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(Publicado en Turia nº 143, junio-octubre 2022, pp. 327-342).

En 1895 se fundaba en Madrid la Asociación de la Prensa. Entre sus 173 miembros figuraba con el número 67 una mujer, Jesusa Granda, la primera periodista española con argumentos burocráticos para ser catalogada como tal. Once años más tarde, Atocha Ossorio y Gallardo, fue la segunda y la sí justamente famosa Carmen de Burgos “Colombine” fue la quinta (1907). Poco después, se incorporaría una zaragozana, Cecilia Camps Gonzalvo, que llegaría a la profesión tras la muerte de su marido.

A partir de entonces, Cecilia Camps incurrió en la narrativa[1] con exitosa recepción crítica. Además de sus artículos, publicó en la prensa cuentos, poemas[2] y, asimismo, estrenó una comedia[3], con lo que también fue una de las primeras mujeres en pertenecer a la Sociedad de Autores. Tras figurar durante poco más de un lustro en el candelero, su actividad se fue disipando hasta desaparecer, como desapareció su memoria. Sin embargo, puede considerársele como una de las protofeministas españolas, aunque el aluvión de hogaño no haya arrastrado su nombre hasta las prensas, si exceptuamos la mención siguiente:

A su vez, con el artículo «La mujer desaparece», publicado en la revista Mundo Gráfico, la periodista Cecilia Camps (1914) definía a sus compañeras de género que militaban en el feminismo como «energúmenos con faldas”, además profetizaba la génesis de un nuevo ser, imposible de catalogar: “cuando el feminismo haya arraigado de lleno en todas partes, las mujeres, que habrán adoptado francamente la indumentaria masculina, [. . .] entonces surgirá un nuevo ser, ni macho ni hembra, que yo brindó a mi ilustre paisano, el académico de la lengua por derecho propio, Mariano de Cavia, para que lo clasifique y dé nombre adecuado. El narrador, jurista y crítico literario Eduardo Gómez Baquero,  que firmaba con el seudónimo de Andrenio, bautizó a estos “míticos seres” como mujereshombres, ya no era ni macho ni hembra, como auguraba la redactora Cecilia Camps, sino ambas cosas en una sola[4].

Cecilia Camps había nacido en Zaragoza el 14 de junio de 1877. Era el sexto vástago del matrimonio entre Oscar Camps y Soler (Alejandría 21-1-1837-Manila, 1899) y la aragonesa Vicenta Gonzalvo. En la media docena sólo figuraba un varón.

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Oscar Camps y Soler fue un músico bastante conocido en la España de las últimas décadas del siglo XIX. Hijo de un cónsul que ejerció en Alejandría, además de su labor en la enseñanza, editó partituras, dio conciertos y su firma fue frecuente en la prensa musical del país. Alumno del Real Conservatorio de Nápoles, como constaba en sus tarjetas, debió de llegar a Zaragoza en 1871 y en seguida comenzó a impartir clases de música en su casa de la calle Cerdán nº 20, a la que se acababa de arrebatar su clásico nombre de La Albardería. Ya en 1858 había actuado en Zaragoza con éxito y en ese mismo 1871 dio un concierto en el Casino monárquico-liberal, donde también intervino una hija suya de corta edad. Fue hombre de iniciativas y polémico que en 1872 se separó  de la Academia Musical zaragozana y en 1873, al abrigo de la situación política, compuso un “Himno republicano para piano”. En 1875 abrió otra academia con más pretensiones (Academia musical y de Lenguas para ambos sexos) en el número 12 de la calle Prudencio. Ese mismo año fue nombrado profesor en las Escuelas Municipales, donde su deseo de lograr una enseñanza más profesional le granjeó enemistades y problemas.

Cecilia nació en 1877, con lo que debió de tener una formación intelectual más refinada que la mayoría de las mujeres de su tiempo. Su padre trató de trasladarse a Barcelona pero, finalmente, encontró posibilidades en unas islas Filipinas, ya en abierto conflicto con la metrópoli. Allí permaneció veinte años en los que publicó más de mil trabajos en El Comercio de Manila e influyó en los gustos musicales del país.

Por tanto, Cecilia pasó casi toda su niñez y adolescencia en la capital filipina hasta su temprano casamiento con Fernando Perdiguero Iriarte, abogado y agente de negocios también afincado en las islas. El 15 de noviembre de 1895 nace en Manila su primer hijo, Fernando. Pronto, los acontecimientos bélicos forzarán a la familia a regresar a Madrid sin haber obtenido los réditos económicos que esperaba. Allí, el 13 de abril de 1898, vería la luz la segunda hija a la que se puso el nombre de Esperanza. Los buenos augurios del nombre no se cumplieron y Fernando Perdiguero fallecía en febrero de 1905. Cecilia quedó con una pensión de 800 pesetas, por lo que en 1907 hubo de trasladarse al 2º izquierda de la calle Raimundo Lulio 1, vivienda por la que pagaba un duro al mes.

Muy pronto se manifestó su vocación. El primer testimonio que he hallado es una carta a Cansinos-Asséns, que firma junto a su amiga Rafaela González, reprochando al escritor un artículo en el que elogiaba a la mujer yanqui por “el formidable encanto de la complejidad de su carácter y la energía de su belleza”. El 15 de septiembre de 1908, Cansinos les contesta con un suelto en La Correspondencia de España, que tituló “Fémina”, donde, elegantemente, les señalaba que su escrito aludía a las que carecían de esas virtudes, que no eran precisamente ellas, como le demostraba su carta.

Será poco después cuando aparecen las primeras colaboraciones de Cecilia en la prensa. La primera que he podido encontrar, con el título “¡1º de Mayo!”, se publica en Heraldo de Alicante (4-5-1909) y corresponde a un trabajo que le fue solicitado por el Centro Obrero de la ciudad levantina para ser leído en los actos organizados el Día del Trabajo. Pocos días después, llegará a la prensa madrileña: España Nueva, El Liberal y periódicos de provincias acogen sus artículos, casi siempre de temas femeninos, que irían evolucionando desde posturas moderadamente conservadoras hacia las más reivindicativas. Por entonces, Cecilia consideraba que el lugar de la mujer era el hogar y, sólo su espíritu de sacrificio y las injustas condiciones sociales del país la obligaban a trabajar en el taller o la fábrica para colaborar en la supervivencia familiar.

La mujer ha nacido para el hogar, en él y no en las aulas y los laboratorios, tiene su puesto y su misión. El hogar hace la familia y el hogar es el que forma la base de la sociedad, y mal puede atender al hogar la mujer que pasa la mayor parte del tiempo fuera de él o entregada al estudio de cosas ajenas completamente a su misión.

Ella siempre abogaba por la necesidad de ilustración para mejorar el bienestar espiritual y el estatus femenino. En el artículo “Charitas” (Heraldo de Alicante, 9-VI-1909) utiliza como ejemplo de esa necesidad un suceso acontecido “en uno de los pueblos más populosos de España”:

…un formidable alboroto promovido por un numeroso grupo de mujeres del pueblo, que, amotinadas y furiosas, trataban de hacer pedazos un rótulo que un empleado del Ayuntamiento colocaba en una esquina cambiando el nombre de la calle y, quizá, si las hubieran dejado, al infeliz obrero que lo colocaba.  Es el caso que dicho letrero decía Zorrilla y las buenas vecinas de la calle, ignorantes completamente de que esto quisiera decir un nombre y más, todavía, de que este nombre fuera de un inmortal poeta español, juzgaban un insulto o, cuando menos, una broma pesada aquel letrero y de ahí su indignación.La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es zamacois-eduardo-portada-de-fr%C3%ADo.jpg

En seguida, Cecilia se lanzará también a la narrativa. El primero de sus títulos publicados, Alma desnuda (bocetos), obtiene una excelente acogida. El volumen recoge catorce cuentos, con la introducción de una figura como Eduardo Zamacois, entonces ya en la cumbre de su carrera como narrador y periodista de prestigio, y el comentario final de un emergente Emiliano Ramírez Ángel, que escribe allí:

Hay páginas que denuncian el espíritu proteico, gallardo y alucinante de la mujer. Una mujer brava, saludable, «sui géneris», que, dentro del vasto perímetro de la tendencia naturalista, ha tenido la generosidad —yo me atrevería a llamar «impudor literario»— de ofrecernos páginas que parecen confidenciales. Cecilia Camps escribe en una prosa fluida, opulenta, sin esfuerzos y tocada de cierta volubilidad conductora. Sabe sintetizar y pasa, como una sombra, como una caricia, sobre las pasiones y paisajes que va analizando… otra faceta harto interesante del espíritu de Cecilia Camps (…) es la compasión. He aquí la más alta ejecutoria de toda literata tan sensitiva, tan franca como Cecilia, que da «calor» y personalidad a su libro.

