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No creo que me capacite especialmente para hablar del flamante Premio de las Letras Aragonesas el conocerlo desde hace casi medio siglo pero, por unas cosas o por otras, he compartido vivencias literarias, leído casi todos sus libros, –casi cuarenta-, asistido a su evolución y escrito una antología y algún prólogo sobre su obra. En alguno de esos lugares hablaba de “este poeta ajeno y solitario que, a despecho de su profesión, su ambiente y sus condicionamientos, ha construido una obra amplia, coherente y arbolada que se inició varios años antes de la publicación de su primer libro”.

En efecto, Verón, aunque su carrera y profesión estuviesen vinculadas con aspectos técnicos de la agricultura, desarrolló desde muy joven la pasión por la belleza, tanto por la  verbal, como por la musical y visual y, también, esa curiosidad universal por cualquier clase de conocimiento, especialmente, el original y heterodoxo, condición indispensable para que el creador, efectivamente, llegue a serlo.

Uniendo su formación técnica a esa condición de apasionado por lo bello, se convirtió en un multipremiado fotógrafo, que alcanzó en el último año del siglo XX el Premio Nacional de la especialidad, y cuya obra ha recibido el reconocimiento tanto de los especialistas como de la gente del común ya que sus fotografías suelen gustar al entendido y al profano.

Pero fue, sin duda, la poesía –a un tiempo la hermana pobre y la más alta expresión del quehacer literario- la que recibió desde el principio las preferencias del autor bilbilitano y, después, se convertiría en su vocación más constante. José Verón pertenece a la generación de los nacidos en torno 1945, en la que figurarían vates aragoneses como Ignacio Prat, Ángel Guinda, José Luis Trisán, Joaquín Carbonell, José Manuel Estevan o José Luis Rodríguez. Como muchos poetas de su tiempo, Verón fue un hijuelo de los vanguardismos, por razones extraliterarias, tan tardíamente asumidos en el último franquismo y bebió con pasión en la obra de los “novísimos”, cuya influencia en  la poesía joven de la época fue muy importante.

Hasta entonces, el naciente poeta se había hecho con una cultura más que regular, había descubierto a los surrealistas, la pujante literatura iberoamericana y participado en empresas tan desopilantes como la del Grupo Oreja cuyas producciones fueron escritas en el aire. Y, siendo un poeta de Calatayud, es decir, casi nada, ello le había proporcionado una libertad tal vez mayor que la de los sometidos a otras expectativas.

También la música clásica, el jazz y cantantes populares, como Bob Dylan y Gardel, empezaron a constituir otra fuente de conocimientos y de felicidad. Su primer poema, “Aquelarre” se publicó en 1970 y su primer libro poético, en 1980. Fue Legajo incorde, que constituyó también el primer galardón (Accésit del Premio San Jorge de Poesía 1979), de los muchos que después cosecharía. El libro nos muestra, desde su título, a un poeta adicto a la ironía y a los pujos desmitificadores tan caros a aquellos jóvenes maestros que Castellet calificó de novísimos.

Pero no vamos a hablar aquí de todos los poemarios[1] del escritor, que al final relacionamos, sí de su evolución y algunos de sus rasgos.

Las sucesivas lecturas y consiguientes influencias de Octavio Paz, Borges, Juan Ramón Jiménez, Thomas Stearn, Eliot, Ezra Pound o Marcial han marcado, en cierta forma, la evolución del autor pero los poemarios de José Verón no surgen de planteamientos previos sino que se van conformando acordes a estados de ánimo, lecturas, y elaboraciones aisladas, sin demasiada vinculación con lo histórico. Recordando la vieja y polémica dicotomía, concibe el poema más como medio de conocimiento que de comunicación, como una forma de acercarse al misterio de una realidad que ni siquiera sabemos hasta qué punto lo es. El propio acto de creación poética participa de ese misterio, con lo que el poeta nunca estará seguro ni de su lugar ni de su pertinencia. La poesía es un bucear en la propia alma para encontrar esa expresión que desvele algo más sobre nosotros, incluso acerca de nuestro propio pensamiento. En el terreno de inseguridades en que se mueve el creador, el humor, la ironía, la desmitificación, el juego verbal son recursos indispensables para no caer en la grandilocuencia, en el panfleto, también, en el desánimo inherente a toda construcción temporal y perecedera. Humor que es escepticismo, distanciamiento y esa sutil melancolía, casi siempre presente en los versos veronianos.

Nuestro poeta se va moviendo ya a gusto en diversos esquemas formales y pasa, sin solución de continuidad, de la muy poco engolada introspección a la metapoesía o al culturalismo, rasgo tan caro a los líricos de este tiempo, que aparece sin aspavientos, mezclando referencias universales y localistas. Pero siempre un gusto por el conceptualismo y la exactitud, rasgos tan aragoneses, imprime la lírica del poeta. No era extraño, pues, que desembocara, por un lado en la poesía tensa y precisa de sus últimos poemarios y, por otro, en el epigrama marcialesco, cuya primera manifestación importante se encuentra en Ceremonias dispersas (Epigramas, espumas y otras depredaciones) (1990). Verón, aprovechando su visión distanciada y antirromántica, se instala con facilidad en ese tono de humor medio y un algo socarrón que tampoco desdeña el hallazgo formal.

Conceptualismo y juego verbal son los ejes sobre los que se construyen estas breves y jugosas ceremonias sobre apuntes agudos del instante en los que el sentido común tamiza con madura lucidez la percepción. No faltan las referencias intertextuales a poetas admirados ni  la puesta en solfa de las concepciones burguesas, pero siempre desde el punto de vista escéptico que corresponde al comedido satírico en que deviene el poeta. Género difícil por la precisión estilística que requiere, el epigrama de estirpe marcialesca, que Verón volverá a acometer en otros poemarios, alcanza en ciertos momentos tonos exactos.

Tras Pequeña lírica nocturna, que se recrea en los metros clásicos, un cambio de orientación se anuncia en A orillas de un silencio (1995), libro más hermético, que tendría continuidad en El naufragio perpetuo (1999) y, sobre todo -quizá suscitado por la grave enfermedad que superaría el poeta- en  la trilogía que encabeza El exilio y el reino (2005), continúa con En las orillas del cielo (2007) y culmina en El viento y la palabra (2010), probablemente, su libro más intenso y redondo. Presidido por el silencio y la soledad, la noche y el misterio, la luz y la sombra –símbolos primordiales sobre los que se asienta la percepción poética- allí comparece el régimen nocturno de la conciencia, que asiste a la indiferencia, a la matizada desolación o incluso a la belleza del entorno sin aspavientos, contraponiendo la intensidad de la mirada a la frialdad del universo, desdeñosa con el observador. Sin embargo, no es un yo potente el que refulge en estas líneas sino una voz profunda que se inserta en el tiempo y en la que la inteligencia fluye de forma tan natural que apenas la percibimos. Para rematar, discúlpeseme la autocita del prólogo:

El viento y la palabra se sustenta en una gran economía de elementos. Su intensidad está lograda a través de la desnudez, de la pureza de sus referentes, de la proscripción del exordio y de cualquier tono divagatorio. Para ello se sirve de un lenguaje sencillo, basado en las oraciones simples, en las construcciones o enumeraciones bimembres o trimembres y en una simplicidad sintáctica, que, como en el caso de San Juan de la Cruz, no excluye la originalidad. En su léxico, abstracto y preciso a la vez, además de los aludidos elementos primordiales, predomina lo nominal, que privilegia la concentración del sentido y la superposición de los planos de la esencialidad hasta dar cuenta de la ambigüedad y el misterio.

