breve periodo y retornó a su villa natal para ocuparse de sus posesiones aunque habitualmente residiera en Zaragoza. Preocupado por las cuestiones agrarias y sociales, escribió varios libros de óptica muy conservadora y formó en la efímera Unión Regionalista Aragonesa. Su faceta de literato se manifestó en Ribereñas y Del Jalón, obras inencontrables que, al parecer, recoge en Estampas de Aragón (1943), como sucede con el elogio de su antepasado Martín de Garay. La Institución Fernando el Católico lo nombró consejero correspondiente en La Almunia y, así, en 1945, participó en el cuestionario sobre folclore elaborado por aquella. Los problemas familiares amargaron sus últimos años y la mayor parte de su patrimonio quedó en manos de la Iglesia. Murió en 1948.

José Barreiro era el segundo de los cinco hijos supervivientes que tuvo el secretario del ayuntamiento en su matrimonio con Trinidad Soria. Asistió a las escuelas que recién había promovido el general Primo de Rivera, quien, al parecer, complacido por el buen trato que se le dio en una parada obligada en el pueblo, impulsó su construcción. Mi padre siempre habló con admiración de su maestro, don Amadeo, obligado a lidiar con una chiquillería nada propensa a sensiblerías, como se puede apreciar en muchas de las observaciones de Cuarto menguante. Es verdad que el trato que se dispensaba a la niñez era tan brutal como el que sus componentes se otorgaban entre sí o aplicaban a la realidad en torno. Muchas veces, más que travesuras o gamberradas, se trataba de auténticas barbaridades. De una u otra manera, no parece que de la escuela sacase mucho provecho el entonces llamado Pepito y, sí mucho más de las películas de Tarzán, que le dejaron una huella imborrable.

En un pueblo que no se había destacado por su conflictividad social, la guerra resultó un acontecimiento más que traumático. De una población de cuatro mil, muchas decenas de vecinos fueron fusilados por las fruslerías habituales. Trauma que los catorce años de mi padre nunca superaron. Tengo para mí que mi abuelo Antonio, el secretario, decidió morirse por no poder convivir con esa barbarie. Era un hombre alto, recio, fuerte, cazador y sin achaques, que al empezar la guerra apenas sobrepasaba los cincuenta años. Dicen que una noche salió al balcón, donde se refrescaba el botijo para beber de él, agarró una pulmonía y se fue de este mundo. Supongo que en alguien que trataba con todo el pueblo -recuérdese que con un alto componente de analfabetos-, redactaba las instancias o los formularios que hiciese falta a quien se lo pedía, aconsejaba en cuestiones administrativas y que se llevaba bien absolutamente con todo el mundo, asistir desde su puesto a esa matanza tuvo que resultar insoportable y que su deceso se debió a eso que después se adjetivó como psicosomático.

Mi abuela decidió abandonar entonces el pueblo y, junto a sus cinco hijos, de edades comprendidas entre los seis a los dieciséis años, puso rumbo a Zaragoza donde el futuro para la prole podía resultar –como así fue- más despejado. Entre las experiencias más gratas de mi niñez figuran los ratos que pasé en su enorme piso alquilado, el más alto de la hermosa casa modernista de Maestro Estremiana 1, entonces, denominada Calle de las Escuelas. Desde una gran galería encristalada se observaba la iglesia de San Antonio de Padua, con su jardín, su rotunda atalaya, que guardaba los sepulcros de los combatientes italianos, y todo el monte de Torrero. Desde los balcones, la vista daba sobre la hermosa iglesia neoclásica de San Fernando con su gran cúpula, los lavaderos de la Cuesta de Morón, las huertas de las afueras, los depósitos de agua, junto al parque Pignatelli… Y en el interior de la casa, armarios, baúles, habitaciones llenas de objetos hermosos y absurdos, libros viejos, uniformes militares, juguetes antiguos, cachivaches de toda laya, que alimentaban mi imaginación y mis horas.

