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Muchas historias pintorescas podría contar acerca de este hombre, que vivió inmerso en poesía y dePinillos, Manuelo002 muy singular catadura personal. Estuve en su casa, estuvo en la mía, estuvimos en la de otros poetas y compartimos recitales y tabernas. Fuimos más cómplices que amigos, tanto por la diferencia de edad, como porque, sabedores de que ambos éramos capaces de echar los pies por alto, nos teníamos alguna prevención. Pero coincidíamos en muchas cosas y nos reíamos bastante. Como Ildefonso Manuel Gil, casi contemporáneo suyo, Luis García-Abrines, Antonio Fernández Molina y algún otro poeta coterráneo, acostumbraba a decir lo que pensaba, incluso por escrito. Verbalmente, podía ser injusto, intemperante o arbitrario; con la pluma, no.

Nunca fui devoto de su poesía, que ha tenido buena fortuna póstuma, en cuanto que ha contado con estudiosos como José Luis Calvo Carilla, Pilar Martínez Barca o, más recientemente, José Ángel Monteagudo. En cambio, como crítico, función que ejerció muchos años en Heraldo de Aragón y en otras publicaciones, era excelente. Y, además, justo. De los malos poetas no escribía, a menos que le diesen la lata con lo de “Don Manuel, que no me ha sacado crítica…” Entonces, los fulminaba. Reseñó mis primeros ejercicios poéticos y a fe que lo hizo con generosidad y buen tino. En sus últimos años, se aisló, cuidado por su mujer, Margarita Sanjuán, que lo asistió, lo moderó y lo admiró sin límites. ¡Cuántos creadores –en especial poetas, músicos y pintores- han tenido a su lado una admiradora con culto de latría que les solucionaba los problemas de la vida práctica, atemperaba sus desmanes, disculpaba los egoísmos tan habituales en el artista y los amaba con furor y sin condiciones! Un brindis por ellas.

Pinillos con su mujer Margarita Sanjuán en su última lectura pública001

Pinillos, que en una época en que se publicaba menos, escribió veinticinco libros -únicamente, de poesía-, murió hace veinticinco años y había nacido hace cien. Lo único que he escrito sobre él aparece en mi Diccionario de Autores Aragoneses Contemporáneos (1885-2005), Zaragoza, 2010, pp. 863-867. Y, en su recuerdo, aquí lo copio.

 

PINILLOS DE CRUELLS, Manuel, Zaragoza, 14-05-1914 / Zaragoza, 23-03-1989

Hijo de un prestigioso abogado y pequeño terrateniente que, en su juventud, había tenido veleidades poéticas, su inadaptación familiar le llevó a alistarse en el ejército. Tras un destino en Guinea Ecuatorial, participó en la Guerra Civil, que le dejó secuelas morales perceptibles en sus libros. Cursó sin entusiasmo la carrera de Derecho y ejerció como funcionario de prisiones en Gerona y Teruel. Por entonces, ya había comenzado su dedicación a la poesía y publicado en Alicante el primer libro salido de su estro. En Gerona fundó la revista Ámbito y en el turolense diario Lucha firmó reseñas literarias. Abandonó pronto su trabajo para dedicarse totalmente a la creación poética. Se convirtió en una referencia para la poesía en Zaragoza y su participación en revistas, tertulias y cenáculos fue constante durante casi cuatro décadas. De vida bohemia, la presencia de su compañera y colaboradora, Margarita Sanjuán, mitigó su difícil temperamento. Ejerció durante años su magisterio en su sección de crítica en Heraldo de Aragón, donde reveló su amplio conocimiento de la poesía española y extranjera. No vacilaba en arremeter contra lo que consideraba extrapoético y era generoso con quienes ofrecían alguna clase de originalidad.

Su producción poética fue profusa y desigual. A pesar de ser galardonado con el premio Ciudad de Barcelona en 1951 por De hombre a hombre y a su habitual presencia en revistas de ámbito nacional durante lustros, no obtuvo demasiado eco fuera de Aragón. Es verdad que careció de carácter para componendas y tampoco se adscribió a ninguna corriente definida. Además, tuvo escaso criterio a la hora de deslindar el grano de la paja en su producción poética, de modo que su incontinencia al dar a la imprenta sus obras sacó a la luz textos que debiera haber desechado.

Sus comentaristas han destacado con acierto su independencia, sus rasgos existenciales, su tono desgarrado y la eterna pulsión inconcreta por el paraíso perdido o el ideal inaccesible, que se manifiesta en su inclinación a los extremos ejemplificados por Eros y Tánatos. De cualquier modo, su poesía es más enérgica que admirable estéticamente. Su apasionada necesidad de comunicación le hacía caer en la precipitación y, cuando respondía al ansia de conocimiento, el tono solía ser gris. A juicio de Rosendo Tello, «en su poesía se da una tendencia integradora de elementos y una actitud personal desintegradora, propia de su rebeldía contra el mundo». Su estilo, directo y rotundo, logra sus más altas cotas al pulsar sus íntimas efusiones. Puede sorprender al lector de hoy su trazo desmañado, que no venía tanto de su ansiosa hiperactividad lírica como de su contumaz aversión por los formalismos y de su odio a esteticismos retóricos. Su obra, estudiada por Calvo Carilla y Martínez Barca, ha merecido algunas antologías que intentan salvar las anfractuosidades que presenta.

Pinillos, cumplido el último viaje

                                                                              OBRAS

A la puerta del hombre, Alicante, Col. Verbo, 1948.

Sentado sobre el suelo, Zaragoza, Col. Almenara, 1951.

Demasiados ángeles, Gerona, Col. Ámbito, 1951.

De hombre a hombre, Las Palmas, Col. Alisio, 1952.

Tierra de nadie, Madrid, Col. Neblí, 1952.

La muerte o la vida, Guadalajara, Doña Endrina, 1955.

Se aplaca el río (novela), publicada en El Español entre el 14 y el 22-VIII-1955.

El octavo día, Tarragona, Sugrañes Hnos., 1958.

Débil tronco querido, Zaragoza, Coso Aragonés del Ingenio, Col. Dezir de Poesía, 1959.

Debajo del cielo, Zaragoza, Col. Orejudín, 1960.

En corral ajeno, Bilbao, Col. Alrededor de la Mesa, 1962.