El viento y la palabra es el más alto de los quince libros poéticos publicados de José Verón y uno de los más intensos de la poesía aragonesa de los últimos años. Su pureza expresiva, su proscripción de todo magma extrapoético y la serena desolación que transmite se sustentan en poemas cortos en los que no falta el metro clásico.

Fundamental en la obra creativa de José Verón Gormaz es la presencia del paisaje. Su condición de extraordinario fotógrafo  se vincula en su poesía con esa importancia de la mirada que vibra ante el paisaje, motivo fundamental en su visión del mundo, mucho más realista que fantástica, aunque los pujos de lo incognoscible le atraigan siempre, como a cualquier poeta, lo que se manifiesta en sus devaneos en torno al «ideal inaccesible» que, a estas alturas del siglo, nunca pueden ser demasiado explícitos. Su equilibrio, desconfianza y extrañamiento vital le vuelcan en una realidad deseada, mucho más cercana a las lecturas y a los mundos ideales del arte, lo que puede explicar su matizado culturalismo. Quizá, también, la escasa presencia del erotismo en su obra. De cualquier modo, el paisaje, tanto el rural como el urbano, no son únicamente una mirada sino que el poeta participa y se inmiscuye en él de una manera radical y panteísta.

Para intuir, que no alcanzar, la luz es necesario haberse empapado del lodo de la caverna. O un paso más hondo en ella o la inmersión en el destello o su reflejo. Si la única propuesta largo tiempo defendible, desde los viejos adagios herméticos, es la de que los extremos se tocan, tarde o temprano habrán de integrarse. Sea como sea, la sobriedad presente en los últimos libros de Verón le ha permitido escapar del antipoético vicio de la divagación, presente en mucha de la poesía hodierna, que, a veces, no parece prosa poética sino periodismo. Y nuestro hombre, en su dedicación tan apasionada como duradera a su vocación lírica, en general, ha sido bastante inmune a las modas.

Paralelamente a su escritura, Verón ha sido uno de los más constantes dinamizadores de la cultura en la comarca bilbilitana, además de desempeñar, desde hace años el cargo de la labor de cronista oficial de su ciudad natal.  Toda esta trayectoria se ha visto servida por una personalidad tan discreta como irónica, por una cultura tan proteica como intensa y por una honestidad personal que -cosa tan poco vista en nuestros predios- ha sido reconocida por sus convecinos, por sus contemporáneos, y hasta por sus colegas. Efectivamente, Verón es una de esas personas a quien nadie quiere mal y de quien todos nos felicitamos por sus éxitos, que sus amigos hasta consideramos como un poco nuestros.

                 OBRA LITERARIA

Legajo incorde, Zaragoza, IFC (Institución  Fernando el Católico), 1980.

La muerte sobre Armantes (relato), Zaragoza, IFC, 1981.  /  Zaragoza, Certeza, 2006.

San Roque bilbilitano (ensayo), Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1982.

Instrucciones para cruzar un puente, Zaragoza, IFC, 1983.  /  Calatayud,  SeTelee, 2012.

Tríptico del silencio (Cavernario), Zaragoza-Calatayud, Col. Poemas-Asociación Cultural y Recreativa Peña Rouna, 1984.

Baladas para el tercer milenio, Calatayud, CEB (Centro de Estudios Bilbilitanos), 1987.

Auras de adviento, Zaragoza, IFC, 1988.

Ceremonias dispersas (epigramas, espumas y otras depredaciones), Valdepeñas (Ciudad Real), Ayuntamiento, 1990.

Pequeña lírica nocturna, Calatayud, CEB, 1992.  /1999.

Camino de sombra y otros relatos impíos (narraciones), Calatayud, López Alcoitia, 1994.

A orillas de un silencio, Zaragoza, IFC, 1995.

Antología poética (Edición de Javier Barreiro), Calatayud, CEB, 1997.

Epigramas del último naufragio, Barcelona, Seuba, 1998.

Pequeña lírica nocturna, Calatayud, CEB, 1999.

El naufragio perpetuo, Barbastro, Ayuntamiento, 1999. / Ocaña (Toledo), Lastura, 2016.

Rayuela blues, Zaragoza, Lola, 2000.

Cantos de tierra y verso, Zaragoza, IFC, 2002.

La llama y la sombra (2 poemarios), Zaragoza, Vinci Park, 2003.

La letra prohibida, Zaragoza, Certeza, 2004.

El exilio y el reino, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2005.

Libro de horas perseguidas, Calatayud, Autor, 2007.

Epigramas incompletos, Calatayud, CEB, 2007.

En las orillas del cielo, Zaragoza, Tropo, 2007.

Cuentos para sentir las horas, Zaragoza, Mira, 2014

Poesía de miedo 2011, Zaragoza, Olifante, 2011.

Las puertas de Roma, Zaragoza, Mira, 2012.

Ritual del visitante, Zaragoza, Olifante, 2012.

Un mar de montes, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 2014.

Sala de los espejos (Epigramas, enigmas y otras contemplaciones), Zaragoza, Olifante, 2014.

Cuentos para sentir las horas, Zaragoza, Mira, 2014.

Cancionero del café. Pequeños poemas para leer y cantar, Calatayud, CEB, 2014.-El espíritu del frío, Zaragoza, Mira, 2014.

El espíritu del frío, Zaragoza, Mira, 2014.

Claros de bruma, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2017.

Satirologio. Epigramas del siglo XXI, Zaragoza, Pregunta, 2018.

-Cantares y presagios (Huellas del camino-Cancionero del café), Zaragoza, Pregunta 2020.


[1] La muerte sobre Armantes (1981), La letra prohibida (2004) y Las puertas de Roma (2012) son sus tres títulos de narrativa, cuya calidad ha ido in crescendo. Así, el tercero de ellos, en torno a la figura de Marcial, resulta mucho más conseguido que el primero. Posteriormente a la redacción de este texto, publicó dos colecciones de relatos: Cuentos para sentir las horas y El espíritu del frío.

V. Sobre este autor, V. también en este blog:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/07/28/el-viento-y-la-palabra-una-topografia-de-la-soledad/

 

Claves de hermenéutica

  Al tratarse de cualquier desviación del pensamiento dominante, son los contextos espacio-temporales los que dan cuenta de su categorización. Así, el progreso y la civilización irían íntimamente relacionados con ella, si bien, cuando los dioses razón y ciencia han sido elevados al panteón, no han faltado respuestas que, si en unos casos pueden ser tildadas simplemente de reaccionarias, en otros han puesto alerta sobre dicha divinización.

 Aun ciñéndonos al presente, pocos conceptos habría más opinables que éste, tan dependiente de la ubicación de quien lo aplica. Ubicación que poco tiene que ver con la dicotomía derecha-izquierda. Los dos vectores han cosechado multitud de heterodoxos. Y la disidencia suele preocupar más a quienes antes han sido perseguidos, como ilustran las trayectorias del cristianismo y del comunismo, primero tan discrepantes, después tan intolerantes. Desde el punto de vista de la axiología una diferenciación patente: unos consideran la heterodoxia como un valor positivo y otros la tienen como depositaria de todas las perversiones. Seguramente, éstos y aquellos coincidirán en la calificación de heterodoxos a los mismos productos y ello puede ser un buen mojón para saber a qué atenerse.