No es este el lugar para contar la vida de mi padre. Las angustias de posguerra, un largo servicio militar –tres años-, que siempre recordó con amargura, especialmente, los meses de recluta en Barcelona, donde llegó a pasar hambre, y su largo noviazgo, pleno de entusiasmo y sugestiones, como él hubiera dicho. Empleado en una agencia de seguros, que pronto cambió por su oficina de la Jefatura del Aire en la calle Mefisto, combinó estos trabajos con las representaciones, que, poco a poco, fueron constituyendo la fuente principal de sus ingresos. Sus lecturas eran fundamentalmente Marañón, Ortega, Unamuno y, como novelistas, Fernández Flórez y Cela. Cuando, bastantes años después, me vio devorar  a Sender, tomó el relevo y libro que yo dejaba del narrador de Chalamera, libro que leía con devoción y ahínco. Fue, sin embargo, Cela, en cuanto a lo estilístico, su principal mentor literario. Cualquiera reconocerá sus guiños, sus fórmulas, sus diálogos implícitos, su irónico escepticismo…

Zorrocotroco no alcanzó la recepción crítica que su autor esperaba, asunto, por otra parte, común a cualquier escritor que empieza, juvenil o maduro. De hecho, no se publicó una sola línea acerca del libro. Sólo algunas cartas personales, como la de ese buen crítico y buena persona que fue Luis Horno Liria, proporcionaron a José Barreiro algún ánimo. Y también lo que Juan Carlos Curutchet, un genio olvidado, que en los años setenta fue crítico en las más importantes revistas españolas, escribió en La hora de la matraca (Carta abierta al director de El País), magnífico libro publicado en 1981. Lo reproduzco porque da un atinado y humorístico retrato del personaje:

«Enteramente de acuerdo con Espronceda está mi amigo José Barreiro, ciudadano aragonés, natural de La Almunia de Doña Godina, representante de joyería y escritor en sus ratos libres, quien acaba de publicar su primera y única novela, Zorrocotroco. Se trata de un honrado trabajador que tuvo oportunidad de asistir en calidad de espectador a la sangrienta polémica de 1936 y que, él mismo ni recuerda de qué modo, encontraría en aquella lóbrega posguerra, la forma de dotar a sus tres hijos de una esmerada educación. Hombre inteligente y predispuesto al diálogo, en su casa reinan la cordialidad y el buen sentido. Bajo su atinada inspiración, la familia Barreiro en su conjunto se ha acostumbrado a pasar de muchas cosas: de la prensa, de las elecciones, del conflicto generacional, de la neurastenia y de las instituciones. Don José ha puesto su inagotable caudal de experiencias al servicio de la elaboración de una estrategia de supervivencia. Su novela, sencilla como la vida misma, tiene el encanto de un relato escuchado en una taberna de La Almunia y en ella dibuja la esperanza de que la inminente reposición de  la famosa batallita lo sorprenda “a caballo en la tapia”. Don José, como Austria, se declara neutral. “España es mucha tela –reflexiona-. Durante la guerra conocí a un andaluz al que mataron por indiferente. No es de los nuestros, sentenciaron, y le pegaron cuatro tiros”. “Con esta gente cualquiera sabe”, advierte a la hora de predicar cautela a cada uno de sus hijos. “Que más quisiera yo que agenciarme una chilaba y perderme en el desierto –me comentaba hace unos meses- pero los tiempos no están para turismos”.

Querido José: Si alguien me consulta sobre libros, le recomendaré el tuyo. Si nadie publica una reseña en las revistas y suplementos culturales, no te desanimes. Sabes mejor que yo que casi todos ellos son bazofia excremental. Porque a fuerza de masturbarse mentalmente con diacronías, metafonemas y pendejadas, se han olvidado de ti, que eres el hombre, el ciudadano que escribe un libro no para concursar a un premio sino porque le da la gana. La literatura española no tiene un sitio que ofrecerte porque tú perteneces a la literatura aragonesa y estás destinado a ser leído por tus inverosímiles paisanos. La cultura española está saturada de desprecio hacia las culturillas comarcales. Tú deja a los figurones con su figuración. Pasa de la denominada crítica como has aprendido a pasar de la política. Y si se te ocurre escribir otra novela, bien sabes que en mí hallarás al más devoto de tus lectores.