Aún queda sol en los veranos, Santander, Col. La Isla de los Ratones, 1962.

Esperar no es un sueño, Palencia, Col. Rocamador, 1962.

Nada es del todo, Zaragoza, Col. Poemas, 1963.

Atardece sin mí, Zaragoza, Ediciones La Calle, Col. Adarce, 1964.

Lugar de origen, Zaragoza, IFC, 1965.

De menos al más, Málaga, Publicaciones del Guadalhorce, 1966.

Viento y marea, Carboneras de Guadazón (Cuenca), Col. El Toro de Barro, 1968.

Hasta aquí, del Edén, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1970.

Pinillos, Manuel-Hasta aquí del  edén

Sitiado en la orilla, Luesia, Publicaciones Porvivir Independiente, 1976.

Pinillos, Manuel-Sitiado en la orilla

Viajero interior, Borja, Taller de Poesía Bóveda, 1980.

Cuando acorta el día, Zaragoza, Ayuntamiento, 1982.

Poemas, Madrid, Kilómetro Cero, 1989 (Anexo de la revista Malvís nº 5).

Canto a la tierra y otros poemas, Zaragoza, La Cadiera, 1989.

Poesía, Zaragoza, IFC, 1990.

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Pinillos-Introducción Calvo Carilla

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Pinillos, Manuel_Dibjuo de Barbosa

Este texto procede de una ponencia que leí el 7 de septiembre de 1993 en un Curso de Poesía Aragonesa Contemporánea impartido en la Universidad de Verano de Teruel, cuyas actas fueron, años después, publicadas con el título: El desierto sacudido, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 1998, pp. 169-180.

Desde entonces, Fernando Ferreró ha publicado:  Ácromos, Zaragoza,  Edizións de l’Astral, 1994. Revisión retrospectiva, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2002. Libro de Pigmalión, Zaragoza, Lola, 2004. Secuencias y escenarios, 2006, Variaciones sobre un contexto inestable, 2011 y Poesía completa, 2016. Estos tres últimos publicados también por Prensas Universitarias de Zaragoza.

Ferreró, Fernando008

 Los pocos que se han ocupado de la poesía de Fernando Ferreró[i], y ello a través de reseñas -no conozco que exista ningún estudio específico de su aventura poética-, coinciden en la excelsitud de la misma, en su carácter excéntrico, en su manifiesta exquisitez.

No es extraño este alejamiento de la crítica de uno de nuestros mejores poetas. Por varias razones: a) no existe nada en este país que se aproxime a lo que debiera ser un cauce de acercamiento, interpretación y valoración de la poesía contemporánea y mucho menos en Aragón; b) el extremo conceptualismo, la cierta dificultad y el carácter antiespectacular de la poesía de este autor la hacen poco atractiva para la mayor parte de los comentaristas adictos a la inercia, la moda, la pereza mental y la repetición de esquemas mentecatos; c) el autor, vanidoso como cualquier poeta, jamás se ha preocupado de publicitar su obra ni de dar pábulo con elementos extraliterarios a que se hable de él[ii]; d) la publicación de su poesía, exceptuando los dos primeros libros de edición reducidísima, se ha producido en estos últimos once años y la aludida inercia de la crítica no le permite efectuar este tipo de descubrimientos que se salen del guión.

Sin embargo, ya se dijo como en sus reseñistas parece alentar un idéntico entusiasmo ante la poesía de Ferreró[iii]. Es lo que me  ocurrió a mí en el ya lejano 1982 al leer el primer libro de este autor que cayó en mis manos, De la cuestión y el gesto. Mi fascinación se concretó en la realización de una reseña, la sexta que publicaba en mi vida y la segunda de un libro de poemas[iv]. En el mismo año un crítico y poeta como Manuel Pinillos, de veta lírica muy alejada a la de Ferreró pero habitualmente serio y agudo en sus percepciones, terminaba así un largo comentario del citado libro:

«…afirmo que es es uno de los contadísimos poetas aragoneses que ciertamente interesan, ya que dice cosas reveladoras e inquietantes, a pesar de que no es autor de fácil lectura y hace falta mucha atención para desentrañarle todas sus claves fundamentales.[v]

  Con este libro Ferreró se reencontraba con las prensas y anunciaba[vi] la publicación de dos nuevas obras en el plazo de un año. Como es normal en el mundo de la edición, una cosa son los proyectos y otra los resultados. El siguiente poemario no aparecería hasta 1988, pero esa declaración mostraba a las claras el deseo de Ferreró, después de varios años fuera de Zaragoza, de reanudar el contacto con el improbable público lector. Para ello, en la citada De la cuestión y el gesto, utilizó una revisión, hecha ya en 1970, de sus dos primeras obras: Acerca de lo oscuro, aquel libro que había iniciado la excelente colección Orejudín, se Ferreró_Hacia tu llanto ahogadoconvirtió en La hierba salpicada y Hacia tu llanto ahogado, en El tacto del tiempo, que constituye la segunda parte. La poda supuso, amén de la exclusión de algunos poemas[vii] y la inclusión de otros de parecida línea, un proceso de adelgazamiento expresivo y de supresión de elementos: Se descartaron imágenes de un surrealismo quizá algo mimético, algún guiño social y el resabio sentimentaloide tan frecuente en la poesía española en torno al medio siglo. No quiere decirse que los dos primeros libros de Ferreró fuesen prescindibles, ni mucho menos: su tono intelectual y preciso era en aquellos años más que plausible y también gozaron de una buena, aunque no entusiasta, acogida crítica[viii] sino que, efectivamente, la manipulación a la que los sometió el poeta fue para mejorarlos. Veamos una muestra con el poema “No todo es limpio”, que también había sido publicado en el número 4 de la revista Orejudín de Noviembre de 1958:

No todo es limpio                   No todo es limpio

como el hombro desnudo     como el hombro desnudo

de una adolescente;               de una adolescente.

ni fresco como                        Ni todo es fresco

la lluvia inesperada                como la lluvia inesperada

de un lunes.                             de un lunes.

Hay plomo y yeso

que me atornillan,

los picos de las aves                    Los picos de las aves

son duros,                                     son duros.

los ríos pasan por las ciudades Los ríos cortan las                                                                                            ciudades

con el espejo roto.                      con el espejo roto

No es todo limpio,                   

ni es todo amable                    No es todo amable

como un recuerdo                  como un recuerdo

al echarse en la cama;            al echarse en la cama.

