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(Publicado en Ambigua. Revista de investigaciones sobre género y estudios culturales, nº 2, 2015, pp. 111-132.)

Casi siempre que se invoca el término ‘tremendismo’ es para vincularlo a las crudas ficciones que, con C. J. Cela a la cabeza, protagonizaron una corriente narrativa propia de la posguerra española. Crystal Harlan escribe en Guía de About.com:

Es una tendencia o género que se manifestó en la novela española de la posguerra. Como producto de escritores que fueron testigos de las vicisitudes de la guerra, se caracteriza por una crudeza en la narración y en la trama, aunque no se relaten hechos exclusivamente bélicos. El lenguaje es duro, las escenas brutales y grotescas, y los personajes viciosos, obsesivos y violentos. Si bien se considera la novela La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela, como el inicio de esta tendencia, también se ha visto en otros periodos y géneros, como por ejemplo en la novela picaresca  y en el teatro esperpéntico de Ramón del Valle-Inclán.

Más breve y precisa es la definición del DRAE:

Corriente estética desarrollada en España en el siglo XX que se caracteriza por la exagerada expresión de los aspectos más crudos de la vida real.

Efectivamente, el tremendismo aparece en la literatura española mucho antes de que Cela comenzara a publicar sus ficciones. Convengamos en que puede ser aceptable la referencia de Crystal Harlan a alguna novela picaresca y aquí podríamos incluir más de alguna de las memorias o autobiografías de cautivos que se escribieron en el Siglo de Oro. Pero, como sucederá en varios de los textos que mostramos, el tremendismo se encontraba en la propia realidad descrita. Lo entenderá muy bien el Naturalismo que fija su mirada de denuncia en muchos aspectos más o menos truculentos y, conforme a su vocación científica, llevará la sexualidad a la literatura descartando el tabú que la rodeaba. En España, el poder y la hegemonía de la Iglesia propiciaron que estas transgresiones fueran más difíciles, vistas con peores ojos y más expuestas a la represión hasta el punto de que, con la Guerra Civil, prácticamente, se volvieron a prohibir, más de medio siglo después de la imposición del naturalismo. Azorín, un casi contemporáneo del mismo, abominando de su juventud, se pronunciará en una entrevista de 1954: “El tremendismo no es arte. El sentido de lo patético, sí. La novela, al igual que toda literatura, debe ser contención, moderación. En ella no se puede decir todo”[1].

Sin embargo, el tremendismo de posguerra habría de descartar el sexo y el erotismo y  poner el acento en la exposición de las miserias y bajezas humanas, en gran medida, como proyección de una realidad social injusta pero que no podía denunciarse directamente por la presión censoria. No ocurrió lo mismo en el Naturalismo español que, aunque atenuado por la influencia del catolicismo, tuvo escritores, con López Bago[2] como principal referente, que, con sus novelas “médico-sociales” colocó los asuntos sexuales -antes circunscritos en España a la no muy popular literatura clandestina- en la normalidad literaria. Entre otros naturalistas que lo secundaron es indispensable citar a José Zahonero, Enrique Sánchez Seña y el desdichado Remigio Vega Armenteros.

Si el Naturalismo sacó del cofre la sexualidad, hízolo con afanes terapéuticos o de denuncia, no con el “ánimo de desatar las bajas pasiones”, como gustó de destacar la retórica clerical. Otra cosa es que también ello contribuyera a su éxito de ventas. Pero ya escribió Lissorges que “…por su tremendismo expresivo el ‘naturalismo radical’ es más ‘literatura negra’ que literatura erótica” y que estos autores “se adaptaron, consciente o inconscientemente a la mentalidad socio-cultural del momento[3]. Fue el inmediato movimiento modernista quien trajo a primer plano el erotismo y es cierto que muchos de los escritores de la Novela Corta bebieron de ambas fuentes y se movieron entrambos polos.

