Ermelinda Spinelli (Linda Thelma en su vida artística), hija, al parecer de emigrantes calabreses, fue parida en Buenos Aires en 1884, aunque según su acta de defunción habría nacido en 1890. Otros, como Gobello, indican que nació en el 80 o, quizá, antes. Hasta encontrar el acta de nacimiento y aun así, nunca se está seguro de la fecha de venida al mundo de las artistas y menos en estas lejanas fechas. Se inició como actriz, dama joven, en la Compañía de Jerónimo Podestá, al despuntar el siglo. Trabajó luego con Guillermo Battaglia en el Nacional Nort (1906) y también con Atilio Supparo, Muiño y Alippi. En 1908 grabó catorce discos para las casas Era, Odeón y Phono Art. Alternaba entremeses criollos, tonadillas y tangos, a veces acompañada por Villoldo. De hecho, junto a Pepita Avellaneda y Flora Gobbi, fueron las primeras mujeres que grabaron discos de tangos. Hasta 1922-1923 no volvería a grabar, en este caso, para la discográfica Victor.También fue, junto a Pepita Avellaneda, una de las primeras que se vistieron de hombre para interpretar en el escenario letras concebidas para ser cantadas por varones.
En 1910 integró el prestigioso elenco preparado por José Podestá para el Teatro Apolo con motivo de las fiestas del Centenario.Hacia 1912 viaja a España. Cantó en Barcelona y Madrid, para los fines de fiesta de la Compañía de Enrique Chicote y Loreto Prado. Pero sabemos poco acerca de este viaje y es que, pese al interés por ella de maestro José Gobello,[1] subsisten todavía muchas oscuridades en la trayectoria artística y vital de Linda Thelma. Es muy posible que en la última bibliografía tanguera -siempre tan profusa- haya publicaciones que iluminen alguna de estas zonas de sombra, pero en aquella de la que yo dispongo referida a la mítica cancionista[2] no figura ninguna noticia respecto a su estancia en España durante sus visitas en 1926, por lo que me animo alguna referencia sobre sus actividades en dicha fecha.
Antes, Madame Rasimi la había contratado para actuar en París (Olimpia y Moulin Rouge) dentro de la Revue de printemps. Allí permanece hasta su encuentro con Francisco Canaro, que la contrata como vocalista para actuar en el Club Mirador de la 7ª Avenida de Nueva York. Una ciática le impidió actuar.
En Madrid intervino en elapropósito cómico-lírico-bailable, Palos-Buenos Aires[3], estrenado en el teatro Romea el 5 de abril de 1926. Es sabido el tremendo impacto que el transoceánico viaje de Ramón Franco, Durán, Ruiz de Alda y Rada suscitó a ambos lados del Atlántico y buena prueba de ello es cómo el tango recogió la hazaña. Desde la muy conocida interpretación gardeliana de El vuelo del águila -y, desde luego, una de las que menos gloria aporta a quien la gloria representa- hasta otros como, Comandante Franco de Pedro Numa Córdoba y Francisco Canaro, Franco-Solo de Carlos Marambio Catán y Francisco de Caro, El chacal (¡Gallego lindo!) de F. Domínguez y J. Polidano y ¡Franco! de Emilio Fresedo y Hermes Perissini, por citar algunos de cuya partitura dispongo.
Fuera como fuese, si el 10 de Febrero el Plus Ultra se había posado sobre las aguas del Río de la Plata, en pocos días José Silva Aramburu[4], más que prolífico autor de piececillas teatrales[5], pergeñó el citado «apropósito» sin gastar, por supuesto, una sola neurona de más. La música era de los maestros José María Muñoz y Miranda, que tampoco han pasado a la historia.
La obra es más deleznable que prescindible, no obstante lo cual alcanzó 112 representaciones consecutivas[6], cifra enorme, y más en una época en que, dada la demanda del público, los carteles cambiaban con gran celeridad. El éxito hay que atribuirlo, seguramente, a sus cantables y aquí es donde entraría Linda Thelma, ya que el libreto, tras dar la relación del reparto en el que los actores cantantes más conocidos son Conchita Constanzo, Lepe y Luis Heredia, finaliza con esta nota: «La gran artista argentina LINDA THELMA tomó parte en este apropósito interpretando con gran éxito típicas canciones de su país». Machicha, fado y pericón -este último como colofón de la obra y bailado por todas las figuras que se encontraban en escena- son los géneros que se cantan en la pieza, pero es muy probable que Linda Thelma interviniese en el fin de fiesta interpretando, además de canciones folklóricas criollas, tangos, que ya en esta fecha estaban en el culmen de su aceptación popular en la península.
No sabemos si Ermelinda intervino en las ciento doce representaciones, pero lo más probable es que lo hiciese tan sólo en las primeras, pero la escasa duración de la obrilla -alrededor de una hora- hizo posible el combinar esta actuación con otras en el Teatro Cómico, que seguía siendo la sede de la
Compañía de sus viejos conocidos Loreto Prado y Enrique Chicote. Allí intervino con canciones criollas del 16 al 26 de abril. Sabemos que después actuó en París y, tal vez, también en alguna gira por provincias, Portugal u otros países europeos pero el 14 de mayo de 1927 la encontramos en El Teatro Victoria de Barcelona, donde canta en la función de tarde y también interviniendo en la exitosa revista El sobre verde junto a la vedette mejicana Eva Stachino, a la que todavía hoy podemos ver, pues actuó en la película Frivolinas (1926), de la que se conservan algunos fragmentos.
En 1927 anduvo por Nueva York junto a Francisco Canaro y dos años más tarde se radicó en el Perú, donde vivió una relación íntima con el presidente Augusto Bernardino Leguía, que la llenó de lujo. Derrocado por Sánchez Cerro, Linda volvió a Buenos Aires donde su estrella palideció ante la indiferencia del público. Hugo Lamas registró su última actuación en el Teatro Cómico en agosto de 1934.
Tras dos años de internamiento en el hospital Rawson, donde ingresó el 21 de julio de 1937 con una grave erisipela, moriría en Buenos Aires el 23 de julio de 1939, a causa de una polineuritis. Todavía faltaba una sorpresa. El diario Crítica publicó que en el casi solitario sepelio asistieron sus dos hijos, «que están en la mayor indigencia». Sus nombres: Eduardo F. Silvano y Cecilia Silvano. No se conoce cuando pudo concebirlos ni aparecen en las peripecias conocidas de su biografía. Por su parte, otro diario, La Prensa, la decía nacida en Uruguay y aclimatada en la Argentina. Quizá sea demasiado tarde para abrir este cofre de los misterios, por otro lado tan habituales en el mundo de la farándula.
Carátula del tango que le dedicó Vicente Greco
N O T A S
[1] José Gobello, Mujeres y hombres que hicieron el tango, Buenos Aires, 1998, p. 19.
[2]-Ferrer, Horacio A., El libro del tango. Historias e imágenes. Tomo II, Buenos Aires, Ediciones Ossorio-Vargas, 1970.-García Jiménez, Francisco, Estampas de tango, Buenos Aires, Rodolfo Alonso, 1968, pp. 46-48.
[3] J. Silva Aramburu, Palos-Buenos Aires, Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1926, 16 pags.[4] Madrileño nacido en 1896 y muerto en 1960. Su primera obra, La fiesta de la alegría se estrenó en el Teatro Martín en 1918, la más famosa, aunque escrita en colaboración, La leyenda del beso, data de 1924. Fue también abogado y concejal del ayuntamiento de la capital.
[5] Luis Iglesias Souza recoge en su monumental obra más de setenta estrenos de este autor sólo de obras con partes cantadas: Teatro lírico español, Tomo IV, Libretistas y compositores, Diputación de La Coruña, 1996, p. 419.
[6] V. Dru Dougherty y María Francisca Vilches de Frutos, La escena madrileña entre 1918 y 1926.Análisis y documentación, Madrid, Fundamentos, 1990, p. 382.
BIBLIOGRAFÍA
-GOBELLO, José, Mujeres y hombres que hicieron el tango, Buenos Aires, 1998, p. 19.
-, «Linda, Marina y yo. A propósito de una biografía, Tango Reporter nº 126, noviembre 2006, p. 381.
