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En sus ocho libros poéticos publicados con anterioridad -que serían nueve, si incluimos la antología de su poesía publicada recientemente- José Verón se había acercado al epigrama, incluso de forma explícita en  Ceremonias dispersas (Epigramas, espumas y otras depredaciones) (1990)*. No sólo por admiración y homenaje a su paisano Marcial sino porque el género se adecua bien a su talante irónico y distanciado. Por otra parte, el epigrama requiere una seguridad expresiva que es difícil encontrar en los poetas primerizos y tal vez ello explique que hoy día no sea fruto común. Sí el distanciamiento, pero ni la precisión ni la chispa ni el carácter moralizante propios del mismo son hoy habituales en nuestra poesía. Por otra parte, mal que nos pese, subsiste el prejuicio aristotélico y el empleo del humor, todavía hoy, aboca a su factor a un segundo plano en la estimación, por más que los detentadores de la opinión reconozcan que en su vertiente artística el siglo XX es imposible de afrontar sin tener en cuenta el autocuestionamiento, el distanciamiento, esa forma difusa de intertextualidad que se conoce como humor.

Epigramas del último naufragio** prosigue el tono de Ceremonias dispersas pero todavía con más ajustamiento al modelo de Marcial. Y así lo acredita el autor en el poema que abre el libro -el único no epigramático, donde se acoge explicitamente al patronazgo de su coterráneo-. Un tono prosaico, una mala uva más que patente y esos finales rotundos acreditan que el poeta ha calado perfectamente en los ritmos y estructuras de su histórico convecino, sin que el tono de pastiche -que se extiende en alguna ocasión a otro epigramista genial, Quevedo- quite fuerza y sal a su propuestas.

El registro coloquial propio del epigrama requiere una seguridad expresiva que le habilite para huir de los peligros que acechan al género, como pueden ser: la banalidad o el chiste fácil. José Verón, que se mueve a gusto en muy diversos esquemas formales, esquiva con eficacia tales arrecifes con un estilo sobrio y seguro, pese a la ligereza que conlleva el género. El talante equilibrado y antidivagatorio del poeta le facilita la precisión necesaria que se manifiesta en la limpidez y exactitud de estas composiciones. Véase, si no, esta brevísima perla titulada «Club Nocturno»:Verón, José004

              Cumples tu obligación:

                                     te vuelves hielo

              si mi vaso de whisky está vacío.

Los motivos que desatan estos epigramas no difieren de los que han consagrado la tradición: la política, la vacuidad del mundo literario o las peculiaridades humanas con especial atención a la hipocresía, la fatuidad, el sexo, la ignorancia, la falsa moral, etc. Verón aporta la burlona capacidad de juego lingüístico, no extraña en alguien que ha coqueteado paladinamente con las vanguardias. Pero también, como señala Badosa en el jugoso prólogo, la capacidad de sorprender y, sobre todo, esa contención sostenida por un escepticismo que, como se sabe, es indesgajable del satírico. Únese a ello un culturalismo antirromántico que aporta originalidad y sutileza a las composiciones.

Verón se instala, pues, con facilidad en ese tono de humor medio y un sí es no socarrón, pero sin rehuir nunca el hallazgo formal. Conceptualismo y juego verbal son los ejes sobre los que se construyen estas breves y jugosas ceremonias sobre apuntes agudos del instante en los que el sentido común tamiza con madura lucidez la percepción. No falta la puesta en solfa de las concepciones burguesas, pero siempre desde el punto de vista escéptico que conviene al equilibrado satírico en que deviene el poeta. Género difícil por la justeza estilística que requiere, el epigrama de estirpe marcialesca, alcanza con Verón, en muchos momentos, tonos exactos.

*Para un acercamiento al conjunto de su poesía V: Javier Barreiro, Introducción y selección a Antología poética de José Verón Gormaz, Calatayud, Centro de Estudios Bilbilitanos / Institución Fernando el Católico, 1997, pp. 5-15. También,  https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/07/28/el-viento-y-la-palabra-una-topografia-de-la-soledad/

**José Verón Gormaz, Epigramas del último naufragio, Barcelona, SeuBa, 1998.Verón Epigramas del último naufragio 003

Torre, Francisco de la ObrasPublicado  en Diccionario de la existencia. Asuntos relevantes de la vida humana, Barcelona, Anthropos, 2006, pp. 420-421.