 Por evidentes razones históricas, hasta  el último tercio del siglo XX, el término ha evocado casi siempre connotaciones religiosas. Así les sucede a los venerables redactores del DRAE que definen al heterodoxo como “hereje que sustenta una doctrina no conforme con el dogma católico”, a despecho de su significación etimológica: “que sostiene otra opinión”, se sobreentiende, como remacha María Moliner, en desacuerdo con la doctrina tenida por verdadera. Así lo aplicó Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles, obra pionera que ha servido de guía para las descalificaciones de unos y para las reivindicaciones de otros aunque, para vergüenza de la casta académica española, muchos de sus personajes continúen sin investigar. No han faltado quienes han atribuido la existencia del Tribunal de la Inquisición a que la Península Ibérica ha sido mejor campo de cultivo para las heterodoxias que otras latitudes. Sea lo que fuere, el llamado Tribunal del Santo Oficio deparó, además de la gravísima proscripción del cultivo de la ciencia positiva, unos usos sociales inmovilistas y afincados en el temor y la mirada desaprobatoria para cualquier novedad que perduró hasta avanzado el franquismo y que tiene su correlato en numerosas obras literarias y cinematográficas que lo denuncian. 

 La extensión y pujanza del cristianismo deparó la secuela de un desmesurado número de herejías: adopcionismo, arrianismo, carismo, catarismo, docetismo, donatismo, fideísmo, maniqueísmo, monofisismo nestorianismo, quietismo, trinitarismo… Toda ortodoxia dogmática precisa de opuestos para que sus mecanismos represores aseguren su dominio sobre los espíritus[1]. Al centro ortodoxo se le oponen heterodoxias periféricas de las que abominará con el argumento esencial de que la verdad es antigua e inmutable y lo nuevo es el error.

 De cualquier modo, a heterodoxos que lo fueron en su época, como por ejemplo, Lope de Vega, cuesta hoy otorgarles tal marbete sin caer en la ambigüedad. Y tenemos, a su vez, el caso opuesto: elementos canonizados por la Iglesia (San Agustín, San Buenaventura, San Juan de la Cruz…), por la realeza (El Bosco, Arcimboldo, Goya…) o por el régimen que encarnó con más vocación las ortodoxias hispánicas (Giménez Caballero, Luys Santamarina, González Ruano…) tienden hoy a ser vistos más como protagonistas de una conflagración con las esencias por entonces en uso que como sustentadores de los valores de quienes los magnificaron. Algo nos enseña la historia que nos negamos obstinadamente a asumir: el relativismo de toda creencia, de toda concepción. Y aunque los viejos filósofos  ya avisaron de la mayor utilidad del descreer frente a la fe, la contumacia del aspirante a creyente arrolla todos los obstáculos opuestos por la razón. La heterodoxia, como sirviendo a sus propios dioses, se resiste a ser sistematizada. Tenemos entre sus practicantes a quienes lo han sido por su propia vida (Diógenes Laercio, Torres Villarroel, Díaz Mirón…), por su tema de ocupación (el nigromante marqués de Villena, el visitante de ángeles, Swedenborg, el bandido y escritor, Juan Caballero…), por su obra (Fernando de Rojas, el abate Marchena, Mallarmé…). Tenemos heterodoxos por vivir el futuro en el presente o por mantener en el presente formas de vida arcaicas. Tenemos también la confusión entre heterodoxos y marginados. Entre estos últimos no son todos los que están aunque cierta clase de mala conciencia social pueda, a veces, intentar tal identificación.

 Cuestión más peliaguda es la de la heterodoxia en las artes que, por naturaleza, han de ser originales, innovadoras, diferentes. Todo verdadero arte sería pues un acto de heterodoxia frente a lo anterior aunque ello suponga unas fronteras demasiado dilatadas. Cuando se habla de la heterodoxia del artista suele hacerse referencia a su sentido transgresor que, en muchos casos, se lleva tanto a la obra como a la vida (Lautréamont, Jarry, Artaud, Cravan…). Inadaptación, malestar, malditismo, bohemia son caras de un mismo poliedro y una ecuación demasiado fácil, pero a menudo certera, pudiera hacernos pensar en la relación entre la magnitud de la heterodoxia y la excelsitud de la obra. Cercanos a tales propuestas transgresoras andan a menudo los trastornos psíquicos, cuestión que siempre resulta polémica y conflictiva y ha dado pábulo a  una amplia bibliografía[2]. El siglo XX con la eclosión de las vanguardias canonizó la heterodoxia, al tiempo que contribuía a su muerte. El dadaísmo o heterodoxia total termina por abocarse al nihilismo.

 Volviendo al principio, la heterodoxia del pasado es la ortodoxia del presente y la heterodoxia de hoy será la ortodoxia del mañana. Incluso en tiempos que parecen abonados a la libertad, como los actuales, al menos en el ámbito occidental, quien se opone a la dictadura cultural de la mayoría, al pensamiento vacío es visto como apestado y  se escriben leyes para hacer difíciles sus movimientos. La llamada izquierda cultural transita hoy por sendas de banalidad, santurronería y conformismo que volverían a enloquecer a Nietzsche. La corrección política se ha convertido en paradigma de pensamiento nulo.


[1] Emilio Mitre, Ortodoxia y herejía entre la antigüedad y el medioevo, Madrid, Cátedra, 2004.

[2] V., por ejemplo, el clásico de Rudolf y Margot Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno, Madrid, Cátedra, 1985, cuya primera edición londinense es de 1963, o el excelente trabajo de Philippe Brenot, El genio y la locura, Barcelona, Ediciones B, 1998, publicado en Francia un año antes.

Javier Barreiro, Voz «Heterodoxia» en Claves de Hermenéutica. Para la filosofía, la cultura y la sociedad,  Bilbao, Universidad de Deusto, 2005, pp. 243-245.

Paula Rego-La familia 1988

Paula Rego, La familia, 1988

Hace unos cuantos días los periódicos daban cuenta de la retirada por parte del ayuntamiento zaragozano de una obra fotográfica, Crucifixión del venezolano Nelson Garrido, que iba a ser expuesta en la Bienal de la Imagen de Zaragoza, que se celebra en la Lonja. La obra es, como antes se decía, “irreverente”, con el propio fotógrafo en el papel de Cristo, provisto de halo y con tres ostentosos miembros viriles saliendo de su vientre. Una especie de Magdalena rubia, sólo cubierta por su larga cabellera, lo acaricia. Todo esto rodeado de una profusa escenografía, que da una impresión de déjà vu. Estos “malditos” poblaron ya el siglo XIX –entonces sí que lo eran- y, sin ir más lejos, en los sesenta, el grupo pánico, especialmente con Arrabal y Jodorowski, montó performances, hizo películas y desmitificó con parecida estética cuando esta era más nueva, heterodoxa e infractora.

Como casi siempre, la obra es neutra, consabida, efectista y presenta un tono kitsch que únicamente puede aportarle algún pintoresquismo. La transgresión que estas obras acometen es ilusoria, rácana y hace muchas décadas que no impresiona sino a los decididos a impresionarse. Y es verdad que atacar a la tan a menudo atacable iglesia católica es gratis cuando hasta hace nada fue exclusión, excomunión, expulsión y cosas peores. Pero el que guste de transgredir tiene a mano asuntos más peligrosos, porque la auténtica transgresión juega con el verdadero riesgo, niega las certezas comunes y se dedica a poner del revés los dictámenes emanados desde el poder.

