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(Publicado en Leyendas aragonesas inéditas, Zaragoza, El Periódico de Aragón, 2022, pp.  63-76)

El seco Aragón no ha sido propicio a leyendas, más adecuadas a lugares húmedos, gustosos de las narraciones nocturnas en torno a la lumbre, mientras afuera cae el orvallo, silba el aquilón y la Santa Compaña fatiga las fragas. Por eso, los galaicos han alumbrado, por ejemplo, a un Cunqueiro y los aragoneses, a un Alberto Casañal y su fiera zurrupia. Si hay un héroe legendario aragonés, es el nunca bien ponderado Pedro Saputo, con su somardez, su naturalidad, su insolencia y su sorna. Pero el de Almudévar no pasó, que sepamos, por la comarca del Jalón, aunque bien pudo atravesarla cuando, con misión encargada por el Concejo de su lugar natal, marchó a la Corte para entregar personalmente al rey los tres magníficos frutos que una higuera borde, inopinadamente, había generado. Sabido es que, como corresponde al folklore, Saputo se comió dos por el camino y al preguntarle el monarca por ellos: “¡Te los has comido! ¿Y cómo lo has hecho?”, respondió Pedro: “Así”, al tiempo que se zampaba el restante.

Pero no quedó ahí la libérrima desenvoltura de su lengua. Complacido el rey de esa mezcla de descaro e inocencia que, por lo sorprendente y exenta de malicia, suele caer bien a quienes nos tratan, le pidió parecer sobre lo bien provisto de su mesa:

 -¿Habrá algún príncipe en el mundo que, sin traer nada de fuera de sus estados, la tenga tan regalada?

 La hipocresía y la insinceridad están reñidas con el respeto y el afecto que a todos prójimos debemos. Pedro no respondió como diplomático sino como persona de bien y hombre libre:

  -Me parece que no, porque no hay ningún reino en el mundo que produzca tanta variedad de cosas y tan excelentes para el regalo de la vida. Pero faltan muchas, señor, en la mesa de V. M., que yo, siendo lo que son, las tengo cuando quiero mucho más exquisitas o las como, que es lo mismo. Porque vuestra Majestad no come el pan de Huesca ni de Andorra…

Y, así, Pedro va enumerando a su Majestad el carnero de Monegros, los nabos montañeses y de Mainar, el cardo y la escarola de Alcañiz, el queso de Tronchón, el aceite de Fórnoles, las uvas de Ráfales, las cerezas de Monzón y Torre del Conde, los higos de Maella, las granadas de Fraga, la aceituna negra y curada de la Tierra Baja… Ninguno, como vemos, de la zona del Jalón, pero sí que termina asegurando que “si mis paisanos los aragoneses no tuviesen el talento de hacer de buenas uvas, mal vino, mandara vuesa merced traer del campo de Cariñena y otros, y la hombrearían con los mejores…”

Con leyendas o sin ellas, mi tierra está en torno a las riberas del Río Grío, que hasta mediados del siglo XX muchos naturales llamaban Gríu, y así figura en muchas topografías, probablemente porque el habla de la zona, profusa en arcaísmos, era tan amiga de olvidar la “d” intervocálica en los participios, como de cerrar las oes finales: “Ya está llorando el crío; se habrá cascau otro tozolón”.

El río Grío, escenario del crimen

Desde su nacimiento en la sierra de Algairén a más de mil metros, Grío desfila durante casi siete leguas hasta desembocar en el Jalón, muy cerca de Ricla. Ni desfila ni corre siempre, porque es río que sólo lo demuestra cuando lluvias o deshielos hacen que justifique su nombre. Nosotros, y supongo que nuestros ancestros, lo llamábamos El Cascajar y convertíamos sus piedras en coches para nuestros juegos. Eran tiempos en los que, bajo cada una de ellas, se protegía del sol o anidaba un escorpión, un coleóptero, un ciempiés… lo mismo que debajo de cada tormo de tierra recién labrada aparecían multitud de rojas y viscosas lombrices.

Hasta llegar a su fin, Grío ha pasado por los términos de Codos, Tobed, Santa Cruz de Grío, el hoy deshabitado Aldehuela de Grío, La Almunia y Ricla. En sus inicios, la corriente fluye protegida por una profusa vegetación mediterránea, que hace muchas veces imposible seguir el cauce; después, se ensancha el horizonte, sobre todo a partir de Los Palacios. Este paraje situado en su margen izquierda concentraba un manantial y una ermita tardorrománica con su Virgen y su casa de labor. En los días festivos y hasta los años sesenta del pasado siglo, acudían allí  los almunienses para almorzar, merendar y solazarse y, como cuentan algunos cronistas del siglo XIX, para bailar jotas que maravillaban a los viajeros ya que, desde ese lugar y durante unos dos kilómetros, discurren hermanados y paralelos el río y la carretera nacional de Madrid a Zaragoza. No la autopista, construida en cota más alta.

Poco más allá, tras pasar bajo los arcos de un puente de triple arcada, Grío fluye hacia Ricla, mientras la carretera continúa hasta La Almunia, distante ahora una media legua. En el primero de estos tramos se desarrolla nuestra leyenda pero, antes de exponerla, diremos que estos parajes, pese a estar muy cercanos a pueblos señeros como Morata de Jalón, Ricla, La Almunia o Alpartir y a una carretera nacional, han dado lugar a algún otro asunto legendario que debo relatar mínimamente para contextualizar los hechos narrados, ya que estos se suceden en un escenario no superior a los diez kilómetros cuadrados.

Si se cruza bajo el mencionado puente y se deja el río a la derecha por una pista en buen estado, en menos de un kilómetro, se llega a una abrupta pared en cuya cima hubo clavado un palo hasta hace siete décadas. Es historia que está relacionada con la fundación legendaria de La Almunia. Así, Doña Godina, de la que estaba enamorado el moro Michén que también da nombre a una acequia del término, con el propósito de desembarazarse de él, exigiole que, como prueba de su amor, habría de hincar su lanza, escalando por la roca vertical, hasta clavarlo en su parte más alta. El moro galán lo logró pero, al descender, despeñose y no pudo obtener el fruto de su esfuerzo. Cuentan que una patrulla del Frente de Juventudes, que accedió al palo clavado en la roca por la parte trasera mucho más accesible, lo sustituyó por una bandera española. No seré yo quien asuma los prejuicios de muchos ignorantes despreciando una bandera con casi tres siglos de historia pero sí que, en este caso, comparto las manos justicieras que hicieron desaparecer el nuevo símbolo que, allí, sólo recordaba la ignorancia y la barbarie.

El Palo del Moro

Cortado del Palo del Moro

La vaca de Morata

Como no hay luz sin sombra, en Morata de Jalón también alcanzó celebridad su vaca y no por su bravura, como el levantino toro Ratón. “Quedar como la vaca de Morata”, que aún se usa, es igual a quedar como lo hicieron García y su macho, Cagancho en Almagro o el cochero del popular dicho. La vaca en cuestión, que acarreaba fama de fura, ignoró que sus empleadores la sacaban para embestir, se cagó en el ruedo y se sentó encima. Y yo creo que hizo muy bien.

El Monasterio de San Cristóbal.

Situado en las cercanías de Alpartir y muy cercano a los escenarios de nuestro relato, a mediados del siglo XV se erigió el hoy arruinado convento franciscano dedicado a San Cristóbal, patrón de los viajeros, a los que prestaría cobijo al estar situado junto al camino real.

Pocos años atrás, en el muy próximo Pueyo de Aranda, fue asesinado el Arzobispo de Zaragoza, García Fernández de Heredia, uno de los delegados en el llamado Compromiso de Caspe, convocado para acordar la sucesión al trono de Aragón. Cuando el arzobispo regresaba a su sede desde Calatayud, donde se había entrevistado con Antonio de Luna, partidario del Conde de Urgel, mientras que el prelado defendía la candidatura de Fernando de Trastamara. No debió de quedar contento el de Luna con lo parlamentado y el 1 de junio de 1411 atacó con sus partidarios al arzobispo, a quien dieron muerte, lo que, al fin, resultó negativo para su causa y la corona de Aragón terminó ocupada por Fernando I.

Ruinas del Monasterio de San Cristóbal (Alpartir)

El barranco de las Conchas

Otras leyendas menores se vinculan con los fósiles de la era Mesozoica que abundan en la zona, por entonces bajo las aguas del mar de Tetys que, someramente, cubría lo que hoy es el macizo ibérico. Así, denominábamos Barranco de las Conchas al que, surgiendo de los montes vecinos, desaguaba las tormentas en el río Grío. En su último tramo dicha rambla recibía el nombre de Barranco Mateo. Entre sus zarzas, aparentemente inexpugnables, se escondió en los primeros días de la Guerra Civil el tío Clariana, aparcero en la Huerta Soria. Pero lo encontraron y esto no es leyenda sino asesinato.

Maleza en el Barranco Mateo

Volviendo a los fósiles, nosotros hallábamos en el barranco conchas, almejas, caracoles, langostinos y leña. Hasta que llegamos a tercero de bachiller no supimos que las primeras eran Ronchinellas; las segundas, Terebrátulas; los terceros, Belemnites y los citados en penúltimo lugar, Ammonites. La leña, supongo, provendría de fragmentos vegetales. Quizá fuera tal lo que en forma de  higo mi tía Coda encontrara de niña en el panzudo monte que antecede al Palo del Moro, lo que deparó que el alfoz del hallazgo se denominase desde entonces “Monte del higo”. No hay que extrañarse de estas curiosidades paleontológicas pues durante el periodo Jurásico también merodeó por allí el llamado “cocodrilo de Ricla”, al que puede visitarse en el Museo de Paleontología de la Universidad de Zaragoza.

Monte del Higo

Junto al citado Monte del Higo y dejando a la izquierda el que llamábamos Cementerio árabe, una pared de adobe, yeso y tapial cuyos agujeros cilíndricos no habían albergado nichos sino colmenas, progresaba el camino, fértil en fósiles, que llevaba a la Cueva de la Sima por la que, cuando niños, serpenteábamos, como en años subsiguientes lo hicieron los espeleólogos, que hoy la han cerrado y patrimonializado, con lo que la infancia ribereña del Jalón ya no puede estozolarse entre sus estalactitas. Esta gruta, llamada también del Mármol por el brillo de sus paredes, es prima hermana de la Peña María, que constituye el cogollo de esta historia.

La Peña María

El cerro que, una vez sobrepasados Los Palacios, deja el Río Grío a su derecha recibe este nombre por razones que nadie recuerda. Es cierto que cuando los pobladores del contorno, pastores o visitantes ocasionales se encuentran en la cima de las alturas cercanas –los inmediatos Monte Negro, Monte del Castillo, Monte Largo o Alto de la Perdiz, situado enfrente- suelen tentar al eco, repitiendo a voces ”Maríííaaaaaa” y el sonido se expande por todo el valle hasta que, en pianísimo final, la última vocal se extingue y es sustituido por el canto de un pájaro o el rumor del río las escasas veces que las aguas de sus fuentes, a través de las tormentas o el deshielo, lo han surtido suficientemente. Es entonces cuando para los chicos se producía el milagro de que un cauce seco durante meses apareciese de pronto con la vida que le comunicaban los cabezudos, madrillas o culebras de río, que aparecían bajo sus aguas como por ensalmo. Esos niños sabían, porque la habían oído contar en las noches de verano a la luz del carburo o de un candil, la historia de la Peña María y sabían que no sólo al eco llamaban cuando, en sus correrías montaraces y haciendo bocina con las manos, gritaban ”Maríííaaaaaa” al  alcanzar la cima de cualquier alcor cercano.

