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(Publicado en Clarín nº 132, noviembre-diciembre, 2017, pp. 18-23)

El periodista

Es curiosa y atípica la trayectoria de Javier Bueno García (1891-1967), autor madrileño que en principio estaba destinado a militar en las desvencijadas filas de los periodistas que en las dos primeras décadas del siglo XX deambulaban por las redacciones, ostentando sus desgastados ternos y sus tres cuartas de bohemia, picaresca y salacidad. La otra parte la daba el hambre. Con un adobo de alcoholismo y unas gotas de puteque de baja estofa, el cóctel derivaba frecuentemente en tuberculosis. No fue así, tras unos años en la brecha, para Javier Bueno que, muy joven, fue enviado como  corresponsal a París, cubrió la I Guerra Mundial, se internacionalizó y terminó como bien pagado funcionario de la OIT en Ginebra. Ya jubilado, moriría en el turístico pueblo de Gryon a 130 kilómetros de la ciudad del lago Leman.

 Sin embargo, sus inicios fueron tan traqueteados y pintorescos como los de cualquier personaje de Carrère o Vidal y Planas sin que faltaran procesos, duelos y otras demasías. Tras haberse escapado de su casa para conocer París y Londres, su intento de alistarse sin documentación para la guerra del Transvaal, deparó que, al solicitarse aquella, la embajada española se topara con la reclamación de su familia. De nuevo en Madrid, comenzó con apenas quince años –para nuestra vergüenza, entonces se maduraba mucho antes- a escribir en El Globo, desde donde pasó a España Nueva, donde todos le llamaban Javierito, por su juventud, escualidez y escasa talla. Una de sus primeras misiones como reportero fue el viaje a París en burro acompañado de Carlos Crouselles, otro de los periodistas de la época que merecería una novela. Salieron para la ciudad del Sena en agosto de 1906 pero dejaremos esa jugosa crónica del viaje pues es inminente su publicación, rescatada por la editorial Renacimiento.

 Sí habrá que decir que el satírico Crouselles se casó nada más regresar con Aurora Fuster, viuda de  otro escritor –sevillano, como él- José Antonio Torres “Micrófilo”, que había fallecido hace dos años en Málaga y dejó a su esposa una buena renta. El nuevo matrimonio intentó sacar provecho de ella montando un negocio en Méjico pero no hubo suerte. Pensaron, entonces, marcharse a la Argentina en busca de nueva fortuna y el 9 de diciembre de 1908 los dos se encontraban en Sevilla, prestos para emprender el nuevo viaje. Carlos dejó a Aurora encerrada en la habitación del Hotel Iberia, tal vez porque ella padecía algunos problemas mentales, y se marchó con unos amigos a la contaduría del Teatro del Duque, donde mostró actitudes inusuales y extrañas. Al volver al hotel, sonaron cuatro detonaciones en la habitación ocupada por el matrimonio.

 Crouselles había matado a su esposa e intentado suicidarse, aunque sobrevivió unas horas. En la habitación del siniestro se encontraron cuatro cartas. Una de ellas iba dirigida al gobernador por parte de Aurora y declaraba que, considerando que no podían ser felices, iba a matar a su marido y, después, se suicidaría. En otra, Crouselles exponía que, por no tener valor su mujer para realizar su proyecto, lo asumía él con las funciones intercambiadas y legaba a una amante, con la que tuvo en Madrid 4 hijos, 3.400 pesetas. Una tercera carta era para su amigo, Emilio López del Toro, al que remitía cien pesetas como adelanto para dicha amante, de nombre, Jerónima Blasco. La última carta era para despedirse de ella.    

 El folletín prosiguió con muy diversas peripecias pero quien nos interesa aquí es Javier Bueno que, tras dejar España Nueva, entró en la redacción de El Radical, al tiempo que comenzaba a publicar sus primeros textos narrativos. Y ahí se inmiscuye la figura de un inevitable en esta época: Pedro Luis de Gálvez. Efectivamente, La santita de Sierra Nevada, que iba a ser el primer libro de Javier Bueno, apareció con la firma del bohemio malagueño, el 30 de diciembre de 1910, con el número 5 de la colección Los Contemporáneos. El novel autor reaccionó con cierta elegancia. Esta es su carta al director de El País, publicada bajo el título “La Historia de un cuento”: 

 Mi querido Castrovido: Me ha ocurrido lo siguiente: Hace cinco meses, Pedro Luis de Gálvez me pidió, en nombre del director de Los Contemporáneos, un cuento. Le entregué el original. Hace dos meses me remitieron las pruebas, que yo devolví corregidas. Hoy me entero de que mi cuento, con el título La santita de Sierra Nevada, que no es el título que yo le puse, se publica el viernes próximo, firmado por Gálvez, quien, según me dicen, ha cobrado el importe. Me aconsejan que acuda ante el Juzgado; pero, ¿para qué? Procederán contra Gálvez, y acaso lo metan en la cárcel, pero eso no me proporcionará la misma felicidad que Ios treinta duros que por mi trabajo me correspondían. En este caso, sólo me resta el derecho del pataleo, y quiero que usted sea tan bueno que publique esta carta en El País. Se lo agradecerá mucho su devoto y amigo, JAVIER BUENO.

 Aunque Gálvez rebatió esta versión en carta también publicada en El País, dadas las fechas, parece una inocentada aunque sea un caso de descarada piratería. Emilio Carrère, sin embargo, no debía de tener simpatía alguna por Javier Bueno porque a los pocos días del episodio se descolgó en Madrid Cómico (7-1-1911) con este comentario: “También aludo a Javier Bueno, ese salvaje inconsciente y huero, a quien con motivo de su pleito de La santita de Sierra Nevada, sólo tengo que decir que el perjudicado es Gálvez, por haber firmado una cosa tan mala”.

Lo de salvaje venía a cuento por ser “Las palabras de un salvaje” el título de la sección que el periodista madrileño firmaba en El Radical. Dos años después, Bueno publicaba Una vida, número 25 de la colección El Libro Popular, aparecido el 26 de diciembre de 1912, una intensa novela corta de corte clásico, que narra el rodar por el mundo de un pícaro, que termina, fracasado, recogiéndose en su claustro natal. El lector habituado a la novela corta de estas calendas reconocerá también la firma de Javier Bueno en la segunda o penúltima página de abundantes números de esta colección, El Libro Popular, donde redacta breves reseñas y se hace vocero de interesantes noticias y comentarios acerca de la actualidad literaria o social. Sorprende la precocidad, el conocimiento, soltura y competencia del ya formado periodista.

La novela

Un hombre, una mujer y un niño (La Novela de Bolsillo nº 30), publicada en marzo de 1914 e ilustrada por Federico Ribas, es la tercera de las novelas cortas de Bueno y, sin duda, la más interesante. Ya desgajado de El Radical, su carrera en el periodismo iba por muy buen camino. Había trabajado en otros periódicos como La Tribuna, donde se hizo amigo de Tomás Borrás y, sobre todo, acompañaría a Rubén Darío en su viaje a la Argentina -zarparon el 27 de abril de 1912-, financiado por la revista Mundial Magazine, que el poeta dirigía en París, lo que le valió a  Bueno numerosas relaciones y el agradecimiento de Darío, al que sacó de situaciones muy comprometidas. Algunas de ellas las cuenta en Diálogos con el que se fue (1965), la última de sus publicaciones, en la que rescata a algunos escritores de aquel tiempo. Por otro lado, Javier entró en relación con la popular revista porteña Caras y Caretas, que, poco después, lo nombraría su corresponsal en la guerra europea. También por esa época, entrevistó a Galdós, Dicenta, Maragall, Ignacio Iglesias, Menéndez Pelayo…

Con todo esto, Bueno se podía permitir una mirada crítica y distanciada sobre la redacción de un periódico como El Radical, en el que durante casi dos años había convivido con la entraña del periodismo madrileño, tan cuajado de bohemios y figurones, como de pintoresquismo e hipocresía.

El periódico

El Radical, diario republicano de la noche había sido fundado en marzo de 1910, por Lerroux -en 1904 había sacado a la luz un semanario con el mismo título- y mudó a convertirse en diario de la mañana en octubre de 1912. Portavoz del inescrupuloso político cordobés, era por entonces un periódico que daba voz al anticlericalismo, al socialismo y a las aspiraciones obreras. Como director figuraba el culto y prestigioso Ricardo Fuente, que había dirigido El País, ya el principal portavoz de las ideas republicanas. Por su redacción pasaron Luis Bello, Ignacio de Santillán, Segismundo Pey Ordéix, Álvaro Calzado, Julián Moyrón, Eduardo Barriobero e Hipólito González Rodríguez de la Peña, entre otros. Y, como colaboradores, contaría con las firmas de  Nicolás Estévanez, José Nakens, Rafael Salillas, Cristóbal de Castro, Joaquín Dicenta, Pedro de Répide, Álvaro de Albornoz, Julián Besteiro… El Partido Radical de Lerroux atrajo a abundantes intelectuales, entre los que se contó a  Ortega y Gasset, que lo utilizó para dar a la luz lo que le parecía inconveniente publicar en El Imparcial, propiedad de su familia. También Pío Baroja, que coqueteó con el partido de Lerroux y publicó César o nada como folletín en el diario.