El volumen hubo de aparecer a principios de 1910, pues el 30 de marzo, ya se publica en el madrileño El Globo una reseña firmada por Fernando Urquijo:

¿Quién es Cecilia Camps? Por lo visto una escritora ingenua, un espíritu emancipado de lo convencional que o ha vivido mucho o ha visto la vida cara a cara. En Alma desnuda hay tersura de estilo, técnica de forma pero, sobre tales méritos en la elocución, sobresale la tersura ideológica (…) Nos seduce, se adueña de nosotros cuando la leemos porque se nos ofrece no solo como artista sino como hembra, hasta tal extremo , que tenemos envidia de aquel Federico, que en la quimera novelesca la poseyó.

Es patente que la condición femenina de la autora llama la atención de los comentaristas, lo mismo que el desnudo artístico de la cubierta. El propio Fernando Urquijo se pregunta con indisimulada lascivia “¿Será ella?”. El caso es que la obra, siendo primeriza, cosechó numerosos comentaristas. Nuevo Mundo empieza su comentario  reconociendo ese interés: “Gran curiosidad despierta siempre un libro que lleve al frente el nombre de una mujer. Esta vez la curiosidad no terminará en decepción”, para terminar asegurando: “Cecilia Camps es una fuerte y valiente escritora, sin dejar de ser una mujer delicada”. Tópicos, como se ve, pero que nos sitúan en un tiempo en que lo femenino sigue tan desconocido como atrayente y muchos varones buscan en estos libros el “misterio” que rodea el alma de la mujer, velado por la represión y la falta de contacto desprejuiciado entre ambos sexos.

Finalmente, escribe F. Gonzalez-Rigabert en la revista Ateneo (Enero-Junio 1911):

 …es un libro hecho con pedazos de vida, de esta vida nuestra de odios y pasiones, de ambiciones y envidias (…) cruel y amargo disputar, que lleva a los individuos al cansancio del ideal y de la existencia. Cecilia Camps, se nos muestra punzante a ratos (…) y a las veces frívola.

Mientras siguen apareciendo reseñas del volumen, en junio de 1911 Cecilia publica su primera y única novela, Lo que ellos quieren, que también obtuvo una gran atención crítica y muy buenos auspicios. El Globo concluye que la autora “ha hecho brillantemente su entrada en el campo de la novela (…) A las letras españolas espera una gran novelista”, aunque antes había criticado su adscripción al “afrancesado género naturalista, tan en boga y tan al uso”.

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Por su parte, La Mañana sostiene que “la novela cautiva al lector con sus atinadas observaciones y desfile de personajes admirablemente dibujados”. Y, así, todas las reseñas que he podido consultar coinciden en la bondad del producto, lo que no era de cumplimiento obligatorio en las publicaciones de la época.

Escrita con soltura y dinamicidad, Lo que ellos quieren es un mosaico de la vida madrileña de su tiempo, con especial acercamiento a lo erótico-sentimental, aspecto en el que coincide con muchos títulos de esta época. Nos presenta un matrimonio de la pequeña burguesía, con el condimento de la infidelidad de uno frente a la frialdad, mojigatería y aburrimiento de la esposa, cualidades que desaparecen cuando un amigo suyo la requiere de amores. Abunda el costumbrismo de salón aunque con observaciones siempre inteligentes y descripciones muy ajustadas. Parece que la intención principal de la novela es tanto lamentar la educación femenina como justificar la infidelidad de la esposa por el desapego e infidelidad del marido. La novela termina un poco abruptamente sin dar salida al conflicto argumental.

La cuestión del  matrimonio, que preocupó -y mucho- a los narradores franceses con Balzac a la cabeza, se revitaliza con el Naturalismo y en los primeros años del siglo XX es leitmotiv para autores como Joaquín Dicenta o Felipe Trigo. Y, por supuesto, para las escritoras españolas, desde Concepción Arenal hasta llegar a la Pardo Bazán y Colombine. En La mujer del porvenir, la primera de ellas ya avisaba de que la ignorancia y ociosidad de la mujer perturba notablemente la paz que debe existir en el matrimonio, pues ambas cosas engendran ensueños quiméricos que los maridos no pueden realizar: “El hombre, abandonando su orgullosa presunción de más fuerte y más sabio; la mujer, despojándose del fingimiento y de la astucia tan asequible a su flaqueza corporal”.

Cecilia Camps prosigue en esta novela lo que es obsesión en sus artículos de prensa: la necesidad de educación en la mujer, no sólo en su beneficio sino en interés de la pareja y de la sociedad. La perfecta casada de Fray Luis es una obsolescencia y la mujer ha de vivir la vida y compartir con el hombre la vida del espíritu y la de los sentidos. Eso no lo sabía Araceli, la protagonista, y lo ha de experimentar y aprender dramáticamente a través de su vivencia. Lorenzo Vargas se casó con ella para disponer de una esposa dulce, pacífica y amante que sustituyese la falta de cuidados que notó al morir su madre y huyendo de la insufrible pensión. Pero él es un hombre libertario que, a los pocos meses, se fatiga de la pudorosa ñoñería de su pareja y de su formalidad y santidad soporíferas. “Lo que para un razonable esposo hubiera constituido la suma aspiración, para él constituía un enorme martirio” -escribe Juan Pallarés en su reseña de El Globo– y comienza a entregarse a  devaneos, viajes  y aventuras, mientras  Araceli sueña con amores de redención. 

Los tipos y caracteres están retratados con fiel y difícil naturalidad. El ambiente responde a lo que bien conocemos de la época. Interesan especialmente los espacios en que se desarrolla: el Gran Teatro, donde se baila garrotín, el Teatro Príncipe Alfonso, el Café Nuevo Levante, donde tertulia un grupo de literatos, con nombres fingidos que son descritos con un lenguaje suelto y coloquial. Entre ellos, Eduardo Zamacois y Emiliano Ramírez Ángel, sus escuderos en el primer libro. Descubrimos también detalles expresionistas: las gallinas picoteando la pierna amputada de Iturralde, uno de los personajes (p. 183).

José Luis, otro amigo, dice a Lorenzo, encolerizado porque cree en la traición de su mujer: “las mujeres no son otra cosa que aquello que nosotros queremos hacer de ellas” (p. 218). Y poco  después: “Tomar mujer para hacer de ella una concubina destinada a cuidar nuestra hacienda, a soportar todas nuestras infidelidades, a ser puerto y refugio de nuestros desengaños o de nuestros hastíos no sólo me parece un crimen sino también un gran peligro” (p. 219).

Es curioso que, tras estos dos éxitos, la actividad de la narradora sufriera un parón, al parecer, definitivo. Es posible que tuviera que ver con la operación quirúrgica a que fue sometida en enero de 1912, ya que su nombre desaparece casi totalmente de la prensa durante todo el año. En 1913 aparecen sendos cuentos en el republicano El Radical[5] y El Liberal y ella retoma su actividad periodística pero en 1915 vuelve a desaparecer del papel impreso.

Desconocemos las particularidades de su peripecia pero es lícito pensar en problemas de salud o personales que influyeran en su alejamiento de la escritura. Sin embargo, en enero de 1916 reaparece como creadora estrenando en el Teatro de la Zarzuela la comedia El Gran Guignol, con Nieves Suárez como protagonista. Los diarios hablan de “éxito muy estimable”, “éxito grande y merecido” ”se revela como dramaturga” y El Globo elogia sus cualidades de narradora que “se consolidan y aumentan en la comedia ayer estrenada, que  por su factura, por la hábil disposición de la trama, por la soltura y belleza del diálogo parece más bien obra de un experto y consagrado comediógrafo y no el primer ensayo de un principiante”

De nuevo se trata de una denuncia de los convencionalismos y la hipocresía social en el ámbito de las relaciones amorosas, poniendo en solfa las pasiones, los prejuicios, las dotes, la virginidad o la honra, de forma más directa y demoledora que en sus textos anteriores. Según Heraldo de Madrid, “el público aplaudió vivamente las escenas en que la autora muestra con valentía su espíritu antirreaccionario y liberal”. Otros hablan de “la independencia de pensamiento”, mientras que, desde el otro lado, en El Apostolado de la Prensa, P. Caballero escribía:

Una de las pocas comedias españolas escritas por mujeres. Doña Cecilia Camps se propone en esta obra resolver en sentido absolutamente libertario el conflicto conyugal en el caso de “no comprensión” del uno y de la otra. La mujer casada se va con el amante y nada más…

La tesis de la obra de la señora Camps es tan vieja como el adulterio, y tan despreciable y reprobable como él. (…) Dª Cecilia acabará por comprender, así lo deseamos, que hay mucho que zurcir, y mucho que guisar y mucho que planchar en las casas, dicho sea con todo respeto.

No extraña la aversión de la Iglesia a la autora, que escribía en El Radical y en El Motín, proclamaba la necesidad de la enseñanza  laica y había escrito en Lo que ellos quieren: “…la mano de la Iglesia, fría, dura, implacable, enemiga de la vida y de los impulsos” (p. 95).