Peña María

A la Peña María se subía con facilidad por su parte más alejada del río. Tenía cierto peligro porque estaba infestada de cuevas pero era una sola la que a los zagales interesaba, la Cueva del Árbol, así nombrada, porque el esqueleto de un lodono que había crecido en su misma entrada permitía acceder a ella. De otro modo, hubiera sido difícil y peligroso, pues se trataba de un hoyo y caer en él hubiera sido más fácil que salir de allí sin ayuda del árbol y de una soga que los aventureros solían llevar para bajar y subir con mayor seguridad y aplomo. Porque algo de éste hacía falta para penetrar en aquella oscura espelunca de cuyo techo colgaban innumerables ristras de murciélagos que se confundían con las estalactitas y, ante una presencia inesperada, volaban, chocaban y chillaban organizando un pandemónium ante el que había que mostrar cierta entereza para que la compañía no te tildara de cobardica, gabacho y flojeras. Pese a ese radar que, dicen, les permite no tropezar con los obstáculos, el espacio era tan reducido y la morcegalada tan numerosa que era inevitable sentirlos en la cara, en el torso y en las piernas, ya que el equipo de espeleología solía consistir en un mero calzón o bañador. Para colmo, el suelo consistía en una gruesa moqueta de murcielaguina en la que los pies vacilaban y se hundían. No era ello óbice para que en tiempos pretéritos los exploradores recuperaran el humano atavismo del depredador y capturasen unos cuantos ejemplares de estos quirópteros, tanto para mostrar su valor ante los adultos como para corroborar la crudelísima experiencia que les habían contado: acercándoles al morro un cigarro encendido, expelían un “¡¡Coño!!”, fonéticamente muy ajustado.  

En aquellos tiempos de generalizada pobreza y autarquía familiar, el excremento de los muchos murciélagos que habitaban en esta y otras cuevas de la Peña María era recogido como abono por los lugareños. Este guano o murcielaguina se sumaba al de los animales e incluso al humano contenido en  los pozos negros. El carro de los poceros, dedicados a vaciarlos y llevarlos a los femarales, con sus humus, sus emanaciones y su nutrídisima cohorte de moscas de todos los tamaños y colores, era un espectáculo infernal para los cinco sentidos del cuerpo y para todas las sensaciones que pudieran englobar el ánima y la sensibilidad del contemplador. Hasta mediados del siglo XX podían verse estos carros o las caballerías que transportaban el guano recogido por sus amos en las cuevas de la Peña María.

La Cueva del Árbol estaba entonces señalada por una gran piedra pintada de blanco, para evitar accidentes en tiempos de mayor tránsito que los que se sucederían. Era también creencia popular que estas cuevas habían albergado los cuerpos de los caídos en batallas que se desarrollaron en sus cercanías pero no se tienen noticias de que se hayan encontrado huesos humanos en ellas. Sí que ello contribuía a  producir ese temor ancestral al inframundo, adobado además en este caso por la coreografía murcielaguil y la creencia de que –digámoslo ya- el nombre de María era el de una bruja que debía de tener allí su asiento. ¿Correspondería a un ser real de épocas pretéritas o sería tan sólo un recuerdo de tiempos prerromanos, profusos en rituales cavernarios y en personajes femeninos cercanos a lo sagrado que podían ser sacerdotisas, vestales, sibilas, chamanas o mujeres con perturbaciones mentales, cuya diferencia, les proporcionaba el privilegio o maldición de ver de otra manera? Es probable que en la niebla de estos recuerdos relegados al subconsciente se aposentaran también figuras de seres reales que, a lo largo de los siglos, fueron tildados de brujas o brujos, por su sabiduría acerca de la naturaleza y sus plantas, sus conocimientos de curanderismo, su marginalidad o cualquier clase de heterodoxia. Lo cierto es que, a partir de la Edad Moderna, en la mente popular el concepto de bruja se identificó con una mujer, generalmente vieja y fea, capaz y gustosa de provocar el mal. Como los extremos se tocan, el hada sería su contrapunto. Pero mientras éstas no se materializaban en la vida real, las brujas podían perfectamente vivir en el pueblo o en sus contornos y dar suelta a sus males de ojo, a las pócimas de sus redomas y establecer con el Maligno los pactos y alianzas de rigor.

El grito con el que se concitaba a María en las proximidades de su Peña y que ésta respondía era para los chicos una confirmación de su existencia, una forma de exorcizar con el grito el miedo que les provocaba y una suerte de entrada en la edad adulta, el desafío de penetrar en su guarida y arrebatarle unos cuantos de sus servidores: esos mamíferos placentarios alados y membranosos, que “merecían” la tortura que se les aplicaba.

¿Pudo ser la referencia real de esa María, la última mujer de la que hay recuerdo de haber sido ahorcada en la plaza de La Almunia? Esta historia contaba mi abuela paterna y a ella también le había sido transmitida por una de sus abuelas. Transcurriría muy probablemente a fines del reinado de Fernando VII o en los primeros de la regencia de María Cristina, madre de Isabel II.

Dicha mujer estaba casada con un pastor al que todos los días llevaba la comida a los lugares en que solía aposentarse con su rebaño, normalmente las laderas de los montes que flanquean la margen derecha de Grío. De nombre María, disfrutaba de un amante, junto al que concibió librarse del marido, cuando surgiera la ocasión más favorable, pues en un pueblo resultaba harto difícil mantener el secreto de las relaciones. Descartaron el envenenamiento, por la inseguridad de su efecto -cada persona es un mundo y reacciona de distinta manera a una misma triaca- y tampoco tenían posibles para contratar a un sicario, aunque luego se supo que lo intentaron. Prevaleció, al final, la simulación de un accidente y, así, se convino actuar sin prisas y aprovechar la ocasión propicia. Ésta se presentó un lunes de principios de noviembre. Normalmente, Ventura, el pastor, utilizaba como mesa alguna de las grandes piedras que formaban una especie de círculo en la plana superior del monte del Castillo, el más alto de los collados vecinos. Quizá allí montaban sus consejos antiguos pobladores o, en fechas posteriores, grupos de amigos celebrasen lifaras asando longanizas y morcillas en la hoguera o asando patatas enterradas junto a piedras calientes. La brisa que por aquellas alturas acaricia durante los atardeceres veraniegos y la vista del valle eran un buen acompañamiento para otros placeres mundanos.

Monte del Castillo

Aquel día lloviznaba, las piedras del monte oscurecían su tono azulado y se mostraban bruñidas y resbalosas. Ventura, arrebujado bajo su capa, se encontraba sentado bajo la roca más alta del monte, que en algún modo lo protegía del agua, mirando el horizonte cuyo color y formas le indicaban que el temporal no duraría mucho. Allí le presentó María la escudilla con el potaje que, junto al pan y queso que llevaba en el zurrón, constituían su ración diaria. Tan imbuida como estaba en su propósito, María valoró la circunstancia y actuó rápidamente: un empujón inesperado y decidido y su víctima caería rodando hacia el vacío.

Lo acometió por detrás con la fuerza que entonces albergaban las mujeres del campo acostumbradas a todo tipo de trabajos. Cayó la escudilla y rodó Ventura primero por las rocas y después por la ladera a lo largo de casi cien metros. María quiso asegurarse y se allegó hasta él, por ver si yacía bien descalabrado. No obstante, se proveyó de una piedra grande para, si hacía falta, asestarle el golpe de gracia. Así lo hizo. Parecía muerto pero se aseguró propinándole un fuerte golpe entre los ojos y otro sobre la oreja izquierda. Allí quedó Ventura, sin ventura y boca arriba, como preguntando a los cielos si iban a acogerlo o la vida era una broma odiosa con infeliz final.

María había considerado que el tiempo, gris y pluvioso, habría impedido a cualquier testigo próximo presenciar el suceso, la lluvia justificaba cualquier resbalón y la piedra con restos de sangre la arrojaría a la cercana acequia de Grío, que nacía en el azud, cercano a Los Palacios. No existía por entonces la policía científica ni siquiera la Guardia Civil. Por tanto, pensó en recoger las ovejas, un tesoro que no podía perderse, llamó al perro, que olfateaba y lamía las heridas de Ventura, e hizo que juntara el rebaño para volver al pueblo, bien pertrechada de gritos y ademanes desesperados, para lo que las mujeres de entonces, que oficiaban de plañideras en todos los velatorios, tenían una espléndida preparación. 

Lo borrascoso del día deparó que no encontrara a nadie hasta llegar a La Cava, el antiguo foso que circundaba la muy noble y fidelísima villa. En la Puerta de Calatayud se encontraba fumando Cabeza Perro, el primero que recibió la noticia y la difundió a voces por todo el pueblo, a lo que en seguida se unieron las campanas. Se organizó la expedición para recoger el cuerpo de Ventura. No hubo que esperar mucho para que un mozo se presentara en la alcaldía para aducir que había visto, juntos y entregándose al deleite, a la María y al Liborio en la cuadra de la modesta vivienda sita en la calle de los Lanceros, donde habitaban Ventura y María, además del burro que ocupaba dicha cuadra. A ésta la separaba de la vivienda trasera colindante una tapia de algo más de dos metros pero, encaramado a ella, era posible vislumbrar lo que sucedía en el interior de la misma. Nada interesante a priori, pero ¿qué no harán la curiosidad, la vida sin expectativas ni horizontes y la alparcería rural por salir de su triste rutina?

El alcalde, cuyo cargo era renovado anualmente por el maestre de la Orden Hospitalaria Sanjuanista, que señoreaba esa tierra, mandó detener a los dos sospechosos. Aplicóseles tormento y ambos culparon al amante, que hasta hace unas horas alegraba sus nervios y sus horas. Nadie dudó que merecieran ser ahorcados. Lo fueron, a los pocos días, en la plaza de la Villa sin que faltara un solo vecino que no estuviera impedido, incluso alguno de estos fue llevado en parihuelas o en la “sillica de la reina”, para contemplar la justicia o el escarmiento. En el cadalso, ambos penados, que en el tormento  habían inculpado a su pareja,  intercambiaban ahora gritos guturales: “Liboooriooooo”, “Marííííaaaa”, emitidos entre el amor y el terror, lo único que poseían e iban también a perder. Fue la última ejecución –fuera de las muchas deparadas por las consecuentes guerras civiles- que se ofició en el pueblo. La última ejecución pública y ejemplarizante.

Las voces de los condenados quedaron en la memoria de los asistentes y la tradición los vinculó con el eco, las grutas, los murciélagos, las brujas y los enterrados en la Peña María. Por eso, el confuso eco de la leyenda se mezcló con otras historias difusas del indefinido e inescrutable “tiempo de moros”, que convertía los colmenares de yeso y tapial donde se colocaban las arnas en “cementerios árabes”, los nidos de quirópteros, en tumbas de guerreros, los recuerdos del Mesozoico en higueras o el fenómeno del eco en las voces de ultratumba de unos amantes adúlteros ajusticiados…

Todo ese mundo que pervivió hasta hace tan sólo unas décadas ha sido definitivamente arrumbado con la construcción de un pantano que, para enriquecer a una empresa constructora y unos cuantos terratenientes, ha arruinado el paisaje, la vida animal, los olivos centenarios y todo el entorno natural y humano que se reconocía en los parajes que fecundaba el extinto río Grío.

Hace un año que, para celebrar la festividad de San Sebastian, patrón del pueblo, inserté aquí la primera entrega (A-LL) de una serie de fichas redactadas por mi padre, José Barreiro Soria  (V.https://javierbarreiro.wordpress.com/2012/03/02/las-novelas-de-mi-padre/), en la década de los ochenta, con los motes de personajes que recordaba, bastantes de ellos todavía vivos. Iban dirigidas a su familia y servían, además, para fijar su propia memoria y constituir una documentación de datos efímeros, en trance de perderse:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/01/20/una-relacion-de-apodos-en-la-almunia-de-dona-godina-i/

Como apunté entonces, tienen un estilo coloquial y desenfadado aunque no desdeñen la precisión. La buena acogida de esa primera serie, por parte de muchos almunienses, me lleva ahora a publicar la segunda. Espero que la disfruten y nadie se sienta ofendido.

Las fotografías proceden de Retratos de la Memoria I y II, libros editados por Santiago Cabello en 1997 y 2002.

La Almunia_Pta de Calatayud3

MAHOMA

Rafael Martínez, el del Fuerte. Tenían un chalet junto al Fuerte, con baldosas verdes, de lo más lujoso de La Almunia, allá por el año 1.932.

