Publicado en Ágora nº 4, Abril 2006, pp. 25-28.
Aunque editado por El Bardo en 1972, Treinta y cinco veces uno, cuarto de los libros de poemas dados a las prensas por José Antonio Labordeta, hacía alusión en su título a la edad del escritor, nacido en marzo de 1935, en el año en que dicha obra fue escrita, 1970. Aunque no soy estudioso de su obra poética, y a fe que tampoco conozco a muchos que lo sean, tengo para mí que éste es el más logrado de todos los poemarios editados por el escritor.
El ejemplar dedicado que poseo es, seguramente, el segundo de sus libros que leí, tras Cantar y callar, casi pionero del libro-disco, con su vinilo de cuatro canciones incorporado y auténtica novedad en su día. Aunque le habíamos oído cantar privadamente, el que uno de nuestros amigos editara un disco parecía una cosa absolutamente sorprendente y maravillosa, mucho más el que luego se hiciera famoso y sus canciones fueran conocidas en toda España.
En 2005, fecha en que el poeta ha cumplido setenta años, Treinta y cinco veces uno, aparece en la mitad de su camino vital como un referente que cierra la época, diríamos, privada del cantautor que, a partir de entonces, a través de su actividad en los escenarios, la televisión y el ruedo político, llegaría a convertirse en un icono, primero aragonés y que, después, trascendería las fronteras del antiguo reino.
El libro se abre con “Nos haces falta sin fondo”, uno de los dos o tres poemas más carismáticos del zaragozano, doble homenaje a su hermano Miguel y al autor que, quizá, más perturbó la conciencia de los más jóvenes componentes del grupo Niké, César Vallejo. Del enorme y grave poeta peruano conserva “Treinta y cinco veces uno”, el tono varonil y triste —y hasta, en muchas ocasiones, desolado—, el gusto por la imagen y, claro, la conciencia social. No va sin embargo, José Antonio, tan lejos en las audacias léxicas ni en las deslumbradoras imágenes, que al poeta andino eran consustanciales y que prodigó con genialidad desde su primera obra. Los poemas de José Antonio Labordeta son más desnudos, menos efectistas y, quizá, menos “humanos” que los de César Vallejo. En el fondo, hay en Labordeta un metafísico y es en sus alusiones a lo telúrico, a lo preternatural, a lo incomprensible del mundo, cuando consigue sus mejores registros. Esos paisajes batidos por el viento, el mar sin fondo, la desazonante inquietud por la “ausencia” son, sí, una consecuencia de la desaparición de su hermano y maestro pero, también, muestra de una grieta antigua y mal suturada, una ansiedad por la vuelta al origen, un gemido existencialista y profundamente solitario.
El “nadie” es una constante en la poesía labordetiana. Hasta los títulos nos lo muestran directamente: “Nadie en las puertas”, “Luego nadie vuelve”, “Aquí no canta nadie”, o, indirectamente: “Se han marchado”, “Queda tan solo”, “Abandonan la piedra”, “Último paso entre las tumbas”… Como los extremos se tocan, es posible que su actividad pública haya constituido un contrapeso de ese sentimiento de soledad que, al trascender en lo simbólico, se revela con más hondura.
Otro de los temas recurrentes en José Antonio es el machadiano “camino de la vida”. El poema “Se andan” es como una vuelta de tuerca de “Se hace camino al andar”: los caminos se recorren en pos de una meta, que, en el fondo, es el regreso al origen. Y el viaje es circular pero únicamente se regresa a una niñez sin apoyos, sin madre, sin referencia. Se vuelve al mismo punto pero sin haber encontrado aquello que se perseguía. Existencialismo en puridad: el hombre siempre está perdido, como se manifiesta explícitamente en “Queda tan solo”: Todo es vacío, eso es lo que tenemos y lo que nos aguarda. Hasta los paisajes revelan esa desnuda carencia, eriales polvorientos, de tonos grises, pardos y amenazadores. Son escenarios casi rulfianos pero en los que ni siquiera hay lugar, como sucede en el mejicano, para lo maravilloso. No hay muertos, ni espíritus ni otra presencia que la del famoso “viento” labordetiano, en su simbología de poder temible y ciego:
Nadie en las puertas.