GONZÁLEZ, Marina, Linda Thelma del cuplé al tango, Buenos Aires, Marcelo Héctor Oliveri, 2006.
-PUCCIA, Enrique H. Intimidades de Buenos Aires, Buenos Aires, Corregidor, 1990.
-SANTOS, Estela dos, La historia del tango, Vol. 13, Buenos Aires, Corregidor, 1078, pp. 2231-2233.
-SELLES, Roberto, «Los cantores pregardelianos» en La historia del tango, Vol. 10, Buenos Aires, Corregidor, 1978, pp. 1667-1668.
-SOSA CORDERO, Osvaldo, Historia de las varietés en Buenos Aires1920-1925, Buenos Aires, Corregidor, 1978, pp. 290-291.
Algunos datos de este artículo proceden de mi Comunicación Académica nº 1475 que, con el título «Otra estancia de Linda Thelma en España», se presentó en la Academia Porteña del Lunfardo de Buenos Aires el 1 de Abril de 1999.
(Publicado en Clarín nº 147, junio 2020, pp. 25-29)
Ruano entre dos amigos, Emilio Mesejo y Ezequiel Endériz
Leo en La mañana, un periódico turolense con fecha 3-3-1931, cuarenta y dos días antes de proclamarse la II República:
INCIDENTE ENTRE PERIODISTAS: “Un periódico de la noche da cuenta de que en un café de la Puerta del Sol se golpearon el redactor de La Tierra, Ezequiel Endériz, y el de «Heraldo», señor González Ruano. Este último rodó por el suelo y resultó con múltiples golpes en diversas partes del cuerpo, que, a patadas y bofetadas le propinó su contrario. El motivo parece ser un artículo de González Ruano publicado en su periódico, con ocasión de la muerte del actor Emilio Mesejo, artículo que mereció la repulsa de gran parte del público, y que comentó en este sentido, en La Tierra, su redactor Ezequiel Endériz”.
El café debía de ser el de Puerto Rico, situado en el nº 3 de la Puerta del Sol , frecuente lugar de arribada tanto de actores como de Ezequiel Endériz, el agresor que, ya avanzada la Guerra Civil, dedicó al establecimiento un interesante artículo en el periódico valenciano Umbral. Entre otras cosas, allí se preparó el atentado que en 1921 segó la vida del presidente del Gobierno, Eduardo Dato. No hubo denuncia ni consecuencias ulteriores por la citada agresión de periodista a periodista. Ruano que, obviamente, tenía una buena parte de masoquista, no sólo dio de lado el asunto sino que en sus memorias escribe acerca de Endériz, al que encontró en el París ocupado:
“…navarro de vida agresiva y valiente, bastante desgarrada, había sido en España enemigo mío, pero nos entendimos bien desde el primer momento y hoy es una de las personas a quienes recuerdo, de aquella vida de París, con cariño fraternal (…) En la nostalgia honda e insobornable de la tierra española le ganaba[1], sin embargo, Endériz, y esto era una de las cosas que más me unía a este revuelto tudelano que, entre otras cosas, versificaba en los cafés y en tascas de París sus melancolías españolas de viejo condotiero de la Puerta del Sol. Como navarro, al fin y al cabo, en cuanto bebía se ponía triste y cantaba con un vozarrón macho y altivo”.
Bien debía de conocer César las peripecias biográficas de su antiguo vapuleador porque esta semblanza retrata bastante aceptablemente al tudelano, hombre polifacético que, incluso tuvo un protagonismo indiscutible en la jota navarra, pues suyas son las letras –o, al menos, él las adaptó del acervo popular- que cantó y grabó en los años treinta Raimundo Lanas, el mayor de los creadores de la jota navarra, antes de su temprana muerte el último día de 1939.
No olvidemos, sin embargo, a quien, inculpablemente, propició el episodio del descalabramiento de Ruano. Emilio Mesejo (Alcalá la Real, 1864-Burgos, 1931) es uno de los más populares actores del teatro español en su etapa más vigorosa. Fue su padre, José, quien lo empujó de niño a las tablas y, desde entonces, protagonizó innumerables obras del género chico que, a fines del siglo XIX, exportó a la Argentina, donde durante una larga temporada fue uno de los actores españoles más conocidos. Al regresar, y en lento retroceso su género, se pasó a la comedia, primero con la compañía de María Guerrero y después con la de Enrique Borrás. Además de sus innegables valores actorales, Emilio Mesejo era consumado bebedor, lo que no era nada infrecuente entre la familia escénica. Recuérdese el caso del popular actor cómico, Julio Ruiz, que hasta se reía de sí mismo, escribiendo piezas en las que se despelotaba de sus propias conductas y especial afición al morapio[2].
González Ruano, con el antetítulo “Lo patético y lo bufo”, había escrito la necrológica de Mesejo en Heraldo de Madrid[3], el 23 de febrero de 1931, un día después del fallecimiento del comediante. Fue una embolia que lo arrebató del mundo en la pensión burgalesa donde se hospedaba. El artículo, excelente como tantos de Ruano, destila simpatía por el actor, conocido del periodista, quien le debía de haber prestado ayuda económica en alguna ocasión, pero no oculta el alcoholismo ni la condición bufa y, a menudo, mísera de Mesejo en esa época, lo que debió de encorajinar a sus compañeros de profesión y amigos. Endériz no se contentó con denunciarlo en su periódico, el muy extremista diario La Tierra, sino que aplicó su “justicia” en directo y a la vista del público para que la humillación fuese más honda.
Ezequiel Endériz
Nacido en Tudela (1889) y fallecido en el exilio parisino (1951) fue hombre asaz contradictorio, aunque no en sus ideas que anduvieron siempre en los frentes más reivindicativos. Tropecé por primera vez con su nombre al realizar la biografía de Raquel Meller porque escribió varias canciones para ella y fue muy amigo y parece que confidente suyo, quizá por la relación que unió a Ezequiel con Enrique Gómez Carrillo, primer marido de la artista, a raíz del encuentro de ambos en el París de 1910. Raquel y Ezequiel, aunque abandonaron pronto sus lugares de origen, eran medio vecinos (Tarazona y Tudela sólo distan 23 kilómetros) y sólo se llevaban un año. Coincidieron, además, en Barcelona, donde Raquel llegó antes, y ella ya andaba por los escenarios cuando lo hizo Ezequiel hacia 1907. Como la visceral rebeldía del navarro invitaba a pensar, sus veinte años lo llevaron a inmiscuirse de hoz y coz en los sucesos violentos de la Semana Trágica. Un capitán lo identificó, fue encarcelado y, al poco tiempo, liberado, parece que a consecuencia de un error del juez correspondiente. Temiendo la revisión, marchó a París, donde se relacionó con Gómez Carrillo y otros exiliados. El 26 de septiembre de 1910 en el cuartel Roger de Lauria de Barcelona se vio el Consejo de Guerra por injurias al ejército. Le cayeron seis meses pero su caso entró en el indulto de final de año.
Antes de trasladarse a Madrid, Endériz se buscó la vida en El Liberal de Barcelona con una actividad tan poco rebelde como la crítica taurina y el seudónimo de “Goyo Faroles”, nombre de un personaje de Anita, la risueña, una zarzuela cómica de los Quintero estrenada a finales de 1911. A partir de aquí, su actividad difiere muy poco de la de tantos letra-heridos, pululando entre la poesía, el teatro y el periodismo de la época, en su caso, completada con la lucha social. Los versos de Abril (1911) formaron su libro inaugural; Vengadoras (1912) fue su primera novela; Nubes de la sierra (1914), su primer estreno y Belmonte, el torero trágico (1914), su primer trabajo periodístico en formato de libro, prologado por el tan pintoresco como temible Prudencio Iglesias Hermida, con el que antes había disputado. A lo largo de su vida totalizó una quincena de libros y una docena de obras estrenadas[4], muchas veces en colaboración
La Favorita
con su amigo, el también periodista navarro Víctor Gabirondo, amén de escribir la letra de casi un centenar de composiciones musicales llevadas al escenario por figuras como Raquel Meller, Raimundo Lanas y otras, como Ofelia de Aragón, La Zazá, La Favorita, que también fue su amante, La Goya, Resurrección Quijano, Lola Membrives, Consuelo Hidalgo, todas con algún peso en el mundillo de las varietés. Actividad la de letrista que, seguramente, proporcionaría a su autor más rédito que las anteriores. Por su parte, él siempre anduvo cerca de los nutritivos entretelones de las sociedades de autores. Se le pudo tildar y se le acusó de muchas cosas, pero nunca de pánfilo.