Juan Carlos Curutchet pone el dedo en varias llagas aunque no sea este el lugar de glosarlo. Sí de decir, contra lo que muchos aragoneses piensan sobre la disolución de nuestra personalidad, que para él -que, cuando venía a Aragón, encontraba a personajes desmesurados y se veía embarcado en surrealistas contextos- la región manifestaba un exceso de color local.

Sí que, en La Almunia, Zorrocotroco se leyó y vendió con profusión. Evidentemente, más por morbo –en los primeros ochenta, seguían vigentes muchos tabúes guerracivilistas- que por una repentina afición a la literatura.

De cualquier modo, el accésit suponía ya una cierta confirmación pero, sobre todo, fue el vicio de escribir que ya había inficionado a una nueva presa. Su siguiente obra, Pasos (1982), recogía, en cierto modo, el mundo de El patio, la primera novela que quedó sin publicar, aunque de ninguna manera fuese un refrito ya que personajes y escritura eran nuevos. Sí que es la Zaragoza del casco antiguo, que tan bien conocía, con sus menestrales, sus tabernas, su mundo popular y ya en desaparición, el ámbito que se constituye en el eje de la narración. Para no discurrir demasiado, copiaré lo que escribí en su contraportada:

Pasos se desarrolla en el casco viejo de Zaragoza y es un desfile de vidas que conforman un análisis crítico de ciertos especímenes sociales llamados a desaparecer. Humor, desgarro y lirismo se complementan para ofrecer un friso en que no faltan alusiones a personajes reales ni episodios que, en su obsolescencia, parecen constituir aullidos de auxilio de los protagonistas al vivir en un mundo que ya no se adecua a sus expectativas. El diálogo, con una sabia combinación de realismo y distanciamiento, constituye el eje en que se asienta la narración que en ningún momento cae en lo retórico. Un aliento de frustración, no exento de ternura, envuelve la novela, que deja entrever una duda universal a la que no es ajena la técnica perspectivista que se utiliza.

Esta vez la ficción narrativa de don José tuvo mejor suerte y se le concedió el Premio San Jorge de Novela de 1982. Incluso Horno Liria la reseñó en Heraldo de Aragón y Joaquín Cáceres lo hizo en Andalán.

Pero él ya se encontraba escribiendo la que, seguramente, es su obra de mayor fuste, El Agualí, nombre del paraje donde se ubica una amplia huerta, situada a cuatro kilómetros de La Almunia, aunque término municipal de Ricla, en la orilla derecha del Río Grío y propiedad de la familia desde 1888, en que su abuelo materno la compró para celebrar el nacimiento de Trinidad, madre del novelista. Cultivada por aparceros pero siempre refugio de una familia bastante unida, se convirtió en una especie de tierra solar o claustro materno que ha aglutinado a sus miembros. José pasó allí buena parte de su infancia y mitologizó su experiencia en esta novela, que narra líricamente el despertar a la adolescencia de un muchacho fascinado por la multiplicidad de estímulos que la realidad le presenta. La narración se desarrolla durante el período anterior a nuestra guerra civil. Aunque El Agualí se erige en protagonista pasivo del libro, no es esta una novela rural sino, sobre todo, una crónica de la floración del sentimiento. Vuelvo a copiar lo que escribí en su contraportada:

…así un lirismo magmático pero contenido se aúna con la habitual capacidad del autor para el diálogo y la observación de personajes que ha quintaesenciado sus anteriores dotes para la captación de una realidad múltiple y nos ofrece aquí el correlato de un microcosmos donde naturaleza, despertar sexual y vida cotidiana se integran sin estridencias. Pese a todo, el autor no ha prescindido de su peculiar expresionismo aragonés ni del buen humor que caracterizaba a sus anteriores incursiones narrativas.