Nadie en los largos corredores
que conducen directos
hacia las antiguas plazas y viejos campanarios
Sólo el viento,
testigo del naufragio.
La despoblación de los pueblos castigados por la emigración es uno de los referentes concretos de esa obsesión por el vacío, la desolación, la desesperanza. Presente en poemas como “Se han marchado”, “Nadie en las puertas” y “Abandonan la piedra” y en tantas canciones del autor, el sujeto activo no suelen ser los campesinos que han desertado en busca de una vida menos esclava, sino la tierra, los pueblos, las casas privadas de vida, de razón de ser, hundidas en el abandono y que, a veces, alcanzan presencia activa, transmitiendo su desesperación. En “Se han marchado” es la puerta “que golpea contra el viento” la que lo protagoniza. Sin embargo, la presencia humana es la que, al final, convierte el poema en algo conmovedor:
Y lejos,
más allá de las últimas carrascas,
alguien recuerda la cama
donde fue concebido con tristeza.
Como un resumen simbólico, el poema que figura al final de Treinta y cinco veces uno, “Último paso entre las tumbas” es una visión del Belchite abandonado. Tan vinculado a los orígenes familiares del escritor, el arrasado pueblo zaragozano languidecía ya a finales de los ochenta sin que de él se acordasen quienes así lo habían dejado, como ejemplo de la resistencia, ni, por imposibilidad concreta, quienes podían reivindicarlo como símbolo de otra cosa. Pocas imágenes más explicativas de esa desolación labordetiana que hunde sus raíces en el pasado. Incluso, sus imágenes más logradas, como “martes sin alcoba” parecen sugerir una carencia de orden metafísico.
Son los poemas con explícito tinte social los menos conseguidos de esta primera parte, tal vez y como no podía ser de otra manera, porque el poeta resulta tanto más convincente cuando, con conciencia o no, se refiere a sí mismo. Encabezada por una ilustrativa cita de su hermano Miguel, “De mi propia tristeza de ser hombre” es, seguramente, la más conseguida del libro, la más humanamente conmovedora y, elípticamente, explícita.
Titulada “Sociedad de inconsumo”, esta segunda parte se compone de poemas descriptivos que nos dan la pauta de una ciudad provinciana y varada en el tiempo a finales de los años sesenta, cuando ya se ha desarrollado la revolución beat, el mayo del 68 y Europa y, sobre todo, España, se aprestan a consumar un cambio que se respira, que se palpa en el ambiente. Sin embargo, el Teruel de Labordeta es todavía la “Calle mayor” —título de uno de los poemas— de Bardem, un lugar varado, absurdo, con curas, tiendas de velas, soportales y estudiantillos de corbata que nada saben pero, torpe e inconscientemente, parecen querer otra cosa.
La mirada de José Antonio Labordeta se fija en el paisaje urbano, en los edificios de arcilla, en la plaza, en los callejones, en ese viento violento, que también llega a la ciudad. Una corsetería, una fuente, un mirador, la catedral… Quietud, inmovilismo, ausencia de transcurso. Nada parece hacer pensar que todo cambiaría en pocos años. Hasta el amor, espontáneo y juvenil, se contamina de esa desesperanza y el abrazo de una muchacha a un joven empleado de correos es un abrazo “desolado”. La vida está reglada como, tan bien, muestra “El reloj a las tres de la tarde”. De vez en cuando, sugerida, una sinestesia: «los calamares fritos». Sólo eso. Cero de sensualidad. Si se sugiere, el erotismo es turbio, la vida, agria, el pasado, penoso, el presente, inmóvil, el futuro no existe.
Sólo en el poema “Domingo decembrino” aparece una pintura de algo que puede anunciar otra cosa: Al lado de las campanas y las partidas de baraja, muchachos con melena miran posters que les traen “recuerdos de París y de su audacia” aunque todo se resuelva en vacío, “guateque moral” y pasear por los porches. Algo parecido podemos recordar los que somos un poco más jóvenes de nuestros dieciséis años. Labordeta también trae a los cultos “mirándose el ombligo” y, de nuevo, a los que se han marchado: otra vez el “No queda nadie”, principio del poema “¿Y los otros?”, con el que acaba la parte central de Treinta y cinco veces uno, frase que, además de dar título al libro, encabeza el poema inicial de la tercera parte: “Sociedad de consumo”.
