Los apriorismos, las ideas que han conformado nuestra trayectoria personal y muchas veces han sustentado nuestros ideales son difíciles de erradicar. Todos hemos podido comprobar como viejos marxistas de conducta personal intachable arrostraron durante mucho tiempo la evidencia de que los regímenes comunistas eran maquinarias de aplastamiento para unos –y no necesariamente, disidentes- y de privilegios para otros, sin abdicar de su defensa y, una vez caído el llamado telón de acero, continúan pensando que su ideal sigue vigente, por más que repugne a la humanidad y a la evidencia*.
Igualmente, muchos mitos progresistas han demostrado su inconsistencia en los últimos años y su incapacidad de asimilar los cambios sociales que, casi por evolución natural, se han impuesto, sobre todo en las sociedades occidentales. Y, sin embargo, un contingente de individuos que honestamente se autoproclaman de izquierdas continúan aferrados a creencias de programa, frecuentemente maniqueas y renuentes a cualquier tipo de revisión. Simplificando un tanto, “lo bueno” sigue estando en el sindicalismo, los menores, las mujeres, el tercer mundo y “lo malo” en las multinacionales, los adultos, los hombres y Occidente. La llamada “discriminación positiva” o “la corrección política”, asumida hasta por los gobiernos conservadores –como si los que se proclaman socialistas fueran otra cosa- no hace sino dar carta de naturaleza a esa simplificación absurda.
Que todo ello necesita una vigorosa revisión por parte de la izquierda, si es que ésta quiere seguir significando la instalación en una dialéctica en continua acomodación a la realidad y su compromiso con quienes padecen alguna clase de injusticia, parece obvio. La existencia – ¡y la hegemonía!-de un sindicalismo sostenido económicamente por el poder pondría los pelos de punta a cualquier militante de hace tan solo treinta años. Tal momio no se les podría haber ocurrido ni a los creadores del sindicalismo libre, católico o franquista. Y similares analogías podríamos configurar en los otros ejemplos.
No parecería descabellado identificar izquierda con racionalismo, hoy que los vendedores de misterios no sólo no se han erradicado sino que cada vez aparecen con más fuerza por los cinco continentes. Ateísmo frente a magia, republicanismo frente a poderes otorgados, socialización de las herencias frente al respeto por la propiedad transmitida, libertad y capacidad de decisión sobre el propio cuerpo frente a las prohibiciones, ciencia frente a ideología: asuntos como el aborto, la eutanasia, las drogas, el suicidio… sólo competen al individuo.
Cuando los vendedores de la LOGSE aparecieron en el panorama, con su vitola, por cierto un tanto clerical, de proteccionismo, falso igualitarismo y santurronería progre, la reacción de las izquierdas fue de otorgar la bendición, cuando ya sólo el axioma de que una torpe expresión sólo puede ser vehículo de un torpe pensamiento debería haber bastado para descalificar tan perifrásticas chorradas. Teóricamente se apoyaban en un conductismo y un deconstruccionismo, ya hacía tiempo ausentes del pensamiento filosófico renovador. Sucedió algo parecido cuando, unos años antes, muchos intelectuales adoptaron con entusiasmo el estructuralismo, que había servido para la dinamización de muchas categorías científicas, pero que estaba agotado en sus propuestas, carecía de salidas y constituía ya una jerga profundamente reaccionaria en cuanto que servía para disuadir a los novicios, que debían pasar por las horcas caudinas de su formación en una terminología y una sintaxis que constituían las típicas barreras de protección para academicistas y corporativos. Los propulsores más dinámicos del post-estructuralismo ya estaban pensando en abandonarlo y no es necesario recurrir a ejemplos tan ilustrativos como la publicación de libros como Imposturas intelectuales**, que fueron aplaudidos por esas academias, cuando en realidad estaban hechos para ridiculizarlas, y que no eran más que la denuncia de la estolidez general del autoproclamado reino del pensamiento.
La extensión de la enseñanza hasta los dieciséis años, que nadie en sus cabales podría impugnar, se vendió como la mejor prueba del carácter benéfico de esa ley que sufrimos cuando tal extensión no era sino un paso lógico que hubiera debido afrontar cualquier reforma. Con ese marbete se coló toda esa sarta de pedagogía cascada aprovechando la buena voluntad y la escasa formación intelectual de un profesorado tan masoquista y dispuesto a autoculpabilizarse como proclive a dar como buena cualquier cosa que viniese etiquetada de progresismo. El rotundo fracaso experimentado y la dosis de sufrimiento que ha deparado a todos los estamentos educativos, junto a la incapacidad de reconocimiento del mismo por parte de sus factores recuerda precisamente el modelo comunista. El modelo, como tal, es perfecto y no puede fallar. Quienes fallan son los agentes destinados a llevarlo a cabo. No resulta sorprendente que muchos de esos factores tuvieran antecedentes clericales: la obra de Dios es imperfectible; es el hombre quien tropieza. Stalin puro.