Es verdad que esta censura, aunque en esta ocasión ¡aceptada! por el fotógrafo, hace tan sólo unos años hubiera provocado polémicas, solidaridades, firmas y opiniones diversas. Hoy todo importa poco. La grey intelectual, si es que existe, está por otras labores y la grey en general, no digamos. Ahora, como en tiempos de la censura de verdad, toca escandalizarse cuando un niño o una niña en un anuncio no salen plenamente vestidos. Los innumerables “ejércitos de salvación” subvencionados por el gobierno o dependientes de él ven casi siempre delincuencia sexual, como los censores franquistas veían promiscuidad, pecado, desenfreno erótico y condenación general cuando se mostraba un brazo y no digamos ya un sobaco femenino. A punto estuvieron de prohibir el baño y las playas. Parecía convicción aceptada que la perversidad estaba en la mirada del censor y no fuera. Pero hoy ya sabemos que Andersen, los hermanos Grimm y Perrault eran delincuentes sexuales, Walt Disney, un reaccionario morrocotudo y la condesa de Segur y Lewis Carroll, algo peor que el demonio. Prohibiendo el arte y la historia, se arreglaría todo fácilmente.

Parece una boutade, pero algunas autonomías llevan intentando algo parecido desde hace tiempo. Y, además, casi todo el mundo, con los medios de comunicación a la cabeza, está convencido de que los reaccionarios son quienes protestan.

Publicado en Aragón Digital,  30 de septiembre-4 de agosto, 2007.

Publicado en Vicente Escudero. Dibujos, Granada, Caja de San Fernando, 2000, pp. 14-25.Escudero, Vicente por Man Ray

                                                                Fotografía de Man Ray

Todo en Vicente Escudero es un milagro. Como acostumbra a suceder en quienes se constituyen en mitos. Aunque haya que reconocer que, por las extrañas piruetas de los prestigios en nuestro país, Escudero no ha llegado a constituirse en tal. Pero todo en su trayectoria tiene ese aire entre secreto, inexplicable y legendario, que suele acompañarlos. Como sucede con Gardel, contemporáneo suyo. O con Valentino, Billie Holiday, Lucha Reyes, Raquel Meller o Eva Perón. En puridad no sabemos en qué año vino al mundo. Bonet y Salas dan la fecha de 1885;  Blas Vega, la de 1887; Vicente Marrero, la de 1892, García Domínguez lo hace nacer, a las nueve de la mañana en el número 19 de la vallisoletana calle de Tudela, el 27 de octubre de 1888, y ésta es la fecha más compartida. Vicente fue el segundo de trece hermanos con los que después tuvo poca relación, no sólo a resultas de su vida errante, sino porque, excepto Ángeles fallecida en 1962, todos murieron tempranamente. La profesión de su padre, zapatero artesano[1], es como una premonición de que Vicente se ganaría la vida haciendo sonar sus botines sobre cualquier superficie. Él nos cuenta que entrenó sus primeros redobles sobre las tapas de las alcantarillas y bocas de riego, porque cada una de ellas sonaba diferente y así podía percibir los matices de su taconeo mejor que en el suelo o en superficies de madera. Al ser de hierro fundido, en ocasiones las partía pero, sin duda, le sirvieron para adquirir esa fuerza de tobillos que le caracterizó y que le permitía realizar sus bailes con calzado normal y sobre superficies no preparadas, licencias que siempre reprochó a sus sucesores. Muchas veces contó que también bailaba sobre un árbol cruzado sobre las riberas del Esgueva lo que le había ayudado a encontrar ese equilibrio vertical que siempre caracterizó su estampa.

Sea como fuere, a finales de siglo realiza sus primeras actuaciones en público en un local de Valladolid conocido como «El cine del Chepa». Su padre, amoscado por las inclinaciones del vástago -ningún progenitor primisecular y castellano podía mirar con buenos ojos las veleidades danzarinas de su retoño-, hizo que se empleara sucesivamente de linotipista en varias imprentas. En ellas intentaba traducir en pasos los sonidos de las máquinas hasta que lo terminaban por despedir. Este feroz autodidactismo, esta forma de aprender basada en la circunstancia, en la naturaleza, en lo que la peripecia le ponía a mano, nos habla de su indómita vocación, de su predestinación obstinada. Como siempre hizo, en cualquier contexto daba muestras de originalidad y genio. Igualmente se fijaba en los trenes para luego reproducir su gama de sonidos o imitaba los saltos de los gatos o los de las hojas de los árboles movidas por el viento. O lo que viniese a cuento[2].

El joven bailarín se ve ya habilitado para salir de su casa y hacer sus primeros «bolos» por pueblos de la provincia con ínfimas compañías de varietés o de cómicos. Pronto percibe que debe llegar a la raíz del baile y decide marchar al Sacromonte. Escudero no era gitano aunque él asegura -tal vez, mitificando su experiencia- que de niño gustaba juntarse con ellos. El baile flamenco, como la sabiduría hermética, no se transmite. Hay que merecer, con dedicación, trabajo y padeceres su conocimiento. Allí, como durante toda su vida, continúa aprendiendo, ahora con anónimos maestros. En 1907 se ve con arrestos para dar el salto a Madrid donde comienza a actuar en los cafés cantantes. En el de la Marina es despedido porque vuelve locos a los guitarristas al no saber llevar el compás. Pero aprenderá. Viaja a Santander, actuando en El Brillante, y a Bilbao, donde, en el Café de las Columnas, conoce Antonio de Bilbao. Vicente Escudero hasta el final de su larga vida lo reconoció como su auténtico maestro y se sintió deudor de su arte. Fernando de Triana califica a dicho bailarín sevillano, discípulo de Enrique el Jorobado[3], como el más dotado en cuanto a la ejecución de pies y asegura que nadie le superó en alegrías y zapateados. Llega a decir que, si esa perfección la hubiera logrado también de cintura para arriba, hubiera sido el más grande.

Con lo aprendido, Vicente se siente capaz de recorrer la piel de toro, actuando fundamentalmente en cines. Es sabido que por entonces el llamado arte de nuestro siglo era considerado como un espectáculo menor al que había que rellenar con varietés para que el público se sintiese atraído. Dígase, de paso, que la oferta de espectáculos en grandes, pequeñas ciudades y pueblos era entonces mucho mayor que hoy, pese a la, comparativamente, escasa población que albergaban. Faltaba, eso sí, la televisión con lo que la sociabilidad del pueblo nada tenía que ver con la de hogaño. Escudero confesaba a Marquerie que, con los empresarios Sanchís de Gijón y Farrusini de Zaragoza, llegó a dar dieciocho funciones diarias por catorce reales. Con lo que piensa que ganará más bailando al aire libre y pasando el plato. Como eso le parecía humillante, se une a un guitarrista que, luego, le sisa la recaudación. Clausura la sociedad con la rotundidad que siempre caracterizó sus acciones[4].

En éstas, fue reclamado para el servicio militar. No imaginamos a Escudero bailando al son de clarines y retretas ni obedeciendo voces marciales. Por otra parte, Marruecos ardía de nuevo en rebeldía. Por unas u otras causas, el bailarín decidió hacer el petate pero para pasarse a Portugal, país con el que los intercambios artísticos eran mucho más frecuentes que hoy día. Un año pasó recorriendo la geografía lusitana hasta dar el salto a un París en el que la «Belle Èpoque» daba las boqueadas. Bailó en el pequeño teatro que por entonces se ubicaba en la torre Eiffel, pero no tuvo suerte en principio y probó fortuna en Londres, donde tampoco cuajó.  La guerra le había sorprendido en Munich. Pudo salir, sin embargo, marchar a Italia y recorrer la Europa no abrasada por la contienda y también Egipto, Palestina, Persia y la India. Con su intuición natural, estampó que allí había visto los más antiguos trajes de baile flamenco. Regresó a París, y ya fue encauzando su arte con actuaciones estables y giras por Europa, hasta el punto de que, en 1920, pudo llevarse a su madre a vivir con él.