Tanto el protagonista de la narración, Asuero, como el nombre del periódico en el que trabaja, El Demócrata, son réplicas de Javier Bueno y El Radical. Aunque la descripción satírica de los componentes de la redacción es el principal objetivo de la obra, glosaré brevemente el argumento, que también es ejemplificador del ambiente que se vivía en estos últimos reductos de la bohemia:

Asuero, encargado en el diario de reseñar las sesiones en el Congreso, recibe una llamada avisándole de que, junto a otras putas, ha sido detenida su amante, María la Francesita. Para influir en su liberación, se persona en la comisaría del Centro, donde las encerradas andan metiendo bulla. Cuando un guardia abre la puerta de los calabozos, las detenidas, que siguen insultando a la policía, advierten de que la tal María está de parto. Entran Asuero y el comisario, apodado El Niño de los Brillantes, éste abriéndose paso pateando a las presas. El policía cree que ellas están burlándose y larga otra patada a la parturienta, con lo que todas se arrojan sobre él y lo muelen. A continuación, entran los agentes para liberar a su jefe y la emprenden a sablazos con las mujeres, que, para protegerla, se colocan encima de la nueva madre y de Asuero, que dispara a la policía. Tras visitar la Casa de Socorro, el joven ha de declarar ante el juez, que le concede la libertad provisional por su condición de periodista, pero en la redacción se ha sabido del incidente y todos están contra él que, con su conducta, ha emponzoñado la profesión. El director lo recibe muy benévolo, pero le comunica la decisión de la propiedad de prescindir de sus servicios. Finalmente, El Demócrata publica un suelto explicando que Asuero ya no tiene nada que ver con el periódico, con lo que El Niño de los Brillantes, libre de compromisos políticos, comienza su búsqueda. Tras vagar toda la noche, Asuero se dirige al Hospital de San Juan de Dios y encuentra a la Francesita que le cuenta sollozando, cómo las compañeras han llevado al hijo de ambos -eso cree Asuero- a la Inclusa. Entra entonces la policía que lo detiene y maniata. Ella lo despide pidiéndole que le escriba a casa de la Gallega, su coima.

Esta es la apostilla final del narrador, en una novela que no abunda en ellas:

La complicada máquina, que es la organización social de un pueblo, se había detenido unos instantes para ocuparse de un hombre, una mujer y un niño, y como la previsión es una de las virtudes de la sociedad en que tenemos la dicha de vivir, los tres encontraron pronto sus respectivos puestos: la cárcel, el prostíbulo y la Inclusa. Luego el mecanismo siguió rodando (p.59).

Los personajes

Ya se dijo que lo más suculento de la novelita son los personajes que destapa aunque lamentablemente sólo podamos desentrañar a los más conocidos. Daniel Pulpo es el presidente de la sociedad que explota el diario, es decir, el propietario. Se trata efectivamente, de Alejandro Lerroux (1864-1949), fundador del Partido Republicano Radical, político y demagogo, harto activo en la política española de la primera mitad de la pasada centuria. 

…soñaba con la posesión de tres grandes rotativos, cada uno de los cuales fuese órgano de cada partido triunfante en el gobierno del país, y otro, El Demócrata, con ciertos ribetes revolucionarios para recoger la parte de público que no estuviera conforme con los otros dos. (p. 43).

El director, don Roberto, corresponde a la figura de Ricardo Fuente (1866-1925), republicano y activo periodista, que, además de El Radical, dirigió El País, el más importante de los diarios republicanos del periodo de intersiglos. Bibliófilo y hombre de gran cultura, es más conocido por fundar y ser el primer director de la rica Hemeroteca Municipal de Madrid. Llevo fama de hombre de gran corazón y competencia pero un tanto despreocupado, algo así como a lo que más tarde se denominaría pasota. A pesar de ser quien ha de darle la noticia de su despido, Asuero-Javier Bueno, lo pinta con cierta benevolencia:

…era el más amable de los hombres, siempre que el estómago y los dolores de gota no le mortificaban. En las primeras horas de la noche se mostraba indulgente, alegre, bromista, confidencial; pero, desde las diez en adelante, cuando el estómago entraba en lucha terrible con los alimentos y el cerebro en batalla con el artículo de fondo, se volvía irascible y más de una vez los periodistas a sus órdenes habían sabido los peligros que entrañaba una ración de pote gallego en el estómago de Don Roberto. (p. 12).

Y, al comunicarle su despido:

Don Roberto, en el fondo era un sentimental bondadoso, a quien, sin las malas digestiones podían confesársele los más graves pecados, seguro de obtener el perdón. Su voracidad para comer era la causa de que se le creyera una fiera corrupia. (…) Acaso tuvo usted razón para hacer cuanto hizo –dijo don Roberto-; pero todo eso está fuera de lo normal, de lo reglamentado, de lo aceptable… Es muy triste, pero es así. Yo no puedo hacer otra cosa sino compadecerle, amigo mío, cumplo con el encargo que me dieron (…) Sepa que aquí deja un amigo, un solo amigo, yo. (pp. 52-54).

Don Calixto López Cardón es la figura prócer que  corresponde a Benito Pérez Galdós, como se puede advertir en la secuencia vocálica de ambos nombres. Así lo caracteriza Javier Bueno: “…novelista autor de más de ochenta obras, que se consideraban como ladrillos de su propio monumento”. Cuando convenía políticamente, Tomillo, uno de los miembros de la redacción, le hacía escribir el manifiesto que se consideraba oportuno:

 Y don Calixto, conocido vulgarmente como “gloria de las letras” redactaba un manifiesto con alusiones a la “gloriosa, al león dormido de España, al general Riego, a los consumos, para terminar con un párrafo descriptivo de la apoteosis: el sol de la Libertad aparecía esplendoroso por el horizonte ahuyentando a la ignorancia, al fanatismo, a todos los vicios y al ministro de la Gobernación». (p. 8).

 Otra de las figuras que colaboran en la redacción del diario es la de Guzmán Baeza, casi legendario autor de La blusa triunfadora. Se trata obviamente de un retrato de Joaquín Dicenta (1862-1917), como en el caso anterior, dibujado con escasa empatía por el modelo: “hombre de cara arrugada, flaco, con cierto aire mezcla de clérigo y organillero (…) Él mismo, cuando se servía de El Demócrata para anunciar algún libro suyo o cuando quería aumentar su gloria literaria, se daba el título de ’ilustre autor’” (p. 19). La verdad es que Javier Bueno se ceba en los evidentes defectos del periodista y dramaturgo y prescinde de sus muchas cualidades: Pone en duda su postura revolucionaria, destaca su tendencia a lo sentimental, observa que su amor a los humildes estribaba en emborracharse con ellos y que todo su principio filosófico era la lucha entre la blusa del obrero y la levita del burgués. No se sabía si era socialista, sindicalista o anarquista pero aplaudía lo mismo el regicidio que el crimen de taberna porque quería aparentar ser un revolucionario bárbaro. Enemigo de la propiedad, de la degeneración “modernista”, de la infidelidad femenina, aspectos que por estricta justicia habría que matizar, la poca simpatía que Dicenta inspira al periodista queda patente.

El caso del apodo de  “El Niño de los Brillantes”, referido a un policía, recurso casi valleinclanesco, ya que se aplicaba comúnmente a estafadores y carteristas, es más sugestivo. Es cierto que hubo un guitarrista flamenco con este nombre y que pasó por la cárcel, pero fue en años posteriores. Por las fechas, lo más fácil es que el motejo esté sugerido por  un delegado del gobernador de Fregenal de la Sierra, al que se le apodaba, además de “Niño de los Brillantes”, “Don Peróxido de Manganeso”, detenido ocho veces por estafa y cuya conducta llegó al Congreso.

Veamos la descripción con que Bueno nos da a conocer al pájaro de cuenta:

…inspector de policía que supo quintuplicar el sueldo de su empleo por mil artes y mañas inconfesables, entre las que pueden suponerse regalos de carteristas y timadores, a cambio de la vista gorda, y obsequios de Celestinas por cierta benevolencia en escándalos ocurridos en sus santuarios. A estas fuentes de ingresos supuestas, hay que añadir lo económica que resultaba la vida al Niño de los Brillantes por habitar con una peripatética de las más caras del mercado madrileño. (p. 32).

Aunque no sean colaboradores del periódico, se cita también a Pérez Órdiga y Vital Caza (Juan Pérez Zúñiga y Vital Aza) como representantes de la línea de una popular publicación de la época, Madrid Chirigotero, otra evidente parodia del semanario Madrid Cómico. Es ilustrativo el texto de la página 22 que, una docena de años después, parece reproducir las no muy sangrientas pugnas entre los componentes de las publicaciones Gente Nueva y Gente Vieja:

En aquella época, el campo literario estaba dividido en dos grupos o bandos y los partidarios de uno y otro se diferenciaban entre sí, por llevar la cabeza rapada o con melenas y por ser o no ser colaborador de la revista semanal Madrid Chirigotero. Los del pelo cortado aseguraban que esta revista marcaba el apogeo de las letras españolas y los de las melenas negaban hasta que don Calisto López hubiese escrito sus ochenta novelas.

Finalmente, comparece también otra cohorte de periodistas que no he sido capaz de identificar: Calderón, redactor-jefe, veinticinco sin moverse de la misma silla, es, probablemente, José Rodríguez de la Peña, que ejerció durante estos años el cargo pero del que poco sabemos. En la oscuridad quedan: Lozano, reportero en las Cortes y confidente del propietario; Robredo, amigo, también de Daniel Pulpo (Lerroux); Zabalza, “escritor apócrifo” y periodista útil por saber decir una cosa y la contraria; Lucha, reportero financiero; y, sobre todo, Tomillo, al que se dedican varias páginas: arribista de pocas luces de origen castellano, que llegó a diputado por tener mucho predicamento con Cardón (Galdós) y que, a la tercera vez que lo intentó, consiguió quedarse en El Demócrata.

Como es usual en la colección, el texto se enriquece con dibujos satíricos que representan a Calixto López Cardón, Tomillo, Asuero (dos veces), Guzmán Baeza, Don Roberto, El Niño de los Brillantes, María la Francesita, sus compañeras de celda, el recién nacido, la detención de Suero en la sala del hospital y la cabeza del autor.