Ya sabes que el tiempo,         Sabes que el tiempo,

cuando quiere, te arranca     cuando quiere te arranca.

(Tu balcón está solo

sobre la plenitud del huerto)…

No es todo limpio.

Desde el primer momento,

he visto el mar a través de mi sangre.

(En la versión perteneciente a De la cuestión y el gesto -derecha- no existen las separaciones en los versos aquí mostradas para facilitar la comparación).

De un solo vistazo puede comprobarse la eliminación de los resabios surrealistas («Hay plomo y yeso/que me atornillan») y guillenianos («Tu balcón está solo/sobre la plenitud del huerto) y la huida de la grandilocuencia retórica de los tres últimos versos. Las otras leves modificaciones denotan, claro, una mejor técnica, un mejor oído poético. El segundo poema es obviamente más intenso[ix].

Baste con esto para alejarnos de la prehistoria poética de Fernando Ferreró, que tampoco fue un poeta muy prolífico o, por lo menos, su producción no fue demasiado recogida por las revistas de la época. Reprodujeron, sin embargo, poemas suyos -y muy desiguales- las revistas Despacho literario (nºs. 1, 2 y 4), Poemas (nºs. 1, 5 y 8), además de la citada Orejudín (nºs. 4 y 5)[x]. Fuera de Zaragoza, la revista Monteagudo de la Cátedra Saavedra Fajardo de la Universidad de Murcia (nº 25) y la conquense El molino de papel (nºs. 25 y 35).

Aunque fuera definitivamente redactada en 1970, De la cuestión Ferreró, Fernando-De la cuestión y el gesto002y el gesto recoge todos los rasgos del mejor Ferreró. Una poesía aguda, inteligente, limpia, sin concesiones a la facilidad y que siempre rebosa concentración, sentido. Una poesía caracterizada por la precisión lo que, sorprendentemente, no la exime sino que la faculta aún más para expresar o producir el misterio. Todo ello servido por un léxico casi siempre común pero con extrañas combinaciones que le proporcionan su magia.

Esa capacidad de síntesis que se resuelve en un estilo nominal pródigo en elipsis y en intensidad. Y sobre todo, la negativa a caer en la grandilocuencia, en el gesto, en la batahola de palabrería a la que cada una a su modo se han apuntado tantas corrientes de la poesía hispana, tanto la social, como la veneciana o la de nueva sentimentalidad que tanto nos ha aburrido los últimos años. Esa solemnidad adolescente que parece llenar de aire la boca de estos poetas para los que el siglo XX no ha servido para mucho. El modo y actitud que califico de antirretórico y que, extrañamente, tan poco se da en la poesía española de los últimos años. Tal vez, porque precise una audacia pero, sobre todo, un dominio de la lengua para el que no parecen estar capacitados la enorme mayoría de los poetas de hoy.

Si el título del libro se refiriese a el modo y la actitud, acaso fuese más exacto haberlo llamado De la cuestión y el ademán. ¿Y la cuestión? La realidad (tiempo y lugar) que desconcierta al poeta que lucha por atraparla, por conocer, por  lo que para él la poesía es tanto la lucha como el instrumento. Hay que citar de nuevo a William Carlos Williams y su «¿Cómo puedo saber lo que pienso hasta lo que no veo lo que escribo?», irrefutable formulación de la vía que defiende la poesía como conocimiento. Pero sin llegar a la poesía hermética[xi]. Ferreró casi siempre se detiene antes de dar el paso de la disolución-construcción de esa otra realidad. Para lo que el surrealismo no es el único camino. Miguel Labordeta se aproximó a él y Cirlot lo dio definitivamente pero no abundó a este lado del Atlántico la tendencia.

Quedan todavía en la segunda parte de este libro, “El tacto del tiempo”, esbozos surrealistas pero muy atemperados («Si el negro de los párpados/ quiere saber quien llega, / salgo descalzo hasta el umbral del ojo» (p. 47) y otras imágenes en los poemas numerados con el 6, 11, 12, 14 y 18). Y no es terreno en el que Ferrero se mueva con poca soltura. Todas esas imágenes tienen originalidad, fuerza y cumplen su función en el poema pero no son lo esencial en él. Lo esencial es el poema mismo y para serlo ha de ser corto, intenso… Pocos poemas en el libro (dieciocho en cada una de las partes más el poema final[xii]), de escasos versos y sílabas pero ahítos de significación.

Entre las influencias que se han señalado -y que hasta ha reconocido Ferreró- se cuentan Juan Ramón Jiménez, Salinas, Guillén, Cernuda, Rilke, Ungaretti, Montale, Quasimodo, Gatto, Pessoa, Trakl y Enzensberger. No son malos modelos, voto al cielo. También el poeta ha reconocido su admiración por António Osório o Juan Lamillar. Pero, para mí, la cercanía más rotunda es, sin duda, la de Guillén. Tanto por el tono y el «aire» del poema como por el léxico, la precisión, la sobriedad, la concentración y hasta el humor. Que, a veces, sobrepasa la ironía aunque sin llegar a la mueca. ¡De qué pocas grandes creaciones está, por cierto, ausente el humor! Como dijo Svevo, la forma más alta de cortesía, de inteligencia. Y tampoco falta el erotismo -no sé si malgré-lui, especialmente en La hierba salpicada. El hombre en lo oscuro, que debe resistirse ante la angustia del tiempo, encuentra en el chapoteo que busca los cuerpos un mecanismo soteriológico y, como contraprestación natural, otra puerta hacia el misterio. Veamos un poema, el 14 de la primera parte (p. 30), que puede ejemplificar este aserto. Y, así, otros muchos.

Un enjambre de seres

que mueve la costumbre.

Mares cruzados

por los peces profundos

de pasión abrasada.

Orillas de ceniza,

donde el sueño imposible

regresa con el viento

de la tarde, que amaina.

Si yo pudiera, al fin,

abrir tu calavera

y, desatando el hueso,

cortar su laberinto;

sería como un lago,

imagen que repite

la verdad engañosa

que las manos no alcanzan.