Entretanto, nunca perdía la oportunidad de aprender de sus compañeros de tablado o de artistas españoles en gira por Europa. En Oslo conoció al gitano Matías de Málaga. Así, hasta que en 1920 se presentó en el Olimpia, tras ganar el Concurso Internacional de Danza en el Teatro de la Comedia parisino bailando el pasodoble «Garboso», lo que le valió ser contratado por los ballets rusos de Diaghilev. De nuevo en solitario, el 27 de noviembre de 1922 debutó en la sala Gaveau. Por entonces, ya había tomado contacto con la vanguardia y la fascinación por lo experimental, basada en un profundo conocimiento de las raíces, nunca le abandonaría[5]. Su prestigio iba in crescendo y el 10 de junio de 1924 pudo presentar en el Teatro Fortuny de la capital francesa una compañía de baile clásico español y al año siguiente abrir su propio estudio. En 1925 Falla le encarga, junto a Antonia Mercé, La Argentina[6], el montaje de El amor brujo[7], que llevó a cabo en el Trianon Lyrique y constituyó un extraordinario triunfo para el compositor y los intérpretes.

 Pocos años antes había conocido a la que iba a ser la compañera de su baile y de su vida, Carmita García, a la que profesó admiración y amor auténticos, lo que manifestó de palabra y por escrito siempre que tuvo ocasión. Por otro lado, su carácter extravagante y genial iba sembrando de pintoresquismo toda su peripecia. Desde su gato Muso, que se hizo famoso entre la bohemia de Montmartre, hasta su indescriptible peinado a base de goma de tragacanto que él mismo elaboraba para disimular su calvicie o su recital en la sala Pleyel, donde bailó al compás del sonido de dos motores eléctricos. Fue Gaston Modot -el protagonista de La edad de oro– quien le convenció para actuar en público después de haberle visto hacerlo en privado.

 Escudero vivía en la rue Victor Masse, muy próxima a la plaza de Pigalle, donde había estado El Gato Negro, al que acudieron los primeros pintores bohemios, como Toulouse-Lautrec o Utrillo. Seguía su interés por los vanguardistas a los que había conocido en los cafés. Por influencia de ellos empezó a pintar de forma intuitiva y a aplicar el vanguardismo a sus bailes y decorados. Él mismo hizo, por ejemplo, el cartel anunciador de su actuación en la sala Pleyel. En 1925 organizó una fiesta española en la sala Boulier a beneficio de los soldados españoles de África en la que había muerto su hermano Daniel y a la que asistieron y colaboraron, entre otros, Manuel Ángeles Ortiz, Bores, Ontañón, González de la Serna, Pancho Cossío y Sánchez Ventura[8]. Su conexión con este mundo la llevó a su espectáculo Bailes de vanguardia que presentó a su vuelta a España en la temporada 1929-1930. Muchas veces, pintaba sus propios bailes. Participó también en un cortometraje experimental, Noticiario de cine-club (1930), dirigido por el entonces furibundo vanguardista y director de La Gaceta Literaria, Ernesto Giménez Caballero.    

 En 1931 participó en el homenaje que se le tributó en Londres a Ana Paulova, con la que años atrás había bailado en el Acuarium de San Petersburgo. Luego, emprendió una gira por la Argentina que desembocó en los USA  donde obtuvo un éxito inenarrable. A su vuelta a España se organizó un acto-homenaje en su ciudad natal que fue presidido por el académico Narciso Alonso Cortés. De nuevo en 1934, volvió a América, antes de estrenar el 28 de abril en el madrileño Teatro Español la más feérica versión de El amor brujo[9], con decorados de Bacarisas. Le acompañaron dos nombres legendarios en el baile español: Pastora Imperio y La Argentina. Volvió a interpretar la obra de Falla en el Radio City Music Hall de Nueva York, donde llegó a ser considerado el mejor bailarín del mundo. En España tuvo en cambio detractores e, incluso algunos llegaban a reírsele, sobre todo durante su última época de bailarín en la que su avanzada edad, su peluquín con anticuada raya en medio y la rotundidad y arrogancia de sus manifestaciones le incluían definitivamente en la categoría de lo pintoresco.

  Tras casi dos años en gira con la obra de Falla, la guerra civil lo encontró en Valladolid de donde, tras algunas dificultades con los falangistas, pudo salir presentando en Capitanía General los contratos que tenía firmados en el extranjero. Pensaba reunirse con Antonia Mercé, La Argentina, para preparar un nuevo espectáculo para el que habían sido contratados en Nueva York. A principios de agosto recibió en la frontera la noticia de la repentina muerte de la bailarina lo que le sumió en honda consternación. A ella dedicó el primer capítulo de su libro en el que expresa que todo él quiere constituir un homenaje a su memoria.

 Tras la guerra se instala en Barcelona bailando El amor brujo con María de Ávila, a la sazón prima ballerina del Liceo, y actuando después con Carmita en el Palau de la Música. En 1942 hizo la coreografía de Goyescas (1942) de Benito Perojo, film en el que Imperio Argentina interpretaba los papeles de maja y condesa. Ese mismo año presenta en Madrid su creación de la seguiriya gitana, que nunca se había llevado al baile y que constituyó un hito en el arte del baile flamenco. Dirigió, asimismo, la coreografía en otras dos películas, Castillo de naipes (1943) de Jerónimo Mihura, y la versión de La Revoltosa que filmó en 1949 José Díaz Morales, aunque no reincidió apenas en el cine porque opinaba que en ese medio el baile no se podía expresar espontáneamente. Volvió, sin embargo, en otras ocasiones: en 1960, bailando zapateado en el cortometraje Fuego en Castilla del cineasta vanguardista José Valdelomar; en 1965, como actor secundario en una estupenda película de Mario Camus,  Con el viento solano, basada en la novela homónima de Aldecoa, que interpretó su discípulo Antonio Gades; y, finalmente, pasados sus ochenta años, cantando tientos en Flamenco en Castilla (1970) de José López Clemente. Suele citarse su participación en dos filmes, Brindemos por el amor y Gitanos de Castilla, cuyas fichas no he localizado. Parece que participó también en dos películas filmadas en Hollywood[10].

                                        El amor brujo. Vicente como espectro y Carmita García

En las décadas de los cuarenta y los cincuenta siguió con sus giras, junto a su compañera gitana Carmita García, a lo largo de España y el ancho mundo. A los Estados Unidos volvió en 1955-1956 y en 1960, hasta totalizar siete viajes a lo largo de su vida. Pero el hecho fue que, una vez instalado en Barcelona, empezó a ser reconocido en España donde hasta entonces había actuado poco.

 Convertido ya en un símbolo vivo, empezaron a tributársele homenajes. En 1946 Walter Starkie[11], le presenta en el Instituto Británico madrileño. Escudero imparte una conferencia ilustrada con ejemplos coreográficos interpretados por Carmita y él mismo. La titula «El misterio del arte flamenco»  y también la llevará a la barcelonesa Casa del Médico, a la Sorbona y a otros muchos foros, antes de incorporar incluso el cante, cosa que sucedió en el Ateneo madrileño en 1949. Fue también notable el homenaje que en 1954 se le rindió en el Teatro Carrión de Valladolid, donde por única vez bailó con la también vallisoletana Mariemma[12].