La novela proporciona una expresión de verdad y humanidad cauterizadas por un suave escepticismo que evita la caída en la fácil evocación o en la seudoidealización encubridora de una visión del mundo chata y desprovista de la necesaria ambigüedad. Emoción y sinceridad, servidas por un lenguaje fresco y espontáneo que no desdeña la ironía ni la sutileza, se funden  para entregarnos un friso narrativo donde amenidad, reflexión y difícil naturalidad sumen al lector en un mundo a mitad de camino entre lo paradisíaco y lo reconocible.

También esta novela obtuvo premio, el “Flor de Nieve” de Novela, convocado por el Ayuntamiento de Benasque. Sin embargo, su edición de nuevo hubo de ser sufragada por mi padre y apareció al año siguiente (1986). Obtuvo también un par de reseñas: la  de Horno Liria en Heraldo de Aragón y la de Juan Carlos Curutchet en El Día, que tituló “Un clásico de La Almunia”. Años después, Tomás Herrero Magén realizó una guía didáctica de la novela para los cuadernos “Escribir en Aragón”, que se publicaban dentro del ciclo Invitación a la lectura.

A partir de aquí descendió el nivel creativo de José Barreiro. Tal vez, porque ya había descargado lo principal de lo que llevaba en su interior o porque repitió en exceso sus temas y obsesiones. Lo cierto es que no supo dar con el tema o la forma para enfocar una nueva novela que lo satisfaciera. Sí que, reuniendo escritos de uno y otro jaez, autobiográficos y narrativos sobre todo, publicó en 1994 Usted lo pase bien, cuya contraportada pregonaba:

Libro misceláneo, Usted lo pase bien comprende una serie de relatos, recuerdos y reflexiones en los que José  Barreiro Soria da suelta a su universo personal cuajado de humor y humanismo.

Mundo que gira en torno a la evocación de personajes que acopian el pintoresquismo de lo vulgar, el escepticismo del revolcado por los azares del tiempo y la elegía por un mundo que se aleja o descompone. Todo ello empapado de un lirismo que matiza la recuperación de ámbitos como el de su universo natal –La Almunia-, de vivencias en las que se percibe el latir de una humanidad a la que sirven tanto un costumbrismo de buena ley como la distanciada consideración de lo patético de nuestros afanes.

No  falta la reflexiva ponderación, la irónica disquisición sobre los tics sociales ni el anhelo por un mundo mejor al que disfrutamos. En medio de estas historias, descabaladas de tan humanas, se percibe el anhelo por algo mejor que no hemos sabido alcanzar. Ideal que, por muy inaccesible que se muestre, merece figurar siempre en nuestro horizonte.

Era el primer volumen de José Barreiro que llevaba un prólogo. En este caso, de Miguel Pardeza. Y no me deja de satisfacer que los mejores textos sobre mi padre se deban a dos grandes amigos míos como lo fueron Juan Carlos Curutchet –muerto prematura pero muy plácidamente- y lo es Miguel. Entre otras cosas, porque su honestidad intelectual nunca les hubiera permitido escribir algo distinto a lo que pensaban. Mi padre, para bien y para mal, no tuvo amigos en el mundo de las letras y sólo en su última época tuvo algunas relaciones con el grupo de escritores que Joaquín Mateo Blanco había formado en torno a la Biblioteca de Aragón. Sus dos grandes amigos de siempre fueron otro agente comercial, Manolo Val, al que conoció en la primera posguerra, hombre delicado, contradictorio y timidísimo, y Enrique Romeo, “Curro”, agricultor y después representante y fontanero, de muy humilde origen. A Curro lo conoció desde chico y, aunque siempre vivió y, afortunadamente, vive en La Almunia, su contacto fue constante. No es para ponderar el amor que se tuvieron. Curro es un hombre fundamentalmente bueno, autodidacta de los que leen las enciclopedias empezando por la A y terminando por la Z, de una inteligencia natural admirable y amenísima conversación. Aparece en todos los libros de JBS con el nombre de Godina.