Cuando se publicaba esta novela, a Javier Bueno, con 23 años,  le quedaba toda una vida llena de peripecias, que tampoco faltaron en la vida española: corresponsal en la Gran Guerra de Caras y Caretas y, con el seudónimo de Antonio Azpeitua y también de ABC, fue expulsado de Francia por germanófilo. Javier Bueno no era un reaccionario pero tenía la convicción de que los galos nunca tratarían bien a España. No les convenía. El resto de la guerra la hizo como corresponsal en el  bando perdedor, desde donde remitió estupendos reportajes. A partir de finalizar la contienda, vivió casi siempre fuera de España dedicado a la OIT pero publicó varios libros, algunos en francés, e, incluso llegó a estrenar una obra de teatro, Liberto (1922), en el madrileño teatro Calderón. Su trilogía sobre la Guerra Civil, Les vaincus héroïques  (1943-1949) y La zorrita y los pájaros exóticos, deliciosa novelita publicada por Aguilar en 1963, pero que pasó inadvertida, son, seguramente, lo más reseñable de su obra de madurez.

Javier Bueno García padeció la maldición de llevar el mismo nombre que otro periodista, Javier Bueno Bueno, nacidos ambos en el Madrid de 1891.

El otro Bueno era hijo natural del padre del periodismo republicano, José Nakens y de la actriz Soledad Bueno y, desde muy joven, tuvo una señalada afición por el periodismo hasta el punto de publicar, con catorce años, artículos de fondo en el legendario periódico El Motín, fundado y dirigido por su padre. Con una trayectoria muy militante en la lucha obrera, se radicó en Gijón y en 1933 dirigió Avance, diario que encabezó las reivindicaciones sindicales en el Principado. Detenido y torturado por la República, por lo que quedó cojo, durante la Guerra Civil, fue herido en el Frente de Oviedo y se le amputó una pierna. Todavía pudo dirigir a su vuelta a Madrid el periódico Claridad, de tinte  socialista. Encarcelado en Porlier fue condenado a muerte en juicio sumarísimo por un tribunal militar y ejecutado a garrote vil en la misma cárcel el 26 de septiembre de 1939. Sender lo recuerda con gran afectuosidad en su Nocturno de los 14.

Esta similitud de nombre y profesión ha deparado numerosos errores y confusiones en las referencias a ambos periodistas, por lo que, a menudo, se hace complicado seguir sus trayectorias. Aquí sólo se trataba de dar cuenta como vio y reflejó uno de sus miembros la redacción de un periódico republicano en los primeros años de la segunda década del siglo XX.

 Publicado en Oscura turba de los más raros escritores españoles, Zaragoza, Xordica, 1999, pp. 231-243. Actualizo la bibliografía.

¿Cómo no sucumbir a la tentación de adquirir un libro que se titula Ripios académicos y en el que al primer vistazo se verifica que allí se pone como no digan dueñas a dómines que uno ya tenía enfilados como Echegaray o Mariano Catalina? Al joven que uno era -de veinte y muy pocos años y todavía más provisto de iconoclastia que la usual en tales edades y calendas- le extrañó, pero no le arredró, la protesta final que pronto comprobó se reproducía en todos los libros de Valbuena: «Si alguna cosa apareciese en este libro contraria a la fe católica o a las buenas costumbres, téngase por no escrita». Por lo mismo, le sorprendió que anduviese por allí, igualmente sacudido, Menéndez y Pelayo. El joven, aunque ya sabía que el mundo era muy raro y le parecía bien, tenía con don Marcelino, la mosca detrás de la oreja: ¿Cómo un superdotado como él -que en los Heterodoxos nos proporcionaba interminable pasto para lecturas estrambóticas e incendiarias, que en la Historia de las ideas estéticas había logrado con unas pocas líneas hacerle entender a Kant o Hegel, cosa que no había conseguido con cuatro cursos de filosofía entre el Bachillerato y la Facultad y que, además, era sedicentemente borracho y mujeriego- podía ser reaccionario? Cosas que pasan.

Resulta que don Marcelino también escribía poesías y en este libro de Valbuena se ponían las cosas en su sitio. Por cierto, que el santanderino, atufado por los venablos del catón leonés aunque reconociendo indirectamente su valía, en una ocasión manifestó que no escribiría la historia de la sátira en España por no nombrar a Valbuena y que se iba a fastidiar porque él dejaría treinta volúmenes y el otro cuatro libelos. A lo que Valbuena respondió por escrito con la sensatez que siempre le caracterizó: «sosiégate y deja todos los volúmenes que quieras pero convéncete de que más te valdría no dejar éste de los versos».

Cuando uno empezaba a hincar el diente en las páginas de los Ripios, la lectura se hacía carcajada. Experiencia que se repetía con cualquier macho o hembra que hojeara el libro cosa que, luego me enteré, también sucedía al autor a la hora de escribirlos. Como en la contraportada apareciesen otras muchas obras de Valbuena, se convirtió desde entonces en uno de mis autores buscados aunque tardé muchos años en encontrar algún contemporáneo que hubiese escrito acerca de él.

¿Quién era este elemento jocundo, tradicionalista a machamartillo, solterón y regeneracionista a su modo?

Valbuena, Antonio joven

Había nacido (1844) en Pedrosa del Rey donde -son sus palabras- «nadie podía ser vecino sin ser noble». Ingresado a los quince años en el seminario de León, ya desde allí empezó a publicar versos sagrados y profanos en los periódicos leoneses. Para los últimos estampaba el seudónimo de Juan Paseante. Más tarde emplearía también los de Venancio González y Miguel de Escalada, tal vez para contrarrestar el apelativo que los demás le aplicaban, Melladín de Pedrosa, motivado por una brecha de nacimiento en el labio inferior -lo mismo le sucedía a su antípoda ideológico, José Nakens- a lo que acompañaba unos dientes ratoneros, peculiaridad física que no se olvida de resaltar alguno de los vates por él vapuleados. En justa correspondencia, porque Valbuena no detenía su crítica en lo estético o gramatical sino que, cuando a mano venía, derivaba hasta lo personal.

En 1865 deja el seminario y funda El Fénix y Pero-Grullo, antes de trasladarse a Madrid para estudiar leyes. Como primera publicación ya había dejado en 1866 un folleto con poesías a la Virgen publicado por la Academia Bibliográfica Mariana de Lérida.

Valbuena_Poemas a la Virgen

Al estallar la revolución de 1868 polemiza virulentamente desde la prensa tradicionalista y publica Sursum corda!, un folleto vibrante y arengatorio en defensa de sus posiciones. Ante el cariz que toman los acontecimientos se traslada a su pueblo y en 1870 a Vitoria donde su hermano mayor, José, es lectoral de la Catedral y persona de gran relevancia social. Allí ejercerá los cargos de presidente de la Juventud Católica, secretario del Círculo Carlista y director de La Buena Causa, periódico más que montaraz. Las campañas desarrolladas en éste le valen un breve destierro, lo que no obsta para que se licencie en Derecho Civil y Canónico en la Universidad Libre de Vitoria.

Vuelve a su pueblo natal para ejercer de abogado pero, pronto, deja el bufete para dedicarse a la defensa del Trono y el Altar y al ataque de cualquier mojón que huela a liberalismo o progreso. Sus dos intentos de salir como diputado fracasan pero, desatada la última guerra carlista, se alista como Valbuena, Antonio carlista 1874voluntario en las fuerzas del general Villalot y llega a ocupar el cargo de Auditor General del Ejército. Tras la derrota definitiva en febrero de 1876 ha de exilarse pero, cuando regresa a los pocos meses, los revolcones no han variado un ápice sus convicciones ni su pugnaz modo de defenderlas. En 1877 vuelve a las Vascongadas para dirigir en Bilbao La Voz de Vizcaya. El periódico es clausurado por la autoridad, amparada en el estado de sitio que todavía se encuentra vigente en estas provincias.

En 1878 comienza su colaboración en El Siglo Futuro. Su tan virulenta como ingeniosa sección «Política menuda» aumenta en progresión geométrica los lectores del periódico por lo que, cada vez, Valbuena ocupa más espacio en sus páginas hasta casi monopolizarlo. Colaborará después en El Progreso. Allí comienza a publicar su primera serie de Ripios, los Aristocráticos, donde baquetea inmisericorde a quienes amparados en títulos -con una especial predilección por los marqueses- se dedican a requerir a las musas y a perpetrar versos infames. La muelle vida de estos sujetos y el reconocimiento y sumisión que su mera presencia inspira les hace todavía más confiados en el aroma de sus ventosidades poéticas pero no cuentan con que allí aparecerá el justiciero Valbuena para dejar las cosas en su lugar. Nadie lo hubiera esperado de tan contumaz servidor del viejo régimen y él mismo, por medio de su editor, se ve en el deber de aclarar el asunto en el prólogo al libro que recoge buena parte de los ripios que ha ido publicando en El Progreso:

  «El título de esta serie de artículos y la circunstancia de haber salido a la luz en un periódico democrático han podido hacer creer a muchos que el autor es algún demagogo, enemigo jurado de toda aristocracia. Nada hay, sin embargo, más ajeno de la verdad que esta creencia. Ni el autor de este libro es demócrata ni por su origen ni por su educación ni aun por su mismo temperamento puede ser enemigo de la clase noble. Ni el libro, por consiguiente, puede tampoco ser una diatriba contra esta clase (…) El objeto principal del libro bien claro está que es puramente literario, y que si va contra alguna clase es a no dudar contra la clase de los malos poetas (…) Era un gran yerro tener al autor de los  Ripios por enemigo de la nobleza y suponerle movido, al escribir, por odios demagógicos. Todo lo contrario. Hijo de una familia noble y educado en aquellas ideas que hicieron a España grande y poderosa en mejores tiempos, es tradicionalista de raza y tradicionalista de convicción, ardiente y decidido partidario del antiguo sistema de gobierno con todas sus instituciones seculares…»