Proceden de Morata de Jalón.

Mahoma es el hijo, que, actualmente, cuenta unos 60 años. En la guerra fue capitán. Es abogado. Se casó y su padre le conquistó la mujer.

A Mahoma, actualmente, lo veo por ahí. Va todo derrotado, mal vestido, con una cartera vieja y una boina grande. Creo, trabaja con una gestoría.

Siendo muy chico recuerdo que se bañaba con nosotros en el pocico de La Olmera y decían que tenía un miembro descomunal –miembro noble- que para poco le sirvió, pues repito que su padre le pisó la mujer.

¡Pobre Mahoma!

El apodo, de nuestra época, acaso le venga de su facha: alto, delgado, con nariz aguileña, un adefesio.

MANANA

Chato Manana. Vivía en una huerta encima de la acequia Nueva, frente al huerto Las Delicias. Encima del restaurante de Peluquilla, El Español.

Creo se llamaba Antonio. Tenía una era en la que íbamos a jugar al futbol.

Se marchó a Barcelona antes de la guerra y no sé más de él.

MATAMOROS

Siendo yo chico creo que vivían en mi misma calle de Garay. Se marcharon a Calatayud, pero creo que volvieron a La Almunia.

Creo que eran tratantes de caballerías. El hijo, que posteriormente volvió a La Almunia, se dedicaba a la compra venta de frutas.

Ignoro la raíz del apodo.

MICHELÍN

Michelin Conford, segundo Dios. Se le decía esto porque aparecía por todas partes. Era hermano de Blas. Murió en la guerra, recién incorporado al frente. Era un buenazo, pero algo alocado, sin duda no era normal del todo.

Ignoro el porqué del apodo.

MINAS

José Mina (Sánchez) del tiempo de mis padres, que murió hace poco.

Varios hijos, José, Fernando, Conchita… Carniceros y ganaderos. Familia acomodada.

José Mina, el padre, de muy pequeños, nos regaló un cordero y le arrancó la cola “para conocerlo”. Cada año nos mandaba lana y un cordero, de los que paría…

Ignoro la raíz del apodo.

La Almunia_Calle Ortubia001

MODREGOS

Es apellido bastante extendido por La Almunia. Martín Choto, «Canario», es Modrego. Su padre era el recadero de Zaragoza. Otros tenían una Fonda al final de la calle de Ricla. Otro –Ojo Rayo– vive en Zaragoza.

MOLONDROS

Vivían en le callejón de la Plazuela de los Melones.

Familia algo larga. El más famoso “La Juanita”, marica perdido que se fue a Barcelona y, creo, operaba entre las capas aristocráticas. No sé la vida que llevará. En La Almunia se inició, pero tenía poco éxito y tuvo que salir escopeteando.

Juana la Molondra…

No se de donde les viene el apodo.

MONICA ALPARTIR

“Monica Alpartir, cabecica de ajo”, la insultábamos. Era una mujer vieja, de muy mal genio, que se pasaba las horas en misa y, cuando la puerta estaba cerrada, se sentaba en la entrada y se espiojaba.

Era diminuta, como una monica.

Vivía con otra hermana y, cuando murió ésta ,se decía que tenía guardadas catorce mil pesetas. La Monica Alpartir aprovechó esta herencia para comerse un par de huevos fritos. A resultas de esta comida se reventó. Tal fue el empacho que cogió. Vivían muy pobremente.

Supongo que procedían de Alpartir.

También se hablaba de que, cuando murió La Monica, saltaban los piojos de la caja a nubes.

MORO

Los moros. Recuerdo a uno de los hijos, un par de años menor que yo. Vivían en la calle de Boclín o el Vajillero.

Moreno si que era. No se si les vendría el apodo por el color de la piel.

NARANJERA

La tía Naranjera. Vivía en la Calle López Urraca, cerca de las Sindas. Tenía una tienda de frutas y recibía cargamentos de naranjas de Valencia.

Cuando venía algún cargamento, íbamos y, por diez céntimos, nos daba un pozal de naranjas tocadas.

Desapareció cuando la guerra. Creo no era de La Almunia.

OJO RAYO

Modrego de apellido, de la familia de los Modregos. Tiene tres o cuatro años más que yo.

El apodo le viene de un accidente que tuvo con la bicicleta (yo lo presencié) y se le quedó una cicatriz en la cara con el ojo un poco torcido hacia abajo.

Iba por la carretera que estaba con grava, recién asfaltada, se le cayó la chaqueta que llevaba sobre el manillar y se le metió en los radios. Cayó y se arrastró por la grava. Sobre la Virgen de la Oliva. Yo lo presencié.

PACUASO

Eran dos hermanas viejísimas que vivían en un huertecillo (donde ahora está un taller de reparación de coches, encima de la acequia Nueva). El Huerto Pacuaso.

Siendo muy chico (cuando estaban asfaltando la carretera, pues la he conocido de tierra) -sería el año 28- recuerdo haber ido una vez con mi padre por la noche. Había unos veladores y vendían cerveza.  A este huerto también le llamaban Las Delicias, acaso porque le pusieron este nombre al bar de las Pacuaso. Desapareció todo esto bastante antes de la guerra.

El apodo, acaso ellas se llamasen Pacuaso.

PAJEROS

Familia larga. Cuando se casó la Candelas, fui a la boda (tendría unos cuatro años), en la plaza de los Toros. No era boda, sino «enhorabuena». Daban un chocolate con unas cosas blancas (no recuerdo como se llaman). Fue esta Candelas sirvienta, creo que de mi tío Pedro.

Es familia muy disgregada. Un Pajero anda por el mercado central, como mayorista de frutas, siempre con su cuartelero en la boca, jugando a la baraja en los bares de las cercanías. Está muy bien conservado. Es bastante mayor.

Otro pajero es el que tiene el Bar Avenida.

El apodo supongo que será porque traficarían paja.

PANARROS

No los recuerdo personalmente.

Una hija casó por Venezuela y todos los años suele ir por La Almunia para Todos los Santos. A su padre le hizo una sepultura original.

Creo que a este padre lo mató la guardia civil hace muchos años, cuando venía de robar unas coles, sacó un cuchillo y le dispararon, Creo era pastor. Sería familia muy modesta. Esto debió ser allá por el año 20.

Ignoro la raíz del apodo.

PASCUALITA

Recuerdo una Pascualita que tocaba el clarinete en la banda de música.

Tuvieron unos mellizos que murieron a los días y, creo, –decían– los metieron en una caja de zapatos por lo pequeñísimos que eran. Tendría yo unos ocho años.

Era pequeñete y vivía en la calle de López Urraca. Tal vez tuvieran tienda de vinos.

Ignoro la raíz del apodo.

PATIÑAS

Recuerdo a una que vivía por el Arrabal.

PELÓN

O Pelones. Uno de ellos tocaba la trompeta cuando los Flechas. Varios hermanos, todos músicos. Uno de ellos vive en la Calle de Canañas, cerca de casa de Curro.

Ignoro la raíz del apodo.

PELUDOS

Manuel Martínez, el Peludo. Era algo cojo. Tenía fábrica de alcoholes. Curro trabajó con él.

Un hijo, Manolo, se casó y vive en Grañén (Huesca), administrando unas fincas, creo que de su mujer.

Familia de estos Peludos era Antonio Martínez, “Florián Rey” director de cine. Otro hermano, Rafael creo fue un pianista también algo famoso.

Ignoro la raíz del apodo.

PELUQUILLAS

Familia larga. Uno de los hijos es el que tiene el café mesón Español, al salir de La Almunia.

PERSIANAS

Un practicante que llegó a La Almunia sobre el año 45. Ya murió.

Tenía las pestañas largas y caídas. De aquí le viene el apodo.

La Almunia_Balcón con mazorkas004

PLATÓN

José Platón. Era el tonto del pueblo, pero no tanto. No sé a qué se dedicaba, sólo recuerdo que salía todos los días al auto de los Federos y recogía las barras de hielo que utilizaban en los bares.

Más que tonto, era tímido. Andaba con la cabeza ladeada y arrastrando un dedico por la pared.

Tenía veintitantos años, era medio calvo. Un hermano suyo trabajaba en el Juzgado.

El apodo le vendría precisamente de que era un elemento raro, con bastante cultura, que no sé dónde la habría adquirido.

POLLOS

La tía Polla. Vivían en la calle de los Lanceros o los pobres.

Recuerdo una hija “la Polla” y un hijo “el Pollo”. Luego, creo que pusieron carnecería. Vivían en la calle de López Urraca.

Ignoro la raíz del apodo.

POMBO

Era marido de una maestra. Tenían un hijo, Ismael, que venía a  la escuela.

El Pombo no hacía nada. Guisaba o algo así, como buen marido de maestra.

Se decía que, cuando mataron a Calvo Sotelo, comieron pollo… No sé qué fue de esta familia.

Del apodo, tampoco conozco su razón.

PONCIANOS

Varios hermanos. A la madre la fusilaron durante la guerra.

Vivían en la calle del Hospital o del Rosario. Uno de ellos, Ángel, venía a la Escuela con nosotros.

Marcharon a Zaragoza por la guerra. Aún veo por ahí a dos de ellos.

Ignoro la raíz del apodo.

PORRIO

Recuerdo del tío Porrio, un hombre de campo que  llegó a ser alcalde en tiempo de la República y apenas sabía firmar.

No sé más de él. Ignoro la raíz del apodo.

PRECAUCIONES

Un oficial de Telégrafos destinado a La Almunia sobre el año 45.

Al llegar, se hospedó en la fonda Martínez, propiedad de Blas y su hermano Mariano. Éste le comentó que tuviera cuidado porque en el pueblo ponían a todos apodo. El recién llegado contestó  que tomaría sus precauciones. Cuando subía a la habitación, Mariano se dirigió a la parroquia del bar, en la planta baja de la fonda: “A éste: el tío Precauciones”.

RANICA

No lo conozco pero creo es, o era, muy pequeño.

Como anécdota, una cuadrilla de bebedores iba a casa de alguien y al Ranica lo tumbaban en una mesa. Se hacía el muerto y todos lloraban a su alrededor y bebían. El Ranica se incorporaba de vez en cuando y trago que te pego; se tumbaba, de nuevo y todos a llorar. (Debo la versión a Curro, como otras muchas).

Ignoro raíz apodo.

REGADERA

Los Regadera. Familia que vivía en la huerta de “los Regadera” situada encima de las casas-chalets, donde Ismael tiene la bodega, junto a la acequia Nueva.

Actualmente, tienen el bar que hace esquina con la calle de Garay y la de los Pilones, o la placeta de los Melones.

Ignoro la raíz del apodo.

REINA

La tía Reina. Era curandera. Vivían en la calle del Hospital, la primera casa a la izquierda.

Con la madre, estuve para ver si le curaba una verruga de la mano. Le recetó tomate.

Tenían algún hijo. No recuerdo mucho más.

Ignoro la raíz del apodo.

 RELECHES

Los Releches. Uno era de mi edad, poco más o menos. Mala leche si que tenía de chico, y una cicatriz en la cara. Vivían por la calle del Rosario.

Ignoro la raíz del apodo.

RIJOLAS

El más viejo que recuerdo era el encargado de las luces en el pueblo.

Hijos de éste fueron Agustín (que murió en la guerra), otro que jugaba al fútbol, Evaristo, José, Margarita… Muy conocidos en La Almunia.

Ignoro la raíz del apodo.

ROMALDICAS

Pilar, la Romaldicas. También, Picotona. Vivía en la calle Garay. Hijas: Pilar la Fuchi y otra, Miguela, que casó con un sargento que vino por La Almunia en la guerra y. creo, se llamaba Bragas.

Cuando masaba, cada semana, nos traía a casa masa y se hacían tortas a la sartén.

SALOMONES

Vivían en la calle Frailla. Tenían una galera –carro con cuatro ruedas–  y hacían algo de transporte.

Padre, dos hijos, una hija.

Ignoro la raíz del apodo.

SANJUANICOS

Sólo recuerdo a una Sanjuanica, gorda, que está casada con Rafael, el del horno, donde llevamos los asados para comer en la huerta.