A todos mis amigos, les fascinaba la personalidad de mi padre. En cuanto podía, les endilgaba consejos, pautas de vida y filosofías, de cariz entre sensato y disparatado y lo que siempre les recomendaba era el respeto a las mujeres. Citaré algunos de los comentarios de Miguel Pardeza en el prólogo:

(…) autor esmerado, cuya labor postrera se ha visto coadyuvada por ciertos desapegos e intuiciones: así, por ejemplo, la ausencia de temeridades e impaciencias que aguijonean al escribidor novel (…), el aprovechamiento de una ilustración sin alharacas, cuya génesis y cuyo esmero arraigan tanto en las raras virtudes del sentido común como en  una infrecuente poderosidad estilística (…) Usted lo pase bien (es) una aventura de la memoria, una ceremonia del recuerdo, una tramoya de evocaciones en virtud de la cual se logra el milagro del Ser, un ritual taumatúrgico de reconocimiento de la propia identidad y, si cabe, de redención (…), una mirada crítica del hombre despierto, al que su propia lucidez y agudeza, lejos de enchironarlo en el resentimiento, la envidia o el odio, le han abierto la sabia y apacible visión del humor y el escepticismo. Es la sabiduría del hombre que, frente a las amenazas de la daga, busca la meditación y el entendimiento bajo la sombra de un olivo (…), la voz queda y lírica, hora de exabruptos y tosquedades, que pone inteligibilidad a una conciencia sin venganzas, pulida en el troquel de un humanismo popular y antiguo (…) Por todo ello no extraña que La Almunia de Doña Godina (…) ocupe un puesto relevante en las configuraciones positivas de este y anteriores libros. Las acequias, los senderos perplejos de abrojos, la bullanga siempre amenazante de los gozques, el lento y cansino tránsito de los burros; la totalidad de las realidades inmateriales, florales y animales  que aguzó la imaginación infantil de José Barreiro, encarna, por ósmosis, los momentos vividos del autor, ya idos, aunque no muertos –nada muere-, y, a través de esa reconquista,  la niñez, la juventud  y las demás edades del hombre que fue y es el autor van recomponiéndose y prolongándose en sensaciones y experiencias resucitadas.

Efectivamente, ese amor al pueblo que lo vio nacer aparece por doquier en todas sus obras. Incluso en las dos que ahora se publican aunque ninguna de ellas se desarrolle en él. La novela corta Cuarto menguante se sitúa en un pueblo de Burgos, durante la época de la posguerra pero en ella los personajes, el ambiente y otros elementos podían ser perfectamente trasladables a La Almunia. Hasta se le escapa algún toque, como los nombres del monaguillo Canelica  y de Antoñico, el de la Aceña, asfixiado al caer en el trujal, o claros aragonesismos como, “capuzó”, “ventano”, “zeneque”…

Se trata de nuevo de otra novela unanimista, perspectivista, conductista o como quiera llamársele, que estos y muchos otros nombres se han dado a la técnica utilizada por las narraciones que reducen el tiempo y el espacio y en las que pululan multitud de personajes; en el caso de Cuarto menguante, alrededor de los setenta. Sabido es que esta técnica la inició John dos Passos en Manhattan Transfer (1925) y, con algunas variantes, dio lugar a varias de las novelas más importantes del siglo XX, como Los monederos falsos (André Gide, 1925), Contrapunto (Aldous Huxley, 1928) o Berlin Alexander Platz (Alfred Döblin, 1929). No fueron estos los modelos directos de José Barreiro sino La colmena de Camilo José Cela, autor al que también siguió el narrador almuniense en algún otro de sus tics o manierismos y al que, de hecho, se puede considerar como su influencia narrativa más constante.