Pese a que Cansinos-Asséns en La Nueva Literatura (1917: 226) enumera a Cecilia entre las literatas de la “pléyade más reciente”, junto a Gloria de la Prada, Alcaide de Zafra, Concha Espina, la señorita Castellanos y Gertrudis M. Segovia, su figura volverá a oscurecerse, si exceptuamos la dirección, asumida en enero de 1916, de la efímera revista quincenal, Ideal Fémina, de presentación lujosa y esmerada pero sin colaboradores de prestigio.

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Cansinos ya se había pronunciado sobre el inicio editorial de la autora: “Cecilia Camps, que ha escrito un libro admirable, Alma desnuda, maculado lastimosamente por una portada de novela erótica”.  La recordará en el tercer tomo de La novela de un literato, escrito muchos años después y publicado todavía más tarde (1995):

Barberán, ese redactor de El Liberal, que quería hacerme una interview y me pedía unas pesetas para los gastos del fotograbado del retrato… Lo he mandado a paseo, naturalmente… ¡A qué extremo han llegado esos periódicos!…

¡Barberán! –evoco yo-. ¿No era ese aquel periodista que le hacía la corte a Cecilia Camps y la tiranizaba y despojaba? ¡Qué notable cómo va uno recogiendo pedacitos de historia!… Su antiguo amante ha venido a parar en la bohemia hampona, miserable e indigna… ¿Y ella? ¿Qué habrá sido de ella, Mi amada epistolar?… Y me estremezco al pensar que habrá muerto o será una señora anciana con el pelo blanco, ya que en aquel tiempo casi podía ser mi madre… ¡Oh, indecible tristeza de los epílogos!

Como trasluce el texto del sevillano, Cecilia se había ido difuminando para finalmente desaparecer. En los años veinte encontramos esporádicas colaboraciones en revistas infantiles como Chiquilín y algunas de moda femenina. También, la traducción de una novela: La casa sombría de Philine Burnet. A través del diario La Libertad, sabemos  que en enero de 1925 es madrina en la boda de su hija Esperanza con Mateo Ferrero González, “notable pintor”. Y, por Heraldo de Madrid, que su hijo Fernando matrimonia en febrero de 1929 con Rosario Pérez Cortell. Con el seudónimo “Menda”, Fernando Perdiguero alcanzó cierta fama como caricaturista, escritor y periodista. Debió de estar en el bando perdedor de la guerra pues la necrológica de ABC, nos informa de que fue condenado y, en 1947, indultado.

La última mención de Cecilia que he podido encontrar corresponde a 1931. Es su traducción de La gran conquista de la serpiente de mar, novela de aventuras de Burnet y Conteaud, publicada por Editorial Juventud. Diez años más tarde fallecería en Madrid.

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Ahí desaparece la estela literaria de una autora que, no sólo por la calidad de su producción narrativa sino por la significación histórica y sociológica de su articulismo, que reclama una antología, merecería un lugar en el ya nutrido mosaico  de las precursoras en la lucha por modificar el estatus de la mujer en la sociedad española.

Finalmente, se incluye El cinematógrafo, un cuento breve que, junto a Tempestad, del consagrado Felipe Trigo y Contrabando, del denostado bohemio Dorio de Gádex  (Antonio Rey Moliné), hace el número 15 de la colección Cuentos Galantes y fue publicado el 6 de septiembre de 1910, entre la aparición de sus dos libros de narrativa. Esta rara colección de novela corta, que alcanzó 55 números entre mayo de 1910 y junio de 1911, merecería un detenido estudio tanto por la importancia de sus colaboradores, como por los contenidos, frecuentemente heterodoxos, que acogía. Tanto por su tema, tan propio de aquellas calendas en las que la gente, en vez de distraerse mirando las pantallas del móvil, ordenador o televisor, lo hacía mirando por la ventana, como por su escritura, el texto de Cecilia Camps resulta tan sugestivo, que he decidido incluirlo como apéndice de este trabajo.

                                                                        NOTAS

[1] Alma desnuda (bocetos), Madrid, Pueyo, 1910. Prólogo de Eduardo Zamacois. Comentario de Emiliano Ramírez Ángel.

[2] Lo que ellos quieren (novela), Madrid, Martínez de Velasco, 1911.

[3] La única mención a sus poemas que he encontrado: Eduardo Martín de la Cámara, Cien sonetos de mujer, Madrid, Gráfica Excelsior, 1919.

[3] Gran Guignol (comedia en tres actos) estrenada en el Teatro de la Zarzuela el 14-I-1916.

[4] Sonia Reverte Bañón, Dossiers feministas, 5, “La construcció del Cos: una perspectiva de gènere”,  pp. 141-142.

[5] Javier Barreiro, “El Radical visto por Javier Bueno”, Clarín nº 132, noviembre-diciembre 2017, pp. 18-23. https://javierbarreiro.wordpress.com/2018/01/14/el-radical-visto-por-javier-bueno/

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EL CINEMATÓGRAFO

 

Daban las siete en el reloj de las Clarisas cuando los tres amigos salían del café de la Manigua, situado en la calle de Estrella.

Parados en la puerta, mientras Solís daba un encargo a un camarero, Méndez y Requejo pasearon la mirada por la estrecha y tortuosa vía buscando una cara conocida; no vieron a nadie. Los vecinos del viejo poblachón preferían quedarse en casa, aligerados de ropa, a ir sudando por las calles, ellos embutidos en el incómodo cuello almidonado, y ellas oprimidas por el martirio torturador del corsé.

        – Uf, vaya un calorcito! La piedras echan lumbre materialmente –exclamó Requejo abanicándose con el jipi el rostro sudoroso y congestionado.

Méndez no le contestó. Tenía puesta toda su atención en una ventana de enfrente, donde acababa de aparecer la figura de una mujer morena, de formas opulentas, que se marcaban firmes y bajo la urdimbre transparente de una flotante bata veraniega.

  • ¡Vaya una hembra!… ¿Quién será el pedazo macizas de bruto que…?
  • ¡Pehs!… –murmuró desdeñoso Requejo. –Eso es una vaca… Con un cuerpo así no hay refinamiento posible. Donde esté una mujer ágil, flexible… ¡Hombre! – añadió cambiando de tono; -las de Soto… por ahí vienen… ¡Y menuda mano de pintura que se traen las gachís!
  • ¿La pequeña se casa al fin con Manzano?…
  • Eso dicen. Por cierto que harán buena pareja: él tan largo y ella que apenas le llega a la cintura.
  • Como decía Concha Ortiz la otra noche con mucha gracia: “Ese hombre va a ser viudo de medio cuerpo para arriba”…

Los dos rieron. Solís se despedía en aquel momento de su interlocutor.

  • -Andiamo –dijo reuniéndose a los dos amigos.
  • – ¿Dónde vamos? –preguntó Méndez. –Podemos ver un vermú…
  • -¡Quita allá!… ¡Con este calorazo meterse en un horno!…
  • Vámonos a mi casa – apuntó Solís, – mi mujer nos preparará un refresco y podremos charlar en mangas de camisa hasta la hora de cenar.
  • Muy bien pensado.
  • Pero que muy bien.
  • Pues vamos allá.

Echaron calle arriba, andando despacio, saludando aquí y allí a los conocidos que encontraban sentados a la puerta de las cervecerías o sosteniendo con las espaldas los escaparates de las tiendes de lujo.

Solís tenía su vivienda al final de una calleja estrecha y sombría. Frente por frente a sus balcones se alzaba la enorme mole de un convento de franciscanos, cuyos muros altísimos arrojaban sobre las casas fronterizas una gran mancha oscura y triste.

  • Llame usted a la señorita Isabel –ordenó Solís a la criada que les abrió la puerta.
  • La señora salió temprano, y no ha vuelto aún… Dijo que iba de visitas.
  • ¡De visitas!… Pues ya tenemos para rato. Las mujeres, en cuanto se reúnen para murmurar, pierden la noción del tiempo; bueno, es igual. Llévenos usted al despacho vasos, un limón, agua fresca y azúcar. ¡Ea, adentro!

Y precediendo a sus compañeros, los tres penetraron en el despacho, donde no tardó en aparecer la sirviente con una bandeja, en la cual traía todo cuanto su amo habíale pedido, y un minuto después, éste, en mangas de camisa, preparaba el refresco con la parsimoniosa gravedad que ponía en todos sus actos.

Requejo, que también se había despojado de la americana, sentado ante la mesa ministro, hojeaba una revista ilustrada, después de haber encendido la luz, porque ya era de noche completamente.

De pronto, Méndez, que se había asomado al balcón, se volvió sonriente, llamando por señas a sus compañeros.

  • ¡Chit!… Venid, venid pronto…

Requejo dejó caer la revista, y Solís, limpiándose las manos, húmedas por el zumo de limón, emprendió también su tarea.

  • ¡Qué gracia tiene! ¡venid pronto! – repetía Méndez.La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es camps-cecilia_el-cinematografo-ilust001.jpg

Llenos de curiosidad, se acercaron los otros dos al balcón.

  • ¡Calla, un cinematógrafo!
  • ¡Películas al aire libre!
  • Callad, y miremos, que la acción promete ser interesante.
  • Tú, apaga la luz; no vean que les observamos.