La Almunia-Casas de la carretera

SECOS

Vivían en la calle de Frailla. Recuerdo dos hermanos. Uno de ellos, Antonio, está casado con la hermana de Curro.

Ignoro la raíz del apodo.

SIN PENSAR

Vivían, padre e hijo, en una chabola por el camino de Calatorao.

Grandes borrachos. Al padre no lo recuerdo mucho. Al hijo lo mató un coche hace unos seis años, cuando subía, como de costumbre, bebido, a su casa.

Se cuentan grandes chistes de ellos. Uno, que teniendo un invitado mandó el padre al hijo a por vino y, como tardaba en volver, fue el padre y se lo encontró borracho. Entonces el padre se emborrachó también y, hasta que no bajó al pueblo el invitado y los vio, no supo de ellos.

El apodo les venía de que al hacer su casa o chabola se olvidaron de hacer la puerta. Y decían… “Trabajamos sin pensar, sin pensar y…  nos olvidamos de hacer la puerta”. De aquí les viene el apodo.

SISI

La tía Sisi. Una vieja que vendía en una cesta golosinas de chicos. Nos sentábamos cerca de ella y decíamos: “¿Iremos de excursión?” Y otro respondía “Sí, Sí”, y así, sucesivamente. Se enfadaba, claro.

El apodo le vendría de su costumbre de repetir tal afirmación.

TANA

No las recuerdo pero sé que una hija anda por el pueblo, en concupiscencia con todos. Dicen que tiene furor uterino.

También hablan mal de la madre (Viuda). La de las orejetas de Campano*.

Ignoro la raíz del apodo.

*Se refiere a que Campano la espió, a través de la reja de un sótano, mientras meaba y dijo a los otros chicos que le había visto “hasta las orejetas”.

TALEGAS

Vivían en el callejón de la plaza del Ayuntamiento. El padre tocaba el redoblante en la banda de música. Tenía un hijo de nuestro tiempo, que no se de él.

Ignoro la raíz del apodo.

TINAJEROS

Chato, el tinajero, el que más conozco. Familia larga. Vivían por la calle Boclín.

Ignoro la raíz del apodo.

TIÑOSOS

Vivían en la calle de los Lanceros. Uno de mi tiempo venía conmigo a la escuela. Varios hermanos.

Ignoro la raíz del apodo.

TOMATICOS

Vivían por una huerta. Recuerdo que uno, pequeñico, era gran corredor de carreras de pollos, para las Ferias. Hablo del año treinta y poco.

Ignoro la raíz del apodo.

TORDERA

Antonio, el Tordera. Trabajaba de dependiente en casa de Villamana, tejidos.

Creo que, al comenzar la guerra, fue al frente y cayó nada más llegar.

Era alto y delgado…, como el Tordera.

Ignoro raíz apodo.

TOROCACHO

Ángel Guerrero, amigo que venía a la Escuela. Andaba con la cabeza algo cacha (gacha). De ahí el apodo.

TRILLEROS

Tenían taller de carpintería en la calle del Hospital. Supongo que sus padres harían trillos. Cuando yo los recuerdo, se dedicaban ya únicamente a la carpintería.

Poco antes de la guerra, emigraron a Valencia el padre y el hijo pequeño, Manuel. No sé más de ellos. Pero en el pueblo quedaron Andrés (el que fundó El Patio) Victoria (que se casó y continúa en La Almunia), otra hija más pequeña y, por último, Ventura, que se vino a Zaragoza y tiene un gran negocio de maderas.

TRINQUETEROS

Eustaquio. Era cazador, algo cojo. Tenían la yesería de la cuesta de Gríu.

Hijos de este Blas (el de los monacos*), Manolo y la hija ,casada con Manolo el Cagarrutas de la huerta.

El del Estanco, también creo era Trinquetero.

La raíz del apodo debe venirles de que tenían el trinquete de la pelota, digo.

*Se refiere a que este en tiempos de la República solía decir, “Los huesos, pa’los monacos”, en vez de “para los perros”. Los monacos eran los monárquicos.

VIÑACERAS

Vivían en la huerta de La Viñaza, cerca de Ricla, donde tiene Josa el molino de piensos.

Recuerdo a la madre y dos hermanas, mayores. Marcharon para Zaragoza, acaso antes de la guerra. Creo haberlas visto alguna vez.

El apodo sería por vivir en La Viñaza.

La Almunia_Casas del Rabal

Al final de estos papeles, figura una lista con varios motes, algunos de los cuales había ya reseñados y otros, no. Supongo, los tendría mi padre apuntados para, en su caso, hacerles la ficha o aumentar algún dato en los ya escritos .

Carpo

Chato Manana

Gordillín-anguinas (¿)

Maniles

Matamoros

Mechas

Mina

Molacha

Momitos

Monica Alpartir

Morretes

Morrituerta

Pajaricos

Pataca

Patatero

Peludo

Peluquilla

Persianas

Picante

Picotona

Pichacorta

Piqui

Polla

Precauciones

Rasero

Ratón

Regadera

Regüete

Reluches

Rigores

Romaldicos

Roñosas

Sacasa

Sagrado Corazón

Salerito

Salomones

Sanjuanicos

Santos negro

Sapicos

Sarasate

Secos

Serios

Sin Pensar

Soso

Tana

Tanis

Tardera

La Almunia_Plaza de Garay0Tiñosos

Pese a ser el primer periodista español digno de recibir tal nombre, disponer de calle en el zaragozano barrio Oliver y existir un concurso periodístico que lleva su nombre ¿quién se acuerda de este alcañizano que fue tildado de pestilente, tabernario y famélico por sus contemporáneos? Hubo de ser otro polígrafo, Nipho, Mariano de Menéndez y Pelayo, quien rescatase su figura y sus escritos en su Historia de las ideas estéticas en España, libro que, por su caudal de información, preciosismo estilístico y capacidad de síntesis, debería haber sido de uso preceptivo en nuestras universidades, pues ¿dónde se pueden encontrar con más brevedad y precisión visiones generales sobre las corrientes culturales habidas en España o sobre los pensamientos que confluyeron  en ellas? El lector que desee hacer el experimento compare las escasas páginas que en él se dedican al neoplatonismo, a Kant o cualquier  otro filósofo con las confusas martingalas de cualquier manual al uso. Don Marcelino, soslayando sus arengas ultramontanas, que, hoy día, a nadie van a convertir, sabía expresar con justeza, amenidad e incisión lo que a cualquier otro cuesta sudores y rebufidos que, ineluctablemente, transmite a sus lectores.

 Nipho redactó íntegramente un buen número de periódicos, alguno de título tan sugestivo como El novelero de estrados y tertulias, Diario de bagatelas, El murmurador imparcial o El Caxón de sastre literato o percha de maulero erudito con muchos retales buenos, mejores y medianos, útiles, graciosos y honestos para evitar las funestas consecuencias del ocio. En este último, que se publicó durante treinta y un años, reprodujo inéditos de peregrinos, excesivos y hasta excelsos escritores españoles con un criterio tan pintoresco que el mamotreto constituye una verdadera fuente de disfrute, al menos para espíritus tan ricamente atrabiliarios como debió ser el suyo.

Enciso-Nipho y el periodismo002 Entre sus más de noventa obras, figura otra que habría de ser propagada en after hours, discotecas, verbenas y gabinetes sexológicos. Me refiero a El amigo de las mujeres o arte de hacerlas felices para dicha y dulzura de los hombres. Libros que ya no se escriben, pues hoy todo el mundo parece saberlo todo y así les va a las parejas.

 En La Almunia de Doña Godina, durante la II República, se convocó una manifestación en demanda de mayor atención socio-cultural a la comarca en la que un lugareño paseó una pancarta que rezaba: “¡Abajo los inorantes!” (sic). Grito que, a buen seguro, hubiera suscrito don Francisco Mariano Nipho y que hoy, pese a la profusión de masters, universidades privadas, públicas y populares, escuelas de verano, cursillos para nescientes y mojigangas diversas, conserva toda su vigencia.

(Publicado en El Día de Aragón, 26-I-1984 y, ligeramente actualizado).  El dibujo de Nipho es de Francisco Meléndez.

Nipho_Diario noticioso, curioso-erudito

 A pesar de que José Barreiro Soria, mi padre, salió de La Almunia de Doña Godina, en 1937 y con quince años, para vivir en Zaragoza , el apego y la memoria para todas las cosas del pueblo le acompañó toda su vida. Así se comprueba en las novelas que le dedicó (V. https://javierbarreiro.wordpress.com/2012/03/02/las-novelas-de-mi-padre/) y su conversación estaba siempre salpicada de anécdotas y recuerdos de personajes de su niñez.

No tengo la fecha precisa pero, supongo que en la década de los ochenta, redactó una serie de fichas con los motes de los personajes que recordaba, muchos de ellos todavía vivos por aquellas calendas. Su intención no era publicarlas sino que iban dirigidas a la familia y servían, además, para fijar su propia memoria y constituir una documentación de datos efímeros que un día, inevitablemente, se perderían. Por ello tienen un estilo coloquial y, a menudo, desenfadado aunque no desdeñan la precisión. Sin embargo, ya hace algunos años, miembros de la Asociación L’Albada, que tanto ha trabajado por la cultura y la memoria almunienses y a los que yo había comunicado la existencia de estos documentos, me comentaron su interés en publicarlos. Como supongo que la crisis ha aplazado sine die este tipo de intenciones y aprovechando, hoy 20 de enero, la fiesta de San Sebastián, patrón del pueblo, incluyo aquí una primera muestra de ellos, no sin agradecer a José María Pemán sus sabias indicaciones.

Las fotografías proceden de tarjetas postales y de los libros Retratos de la Memoria I y II que Santiago Cabello editó en 1997 y 2002.

La Almunia_Torre mudejar

AGUACIBERO

Derivado sin duda de Abacibero, tienda de bebidas*.

El tío Abacibero hacía de Capitán de Coraceros para Semana Santa. Era alto y grande. En la sacristía estaban todo el día bebiendo vino y cuando hacían el relevo nos gustaba ver al tío Abacibero, que iba un poco a traspiés.

Hijo de este es José, una gran persona, chófer del director de Heraldo de Aragón. Lo veo muy a menudo.

*Nota: La derivación real viene seguramente, de «abacería», tienda de comestibles, ultramarinos, coloniales… El abacero es quien la regenta.

ARTILLEROS

Vivían por el callejón de la calle de Ricla. Recuerdo, y creo que vive, uno muy alto. El apodo les vendría de la altura, supongo.

BAILOS

El tío Bailo y la tía Baila. Eran muy altos los dos. Vivían en la calle Frailla. Una hija también muy alta murió tuberculosa. El hijo creo está de conserje en el Casino.

BERNALAS

Vivían en nuestra calle (Garay). Una mujer viuda y dos o tres hijas y un hijo. Las hijas, guapísimas.

A partir de la guerra se marcharon a Zaragoza y no sé más de ellas.

Ignoro la raíz del apodo. Tal vez se llamaran Bernal.

La Almunia_Esquina calle de Garay

Esquina calle Garay

BETOVEN. “GORDITO”

Debió establecerse en La Almunia siendo yo muy chico. Tenía peluquería y era practicante.

Tenía la barbería cerca de la casa de Marcelino Cristo. Su mujer murió de cáncer al pecho; creo que se casó con una hermana de la misma.

Le viene el apodo de que tocaba el violín. Gordito, de que era algo pequeño y gordo. Aún vive. Tiene cerca de 80 años y anda por el pueblo en bicicleta, muy bien conservado.

BODEGAS

Doctor Bodegas. Don Paco, el médico. Gran bebedor, pero recientemente le dio el infarto y se cuida.

BOLOS

Familia de albañiles. El padre, creo era Fernando, y varios hijos. Dos quedan en La Almunia, Aurelio en Barcelona.

Triste odisea la de estos Bolos. El padre y dos hijos fueron eliminados durante la guerra.

BOTEROS

Vivían en la calle Garay. Vendían botos. Este negocio acabó hace tiempo.