Adicto a cualquier tipo de enfrentamiento y de polémica, las tuvo con Villaespesa, traductor de una obra de Julio Dantas que su autor había concedido en exclusiva a Endériz y Gabirondo; también, con el comediógrafo aragonés Atanasio Melantuche, igualmente, por cuestiones de derechos, aunque terminaran amistándose y nunca le faltaron ganas y arrestos para inmiscuirse en cualquier tipo de bochinche ideológico o sindical. De hecho, colaboró en los periódicos más explosivos de la época y bastaría citar los nombres de algunos de ellos, particularmente exagerados, cuyas anécdotas y facecias aparecen por doquier en los libros que recuerdan la época: Revolución, El Parlamentario, Los Comentarios, El Soviet,Las Izquierdas… De Endériz es el mérito de haber firmado la que quizá sea la primera obra publicada en España sobre el acontecimiento que terminó con la dinastía zarista: La Revolución rusa (Sus hechos y sus hombres). Publicada a finales de 1917 con prólogo de Luis Araquistain, en la madrileña editorial Mateu, sus 169 páginas analizan con asombrosa cercanía temporal los acontecimientos de los meses anteriores. El volumen se refiere a los hechos acaecidos entre febrero y octubre de ese año, en los que la figura principal fue Kerenski, a quien Endériz defiende expresando su confianza en él y también en Lenin, apoyando sus argumentos con la efímera creencia de que esa revolución no había fusilado a nadie.
Poco tardaría la realidad en desmentir sus impresiones. Trece meses después, en el número correspondiente a enero de 1919 de la revista Cosmópolis, dirigida por su amigo Enrique Gómez Carrillo, que en 1916 había prologado su segundo libro lírico, La travesía del desierto y otros poemas, Endériz publicaba el artículo “La penetración de las ideas bolchevikis (sic) en España” (pp. 74-80). En las primeras líneas del mismo ya anticipaba:
“De los frutos de esta guerra de desolación que acaba de finar, ninguno tan contagioso y tan grave para las bases de la actual sociedad como ese bolcheviquismo”.
El autor considera que el movimiento tiende a destruir la civilización europea porque se nutre de primitivas doctrinas afroasiáticas y cita a Gabriel Alomar, con el que se carteó, para denunciar “el doctrinario leninista y el cristianismo, también fuertemente antieuropeo”. La condición de España como el país espiritualmente menos occidental de Europa y su propensión al misticismo la hacen terreno abonado para la expansión de tales ideas. Por otro lado el español otorga mucha más importancia a la igualdad que al resto del trío: libertad y fraternidad. Si para lograr la igualdad es preciso, acepta la “voluptuosidad” de la tiranía. La fraternidad no es compatible con nuestra característica envidia. Tanto por ello como por el altamente justificado odio a la autoridad: “Todo régimen sentado en la igualdad hace prosélitos en España (…) igualdad hasta para el infortunio”.
Otras frases, si no plenamente originales, sí muestran el talento periodístico y la fuerza de estilo del navarro: “El pueblo no cree aquí en las aristocracias. La de la sangre le parece grotesca, cosa cómica; la del talento, la recela y la teme; la del dinero, la odia”. Así, habiendo españoles que “sueñan hoy con un régimen de terror, copia del de Lenin y Trotsky, del que esperan un torrente de justicia”, estima que España está en vías de que tales doctrinas se impongan.
Por entonces, Endériz presidía el Sindicato de Periodistas de la UGT y encabezó la huelga profesional que terminó con la fundación de La Libertad, diario nacido el 13 de diciembre de 1919, por la defección de un numeroso grupo de periodistas de El Liberal. Con diversos bandeos ideológicos, según cambiara la propiedad, el nuevo rotativo estuvo más próximo al sindicato libertario que al socialista y fue uno de los periódicos madrileños más significados hasta el fin de la guerra civil, y Endériz, uno de sus más estimados redactores, que también iría acercándose a la CNT, aunque no militara en ella hasta la II República.
Para el ejército español y para Endériz, 1921 fue un mal año. Tras el desastre de Annual, fue enviado a cubrir la información bélica en Marruecos pero la muerte de su mujer, Manuela García Junco, de 25 años, con la que hace poco había matrimoniado, le forzó a abandonar el Rif con urgencia. Regresó, estuvo herido por caer del caballo, fue encarcelado y, finalmente, expulsado de Marruecos junto a otro escritor, Guillermo Hernández Mir, porque el tono de sus crónicas no agradaba al gobierno. Cuando se quería silenciarlo, siempre se recurrió a reabrir cualquiera de los muchos expedientes en los que durante la década anterior había estado incriminado. En este caso, uno de 1917 por haber gritado “¡Viva la República!” en un mitin en Barcelona, de lo que pronto fue absuelto. Su carácter independiente le indujo a abandonar La Libertad en octubre de 1922, cuando, por la entrada de capital nada limpio, dudó de la independencia del diario. Un mes después, con otros redactores, fundaba y dirigía el Diario del Pueblo, que no tuvo éxito. La Acción y Heraldo de Madrid, donde un artículo de su autoría provocó un juicio por injurias a Cambó, del que también fue absuelto, fueron otras cabeceras que le permitieron satisfacer su imperativo categórico, antes de acogerse a la refundación de La Tribuna, diario de la noche que, bajo la dirección de Salvador Cánovas Cervantes, había funcionado entre 1912 y los inicios de la década siguiente y que el 30 de abril de 1924 reaparecía bajo la batuta de Endériz. Tampoco resultó muy longevo el proyecto.
El culo inquieto del tudelano lo llevó a recuperar sus veleidades escénicas y varietinescas y escribir sobre teatro, de nuevo en Heraldo de Madrid, a conspirar dentro de un orden -el de la Dictablanda-, a proponer la celebración del Día del Periodista y a intimar con Blasco Ibáñez –la república en el horizonte- con el que se retrató en la que dicen es la última fotografía del novelista valenciano. Endériz tuvo la capacidad de amistarse a la vez con Sanjurjo y con Franco, el aviador. A los dos golpistas los había tratado en Marruecos y, sin duda, también trataría al tercero en discordia. El caso es que anduvo medio implicado –al menos, el juez lo llamó a declarar- en la asonada de Cuatro Vientos en diciembre de 1930.
Inmediatamente, Ezequiel Endériz se inmiscuyó en la fundación de otro diario, La Tierra, la empresa periodística en la que duraría más tiempo, aunque no demasiado. El inspirador era de nuevo Ninini (Cánovas Cervantes) y desde su primer número (Año Nuevo de 1931), fue un ariete contra la moribunda monarquía y, una vez extinta ésta, contra el PSOE, con especial aversión a la figura de Indalecio Prieto y bastante cercano a las posturas cenetistas. Quizá su mayor popularidad la alcanzó el diario con los reportajes publicados entre julio y septiembre de 1933, sobre el asesinato de Hildegart perpetrado por su madre, firmados por Eduardo de Guzmán y el propio Endériz, que también llevaba una jugosa sección con el nombre de “Tic-Tac”. En octubre, Cánovas y Guzmán encabezaron una candidatura, abundantemente publicitada en su diario, por el Partido Revolucionario Social Ibérico, fundado en 1932, con el que se presentaron sin éxito, por el distrito de Sevilla. Cumplidos los tres años en esta batalla, La Tierra anunciaba el 23 de febrero la retirada del compañero Ezequiel Endériz para dedicarse a tareas literarias.
