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Publicado en La Expedición nº 3, septiembre 1997, pp. 5-7 con el título «Se quemó el teatro. Las fotografías, de Cervera, corresponden al incendio del Teatro de Novedades en 1928.

                                               SE QUEMÓ EL TEATRO

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Al español le han ido siempre las emociones fuertes y los espectáculos en que ha cifrado su diversión han tenido habitualmente un componente de riesgo. Hasta que, en la década de los veinte, el cine y los deportes empezaron a sustituirlos, los españoles se divertían en el teatro y los toros. En éstos, aparte del peligro para el diestro, que siempre produce cosquilleo –no podemos olvidar al famoso «Desperdicios»*, más ilustre por su gesto de arrancarse cerca de la barrera el ojo que el toro le había dejado colgando y que propició el dicho “No era nada lo del ojo y lo llevaba en la mano”-, uno podía ver las asaduras de los caballos colgantes y palpitando que, en el mejor de los casos, un monosabio volvía a meter en la panza y cosía con estopa; los charcos de sangre de jacos y reses picadas, en los que José Cándido resbaló dando ocasión a que el astado lo ultimara; el animado espectáculo del toro saltando de rabia y dolor  entre los estampidos de las banderillas de fuego y el olor a carne quemada con los cuajarones de sangre y toda la caterva de sevicias que la fiesta sigue ofertando. Si el espectador tenía poco, podía asistir al desolladero y, con suerte, llevarse un tazón de sangre caliente que, al parecer, era mano de santo para devolver la energía a los enfermos. En el teatro la cosa no consistía como hoy en pagar, ver, oír, aplaudir, aburrirse  y marchar sino que los horrísonos pateos y las pendencias a bastonazos entre partidarios y adversarios de la obra eran cosa corriente, como lo era el que los actores, si su actuación no gustaba, fuesen desalojados a puro mamporro. Pero, además, existía la emocionante posibilidad de asarse a la brasa. Todos recordamos la presencia de bomberos en los pasillos del Teatro Principal de Zaragoza hasta no hace tanto.

Y razones históricas había para esas precauciones: el 12 de diciembre de 1778 el zaragozano Teatro de Comedias del Hospital, sito en las inmediaciones de la actual calle de Blancas, ardió al caer un bujía en una fuente –al parecer con más tela que agua- mientras se representaba un baile llamado “Las estatuas animadas” durante el paso del segundo al tercer acto de La Real Jura de Artajerjes. Murieron el Capitán General, el Conde de Argillo, el Auditor de Guerra, concejales, curas, militares, alguaciles, y otras personas, relevantes o no, hasta un total de 80. Existe un raro libro del, a la sazón, cronista de la ciudad Tomás Sebastián y Latre, que se salvó por los pelos, donde se cuenta detalladamente la historia.

Efectivamente, los teatros ardían. Ardió el zaragozano Teatro del Hospital hace mucho, ardió el Liceo barcelonés hace nada y ardieron en Madrid –a lo que nos ceñiremos- unas cuantas decenas en este último siglo. Normalmente, con solo una fachada al exterior y lindando con otros edificios por el resto de sus partes, presentaban grandes problemas de evacuación. La instalación de gas para alumbrado, el uso de materiales inflamables, como madera, papel y telas en gran cantidad, la falta de ventilación, el exceso de localidades, el hecho de que se fumara sin problemas y el habitual incumplimiento de las ordenanzas, daban ocasión a que el incendio tuviera siempre opción a boleto premiado.

El Teatro Real –al que sólo le falta la reproducción del evento para ser motejado con honor de “rigor de las desdichas”- se incendió ya el 23 de abril de 1867 y otro poco en 1869. Igual suerte sufrieron el Romea el 3 de abril de 1876 y el Teatro Circo de Price el 13 de noviembre de 1877 mientras se ensayaba El testamento de un brujo de José Feliú y Codina, el autor de La Dolores. Se quemó también el teatro Variedades, local en el que Los Bufos de Arderíus dieron el pistoletazo de salida al género chico, que enseñoreó nuestro teatro popular durante  medio siglo. En la escena final de El fantasma de los aires, con música de Chapí, se simulaba un incendio que acababa con el artefacto volador del protagonista. El 29 de enero de 1888 el sereno, seguramente uno de esos cachazudos gallegos que tan bien retrata la escena que comienza “¡Buena está la pulítica!” de La verbena de La Paloma, oyó ruidos y era que los vecinos de los edificios colindantes echaban los muebles por las ventanas. Al poco, vio una cortina de humo y, aunque avisó, el edificio ardió completamente en menos de una hora. No hubo desgracias personales, los empresarios lograron salvar las 35.000 pesetas a que ascendían los fondos en caja y, además, la Reina Regente, Doña María Cristina, al parecer filarmónica como es propio del oficio, pagó los instrumentos de los músicos. Menos mal.