No era pues necesario esperar veinte años para que un seguidor de Chomsky, al que tampoco se podrá etiquetar de agente de la CIA, como Steven Pinker*** nos viniese a demostrar que la cultura y los usos sociales significan muy poco frente a un cerebro surtido de dispositivos innatos propiciados por la evolución biológica. Es decir, que frente a las tesis de humanistas, idealistas, existencialistas y marxistas, existe una básica naturaleza humana definida por su genoma. La refutación, pues, del conductismo, de vieja raíz intelectual y roussoniana en el que alguna vez todos hemos creído, quizá porque nuestra beata formación abominaba de las desigualdades innatas y nos pedía unos culpables. No nacemos con las mismas capacidades y ni las diferencias ambientales o educacionales ni las relaciones de producción bastan para explicar las conductas y los procesos evolutivos. Si Chomsky había demostrado la incapacidad del conductismo para dar cuenta del desarrollo del lenguaje infantil, Pinker extiende su razonamiento a todas nuestras capacidades. Así la educación, -eliminada la pintoresca idea, tan contraria a lo que muestra la mera observación, de que con un contexto adecuado puede formarse al niño en los valores que se pretendan- debería optar por la libertad y diversidad y arrinconar a los reformadores, siempre dispuestos a salvarnos. Incluso cuando llevan en la mano el certificado de su propio fracaso. Se trata de echar la culpa a los reaccionarios que han boicoteado la reforma. Como en los tiempos de Koba el Terrible. ¡Qué cosas!
Notas
*Véanse, por ejemplo, las memorias del historiador marxista Eric Hobsbawm (Años interesantes. Una vida en el siglo XX, Barcelona, Crítica, 2003), en las que, tras comentar cómo aceptó sin crítica asuntos como el dictamen de la Tercera Internacional declarando a los socialistas más peligrosos que los nazis, el pacto germano-soviético, las purgas, las concepciones estalinistas en las ciencias y en la historiografía, la invasión de Hungría, etc. pese a que declara que volvió sumamente deprimido de un viaje en 1954 a la URSS, en la actualidad hace abstracción de los sufrimientos que deparaban a sus súbditos los regímenes comunistas y lamenta el derrumbe de la patria soviética, lo que califica de “error histórico”. La ceguera es parecida a la de aquellos “Amigos de Albania” del último franquismo o de muchos izquierdistas que se tapaban los oídos cuando algún huido del telón de acero se maravillaba de la España de los años setenta en comparación del “paraíso” del que procedía y no entendía nada cuando esos izquierdistas ponían al infierno que había dejado como modelo.
**Intellectual Impostures, Profile Books, London, 1998. La traducción española fue publicada por Paidos Ibérica en 1999. En 1996 Alan Sokal publicó en una importante revista norteamericana, Social Text, un artículo, “Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”, que tuvo una gran repercusión. En él utilizaba un lenguaje sumamente especializado y reforzaba sus afirmaciones con citas de prestigiosos intelectuales. Una vez que fue discutido y celebrado, reveló que se trataba de una parodia para desenmascarar el uso intempestivo de la terminología científica y las extrapolaciones abusivas de las ciencias exactas a las humanas y denunciar, también, el relativismo posmoderno para el cual la objetividad es una mera convención social. El libro recogía, además, textos de importantes intelectuales como Baudrillard, Deleuze, Derrida, Guattari, Kristeva, Virilio, que servían para mostrar como una terminología tan abstrusa como inextricable y un abrumador aparato científico, aparentemente indiscutible, se utilizaba para encubrir la pedantería y la nada.
***En su última obra, The Blank Slate, (La pizarra en blanco), publicada por la editorial neoyorkina Viking en septiembre de 2002, reitera sus argumentos acerca de la estructura innata de la mente humana que ya había enunciado en sus obras anteriores, traducidas al español, Cómo funciona la mente (Alianza, 1986) y El instinto del lenguaje (Destino, 2001). The Blank Slate pone el acento en la base genética de toda la naturaleza humana sin que ello signifique abonar tesis racistas o reaccionarias.
Este artículo, hasta ahora inédito, fue solicitado, a principios de 2005, por una revista libertaria para su inclusión en un libro sobre la educación. Uno de los miembros de su consejo de redacción me transmitió que hubo “unanimidad en su valoración intelectual, pero discrepancia en cuanto a los valores que transmite”, por lo cual se me ofreció publicarlo en la revista pero no en el libro, trueque que no acepté.