Cuarto menguante refleja el ambiente de estrechez mental, represión moral, penuria económica y mediocridad de la posguerra española con un mosaico variopinto de personajes, algunos de una pieza, pero también con elementos contradictorios, que podrían haber dado lugar a otro desarrollo en una novela de mayor recorrido. Si hay un protagonista, es el adolescente Román, el hijo de doña Rosa -el otro personaje de mayor presencia-, que reúne características que pueden considerarse autobiográficas, aunque no al cien por cien. Román es un inadaptado, un idealista, alguien que se sabe distinto a la mayor parte de la chiquillería del pueblo y que, finalmente, termina encontrando su camino en el arte. No es esta, sin embargo, una novela de realización personal sino, como se dijo, un friso en el que lo costumbrista, lo social y hasta lo humorístico son los elementos que presiden el tinglado.

Celianos son también los diálogos entre dos voces inconcretas, donde el propio narrador incorpora material narrativo, preguntando y contestándose a sí mismo. De hecho, el estilo que predomina en la novela es el conversacional. Son diálogos breves donde cada uno expresa los matices de su personalidad, de su visión del mundo o de su cortedad y chata perspectiva. En ocasiones, José Barreiro pone en boca de los personajes expresiones convencionales del tipo: “Que Zamora tampoco se tomó en una hora” con un pujo de reproducir la mentalidad de la época pero también, de ironía. A veces, se recurre incluso a lo fantástico, como en los diálogos entre dos de los personajes mejor resueltos de la novela: el espíritu de don Asterio, padre de Román y muerto en la cárcel tras la contienda, y Mosén Prisco. El primero se manifiesta como espíritu al cura y entre los dos mantienen estupendas conversaciones.

Una de las mayores virtudes de Barreiro Soria como narrador, y que se pone de relieve en todos sus libros, es la construcción de breves episodios –muchas veces basados en anécdotas reales- contados con soltura, humor y el punto escéptico que casi siempre acompaña a JBS. Véase, por ejemplo, el lance de la descubierta a casa de Santiago el Romo, pobre jornalero, a cuya mujer se beneficia Escanilla. Episodio ejemplar porque a la finura psicológica y gracia con la que está contado se une el toque social y crítico: la coyunda se produce con el consentimiento de Santiago porque su pobreza le impide mantener decentemente a su familia y se une, también, lo dramático: el suicidio de Santiago cuando se da cuenta de que el hecho va a ser conocido por todos, lo que significaría la pérdida de la poca dignidad que le queda a quien es ya uno de los últimos eslabones de la cadena social.

Ya se dijo que la estrechez mental, el dominio del tópico, las fechorías de la niñez salvaje, la inmutabilidad de las jerarquías presiden el discurrir de Fontubia. Quizá para un lector joven y poco documentado, estas relaciones sociales pueden ya resultar pintorescas porque la sociedad ha evolucionado de forma brutal en poco más de medio siglo. También puede resultar extraño el idealismo de Román, contrafigura del autor y, en cierto modo, autoexcluido de esas relaciones; pero estamos hablando de otra época, aquella que, precisamente por su intensidad y sus carencias, quedó grabada hasta lo hondo en la sensibilidad del novelista y de la que difícilmente sabía escaparse en sus ficciones.

La novela flojea hacia su final, coincidiendo con el viaje de Román a París, un poco traído de los pelos, tras haber obtenido un premio en un certamen pictórico. París –único punto fuera de España que conoció JBS- ya resulta menos creíble que Fontubia y el desenlace de la novela resulta asimismo algo convencional. Ya se sabe que las novelas escritas con esta técnica unanimista y elíptica, pueden y suelen acabar cuando el autor decide cortarlas. Es, por cierto la elipsis, que efectivamente viene requerida por la aludida técnica narrativa, otro de los aciertos narrativos de JBS. Nunca acumula exceso de material narrativo ni se nos abruma con detalles. Siempre se sugiere y muchas veces se deja la acción en suspenso.