 Como se ve, el ámbito del baile ya le era estrecho y empieza a extender su actividad a muchos otros terrenos. En 1947 la prestigiosa editorial Montaner y Simón le había publicado, en magnífica edición ilustrada de 1.100 ejemplares, Mi baile, un libro absolutamente fascinante cuya lectura es un placer y no sólo para el admirador o el interesado por la danza. Su prosa, como también sucedía con su conversación, resplandece vigorosa, amena, pintoresca y extraña. Escudero no fue nunca a la escuela y él mismo reconoce que escribía con faltas de ortografía, como confirman sus cartas, redactadas con soltura, pero también con abundantes arbitrariedades sintácticas. Es muy probable que el texto fuera pulido por algún corrector -seguramente, Pancho Cossío, que lo transcribió- pero aún así siempre se aprecia en él la fuerza, la espontaneidad y la originalidad que siempre caracterizaron al maestro. Por otra parte, el libro no es sólo un esbozo de autobiografía y una colección de hechos pintorescos y afirmaciones desparejas sino que corresponde exactamente a su título: una explicación de cómo Escudero había construido un estilo de baile basado en la máxima fidelidad a los orígenes, pero al que había incorporado el espíritu de su siglo. Además, constituye un alegato y una advertencia en torno a los rumbos que, desde hacía tiempo, estaba tomando la danza escénica española, afectada por un proceso de popularización y contaminación, acrecentado durante los años cuarenta, en la que privaba solamente el sentido del espectáculo.

 En 1948 presenta su primera exposición individual, «Dibujos automáticos» en la madrileña Galería Clan de Tomás Seral y Casas[13]. Pronto llevaría al libro varios de sus dibujos comentados:  Pintura que baila (1950). Culminó estos escarceos teóricos en su disertación en El Trascacho, lugar de reunión de bohemios e intelectuales barceloneses[14], donde el 9 de diciembre de 1951 da a conocer su famoso Decálogo sobre el baile flamenco. No se olvide que estos mandamientos son exclusivamente para el baile masculino, ya que «la mujer, cualquier cosa que haga con tal que tenga arte y hondura, resulta hermosa». Vicente Escudero se sentía poseído de una natural autoridad moral en todo lo que afectaba al flamenco, como volvió a demostrar en su disco de 1963 en el que imparte doctrina sobre los cantes más puros.

 Por supuesto que Vicente Escudero continuó bailando -lo necesitaba visceralmente- y llevando sus recitales fuera de su país. En 1955-1956 recorre América del Norte con actuaciones clamorosas y cobrando dos mil dólares semanales. Aún volvería a los Estados Unidos en 1960 y, con cerca de ochenta años, realizó una gira por seis países europeos. Igualmente siguió trabajando en España hasta su última actuación que tuvo lugar en Madrid (1969). Bailar hasta tan avanzada edad le provocó, según su médico, el doctor Martorell, los problemas de riego sanguíneo que padeció en sus últimos años.

 Entre todo esto, le había quedado tiempo para participar en películas de cine, seguir con sus conferencias y proposiciones teóricas[15]; publicar otro librito,  Arte flamenco jondo, en 1959; proponer un congreso de Arte Flamenco que se organizó en 1960 en el madrileño Teatro de la Comedia, en el que por primera vez interpretó en público tonás, martinetes y deblas, y editar en 1963 el mentado disco de cantes, que es un auténtico documento[16]. Por otra parte, la parálisis progresiva que afectaba a su compañera Carmita García desde 1959 hizo que tuviera que atenderla en los años que precedieron a su muerte en 1964 e invertir en la enfermedad todos sus ahorros. Téngase en cuenta que Escudero, como era tan habitual en los artistas de su género, gastaba con liberalidad y sin cálculo el abundante dinero que le llegaba de sus actuaciones. 

 En 1963 formó pareja artística con la bella bailarina catalana María Márquez[17], recientemente fallecida, con la que vivió hasta su muerte, acaecida en el piso de la Plaza Real que compartían, el 4 de diciembre de 1980. Los últimos años no fueron fáciles. Pese a las actuaciones y homenajes, su intransigencia, su personalidad, su irracionalismo épatant, en una época en que el país vive aceleradamente el desarrollismo y las corrientes estéticas han postergado lo típicamente español como algo caduco, provocan que su figura sea sólo apreciada en los círculos de iniciados mientras que otras veces ni siquiera es tomado en serio[18]. Su situación económica es mala. En realidad, ha de vivir de la familia de María Márquez pero él siempre mantuvo la dignidad de quien se sabía guardián de las claves del arte. Fue enterrado en el Panteón de Vallisoletanos ilustres. Su localidad natal revisó su obra en el Festival Internacional de Danza de 1994.

 En tan dilatada biografía es difícil ponderar la radical contribución de Vicente Escudero al baile español del que constituye el mejor exponente. Son tan abundantes y personales sus creaciones, desde la máxima pureza de este arte hasta sus expresiones más vanguardistas, que costaría escoger unas cuantas para su glosa. Si el baile es un excelente vehículo para la transmisión de la creatividad, la emoción, la sensibilidad y el talento personal, Vicente Escudero no sólo se sirvió de él para su expresión sino que llevó su genio a todos sus modos de estar en el mundo. Él mismo constituye una suerte de emblema de la España del siglo, alternando entre los baldones de la injusticia social y el resplandor de sus genios. Tantas veces solanesco, tantas veces reconstituido de los horrores de sus tiranos, ese pueblo tuvo una exacta representación en quien salió de su entraña, vivió en su entraña y representó sus valores más auténticos.

               Escudero en el Museo de Escultura vallisoletano. Foto: Carl von Vechten

Pero Escudero fue también un genio porque su inteligencia natural y su intuición le llevaron a juntarse con aquellos de quienes podía aprender. Unía su orgullo de saberse el mejor -porque sin ser gitano ni andaluz ni tener antecedentes familiares en su arte, a fuerza de tesón, preparación y esfuerzo había logrado serlo- con la humildad de reconocer -cosa tan infrecuente en los divos- la excelsitud de aquellos a quienes buscaba: Falla, Picasso, Miró, los surrealistas, Ontañón, La Argentina…

 ¿Quién si no un genio podía presentarse anciano, desdentado, con un patético bisoñé con tufos y los ojos pintados, anacrónico todo él y, al bailar, suspender todos los prejuicios y proporcionar la impresión de que se estaba asistiendo a un irrepetible acontecimiento?

 Vicente Escudero bailaba solemne, hierático pero armonioso, rotundo pero sutil en sus transiciones y cadencias. Su verticalidad parecía incrementar su no destacable estatura. Las caderas quietas, firmes, como comprimidas por un armazón, las manos planas con los dedos soldados entre sí. Combinaba lo clásico con lo imprevisible, la tradición y la innovación. A Carmen Amaya, la mejor del siglo en lo flamenco, le dijo -y seguro que ella lo compartiría- que el que bailase «sabiendo anticipadamente lo que iba a hacer estaba más muerto que vivo». En otra ocasión, discutiendo con otros bailarines, les espetó que prefería bailar con el ruido del viento antes que, como hacían ellos, seguir como un perrito la música ratonera. En todo caso, incluso sus detractores reconocen que amplió y enriqueció el braceo que, hasta su aparición, era muy corto en el baile masculino. Su austeridad estética no aminoró sino que incrementó la plástica de sus danzas.

 Este danzar descarnado y sin florituras, se apreció más en el extranjero que en España donde, desde principios de siglo, el baile flamenco había tomado un sentido de espectáculo que lo desgajó de sus raíces.

 Pero, como se ha visto, Escudero fue capaz, además de innovar, como sólo pueden hacerlo quienes conocen los fundamentos. Hoy sabemos que las vanguardias constituyen el principal -y para algunos él único- aporte estético de nuestro siglo. El inicial Escudero, que bailaba al son del sonido del tren, de las linotipias o utilizando como castañuelas sus propias uñas, estaba haciendo vanguardia sin tener conciencia de ello, pero cuando en la sala Pleyel baila al ritmo de las dinamos se está asistiendo a un acontecimiento tan radical como lo fueron las primeras obras de Duchamp o de Buñuel.