Dieron vuelta a la llave, y envueltos en la oscuridad de la noche sin Luna, quedaron agrupados junto al balcón, sin moverse ni respirar siquiera, atentos sólo a lo que veían sus ojos.

Ante ellos se alzaba, blanqueado y liso, el paredón del convento, en el centro del cual aparecía perfectamente dibujado un balcón, que debía estar debajo precisamente del que ocupaban los tres amigos. El cuarto al cual pertenecía el balcón hallábase iluminado, y la luz, lanzando sus reflejos al paredón, proyectaba en él todo cuanto pasaba en el interior de la estancia, dando la ilusión de un cinematógrafo tosco y deficiente.

Dos siluetas se movían ahora, accionando como si discutieran acaloradamente. Eran un hombre y una mujer. Esta llevaba un enorme sobrero, adornado con una gran pluma flotante, que se balanceaba al menor movimiento, tomando proporciones gigantescas cada vez que su dueña, al hablar, se acercaba más o menos a la luz.

  • Oye… ¿Quién vive ahí abajo? – preguntó Méndez a media voz.
  • No le conozco. Sé solamente que se llama Pérez y vive solo. Se ha mudado hace poco.
  • ¿Pero es soltero?
  • Así creo; por lo menos ni criada tiene…
  • Entonces… esa mujer…
  • Figúratelo…
  • Callad, callad, que esto se anima.

Efectivamente; la escena íbase haciendo interesante: las dos sombras, unidas ahora, se confundían en la pared en una gran mancha borrosa. Una mano, que no se podía precisar de cuál de los dos era, echó mano al sombrero y lo desprendió de la cabeza de ella, no sin trabajo, a juzgar por el tiempo empleado.

  • Malo –dijo Solís– empieza el aligeramiento de prendas.
  • Mira, mira… Él va a ponerlo por ahí…; ya vuelve…
  • Ahora le coge una mano…; ella la retira…; dice que no… Es una virtud.
  • ¡Anda, tonta!… ¡Si lo estás deseando!… A qué, si no, has venido a casa de un soltero… sin criada.
  • ¡Atiza! … ¡Qué bárbaro! Ese tío nos está poniendo los dientes largos.
  • Ella se enfada…; quiere irse… ¡Anda, panoli, cógela!… ¡Que se te escapa!… ¡Anda con ella!

Solís, entusiasmado, mientras arengaba a la sombra, seguía la pantomima lleno de interés, enardecido por las escenas que presenciaba.

  • ¡Esto es graciosísimo! ¡Es notable! – repetía alborozado. – No se van a reír poco cuando lo contemos mañana en la Peña.

Entretanto, las figuras iban y venían ya juntas, ya separadas, tomando sus siluetas en la pared, por un fenómeno óptico, las formas más grotescas e inverosímiles. Las cabezas, unas veces puntiagudas, se alargaban otras hasta llegar a tener igual dimensión que los cuerpos deformados ridículamente, y los brazos, larguísimos, terminados en manos enormes, se movían como las aspas de un molino. Ahora las sombras, muy juntas, permanecían inmóviles. Seis ojos acechaban el menor movimiento.

  • ¡Ay!… ¡Ahora se dan un beso!… ¡Otro! … La fiera parece que se amansa.
  • ¡Andad, hijos, aprovecharos!…
  • ¡Duro, duro, que el tiempo es corto!…
  • Señores – declaró Méndez: – yo me voy a tomar mi refresco. ¡Me ahogo!… Estas escenas me ponen malo.
  • Pues lo que es yo no dejo mi sitio por nada del mundo. Quiero ver en qué para esto.
  • Y te lo puedes figurar.

Las siluetas se separaron al fin, y una, la del hombre, se acercó al balcón y cerró las maderas.

La algazara subió de punto en el observatorio.

  • ¡Señores, sesión secreta!
  • ¡Ya vimos bastante!
  • ¡Buen provecho, amigos!

Riendo, metiéronse dentro, comentando satíricamente el suceso, mientras tomaban sendos vasos de agua de limón.

  • ¡Qué lástima! Han cerrado a lo mejor.
  • Por supuesto, que hay que averiguar quién es ella.
  • ¿Pero cómo?… La noche está tan oscura, que desde el balcón …
  • Muy sencillo: salimos a la escalera, y cuando se marche …
  • ¡Es verdad!
  • Pues veamos, antes que se nos escape.

No tuvieron que esperar mucho: unos minutos después sonó la puerta del cuarto bajo, y un discreto cuchicheo llegó a los oídos de los tres curiosos; pero no lograron entender una sola palabra, ni conocer tampoco la voz de la misteriosa desconocida.

El cuchicheo cesó a los pocos instantes; cerróse la puerta sin ruido, y unos pasos menuditos taconearon escaleras arriba.

  • ¡Chico – dijo Méndez, – parece que sube!La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es camps-cecilia_el-cinematografo-ilust002.jpg
  • Esa viene a tu casa – observó Requejo a su vez – Debe ser amiga de tu mujer.

Apenas si tuvieron tiempo de meterse en el pasillo y simular que se despedían para marcharse; ante ellos apareció con los ojos brillantes, el rostro encendido y el pelo en desorden, bajo un enorme sombrero que adornaba una gran pluma flotante, Isabel, la esposa amantísima de Solís.

  • ¡Ah!… dijo ella al observar en el rostro de su marido una expresión indefinible. – ¿Te enfadas porque vengo tarde?… Es que fui a ver a Clara y se empeñó en que saliéramos juntas… Hemos estado en el cinematógrafo…

Como Solís, idiotizado por la sorpresa, no dijera nada, contestóle Requejo sencillamente.

  • ¡Y nosotros también, señora!

Cecilia CAMPS

 

Cecilia Camps en una foto antigua

(Publicado en El Periódico de Aragón, 8-IX-2019)

Desde finales de abril vienen apareciendo reseñas de Los tres libros de Ana Díaz (edición de Jesús Munárriz), en la que este conocido y competente editor, librero y poeta, atribuye la autoría de los mismos a la escritora y periodista Carmen de Burgos “Colombine” (Almería, 1867-Madrid, 1932), olvidada durante muchos años pero que en las últimas décadas ha recuperado, a través de abundantes ediciones y estudios, la atención que merecía.

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Jesús Munárriz comienza su introducción con la rotundidad del inseguro maravillándose de que “una trilogía publicada con el seudónimo de Ana Díaz haya pasado inadvertida para lectores, críticos, biógrafos e historiadores de la literatura durante casi un siglo”. Después, se dedica a tratar de justificar su atribución no con rasgos precisos y documentados; tampoco, por medio de una comparativa estilística, sino con lo que él cree comunidad de criterios entre Colombine y la firmante del libro. También, por las directas alusiones en el texto de Ana Díaz –casi siempre de carácter irónico o humorístico- a la escritora almeriense[1]. Con todo esto la identificación de ambas queda establecida con pujos de irrefutabilidad.

Enumeraremos los tres libros en cuestión, citando de paso, el año en que fueron publicados, dato que ni conoce Munárriz ni la Biblioteca Nacional ni tampoco quienes se han dedicado a escribir sobre su verdadero autor, que no es otro que Pedro González Blanco (Luanco, 1879-Villanueva de la Sagra, 1961), al que no cita Munárriz en ningún momento, aunque sí a su hermano Andrés, algo más conocido en el mundo literario.

Los libros son: La entretenida indiscreta 1920, Guía de cortesanas en Madrid y provincias 1921 y La imperfecta casada: (avisos a las adúlteras) 1922. Se aporta igualmente una traducción del portugués, Guía de casados, 1921, también firmada por Ana Díaz. No olvidemos que Pedro González-Blanco dedicó gran parte de sus bríos a la traducción y en sus versiones no faltan los autores portugueses[2].

La autoría del escritor asturiano no es ningún invento mío sino que era conocida de siempre por los expertos en el mundillo literario de la época, pero me limitaré a aportar unos cuantos textos y estoy seguro de que, con dedicación, podrán encontrarse muchos más:

 Recurramos en primer lugar a dos diccionarios de seudónimos, que tan útiles suelen resultar a los libreros como Munárriz: 1500 seudónimos modernos de la literatura española (1900-1942) de Eduardo Ponce de León Preyre y Florentino Zamora Lucas, Madrid, Instituto Nacional del Libro, 1942. En su página 35 se lee: “Díaz, Ana: Pedro González Blanco, La entretenida indiscreta”. 

Un cuarto de siglo más tarde, igual criterio sostienen P. P. Rogers y F. A. Lapuente, autores del grueso y documentado Diccionario de seudónimos literarios españoles, con algunas iniciales, publicado por Gredos (pag. 151), tanto respecto a la obra anterior, como a Guía de cortesanas.