No olvidemos, sin embargo, que se trata de un escritor popular y de allí vendrán, claro está, sus limitaciones y aciertos. Uno de estos, los nombres y apodos impuestos a sus personajes. Otro débito a Cela pero, sobre todo, a la inventiva, gracia natural –y, también, a la maldad- de sus coterráneos almunienses, verdaderos maestros, como sucede en otros pueblos aragoneses, en el arte de calificar a sus vecinos: Vitaminas, Pasitos, El Polainas, Sulfamidas, Persianas son apodos que hacen relación a características personales y que definen a quienes los soportan bastante mejor que su propio nombre de pila. Precisamente, el narrador compiló también una relación de motes de almunienses de sus tiempos de chico, con una breve definición de la persona o el motivo del apodo, que sería interesante publicar ya que resulta un documento que traslada una curiosa información folclórica, sociológica, psicológica y, por supuesto, lingüística.

Menos interesante resulta la otra novela corta incluida en este volumen, El viaje, a menudo socorrida e irrelevante en sus planteamientos y con menos pulso imaginativo y estilístico. Aquí, el protagonista principal es Juan Herrera, un jubilado que no ha conseguido nada en la vida, timorato y lleno de frustraciones, hundido en la grisura y en la renunciación, propias de un tiempo donde las aspiraciones tenían poco cauce para manifestarse. Cuando, inscrito casi sin querer, en uno de esos viajes de la llamada tercera edad a Benidorm, encuentra el amor con la intensidad que siempre ha deseado, un achaque propio de sus años lo devuelve a su realidad de siempre, cada vez más sombría ante la presumible cercanía de la muerte.

Y, de nuevo, una sinfonía coral de personajes secundarios, en este caso, jubilados y jubiladas casi siempre de la misma mediocridad personal que Juan Herrera, con sus conversaciones tópicas, sus preocupaciones de mesa camilla, tratando de vivir en su vejez lo que no pudieron antes disfrutar e inscritos en la irrelevancia.

He hablado de mediocridad porque es lo que predomina en el relato. En ningún momento sucede nada que tenga el rango de extraordinario. Es, tal vez, la expresión de la trivialidad en la que se retrata y reconoce toda una generación popular y de clase media, baqueteada por el franquismo. Una soterrada protesta se percibe en estas vidas: Tuvimos que trabajar como bestias y, a cambio, se nos entregó frustración, represión y un mundo que no permitía canalizar ninguna aspiración que escapara de lo prosaico. Sin embargo, un optimismo casi irresponsable prende en la mayor parte de ellos que sienten que ahora viven mejor que lo hicieron nunca. Sólo Juan Herrera, como todos los personajes principales de José Barreiro, a cuestas con su inadaptación, se solaza en sus incapacidades, en sus impotencias, en su falta de atrevimiento para haber logrado vivir como hubiera deseado. Cuando su único y tardío triunfo acabe siendo desmontado por los achaques de la edad, se disolverá su personalidad hasta convertirse en una suerte de saco vacío y sin voluntad.

Como en otras novelas anteriores y, sobre todo, como en Cuarto menguante, la obsesión por la luz es un componente fundamental, una obsesión de los personajes que tienen al narrador como contrafigura, obsesión que estuvo en la persona de José Barreiro y que lo acompañó durante toda su vida. La luz es símbolo del ideal inaccesible, uno de los principales temas de la literatura de todos los tiempos. Esa aspiración creativa y de perfección que mi padre arrastró a lo largo de los casi setenta y nueve años que vivió y que quiso encauzar en la literatura que le proporcionó felicidad y distracción, frustración y tropiezos, ilusión y dudas y que, ojalá, sirva para mantener, durante un tiempo más generoso que el que le tocó vivir, su memoria.

comentarios
  1. Miguel dice:

    Hola, he acabado aquí no sé cómo buscando información sobre las huertas de La Almunia. Al principio no sabía de quién hablaba hasta que he recordado que hay un pequeño parquecito con un recuero a su padre en el pueblo. Googleando he verificado que localizar ejemplares de la novelas de su padre debe ser dificultoso. Imagino que quizás exista algún ejemplar en la biblioteca local, o quizás no Particularmente me atrae Zorrocotroco. ¿Alguna recomendación de donde buscar?
    Saludos cordiales

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