El poema, que comienza con una formulación realista prosigue con una turbia imagen conectada con la turbulencia del deseo. La imposibilidad de saciar o contener el mismo y la resignada conformidad de la madurez viene expresada por la imagen siguiente (versos 6-9). En la frase condicional con que culmina el poema, además de ecos de la hermosa “Elegía a Ramón Sijé”,  aparece ese juego entre las personas verbales, especialmente, la primera y la segunda que es uno de los rasgos más constantes de la técnica ferreriana.  Todas las personas son el yo que precisa de las otras sólo para reflejarse, cotejarse y, sobre todo, confirmarse.

De cualquier modo, como era previsible no hay salida. El laberinto, el espejo, el ideal inaccesible que ya al final del milenio casi ha perdido su idealidad.

No creo que Fernando Ferreró, que ha mantenido un muy alto tono en sus obras posteriores, haya superado el de este libro, La cuestión y el gesto, donde las antenas de la percepción enhiestas conocen de antemano que su misión es ilusoria pero que todo brilla impávido y sugestivo. El escepticismo es consustancial a la lucidez y la visión podrá ser despegada pero siempre trascendente, siempre capaz de penetrar en lo hondo-cotidiano y hacerlo con grímpolas de belleza.

La sensación de estatismo que destila La cuestión y el gesto aparece también en La densidad implícita, obra extremadamente conceptual que vuelve a conectarnos claramente con los tonos guillenianos. Tal vez no sea muy brillante -y a lo peor, hasta tampoco certero- el decirlo pero la impresión que producen estos poemas tiene que ver con la que producen los del gran vallisoletano. Y ya sabemos que expresión e impresión no son tan dispares.

Hay aquí poesía del instante, poesía del recuerdo, poesía metafísica y hasta metapoesía. Veamos, si no, este redondo poemita que ocupa el lugar central de la tercera parte (nº 8), pag. 52:

Dentro de sí, la mismaFerreró, La densidad implícita006

palabra semejaba

ocupar el conciso

lugar del pensamiento.

Fuera del texto,

sólo tenía un breve

aspecto de libélula.

Río esencial; sedientos

curiosos en su orilla.

No se puede exigir más originalidad y justeza en la formulación, más honda precisión -de nuevo- y polisemia.

Los poemas de La densidad implícita son, quizá, los más breves de toda la obra de Ferreró y puede que, también, aquéllos en que su mirada apunta a más lugares sin perder un ápice de su unidad intrínseca. Continúa igualmente su agudísima ironía[xiii] y su pulsión antirretórica: «Borradme tonos enfáticos» (pag. 40), corroborada por sus propias palabras en comentario a su libro[xiv]:

   Considero que mi obra tiene una emotividad que se manifiesta en recursos muy seleccionados, que no se deja sólo al azar de la retórica. Podría decir que intento hacer una poesía del intelecto pero que contenga una emoción. Y este libro es como una «cosmovisión», una especie de curiosidad por conocer el mundo, pero como parte del mundo y, a la vez, como un «cuadro del mundo.

Escrito antes que La densidad implícita, El texto mínimo contiene dos libros: el homónimo (pp. 7-61) y Perfiles (63-115).

Es esta quizá la más aforística de sus obras[xv], aquélla donde la tendencia mentalista de Ferreró aparece más radicalizada y desnuda. Poemas como el siguiente evidencian ese adelgazamiento expresivo que lo acerca al aforismo:

 La teoría/sugiere/la invención/ de ciertos/ mecanismos. / Extraña moneda/que disfraza/ la consecuencia/ del objeto. (p. 59).

Es notable como, a pesar de las reconocidas influencias expresionistas, el poeta huye siempre del exceso, de la tentación del trazo fuerte. La sostenida abstracción provoca incluso la definitiva ruptura de barreras entre las dos personas verbales y una absoluta prescindencia de la pasión. Todo se sujeta a una voluntaria frialdad racionalista que pocas veces da cabida a la imagen. Aunque aparezca alguna: «espumosa cadera en contracción» (p. 22), «peces de oscuro sótano» (p. 48) y, siempre, un aquilatado esfuerzo de precisión y manufactura lingüística.

No son patentes las diferencias entre los dos libros que recoge esta obra. Tal vez en Perfiles, cuya segunda parte aborda el poema en prosa a veces con cierto matiz doctrinal, se descubra una preferencia por los poemas que aluden a lugares, situaciones o instantes y en El texto mínimo sean más patentes la personalización y la depuración líricas.

Ferreró, El texto mínimo005

Tanto Perfiles como El texto mínimo son, en todo caso, un excelente y variado muestrario del mundo ferreriano en el que tampoco falta la malévola ironía. Aunque en este caso pueda hablarse de la trampa de la polisemia:

 Clase de influjo/que no padezco/siquiera./Es el que me hace/escribir lo que pienso./Por ello escribo/bastante menos/que otros. (p. 70).

Según reza su contraportada, El paisaje continuo contiene la poesía escrita por el autor entre 1980 y 1985 que puede ser abordable en su estructura o fragmentariamente. En el primer caso «el libro adquiere su valoración más completa y el sentido preciso» en palabras muy probablemente escritas por el poeta.

Las cuatro partes -todas de quince poemas- en que se divide la obra recogen, pues, ordenadamente las coordenadas más constantes del universo de su autor. Así, en la primera, es protagonista el proceso y la generación del acto creador tanto en su vertiente lírica como plástica. No olvidemos que las preocupaciones plásticas de Fernando Ferreró no constituyen el típico desahogo del ocioso o jubilado sino que se adentran en su prehistoria artística. La revista Proa, a cuyos círculos estuvo cercano Ferreró llegando a recoger en su número 25 (diciembre, 1953-Enero, 1954) un dibujo suyo, ya en 1952 (nº 19), da noticia de la exposición del Círculo Universitario de Arte inaugurada el 2-XI-1951 en la que participó como pintor y lo mismo ocurrió en años sucesivos. No se advierte una relación clara entre la escritura y la experiencia plástica del autor y así lo confiesa Ferreró en una reciente entrevista:

 Pienso que me he volcado de formas muy diferentes de un modo casi inconexo. No acierto a ver la dependencia de un género del otro, más allá de que todos estén realizados por la misma persona«[xvi]