Fueron sin embargo, sólo un par de libros los que publicó en los dos años que faltaban para la guerra, El pueblo por Azaña: del Ateneo ¡hasta el gato! y Guerra de autores. En éste cuenta todos los manejos que hubo en estas generalmente poco claras entidades en las que él anduvo casi siempre entrometido. De hecho, era el Secretario de la recién creada Sociedad de Autores del Libro y de Prensa y director técnico de una Oficina de Relaciones Cinematográficas y Teatrales, donde, sin duda, se gestionaba más guita. En cuanto al libro sobre Azaña, todo venía de otra salida de madre del navarro que en La Tierra había calumniado a Azaña, de manera más bien rastrera, adjudicándole hechos inciertos, como la crueldad con los animales y el odio a su propia madre, cosa que el político alcalaíno recordaría amargamente en sus escritos. Ahora había llegado la hora de rectificar.
Como para casi todos, la guerra fue para Endériz un carrusel vertiginoso. Nombrado, junto a los anarquistas Fernando Pintado y Liberto Calleja, como enlace de las comisiones periodísticas de la CNT con la UGT, vivió en primer plano la multitud de conflictos consiguientes. En Solidaridad Obrera sostuvo la sección “La máscara y el rostro”, fue el presidente de la agrupación “Amigos de Méjico”, que organizó varios homenajes al país presidido por Lázaro Cárdenas, y hasta escribió un libro, Teruel (1938), cuya parte más optimista se felicita de lo bien que se retiraron los milicianos tras la definitiva pérdida de la capital bajoaragonesa.
Al finalizar la contienda el combativo periodista cumplía el medio siglo y bien podía decir que las tres últimas décadas las había vivido en medio de la vorágine española. Quedaba el rumiarlo, que fue la digestión de gran parte de los exiliados que escaparon de la represión y encontraron la guerra mundial. Por una parte, Endériz se ocuparía en contrarrestar los manejos comunistas para hacerse con el control de la Asociación de Periodistas Republicanos Españoles. Por otra, seguiría escribiendo en Solidaridad Obrera, L’Espagne Républicaine y otros medios del exilio. Lo que más trascendió fue su participación, con el seudónimo Tirso de Tudela, en las emisiones internacionales de Radio París, especialmente en el programa político-folklórico-cultural “La rebotica”, junto al cura vasco Alberto Onaindía, quien había denunciado internacionalmente el bombardeo de Guernica. También sucedería al anarquista Antonio Fernández Escobés como director de la colección de narraciones cortas “Los novelistas españoles” que se editó en Toulouse desde 1947 a 1949. En enero de este último publicó la última de dicha serie, El cautivo de Argel, obviamente referida a Cervantes, que sería su penúltima obra. La postrera, en este mismo año, Fiesta en España, libro en el que recoge en forma de breves ensayos un florilegio de sus intervenciones radiofónicas en torno a la canción popular, el folklore y las fiestas españolas.
Cuando el 8 de noviembre de 1951 moría Ezequiel en París un jueves de otoño, no sé si con aguacero, a punto de cumplir los 62 años y dejando varios libros sin editar, su viejo amigo-enemigo César -entonces con 48 años y que, también con 62, moriría catorce años más tarde- había publicado alrededor de 75 obras y era ya el periodista más popular de España. 1951 fue el año de publicación las citadas memorias, Mi medio siglo se confiesa a medias, en las que Ruano recordaba a Endériz con “cariño fraternal”. Póstumamente, se publicó el diario de César[5], donde el día 9 de diciembre de 1951 –un mes y un día después de la muerte del navarro- había apuntado:
Me dan noticias de la muerte en París de Ezequiel Endériz, con quien me unió en mis años de vida en Francia tanta amistad como enemistad me desunió de él anteriormente en la vida madrileña. Siento mucho esta desaparición definitiva.
Está claro que, en 1951, a los veinte años de su muerte, ya no se acordaba nadie del pobre Emilio Mesejo. Ni tampoco del género chico que le otorgó la fama en el Madrid del mantón y la verbena. ¡El gran Mesejo, hijo! El mismo que había interpretado a uno de los tres ratas en el estreno de La Gran Vía (1886) en el Teatro Felipe, y en el Apolo, coliseo en el que fue un ídolo, al Giuseppini de El dúo de La Africana (1893) y al Julián de La Verbena de La Paloma (1894).
Mesejo, entre otros dos actores en «Doloretes»
Habría que esperar casi treinta años para que algunos profesores advirtieran que el teatro en el que este actor se movía como pato en albufera tenía más interés que las comedietas y dramones que se representaban en los teatros serios de la época de intersiglos.
NOTAS
[1] “le ganaba” al periodista, Salvador Cánovas Cervantes, al que César acababa de referirse en texto y de quien se decía: “los tres nombres mienten”, por lo que se le llamaba «Ninini».
[2]¡¡¡Ruiz!!! (monólogo en un relámpago dividido en cuatro tipos), Madrid, Establecimiento Tipográfico de M. P. Montoya y Compañía, 1882.
[3] Recogida en César González-Ruano, Necrológicas (Ed. de Miguel Pardeza), Madrid, Fundación Cultural MAPFRE Vida, 2005, pp. 169-170.
[4] Entre ellas, habría que destacar La guitarra de Fígaro, con música de Pablo Sorozábal, que se estrenó en el Teatro de la Zarzuela (1933).
Dos de los primeros títulos publicados por Endériz
El 10 de febrero se cumplió el 90 aniversario del vuelo del Plus Ultra, acontecimiento que suscitó un desatado entusiasmo tanto en la España gobernada por el general Primo de Rivera, como en la Argentina presidida por Marcelo T. de Alvear. Muy escaso eco ha tenido en los medios de comunicación españoles la hazaña de los cuatro tripulantes, Franco, Durán, Ruiz de Alda y Rada, que, por entonces, alcanzaron la categoría de héroes.
Ya casi solo se recuerda al controvertido Ramón Franco, masón, ferviente republicano y, finalmente, tras muchas dudas, al servicio del ejército mandado por su hermano, en el que falleció por accidente aéreo en una misión de guerra. El menos recordado es el teniente de navío jerezano Juan Manuel Durán, tal vez porque hubo de abandonar el hidroavión en cabo Verde, la segunda escala del vuelo, al que hubo de aligerar de peso. O porque falleció sólo cinco meses después del vuelo en una exhibición aérea. También ha pasado la apisonadora del tiempo para Julio Ruiz de Alda, uno de los fundadores de Falange, fusilado por las turbas en el asalto a la Cárcel Modelo en el Madrid revolucionario de agosto de 1936. También navarro, de Caparroso, era el cabo mecánico Pablo Rada, muy lejano en su ideología a su paisano, y el único que sobrevivió a la guerra civil. Aunque hubo de exiliarse en Colombia y Venezuela, en 1969 volvió para morir en Madrid.
El vuelo, con seis escalas, duró 19 días para un total de vuelo de 61 horas y 44 minutos. Fue seguido con inusitada expectación por la prensa y las jovencísimas radios de los dos continentes con la total convicción de que se vivía un hecho histórico. Se erigieron sendos monumentos en los lugares de despeje y aterrizaje, el puerto de Palos y la Costanera Sur de Buenos Aires. El hidroavión fue donado a la Armada argentina y durante un tiempo prestó servicio como correo. Hoy se encuentra en el Museo de Luján.
En plena efervescencia del tango, muchos compositores se lanzaron a componer páginas conmemorativas. La que más ha trascendido, «La gloria del águila» no lo fue por la calidad de su letra o su música sino porque tuvo la fortuna de ser cantada por Gardel:https://www.youtube.com/watch?v=DUQp_4O02D La letra era de Enrique Nieto de Molina (https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/07/07/enrique-nieto-de-molina/ y la música de Martín Montserrat Guillemat, que solía firmar sus canciones como Serramont. Aunque Gardel se encontraba en Barcelona cuando se efectuó el vuelo del Plus Ultra, la grabación se llevó a cabo en 1927.
Traigo aquí las carátulas de las partituras de unos cuantos más.
Auténtico mito, tanto en vida como tras su temprana muerte, y, sin duda, el aragonés más admirado por sus paisanos en un culto que perduró hasta hace cuatro o cinco décadas. En su recuerdo, transcribo el capítulo que, con el título «Miguel Fleta, el tenor de Aragón» le dediqué en Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 57-69.