  De una forma u otra, el libro alcanzó siete ediciones, amén de varias fraudulentas en América, y dio a Valbuena la pauta de por dónde podía encauzar su pluma tan satírica como severa. Y ¿dónde mejor que en la Real Academia Española, poblada de tan campanudas medianías, iba a encontrar más apetitoso pasto? Por otra parte, desde 1885 colaboraba en Los lunes del Imparcial, lo que le daba ya carta definitiva de crítico prestigioso. Fue allí donde comenzó a publicar su Fe de erratas del nuevo Diccionario de la Real Academia (1891) que, luego, como libro, alcanzaría hasta doce ediciones. Como sus comentarios, tan malévolos como sensatos, le valieron, como era esperable, contraataques e inquinas de los tan poseídos de sí mismos académicos de la época, Valbuena, que se crecía en el castigo, publicó en 1891 los antedichos Ripios académicos. Allí arremete -y con motivo- contra prebostes tan prestigiosos como Alejandro Pidal, José Echegaray, Juan Valera, Antonio Cánovas, Víctor Balaguer o Núñez de Arce, además de los citados arriba y otros menos recordados hoy. El lector, aparte de carcajearse inconteniblemente con las citas y comentarios que Valbuena hace de los poetastros, no puede menos que estar de acuerdo con la inmensa mayoría de sus apreciaciones. Aparece también allí Manuel Cañete que fue quizá el blanco preferido de sus venenosos dardos. A don Manuel se le había ocurrido defender a cierto poeta atacado en los Ripios aristocráticos lo que le valió a partir de entonces ser vapuleado por Valbuena, viniese o no a cuento. Incluso lo había incluido, bajo el marbete de Paréntesis. Para Cañete, en este último libro, que fue el primero de los suyos de la vertiente satírica.

Para que no se le tildara de maniqueo, en 1891 publica Ripios vulgares donde pasa revista a varios vates escogidos entre lo Valbuena_Ripios vulgaresmás estéticamente vetusto de la época, que no era poco. Recordemos que, quién sabe si aplastado por su abundancia o con un íntimo regodeo, Cossío incluyó un epígrafe de «Poetas viudos» en su mamotreto sobre la poesía del XIX. En esta nueva entrega de Valbuena aparecen, pues, gentes tan denostadas como Grilo o el pintoresquísimo Carulla, autor de La Biblia en verso. (https://javierbarreiro.wordpress.com/2016/11/02/la-biblia-en-verso-de-jose-maria-carulla/) No faltan invectivas contra sus bestias negras: Cánovas y Cañete, aunque a éste se le aplica la férula en cabeza ajena. Concretamente, en la de Carlos Fernández «admirador de Cañete» a quien se le dedica mayor número de capítulos -tres- que a ningún otro de los fustigados en el libro. Naturalmente, no perdona a los poetas con veleidades liberales: Curros Enríquez figura aquí para ser aplastado a causa de un nefando soneto que tuvo la ocurrencia de dedicar a la ciudad de Aveiro.

Entretanto, iba publicando otros libros ensayísticos, críticos o narrativos que, sin ser aviesos, no incrementan su gloria literaria. Fracasado en su carrera política, no cejó, en cambio, en su labor de acometer mejoras para su tierra en el campo de las infraestructuras, terreno en el que logró notables éxitos por lo que fue reconocido por su coterráneos ya que nunca le movieron intereses personales. Soltero y pudiendo vivir con cierta holgura de sus publicaciones y de sus rentas, vertió todas sus energías en tales empresas beneméritas que contrastaban con su imagen literaria -jocunda pero feroz- a la que tan bien venían las polémicas en las que se enredaba: la Pardo Bazán, el mentado Cañete, Cejador, Gutiérrez Nájera, Julio Casares, Menéndez y Pelayo, Manuel Silvela… Fuese por razones ideológicas o estéticas, lo suyo era meter caña.

No se crea que su férula de dómine, aunque le granjeara odios africanos, no fue apreciada incluso -también la masoquista es condición humana- por quienes la sufrieron. Ya se vio el reconocimiento indirecto de don Marcelino y lo mismo podríamos decir de doña Emilia que califica así la escritura de don Antonio: «encantador desafeite del estilo (…), sabor neto y puro del lenguaje (…), dechado de naturalidad y frescura popular». Viniendo esto de quien había sido repetidamente mortificada por él, en especial desde que se le ocurrió escribir que las garduñas volaban, la cosa tiene mayor mérito. Veamos un fragmento de los muy numerosos dedicados a la condesa en Des-trozos literarios:

   «Una señora que cree que inhibirse es… lo Valbuena_Des-trozos literarioscontrario de lo que es realmente y lo escribe así, y llama pena de daño á la pena de sentido, y viceversa, y cree que vuela la garduña y la presenta volando y aun la mide la longitud de las alas, y habla de la densidad de la temperatura… y afirma que el sacerdote al imponer la ceniza dice quia pulvis eris… una señora que tales cosas escribe es académica por derecho propio». (p. 103).

Joaquín Serrano y Simona Fernández, de los pocos que en el último medio siglo han dedicado algún trabajo a Valbuena, explican en parte su éxito popular -fue junto a Clarín el crítico más leído y temido de su época- por su ausencia de respeto para arremeter contra los consagrados. Y a fe que lo hizo. Entre 1893 y 1902 publica cuatro tomos («montones» los llama él) de Ripios ultramarinos donde se ocupa de no dejar títere con cabeza en la poesía hispanoamericana: además de los muchos que la historia ha colocado en su olvidable lugar, se ocupa de machacar a otros, hoy situados en el Olimpo de las antologías generales, como Gutiérrez Nájera, Jorge Icaza, Miguel Antonio Caro, Rafael Obligado, Juan José Tablada, Salvador Díaz Mirón o Andrés Bello. No se priva ni siquiera de ocuparse de Rubén Darío en los montones primero y tercero:

  «…en comparación del cual todos los malos poetas, por muy malos que sean parecen buenos, ó, cuando menos, regularcillos.

Sus amigos le llaman decadentista pero eso ya no es la decadencia, es la deshecha más horrorosa (…) Entre las cuatro composiciones -dice Juan Valera;- en las cuatro estaciones del año, todas bellas y raras (eso sí; ¡lo que es raras!) sobresale la del verano (…) Nada más espléndido que su “Estival” (…) No trepido en afirmar que éste es uno de los más bellos trozos descriptivos del Parnaso castellano (…) El estío (…) está simbolizado en los amores de dos tigres de Bengala:

‘Con su lustrosa piel manchada á trechos

¡Caracolini!… Manchada á trechos… El de la Barra, que se entusiasmó con la armonía imitativa de aquello del agua glauca que chapotea se habrá entusiasmado también con la que resulta de esa profusión de ches del final del verso; pero por modestia no nos lo dice.

Como tampoco nos dice si la real hembra tenía dos ó tres kilómetros de larga… Porque para tener la piel manchada á trechos

Mas verán ustedes lo que hace la real hembra:

‘Salta de los repechos…’

¡Ah! para eso cuidó el vate de mancharla la piel á trechos‘; porque es cosa sabida que el tener la piel manchada á trechos ayuda mucho cuando hay que saltar de los repechos, si hay que saltar en verso, especialmente.

‘Salta de los repechos

De un ribazo…’

Serán de dos, porque un ribazo no tiene más que un repecho. De modo que ó la real hembra no salta más que de un repecho o son dos cuando menos los ribazos.

‘Salta de los repechos

De un ribazo, al tupido

Carrizal de un bambú, luego á la roca

Que se yergue á la entrada de la gruta…’

 Una roca no se yergue: se yerguen los seres animados; la roca estará erguida, pero no se yergue (…)

                  ‘Siéntense vahos de horno

Y la selva africana…’

¿Pero no decía usted que eran tigres de Bengala ¿Quién los ha traído á la selva africana?

¿Y así está el vate de Geografía, después de las ponderaciones de D. Juan Valera de que sabía tantas y cuántas cosas?…

‘Siéntense vahos de horno

Y la selva africana

En alas del bochorno

(¿El bochorno tiene alas?) alas?)

Lanza bajo el sereno…’

¡Ah! ¿También hay serenos en la selva africana? Eso es un adelanto (…) Vamos adelante:

‘Un rugido callado.’

¡Diantre! ¿Cómo serán los rugidos callados?

Rugido… callado… Nada, que no puede ser eso.

‘Un rugido callado

Escuchó (¡Buen oído!) Con presteza

Volvió la vista de uno y otro lado…’

La volvería á uno y otro lado…

‘Y chispeó su ojo verde y dilatado,

Cuando miró de un tigre la cabeza

Surgir sobre la cima de un collado.’

El collado no tiene cima: es la parte más baja de la unión de dos cimas ó dos cerros. Viene de collum, cuello. La academia no sabe nada de esto, ni el vate tampoco, por lo visto».

  En el mismo artículo Valbuena se espanta de que el nicaragüense escriba cosas como: «en el árbol en flor, junto a la poma» («¿No acaba usted decir que el árbol está en flor? Pues hay que esperar por la poma una temporada»); de que llame a la luna góndola de alabastro o aplique a la noche el calificativo de dorada: «¿Llamar a la noche dorada?… ¿Por qué, vamos, por qué?…»; respecto al verso «La armonía en tu alcázar tiembla y vuela» comenta Valbuena: «(¡Miren la picaruela!) Con que tiembla y vuela? Pues parecerá un cernolín si vuela temblando). O de que en la “Canción de oro” llame al vil metal feto de astros«.