Las restantes partes de El paisaje continuo tienen como centro el amor y la soledad, la pasión y el sentimiento y su interiorización, respectivamente. Una vez más, Ferreró sale fuera de sí para analizar su realidad y lo hace con rigor de delineante o geómetra. Como bien precisó José Antonio Rey del Corral «estamos ante un singular voyeur lírico (…) capaz de revelar cuánto, en lo mínimo o en el humilde detalle que nadie mira, encierra el decoro incierto del existir. El sabe que el ojo avizor dispone apenas de una fracción de segundo para captar ese detalle -pisada, adobe, mancha, piano- donde cabe todo el significado, toda la fábula del mundo (…) logra concentrar lo desparramado con su gran angular analítico, o mira por el ojo de la cerradura de la conciencia (…) y tiende el ‘movible oído que espera’ para, entonces, ponerle banda sonora de poema a la experiencia del Paisaje continuo (…) que desfila a nuestros ojos o por el que somos desfilados».[xvii]

Ojo avizor para descubrir el misterio pero sin pretensión de visionario. Ya se dijo más arriba que Ferreró, tal vez por su acusado racionalismo de raíz filosófica, por esa prescindencia de la pasión no da ese paso que podría haberlo llevado a la poesía hermética o visionaria. Siempre estará más cerca de algunos del 27 que de Mallarmé, de Mallarmé que de Blake.

El último texto publicado por Ferreró, Falacia, afronta un material poético diverso con una actitud tan intelectualizada  como en libros anteriores, aunque el poeta declarase: «Este libro cierra un ciclo, o al menos eso creía yo, porque pensé que en poesía ya había dicho todo lo que tenía que decir. Creo que es mi libro más abierto y menos hermético, que actúa como un juego de espejos»[xviii].

Pese a ello, quizá algo de su pureza poética deviene en sequedad, se advierte una pérdida de la emoción que traspasaba muchos de sus anteriores poemas. Y, en cuanto a su carencia de dificultad, el poeta parece destilar en sus palabras ese humor sarcástico del que se habló y que, acaso, en este libro se presenta con más frecuencia, especialmente en su segunda parte  compuesta por poemas en torno a sí mismo. Pero no andábamos con el humor sino con la dificultad, aunque sean lo mismo. Veamos el octavo poema del libro (p. 15):

 En todo ser vacante,Ferreró, Falacia007

la irrealidad lo más concreto.

Es lo que te hace hablarme,

por el verde ocular,

sobre la nada, tu dolor perfecto.

Porque nunca se tuvo

esta ocasión. De tarde en tarde,

la cifra enmascarada

se hunde en los charcos

de ansiosos dedos. Tan oscura

es tu sombra que llevas

los párpados por dentro.

Dejemos aparte los hallazgos expresivos; de nuevo, la marca guilleniana; el citado humor que asoma con desfachatez en los últimos versos. El poema es harto difícil.

Y ¿qué no lo es? El poeta parte con ese convencimiento y el humor es también una defensa, un escudo. Y el humor en poesía es lenguaje. Que no gesto. Lo dice bien Rafael Alarcón Sierra, reseñando Falacia:

 La ironía desciende(…) hasta la misma frontera de la comunicación poética; el poema pasa a ser un nuevo Tractatus que pone en duda toda «jerga insípida», toda presunta filosofía del lenguaje (…) Lástima que el semiólogo esté siempre dormido. Porque si la principal virtud de la poesía -y no de su literaturización– es la continua intensificación de significados,  lo que resulta del reflejo de un espejo sobre el otro -del poema sobre el lector y viceversa-, esta Falacia la tiene, sin duda [xix].

Y está bien que el poeta se divierta, sobre todo si, además, nos comunica intensidad orgiástica: Aquimondece el équido, / secuenciado total, /concupiscible./Equilibrio en quimera/tapado en el jardín:/se apaga./Los censores del ócul o/tramitan la destrucción/a oscuras. (p.39).

Falacia es, de toda la obra de Fernando Ferreró, el libro más fecundo en cultismos y neologismos: «confiero residuarse al ciempiés metódico» (p. 12); «logósmosis eidética» (p. 16); «Pasión horizonta» (p. 24); «este vuelo del sírfido» (p. 28); «el plurivivir del cuerpo y de la idiosincrasia variegata[xx]» (p. 42)… en los que sin esfuerzo se percibe una actitud traviesa. El libro, del que ha desaparecido la parte IV como se explicó en la nota diez, termina con unos textos en prosa no siempre conseguidos. Me quedo con el último que quintaesencia el humor, que, ya se ha visto, es la más clara constante en esta última obra de Fernando Ferreró:

 Porque los números replegaron sus foscas entidades nocturnas. Lloró el rocío en la copa del párpado. El cuello se combaba desde el hombro furtivo. Desconcertante el vino, el día fue un relámpago al mostrarse. ‘Pienso -dijo ella- que el hombre dice absurdos al ser burlado por la gramática» (p.62)

Quizá demasiado para el mimetismo y la facilidad con que la poesía viene siendo tratada desde hace unos veinte años. Así, la situación de Fernando Ferreró en el contexto de la poesía aragonesa es excéntrica porque no procede de ninguna escuela ni tampoco ha tenido seguidores, ni siquiera un grupo que en torno a él se congregase. También lo sería en el contexto de la poesía española si a ella hay que referirse. Pero eso sería materia para otro trabajo en que sapos, culebras y aquilones camparían por sus respetos. Y dicen que no está bien nombrar para mal a los muertos[xxi].

Ferreró, Fernando-De la cuestión y el gesto-Dibujo003

                                            NOTAS

[i].[i]. Hasta el momento la obra poética de Fernando Ferreró está compuesta de siete volúmenes: Acerca de lo oscuro, Zaragoza, Colección Orejudín, 1959. Hacia tu llanto ahogado, Zaragoza, Colección Dezir, 1960. Estos dos libros son refundidos y ampliados en De la cuestión y el gesto, Zaragoza, Colección Poemas, 1960, el primero que reconoce el autor. La densidad implícita, Madrid, Los libros de Doña Berta, 1988. El texto mínimo, Barcelona, SeuBa, 1988. El paisaje continuo, Madrid, Endymión, 1989. Falacia, Zaragoza, Prensas Universitarias, 1992. Todos ellos dedicados a su mujer, Pilar.

[ii]. Habría que exceptuar la somera biografía que aparece en Opi-Niké, Cultura y Arte independientes en una época difícil, Vol. I, Zaragoza, Excmo. Ayuntamiento de Zaragoza, 1984, p. 142, evidentemente redactada por él mismo, donde hace gala de una postura anticonvencional y «epatante» más propia de un joven aspirante a cierta nombradía que de un poeta tan concentrado como él.