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Se quemó en 1900 el Barbieri, en 1903 el Eldorado, en 1909 el de la Zarzuela, en 1913 el Coliseo del Noviciado que, como era habitual en esas calendas, alternaba teatro y cine. Iba a proyectarse Amor salvaje y, al dar luz al arco voltaico, una chispa prendió la película, las paredes y la techumbre la lona. El público, en su papel, se arrolló un poco, pero no hubo más que coscorrones. El teatro de la Comedia que representaba El orgullo de Albacete sufrió la misma suerte el 18 de abril de 1915. Era madrugada y tampoco hubo desgracias personales pero sí, y muchas, materiales. Se quemó en 1920 el Gran Teatro Lírico y en 1928 el Novedades de la calle Toledo. Era el tercer siniestro debido al fuego que sufría pero éste fue el peor. Un domingo 23 de septiembre y en el curso de la representación de La mejor del puerto, el jefe de tramoya advirtió que en una diabla se había producido un cortocircuito. Con el fin de apagarla en el suelo, gritó “¡Suelta la cuerda!» al tramoyista que la manejaba pero éste, con los nervios, tiró hacia arriba y se prendieron las bambalinas, los telares y todo el escenario. La orquesta, dando muestras de flema y para no asustar, siguió tocando a telón corrido pero el fuego apareció por el telón de boca, destruyéndolo en un jesús. El efecto chimenea, al ponerse en contacto el aire de la sala con el del escenario, produjo la catástrofe. La desbandada fue brutal, la muleta de un cojo se cruzó en una de las escaleras obstruyendo esa vía de escape. Se tardó varios días en extraer los cadáveres con lo que una fétida chamusquina invadió la barriada. No se dio la cifra exacta de muertos para no aumentar la gran impresión que causó el hecho, pero se considera una de los peores incendios de la historia teatral española. La policía encontró cadáveres con heridas incisas lo que prueba que algunos se abrieron paso a navajazos.

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Y hay muchos otros. Ni chispas ni bujías ni cortocircuitos ni bombas ni llamaradas pudieron con la afición al teatro. Pudo más la última dictadura que, considerando atinadamente que en el arte escénico la relación entre autor y receptor, al ser más directa que en otros géneros, podía deparar algún conflicto, se ensañó censoriamente con él hasta el punto de que en los años cuarenta, el teatro retrocedió de golpe medio siglo: aparte de los espasmódicos bodrios de Adolfo Torrado y compañía, se representaban dramones de Echegaray, autos de Calderón, comedias de Lope, augustas bambollas imperio –clericales de Pemán o Marquina y, en el mejor de los casos, el repertorio más cursi de Benavente o los sainetes más blancos de Arniches o los Álvarez Quintero. Los teatros fueron desapareciendo de los barrios y de los pueblos y aunque, por inercia, la burguesía seguía asistiendo al espectáculo,  el llamado «teatro de la derecha», con Luca de Tena, Alfonso Paso, Víctor Ruiz Iriarte, Alonso Millán u otros del mismo jaez y el de la única izquierda posible con Buero Vallejo, fueron aborreciendo al dramatófilo más tenaz. Quienes intentaban otra cosa como Alfonso Sastre, o Fernando Arrabal habían de quedar reducidos a los teatros de cámara, independientes o universitarios o, como ocurrió con el segundo, salir por piernas. Se da así el caso de que al llegar a los años sesenta, una obra con protagonistas y planteamientos proletarios como La camisa de Lauro Olmo, que, sorprendentemente, recibió el Premio Nacional de Teatro, era solamente vista por un público de abrigos de pieles, gemelos de oro o las gafas de concha de algún intelectual solapado.

Ya no hacía falta el fuego. Este último público –el único posible- terminó inventando dos autores tan viejos en sus procedimientos como Antonio Gala y Jaime Salom y, si la transición trajo alguna esperanza, fue efímera: sí que durante un tiempo los cultos se solazaron con obras extranjeras que no habían podido verse en cuarenta años y hasta los autores perseguidos por la censura tuvieron su oportunidad, pero o porque no eran tan buenos como creían, ya que el enemigo se andaba transformando o porque su público natural había sido abolido, la afición constituyó un espejismo. El teatro como proyección escénica de un texto literario casi no existe ya en España y las obras que, por fas o por nefas, han alcanzado alguna audiencia no es por haber incurrido en novedad: Bajarse al moro es un texto costumbrista, el académico Nieva estrena con dificultades obras escritas hace más de treinta años y los mejores planteles como puedan ser Els Joglars, Els Comediants o La Fura dels baus han escogido otros caminos*.

Que, probablemente, sean los únicos posibles, si es que a esto aún hay alguien que quiera salvarlo de la quema.

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** Han pasado veinte años desde que fue publicado este texto y hoy han cambiando las cosas y ya no suscribiría impresión tan pesimista.


TEATRO NOVEDADES INCENDIO