Se podrá decir que Valbuena fue muchas veces injusto y picajoso, pero casi siempre ofició de sensato. Aún se descolgó en 1910 con el último de sus libros de crítica, Corrección fraterna, donde no se limita a los versos sino que en sus postreros coletazos, encuentra un blanco tan fácil como Unamuno sin que abandone su antigua propensión aversiva -si vale el oxímoron- hacia doña Emilia. Veamos alguna muestra de cómo trata al soberbio y campanudo vizcaíno:

   Mire usted, hombre, ó Rector, si usted quiere, ya que también lo quiso un gobierno atolondrado; mire usted, si toda la rima fuera como la de usted, y todos los sonetos como el suyo, habría que renegar de los sonetos y de la rima, porque, a la verdad, el soneto de usted es cosa tonta y desagradable; pero amigo, hay rimas muy dulces y sonetos muy hermosos, á los cuales no se parece el de usted sino como el áspero guarrear de un cuervo al dulce canto de un ruiseñor, ó como el gruñir de un animalejo de la vista baja á una sinfonía de Beethoven. De manera que de su soneto lo que se puede sacar en consecuencia no es que la forma poética deba desaparecer, ni que los sonetos sean cosa despreciable, sino que usted es un desdichado intruso á quien no le llama Dios por ese camino. (p. 84).

Esto es, que se vuelva a la cocina del presupuesto á comerse tranquilamente su nómina y deje en paz á la poesía, para la que su prosaica rudeza nativa le hace del todo refractario. (p. 89).

«Cuando salí de su casa iba por paseo ‘delante mío’ …»

No se dice así, grandísimo… Rector.Delante de mí’ es como se dice. ‘Delante mío’ es un disparate (p. 94).

Con esta soltura y naturalidad dejó escritas el leonés miles de páginas. Clarín, en muy diversas ocasiones, el Padre Blanco García,  Azorín… alabaron también los escritos de Valbuena que, según todos los indicios era una buena persona que sólo se investía de fiereza cuando cogía la pluma para defender la causa de lo que él creía buena gramática pero nunca se percibe en él la saña que ocasionalmente muestran otros autores más o menos contemporáneos (Astrana, Adolfo de Castro, Bonafoux, el mismo Clarín…) cuando entran en polémica. Gómez Carrillo y Soiza Reilly se habían hecho a la idea de un ogro y cuando le entrevistaron vieron a un hombre sencillo, bondadoso y amable. Escribe este último hacia 1907:

   «…es un hombre original del cual nadie ha podido hacer una semblanza fiel. Vive como un monje, recluido en una celda de la iglesia de San José, en Madrid (…) con un sobrino suyo que es sacerdote (…) Varias veces intenté hacerle hablar contra los literatos y contra la literatura de los jóvenes actuales. No pude. No pude… No me dijo ni una sola palabra en contra de ellos. Pero me escribió un artículo contra Lugones (…) Mientras Valbuena vibraba en su entusiasmo de católico célibe, yo me entretenía en contemplar las paredes desnudas de la celda, ¡tan desnudas, tan crueles! (…) Este hombre -cuyos artículos se pagan a precio de oro,- no debió nacer nunca en esta época de fiebre y de nervios…»

Bien vio Soiza Reilly la personalidad de Valbuena: filántropo Valbuena, Antonio viejointransigente, de una severidad en lo religioso que se aplicaba a sí mismo hasta llegar al celibato. Su integrismo no le impidió polemizar con obispos a los que, naturalmente, tampoco otorgaba el derecho de publicar malos versos. Hombre de otra época, en suma, supo darse cuenta a tiempo e ir retirándose de la actividad pública. Vuelto a su pueblo, pasó sus últimos años trabajando para mejorar las condiciones de vida de sus paisanos. En 1922 fue nombrado cronista oficial de la provincia de León y murió en 1929.

De cultura enciclopédica, con alrededor de treinta libros en su haber, con un epistolario -publicado fragmentariamente por J. F. Botrel- que contiene una más que interesante correspondencia con Rodríguez Marín, Clarín, Sinesio Delgado, Zorrilla o Castelar, Valbuena es otro castigado por la contemporaneidad que suele asimilar lo pintoresco a lo inane. Sus libros nos aguardan con un quintal de bienhumorada y severa prosa, con ardor justiciero ante el figurón poseído de sí mismo, con la atracción que suscitan los cachivaches arrumbados en el desván desde hace muchos lustros y que, en el cotarro literario, han sido sustituidos por una acaponada cerámica de Lladró.

                                                 OBRAS

Odas y suspiros. Poesías a la Virgen, Lérida, Academia Bibliográfica Mariana, 1866.

Historia del corazón (idilio), Madrid, 1878.

Ripios aristocráticos, Madrid, Tipografía Hispanoamericana, 1883.

Fe de erratas del nuevo Diccionario de la Academia Madrid, La España Editorial, 1887-1896, 4 tomos.

Valbuena_Fe de erratas del Diccionario de la Academia

Ripios académicos, Madrid, La España Editorial, 1888 (4.ª ed. aum., Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, 1912).

José Zorrilla, estudio crítico-biográfico, Madrid, Establecimiento tipográfico de R. Fe, 1889.

-Ripios vulgares, Madrid, La España Editorial, 1891.

-Capullos de novela, Madrid, La España Editorial, 1891.

-Agridulces políticos y literarios (3 tomas), Madrid, La España Editorial, 1892-1893.

Ripios ultramarinos (4 montones), Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1893, 1894, 1896 y 1902.

Valbuena_Ripios ultramarinos 4º

Novelas menores, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1895.

Cuentos de barbería aplicados a la política (con Enrique Hernández, Madrid, Imprenta de Enrique Fernández de Rojas, Madrid, 1895.

Agua turbia, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez 1899.

Des-Trozos literarios, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1899.

Rebojos (Zurrón de cuentos humorísticos), Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1901.

Sobre el origen del río Esla, Madrid, Imprenta y Litografía del Depósito de la Guerra, 1901.

Parábolas, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1903.

Ripios geográficos, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1905.

-Notas gramaticales. El La y el Le, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos 1910.

Corrección fraterna, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos, 1910.

-Caza mayor y menor (no hay metáfora), Madrid, Tipografía de los hijos de Tello, 1913.

Obras completas, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, 1912-1914.

Valbuena y sus poesías, ed. de F. de la Cuesta, León, Folletón de El Diario de León, 1944-1945.

Valbuena y sus poesías

Prosa crítica de Antonio de Valbuena, ed. de N. Algaba Pacios, León, Diputación Provincial de León-Instituto Leonés de Cultura, 2001.

                                          BIBLIOGRAFÍA

-ALGABA PACIOS, María N.,  “La singularidad del leonés Antonio Valbuena en la cronología noventayochista”, en E. de Diego García y J. Velarde Fuertes (coords.), Castilla y León ante el 98, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 1999, pags. 309-326.

-BARREIRO, Javier,  “Antonio de Valbuena, azote de poetas ripiosos”, en Oscura turba de los más raros escritores españoles, Zaragoza, Xordica, 1999, pags. 229-243.

Oscura turba de los más raros escritores españoles004

-, Voz, «Valbuena en Diccionario Biográfico Español, Vol. XLVIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 2013, pp. 871-872.

-BOTREL, Jean-François (compilador), «Cartas a Antonio de Valbuena, ‘Miguel de la Escalada'», Tierras de León nº 42, T. XXI (1981), pags. 99-110.

-BOTREL, Jean François, «Antonio de Valbuena y la novela de edificación (1879-1903)”, en Tierras de León: Revista de la Diputación Provincial, vol. 24, n.º 55 (1984), pags. 131-144.

-, “Antonio de Valbuena et la langue espagnole: critique et démagogie”, en Bulletin hispanique, vol. 96, n.º 2 (1994), pags. 485-496.

-CLARÍN, Paliques (aparece en varios de ellos).

-CUESTA, Filemón de la, Valbuena y sus poesías, León, Folletón de El Diario de León, 1944-1945.

-DOMÍNGUEZ DEL HOYO, José María, «Antonio de Valbuena», Revista Comarcal Montaña de Riaño nº 7, diciembre 2002,

-FRAY MORTERO (Manuel Fraile Miguélez), Cascotes y machaqueos. Pulverizaciones a Valbuena y a Clarín, Madrid, Librería de la Viuda de Hernández y Cía., 1892.

-MARTÍNEZ GARCÍA, Francisco,  Historia de la literatura leonesa, León, Everest, 1982, pgs. 404-421.

-MIR Y NOGUERA, P. Juan, “El crítico Valbuena” en El centenario quijotesco, Madrid, Saenz de Jubera, Hermanos, 1905, pags. 195-213.

-SERRANO SERRANO, Joaquín, “Polémicas de Antonio de Valbuena con sus contemporáneos sobre la corrección gramatical y los ‘defectos’ del Diccionario de la Academia”, en Estudios humanísticos. Filología, n.º 28 (2006), págs. 185-220.

-, Antonio Valbuena (1844-1929): poeta, narrador y crítico polémico, León, Universidad de León – Servicio de Publicaciones, 2007.

-,  “Diez calas en la religiosidad del escritor leonés Antonio de Valbuena”, en Studium legionense, n.º. 48 (2007), pags. 279-316.

-, «‘Paz en la guerra’ entre Miguel de Unamuno y Antonio de Valbuena. A los cien años de la ‘Corrección Fraterna’”, en Tierras de León: Revista de la Diputación Provincial, vol. 46, nº 126-127 (2008), pags. 195-213.

-SERRANO SERRANO, Joaquín y Simona FERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, «Antonio de Valbuena, ilustre escritor leonés del siglo XIX», Tierras de León nº 42. T. XXI (1981), pags. 99-110.

-, “Antonio de Valbuena, luces y sombras en sus críticas”, en Tierras de León: Revista de la Diputación Provincial, vol. 31, n.º 81-82 (1990-1991), pags. 147-172.