[iii]. Uno de los más constantes resulta Manuel Estevan, que ha saludado los últimos libros del poeta con altos ditirambos. V., por ejemplo: «El habitual desorden prefiere la escritura» (La densidad implícita). Heraldo de Aragón, (27 octubre 1988). «Un poeta mayor» (El texto mínimo), ibidem, (16 febrero 1989). «Potencia en el espacio» (Falacia), ibidem, (22 octubre 1992). V. también: Manuel Pinillos, De la cuestión y el gesto, citado en la nota 5. Rafael Alarcón Sierra, «Vivir en lo interno» Turia, nº 21-22, pp. 351-353. O el artículo panegírico de XG. mar. (Guillermo Gúdel), «La depuración infinita» en El año de El Día. 1988, Zaragoza, Ediciones de El Valle, 1988, pp. 84-85. Otras reseñas: Antón Castro, «El texto mínimo«, Zaragocio, nº 67 (26 mayo 1989). Manuel Alvar: «Quien reflexiona advierte la aporía» (El texto mínimo), Blanco y negro (13 agosto 1989). Beño, «La densidad implícita», Manxa (Grupo literario Guadiana) nº 46, Septiembre, 1989. Antonio Pérez Lasheras, «Silencio del color ascendido» (El paisaje continuo), Heraldo de Aragón (9 noviembre 1989). Alfredo Saldaña, «Esencia del poema» (El paisaje continuo), Diario16, (12 enero 1990).

[iv].  Javier Barreiro, «A través de la apariencia». Andalán nº 367, 15-30 Septiembre de 1982 (p. 44).

[v]. Reseña a De la cuestión y el gesto (de un recorte de Heraldo de Aragón sin fecha, pero 1982).

[vi]. En entrevista de Juan Domínguez Lasierra. Heraldo de Aragón, (9 junio 1982).

[vii]. Por ejemplo, los veintiséis poemas de Hacia tu llanto ahogado quedaron reducidos a dieciocho.

[viii]. V., por ejemplo, Gil Comín Gargallo, «Fernando Ferreró, el intimista zaragozano» Despacho literario, nº 1. Zaragoza, Tauro, 1960. p. 9. Este inefable personaje, que confunde la patria chica de Ferreró (Alfaro), ya había comentado favorablemente y tiempo antes el mismo libro, Acerca de lo oscuro, en su sección de El Noticiero. Joaquín Mateo Blanco también reseña muy favorablemente Hacia tu llanto ahogado en la misma revista, Despacho literario, nº 2. Zaragoza, Sagitario, 1960. («La definición de poesía») p. 2.

[ix]. Este poema fue agudamente comentado por Rosendo Tello en su excelente introducción a la edición facsímil de Orejudín. Zaragoza, DGA, 1991. pp. 64-66., lo que me exime de mayores escolios.

[x]. Tanto Orejudín como Despacho literario surgieron en torno a la órbita de la O.P.I. y la tertulia del café Niké de la que Fernando Ferreró fue satélite aunque pasara mucho de aquel tiempo fuera de Zaragoza. No existe un estudio adecuado de lo que fue y significó la O.P.I. y, seguramente, será difícil y complicado que se haga por su misma ambigüedad. Sobre la mitología de Niké hay alguna bibliografía que recoge Rosendo Tello (Op. cit. p. 24). Dígase que hay abundante discordancia sobre su significado e importancia real. José Carlos Mainer en opiniones recogidas por Antón Castro («La OPI, Niké,  Labordeta». El Día, (19 junio 1990) manifestaba: «A mí lo del Niké no me convence como propuesta de escuela, es un lugar de encuentro, la urdimbre. Un lugar falso e histórico. La gente se exhibe, se reúnen gentes diversas pero poco más. El hecho participa de la tradición española del contacto oral, pero sólo me parece legítimo hablar del Niké como símbolo, como añoranza».

[xi]. Cfr. el interesante comentario de Antonio Pérez Lasheras en su reseña a El paisaje continuo (Cit. en n. 3): «La poesía de Ferreró se nos muestra como un amasijo de contradicciones, como un intento de abstracción, cuasi mística, con un lastre excesivo de materialidad que impide la ascensión».

[xii]. El gusto por la simetría aparece también en otros libros: La densidad implícita y El texto mínimo (tres partes de quince poemas cada una en ambos libros), El paisaje continuo (cuatro partes de quince poemas, asimismo). Perfiles, incluido como segunda parte en El texto mínimo tiene tres partes, de quince, diez y quince poemas. En Falacia debe haber escapado alguna página ya que pasa de la parte III a la V sin que aparezca la IV. Además, carece de índice.

[xiii]. Aunque la palabra tiene mala prensa uno, si no temiera molestar, podría hablar perfectamente de sarcasmo. He oído hablar a Ferreró, no ya en plan amistoso, sino en reuniones profesionales y, además de su prodigiosa inteligencia que le conduce al núcleo -oculto o no- de los temas sin circunloquios y de su desternillante humor, sus comentarios -expresados en tono apasionado pero amabilísimo,- eran de una mordacidad sangrante.

[xiv]. En declaraciones a Antón Castro: «La voz resucitada de Fernando Ferreró», El Día (26 octubre 1988).

[xv]. Rosendo Tello considera esta tendencia al adensamiento extremo  que puede hacer «caer en una estereotipación pensamental aforística» como uno de los peligros que pueden acechar a este poeta. Op. cit. pp 65-66.

[xvi].  Antón Castro: «Una visión convulsa y emotiva de la vida». El Periódico (11 marzo 1993).

[xvii]. «Fernando Ferreró o una poesía de la mirada». Galeradas (78) de Andalán, nº 429, Zaragoza, 16-30 de junio de 1985. Se antologizan allí diecisiete poemas y ocho dibujos del creador.

[xviii]. Entrevista citada con Antón Castro.

[xix]. Art. cit., pp. 352-353.

[xx]. La palabreja debe gustar al escritor: en la entrevista citada con Domínguez Lasierra confiesa tener un libro escrito en 1975 «…que irónicamente titulo Locus variegatus y que representa mi propia idea de lo que es el Mediterráneo, lugar donde he vivido estos años…»

[xxi]. Con posterioridad a la redacción de este artículo (1993), Fernando Ferreró ha publicado Ácromos, Zaragoza, Edizions de l’astral, 1994.