Foto cedida por la Asociación Cultural Florián Rey de La Almunia de Doña Godina
MIGUEL FLETA, EL TENOR DE ARAGÓN
La figura del tenor Fleta dio lugar en Aragón a un fenómeno de identificación popular con un artista, único en el siglo XX. Independientemente de la fascinación que suscitan las grandes voces, no comparable cuantitativamente a la que obtienen los cultivadores de otras artes, Fleta conectó con el pueblo. Un pueblo, en su inmensa mayoría ajeno al belcantismo pero que supo encontrar en el tenor alguna suerte de representación de su identidad, de sus anhelos. Recepción entusiasta del ídolo, percepción casi mítica de su canto, comunicación visceral con su figura humana… Como aduje más arriba, nunca los aragoneses han otorgado tanta veneración –y, además, sentida y verdadera- a un personaje. ¿Influyó su origen popular? ¿Su militancia en la jota? ¿Su talante complaciente? ¿Su vinculación a Falange, que implicaría un plus propagandístico en el periodo posterior a su muerte? No creo que ni en conjunto ni por separado haya nada que explique esa identificación, que, si en las últimas generaciones ha ido desapareciendo, quienes andamos cercanos al medio siglo aún tuvimos ocasión de conocer. Hoy mismo Fleta tiene admiradores con culto de latría en todo el mundo, aunque esto lo comparta con otros forzados de la garganta. Uno de ellos, el gran tenor Giacomo Lauri-Volpi, que acompañó a Fleta frecuentemente, y dejó varias veces por escrito constancia de este conocimiento, se sorprendía de esa fácil inmiscusión de Miguel en el alma del pueblo:
España entera, del rey al campesino de la última aldea, le honró. Yo he visto ancianos temblorosos de canas venerandas, arrodillarse a sus pies, besarle manos y vestidos. Mujeres hermosas ofrecerle flores, sonrisas, regalos, por la felicidad de verlo y hablarle. ¿Exageración, fanatismo? Lo que se quiera, pero cuando un hombre se crea una individualidad imperiosa y dinámica y logra afirmarla tan poderosamente superando los límites de su esfera de acción y las fronteras de su patria, ese hombre ha hecho su felicidad y la de los otros, y puede decirse que no ha vivido en vano.
En la corta vida de Miguel Fleta sorprenden muchas cosas, además del don de la naturaleza que fue su privilegiada voz: lo celérico de su carrera que, aun concediendo su gran intuición musical, le hace pasar en dos años -entre 1918 y 1920- de mozo de labranza a cantante excepcional; lo breve de su etapa de esplendor; la facilidad con la que gente mínima, y hasta artera, entra en la esfera de quien, por su éxito mundial, debía ser poco menos que inaccesible; los cambios de rumbo ideológicos que lo llevan de la amistad con el rey a un republicanismo militante para terminar como propagandista de Falange…
Para Horacio Sanguinetti, la de Fleta es una de las cuatro o cinco voces primordiales de su siglo. No basa su afirmación en el eco que alcanzó sino “en el padronazgo de toda técnica, en la sinceridad apasionada de su arte, tradicional y revolucionario, en la representatividad muy española de un canto oliváceo, agónico dotado de melancolía intrínseca, consustancial, de notoria raigambre mora”.
Miguel Burro Fleta, hijo de un tabernero, nace en Albalate de Cinca el 1 de diciembre de 1897. Era el más pequeño entre catorce hermanos, de los que vivían siete cuando Miguel viene al mundo. Aunque apenas va a la escuela, el cura le enseña los primeros rudimentos de música y, desde muy joven, gusta de cantar jotas, celebradas por sus convecinos. Sin embargo, como casi todos los habitantes de los pueblos ha de trabajar duramente en el campo, con el ganado o a jornal en las obras del Canal de Aragón a Cataluña, haciendo de picapedrero tan sólo con catorce años. Con diecisiete, en 1914 marcha a Zaragoza para trabajar sucesivamente en las torres –así denominaban en la capital aragonesa a las casas de campo- de sus hermanas Inés y Clara, sitas en Cogullada. La tradición lo presenta llevando en el carro las verduras para vender en el mercado y lanzando al aire jotas que subyugaban a las mozas. Por entonces se presenta sin éxito a un par de certámenes joteros y en 1917 marcha a Barcelona, reclamado por su hermano Vicente, cabo de la guardia municipal.
Fleta, que ya se había convertido en Buró, añadiendo el acento y suprimiendo una R de su primer apellido, consigue a través de dicho hermano una prueba en el conservatorio del Liceo. Lo único que sabe cantar es jota. Lo hace y, aunque su voz gusta, le comunican que el curso está empezado y no quedan plazas gratuitas. En un arranque de intuición, Louise Pierre-Clerc, conocida como Luisa Pierrick en el mundo operístico, le ofrece entrar en su clase para señoritas, donde sí hay un sitio libre. A pesar de la escasa educación musical del aspirante, Luisa ha percibido «una voz de carne y sangre» capaz de recorrer toda la escala sin la mínima alteración. Un superdotado al que ella, que había sido soprano de fama y, después, una excelente profesora en los aspectos técnicos, convertirá en su amante, pulirá y hará que acabe en veintidós meses una carrera de cinco años. Algunos comentaristas piensan que esta acelerada formación pudo influir, además del abuso de sus facultades, en la rápida decadencia del tenor.
Luisa, diez años mayor que él y ya embarazada de cuatro meses, decide vender sus joyas y marchar con Miguel a Milán. Estamos en septiembre de 1919. Previamente, ha tenido que convencer a su esposo –violinista concertino de la ópera del Liceo y que, tras la boda, le había instado a dejar el canto- de que les aguardaba el triunfo y la fortuna. Decidida a que su discípulo cante antes de que a ella le sobrevenga el parto y acudiendo a sus antiguas relaciones, Luisa consigue que directores y representantes escuchen a Miguel hasta que el compositor Riccardo Zandonai (1883-1944) le proporciona el papel protagonista de Paolo en su ópera Francesca da Rimini, que había de cantarse en el Teatro Comunale Verdi de Trieste el 14 de noviembre de 1919. Excepcional debía ser ya la voz de Fleta para que un autor de fama se aviniera a confiar la presentación de su obra a un tenor que todavía no había interpretado una sola ópera en público. Se dan doce funciones con mucho éxito. El 18 de enero de 1920 la temporada prosigue con Aida, que constituye ya un triunfo colosal para el aragonés. Unos días después, el 9 de febrero, nacería el primero de los hijos de Miguel Fleta. Trieste, pues, le alumbraría como cantante y como padre. A los dos años de dejar Zaragoza siendo un estricto gañán, Fleta se ha transformado en un señorito y está a punto de convertirse en el divo mundial de una década tan privilegiada musicalmente como fue la de los años veinte.
A España no se puede soñar en volver, bajo la amenaza de un proceso por adulterio. De momento, la necesidad perentoria es el dinero. Luisa y Miguel emprenden una gira por Centroeuropa. Óperas en Viena, Budapest, Praga, Montecarlo y dilatado periplo por los teatros italianos, donde va incrementando el repertorio y consolidando su prestigio. También hay quien opina que Fleta no debió cantar tan frecuentemente un ramillete de títulos tan variado al principio de su carrera. Entre los hitos más destacables habría que reseñar el estreno mundial de Giulietta e Romeo, también de Riccardo Zandonai, en el Teatro Constanzi de Roma el 14 de febrero de 1922 y la grabación en Milán (1922) de sus primeros discos para la compañía Gramophone: la jota de El trust de los tenorios; «E lucevan le stelle» de Tosca; la tonada chilena ¡Ay, ay, ay! y fragmentos de Carmen y el citado Giuletta e Romeo. Es la hora en que José Amézola, empresario del madrileño Teatro Real, le propone un contrato.