Pero, si vamos a los testimonios de sus contemporáneos, el mismo año 1967 en que se publica el mentado diccionario, aparece un libro del alicantino José Alfonso Vidal, Siluetas literarias, donde este amigo y tertuliano de Pedro González Blanco dedica uno de sus artículos a su hermano Andrés pero en él nos cuenta con claridad la peripecia de su amigo Pedro y el origen del equívoco:

Pedro tenía un temperamento más retozón. Yo recuerdo el barullo que armó en mis años mozos la aparición de un libro titulado La entretenida indiscreta, que firmaba Anita Díaz. En la portada venía un retrato de la autora. Los que, como yo, frecuentábamos entonces en Madrid lo que se llamaba con dulce eufemismo “la vida galante” –y nos sabíamos al dedillo a  todas las entretenidas de la Corte- no conocíamos a la tal Anita ni por el nombre ni por la foto, que es lo mismo que decir “ni por el forro”. A la postre resultó que la horizontal de marras era… Pedro González-Blanco. ¡Nos gastó una buena broma literaria!

Los artículos de este libro de José Alfonso habían sido publicados en el diario ABC. Rafael Inglada me informó que el que nos ocupa había aparecido en dicho periódico con fecha del 10 de octubre de 1962.

No se queda solo don José en su referencia sino que también Cansinos-Asséns recuerda varias veces a Pedro González-Blanco en una obra tan conocida y consultada como La novela de un literato (tomo III, p. 320).

Reaparece en Madrid Pedro González Blanco después de muchos años de ausencia en América (…) Ahora viene en compañía de una cocotte internacional, con la que se hospeda en el Palace y a la que, según dicen, utiliza de gancho para armar encerronas a los viejos verdes y ricos…

A nombre de esa amiga –Anita- ha publicado un libro que titula Manual de la perfecta cortesana y que sólo he visto en las vitrinas.

Pero también el dato era conocido por los eruditos.  Marcos Rodríguez Espinosa, siguiendo a Cansinos y a Constantino Suárez[3], apunta en su artículo[4], consultable en el Cervantes Virtual.

Su breve estancia en España estuvo marcada por el escándalo, ya que publicó un libro titulado Manual de la perfecta cortesana firmado por su acompañante, y fue denunciado por una de sus víctimas a la policía, que «lo detuvo, en unión de su cómplice, internándolo en la Modelo, como a un quincenario y merced a sus influencias —los masones-, la cosa no pasó adelante, y el hombre quedó en libertad, pero a condición de marcharse de España.

Los reseñistas no parecen hacer migas con los eruditos. Por escoger una de las últimas, Ana Rodríguez Fischer, que comenzaba así su muy elogiosa reseña de la edición de Los tres libros de Ana Díaz en el suplemento de libros Babelia (10-8-2019):

Con despliegue incontestable de datos y argumentos, al cabo de un siglo Jesús Munárriz rescata  Los tres libros de Ana Díaz, cuya presencia pasó inadvertida hasta ahora pese a poder atribuir su autoría con toda fiabilidad a Carmen de Burgos.

Los estudiosos -casi siempre estudiosas- de la gran escritora almeriense, con Concepción Núñez Rey a la cabeza, supongo que habrán puesto antes que yo las cosas en su sitio pero en la provincia es difícil enterarse de la actualidad.

Por cierto, aunque con interrogaciones, los tres títulos de Ana Díaz mencionados – por cierto, portadores de una excelente prosa- figuran como obras de Pedro González Blanco en su entrada de ¡¡la Wikipedia!!

                                                                                     Pedro González-Blanco

NOTAS

Caricatura de Colombine x Amorós

[1] Sí que sería ilustrativo  investigar acerca de las relaciones entre Pedro González Blanco (Ana Díaz) y Colombine, lo que podría aportar luz sobre lo que parecen guiños cómplices. Seguramente, se conocieron en la tertulia que Blasco Ibáñez reunía en su casa madrileña, a la que asistía Pedro junto a otros escritores jóvenes. En 1906 el exitoso novelista republicano invitó a Carmen de Burgos a unirse a ella cuando gustase, lo que Colombine hizo frecuentemente.

[2] Marcos Rodríguez Espinosa, “Tradición y aventura: Pedro González Blanco (1877-1962), traductor de la Generación del 98”, pp. 125-131. https://cvc.cervantes.es/lengua/iulmyt/pdf/traduccion_98/13_rodriguez.pdf

[3] Constantino Suárez, Escritores y artistas asturianos. (Índice bio-bibliográfico), ed. J. M. Martínez Cachero, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1955, p. 262.

[4] Citado en nota 2. Debo su conocimiento a Blanca Chollet.

 

(Publicado en Clarín nº 135, mayo-junio 2018, pp. 42-46).

El muy raro libelo al que el título de este trabajo se refiere apareció, sin fecha ni pie editorial, en Madrid a finales de 1904[1]. En sus 32 páginas se pone como no digan dueñas a 84 escritores contemporáneos, entre los que figuran los de la vieja guardia, como Marcos Zapata, Eugenio Sellés o Galdós, que hacía poco habían superado los sesenta años, pero también a los modernistas y todos aquellos que después serían agrupados bajo el socorrido marbete de Generación del 98. Realmente, es a los jóvenes contemporáneos del autor a quienes se presta mayor atención. Allí se incluyen algunos como Julio Camba y Pedro de Répide, nacidos en 1882 o Juan Ramón Jiménez, que en 1904 cumplía los 23 años.

No es este el lugar para analizar las glosas del libelo, en general, abundosas en mala baba y, lamentablemente, no demasiado provistas de agudeza, lo que no deja de sorprender porque su autor fue celebrado por un ingenio que sí demostró en otros lances. Citaré, sin embargo unos cuantos fragmentos para dar idea del tono de la publicación.

José Martínez Ruiz: “Es la imbecilidad ensamblada con la memez…” (5)

Enrique Gómez Carrillo: “…se emborracha en el Boulevard y, por último, besa a la Cleo en los labios, en todos sus labios…” (6)

Mariano de Cavia: “Cuando no está en curda es el ser más imbécil de la tierra…” (7)

Alfonso Pérez Nieva: “…de su literatura puede decirse que es como la cagada de pavo: ni sabe ni huele…”  (9)

 José Ortiz de Pinedo: “En una noche de amor en que Juan R. Jiménez le entregó a Valle-Inclán su alma de violeta, fue concevido (sic) este gargajo glauco de la literatura…” (12)

Cristóbal de Castro: “Este feto pertenece a la familia de los Daguerre, orden de los Candamo, especie de los Zamacois. Su prosa es el mejor abono para las plantas de los pies…” (15-16)

Eugenio Sellés: “Imaginad una res, / sopladle bien por el ano / y abultará más que tres. / Pues así engordó Sellés / después de El nudo gordiano”. (16-17)

Jacinto Octavio Picón: “Congrio de la clase de republicanos, cuentista adormidera de los más insufribles…” (21)

En la breve introducción, tras una cita del Marqués de Premio Real: “Las introducciones deben ser violentas” en la que, con la polisemia del sustantivo, se alude a la homosexualidad del aristócrata, la puya se remacha en los últimos versos de la glosa a él dedicada:

«Me voy, pues, por el atajo / sin hablar de este señor, / el cual trabaja a destajo / y a quien deseo un… trabajo / mientras más grande mejor» (24).

Las alusiones al comportamiento sexual continúan con la primera figura del elenco, Emilia Pardo Bazán:

Es una gran protectora de sus paisanos. El número de gallegos que albergó bajo su techo no puede calcularse. Dícese que con Vahamonde ha llegado a 69.

Tiene dos hijas, pero no tiene marido. Buenas gentes afirman que lo tuvo a mediados del siglo pasado.

Ha escrito mucho sobre el amor y, últimamente, hace la vida de una santa.

El demonio, harto de carne… (5).

Como se dice en la mentada introducción, los textos no van dirigidos a un receptor cualquiera:

El público, el verdadero público, la clase neutra de los hombres cultos, nos juzgará. Para los imbéciles, las multitudes que ríen con  El rey del valor y lloran con Mancha que limpia sentimos un desdén profundo y misericordioso[2]

Sea como fuere, el motejo de hampones se extiende a todo el espectro literario: no se salvan novelistas, poetas, dramaturgos, comediógrafos ni periodistas. Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán, Dicenta, Baroja, Antonio Machado o Unamuno reciben el mismo trato. La palabra “hampón” era muy usada en esta época y aunque su sentido solía ser el habitual hoy, se extendía también a los golfos o a los que vivían del engaño. Es, sobre todo, este último significado el que parece aplicarse a los escritores.

El libelo en cuestión  está firmado con el cervantino seudónimo de Chiquiznaque[3]. La ficha de la Biblioteca Nacional –incluso hoy-  lo atribuye a Julio Camba y ha habido varios estudiosos que se han preguntado –e incluso alguno se ha respondido- por la identidad del mentado Chiquiznaque[4].  

La respuesta, sin embargo, está en el tomo inicial de la primera edición de las memorias de Cansinos Assens[5]:

El amigo Iribarne le ha dedicado en sus Hampones de la Literatura esta semblanza:

                           Don Benito tiene un perro que se llama Secretario,

                           El secretario de don Benito es Ángel Guerra[6].

