«LA EDAD DE ORO» DE JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ: UN TIENTO A LA TRADICION DE LOS APOCRIFOS

Publicado: diciembre 17, 2011 en Artículos, Literatura

(Publicado en  José María Álvarez, Poesía en el campus nº 28. Universidad de Zaragoza. Zaragoza, 1994).

En un país como éste, tan poco dado al retozo cultural y al abajamiento de la severa férula del criterio establecido por sabe qué casposo dómine, no es frecuente la tradición de los apócrifos, aunque haya excelentes muestras como la Antología traducida[1] de Max Aub o, saliendo del ámbito peninsular, la desopilante Antología apócrifa[2] del argentino Conrado Nalé Roxlo. Género muy espinoso, por la preparación intelectual y lingüística que precisa, y para el que se requiere una actitud lúdica un tanto lejana a la mueca solemne con que muchas veces el creador -y más el poeta- suele plantear su obra. Sólo espíritus harto libres y juguetones, como los de Cortázar, el ilustre dúo que se firmó como Honorio Bustos Domecq, Juan Carlos Curutchet o el de los dos antes aludidos, han incurrido en este subgénero, que otros confunden con el pastiche.

  José María Álvarez ya había dado muestras de su pericia en él con Desolada Grandeza[3], un tan cuidado como divertido libro de prosas que, al igual que La Edad de Oro[4] apenas tuvo eco crítico. La tradicionalmente présbita crítica española de poesía[5], que tantas muestras ha dado durante los últimos veinte años de no enterarse dónde se encontraban las más interesantes propuestas -o, hablando en plata, de no enterarse nada- no podía, naturalmente, dar pábulo a tan alambicadas excentricidades. La Edad de Oro, quedó como un libro huérfano, atemporal y tirando a inextricable. Por otro lado, y ante la inepcia ambiental, la actitud de José María Alvarez no se distinguió por su naturalidad: cada vez fue hollando trochas más cercanas al manierismo con lo que a uno de los pocos grandes poetas aparecidos en los últimos treinta años, lo hemos encontrado, en más de alguna ocasión, dibujando su propia caricatura.

  La Edad de Oro es, tras el repudiado Libro de las nuevas herramientas[6], la primera obra de Alvarez ajena a Museo de Cera. Contiene poemas atribuidos a dieciséis autores cartageneros por vida o peripecia, desde el anónimo del siglo VII a. de C. “Fundación por la ciudad de Teucro, hasta los nueve de Anastasio «El Bizantino», al que se sitúa en el siglo VII de nuestra era. Apoyado por unas biografías de una erudición tan precisa como farsante, el tono resulta harto creíble aunque, desde luego, nos encontremos siempre la tan reconocible retórica del poeta de Cartagena. Compartamos o no su estética, José María Alvarez es uno de esos poetas que sólo puede ser él, tome rostros manieristas, apócrifos o despistantes.

  Así, su gusto por la épica en sus aspectos más metafísicos, tan lejana a la fácil adscripción a un aristocratismo oligócrata en el que algún fácil enemigo ha querido ubicarle y para el que los estimulantes desplantes de Álvarez no han dado sino argumentos. También su epicureísmo -éste más luminoso que metafísico-, su fascinación por el cuerpo vivo y la mirada muerta o su imagen del “ideal inaccesible”, vinculado al esplendor del amor, la derrota y el olvido.

 Palabras como gloria, destino, aventura, frontera, imperio, orgullo o belleza adquieren en la poesía de José María Álvarez significados que van más allá de la trascendencia que connotan. Se convierten en un código desprovisto y un tanto cuajado de amargura, cuya fiereza excede muchas veces la intención del factor, atrapado en ella. En La Edad de Oro, por su calidad bifronte, resulta más escurridiza la estólida necesidad de vincular al poeta con su propuesta. Del poeta es la sintaxis, el tono, la perseguida majestad. Del lector, es la memoria, the lost paradise, al que tan justamente alude el título que trata de entregarnos una dignidad sólo entrevista.

 Descontada queda la propiedad del lenguaje, la vívida -y aún más intuida poéticamente- cultura clásica que rezuman estos versos reconocibles y extraños, creíbles y ajenos.

 Cuando Seleuco «El Calvo» dicta: «Y en verdad que conozco/la gloria de las ciudades/que los libros adulan» es probable que –malgré soi– tenga toda la razón y, como todo poeta nacido así, sepa más del deseo que de la realidad, de la idea de la gloria que de la ciudad. Álvarez, que puede dar la impresión de que habla de Venecia para demostrarnos que la ha visitado mucho, es tan poeta que se traiciona y como Seleuco, deviene hondo y quevediano:

           No hay sabiduría en el más allá.

          Ni aquí. Y será lo que fue.

          Sé que no hay nada

          más allá de la tierra que piso,

          del mar o el cielo que contemplo,

          de mi cuerpo que extraño.

          ¿A qué, entonces, responde la eternidad

          que mora en mi corazón?

 O en los tres muy hermosos poemas de Timoteo de Phazzana, que resumen el sabio escepticismo, el intenso fervor y la pasión por la estética con que el poeta siempre ha afrontado la aventura de la vida.

 El azar, la causalidad y el destino; el amor y la muerte e, inevitablemente, el tiempo son los motivos conductores de esta Edad de Oro, que constituye un friso de las eternas preocupaciones de la poesía que son las que siempre han ocupado a José María Álvarez. Que -transcurrida la era- conoce la imposibilidad de ser inocente. A través de la cultura, que no del culturalismo, el poeta trata de redimir esa inocencia. Aunque el fruto de cualquier experiencia, reflexión o estricto conocimiento no sea sino esa eterna perplejidad que constituye el hombre y que nos recuerda el arte.

  Junto a todo esto, en La Edad de Oro aparece la única verdadera posibilidad de redención: la fascinación por la Belleza. Incompatible, sí, con el mundo. Inaccesible en nuestra sucia temporalidad, pero inmortal en cuanto que es susceptible de ser deseada, propuesta o, simplemente pensada. Y la obra de José María Álvarez es, como la de tantos caminantes excéntricos y solitarios, una desazonada persecución de esa única Reina.


    [1] Seix Barral, Barcelona, 1972.

    [2] Kapelusz, Buenos Aires, 1971.

    [3] Sedmay, Barcelona, 1976. Hay una segunda edición publicada en 1986 por la Universidad de Murcia.

    [4] Editora Regional de Murcia, Madrid, 1980.

    [5] Véanse, por ejemplo, a este respecto los muy recientes e ilustrativos  artículos de Miguel Casado, «La nefasta crítica de poesía», Suplemento Culturas de Diario16, 11 Diciembre de 1993 y Pedro Provencio, «La Generación del 70 (II). Los antinovísimos y la cultura de consumo», Cuadernos Hispanoamericanos, nº 524, Febrero, 1994.

    [6] El Bardo, Barcelona, 1964.

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