Tras dos años y medio ausente de su país, Fleta llega a un Madrid, que no conocía, el 3 de marzo de 1922. Le acompañan Luisa, Miguelito, su hijo, un pianista y un secretario, ambos italianos. Para los aficionados españoles es un desconocido cuando, junto a María Gar, que había tenido que sustituir a la Besanzoni, debuta con su brillante interpretación del don José de Carmen en el Teatro Real el 7 de dicho mes, únicamente con media entrada. Pero, durante el entreacto, los espectadores acuden presurosos a los teléfonos y cafés cercanos para avisar a sus conocidos de lo que está sucediendo en el interior del coliseo. Para el último acto la sala está llena y Fleta es sacado a hombros por la calle Arenal hasta el Hotel París en la Puerta del Sol, donde se hospedaba. El teatro ingresó en las seis actuaciones del nuevo ídolo 250.000 pesetas. El 21 de marzo se programó la función de homenaje, en la que el tenor cantó Tosca y culminó con dos jotas, la canción Princesita de Padilla y el ¡Ay, ay, ay! de Osmán Pérez Freire, que se convirtió en uno de sus emblemas. Desde entonces se volvió a imponer esta costumbre de las propinas o bises, que antes sólo había practicado Julián Gayarre.
El gran Lauri-Volpi aseguraba que en su vida artística jamás había asistido a un cataclismo tal en un teatro ni a un triunfo tan emocionante de un artista como el que supusieron las actuaciones de Fleta en el Real. A partir de entonces quedaron constituidos dos bandos entre los aficionados belcantistas españoles: el favorable a Hipólito Lázaro y otro, más numeroso y apasionado, que idolatraba a Miguel Fleta.
El albalatino se ha convertido de la noche a la mañana en un fenómeno social. Indalecio Prieto cuenta en De mi vida que la imprevista fama de Fleta hizo que el empresario, Pepe Amézola, se viera asediado por las peticiones de entradas gratuitas. Además, también tenía contratado a Hipólito Lázaro pero sus funciones no se llenaban y un imprevisto vino a agravar la situación. El financiero Francisco Cambó, a la sazón ministro de Hacienda, pidió al empresario que contratara a la soprano María Barrientos, pero este le expuso su penosa situación con los contratos de Fleta y Lázaro, que sobrepasaban con mucho sus posibilidades, ya que en el presupuesto no se había contado con el éxito del aragonés. Cambó, sin embargo, impuso tanto el número de funciones en que debía actuar la ya famosa Barrientos, como sus emolumentos. María era amante de un banquero catalán, a la vez que la esposa de éste lo era de Cambó, que también debió de frecuentar a la soprano. El asunto se solventó a la española –o a la catalana, que es lo mismo en estas cuestiones-: el ministerio aportó el dinero extra necesario.
Junto al encuentro con la gloria, las miserias de la vida cotidiana: el violinista Munner, marido de Luisa, ha llegado a Madrid para lavar su honor e interponer una demanda por adulterio. Tras algunas discusiones, Luisa y su hijo marchan para despejar el camino al tenor que ha de seguir cumpliendo el contrato. Finalmente, los intermediarios consiguen que Munner acepte una fuerte indemnización económica y todos respiran tranquilos.
Tras un rápido viaje a su Zaragoza y cumplir un contrato en Génova, Fleta se reencontrará con Luisa en Niza. En la cercana Villefranche-sur-Mer, donde también tuvo una lujosa residencia Raquel Meller, deciden construirse la casa que se llamará Villa Fleta, como otras residencias futuras del tenor. Pronto habrán de embarcar hacia Buenos Aires con un elenco dirigido por Pietro Mascagni y en el que figuran nombres como Lauri-Volpi, María Ros, Elvira de Hidalgo, Hipólito Lázaro o Gabriella Besanzoni. Pese a tan alta compañía y que el éxito de Fleta es muy reciente, el propio Lauri-Volpi reconoce en sus memorias que a su llegada al puerto bonaerense se les recibió con el grito de «¡Viva Fleta!». De nuevo, el triunfo total, gira por varias ciudades del continente y, en septiembre de 1922, viaje a Nueva York para firmar contrato con el Metropolitan Opera House. Aparecen ya en este primer periplo americano algunos problemas de garganta, que le forzarán a suspender actuaciones y reaparecerán episódicamente en el futuro. Es un temprano timbre de alarma pero la gira prosigue: Méjico, La Habana, Londres, donde vuelve a grabar varias óperas, y de nuevo al Real entre marzo y abril de 1923. Todavía Fleta regresó al teatro de ópera madrileño en las temporadas siguientes, poco antes de su cierre por obras que durarían, en su primera fase, cuarenta y un años. El 5 de abril de 1925 se dio allí la última función con La Bohème, también como homenaje al tenor, que ya cobraba once mil pesetas por actuación y estuvo acompañado de Matilde Revenga. Después, el teatro Apolo, que también pronto se convertiría en un banco, ejerció a veces como sustituto del Real. Allí volvió Miguel el 29 diciembre de ese mismo 1925 para cantar una impresionante Tosca.
En mayo de 1925 había actuado por primera vez en Zaragoza, ante una desmesurada expectación. Fuera por su olfato para lo popular, por su devoción verdadera o, más probablemente, por ambas cosas, lo primero que hizo fue cantar el Ave María de Schubert en el Pilar . Sus actuaciones en el Teatro Circo, al que volvió en octubre para las fiestas, todavía son recordadas. El público que no había podido conseguir entradas se congregó en las calles adyacentes para escuchar, al menos, los ecos de su voz. El 4 de junio inauguraría el teatro Olimpia de Huesca, antes de emprender una agotadora gira por la península.
El 5 de noviembre de este mismo año se presenta en el Liceo con un contrato de 18.000 pesetas por función. Tres mil más de las que había cobrado allí Caruso, veinte años atrás. El billetaje, a sesenta pesetas la butaca de platea, está agotado desde hace tiempo y al marido de la Pierrick le han mandado durante estos días con el violín a otra parte. Fleta canta Carmen, con Matilde Revenga y no sólo el coliseo catalán se viene abajo sino que la función se interrumpe en el Teatro Tívoli, donde Sagi-Barba está cantando La tempestad, porque el empresario ha dado permiso –no así a otros teatros- para que la radio conecte cuando Fleta interpreta el aria de la rosa de Los gavilanes. La temporada -en la que prodiga los bises y las interpretaciones en cualquier lugar: Ateneo, restaurantes, casas particulares… para complacer a amigos y anfitriones- termina el 9 de diciembre.
Estamos en el momento culminante de la vida artística de Fleta. Entresacaremos algunos hitos significativos, que den un reflejo pálido de su trascendencia. Su versión del ¡Ay, ay, ay! se convierte en el primer disco de la historia que vende cien mil ejemplares en el mismo año de su edición. Nueva gira triunfal por América hasta culminar su presentación en el Metropolitan el 8 de noviembre de 1923 con Tosca. Al parecer, los aplausos finales duran una hora y es proclamado sucesor de Caruso, lo que corrobora interpretando en diciembre la obra más carismática del divo italiano, Pagliacci. Presentación en la Scala de Milán con Rigoletto (1924) y famoso rifirrafe con su director, Toscanini, por las heterodoxias interpretativas del aragonés. Masini, ya retirado pero uno de los reyes en la baraja de grandes tenores de todos los tiempos, declara «es el mejor tenor que he conocido. Lo tiene todo». En 1926 estrenará en el mismo teatro y con el mismo director, Turandot, la ópera póstuma de Puccini. Que Fleta llevase por primera a la escena la obra más querida del mayor compositor de ópera italiana del siglo XX no deja de ser ilustrativo, especialmente teniendo en cuenta que la tesitura de su voz no era precisamente la exigida por el papel. De hecho, de no haber muerto Puccini, es difícil que hubiera consentido el protagonismo del aragonés, al que había llamado “tenor azucarado”, tras sus discrepancias por la interpretación que hacía de Tosca, con alardes vocales que no figuraban en la partitura. Pero en el momento del estreno no se vio quien pudiera hacerlo mejor.