-SOIZA REYLLY, Juan José de, «Un crítico terrible» en Cien hombres célebres (Confesiones literarias) (2ª ed.), Barcelona, Maucci, 1909, pags. 285-288. 

Soiza Reylly_Cien hombres célebres

-VALLADARES REGUERO, A., “Los trabajos cartográficos de finales del siglo XIX ante la crítica mordaz de Antonio de Valbuena”, en Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, n.º 169 (1998), pags. 647-674.

Valbuena, Antonio de5

VAL Y SAMOS, Mariano Miguel de, Madrid, 03-08-1875 / Madrid, 07-08-1912
Seudónimos: Francisco Larrosa / Policronio / Martín de Samos

Fue el primogénito del matrimonio formado por un abogado de Morata de Jalón y una terrateniente natural de Lanjarón (Granada) y sobrino del prestigioso escritor y militar borjano Romualdo Nogués. Nació en Madrid pero pasó toda su vida entre la capital y Zaragoza, donde tenía casa en el número 6 del paseo de la Independencia. Casado con una sobrina suya, zaragozana, varios de sus hijos vinieron al mundo en la capital del Ebro. Además, disfrutaba de los veranos en su torre de San Miguel, ubicada en Morata. En distintos documentos se autoproclama aragonés y fueron muchas las empresas regionales en las que intervino.

Licenciado en Letras y Derecho por la Universidad Central, ejerció la abogacía pero, desde su época de estudiante, participó en la prensa y tuvo afición a los versos. Dirigió el zaragozano Diario de Avisos y, en Madrid, la revista Letras de Molde. También colaboró en Heraldo de Aragón, desde cuyas páginas apoyó el Modernismo, así como en varias de las publicaciones más importantes de su tiempo, como los diarios El Imparcial y El Liberal, y las revistas Nuevo Mundo, La Ilustración Española y Americana, La Ilustración Nacional, Vida Nueva y Por Esos Mundos. Fue un muy eficiente secretario y director del Ateneo madrileño, fundó la revista de esta institución, Ateneo, en la que dio entrada frecuente a temas y escritores aragoneses y publicó numerosas colaboraciones. También creó el sello editorial Biblioteca Ateneo, en el que se publicaron títulos como Poema de otoño de Darío. En 1910, impulsó la creación de una nueva Academia de la Poesía Española que, aunque apoyada por las instituciones, tuvo, como su inspirador, corta vida.

Pese a lo breve de su trayectoria, fue, sin duda, uno de los animadores más inquietos de un periodo cultural enormemente rico. Hombre de posibles y reconocida probidad, emprendedor, con don de gentes y alta vocación literaria, alternó con los escritores, políticos y próceres más significados de su tiempo. Su firma estuvo presente en publicaciones allende el Atlántico y fue representante en España de la popularísima revista bonaerense Caras y Caretas. Mantuvo excelentes relaciones con Amado Nervo y Rubén Darío, al que ayudó y con quien se carteó con frecuencia. El genio de Metapa le dedicó el «Poema del otoño» de sus Cantos de vida y esperanza (1905) y lo elogió cumplidamente. Como contrapartida, Mariano Miguel de Val fue secretario de la legación de Nicaragua, cuya sede se ubicaba en su propia casa de la calle de Serrano.

Sus libros son de difícil consecución. A pesar del calificativo de Artículos que acompaña a los títulos de sus primeras obras, éstas son conjuntos de narraciones breves, de carácter costumbrista, tal vez aparecidas en publicaciones periódicas con anterioridad. Beatriz de Val Arruebo, bisnieta de este autor y que ha realizado una tesis sobre él, ha descubierto que sus primeros títulos los publicó muy joven,  con el seudónimo de Francisco Larrosa. Vital Aza firmó una carta-prólogo en verso en Trompetazos y Prosa barata, dedicado a su paisano Mariano de Cavia, contiene catorce cuentos de carácter costumbrista y no mala traza. Más significativa es su obra posterior. Calvo Carilla, que lo considera como uno de los más influyentes consolidadores del Modernismo en España y ha estudiado su obra, califica su primer poemario de «adolescente y confusamente heterogéneo» aunque encuentra en él «una moderna hipersensibilidad y una precoz artificiosidad lingüística». La Edad dorada, ya decididamente modernista, es un amplio y variado exponente de temas de la época, a los que fue muy permeable. Por su parte, Policromías tiene un tono satírico-humorístico más cercano a otra consistente moda del momento: la copla, sobre la que el autor escribió con agudeza. Eduardo de Ory incluyó a Val en su antología, Musa Nueva (1908) y García Mercadal, en Cuentistas aragoneses en prosa (1910). También, es uno de los líricos aragoneses antologados por la colección Los Poetas en 1928. Es posible, sin embargo, que sus mayores aciertos se encuentren en sus críticas y ensayos literarios. Al morir, a consecuencia de un cáncer, dejó inéditos una novela, obras de teatro en colaboración con Pamplona Escudero y una colección de poemas.
                                                                              OBRAS

Borrones. Artículos (relatos, con el seudónimo de Francisco Larrosa), Zaragoza, Ramón Miedes, 1892.

Trompetazos. Artículos (relatos con el seudónimo de Francisco Larrosa), Zaragoza, Ramón Miedes, 1893.

Prosa barata. Cuentos de mi cosecha (con el seudónimo de Francisco Larrosa), Zaragoza, Ramón Miedes, 1893.

La docena del fraile. Artículos, cuentos y ripios (con el seudónimo de Francisco Larrosa), Zaragoza, Ramón Miedes, 1896.

Ensayos (poesía), Oñate (Guipúzcoa), Impr. de M. Raldúa, 1896.

La Edad Dorada (poesía), Madrid, Imp. de Bernardo Rodríguez, 1905.

Las dos luces (diálogo en verso), Madrid, Imp. de Bernardo Rodríguez, 1905.

La poesía del Quijote (discurso), Madrid, Imp. de Bernardo Rodríguez, 1905.

Los novelistas en el teatro (tentativas dramáticas de Doña Emilio Pardo Bazán), Madrid, Imp. de Bernardo Rodríguez, 1906.

Alfredo Vicenti, poeta (semblanza), Madrid, Ateneo, 1907.

Policromías (versos festivos, escenas, cuentos, letrillas satíricas; con el seudónimo de Policronio), Madrid, Imp. de Bernardo Rodríguez, 1907.

Teatro de Martín de Samos (incluye las adaptaciones de la obra de Espronceda El burlador de Salamanca y de la ópera El barbero de Sevilla) -con Adolfo Bonilla-, Madrid, Imp. de Bernardo Rodríguez, 1908.

De lo bueno y de lo malo (críticas), Madrid, Imp. de Bernardo Rodríguez, 1909.
                                                   

                                                                        BIBLIOGRAFÍA

-ACÍN, José Luis y José Luis MELERO (eds.), Cuentos aragoneses, Palma de Mallorca, Olañeta, 1996, pp. 133-136.

-ÁLVAREZ, Dictino, Cartas de Rubén Darío. Epistolario inédito del poeta con sus amigos españoles, Madrid, Taurus, 1963.

-ARA TORRALBA, Juan Carlos, Arturo Zancada y Conchillos. La Ilustración Militar y La Ilustración Nacional, Huesca, IEA, 2007, p. 120.

-AZA, Vital, «Carta-Prólogo» a Trompetazos, Zaragoza, Ramón Miedes, 1893.

-BONILLA Y SAN MARTÍN, Adolfo, «Mariano Miguel de Val», Ateneo tomo XIV, nº 2, agosto 1912.

-CALVO CARILLA, José Luis, El modernismo literario en Aragón, Zaragoza, IFC, 1989, pp. 135-139.

-, «La poesía modernista en Aragón», El desierto sacudido. Actas del curso Poesía Aragonesa Contemporánea, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 1998, pp. 27-29.

-, Escritores aragoneses de los siglos XIX y XX, Zaragoza, REA, 2001, p. 160-161.

-CEJADOR Y FRAUCA, Julio, Historia de la lengua y la literatura castellanas, tomo XII, Madrid, Gredos, 1972, p. 170.

-DARÍO, Rubén, Todo al vuelo, Madrid, Renacimiento, 1912.

-DURÁN, José Antonio (ed.), Alfredo Vicenti, «el maestro» del periodismo español (Santiago, 1850-Madrid, 1916), Madrid, Asociación de la Prensa, 2001.

-LÓPEZ DE ZUAZO ALGAR, Antonio, Catálogo de periodistas españoles del siglo XX, Madrid, Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, 1981, p. 626.

-OLIVER BELMÁS, Antonio, Este otro Rubén Darío, Madrid, Taurus, 1963.

-PALAU Y DULCET, Antonio, Manual del librero hispanoamericano, tomo XXIV, Barcelona, Lib. Palau, 1972, p. 459.

-SÁINZ DE ROBLES, Federico Carlos, Ensayo de un diccionario de la literatura, vol. II, Madrid, Aguilar, 1964-1967, p. 1232.

-SEGURA DE LA GARMILLA, Ramón, Poetas españoles del siglo XX, Madrid, Lib. Fernando Fe, 1922, pp. 353-355.

-SIN AUTOR, Voz: «Val y Samos, Mariano Miguel de», Enciclopedia Universal Ilustrada Espasa, tomo LXVI, Barcelona, Espasa Calpe, 1928, pp. 433-434.

-VAL ARRUEBO, Beatriz de, «La Academia de la Poesía Española, un capítulo olvidado», Abel Martín. Revista de Estudios sobre Antonio Machado, marzo 2009.

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Mariano Miguel de Val, junto a Pérez Galdós y un joven

Publicado en  Criaturas saturnianas nº 2, 1er.semestre 2005, pp. 107-125.