Ferreró, Fernando009

Publicado en Ágora nº 4, Abril 2006, pp. 25-28.

Aunque editado por El Bardo en 1972, Treinta y cinco veces uno, cuarto de los libros de poemas dados a las prensas por José Antonio Labordeta, hacía alusión en su título a la edad del escritor, nacido en marzo de 1935, en el año en que dicha obra fue escrita, 1970. Aunque no soy estudioso de su obra poética, y a fe que tampoco conozco a muchos que lo sean, tengo para mí que éste es el más logrado de todos los poemarios editados por el escritor.

El ejemplar dedicado que poseo es, seguramente, el segundo de sus libros que leí, tras Cantar y callar, casi pionero del libro-disco, con su vinilo de cuatro canciones incorporado y auténtica novedad en su día. Aunque le habíamos oído cantar privadamente, el que uno de nuestros amigos editara un disco parecía una cosa absolutamente sorprendente y maravillosa, mucho más el que luego se hiciera famoso y sus canciones fueran conocidas en toda España.

En 2005, fecha en que el poeta ha cumplido setenta años, Treinta y cinco veces uno, aparece en la mitad de su camino vital como un referente que cierra la época, diríamos, privada del cantautor que, a partir de entonces, a través de su actividad en los escenarios, la televisión y el ruedo político, llegaría a convertirse en un icono, primero aragonés y que, después, trascendería las fronteras del antiguo reino.

El libro se abre con “Nos haces falta sin fondo”, uno de los dos o tres poemas más carismáticos del zaragozano, doble homenaje a su hermano Miguel y al autor que, quizá, más perturbó la conciencia de los más jóvenes componentes del grupo Niké, César Vallejo. Del enorme y grave poeta peruano conserva “Treinta y cinco veces uno”, el tono varonil y triste —y hasta, en muchas ocasiones, desolado—, el gusto por la imagen y, claro, la conciencia social. No va sin embargo, José Antonio, tan lejos en las audacias léxicas ni en las deslumbradoras imágenes, que al poeta andino eran consustanciales y que prodigó con genialidad desde su primera obra. Los poemas de José Antonio Labordeta son más desnudos, menos efectistas y, quizá, menos “humanos” que los de César Vallejo. En el fondo, hay en Labordeta un metafísico y es en sus alusiones a lo telúrico, a lo preternatural, a lo incomprensible del mundo, cuando consigue sus mejores registros. Esos paisajes batidos por el viento, el mar sin fondo, la desazonante inquietud por la “ausencia” son, sí, una consecuencia de la desaparición de su hermano y maestro pero, también, muestra de una grieta antigua y mal suturada, una ansiedad por la vuelta al origen, un gemido existencialista y profundamente solitario.

El “nadie” es una constante en la poesía labordetiana. Hasta los títulos nos lo muestran directamente: “Nadie en las puertas”, “Luego nadie vuelve”, “Aquí no canta nadie”, o, indirectamente: “Se han marchado”, “Queda tan solo”, “Abandonan la piedra”, “Último paso entre las tumbas”… Como los extremos se tocan, es posible que su actividad pública haya constituido un contrapeso de ese sentimiento de soledad que, al trascender en lo simbólico, se revela con más hondura.

Otro de los temas recurrentes en José Antonio es el machadiano “camino de la vida”. El poema “Se andan” es como una vuelta de tuerca de “Se hace camino al andar”: los caminos se recorren en pos de una meta, que, en el fondo, es el regreso al origen. Y el viaje es circular pero únicamente se regresa a una niñez sin apoyos, sin madre, sin referencia. Se vuelve al mismo punto pero sin haber encontrado aquello que se perseguía. Existencialismo en puridad: el hombre siempre está perdido, como se manifiesta explícitamente en “Queda tan solo”: Todo es vacío, eso es lo que tenemos y lo que nos aguarda. Hasta los paisajes revelan esa desnuda carencia, eriales polvorientos, de tonos grises, pardos y amenazadores. Son escenarios casi rulfianos pero en los que ni siquiera hay lugar, como sucede en el mejicano, para lo maravilloso. No hay muertos, ni espíritus ni otra presencia que la del famoso “viento” labordetiano, en su simbología de poder temible y ciego:

Nadie en las puertas.
Nadie en los largos corredores
que conducen directos
hacia las antiguas plazas y viejos campanarios
Sólo el viento,
testigo del naufragio.

La despoblación de los pueblos castigados por la emigración es uno de los referentes concretos de esa obsesión por el vacío, la desolación, la desesperanza. Presente en poemas como “Se han marchado”, “Nadie en las puertas” y “Abandonan la piedra” y en tantas canciones del autor, el sujeto activo no suelen ser los campesinos que han desertado en busca de una vida menos esclava, sino la tierra, los pueblos, las casas privadas de vida, de razón de ser, hundidas en el abandono y que, a veces, alcanzan presencia activa, transmitiendo su desesperación. En “Se han marchado” es la puerta “que golpea contra el viento” la que lo protagoniza. Sin embargo, la presencia humana es la que, al final, convierte el poema en algo conmovedor:

Y lejos,
más allá de las últimas carrascas,
alguien recuerda la cama
donde fue concebido con tristeza.

Como un resumen simbólico, el poema que figura al final de Treinta y cinco veces uno, “Último paso entre las tumbas” es una visión del Belchite abandonado. Tan vinculado a los orígenes familiares del escritor, el arrasado pueblo zaragozano languidecía ya a finales de los ochenta sin que de él se acordasen quienes así lo habían dejado, como ejemplo de la resistencia, ni, por imposibilidad concreta, quienes podían reivindicarlo como símbolo de otra cosa. Pocas imágenes más explicativas de esa desolación labordetiana que hunde sus raíces en el pasado. Incluso, sus imágenes más logradas, como “martes sin alcoba” parecen sugerir una carencia de orden metafísico.

Son los poemas con explícito tinte social los menos conseguidos de esta primera parte, tal vez y como no podía ser de otra manera, porque el poeta resulta tanto más convincente cuando, con conciencia o no, se refiere a sí mismo. Encabezada por una ilustrativa cita de su hermano Miguel, “De mi propia tristeza de ser hombre” es, seguramente, la más conseguida del libro, la más humanamente conmovedora y, elípticamente, explícita.