En cuanto a la cotización del nuevo divo en el mundo operístico, las cifras de sus contratos son escandalosas para la época. Fleta compra una opulenta villa en la Ciudad Lineal madrileña, una finca en Cogullada, la misma huerta de Zaragoza en que había trabajado, varias casas y otra finca en Albalate, sembrando los frutos de sus triunfos en los lugares que humedeció con su sudor. Alfonso XIII le impone la Orden de Isabel la Católica y procura su amistad. Es sabido que el rey era un gran aficionado a la ópera y se dice que hasta toleraba insolencias de Titta Ruffo, el barítono anarquista. Merecidas, pues el bufonescamente pagado de sí mismo monarca hasta se permitió expurgar el libreto de Andrea Chénier, ópera con tintes antimonárquicos: nada de abate ni reyes débiles, sólo burgueses y tejedoras. Fleta, que también obtuvo de él la Cruz de Alfonso XII, se plegó a esta amistad, e incluso quiso que su segundo hijo, al que puso el nombre de Alfonso, fuese apadrinado por el Borbón. Es cierto que estos coqueteos con el trono son comprensibles en quien, surgido de la nada, ha de demostrarse a sí mismo que lo que está viviendo es cierto; y más comprensibles todavía, las confesas simpatías republicanas de quien, por sus orígenes, conocía perfectamente las miserias y afanes del pueblo. Como lo son, sus simpatías por Falange en un tiempo en que se ve en decadencia, endeudado y comprobando cuán poco sirve la gloria cuando las cosas vienen mal dadas.
Visita a su pueblo natal, Albalate de Cinca (Huesca)
También en estos años locos se deteriora su relación con Luisa. En enero de 1925 ella se encuentra en Villefranche esperando alumbrar el segundo hijo de la pareja. Miguel, en los Estados Unidos, tiene un romance con la actriz Bebe Daniels, que la prensa no se priva de difundir. La separación se producirá en mayo de 1926 y ella seguirá viviendo en Villefranche. Antes de un año, el 20 de abril de 1927, el tenor matrimoniará en Salamanca con la bella Carmen Mirat. Muchos achacan el declive de su voz a esa separación, que propició que todavía cuidara menos el instrumento vocal pero ya se vio cómo el problema se había iniciado mucho antes. Tanto su agitada vida social y amorosa, como la nula planificación de su carrera y los excesos y generosidad vocales que le caracterizaban también coadyuvaron a que su instrumento fuera perdiendo tanto brillantez como potencia, con lo que, poco a poco, debió ir recurriendo a la zarzuela, donde sólo le salvaba la previa admiración de un público entregado. Hernández Girbal aporta su testimonio personal: «Yo le oí en 1936 una Carmen en el Teatro Calderón de Madrid. Aquella voz aterciopelada y cálida estaba ahora rota y tenía un feo trémolo como balido de cabra».
Los problemas personales ya habían provocado que en 1926 rompiera su contrato con el Metropolitan neoyorquino y se viera inmerso en un proceso legal que duró hasta 1930 y a resultas del cual tuvo que pagar una indemnización de veinte mil dólares. Sin embargo, los años finales de la década de los veinte son todavía de grandes triunfos con giras por Sudamérica, Extremo Oriente y Europa, vuelta al Liceo, presentación en la Ópera de París, grabación de discos… La necesidad de dinero propicia, sin embargo, que los empresarios le propongan a menudo actuaciones descabelladas: al aire libre, en plazas de toros, en unos jardines nocturnos… que Fleta afronta sin pensar demasiado en que su voz va perdiendo la ductilidad y el brillo de antaño. Mantener varias casas, servidumbre, dos o más mujeres, más hijos, acudir en socorro de familiares y gorrones diversos, embarcarse en negocios propuestos por sanguijuelas que sólo buscan en el tenor un capitalista, que sea a la vez un reclamo para sus dudosas iniciativas, le empujan adelante aunque ello signifique perder la estabilidad emocional y la naturalidad efusiva que lo habían caracterizado.
En febrero de 1928 nace Elia, la primera hija del nuevo matrimonio, que es bautizada en Madrid con toda pompa y fanfarria. El 23 de marzo lleva a Florencia, la que sería última ópera incorporada a su repertorio, Lucia di Lammermoor de Donizetti. Es, probablemente, el último de sus grandes triunfos mundiales. En el verano ha de cancelar contratos para intentar proteger la voz. El tenor ha engordado, su optimismo natural empieza a deteriorarse y, evidentemente, aparenta mucha más edad de la que tiene. Los cuidados del maestro Anglada y el doctor Ager son minuciosos pero Miguel se limitará a grabar unos cuantos discos hasta su reaparición en una larga gira por Extremo Oriente y América, con un suculento contrato, que le reporta un millón de pesetas, gastos aparte. A fines de junio de 1930 desembarca en La Coruña. El viaje ha durado once meses. Le espera una temporada de descanso pero amargada por los desastres económicos propiciados por los negocios de su familia política y la indemnización que ha de pagar al Metropolitan.
Fleta emprende entonces una gira por Centro Europa y Francia. Será la última en que reciba buenas críticas y casi unánimes elogios. En su transcurso efectúa declaraciones favorables a la república que sorprenden a muchos en España. En distintas ocasiones volverá expresar ese apoyo antes del derrumbe monárquico. Su amistad con Ramón Franco y sus protestas ante la situación de la música en el país, propician esta confianza hacia el régimen venidero. Cuando, unos meses después, se proclama la nueva república, Fleta está entre sus máximos entusiastas y participa personalmente en la algarabía popular del 14 de abril. Como es sabido, graba La Marsellesa y El himno de Riego, además de un himno a la libertad compuesto por el maestro Anglada.
Durante estos años ofrecerá conciertos, cantará zarzuelas y, a veces con dificultades, las óperas más famosas de su repertorio, como Carmen, que interpretaría la friolera de 276 veces, y Tosca, que cantó en 260 ocasiones a lo largo de su carrera. Fleta sabe que en ellas sus características vocales le permiten defenderse con eficacia. Sus otras dos óperas más cantadas, Aida (175) y Rigoletto (140), ya no se encontraban entre las que llevaba al escenario en esta época.
Con todo, la situación económica no se arregla. A los tres hijos anteriores se han unido Miguel Ángel (abril 1929) y Paloma (noviembre 1930), pero son sobre todo los gastos de Villa Fleta, que ha de ser liquidada para marchar a un piso de alquiler, las hipotecas, los préstamos a que se ha de hacer frente… El hermano de su padre, Atanasio Burro Galán, militar retirado y hombre honesto, un poco chapado a la antigua, a quien Fleta había nombrado administrador en 1929, se suicida en 1933, agobiado por la situación financiera.
Con sus hijos
Pese a los efectos de todo este proceso en un hombre tan emocional como el tenor, todavía le ilusiona la nueva temporada del Teatro Lírico Nacional, que es una iniciativa republicana en la que Fleta había depositado entusiasmos y energías. Se celebra en el teatro Calderón y allí aún va a cantar una Carmen, que le reporta de nuevo críticas fervorosas. A finales de este año 1933 Fleta rodará en escenarios naturales de Hecho y Ansó –el equipo se alojaba en el jacetano Hotel Mur- la que iba a ser su única película, Miguelón, también llamada El último contrabandista, dirigida por el almuniense Adolfo Aznar y con música de Pablo Luna, cuyas copias se han perdido aunque se conserve alguna grabación discográfica. Según Pablo Pérez y Javier Hernández, estudiosos del cineasta, es posible que se conserve alguna copia en la Argentina.
Protagonista de Miguelón
Fleta se hallaba muy interesado en probar suerte en el cine, e incluso tenía participación en la productora de esta cinta, Index Film, ya que la reciente llegada del sonoro había deparado que varias estrellas de diferentes géneros musicales se convirtieran en protagonistas del nuevo arte, en el que se ganaba mucho dinero. Aunque entonces la figura del director no tuviera la importancia que adquirió poco después, es probable que la elección de Adolfo Aznar no fuera acertada o, como el propio director aragonés aducía, la idea de colocarle un supervisor, el judío austriaco Hans Berendt, recién huido de los nazis, con el que no se entendió en absoluto. Tampoco el argumentista, Agustín Pérez Soriano, se esmeró mucho con la historia, desarrollada en el marco temporal de las guerras carlistas: un montañés se lucra vendiendo armas de contrabando al bando faccioso. A la vez, sufre por la imposibilidad de tener hijos, de modo que incluso intenta comprar uno a un vagabundo. Al quedar viudo, consigue descendencia con su nueva mujer, lo que le lleva a convertirse en un “hombre decente” y dedicarse al trabajo y a su familia. La actuación de Fleta fue calificada como detestable por un crítico tan aficionado a la música como Florentino Hernández Girbal. Lo peor fue, sin embargo, el descalabro de los equipos de sonido, que afectaron a la sincronización de las doce canciones que habían de interpretar Miguel y los joteros Redondo y Justo Royo, de respectivos apodos, El Gavilán y El Cebadero. Por una cosa u otra, la película fue un fracaso comercial, tanto en su primera versión de 1934, como en la que se estrenó un año más tarde.