Incluyo la bibliografía publicada en mi Diccionario de Autores Aragoneses Contemporáneos (1885-2005), Zaragoza, DPZ, 2010, por ser algo más completa que la que acompañaba al artículo en cuestión.

Algunas de las fotografías que acompañan este trabajo, extraídas de distintas publicaciones de la época, son casi desconocidas. Cavia fue hombre descuidado, que rara vez aceptó retratarse e incluso sus contemporáneos se quejaban de que siempre mandaba la misma fotografía de treintañero, con los impertinentes, el ricillo repeinado sobre la frente y el clavel en la solapa.

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  Fue, probablemente, el periodista más famoso de su tiempo y, contra lo habitual en el gremio, la fama le sobrevivió varios lustros. En los años cincuenta todavía era uno de los ejemplos más citados de aragonés eximio y en esa década se publicaron los trabajos más extensos sobre su obra y vida, entre ellos el libro de Castán Palomar, Cavia, el polígrafo castizo, que aún se ve por ahí, aunque vaya a cumplir el medio siglo, y el estudio previo que puso Pardo Canalís a su antología, que todavía resulta el más documentado entre lo poco con sustancia que sobre la persona y obra del publicista zaragozano puede consultarse. Es posible que Cavia, casi tan fecundo como ellos, forme con González Ruano y Umbral la tríada de los tres periodistas más populares, más leídos del siglo XX. Pero ¿quién que no sea rata de biblioteca o taurino sedicente es capaz de citar un título de Cavia? ¿Quién ha leído uno solo de sus artículos? En Zaragoza, ciudad a la que amó sin paliativos, tuvo hasta hace poco calle y aún no le han quitado la placa que conmemora su lugar de nacimiento en la calle de Manifestación, esquina con la plaza del Justicia, ni el busto esculpido por José Bueno en el centro de la ciudad y que, a decir de Blasco Ijazo, fue el primero que se erigió en Zaragoza. Tiene incluso una asociación de amigos, como él, tirando a perdularios, que le homenajean anualmente y acaban de publicar uno de sus títulos menos vistos. Uno de los más codiciados premios nacionales de periodismo lleva su nombre. Sería demasiado pedir que también tuviera lectores.

 Fue la generación conservadora que monopolizó la cultura, o lo que fuese, tras la guerra civil, compuesta por los que conservadores siempre fueron y  aquellos que hubieron de readaptarse en vista de las circunstancias, la que llevó el apunte de Cavia: los Lacadena, Castán Palomar, Altabella, Del Arco, Pardo Canalís, Horno Liria y compañía ensalzaron al periodista y escribieron sobre él páginas numerosas. Otro fue el Cavia de su tiempo, en el que llevó fama de escritor festivo pero fino y dio lugar a panegíricos tan rimbombantes como el de Adolfo Bonilla Sanmartín, que no era nada tonto y tenía una profusa veta cáustica como puede comprobar quien lea su desmesurado ataque a Cotarelo en Sepan cuantos… Dice del aragonés “por su galano estilo y por ser maestro en el bien decir, ocupa lugar preeminente, después de Fígaro, en el periodismo español”. Y, finalmente, otro Cavia es el de hoy en el que, si se le atisba, se le contempla como algo similar a un costumbrista. Leer hoy a don Mariano puede ser ameno pero suele devenir inane. No le falta agilidad, variedad, cultura, y hasta puede tener gracia, pero raras veces el pensamiento sobrepasa el listón de lo mediano. Su tan ponderado estilo es, efectivamente, suelto, clásico, personal y, a menudo, ocurrente, pero carente de magia. Capaz de escribir artículos magistrales en su precisión o emoción contenida y capaz también de insulsas ramplonerías. En una época en la que no faltaban plumíferos de alguna talla es posible que el lugar que ocupó Cavia pueda sorprender.

Este soneto acróstico, a pesar de su nada brillante factura, puede ilustrar sobre cómo veían los contemporáneos sus luces y sombras

                                   Más bien feo que guapo, algo vulgar,

                                   Aficionado a los toros, bonachón,

                                   Raro de genio, a veces muy zumbón.

                                    Intransigente en cuanto al bien hablar.

                                    Al juzgar los estrenos, prodigar

                                    No suele los elogios con razón,

                                    Obedeciendo así a su condición,

                                    De que es poco lo digno de alabar

                                    Escribe con estilo y fluidez

                                    Captándose enemigos cada vez,

                                    Aunque no sea cosa que asombre…

                                    Vive ajeno a cenáculos y gafes,

                                     Irrítale lo malo, y sin ambages,

                                     A las cosas llama por su nombre.

 Don Mariano respondió a la descripción con una octavilla al desgaire, descubriendo al autor, que tampoco mejoraba mucho el grado poético de lo anterior.

                                     A mis manos ha llegado

                                     Recién publicado un verso

                                     No malo, algo más, perverso,  

                                     Y en él me vi retratado,

                                     Como me elogia, el rubor 

                                     Háceme ser generoso…

                                     En acróstico ripioso

                                     Saludo al ignoto autor. 

 Su vis satírica parece que le propiciaba mejores frutos cuando daba salida a su veta de improvisador, un punto agresivo. Así, cuando pasado de copas, como era habitual, le fueron a presentar al periodista Luis Zozaya.

                                      ¿Conque éste es don Luis Zozaya,

                                       el de los ojos saltones?

                                       ¡Que me toque los cojones

                                       y se vaya.!

 Tampoco faltaron otros contemporáneos que expresaran sus reservas sobre Cavia. Bonafoux y Valle-Inclán lo sometieron a su sátira, el primero, aún reconociéndole méritos, cuestión en la que no era muy generoso el llamado “víbora de Asnières”, el segundo, con alguna sorna. El argentino Soiza Reilly llegó para aducir que las obras del famoso periodista eran inferiores a su talento y el gran Alfonso Reyes le dedicó también un artículo tan agudo como desvalorizador. Por su parte, si Isidoro Fernández Flórez “Fernanflor” le llamaba “perla de El Liberal”, José Castro Serrano elevaba el alza hasta titularle “perla exquisita de la prensa española”. Sin embargo, en una fecha tan relativamente cercana a su muerte como 1948, Emilio Carrère podía escribir: “Hoy apenas se recuerda a Cavia sino como una sombra de una bohemia disparatada, dipsomaníaca, perorativa de café en taberna”.

Mariano de Cavia y Lac (25-IX-1855) fue un rebelde a medias. Hijo de un notario, hizo como si estudiaba para no disgustar a su padre. Pasó por los jesuitas de Carrión de los Condes –el colegio tenía ganadería propia ¡y daba becerradas a los alumnos!-, estudió, sin terminar, Leyes e hizo sus primeras armas periodísticas en el Diario de Zaragoza. Pronto lo llamó Calixto Ariño al Diario de Avisos, llamado “el diarico” por su tamaño, y hasta se atrevió a fundar con sus amigos Jerónimo Vicén y Antón Pitaco un periódico satírico, El Chin-Chín, que llegó a los seis números y alcanzó alguna fama en la ciudad. Muerto su padre, Cavia vio el cielo abierto para huir de una Zaragoza que no toleraba nada bien sus invectivas y sátiras. Con una carta de Gil Berges para el director de El Globo, en 1880 llegó a Madrid pero las circunstancias lo llevaron a entrar en El Liberal, dirigido entonces por el también aragonés Miguel Araus. Entre junio y noviembre de 1881 residió en Tarragona, requerido para dirigir un llamado Diario Democrático, pero pronto volvió al Madrid del sainete donde sus crónicas empezaron a ser populares. Más famosas que el escritor que, tímido, retraído y orgulloso, empezó a darle al trago sin moderación y a despellejar contemporáneos con sus ilustres tertulianos del Bilis Club, en un tiempo en que la gente se reunía con el solo y hasta plausible objeto de pasar el rato.

                                                                      A los nueve años

Algo tendrá el agua cuando la bendicen porque muy pronto Cavia logró puesto preeminente en el escalafón –“el primero de cuantos hemos escrito en la prensa”, dijo Ortega Munilla- tanto por su cultura e ingenio, como por su estilo y personalidad. En El Liberal, donde permaneció casi tres  lustros, hizo populares los diversos epígrafes bajo los que firmó, se lo disputaron los diarios más importantes y, tras una temporada en el Heraldo de Madrid, pasó a El Imparcial, que fue el periódico donde transcurrió la mayor parte de su vida como cronista. Admirativamente se decía que su estipendio ascendía a una peseta por palabra.

Una de las razones de la popularidad de don Mariano fue su labor como crítico taurino que ya había ejercido en el periódico zaragozano en que se inició. Quien cumplía esta función en El Liberal, un tal Don Éxito, firma que correspondía a Eduardo de la Loma, fue nombrado gobernador civil de Cádiz -¡Ay, España, España!- y la vacante fue solicitada por Cavia. Y ahí quedó, con su sobrenombre de Sobaquillo, como una de las cumbres del género, según cuentan los taurinos. A tres libros dio lugar esta afición. El primero, División de plaza. Las fiestas de toros defendidas por Mariano de Cavia (1887),  era un contraataque a Las fiestas de toros impugnadas por José Navarrete. Hoy el volumen es bastante buscado. Otros dos, De pitón a pitón (1891) y Notas de Sobaquillo (1923), reunieron posteriormente varias de sus crónicas taurinas.