Titulada “Sociedad de inconsumo”, esta segunda parte se compone de poemas descriptivos que nos dan la pauta de una ciudad provinciana y varada en el tiempo a finales de los años sesenta, cuando ya se ha desarrollado la revolución beat, el mayo del 68 y Europa y, sobre todo, España, se aprestan a consumar un cambio que se respira, que se palpa en el ambiente. Sin embargo, el Teruel de Labordeta es todavía la “Calle mayor” —título de uno de los poemas— de Bardem, un lugar varado, absurdo, con curas, tiendas de velas, soportales y estudiantillos de corbata que nada saben pero, torpe e inconscientemente, parecen querer otra cosa.

La mirada de José Antonio Labordeta se fija en el paisaje urbano, en los edificios de arcilla, en la plaza, en los callejones, en ese viento violento, que también llega a la ciudad. Una corsetería, una fuente, un mirador, la catedral… Quietud, inmovilismo, ausencia de transcurso. Nada parece hacer pensar que todo cambiaría en pocos años. Hasta el amor, espontáneo y juvenil, se contamina de esa desesperanza y el abrazo de una muchacha a un joven empleado de correos es un abrazo “desolado”. La vida está reglada como, tan bien, muestra “El reloj a las tres de la tarde”. De vez en cuando, sugerida, una sinestesia: «los calamares fritos». Sólo eso. Cero de sensualidad. Si se sugiere, el erotismo es turbio, la vida, agria, el pasado, penoso, el presente, inmóvil, el futuro no existe.

Sólo en el poema “Domingo decembrino” aparece una pintura de algo que puede anunciar otra cosa: Al lado de las campanas y las partidas de baraja, muchachos con melena miran posters que les traen “recuerdos de París y de su audacia” aunque todo se resuelva en vacío, “guateque moral” y pasear por los porches. Algo parecido podemos recordar los que somos un poco más jóvenes de nuestros dieciséis años. Labordeta también trae a los cultos “mirándose el ombligo” y, de nuevo, a los que se han marchado: otra vez el “No queda nadie”, principio del poema “¿Y los otros?”, con el que acaba la parte central de Treinta y cinco veces uno, frase que, además de dar título al libro, encabeza el poema inicial de la tercera parte: “Sociedad de consumo”.

Labordeta se propone afrontar en ella la falta de libertad, la represión, la injusticia, que explicarían el inmovilismo urbano y vital de la parte anterior. En “Treinta y cinco veces uno” el poeta se presenta volviendo atrás con una mirada aciaga. Salmódica y vallejianamente, enumera “nuestro silencio, nuestro vacío, nuestro incendio” y su colofón suena como inequívocamente labordetiano:

Es duro, ya muy duro,
treinta y cinco veces duro
mirarse en el espejo y no reconocer
a aquel muchacho que se nos fue perdiendo en las esquinas.

Treinta y cinco veces uno, vivo,
duro todo en el paisaje,
ahora y viento, siempre.
No habrá nunca silencio.

El mismo poeta, abatido y trasteado por el viento de la primera parte, se explica ahora, con más claridad, quizá, de la que conviene, para abominar de la ausencia de libertad de expresión: “Medios de comunicación social”, de la nulidad de los valores para la sociedad de consumo: “He escrito”, de los desmanes de la autoridad y el poder: “Poneos en las manos” o, en general, de la insoportable injusticia, como sucede en el oteriano “Escuchando el canon de Pachelbel”, en el que el amor y solidaridad con los que sufren es un claro eco de aquellos “brazos, como llama al viento” que, clamorosamente, querían recoger, abrazar y servir de refugio a los desdichados.

El poeta vuelve a sí mismo en los dos poemas siguientes: “Acuérdate” y “Hoy quisiera”: memoria de la niñez, turbia y silenciosa, de modo que concluye que nunca “fuimos “realmente niños” y la injusticia brutal del presente no permite siquiera el refugio en aquella niñez despoblada. Sin embargo, al final, un lugar para la elegía:

Nada como entonces,
a pesar de todo.

«Hoy quisiera” expresa el deseo de un mundo diferente, una vida sin rutina, sin conformismo pero

somos de aquí,
del billete señor,
la carne va subiendo
y el hígado viejo se estropea.
Somos
de las tardes de fútbol.

De nuevo, la total desesperanza, la imposibilidad de huida, el mundo sin salidas, el final apodíctico:

Y aquí no hay quien se salve
De la hoguera.

“No bomba” es el penúltimo poema del libro. Anclado en la negatividad, el escape está en la disolución, la enumeración caótica… El absurdo se adueña del poeta enajenado en una composición con claros ribetes vanguardistas. Pero, al final, lo mismo, la obsesión fundamental del Labordeta treintañero: NADIE.

¿Nadie al otro lado de la línea?
¿Nadie al otro lado de la línea?
Nadie!
Nadie!
Nadie!
Objetos:
Inodoro
Cocina de butano
Especial para caries
Especial para cabellos grasos.
Nadie responde.
Nunca.
Qué le vamos a hacer!
Cargarse de paciencia.

Igualmente deudor del vanguardismo irónico al que habían dado carta de naturaleza los «Nueve novísimos» castelletianos, el enumerativo poema final, “Sintetice”, acumula conceptos aparentemente sin relación para, al final de ellos, derivar en el suicidio, la angustia, el melodrama cotidiano… Los versos finales son una letanía que da cuenta de la impotencia definitiva de cualquier intento. El camino circular al que aludía arriba se cierra, como vueltas de jamelgo atado a la noria, con una machacona repetición, que se itera por tres veces:

largas máquinas con largos papeles escriben largos fragmentos
de largos
—Repito—
INFINITAMENTE.

Muy somera y parcial es esta visión de una parte de la poesía de José Antonio Labordeta y es seguro que, con mayor tiempo y mejores capacidades que las mías, podría llegarse a percepciones de más hondura. Sin embargo, si acometo este pequeño ensayo es, sobre todo, para llamar la atención sobre cómo ni siquiera el más famoso de los aragoneses de hoy merece la atención de los estudiosos en el segmento más genuino de su producción literaria. Aquí no hay que lanzar el socorrido y gemebundo gori gori de índole netamente aragonesa. Esta es, hoy y hace años, la situación de la poesía española, de la crítica española, de la educación en España.