Dos hermanas, que seguramente quedaron solteras, y dos hermanos. Uno que tocaba el redoblante y otro, Paco, el trombón. Este se casó y fue cartero, ya jubilado. Contrajo segundas nupcias con una de Bárboles. Un hijo les trabaja en el Banco de Aragón.

El apodo, del oficio de boteros.

BRUTA

La Tía Bruta, madre de Manolo Gil, casado con la Mariíca la Aguadora.

BUTANO

Evaristo Roy, Procurador. No sabía que le decían Butano, lo averiguó recientemente.

Tiene la cabeza cuadrada o redonda, hasta los hombros, colorada la cara, que le da cierto parecido a una bombona de butano.

Es una institución en La Almunia. Contemporáneo de mi padre, algo menor, vive una vida bohemia. Mucho se podría decir sobre él.

CABEZA MACHO

Tenía el bar de frente a Giral. Cabeza muy grande y pelo que ciertamente se asemejaba a los abríos.

CABEZA PERRO

Manolo Galán, el que tiene el Bar Manolo. Habitaciones, al salir del pueblo a la derecha.

Tiene la cabeza muy grande. De la escuela le viene el apodo.

CABEZONES

Dos hermanos que hacían carros. Tenían el taller en la plaza de los Melones.

Uno de ellos casado. Goyín creo es hijo y otra hermana que era amiga de la Coda*.

El otro hermano, Gregorio, permaneció soltero ,y pese a su carácter tímido y esquivo, cogía casi todas las noches grandes cogorzas y peroraba con locuacidad. Amigo íntimo de Gibeta, otro trompeta.

Acaso el apodo les viniese de que tenían la cabeza grande, particularmente el casado.

*La Coda:  El autor se refiere a su hermana, Pilarín Barreiro, conocida familiarmente por ese apodo ya que de pequeña solía decir que tenía un vestido con «coda» (cola).

CACHÁN

El mudo. Famoso entre nosotros porque tenía un campo sobre la acequia Nueva donde íbamos a bañarnos y, cuando aparecía el mudo, había que correr como diablos. Tenía malísima leche.

Una vez me encorrió a mí hasta Cantalobos y, por el olivo grande, bajé por la Yesería al pueblo. Algunos seis kilómetros.

Ignoro la raíz del apodo.

CADETES

Tenían toros de labranza, pero algo furos. Vivían  cerca de la calle Perales.

Uno de ellos, creo que después de hacer la guerra en Falange, pasó a la guardia de Franco, el que casó creo que con la Cucha

Ignoro la raíz del apodo.

CAGACIAS

José Gil, Cagacias.

Familia de recursos. Hijos: Carlos, Mariano, Fernando, Pilarín, etc., todos conocidos. Contemporáneo de la abuela (Trinidad Soria).

Tienen una huerta a mitad de camino en la carretera de Ricla.

Ignoro el origen apodo.

CAMPANOS

Debe de ser familia larga. Conozco a uno de unos cuarenta años, pintor de oficio.

Es famoso por sus borracheras y sus contrastes. Durante la cuaresma no bebe una gota. Es de la sangre de Cristo. Muy bruto.

CANELOS

Conozco a la Rosario la Canela, que tiene un bar en la plaza de España. Su marido, músico que tocaba el trombón y hace tiempo que no da golpe.

Esta Rosario es famosa por su genio y dichos.

Es familia algo larga.

Ignoro la raíz del apodo.

CAPUCETES

El más famoso, Antonio, el más feo del pueblo, según se decía.

Pilar la Capuceta, casada con Paco Martínez, el del horno de los Pedros. Su hijo, Paquito, construyó o dirigió la acequia del Palo del Moro, que suministra agua a la Huerta.

Familia muy acomodada. Ignoro la raíz del apodo.

CARAJACHOS

Familia de labradores acomodados. El tío José, el Carajacho, era famoso por sus agudezas y buen humor. Padre de Joselín (uno que trabaja en el Zaragozano) y de la mujer de Paquito Álvarez.

Ignoro la raíz del apodo.

CARNA

Lino, el Carna. Familia muy humilde. Este Lino era muy alto y delgado. Para la guerra emigraron a Zaragoza y yo le vi (hace mucho tiempo) vendiendo, con un cesto de cacahuetes en una esquina. Eran dos hermanas que,  creo, acabaron haciendo carrera, muy delgadas, paliduchas.

CASCARILLAS

De mi quinta. Permanece soltero. Venía a la Escuela. Poco más se de él.

Ignoro la raíz del apodo.

CASTELLANOS

Uno de ellos era jardinero del ayuntamiento. Poco más sé de ellos.

Ignoro la raíz del apodo.

CASCAS

Vivían en la plaza de los Toros. El padre, Julián el Cascas, montaba un carrico  que guiaba un cordero o mardano grande y solía ir hasta cerca de Los Palacios.

Recuerdo uno que, creo, lo mataron en la guerra. Y la Juliana, que está casada con Andrés, el Mechas.

El edificio del Mesón de la Ribera es de este matrimonio. Tenían carnicería. Han debido de ser grandes ahorradores.

Ignoro la raíz del apodo.

La Almunia_Plaza los Toros

Plaza Los Toros

CASULLA

Paco Casulla. Vivía en la calle Frailla. Hijos, Paco y Florencio. Paco, muy amigo de José María (Soria), de Barcelona. Creo que dos hijas, una madre de Paquito Álvarez.

Ignoro la raíz del apodo.

CEREMEÑOS

La huerta de la tía Ceremeña, donde ahora está el Bar Las Acacias.

Recuerdo a una hija, flamenca. Debieron de marchar fuera, para la guerra.

CESTEROS

Uno tiene zapatería en la calle de López Urraca. Casado con Leoncia, la Pataca.

CLARIANAS

Debe de venirles del apellido Clariana. Familia bastante extendida. Hay muchos Clarianas en La Almunia. De las últimas estirpes, el tontico del pueblo, uno gordote, que ya conocéis.

El tío Clariana, el que venía a la huerta, casado con la tía Candela, niñera de mi madre, era de esta estirpe. Gregorio Clariana.

CODINOS

El tío Codinos vivía en la calle de los Lanceros. Llevaba fama de tener el que más fuerza del pueblo. Decíamos que, frente a un brazal que no podía pasar la burra, se la cargó al hombro y la pasó él.

Era hombre un tanto extraño. Vivía casi solo. Murió ahorcándose en una viga de la cuadra y, cuando lo encontraron, estaba hediondo.

Los chicos nos acercábamos a él cuando iba hacia casa y nos contaba unas retolicas sobre murciélagos, unas cantinelas sin sentido, dichas muy deprisa, como trabalenguas.

COJO GARILLA

Vivía en la calle de los Lanceros. Era cojo con una pierna pequeñita, seguramente de parálisis. Son certeros en los pueblos para poner apodos.

COJO LAS CALLES

El que iba recogiendo la basura por las calles. Era cojo, con una pierna o pata de palo y andaba con un carretillo y su gorra de funcionario.

COMEGATOS

Vivían por la calle de las Monjas. Uno era maestro, muy bizco.

El apodo supongo les vendría porque comerían gatos.

CONEJOS

La tía Coneja. Vivía en el callejón de la calle de Ricla.

Un hijo, Eduardo, de mi tiempo, venía a la Escuela. Eduardo Gracia, el Conejo. Era hijo natural. Creo que lo tuvo su madre con ocasión  de servir en Barcelona.

CRISTO

Marcelino Cristo. El herrero del pueblo. Famoso por sus dichos insustanciales y su fama de cazador fracasado. Tenía siempre dos galgos muy secos y le tomaban el pelo por el hambre que pasaban.

Muy famosas las anécdotas de caza que se le atribuyen.

Su mujer, la Manuela, también era famosa. Hacía retacía (ratafía) y los chicos    -yo no- iban diciendo que les dolían las tripas para que la Manuela les diera retacía, que hacía con guindas. Tenía una cara que no sabías si lloraba o reía.

Famoso personaje. No sé la raíz del apodo.

CUCOS

Recuerdo a uno, antes de la guerra. Familia algo oscura.

Ignoro la raíz del apodo.

CUCHOS

Vivían por la Ceña, cerca del cine.

Fue famosa la hija, la Cucha, que se hizo falangista, antes de la guerra, y luego bulló mucho. Creo que se casó con un Cadete.

Recuerdo al padre, algo viejo, muy jaque, que desfilaba también entre los falangistas.

Ignoro la raíz del apodo.

CULO NEGRO

No recuerdo más que a un Culo Negro, algo mayor, que desfilaba de gastador con la Falange.

Ignoro el origen del apodo.

CUNICA EN MARCHA

Era una maestra, muy vieja, de Párvulos. Llevaba unos zapatones raros y andaba como los patos, balanceándose. De ahí le viene el apodo que le sacaron.

A raíz de la guerra, desaparecieron. Vivía con una o dos hermanas. Moriría la vieja o la trasladarían.

Cuando comulgué fui a visitarlas. Me dieron media peseta de plata.

CURRO

Nuestro buen amigo, Enrique Romeo Díez.

Su abuelo se cortó el dedo meñique segando, de chico, y de ahí viene el apodo.

CHAPOS

Vivían por la calle del Vajillero. Uno, algo más joven que yo, rubio, tenía solamente tres dedos.

Luego lo vi por Zaragoza, trabajaba de electricista.

Se le decía Chapos y Tres dedos.

CHISPERO

Pablo Bordehore, que tenía una tienda de comestibles en la calle López Urraca. En ella compraba vuestra madre, cuando íbamos a la huerta.

CHORICEROS

Famosos todos los hermanos. Santos, Bartolo, José Luis, Dionisio, Juan y Mari. Mucho se podría decir de toda esta familia por lo chocantes y variadas características de cada hermano.

El apodo viene del padre, que es extremeño y, de joven, venía por La Almunia, a caballo en una mula, vendiendo chorizos.

También el padre es ejemplar original. Se casó con la Colas (aún me acuerdo y de Juan Colás, el abuelo materno, un señor muy viejo que moriría sobre el año 32). Este abuelo era de algunos recursos (la casa en la que viven es de ellos, algo señorial).

CHOTO CANARIO

Martín Choto Canario. Algo más joven que yo. Este apodo se le decía entre los chicos. Ignoro el por qué.

Vive en Zaragoza y está empleado en Muebles Bardavío, de conductor.

Familia de los Modregos.

CHUCEROS

Familia extendida. Blas y familia son Chuceros*.

*José María Pemán, también Chucero, me indica que el origen del apodo se debe a su bisabuelo, que era sereno y, por tanto, empuñaba chuzo.

ECHACULOS

Familia muy extendida. Uno de ellos, Antonio el que fue caminero de Los Palacios. Otro hermano es José, cuñado de Curro. También, María la Aguadora (mi ama) es Echaculos y otros muchos.

El apodo les viene de que algún antepasado echaba culos a las sillas.

ESCACHABANCOS

Uno venía a la escuela. No recuerdo más.

FANDANGOS

FASCALES

Creo que vivían por la calle los Lanceros. Son primos de Curro. Buena gente.

Ignoro la raíz del apodo.

FEDEROS

Los Federos. Tenían la concesión del coche de línea que va a Ricla con los viajeros.

Varios hermanos: Federico, Félix, Alejandro… Quedan en La Almunia los hijos de Alejandro, Alberto, Eduardo, Rodolfo… (los lagos del África). Eduardo se sentaba junto a mí en la Escuela. (Macoto) era gordo. Otra hermana se llamaba Regina.

El apodo seguramente viene de Federico, el mayor. Todos murieron. Del tiempo de mi padre.

FRAILES

Los Frailes, que vivían en la calle Frailla. No recuerdo mucho más.

Ignoro origen apodo.

FRASQUITOS

Recuerdo a un Frasquito, de mi tiempo. Vivía por la Ceña. Por la tarde, cuando salíamos de la escuela, con su pedazo de pan, se sentaba junto a un hormiguero y se comía el pan con hormigas.

FUCHI

Pilar la Fuchi. Hija de la Romaldicas o Picotona.