1934 comienza con una gira en la que se encontrará en Cannes con Luisa y sus dos hijos, mayores, Miguel y Alfonso, que acuden a las representaciones de Tosca y Carmen. Su antigua amante y profesora le recomienda por vías indirectas comenzar en sus actuaciones con Carmen, para así abrirse mejor camino, consejo que Fleta acoge estrictamente en esta gira, a través de distintos países europeos, hasta Egipto. A su vuelta a España, canta distintas zarzuelas pero ha de suspender funciones por los problemas de voz. Que se alternan con los económicos. Igualmente, ha de vender la finca de Albalate y cambiar de domicilio madrileño. Empiezan por entonces sus coqueteos con Falange Española.
Su vida artística tendrá ya poco relieve: una campaña en 1935 cantando zarzuelas y alguna Carmen con la compañía de Moreno Torroba y la creación de otra compañía lírica, con nombres eminentes, como Lauri-Volpi, Llácer-Casali, la Pampanini, María Espinalt, Ángeles Ottein o Matilde Revenga. Con esta agrupación canta, el 21 de enero de 1936 y por última vez en España, la famosa ópera de Bizet. En febrero estrenará la última, Cristus, una floja composición del músico canario Juan Álvarez García. La obra, llevada a escena muy poco antes de las elecciones de febrero, tiene, sobre todo, connotaciones políticas, con lo que el estreno casi se convierte en un acto electoral. De Fleta, que por muy variadas razones se identifica emotivamente con el papel, se alaba sobre todo la interpretación dramática.
El triunfo del Frente Popular radicaliza más a España y a Miguel Fleta, que se significa en diversas ocasiones y tiene ya enemigos en muchos lugares. El 17 de julio se encuentra en Madrid y decide marchar hacia El Espinar, donde se une a los sublevados. A las pocas horas los milicianos saquearán su piso de la calle Serrano. Tras unos días en la sierra madrileña, a pocos kilómetros del frente, el tenor marcha con su familia –ahora son seis, contando con su último hijo, Javier, de tres años- hacia Salamanca, donde colabora en el cuartel general de la rebelión haciendo incluso de chofer. En busca de mayor tranquilidad, viaja con su familia a La Coruña. A partir de aquí, recitales en beneficio de la causa y conversión de su figura en un elemento de la propaganda nacionalista. El Cara al sol –que, se dice llevó al disco aunque siguen sin aparecer los ejemplares- y las jotas patrioteras pasan a formar parte de su repertorio. Esa jota que, con auténtico sentimiento y como emblema personal, no dejó de cantar, desde el principio al final de su carrera, en todos los países del mundo es ahora utilizada con fines espurios. A finales de abril de 1937 aún cantará Carmen en el Coliseo dos Recreios de Lisboa. Es su última ópera. En julio hace la travesía marítima Sevilla-Génova acompañando a un grupo de niños invitado por el Duce, que los recibe en Roma y abraza a Fleta. Vuelve a España en avión y visita por última vez Zaragoza. A su regreso a La Coruña sigue actuando cuando se le llama pero sus problemas de voz se han hecho intolerables, la economía es casi desesperada y los dolores en el abdomen le preocupan grandemente. En mayo de 1938 ha de tomarse un descanso. Psicosomáticos o no, los fuertes dolores llegan hasta las piernas. El daño, que tiene un origen renal, le provoca uremias y su estado empeora rápidamente. Cuando el doctor Jiménez Díaz llega desde San Sebastián, su diagnóstico es muy pesimista. El 29 de mayo un Miguel Fleta de tan sólo cuarenta años muere en su último domicilio de la Plaza de Orense número 8.
Amortajado con hábito franciscano y con la parafernalia falangista de rigor, su cadáver fue inhumado al día siguiente. En 1941 sería conducido a Zaragoza, en cuyo cementerio reposa y todavía recibe la visita de algún viajero admirador.
Recién terminada la guerra, en la Barcelona liberada, como entonces se decía, se publicaba el primer libro sobre su figura, Fleta, el tenor de Aragón, debido a Ino Bernard. Un publicación de tal fecha debía contener su proclama. No le falta a la de don Bernardino Gálvez Bellido, verdadera identidad del tal Bernard, autor también de una encomiástica biografía sobre el general Mola, que también contiene la sorpresa de adjudicarle sólo cuatro hijos, es de suponer que por ser los dos primeros fruto de unión ilegal. Sin embargo, cualquier conocedor de Fleta suscribiría las palabras con que describe su carácter: alegre, infantil, inocente, sentimental, impulsivo, vehemente y de una bondad extraordinaria.
De la voz del ídolo se ha dicho todo, pero debe recordarse que, para muchos, es, más que otra cosa, profundamente emocionante. Oyendo las grabaciones de Tosca lloramos algunos y casi todos pensamos eso tan simple de que sólo los genios pueden expresar con tal intensidad los matices más sutiles. En Aida conseguía fundir los cuatro tenores diferentes que precisaría la obra en uno solo. En Tosca y Pagliacci expresaba como nadie las características dramáticas de los personajes. Dicen los expertos que su interpretación de don José, el difícil papel protagonista en Carmen no ha sido superada… Hay un libro de Emilio Belaval dedicado exclusivamente al análisis de los rasgos y mecanismos técnicos de la irrepetible voz del tenor.
La carrera de Fleta fue meteórica ya que al poco de su debut era aclamado como divo y heredero de Caruso, que había muerto en 1921. Se suele decir que él no tuvo conciencia histórica de lo que su arte suponía y lo dilapidó con una pésima planificación de su carrera. A las peculiaridades de su formación, se agregó el hecho de que cantó demasiado -¡mas de mil funciones entre 1919 y 1927!, un repertorio excesivamente variado y que, además, accedió casi siempre con la generosidad que le era connatural a las peticiones del público. No tuvo, quizá, la adecuada capacidad de distanciamiento para dar de lado a la caterva de aduladores y discernir lo que era auténtica admiración y deseos de medro o relumbrón al lado del triunfador. Tampoco le favoreció su peculiar biografía. Aquellos humildes orígenes hicieron que a menudo se comportara como un nuevo rico con ganas de deslumbrar; su humanidad, a menudo ingenua, le deparó malos amigos y peores consejeros; la peculiar historia con su primera mujer le propiciaría desagradables problemas en la época que más podía haber gustado de sus triunfos. Es probable que arrastrase luego alguna clase de complejo de culpa cuando casó con la segunda. Por otra parte, el padrinazgo de Luisa aportaba cierto control y disciplina que, después, desaparecieron. Tampoco su primer representante, Amadeo Indelicato, protegió al tenor como hubiera debido y la familia política de su segundo matrimonio le supuso una auténtica sangría, mucho peor que lo que había costado mantener tranquilo al legítimo marido de Luisa Pierrick. Su propia vida fue un auténtico argumento de ópera, una tragedia, como, poco después, se encargarían de resaltar los autores de la zarzuela El Divo, basada en su figura.
Pese a la nula brillantez de las celebraciones del centenario organizadas por el Gobierno de Aragón en su centenario, en el caso de Fleta no habrá que prodigar los lamentos por la trascendencia de su obra, editada en soportes modernos en su totalidad, o por la atención prestada a su figura. Existen varias biografías, con mención especial a las de Sáiz Valdivielso y Solsona, y buenos estudios parciales aunque no se haya concretado el varias veces propuesto Museo Fleta, que a estas alturas y visto lo que se reunió para el mentado centenario, ya resulta una ficción.