Sigo, silencio, tu estrellado manto,
de transparentes lumbres guarnecido,
enemiga del Sol esclarecido,
ave noturna de agorero canto.

El falso mago Amor, con el encanto
de palabras quebradas por olvido,
convirtió mi razón y mi sentido,
mi cuerpo no, por deshacelle en llanto.

Tú, que sabes mi mal, y tú, que fuiste
la ocasión principal de mi tormento,
por quien fuí venturoso y desdichado,

oye tú solo mi dolor, que al triste
a quien persigue cielo violento,
no le está bien que sepa su cuidado.

Rescatado del olvido por Quevedo, que forzosamente habría de sentirse identificado con el frío fulgor de sus poemas, don Francisco de la Torre, nacido hacia 1535 -quizá en Torrelaguna, quizá en Salamanca-, es uno de nuestros clásicos más secretos. Fue en 1631 cuando el autor de Los sueños da a la imprenta la obra de este misterioso poeta y en su jugoso y críptico prólogo nos dice que en el manuscrito halló hasta cinco veces “borrado el nombre del autor con tanto cuidado, que se añadió humo a la tinta”, lo que sugiere una inquisitorial proscripción.

Quevedo consigue, sin embargo, rescatar su figura, a la que otorga una antigüedad desmedida, argumento que, junto a otros que no son de este lugar, hizo pensar en la inexistencia de tal poeta y proponer que su nombre ocultaría un cenáculo u otro autor.

Hoy ya parece confirmada la existencia de este misterioso manierista sobre el que ha pasado sobre ascuas la crítica, si exceptuamos alguna monografía de muy difícil consulta, algún apunte de Dámaso Alonso y las ediciones que ya hace tiempo prepararon Zamora Vicente (1969) y María Luisa Cerrón (1984).

Sorprendentemente, la valoración de sus comentadores no ha terminado de ser positiva y se han destacado aspectos como la frialdad, el desequilibrio lunático, la falta de naturalidad y otros rasgos que se soslayan en sus contemporáneos o, al menos, se los hace aparecer como fruto del contexto o la tradición. Quizá su atipicidad y el terror a abandonar senderos trillados por parte de los eruditos ha frenado la estimación de alguien que, por debajo de su artificioso formalismo, circula por trochas muy cercanas a la modernidad y trasciende un aroma que nos trae ecos prefiguradotes de un Blake, un Hölderlin, un Novalis (otro poeta nocturno) o un Wordsworth. Asombra que románticos o simbolistas no repararan en tan cercano poeta.

Los datos concretos sobre el personaje son tan difusos como escasos. Parece que escribió la mayor parte de su obra en la década 1560-1570, perteneció al círculo de El Brocense y fue maestro del límpido, pero a veces insustancial, Herrera. Admirador de Virgilio y Horacio, tradujo a Varchi al que, en ocasiones, imita y, como es de rigor, su poesía gira en torno al petrarquismo y las teorías renacentistas del animismo cósmico de las que Marsilio Ficino fue imprescindible transpositor.

Francisco de la Torre es ante todo un poeta esencial. La desmaterialización, la importancia concedida a ese yo desleído entre la pasión interior y el fulgor de la Naturaleza, la ausencia de descripción física y esa melancolía saturniana que traslucen sus versos nos colocan ante un hombre deslumbrado por los símbolos y sus correlaciones que en esta poesía alcanzan cotas casi místicas. Con el inexcusable pretexto de lo elegíaco, don Francisco despliega un riquísimo espectro de imágenes simbólicas en las que la noche –representación emblemática del inconsciente- adquiere un valor fundamental. La noche, reducto de lo divino, espejo invertido de nuestro mundo, descenso a los valores femeninos o, como para San Juan de la Cruz, tiniebla del desamparo y, al mismo tiempo, espacio predilecto y único en el que puede instaurarse el inaprehensible vínculo, es el sujeto privilegiado de esta lírica. Noche que se metonimiza en estrellas, silencio o tinieblas, componiendo un muestrario de ese régimen nocturno, tan caro a muchos de los poetas más importantes de la tradición occidental y que tan sutilmente han iluminado Evelyn Underhill o Gilbert Durand.

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