Supongo que viva. Era un poco anormal y hablaba con dificultad. De ahí el apodo.

Vivían en la Calle Garay.

FURRUFAINA

Pilar, la Furrufaina. Recuerdo que vivía en la calle de Ricla. Tal vez se casó con alguien que estaba de portero en los autobuses Ágreda de Zaragoza.

Supongo habrá más Furrufainos.

Ignoro la raíz del apodo.

GACHÓN

Cándido Gachón. Venía a la escuela. Vivía por la plaza de España.

Le cantábamos… “Gachón tu eres el más grande”….

GALLARITOS

No recuerdo quiénes eran. Gallarito quiere decir algo así como “capado”.

GASPARILLOS

Vivían en la plaza de los Toros.  Varios hermanos, Jesús, Nicasio…

Tenían unos toros con fama de furos y, cuando los llevaban a la cuadra, corríamos delante de ellos.

Jesús es actualmente Cartero. Nicasio vive en la calle de Cabañas. Buenos bebedores.

Ignoro la raíz del apodo.

La Almunia_Puerta de Cabañas

Puerta de Cabañas

GIBETA

Oficial de peluquero que luego se estableció en la calle de Cabañas.

Amigo de Gregorio el Cabezón. Gran bebedor.

JARDINEROS

Vivían en la plaza de los Obispos o los Toros. Son familia de Curro. El más famoso, Mosén José, cura de La Almunia, que fue quien me dio la primera comunión. Fue famoso por sus dichos desde el púlpito. Era bruto o claro en el decir las cosas. Se decía que aprendió a leer cuando de mozo iba con el arado.

Otro Jardinero fue el que nos enseñaba la instrucción en tiempo de los Flechas. Había sido sargento en el Ejército, antes de la guerra. Luego se hizo guardia de la Policía Armada. Al final, ya jubilado, estaba de ordenanza en el negociado de Carnets de Identidad. Murió hace poco. Se acostó y su mujer, al rato, se lo encontró muerto.

Ignoro la raíz del apodo.

LONGARES

El padre de la Rosario, la mujer de Curro. A las hijas les dicen Longaras.

Supongo que el apodo le vendrá por ser oriundos de Longares.

LUCEROS

Ángel el Lucero es de mi tiempo. Hace poco lo ví (en la boda de la hija de Blas) y no lo conocía. Estaba muy aviejado.

Ignoro raíz apodo.

LUTEROS

Tenían una fábrica de yesos subiendo por el Camino del fútbol. También hacían o cocían cospillo para hacer erraj o carbón.

Varios hermanos. El mayor murió para la guerra. Tenían un camión “Federal” que creo les requisaron casi nuevo y cuando el hermano mayor que lo conducía tomaba las curvas, hacia… “rrrr”

Actualmente se dedican a la construcción.

Ignoro la raíz del apodo.

LLOROS

Vivían en el nº 4 de la calle Garay. Un hijo era de nuestro tiempo. Perdí la pista hace muchos años.

Ignoro origen del apodo.

Continúa en:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2014/01/19/una-relacion-de-apodos-en-la-almunia-de-dona-godina-ii/

Otro aniversario de la muerte de mi padre. Él fue quien me enseñó a leer, escribiendo con tiza las letras mayúsculas en el frontal de una cocina económica -de las de fogón, gancho y chimenea, con un cajón en el que se acumulaba el cisco- de marca Aurora, cuya fábrica estaba en la calle Torrellas de Zaragoza. Tenía yo tres años. Al año siguiente fui al colegio y, mientras la mayor parte de mis compañeros aprendía a leer, yo ya escribía. Nunca entendí por qué, después, no se enseñaría hasta los seis. Es privar a la infancia durante tres años de un placer memorable. Pero me temo que la culpa, como la de otras costumbres nefastas, la tiene la secta de los psicopedagogos.

A José Barreiro Soria, también, lectura y escritura le proporcionaron muchas horas de felicidad aunque fuera un autor autodidacto que publicara tan tardíamente. De hecho, su primera novela apareció cuando tenía cincuenta y ocho años y yo, que entonces ya había publicado varias cosas, tuve la satisfacción de devolverle en forma de orientación y correcciones, una parte de sus servicios como guía en las letras.

En su memoria, reproduzco el prólogo que escribí para su libro póstumo, Cuarto menguante (2008), editado en La Almunia de Doña Godina (Zaragoza) por la Asociación L’Albada, en el que también trato de sus cuatro novelas anteriores.      

                                

                                                  PRÓLOGO  A  CUARTO MENGUANTE

La petición de los editores para redactar un breve texto introductorio sobre la obra de mi padre me pone en la difícil tesitura de intentar un equilibrio entre el afecto filial y el distanciamiento del analista literario. Habré, pues, de pedir unas precautorias disculpas por las posibles distorsiones que ese equilibrio sufra. Asistí, claro es, en primera fila a su evolución literaria y muchas veces le traté con la dureza que, tal vez, me es propia y que él, además, demandaba. Debo decir que el hijo empezó a publicar antes que el padre porque, aunque la vocación le venía de lejos, su primera novela, Zorrocotroco, apareció en 1980.

Muchos años antes, hacia 1958, José Barreiro había ganado un concurso a la mejor declaración de amor, que convocó el semanario España Tánger. Esta publicación, entonces muy leída, aparecía los domingos y contenía un popurrí de información, amenidades y reportaje, muy de la época. Quizá su sección más leída fuese el Consultorio Sentimental de Juan de Juanes, que mi madre, y supongo que muchas otras, leía muy complacida. La publicación dejó de editarse en 1966 y su último director fue Eduardo Haro Tecglen. El caso es que a aquel concurso se presentaron miles de aspirantes y ganó la declaración de mi padre, lo que habla de la limpieza del mismo, pues al triunfador no lo conocía ni el gato. El premio consistió en un viaje a Mallorca, y aquella fue la primera y última vez que mis padres tomaron un avión. Don José tenía pavor al aeroplano y no quería saber nada de palmarla lejos del suelo. Siempre dijo que él no se moriría y que, de tener que hacerlo, no deberíamos anunciarle que le esperaba tan usual trance. Fuera como fuese, lo pasaron muy bien en la llamada isla de la calma, que entonces sí lo era. La verdad es que mis padres siempre se quisieron mucho. En el caso de mi madre, casi con ceguera. Y mi padre, más filosófico, argumentaba sin cesar sobre aquel amor que temporalmente abarcó ocho años de noviazgo y casi cincuenta y uno de matrimonio.

El premio debió de darle fuerzas para afrontar su primera novela, El patio, una narración unanimista, al modo de La colmena celiana, que se desarrollaba en una suerte de corrala, que realmente existía en el Coso, al lado de donde hoy se ubica el Hotel Ramiro I. Se trataba de un mosaico costumbrista, ameno y, aunque un tanto tosco, delataba grandes dotes de observación y algunas maneras. Presentada al Premio Nadal de 1960 -que ganó con Las ciegas hormigas, el hoy en primer plano, Ramiro Pinilla- no se publicó y José Barreiro se olvidó durante bastante tiempo de la literatura de creación. Al poco, dejó su puesto de burócrata en la Jefatura del Aire para dedicarse únicamente a su otro oficio, el de representante de comercio, para el que no creía tener cualidades. De un modo u otro, el despegue económico de los sesenta hizo que esa decisión le otorgara una situación más bonancible que, en los últimos años de su oficio, le permitió acometer la literatura, con más tiempo, más relajo y unas cuantas más lecturas.

“Esto no es una novela sino la purga de mi corazón”, las palabras que puso Cela al frente de San Camilo 1936, vienen al pelo para explicar lo que fue su primera obra publicada, Zorrocotroco, otra novela con personaje múltiple y reducción de los espacios narrativos, que resume su visión de la guerra civil en la que fue su localidad natal. De hecho, el autor puso en su frontispicio palabras muy parecidas a las del novelista de Padrón: “Escribiendo este relato nos purgamos”. Creo honestamente que es una valiosa visión de la cotidianeidad de una población de la retaguardia, vista por un adolescente, con personajes creíbles y entrañables –al fin, trasunto de seres reales- con un trasfondo de rabia e impotencia que la convierten, junto a El Agualí, en su novela más interesante. El título, que llamó la atención, hace referencia a un juego de cartas, prácticamente desaparecido, al que jugaban los chicos del pueblo, entonando un estribillo con el que, precisamente, termina la obra. Pese a conseguir en 1979 el accésit del II premio San Jorge de novela convocado por la Institución Fernando el Católico, que ganó Luisa Llagostera con La calle, José Barreiro hubo de costear la edición de su propio bolsillo, cosa que sucedió con tres de sus cuatro obras publicadas en vida.

Barreiro Soria, José-Zorrocotroco

José Barreiro Soria (1922-2001) había nacido en La Almunia de doña Godina, pueblo privilegiado por la literatura, tanto por su eufónico nombre como por ser paso obligado en el camino Madrid-Barcelona. Sin embargo, la localidad no había dado apenas escritores aunque sí cineastas. Uno de ellos, Florián Rey, seudónimo de Antonio Martínez del Castillo, el más importante del cine español hasta la eclosión de Buñuel. El otro, Adolfo Aznar, se queda en interesante.

Quizá el escritor más conocido antes de José Barreiro fuera Fernando de Juan del Olmo, que utilizó el seudónimo de Don Lamberto. Hijo de un fuerte propietario, tras estudiar Derecho en Zaragoza, ejerció durante un breve periodo y retornó a su villa natal para ocuparse de sus posesiones aunque habitualmente residiera en Zaragoza. Preocupado por las cuestiones agrarias y sociales, escribió varios libros de óptica muy conservadora y formó en la efímera Unión Regionalista Aragonesa. Su faceta de literato se manifestó en Ribereñas y Del Jalón, obras inencontrables que, al parecer, recoge en Estampas de Aragón (1943), como sucede con el elogio de su antepasado Martín de Garay. La Institución Fernando el Católico lo nombró consejero correspondiente en La Almunia y, así, en 1945, participó en el cuestionario sobre folclore elaborado por aquella. Los problemas familiares amargaron sus últimos años y la mayor parte de su patrimonio quedó en manos de la Iglesia. Murió en 1948.

José Barreiro era el segundo de los cinco hijos supervivientes que tuvo el secretario del ayuntamiento en su matrimonio con Trinidad Soria. Asistió a las escuelas que recién había promovido el general Primo de Rivera, quien, al parecer, complacido por el buen trato que se le dio en una parada obligada en el pueblo, impulsó su construcción. Mi padre siempre habló con admiración de su maestro, don Amadeo, obligado a lidiar con una chiquillería nada propensa a sensiblerías, como se puede apreciar en muchas de las observaciones de Cuarto menguante. Es verdad que el trato que se dispensaba a la niñez era tan brutal como el que sus componentes se otorgaban entre sí o aplicaban a la realidad en torno. Muchas veces, más que travesuras o gamberradas, se trataba de auténticas barbaridades. De una u otra manera, no parece que de la escuela sacase mucho provecho el entonces llamado Pepito y, sí mucho más de las películas de Tarzán, que le dejaron una huella imborrable.

En un pueblo que no se había destacado por su conflictividad social, la guerra resultó un acontecimiento más que traumático. De una población de cuatro mil, muchas decenas de vecinos fueron fusilados por las fruslerías habituales. Trauma que los catorce años de mi padre nunca superaron. Tengo para mí que mi abuelo Antonio, el secretario, decidió morirse por no poder convivir con esa barbarie. Era un hombre alto, recio, fuerte, cazador y sin achaques, que al empezar la guerra apenas sobrepasaba los cincuenta años. Dicen que una noche salió al balcón, donde se refrescaba el botijo para beber de él, agarró una pulmonía y se fue de este mundo. Supongo que en alguien que trataba con todo el pueblo -recuérdese que con un alto componente de analfabetos-, redactaba las instancias o los formularios que hiciese falta a quien se lo pedía, aconsejaba en cuestiones administrativas y que se llevaba bien absolutamente con todo el mundo, asistir desde su puesto a esa matanza tuvo que resultar insoportable y que su deceso se debió a eso que después se adjetivó como psicosomático.