 Como señaló Vicente Marrero, desde sus primeros tiempos en París sufrió a todas luces la influencia cubista[19] del más castizo cuño español, influencia que encaja bien con su figura netamente castellana, varonil y seca, porque todo son rectas en el más agudo e inteligente de nuestros bailadores: recto, su baile; recta su figura. Adoptó también señas de identidad del expresionismo, el futurismo y el surrealismo. De hecho, sus amigos vanguardistas tocaron todos los movimientos y disciplinas. Y no se olvide que esa interrelación no consistía en un floreo de conocimientos y perspectivas en torno al velador de un café sino en un intercambio vital cotidiano. Las casas de unos y otros solían estar abiertas y el ocio creador les permitía asistir continuamente a eventos donde se encontraban para terminar la noche lo más fantasiosa y locamente que fuera posible. Man Ray, Juan Gris, Leger, Tzara, Buñuel, Modot, Picabia, Metzenger, Breton, Van Dongen, Eluard, Miró[20]… se contaron entre sus compinches. Escudero siguió compartiendo hasta el final de su vida la amistad con los artistas más innovadores de las nuevas generaciones, como se puede comprobar por las ocasiones en que se incluyó en sus firmas y manifiestos.

 Aunque, como al principio se adujo, la figura de Vicente Escudero no haya alcanzado la popularidad de otros genios contemporáneos y ni siquiera haya un sólo libro dedicado a su figura[21], su prestigio entre los conocedores, críticos,  intelectuales y artistas no ha tenido fisuras desde los años veinte hasta los ochenta. Folkloristas, estudiosos y flamencólogos han reconocido con respeto y admiración su radical importancia en el mundo de la danza. Quienes tuvieron el privilegio de tratarlo reconocen que el personaje era tan interesante como su obra. Su inquietud creadora y su siempre indagatoria actitud vital se resumen en una de sus frases lapidarias: «A mí siempre me ha gustado lo que no entiendo».

                                                       OBRAS*

 -Mi baile, Barcelona, Montaner y Simón, 1947. (Reedición facsimilar con prólogo de Ramón García Rodríguez, Valladolid, Fundación Municipal de Cultura, 1994).

-Pintura que baila, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950.

-Arte flamenco jondo, Madrid, Estades, 1959.

 *En  El enigma de Berruguete. Danza y escultura, firmado por Luis de Castro, Valladolid, Imprenta Provincial, 1953, los comentarios a los dibujos son de Vicente Escudero.

                                                        BIBLIOGRAFIA

 -BLAS VEGA, JOSÉ, «Vicente Escudero y la Vanguardia Flamenca» en La Caña, Nº Extraordinario, Febrero 1996, pp. 12-18.

-BLAS VEGA, José y Manuel RIOS RUIZ,  Diccionario Enciclopédico Ilustrado del Flamenco (TOMO I), Madrid, Cinterco, 1988, pp. 269-272.

-BONET, Juan Manuel, Diccionario de las vanguardias en España. 1907-1936, Madrid, Alianza, 1995, p. 220.

-GARCÍA ESCUDERO, Francisca, El círculo mágico (Antonia Mercé, Vicente Escudero y Pastora Imperio), Cáceres, Institución Cultural el Brocense, 1988, pp. 36-54.

-GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón, Vicente Escudero, Valladolid, Caja de  Ahorros Popular de Valladolid, 1983.

-GASCH, Sebastián y Pedro PRUNA, «El gitano universal» en De la danza, Barcelona, Barna, 1946.

-GONZÁLEZ GARCÍA, Ángel «Estar enterao» Pueblo, Madrid, 13 de diciembre de 1980.

-MARQUERIE, Alfredo, Personas y personajes. Memorias informales, Barcelona, Dopesa, 1971, pp. 283-292.

-MARRERO, Vicente, El enigma de España en la danza española, Madrid, Rialp, 1959, pp. 69-82.

-MORENO, Cristina, «Escudero, Vicente»,  Diccionario de la música española e hispanoamericana, Tomo 4, Madrid, Sociedad General de   Autores y Editores, 1999, p. 737.

-MUÑOZ, Carlos, El Trascacho, Barcelona, Plaza & Janés, 1981.

-ONTAÑÓN, Santiago y José María MOREIRO,  Unos pocos amigos verdaderos, Madrid, Fundación Banco Exterior, 1988, pp. 63-69.

-RODRIGO, Antonina, «El legendario bailaor Vicente Escudero», Tiempo de Historia nº 67, Año VI, Madrid, Junio 1980, pp. 82-97.

-SALAS, Roger, «El taconeo visionario», El País, Madrid,11 de junio de 1994.

-SANZ DE SOTO, Emilio, «Gaston Modot…, el hispanófilo» en VV. AA, Luis Buñuel. El ojo de la libertad, Madrid, Amigos de la Residencia de Estudiantes-Fundación ICO, 2000, pp. 187-190.

-VV. AA. (Javier Barreiro-Pere A. Serra-Dolores Durán-P.G. Romero), Vicente Escudero. Dibujos, Granada, Caja San Fernando, 2000.


    [1] Al menos eso asegura Ramón García Domínguez en el folleto biográfico que, pese a su brevedad, es lo más completo que se ha publicado sobre el bailarín. Y lo mismo le confiesa Escudero a Antonina Rodrigo en una entrevista realizada poco antes de su muerte. Sin embargo, el propio Vicente Escudero aseguró a Joaquín Soler Serrano en el programa «A fondo» que su padre fue corredor de ganado lo que le permitió entrar de muy niño en contacto con los gitanos.

    [2] El sastre que le confeccionó a los diecisiete años su primer traje corto le dijo que había oído hablar de él como de alguien que estaba turulato, parecía un palo bailando y que no había guitarrista que lo pudiese seguir, Vicente le contestó: «Al que se lo diga, le dice usted que yo prefiero estar loco que idiota, y a los guitarristas, que a mí no me gustan los cementerios. Sí, señor; porque tocan a muerto y a un loco no se le puede tocar así. Y puede añadirles, para que se enteren de una vez, que yo no les necesito para nada, como ya lo tengo demostrado muchas veces. Pues lo mismo bailo con guitarra que sin ella, al son del frote de dos piñas, al rugido de los leones, al compás del martillo de un zapatero remendón y mejor todavía con los ruidos de una herrería. Y cuando no, me formo yo mi propio ruido con los pies, las manos, las uñas, la nariz, la boca y con todo lo que encuentre a mano».

    [3] También Vicente Escudero asegura que aprendió de él aunque no especifica en qué circunstancias por lo que posiblemente se trate de una transposición de la memoria. Llegaba a decir que, a pesar de tener dos jorobas, al bailar parecía quitárselas y resultaba hermoso. Los estudiosos también registran en este artista su perfección en el braceo.

  Es habitual en el submundo del flamenco el protagonismo de muchos personajes con grandes taras físicas. Otro bailarín, El Mate, que tenía amputadas las piernas por las rodillas, bailó en el madrileño café de la Encomienda e hizo abundantes giras por España y Europa. Incluso formó parte del cuadro flamenco que montó Diaghilev.