Labordeta se propone afrontar en ella la falta de libertad, la represión, la injusticia, que explicarían el inmovilismo urbano y vital de la parte anterior. En “Treinta y cinco veces uno” el poeta se presenta volviendo atrás con una mirada aciaga. Salmódica y vallejianamente, enumera “nuestro silencio, nuestro vacío, nuestro incendio” y su colofón suena como inequívocamente labordetiano:
Es duro, ya muy duro,
treinta y cinco veces duro
mirarse en el espejo y no reconocer
a aquel muchacho que se nos fue perdiendo en las esquinas.
Treinta y cinco veces uno, vivo,
duro todo en el paisaje,
ahora y viento, siempre.
No habrá nunca silencio.
El mismo poeta, abatido y trasteado por el viento de la primera parte, se explica ahora, con más claridad, quizá, de la que conviene, para abominar de la ausencia de libertad de expresión: “Medios de comunicación social”, de la nulidad de los valores para la sociedad de consumo: “He escrito”, de los desmanes de la autoridad y el poder: “Poneos en las manos” o, en general, de la insoportable injusticia, como sucede en el oteriano “Escuchando el canon de Pachelbel”, en el que el amor y solidaridad con los que sufren es un claro eco de aquellos “brazos, como llama al viento” que, clamorosamente, querían recoger, abrazar y servir de refugio a los desdichados.
El poeta vuelve a sí mismo en los dos poemas siguientes: “Acuérdate” y “Hoy quisiera”: memoria de la niñez, turbia y silenciosa, de modo que concluye que nunca “fuimos “realmente niños” y la injusticia brutal del presente no permite siquiera el refugio en aquella niñez despoblada. Sin embargo, al final, un lugar para la elegía:
Nada como entonces,
a pesar de todo.
«Hoy quisiera” expresa el deseo de un mundo diferente, una vida sin rutina, sin conformismo pero
somos de aquí,
del billete señor,
la carne va subiendo
y el hígado viejo se estropea.
Somos
de las tardes de fútbol.
De nuevo, la total desesperanza, la imposibilidad de huida, el mundo sin salidas, el final apodíctico:
Y aquí no hay quien se salve
De la hoguera.
“No bomba” es el penúltimo poema del libro. Anclado en la negatividad, el escape está en la disolución, la enumeración caótica… El absurdo se adueña del poeta enajenado en una composición con claros ribetes vanguardistas. Pero, al final, lo mismo, la obsesión fundamental del Labordeta treintañero: NADIE.
¿Nadie al otro lado de la línea?
¿Nadie al otro lado de la línea?
Nadie!
Nadie!
Nadie!
Objetos:
Inodoro
Cocina de butano
Especial para caries
Especial para cabellos grasos.
Nadie responde.
Nunca.
Qué le vamos a hacer!
Cargarse de paciencia.
Igualmente deudor del vanguardismo irónico al que habían dado carta de naturaleza los «Nueve novísimos» castelletianos, el enumerativo poema final, “Sintetice”, acumula conceptos aparentemente sin relación para, al final de ellos, derivar en el suicidio, la angustia, el melodrama cotidiano… Los versos finales son una letanía que da cuenta de la impotencia definitiva de cualquier intento. El camino circular al que aludía arriba se cierra, como vueltas de jamelgo atado a la noria, con una machacona repetición, que se itera por tres veces:
largas máquinas con largos papeles escriben largos fragmentos
de largos
—Repito—
INFINITAMENTE.
Muy somera y parcial es esta visión de una parte de la poesía de José Antonio Labordeta y es seguro que, con mayor tiempo y mejores capacidades que las mías, podría llegarse a percepciones de más hondura. Sin embargo, si acometo este pequeño ensayo es, sobre todo, para llamar la atención sobre cómo ni siquiera el más famoso de los aragoneses de hoy merece la atención de los estudiosos en el segmento más genuino de su producción literaria. Aquí no hay que lanzar el socorrido y gemebundo gori gori de índole netamente aragonesa. Esta es, hoy y hace años, la situación de la poesía española, de la crítica española, de la educación en España.