Mi abuela decidió abandonar entonces el pueblo y, junto a sus cinco hijos, de edades comprendidas entre los seis a los dieciséis años, puso rumbo a Zaragoza donde el futuro para la prole podía resultar –como así fue- más despejado. Entre las experiencias más gratas de mi niñez figuran los ratos que pasé en su enorme piso alquilado, el más alto de la hermosa casa modernista de Maestro Estremiana 1, entonces, denominada Calle de las Escuelas. Desde una gran galería encristalada se observaba la iglesia de San Antonio de Padua, con su jardín, su rotunda atalaya, que guardaba los sepulcros de los combatientes italianos, y todo el monte de Torrero. Desde los balcones, la vista daba sobre la hermosa iglesia neoclásica de San Fernando con su gran cúpula, los lavaderos de la Cuesta de Morón, las huertas de las afueras, los depósitos de agua, junto al parque Pignatelli… Y en el interior de la casa, armarios, baúles, habitaciones llenas de objetos hermosos y absurdos, libros viejos, uniformes militares, juguetes antiguos, cachivaches de toda laya, que alimentaban mi imaginación y mis horas.

No es este el lugar para contar la vida de mi padre. Las angustias de posguerra, un largo servicio militar –tres años-, que siempre recordó con amargura, especialmente, los meses de recluta en Barcelona, donde llegó a pasar hambre, y su largo noviazgo, pleno de entusiasmo y sugestiones, como él hubiera dicho. Empleado en una agencia de seguros, que pronto cambió por su oficina de la Jefatura del Aire en la calle Mefisto, combinó estos trabajos con las representaciones, que, poco a poco, fueron constituyendo la fuente principal de sus ingresos. Sus lecturas eran fundamentalmente Marañón, Ortega, Unamuno y, como novelistas, Fernández Flórez y Cela. Cuando, bastantes años después, me vio devorar  a Sender, tomó el relevo y libro que yo dejaba del narrador de Chalamera, libro que leía con devoción y ahínco. Fue, sin embargo, Cela, en cuanto a lo estilístico, su principal mentor literario. Cualquiera reconocerá sus guiños, sus fórmulas, sus diálogos implícitos, su irónico escepticismo…

Zorrocotroco no alcanzó la recepción crítica que su autor esperaba, asunto, por otra parte, común a cualquier escritor que empieza, juvenil o maduro. De hecho, no se publicó una sola línea acerca del libro. Sólo algunas cartas personales, como la de ese buen crítico y buena persona que fue Luis Horno Liria, proporcionaron a José Barreiro algún ánimo. Y también lo que Juan Carlos Curutchet, un genio olvidado, que en los años setenta fue crítico en las más importantes revistas españolas, escribió en La hora de la matraca (Carta abierta al director de El País), magnífico libro publicado en 1981. Lo reproduzco porque da un atinado y humorístico retrato del personaje:

«Enteramente de acuerdo con Espronceda está mi amigo José Barreiro, ciudadano aragonés, natural de La Almunia de Doña Godina, representante de joyería y escritor en sus ratos libres, quien acaba de publicar su primera y única novela, Zorrocotroco. Se trata de un honrado trabajador que tuvo oportunidad de asistir en calidad de espectador a la sangrienta polémica de 1936 y que, él mismo ni recuerda de qué modo, encontraría en aquella lóbrega posguerra, la forma de dotar a sus tres hijos de una esmerada educación. Hombre inteligente y predispuesto al diálogo, en su casa reinan la cordialidad y el buen sentido. Bajo su atinada inspiración, la familia Barreiro en su conjunto se ha acostumbrado a pasar de muchas cosas: de la prensa, de las elecciones, del conflicto generacional, de la neurastenia y de las instituciones. Don José ha puesto su inagotable caudal de experiencias al servicio de la elaboración de una estrategia de supervivencia. Su novela, sencilla como la vida misma, tiene el encanto de un relato escuchado en una taberna de La Almunia y en ella dibuja la esperanza de que la inminente reposición de  la famosa batallita lo sorprenda “a caballo en la tapia”. Don José, como Austria, se declara neutral. “España es mucha tela –reflexiona-. Durante la guerra conocí a un andaluz al que mataron por indiferente. No es de los nuestros, sentenciaron, y le pegaron cuatro tiros”. “Con esta gente cualquiera sabe”, advierte a la hora de predicar cautela a cada uno de sus hijos. “Que más quisiera yo que agenciarme una chilaba y perderme en el desierto –me comentaba hace unos meses- pero los tiempos no están para turismos”.

Querido José: Si alguien me consulta sobre libros, le recomendaré el tuyo. Si nadie publica una reseña en las revistas y suplementos culturales, no te desanimes. Sabes mejor que yo que casi todos ellos son bazofia excremental. Porque a fuerza de masturbarse mentalmente con diacronías, metafonemas y pendejadas, se han olvidado de ti, que eres el hombre, el ciudadano que escribe un libro no para concursar a un premio sino porque le da la gana. La literatura española no tiene un sitio que ofrecerte porque tú perteneces a la literatura aragonesa y estás destinado a ser leído por tus inverosímiles paisanos. La cultura española está saturada de desprecio hacia las culturillas comarcales. Tú deja a los figurones con su figuración. Pasa de la denominada crítica como has aprendido a pasar de la política. Y si se te ocurre escribir otra novela, bien sabes que en mí hallarás al más devoto de tus lectores.

Juan Carlos Curutchet pone el dedo en varias llagas aunque no sea este el lugar de glosarlo. Sí de decir, contra lo que muchos aragoneses piensan sobre la disolución de nuestra personalidad, que para él -que, cuando venía a Aragón, encontraba a personajes desmesurados y se veía embarcado en surrealistas contextos- la región manifestaba un exceso de color local.

Sí que, en La Almunia, Zorrocotroco se leyó y vendió con profusión. Evidentemente, más por morbo –en los primeros ochenta, seguían vigentes muchos tabúes guerracivilistas- que por una repentina afición a la literatura.

De cualquier modo, el accésit suponía ya una cierta confirmación pero, sobre todo, fue el vicio de escribir que ya había inficionado a una nueva presa. Su siguiente obra, Pasos (1982), recogía, en cierto modo, el mundo de El patio, la primera novela que quedó sin publicar, aunque de ninguna manera fuese un refrito ya que personajes y escritura eran nuevos. Sí que es la Zaragoza del casco antiguo, que tan bien conocía, con sus menestrales, sus tabernas, su mundo popular y ya en desaparición, el ámbito que se constituye en el eje de la narración. Para no discurrir demasiado, copiaré lo que escribí en su contraportada:

Pasos se desarrolla en el casco viejo de Zaragoza y es un desfile de vidas que conforman un análisis crítico de ciertos especímenes sociales llamados a desaparecer. Humor, desgarro y lirismo se complementan para ofrecer un friso en que no faltan alusiones a personajes reales ni episodios que, en su obsolescencia, parecen constituir aullidos de auxilio de los protagonistas al vivir en un mundo que ya no se adecua a sus expectativas. El diálogo, con una sabia combinación de realismo y distanciamiento, constituye el eje en que se asienta la narración que en ningún momento cae en lo retórico. Un aliento de frustración, no exento de ternura, envuelve la novela, que deja entrever una duda universal a la que no es ajena la técnica perspectivista que se utiliza.

Esta vez la ficción narrativa de don José tuvo mejor suerte y se le concedió el Premio San Jorge de Novela de 1982. Incluso Horno Liria la reseñó en Heraldo de Aragón y Joaquín Cáceres lo hizo en Andalán.

Pero él ya se encontraba escribiendo la que, seguramente, es su obra de mayor fuste, El Agualí, nombre del paraje donde se ubica una amplia huerta, situada a cuatro kilómetros de La Almunia, aunque término municipal de Ricla, en la orilla derecha del Río Grío y propiedad de la familia desde 1888, en que su abuelo materno la compró para celebrar el nacimiento de Trinidad, madre del novelista. Cultivada por aparceros pero siempre refugio de una familia bastante unida, se convirtió en una especie de tierra solar o claustro materno que ha aglutinado a sus miembros. José pasó allí buena parte de su infancia y mitologizó su experiencia en esta novela, que narra líricamente el despertar a la adolescencia de un muchacho fascinado por la multiplicidad de estímulos que la realidad le presenta. La narración se desarrolla durante el período anterior a nuestra guerra civil. Aunque El Agualí se erige en protagonista pasivo del libro, no es esta una novela rural sino, sobre todo, una crónica de la floración del sentimiento. Vuelvo a copiar lo que escribí en su contraportada:

…así un lirismo magmático pero contenido se aúna con la habitual capacidad del autor para el diálogo y la observación de personajes que ha quintaesenciado sus anteriores dotes para la captación de una realidad múltiple y nos ofrece aquí el correlato de un microcosmos donde naturaleza, despertar sexual y vida cotidiana se integran sin estridencias. Pese a todo, el autor no ha prescindido de su peculiar expresionismo aragonés ni del buen humor que caracterizaba a sus anteriores incursiones narrativas.

La novela proporciona una expresión de verdad y humanidad cauterizadas por un suave escepticismo que evita la caída en la fácil evocación o en la seudoidealización encubridora de una visión del mundo chata y desprovista de la necesaria ambigüedad. Emoción y sinceridad, servidas por un lenguaje fresco y espontáneo que no desdeña la ironía ni la sutileza, se funden  para entregarnos un friso narrativo donde amenidad, reflexión y difícil naturalidad sumen al lector en un mundo a mitad de camino entre lo paradisíaco y lo reconocible.

También esta novela obtuvo premio, el “Flor de Nieve” de Novela, convocado por el Ayuntamiento de Benasque. Sin embargo, su edición de nuevo hubo de ser sufragada por mi padre y apareció al año siguiente (1986). Obtuvo también un par de reseñas: la  de Horno Liria en Heraldo de Aragón y la de Juan Carlos Curutchet en El Día, que tituló “Un clásico de La Almunia”. Años después, Tomás Herrero Magén realizó una guía didáctica de la novela para los cuadernos “Escribir en Aragón”, que se publicaban dentro del ciclo Invitación a la lectura.

A partir de aquí descendió el nivel creativo de José Barreiro. Tal vez, porque ya había descargado lo principal de lo que llevaba en su interior o porque repitió en exceso sus temas y obsesiones. Lo cierto es que no supo dar con el tema o la forma para enfocar una nueva novela que lo satisfaciera. Sí que, reuniendo escritos de uno y otro jaez, autobiográficos y narrativos sobre todo, publicó en 1994 Usted lo pase bien, cuya contraportada pregonaba:

Libro misceláneo, Usted lo pase bien comprende una serie de relatos, recuerdos y reflexiones en los que José  Barreiro Soria da suelta a su universo personal cuajado de humor y humanismo.

Mundo que gira en torno a la evocación de personajes que acopian el pintoresquismo de lo vulgar, el escepticismo del revolcado por los azares del tiempo y la elegía por un mundo que se aleja o descompone. Todo ello empapado de un lirismo que matiza la recuperación de ámbitos como el de su universo natal –La Almunia-, de vivencias en las que se percibe el latir de una humanidad a la que sirven tanto un costumbrismo de buena ley como la distanciada consideración de lo patético de nuestros afanes.

No  falta la reflexiva ponderación, la irónica disquisición sobre los tics sociales ni el anhelo por un mundo mejor al que disfrutamos. En medio de estas historias, descabaladas de tan humanas, se percibe el anhelo por algo mejor que no hemos sabido alcanzar. Ideal que, por muy inaccesible que se muestre, merece figurar siempre en nuestro horizonte.