Por lo poco que conocemos del personaje, el libelo se acomoda a su desfachatez pero extraña el poco cuidado y más bien chapucero lenguaje, aunque éste tampoco sería propio del joven Julio Camba y menos de Roberto Castrovido, los dos periodistas a quienes hasta ahora se ha atribuido la autoría.

José Iribarne es uno de los personajes más citados en La novela de un literato, donde casi siempre se le nombra con el apodo de Zaratustra que, es sabido, se aplicó a otros individuos en época tan nietzscheana como el comienzo del siglo XX[7]. Sin embargo, Iribarne es autor del que apenas hay huellas y parece que no ha suscitado el interés de los especialistas en este periodo, a pesar de ser uno de los ejemplos más fehacientes de la tan traída y llevada bohemia española.

Cansinos, que también aparece en Los hampones con el nombre de R. ben Cansino, es casi la única fuente para averiguar algo de las peripecias de este rebelde irredento, del que no he podido encontrar ninguna representación iconográfica. A través del erudito sevillano y de muy dispersas noticias hemerográficas, podemos reconstruir alguna parte de la historia de Pepe Iribarne, cuyo medio de vida no fueron, en realidad, las letras sino el dibujo y la pintura.

 

EL PERSONAJE

Pese a su apellido vasco y haber vivido en Bilbao, Cansinos Assens apunta que José Iribarne –Zaratustra en sus memorias- era de la tierra de Villaespesa, es decir, almeriense[8].  Hijo de un crápula, que fundió su capital, hubo de trabajar como cajista de imprenta. Durante un tiempo y junto a Joaquín López Barbadillo, que después sería redactor de El Imparcial, trabajó para el jerezano Manuel Escalante, otro editor y libelista que explotaba a ambos.

De su actividad como escritor en su primera época sólo conocemos el citado libelo, Los hampones de la literatura, y un folleto de 16 páginas, sin fecha pero de la primera década del siglo XX, con el título ¿La herencia del negro o la herencia del blanco? (sobre un litigio), que hace referencia a un tema omnipresente en la prensa de entresiglos y cuyo más cabal ejemplo es el galdosiano Electra: la apropiación con malas artes de una herencia, por parte de los padres Escolapios, sólo que en esta ocasión el autor defiende la inocencia de la orden.

Por su parte, Cansinos  asegura que, además de frecuentar las tertulias de El Colonial y El Universal, acudía a la de La Montaña[9], donde se imponía a todos por su mordacidad y su franqueza insobornables. Después, cambió los cafés por los tupinambas[10] de las cercanías de Antón Martín, más baratos y que acababan de aparecer. Segundo de Pujana, con el que tuvo relación amistosa, lo llamaba “Príncipe de la ironía”. En cambio, Iribarne escuchaba a éste con conmiseración y, de pronto, estallaba en una carcajada que dejaba perplejo al bohemio. Se reía de un modo falso, como atacado por la tosferina.

Cansinos, que le dispensó siempre gran amistad, lo admiraba, quizá, por decir en público, con una gravedad hierática y tajante, aquello a lo que él no se atrevía. El bohemio sólo admiraba a su hermano Paco, que no tenía nada de admirable y escribía en El intransigente de Lerroux.

Iribarne era de los muy escasos contertulios de Valle-Inclán que no se extasiaba ante el gran estilista gallego, a quien identificaba con un mendigo de sus propios cuentos, ni tampoco ante Azorín. A Baroja lo consideraba, con bastante razón, un anarquista de pega, un falso Gorki. Tampoco los literatos emergentes se salvaban de sus dicterios. A Julio Camba le decía que era un pequeño miserable y, a su querido hermano Paco, un pequeño pobre hombre.

Hacia 1912, dio por frecuentar junto al maestro San José[11] el teatro Noviciado, tildado de “barraca” por Cansinos, que a veces los acompañaba, todos ellos atraídos por los engendros que “hacían reír por su insulsez y procacidad”.[12]

Con barba y grandes bigotes rubios, tenía unos modales rudos, proletarios y francos y le cantaba las verdades, con acritud, al lucero del alba. En cambio, la mujer con la que vivía, Obdulia, conseguía sacarlo del café tan sólo con una seña. Rubia y de ojos azules pero poco agraciada, “prematuramente, envejecida por los partos[13],  mal vestida y sucia”[14], admiraba, sin embargo, con unción a su amante. Vivían en un cuchitril de la calle Tres Peces, “de lo peor que hay”, entre la plaza de Lavapiés y la calle de Atocha, donde el escrupuloso Cansinos rehusaba las patatas soufflé de Obdulia, que encantaban a otros cofrades de la pobretería. Iribarne cambiaba continuamente de aspecto cortándose la barba y/o el pelo. Los bohemios lo buscaban pues, aunque en absoluto le sobraba, manejaba más dinero que ellos y, frecuentemente, los invitaba.

No sabemos dónde obtenía el monto que manejaba, pues su nombre apenas aparece en algún lugar[15] y, como ilustrador de libros, sólo hemos localizado su firma en una novela corta editada el 20 de febrero de 1913 con el número 5 en El Cuento Decenal. El autor de la misma, que firma con el seudónimo de “El Caballero de la Noche”, es uno de los más desconocidos, pintorescos y descabalados componentes de la bohemia madrileña, el ya mentado Segundo Uriarte de Pujana[16], y el título de su novelita, Norma. Iribarne era, sobre todo, caricaturista y, a veces, ilustraba las hojas que él mismo redactaba con seudónimos como “El terrible Pérez”, “Chiquiznaque”, “Peláez, crítico”, “Toribio saca la lengua[17]”… Incluso incluía su propia caricatura “en paños menores, con hongo y los pies descalzos con los dedos engarabitados y llenos de juanetes”[18]. En septiembre de 1910 varias publicaciones anunciaban que partía hacia las provincias del norte, para impartir una serie de conferencias sobre “La Pintura y la Caricatura en España” e intentar exponer su obra[19].  Esta debió de ser una de sus principales fuentes de ingreso, pues hay noticias de que pronuncia esta misma conferencia en Zamora en julio de 1913, mientras que el 22 de marzo de 1918 El Eco Toledano da cuenta de que ha llegado a la ciudad imperial “el prestigioso crítico de arte de El Pueblo Vasco” para impartir una conferencia sobre “Historia de la caricatura”, lo que da cuenta de que había conseguido esa colaboración en el diario bilbaíno, ya que la pareja Pepe-Obdulia se trasladó a la capital vasca a finales de la segunda década del siglo XX. Allí, en la Imprenta de la Viuda e Hijos de V. Hernández, editó en 1922 su primer libro, El arquitecto Pedro Guimón y las modernas orientaciones pictóricas en el país vasco, ilustrado por el mismo autor[20]. Únicamente tenemos algunos datos sueltos de su actividad durante la dictadura primorriverista. Tal vez estuvo temporalmente exiliado. A finales de 1927 publicó en Bayona dos números de una revista con el título de Tierra Vasca. También fue redactor y después ejerció la dirección de La Prensa, un diario en decadencia que desapareció en 1931. 

En 1925, casi perdido el contacto con Iribarne aunque todavía se escribían, Obdulia viajó de Bilbao a Madrid para realizar una gestión en favor de su hermana ante el general Martínez Anido y visitó a Cansinos[21]. El famoso y temido militar había sido su pretendiente cuando era un tenientillo pero la joven eligió al bohemio. A pesar de ello, el justamente llamado Severiano le profesaba gran afecto y le ofrecía empleos para Pepe, su querido compañero, que él, orgullosamente, rehusaba.

Obdulia  refirió a Cansinos que su Pepe figuraba como redactor en el diario La Tarde y seguía haciendo gala de sus excentricidades. Para que le subieran el sueldo, se hizo un traje de arpillera y se presentó así en el ayuntamiento para cubrir la información municipal. Al ser reprendido por  exhibirse de tal guisa en la corporación, replicó que con su sueldo era el único traje que podía sufragarse. Por otra parte, escribía críticas de pintura y chamarileaba con sus cuadros, con los que también viajaba a Biarritz. Obdulia lamentaba que, sobre todo, lo hacía para coquetear con francesitas. Lamentaba también que seguía comiendo con los dedos, manchando todo y gargajeando en el suelo. Ella tenía hasta que sonarle los mocos.

Caído Primo de Rivera, Iribarne abandonó La Prensa para ocuparse del diario nacionalista Acción Vasca, de corta vida. Según sus propias palabras, decidió volver a Madrid, harto de Indalecio Prieto[22]. Fiel a sus costumbres, se instaló en un cuartucho realquilado de la calle Cruz Verde “de una casa absurda, viejísima, cuya escalera arranca del mismo portal y cuyos inquilinos son esquineras y maleantes”[23].  Su viejo conocido Lerroux lo nombró vocal de un comité paritario en Segovia, lo que junto a las colaboraciones periodísticas le permitió sobrevivir. Sin embargo, el 14 de marzo de 1933 firmaba una carta con otros redactores de El Imparcial[24], en la que decían abandonar el periódico por el carácter comunista de sus dirigentes.