El otro seudónimo con que firmó, «Un chico del Instituto», lo utilizaba en sus artículos de opiniones lingüísticas en las que sensatez y jactancia se juntaban con cierta superficialidad, seguramente agradecida por los lectores de la época. Aún hoy se cita en alguna ocasión su apuesta por el neologismo “balompié”, que perdió el partido. Muchos de estos artículos entre censorios y catonescos, un poco antecedentes de los de su paisano Lázaro Carreter, los recogió en Limpia y fija. Hoy se leen con gusto y merecerían una reedición. Otros artículos célebres fueron “Post tenebras spero lucem” (2-XII-1903) en el que pedía una cumplida celebración del centenario del Quijote o “La catástrofe de anoche” (25-XI-1891), en el que daba cuenta de un incendio que había arrasado el Museo del Prado y que dio lugar a que los madrileños, en una época en que no había medios de comunicación inmediata, acudieran en tropel a contemplar el desastre y a que se tomasen medidas precautorias para alejar esa posibilidad.

Hombre de ideas avanzadas, Cavia no siempre se había distinguido por su comprensión de lo social, sin embargo, a las alturas de 1917, fue fichado por el naciente periódico El Sol, como cronista de prestigio. Lo que sucedió realmente es que varios redactores se desplazaron con su director, Félix Lorenzo, de un diario a otro. El Imparcial ya no se recuperaría de ese golpe. El primer artículo de Cavia en el número inaugural (1-XII-1917) fue verdaderamente modélico y parecía un programa del propósito modernizador y europeísta que propugnaba el que llegó a ser mejor diario español de su tiempo. Poco antes, el 24 de febrero de 1916, Cavia había sido elegido académico aunque no llegara a tomar posesión del sillón A, en el que, precisamente, le sucedió su viejo admirador, el erudito Adolfo Bonilla y Sanmartín.

 A pesar de ser costumbre tan compartida por los plumíferos de su tiempo, y aun por los de otros, Cavia fue tenido por borracho inveterado y circularon numerosas anécdotas sobre el asunto. Así, con escasa piedad, lo retrata Cansinos Asséns en el primer tomo de sus memorias:

“…está sentado otro hombre, ya viejo, con un gran bigote escarolado, lentes y un clavel ya marchito en el ojal de la solapa, que de cuando en cuando murmura frases inconexas, intermitentes, como un papagayo. Mariano de Cavia, el popular cronista de El Imparcial (…) A su lado, de pie, tiénese, solícito como un escudero, un hombrecillo gris de fachada apicarada. Es Rodríguez, el criado del escritor, el hombre que lo acompaña a todas partes, lo sostiene cuando sale tambaleándose de las tabernas, le va a por cigarrillos y se los pone ya encendidos en la boca, y que, en fin, lo defiende cuando algún bebedor de mal genio, ignorante de habérselas con un gran hombre, alza la mano en réplica de algún insulto del agresivo cronista: -¿Qué va usted a hacer, hombre? ¿No sabe usted que es Mariano de Cavia?

El escritor tiene una borrachera procaz, peligrosa, y más de una vez lo habrían descalabrado a no ser por ese Rodríguez. Éste es el ama de llaves, el perro y la única familia del cronista solterón. Lo cuida como a un niño en la invalidez momentánea en que alcohol lo deja, le recoge del suelo el bastón que se le cae y hasta le suena los mocos y le limpia la baba…”

                                                              Cavia con su criado, García

Cansinos continúa rememorando las torpezas y chapucerías del cronista, auxiliado por su rodrigón, en la cervecería de la calle Hileras donde solía coincidir con otros dos grandes aficionados al trago: Rubén Darío y Manuel Machado. El famoso criado de Cavia, cuya desconocida imagen podemos ahora contemplar junto a él, no se llamaba Rodríguez sino García y había sido paje del pretendiente don Carlos durante su estancia en las provincias del norte. Nótese cuán fácilmente puede soportar características y necesidades de dueños tan disímiles quien tiene el espíritu avezado a servir. Pero, al parecer, hubo dos: un García I y otro García II, que sucedió a aquel. Este último se llamaba muy propiamente Manso y le sirvió con fidelidad y cariño hasta su muerte. Esta connivencia y algún otro rasgo de su conducta propiciaron que en los corrillos se hablase en voz baja de la presunta homosexualidad del periodista, rasgo al que también aluden Cansinos y Baroja en sus respectivas memorias. Realmente, sólo se le conocieron relaciones en su época zaragozana con Pilar Alvira y fueron frustradas por la oposición familiar. Horno Liria aduce que los dos se prometieron soltería y lo cumplieron.

Otros han contado como, además de la cerveza, eran las bebidas blancas, en sus formas de aguardiente, chinchón, cazalla, anís y demás variedades, sus nepentes preferidos. Parece que en el vaso grande, que se solía servir con agua para acompañar el aguardiente, a él le ponían la bebida y era la copa la que contenía el agua. Además de la cervecería de la calle Hileras, otros muchos locales acogían su hablar carraspeante: el café Castilla, Platerías, el Levante de la Puerta del Sol, el Colonial, el inevitable Fornos o la tan literaria taberna de la Concha, el garito perdulario de la calle de Arlabán. Difícil obviar esta condición  filoalcohólica de don Mariano porque la reflejó Valle-Inclán en Luces de bohemia, quizá la obra cumbre de la literatura española del pasado siglo, publicada muy pocos meses después de la muerte del periodista: “¡Ni que se llamase este curda Don Mariano de Cavia! ¡Ese si que es cabeza! ¡Y cuanto más curda, mejor lo saca!”, dice un guardia en la escena cuarta ante las protestas de los cofrades, cuando don Max es conducido a la “Delega”. También Baroja lo saca a relucir en algún apartado de sus memorias (Vitrina pintoresca) y Felipe Sassone en las suyas (La rueda de mi fortuna), donde asegura como, con mucho aguardiente dentro, “dando cabezadas, sacó unas cuartillas del bolsillo, pidió pluma y tinta, y redactó currente calamo, una de sus primorosas crónicas para El Imparcial”.

 Probablemente esta propensión precipitó su muerte, acaecida el 14 de julio de 1920. Arrastraba serios problemas de salud desde 1915, año en el que había sufrido una trepanación, y sus delirios iban en aumento. Sus últimos meses fueron patéticos: tras una temporada en el balneario de Alhama, los médicos, impotentes, recomendaron su traslado al madrileño sanatorio para dementes del doctor León, en la plaza que hoy lleva el nombre del periodista, ya que nada podían hacer para mejorar su situación. Apenas aguantó un día más y murió en la compañía de su criado. Dejaba dos hermanas con las que no se veía, una cuenta corriente con 26.000 pesetas y una vivienda en el tercer piso del número 18 de la Carrera de San Jerónimo, que había puesto a sus libros y a su criado, ya que él prefería vivir en el Hotel Términus de la misma vía madrileña. La cantidad, que no llegaría a los 60.000 euros al cambio actual, pareció desmesurada a muchos que se felicitaron de que, por fin en España, un escritor pudiera vivir de su trabajo. Zaragoza reclamó su cuerpo y en Torrero se encuentra su tumba, que, como es propio del país, no suele congregar admiradores ni curiosos.

Cavia en su lecho de muerte-Apuntes de Juan José Gárate005

                                Cavia en su lecho de muerte. Apuntes de Juan José Gárate

Como asegura García Mercadal, don Mariano no quiso ser otra cosa que periodista y pocas veces ha estado tan justificado el remoquete de maestro que tan frecuentemente se le asociaba. Cavia no tuvo otras aspiraciones, fue reacio a homenajes y honores, de los que como buen aragonés desconfiaba y que muchas veces rechazó con cortesía. Como se ha dicho, ni siquiera llegó a tomar posesión de su sillón académico. Aunque, sin duda, el mejor de los homenajes a que podía aspirar se lo ofreció un compinche de brumas alcohólicas llamado Rubén, al dedicarle el segundo de los dos intensísimos “Nocturnos” del que fue su mejor libro, Cantos de vida y esperanza. Hombre retraído y agresivo, inteligente y temeroso, justiciero y arbitrario, ocultó sus amarguras y se llevó a la tumba sus secretos.

Cavia, al contrario que los citados González Ruano y Umbral, no escribió libros sino que se limitó a reunir sus artículos y ponerles muchas veces el mismo título de su sección del periódico, cosa que, por cierto, no hicieron sus citados colegas. Incluso, su único libro de creación, Cuentos en guerrilla, reunió también textos publicados en El Liberal. No se animó tampoco a juntar sus poesías, que dejó diseminadas por muchas publicaciones. Regeneracionista pero taurino, hombre de inmensa curiosidad y, sin embargo, poco adicto a profundizaciones, artífice de una lengua purista y precisa pero poco ambicioso en su tratamiento, hombre de café pero tirando a huraño, irreligioso pero pilarista, Cavia fue una contradicción viva, una inteligencia a la que tocó lidiar con un tiempo y un país, que él nos ayudó a entender mejor pero que resultaba demasiado toro para lidiar, para que él mismo lo llegara a entender del todo.

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 -Revista cómica de la Exposición de Pinturas de 1887, Madrid, F. Baena, 1887.

-Azotes y galeras, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1891.

De pitón a pitón, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1891./Zaragoza, Asociación Cultural Mariano de Cavia, 2004.

Salpicón, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1892.

Cuentos en guerrilla, Barcelona, Antonio López-Col. Diamante nº  54, s. f. (1897).

Grageas, Madrid, Imprenta de Antonio Marzo, 1901.

Limpia y fija, Madrid, Renacimiento, 1922.

Chácharas, Madrid, Renacimiento, 1922.

Necrologías, Madrid, Renacimiento, 1922.

-Despachos del otro mundo, Madrid, Renacimiento, 1922.

Notas de Sobaquillo, Madrid, Renacimiento, s. f. (1923).

Antología, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1959/1981. Estudio preliminar, notas y selección de Enrique Pardo Canalís.

 –Presencias de un zaragozano ausente (Edición y Prólogo de José García Mercadal), Zaragoza, Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, 1969.

 –Artículos, Madrid, Libra, 1971.

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                                                  Caricatura del escritor por Ángel Pons