Era el primer volumen de José Barreiro que llevaba un prólogo. En este caso, de Miguel Pardeza. Y no me deja de satisfacer que los mejores textos sobre mi padre se deban a dos grandes amigos míos como lo fueron Juan Carlos Curutchet –muerto prematura pero muy plácidamente- y lo es Miguel. Entre otras cosas, porque su honestidad intelectual nunca les hubiera permitido escribir algo distinto a lo que pensaban. Mi padre, para bien y para mal, no tuvo amigos en el mundo de las letras y sólo en su última época tuvo algunas relaciones con el grupo de escritores que Joaquín Mateo Blanco había formado en torno a la Biblioteca de Aragón. Sus dos grandes amigos de siempre fueron otro agente comercial, Manolo Val, al que conoció en la primera posguerra, hombre delicado, contradictorio y timidísimo, y Enrique Romeo, “Curro”, agricultor y después representante y fontanero, de muy humilde origen. A Curro lo conoció desde chico y, aunque siempre vivió y, afortunadamente, vive en La Almunia, su contacto fue constante. No es para ponderar el amor que se tuvieron. Curro es un hombre fundamentalmente bueno, autodidacta de los que leen las enciclopedias empezando por la A y terminando por la Z, de una inteligencia natural admirable y amenísima conversación. Aparece en todos los libros de JBS con el nombre de Godina.

A todos mis amigos, les fascinaba la personalidad de mi padre. En cuanto podía, les endilgaba consejos, pautas de vida y filosofías, de cariz entre sensato y disparatado y lo que siempre les recomendaba era el respeto a las mujeres. Citaré algunos de los comentarios de Miguel Pardeza en el prólogo:

(…) autor esmerado, cuya labor postrera se ha visto coadyuvada por ciertos desapegos e intuiciones: así, por ejemplo, la ausencia de temeridades e impaciencias que aguijonean al escribidor novel (…), el aprovechamiento de una ilustración sin alharacas, cuya génesis y cuyo esmero arraigan tanto en las raras virtudes del sentido común como en  una infrecuente poderosidad estilística (…) Usted lo pase bien (es) una aventura de la memoria, una ceremonia del recuerdo, una tramoya de evocaciones en virtud de la cual se logra el milagro del Ser, un ritual taumatúrgico de reconocimiento de la propia identidad y, si cabe, de redención (…), una mirada crítica del hombre despierto, al que su propia lucidez y agudeza, lejos de enchironarlo en el resentimiento, la envidia o el odio, le han abierto la sabia y apacible visión del humor y el escepticismo. Es la sabiduría del hombre que, frente a las amenazas de la daga, busca la meditación y el entendimiento bajo la sombra de un olivo (…), la voz queda y lírica, hora de exabruptos y tosquedades, que pone inteligibilidad a una conciencia sin venganzas, pulida en el troquel de un humanismo popular y antiguo (…) Por todo ello no extraña que La Almunia de Doña Godina (…) ocupe un puesto relevante en las configuraciones positivas de este y anteriores libros. Las acequias, los senderos perplejos de abrojos, la bullanga siempre amenazante de los gozques, el lento y cansino tránsito de los burros; la totalidad de las realidades inmateriales, florales y animales  que aguzó la imaginación infantil de José Barreiro, encarna, por ósmosis, los momentos vividos del autor, ya idos, aunque no muertos –nada muere-, y, a través de esa reconquista,  la niñez, la juventud  y las demás edades del hombre que fue y es el autor van recomponiéndose y prolongándose en sensaciones y experiencias resucitadas.

Efectivamente, ese amor al pueblo que lo vio nacer aparece por doquier en todas sus obras. Incluso en las dos que ahora se publican aunque ninguna de ellas se desarrolle en él. La novela corta Cuarto menguante se sitúa en un pueblo de Burgos, durante la época de la posguerra pero en ella los personajes, el ambiente y otros elementos podían ser perfectamente trasladables a La Almunia. Hasta se le escapa algún toque, como los nombres del monaguillo Canelica  y de Antoñico, el de la Aceña, asfixiado al caer en el trujal, o claros aragonesismos como, “capuzó”, “ventano”, “zeneque”…

Se trata de nuevo de otra novela unanimista, perspectivista, conductista o como quiera llamársele, que estos y muchos otros nombres se han dado a la técnica utilizada por las narraciones que reducen el tiempo y el espacio y en las que pululan multitud de personajes; en el caso de Cuarto menguante, alrededor de los setenta. Sabido es que esta técnica la inició John dos Passos en Manhattan Transfer (1925) y, con algunas variantes, dio lugar a varias de las novelas más importantes del siglo XX, como Los monederos falsos (André Gide, 1925), Contrapunto (Aldous Huxley, 1928) o Berlin Alexander Platz (Alfred Döblin, 1929). No fueron estos los modelos directos de José Barreiro sino La colmena de Camilo José Cela, autor al que también siguió el narrador almuniense en algún otro de sus tics o manierismos y al que, de hecho, se puede considerar como su influencia narrativa más constante.

Cuarto menguante refleja el ambiente de estrechez mental, represión moral, penuria económica y mediocridad de la posguerra española con un mosaico variopinto de personajes, algunos de una pieza, pero también con elementos contradictorios, que podrían haber dado lugar a otro desarrollo en una novela de mayor recorrido. Si hay un protagonista, es el adolescente Román, el hijo de doña Rosa -el otro personaje de mayor presencia-, que reúne características que pueden considerarse autobiográficas, aunque no al cien por cien. Román es un inadaptado, un idealista, alguien que se sabe distinto a la mayor parte de la chiquillería del pueblo y que, finalmente, termina encontrando su camino en el arte. No es esta, sin embargo, una novela de realización personal sino, como se dijo, un friso en el que lo costumbrista, lo social y hasta lo humorístico son los elementos que presiden el tinglado.

Celianos son también los diálogos entre dos voces inconcretas, donde el propio narrador incorpora material narrativo, preguntando y contestándose a sí mismo. De hecho, el estilo que predomina en la novela es el conversacional. Son diálogos breves donde cada uno expresa los matices de su personalidad, de su visión del mundo o de su cortedad y chata perspectiva. En ocasiones, José Barreiro pone en boca de los personajes expresiones convencionales del tipo: “Que Zamora tampoco se tomó en una hora” con un pujo de reproducir la mentalidad de la época pero también, de ironía. A veces, se recurre incluso a lo fantástico, como en los diálogos entre dos de los personajes mejor resueltos de la novela: el espíritu de don Asterio, padre de Román y muerto en la cárcel tras la contienda, y Mosén Prisco. El primero se manifiesta como espíritu al cura y entre los dos mantienen estupendas conversaciones.

Una de las mayores virtudes de Barreiro Soria como narrador, y que se pone de relieve en todos sus libros, es la construcción de breves episodios –muchas veces basados en anécdotas reales- contados con soltura, humor y el punto escéptico que casi siempre acompaña a JBS. Véase, por ejemplo, el lance de la descubierta a casa de Santiago el Romo, pobre jornalero, a cuya mujer se beneficia Escanilla. Episodio ejemplar porque a la finura psicológica y gracia con la que está contado se une el toque social y crítico: la coyunda se produce con el consentimiento de Santiago porque su pobreza le impide mantener decentemente a su familia y se une, también, lo dramático: el suicidio de Santiago cuando se da cuenta de que el hecho va a ser conocido por todos, lo que significaría la pérdida de la poca dignidad que le queda a quien es ya uno de los últimos eslabones de la cadena social.

Ya se dijo que la estrechez mental, el dominio del tópico, las fechorías de la niñez salvaje, la inmutabilidad de las jerarquías presiden el discurrir de Fontubia. Quizá para un lector joven y poco documentado, estas relaciones sociales pueden ya resultar pintorescas porque la sociedad ha evolucionado de forma brutal en poco más de medio siglo. También puede resultar extraño el idealismo de Román, contrafigura del autor y, en cierto modo, autoexcluido de esas relaciones; pero estamos hablando de otra época, aquella que, precisamente por su intensidad y sus carencias, quedó grabada hasta lo hondo en la sensibilidad del novelista y de la que difícilmente sabía escaparse en sus ficciones.

La novela flojea hacia su final, coincidiendo con el viaje de Román a París, un poco traído de los pelos, tras haber obtenido un premio en un certamen pictórico. París –único punto fuera de España que conoció JBS- ya resulta menos creíble que Fontubia y el desenlace de la novela resulta asimismo algo convencional. Ya se sabe que las novelas escritas con esta técnica unanimista y elíptica, pueden y suelen acabar cuando el autor decide cortarlas. Es, por cierto la elipsis, que efectivamente viene requerida por la aludida técnica narrativa, otro de los aciertos narrativos de JBS. Nunca acumula exceso de material narrativo ni se nos abruma con detalles. Siempre se sugiere y muchas veces se deja la acción en suspenso.

No olvidemos, sin embargo, que se trata de un escritor popular y de allí vendrán, claro está, sus limitaciones y aciertos. Uno de estos, los nombres y apodos impuestos a sus personajes. Otro débito a Cela pero, sobre todo, a la inventiva, gracia natural –y, también, a la maldad- de sus coterráneos almunienses, verdaderos maestros, como sucede en otros pueblos aragoneses, en el arte de calificar a sus vecinos: Vitaminas, Pasitos, El Polainas, Sulfamidas, Persianas son apodos que hacen relación a características personales y que definen a quienes los soportan bastante mejor que su propio nombre de pila. Precisamente, el narrador compiló también una relación de motes de almunienses de sus tiempos de chico, con una breve definición de la persona o el motivo del apodo, que sería interesante publicar ya que resulta un documento que traslada una curiosa información folclórica, sociológica, psicológica y, por supuesto, lingüística.

Menos interesante resulta la otra novela corta incluida en este volumen, El viaje, a menudo socorrida e irrelevante en sus planteamientos y con menos pulso imaginativo y estilístico. Aquí, el protagonista principal es Juan Herrera, un jubilado que no ha conseguido nada en la vida, timorato y lleno de frustraciones, hundido en la grisura y en la renunciación, propias de un tiempo donde las aspiraciones tenían poco cauce para manifestarse. Cuando, inscrito casi sin querer, en uno de esos viajes de la llamada tercera edad a Benidorm, encuentra el amor con la intensidad que siempre ha deseado, un achaque propio de sus años lo devuelve a su realidad de siempre, cada vez más sombría ante la presumible cercanía de la muerte.

Y, de nuevo, una sinfonía coral de personajes secundarios, en este caso, jubilados y jubiladas casi siempre de la misma mediocridad personal que Juan Herrera, con sus conversaciones tópicas, sus preocupaciones de mesa camilla, tratando de vivir en su vejez lo que no pudieron antes disfrutar e inscritos en la irrelevancia.

He hablado de mediocridad porque es lo que predomina en el relato. En ningún momento sucede nada que tenga el rango de extraordinario. Es, tal vez, la expresión de la trivialidad en la que se retrata y reconoce toda una generación popular y de clase media, baqueteada por el franquismo. Una soterrada protesta se percibe en estas vidas: Tuvimos que trabajar como bestias y, a cambio, se nos entregó frustración, represión y un mundo que no permitía canalizar ninguna aspiración que escapara de lo prosaico. Sin embargo, un optimismo casi irresponsable prende en la mayor parte de ellos que sienten que ahora viven mejor que lo hicieron nunca. Sólo Juan Herrera, como todos los personajes principales de José Barreiro, a cuestas con su inadaptación, se solaza en sus incapacidades, en sus impotencias, en su falta de atrevimiento para haber logrado vivir como hubiera deseado. Cuando su único y tardío triunfo acabe siendo desmontado por los achaques de la edad, se disolverá su personalidad hasta convertirse en una suerte de saco vacío y sin voluntad.

Como en otras novelas anteriores y, sobre todo, como en Cuarto menguante, la obsesión por la luz es un componente fundamental, una obsesión de los personajes que tienen al narrador como contrafigura, obsesión que estuvo en la persona de José Barreiro y que lo acompañó durante toda su vida. La luz es símbolo del ideal inaccesible, uno de los principales temas de la literatura de todos los tiempos. Esa aspiración creativa y de perfección que mi padre arrastró a lo largo de los casi setenta y nueve años que vivió y que quiso encauzar en la literatura que le proporcionó felicidad y distracción, frustración y tropiezos, ilusión y dudas y que, ojalá, sirva para mantener, durante un tiempo más generoso que el que le tocó vivir, su memoria.