A finales de dicho año, con prólogo de Eduardo Barriobero[25], firma un nuevo volumen de gran actualidad, Las dos oligarquías capitalistas que devoran a España. El Concierto económico de las Vascongadas y la Autonomía de Cataluña, que requeriría un comentario que no es de este lugar y una reedición que, si no se ha llevado a cabo, es por desconocimiento. Sí puede resultar ilustrativo recordar que don Santiago Ramón y Cajal en El Mundo a los 80 años confiesa que esta obra y La rebelión de las masas son los dos libros que más le han impresionado en los últimos tiempos.

Nada sabemos de la peripecia de José Iribarne durante los años siguientes. Hubo de morir en los últimos meses de 1938 en su Almería natal y en no sobrada condición económica, ya que  Sánchez Hernández, a la sazón gobernador civil de la ciudad,  fijó un donativo a favor de Obdulia, su resignada viuda por la que suspiró el general Severiano Martínez Anido[26], que ahora, con mando en la nueva tesitura, tal vez influyera en tan generosa acción.

 

OBRAS

-IRIBARNE, José (con el seudónimo de Chiquiznaque), Los hampones de la literatura, Madrid, s. e., s. f. (1904).

-, ¿La herencia del negro o la herencia del blanco? (sobre un litigio), Madrid, Imprenta Universal, s. f. (h. 1905).

El arquitecto Pedro Guimón y las modernas orientaciones pictóricas en el país vasco, Bilbao, Imprenta de la Viuda e Hijos de V. Hernández, 1922.

-, Las dos oligarquías capitalistas que devoran a España. El Concierto económico de las Vascongadas y la Autonomía de Cataluña, Madrid, Imprenta de Galo Sáez, 1933.

NOTAS

[1] En la línea del Charivari (1897) azoriniano, en esta época se publicaron varios libelos de esta especie, generalmente en verso, en los que la agresividad se imponía a la sátira.

[2] El Rey del valor fue una humorada en un acto de Antonio Paso y el periodista Carlos Crouselles, musicada por el maestro Rafael Calleja, que se estrenó en el Teatro Eslava el 7 de septiembre de 1904; Mancha que limpia un conocido dramón echegarayano, estrenado en 1895.

[3] Nombre de un rufián que aparece en “Rinconete y Cortadillo”

[4] La atribución de la Biblioteca Nacional la repiten varios estudiosos. Por su parte, José Esteban escribe: “…yo leí que se debía al ingenio del gran periodista Roberto Castrovido.”

[5] Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato (Hombres-Ideas-Efemérides-Anécdotas…) 1. (1882-1914). Edición de Rafael M. Cansinos, Madrid, Alianza Tres, 1982, p. 432.

[6] Se refiere a José Betancort Cabrera (1874-1950), escritor canario que utilizó el seudónimo de Ángel Guerra y ejerció como secretario de Benito Pérez Galdós, que, efectivamente, tuvo un perro al que llamó Secretario.

[7] Gonzalo Sobejano, Nietzsche en España, Madrid, Gredos, 1967.

[8] Había nacido (15-10-1877) en Laujar de Andarax, en la Alpujarra almeriense, a 70 kilómetros de la capital.

[9] Entre otros, también frecuentaban este café Francisco Camba y el poeta americano Maturana, “alcohólico y sentimental”, según Cansinos.

[10] La marca Tupinamba a finales del siglo XIX, estableció varios tostaderos de café y hacia 1905 levantó un primer kiosco donde se despachaba dicho producto y otras bebidas. Pronto proliferaron estos puestos callejeros, que fueron vistos como una manifestación de modernidad.

[11] Teodoro San José (1866-1930). Músico y compositor madrileño, autor de numerosas zarzuelas.

[12] Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato (Hombres-Ideas-Efemérides-Anécdotas…) 3. (1923-1936). Edición de Rafael M. Cansinos, Madrid, Alianza Tres, 1995, p. 50.

[13] Obdulia dio a luz en varias ocasiones pero todos sus hijos murieron  prematuramente.

[14] Cansinos Assens, La novela de un literato. 1, p. 175.

[15] El Caricaturista: 23-VIII-1910 y 1-IX-1910.

[16] Sobre él han escrito Emilio Carrère, Prudencio Iglesias Hermida, Guillén Salaya y José Esteban.

[17] V. https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/01/15/toribio-saca-la-lengua/

[18] Cansinos Assens, La novela de un literato. 1, p. 179.

[19] Una reseña sobre su conferencia aparece en el número de la revista Cervantes correspondiente a  enero 1919.

[20] Un breve comentario firmado por F. P. S. en Revista de Bellas Artes, nº 16, febrero de 1923, p. 16.

[21] Cansinos Assens, La novela de un literato.3, pp. 187-193.

[22] Es posible que así fuera pero también que el recuerdo de Cansinos haya confundido al dirigente socialista con García Prieto, político que manejaba el diario La Prensa, donde Iribarne había trabajado.

[23] Cansinos Assens, La novela de un literato.3, p. 304.

[24] Salvador Martínez Cuenca, Antonio Fernández Lepina, Bernardo G. de Candamo, Federico M. Alcázar, R. Torres Endrina, Joaquín Corrales Ruiz, José Iribarne, Joaquín M. de Orense y Fernando García Jimeno.

[25] Eduardo Barriobero y Herrán (1875-1939). Abogado y prolífico escritor de rica y tumultuosa trayectoria, en 1912 ingresó en la CNT y participó en numerosas empresas políticas y sociales. En 1930 fue elegido presidente del Partido Republicano Federal. Tras una controvertida actuación política durante la Guerra Civil, fue fusilado en cuanto las tropas franquistas entraron en Barcelona. V. José Luis Carretero Miramar, Eduardo Barriobero. Las luchas de un jabalí,  Móstoles (Madrid), Queimada 2017.

[26] Franco había convertido en ministro de Orden Público al temible gobernador de Barcelona, que encabezó la represión contra los sindicalistas libertarios. Murió el 24 de diciembre de 1938, poco después de que lo hiciera Iribarne.

Safo en Eco Artísitico 27-12-1911

Safo, ampliamente citada por Cansinos-Asséns en el impagable documento que constituyen sus memorias (La novela de un literato, 1, Madrid, Alianza Tres, 1982, p. Cansinos, La novela de un literato 1002413-432) como una aristócrata argentina que desea triunfar en las variedades, para lo que se gasta muchísimo dinero en formación, vestuario, composiciones y letristas, tuvo una breve  carrera artística, alguno de cuyos episodios iniciales dieron ocasión al autor sevillano para ejercitar sus dotes de observación y su ironía. Sin embargo, un repaso a su trayectoria en la prensa muestra que Cansinos debía de escribir de memoria y ésta le fallaba a menudo.

Lo que viene a contar el admirable escritor es que una tal Juanita Fernández Conde “viudita joven y rica, criolla argentina, con una niña muy mona” vive en el Hotel París y quiere conocer literatos y periodistas madrileños que la ayuden en sus aspiraciones artísticas, ya que su pretensión es emular a la Fornarina y la Chelito. A dicho hotel conduce a Cansinos el compositor aragonés Cayo Vela, entonces director de la orquesta del teatro Novedades, que, a la sazón, estaba preparando el repertorio para el debut de la artista en el Trianon Palace, el salón de variedades más lujoso de la capital.

Cansinos la pone en contacto con sus amigos[1], la lleva al Café Colonial, donde muestra sus conocimientos literarios y flirtea con los concurrentes, entusiasmados con la exótica aspirante a artista. También la acerca a la redacción de su periódico, La Correspondencia de España, cuyo director el zaragozano Leopoldo Romeo, que utilizaba el seudónimo Juan de Aragón, se encierra con ella en su despacho y trata de que acceda a sus pretensiones:

Pero bruscamente se  abre la puerta y por ella sale la artista con aire de reina ofendida y pide su abrigo. Detrás de ella se asoma el baturro, sonriendo cínico y despectivo. Perplejos, asombrados, ayudamos a Safo a ponerse su capita y la seguimos…

-Pero ¿qué ha sido eso, Safo?

Ella no puede hablar de puro indignada. Por fin, reprimiendo apenas unas lágrimas pueriles, balbucea:

-Pero ese hombre es un sátiro… ¡Y éste es el país de los caballeros de Don Quijote!…, ¡che!”

En los ensayos Safo tiene que aguantar la brutalidad de Cayo Vela. Escribe Cansinos:

 El baturro es digno paisano de Juan de Aragón (…) En cuanto Safo desafina, monta en cólera, se olvida de que está dando lecciones a una señora y cree hallarse en Novedades, tratando con coristas y prorrumpe en exclamaciones injuriosas, obscenas, como las que a aquéllas suele dirigirles (…) Safo aguanta, obedece, repite (…) suplica: -Por Dios, Cayo déme un poco de respiro. Me trata usted a la baqueta.

El músico continúa con su violencia verbal, que asombra al escritor. Al preguntarle a éste la razón, Cayo Vela le contesta que a las mujeres hay que tratarlas así: “Les agrada y, si no, toman a uno por el pito del sereno”.