    [4] Así lo cuenta el propio bailarín: «…Aquel bandido de guitarrista me banderilleaba las perras. Le abordé cuando salíamos del pueblo: ‘¡Oiga, maestro: usted me baila los cuartines de la batea cuando pasa el guante’. Y el guitarrista, por toda contestación, me dio un tortazo que me llenó la boca de sangre (…) Yo tenía la costumbre, mientras caminábamos, de agacharme a un lado y otro de la carretera para coger grillos en los ribazos, unos grillos hermosos y gordos, con los que llenaba la gorra, y que alegraban, al cantar, mi camino. Y fui y me agaché, como para buscar uno de esos grillos, pero lo que recogí fue la piedra más grande que hallé a mano y con ella le aticé tal cantazo al instrumento que mi acompañante llevaba a la espalda, que le hice polvo la guitarra. Después eché a correr y hasta ahora… Lo peor fue que el guitarrista juró sacudirme donde encontrara y me buscó por toda España. Decía a todo el mundo que yo había matado a su novia. Así llamaba a la ‘sonanta'».

    [5] En Mi baile hay páginas memorables en las que Escudero explica detalladamente y con buen estilo sus contactos con la vanguardia y sus miembros y la aplicación -en especial del cubismo y el surrealismo- a su arte.

                                                                     Foto: Edward Weston

[6] Hija de españoles, nacida en Buenos Aires (1890), debutó en España en 1907. Su asombroso genio natural unido a su absoluta dedicación y profesionalidad la convirtieron, sin discusión en la mejor bailarina española de la centuria. La noticia del estallido la guerra civil, recibida en Bayona, provocó su prematura muerte. Cuando a Vicente Escudero le dijeron que la Paulova era la bailarina del siglo, replicó que La Argentina era la de todos los siglos.

    [7] Pastora Imperio había estrenado la obra del gran maestro gaditano el 15 de abril de 1915 en el Teatro Lara pero pasó prácticamente inadvertida. Don Manuel, que confiaba en su obra, amplió la orquestación y encargó a Martínez Sierra que desarrollara el libreto.

    [8] No lo hizo Picasso, nada amigo de trabajar gratis, pese a que se lo solicitó el bailarín. Cuando el pintor se disculpaba Escudero le espetó: «¿Sabe usted lo que le digo? Que usté es un sieso manío y ojalá se ponga tan gordo como el Colorao de Sevilla que pesaba ciento cincuenta kilos.

    [9] Vicente hacía, naturalmente, el papel de Carmelo y Miguel de Molina el del espectro. Escudero no estuvo nunca de acuerdo con la afeminada interpretación del malagueño y así se lo hizo saber a Falla.

    [10] En Mi baile confiesa haber asistido muy poco al cine, salvo para ver a Charlot, al que admiraba. En Hollywood exigió que su baile debía filmarse completo y supeditando la cámara a sus movimientos: «(…) creo que el baile no se debe vender por metros aunque los paguen bien. Y menos permitir que cuando uno baila le corten los pies para sacarle en uno de esos medallones, como decían los fotógrafos antiguos: de busto imperial. Un bailarín debe antes consentir que le corten la cabeza que los pies».

    [11] Hispanista irlandés que dirigió el Instituto británico durante los años cuarenta. Musicólogo y folklorista muy aficionado al alcohol, publicó excelentes libros sobre España de los que sólo ha sido reeditado, Don Gitano, Diputación de Granada, 1985. Fue un interesantísimo personaje que hablaba caló con Vicente Escudero cuando coincidían.

    [12] Otros homenajes se le dieron en París (1954), de nuevo en Valladolid (Teatro Calderón, 1954), Vallpineda (1967) hasta culminar en el Homenaje Nacional organizado por el Ministerio de Información y Turismo en el Teatro Monumental de Madrid (1974).

    [13] Vanguardista aragonés (1908-1975), que como escritor, promotor y dinamizador se desenvolvió con fortuna en la literatura, el arte y la cinematografía. Fundó revistas (CierzoNoresteÍndice…) y diversas galerías de arte (Libros en Zaragoza, Clan y Seral en Madrid…), que fueron los espacios más renovadores en el arte español durante la década de los cuarenta y los cincuenta. V. Varios autores,  Tomás Seral y Casas. Un galerista en la postguerra, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 1998  y javierbarreiro.wordpress.com/2012/05/11/tomas-seral-y-casas/.

    [14] Sobre la historia y circunstancias de este famoso local puede consultarse el libro colectivo recopilado por Carlos Muñoz, El Trascacho. Historia de una tertulia literaria, Barcelona, Plaza & Janés, 1981.

    [15] Su manifiesto sobre la autenticidad del arte flamenco fue suscrito en 1959 por los más prestigiosos pintores españoles. Ésta es la nómina: Vázquez Díaz, Ortega Muñoz, Viola, José Caballero, Mateos, Zabaleta, Redondela, Cossío, Grandio, Mártinez Novillo, Álvaro Delgado, Arias, Máximo de Pablo, Juan Caneja, Martín Artajo, García Ochoa, Rafael Pena, Saura, Miró, Millares, Manrique, Mignoni, Tápies, Capuletti y Eduardo Vicente.

    [16]  Antología selecta del cante flamenco auténticamente puro (Vergara 51.0.006 L) -1963- (Acompañamiento a la guitarra, Ramón Gómez).

  Escudero interpreta: Soleá grande de Triana, Malagueña, La Toná Pequeña y la Toná grande, El Garrotín del Tito-Tito, Martinetes, La Caña y el Polo del Fillo, Tientos perdidos, La Debla de cambio, El afilador, La Rondeña de Manuel Torres, La Jabera y La Siguiriya grande.

 García Domínguez aduce que en la década de los veinte grabó un pasodoble de creación propia, «Glorias de España», que se agotó en seguida. Existe la partitura, cuya carátula acoge una fotografía en  la que se ve a Escudero con sus bailarinas Carmita García y Almería.

  En los U. S. A. durante los años cincuenta había impresionado otros dos: «Sings and dances» (Columbia CL 982) y  «Fiesta flamenca» (MGM E3214) con Mario Escudero, a la guitarra, Pablo Miguel, al piano y Carmita García, con los palillos.

    [17] Esta gran bailaora había sido ya presentada en 1955 por Escudero en el Playhouse neoyorquino y realizó con él numerosas giras. Truncó su brillante carrera para dedicarse a atender en sus últimos años al bailarín.

    [18] Francisca García Escudero escribió en su bello trabajo sobre el artista: «Quienes conocimos a V. E. en sus años españoles cuando vino a quedarse, sentimos que no encontró plenamente ni la comprensión ni la credibilidad (…) Sorprendía, eso sí, su figura erecta, orgullosa y altiva, llena de dignidad. Sus ojos pequeños y vivos; los tufos asomando aún sobre el sombrero ancho. La capa española lucida con garbo gitano y torero (…) presumiendo de lo que estaba seguro de conocer mejor que nadie: el baile, los vinos y el caló, y era tratado con simpatía pero un poco como se trata a ese viejo chalado, ocurrente, ilustrado que dice no sé qué cosas sobre el baile (…) Y no hubo hombre más serio en cuanto de su trabajo se tratara. ¡Qué pena que no se aprovechara su magisterio y sus sabias enseñanzas, ni se reconociera plenamente en él la autoridad, la auténtica realeza de su reinado su máxima categoría de dios de la danza española!» (p. 53).

    [19]  «Del cubismo me interesaba sobre todo la coincidencia con una gran preocupación mía: conseguir el equilibrio estilístico entre cada una de mis actitudes con una total despreocupación por todo lo que perciben y deforman mis sentidos».

    [20] El artista mallorquín fue el más constante de sus amigos pintores -hasta el punto de prestarle ayuda en sus últimos años- y el que mayor influencia ejerció en el bailarín. 

    [21] La meritoria obra de García Domínguez citada en la bibliografía no pasa de las treinta páginas.

                         Vicente Escudero en el estudio parisino, con su gato-búho, Muso