La aspirante a cupletista tiene que pasar por otras pruebas: el modisto[2] -“un invertido”, aclara Cansinos- le cobra un dineral por los trajes adaptados a los cuplés del repertorio; el llamado Padre Benito, jefe de la clac del Trianon y de otros muchos locales madrileños, organiza un lunch en La Bombilla para que Juanita conozca el tipismo madrileño y allí es objeto de todo tipo de zafiedades.

Por su parte, todos los aspirantes a escritor pugnan por conocerla y admiran sus joyas, sus cigarrillos egipcios, su interés por la literatura, hasta Ramón Gómez de la Serna, en Prometeo, la hace protagonista de uno de sus “Diálogos triviales”[3].

Safo canillitaFinalmente, se produce el debut, con la clac literaria y la profesional del padre Benito a su favor. El público de señoritos se la toma a risa, más cuando arrecian los aplausos de sus defensores. La voz no llega a la platea. Ante la abundancia de partidarios, el público opta también por tomárselo a choteo y aplaudir hiperbólicamente pero Edmond de Bries, no soporta la befa y la saca del escenario. Ella protesta débilmente pero el modisto la desengaña:

(…) ¿no vio usted que todos esos aplausos eran pura chunga? Usted lo que debe hacer es irse a casa y dejarse de locuras… Usted no ha nacido para ARTISTA… No haga caso de los que la adulan para pimpearla… Ya tiene usted edad de ser seria y de cuidar de su hija, que deja en poder de los criados y huéspedes del hotel (…) La están explotando entre todos…, la están dejando en la ruina…. ¿Saben ustedes lo que le ha costado todo esto[4]?… ¿Lo que se ha llevado el padre Benito… y el empresario del Trianón?… Nada, señora, esto se ha acabado (…) Esta señora se retira de la escena… Ya le han tomado bien el pelo…

Para terminar el episodio, Cansinos reflexiona:

Nosotros nos quedamos perplejos. Es tan raro lo que pasa… ¡Un invertido dando lecciones de moral y salvando a un alma extraviada!!!

Cansinos, La dorada

Es sabido que, lamentablemente, Cansinos no da fechas en sus memorias pero las cosas no fueron exactamente como las narra. Juanita-Safo debutó en el Trianon el 28 de septiembre de 1911 pero el 8 de julio ya lo había hecho en el Salón Madrid de la calle Cedaceros, dedicado al género ínfimo, con un monólogo, El sueño de Safo, escrito por Manuel Garrido y musicado por el maestro Teodoro San José con un popurrí de aires de varietés, un pasodoble sobre motivos de “La pulga” y unos cuplés, “muy intencionados”, según el diario La Mañana, que aclaraba que “el libro es un bello pretexto para que Safo luzca su distinción y buen gusto” y que aristócratas, artistas, un afamadísimo diestro [Juan Belmonte] y una dama de la alta aristocracia muy conocida de los madrileños [Gloria Laguna] estuvieron entre el público. Aunque su actuación se alargó una semana, las críticas de sus amigos fueron cariñosas y después pasó a actuar en San Sebastián, la cosa no debió de ir tan bien como dice La Mañana. Lo demuestra el hecho de que Juanita cambiara de músico y emprendiese una campaña de propaganda en el semanario Eco Artístico, especializado en la publicidad de artistas de variedades, donde apareció varias veces con anuncios pagados. Por cierto, que Cansinos, pese a no citarlo, asistió a este primer debut en el Salón Madrid, pues tanto la elogiosa gacetilla de su periódico sobre la función, como la que, unos días después, se publica en su despedida, vienen firmada con sus iniciales.

Safo Anuncio presentación el Trianon

Como durante mucho tiempo hicieron artistas y compañías, antes de su “actuación estelar” en el Trianon madrileño, Safo lo hizo en Zaragoza cuyo público era proverbialmente duro y, efectivamente, su actuación (19 de septiembre), parece que discurrió por los senderos contra los que, luego y según Cansinos, le advertiría Edmond de Bries. Veamos un fragmento de la crónica “Safo en Zaragoza”, que A. Ibáñez Sánchez firmó en Tierra soriana:

(…) no he podido ver, y no por falta de mirar, a la artista por parte alguna, encontrándome tan sólo con una mujer galante, pero sin voz, víctima de un engaño y quién sabe si de histerismo inveterado; una pobre mujer, bonita por cierto, que no conoce a los públicos ni se conoce a sí propia; dos defectos grandes para quienes quieren pasar la vida entre bambalinas y bastidores.

Las dos lecciones que el martes (…) recibió del público aragonés fueron duras, como sentencia de juez justo, y puede servir de mucho a Safo, quien, si hasta la fecha sigue con el defecto de no conocerse a sí propia, ha conseguido por lo menos, conocer ya lo que es el público. Porque aquel otro con que dicen cuenta en Madrid, de admiradores invitados, es público de amigos y los amigos tienen la propiedad de engañarse y de engañarnos con sus juicios, pues o nos quieren mucho o nos quieren mal.

Que Cansinos confunde fechas o hechos lo demuestra el hecho que tras el debut de Safo en el Trianon, no abandonó el oficio, como él sugiere, sino que siguió actuando en él, al menos durante una docena de días seguidos, pues en los periódicos madrileños su nombre figura en el repertorio de artistas que actúan en dicho coliseo. Desaparece entonces unas semanas de la circulación hasta que el 22 de noviembre El Imparcial nos informa del vuelco del automóvil de don Francisco Brandón, director de la Eléctrica Madrileña en el que viajaba éste junto a don Santiago Gómez y la cupletista. Las lesiones no fueron graves.

De alguna manera Safo debió de seguir conectada al mundo artístico pues aparecen sus anuncios, participa en banquetes, como el que se ofrece en homenaje a JulioSafo en La Mañana Romero de Torres el 14 de julio de 1912, baila el tango, que ya hacía furor en Europa y ella traía aprendido del Río de la Plata, y todavía el 8 de mayo de 1913 aparece actuando en el Petit Palais o el 1 de marzo de 1914 en el Salón Imperial de Melilla. Pero no debieron irle demasiado bien las cosas en dicho terreno pues dos meses justos después de esta actuación, la artista reunía a sus amigos de las letras, de la pintura y de la escena en el Restaurante Tournié en el número 15 de la calle Mayor, para ofrecerles un banquete de despedida. La noticia del Heraldo de Madrid explica que Juan Belmonte no pudo asistir al convite por un reciente percance, lo que unido a la mención a un famosísimo diestro en la noticia de su primer debut y otras indirectas, hace pensar en alguna clase de relación entre ambos. Al fin, la dupla torero-cupletista llegó a ser una suerte de tópico popular en la España de esa época.

Fuera como fuese, Juanita, que pertenecía a la aristocracia uruguaya y no argentina, como Cansinos mal recordaba[5], había conocido a Julio Herrera y Reissig, uno de los cinco dioses de la poesía modernista y, como él, gustaba de coquetear con la morfina, a mediados de 1914 embarcó hacia Brasil para pastorear sus negocios. Seguro que nunca olvidaría su peripecia en la contradictoria, pintoresca y fascinante España de la segunda década del pasado siglo.

                                                              NOTAS

[1] Francisco Vera, San Germán Ocaña, Emilio Daguerre, Ricardo Fuente, Andrés González Blanco, Agustín Rodríguez Bonnat, Ricardo Catarineu, Ricardo Fuente…, y los que se citan en el diálogo de Ramón Gómez de la Serna (nota 3).

[2] Se trata del cartagenero Asensio Marsal, que al año siguiente debutaría como imitador de estrellas o transformista y que llegaría a ser uno de los más importantes del género con el nombre artístico de Edmond –o Egmont-de Bries. V.  https://javierbarreiro.wordpress.com/2016/07/20/edmond-de-bries-el-mas-famoso-de-los-imitadores-de-artistas/

[3] Prometeo nº 35, pp. 10-16, 1911. Aparte de La Safo y el propio Ramón, en el diálogo participan Manuel Abril, Rafael Cansinos-Asséns, Diego López Moya y Fernando Aponte. Su autor aduce que estas conversaciones son “de una precisa autenticidad, porque el espíritu común del diálogo lo único que impone es una escrupulosa veracidad en el informe de lo que se dijera, de ‘todo’ lo que se cometió”. (p. 10).

[4] Al parecer, algunos de los trajes costaron tres mil pesetas.

[5] Una noticia recogida por el diario coruñés El Noroeste (19-VII-1911), a los pocos días de su debut en el Salón Madrid, señala que Juanita había nacido en La Coruña y tenía parientes allí y en El Ferrol. Pese a que el periódico pone en cuestión su aristocracia y su riqueza, parece que esta última era indudable, pues, sin protector, no hubiera podido sostener el tren de vida que llevó durante tres años ni engañar sobre su origen a tantas personas inteligentes y avisadas. Es posible, sin embargo, que naciera en La Coruña y la riqueza procediera de su difunto marido.Safo Retrato