Fueron Felipe Trigo y, en menor medida, el tan prolífico y valioso Eduardo Zamacois los autores que actuaron como eslabones entre la novela naturalista y la novecentista[4]. Pero este último, sobre todo en su etapa como inspirador, fundador, director y principal redactor de la revista La vida galante[5], también llevó a sus páginas la estética y el espíritu del modernismo, como lo trasladará después a El Cuento Semanal y Los Contemporáneos, las dos colecciones inaugurales de novela corta.

Claire-Nicolle Robin fijó la postura del galante, a la par que naturalista, escritor hispano-cubano:

El concepto de erotismo en Zamacois se fija en tres elementos, íntimamente asociados porque cada uno supone una exaltación del cuerpo y ánimo más allá de lo socialmente aceptado, cual superación de lo mediocre y del medio placer o, peor, del placer vergonzoso (…) Trascendentalización del Placer como medida del vivir, trascendentalización de la embriaguez como modo de alzarse a la altura del Deseo para magnificarlo. Trascendentalización de la Belleza, sea la de la mujer, sea la de la obra de arte, que apenas se disocian porque el movimiento de creación y descubrimiento del otro es el mismo. El erotismo según Zamacois da un corte trascendental a cuanto quería considerar la sociedad como pecaminoso. Pero al mismo tiempo introduce el ariete más destructor de los tabúes: el individualismo. Porque el camino que ofrece y defiende Zamacois en su cruzada del amor es un camino individual hacia la “dicha de vivir”, es la exaltación no sólo del cuerpo sino de las fuerzas que tiene el individuo para diferenciarse de la masa, tomar sus distancias con la Sociedad[6].

Sería extemporáneo insistir aquí sobre el erotismo modernista, ya tan estudiado, sobre el que la mejor síntesis son los versos finales del poema XXIII de Cantos de vida y esperanza:

Pues la rosa sexual,
al entreabrirse,
conmueve todo lo que existe,
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.

Verhaeren y Regoyos, La España negraConvenimos, pues, en que, en el momento en que la novela corta llega a los quioscos, el naturalismo aporta el tremendismo y el sexo que el movimiento modernista teñirá de erotismo. Tremendismo que se expande a las artes plásticas que, bajo el lejano manto de Goya y el cercano de Darío de Regoyos, con su colaboración en La España negra de Verhaeren, estallará en las obras de Ignacio Zuloaga (1870-1945) y José Gutiérrez Solana (1886-1945) y se hará carne literaria en las obras de Eugenio Noel, López Pinillos (Pármeno), Carmen de Burgos, Ciges Aparicio, Samblancat, Vidal y Planas y tantos otros. Tremendismo, que pertenecía a la misma entraña de la vida española y que se expresa de manera ejemplar en sus fiestas de toros o en lo salvaje de  las guerras carlistas, que tendrían su casi exacta continuidad en la siguiente guerra civil.                                  

Antes de entrar en materia convendrá hacer una triple advertencia

  1. El periodo de vigencia de la novela corta -casi tres décadas- es tan amplio y el número de autores y narraciones tan desmesurado que únicamente se podrá acometer un mínimo ejemplario, apenas representativo del inmenso material susceptible de estudio.
  2. El erotismo, omnipresente en la novela corta, aparece en todas sus formas y matices. Prescindiremos, no obstante, de la novela erótica propiamente dicha y nos ceñiremos a aquellas colecciones que no están estrictamente abocadas a este tema.
  3. El tremendismo, aunque no tan frecuente como el erotismo, abunda de manera evidente pero es más raro ver asociados ambos parámetros. El erotismo es muchas veces el del escritor galante de raigambre francesa pero muchas más un efluvio obsesivo proveniente de la represión sexual que empapa toda la sociedad española de su época, que fue tan bien descrito por obras tan lejanas en su concepción estética como Relato inmoral de Wenceslao Fernández Flórez y La casa de Bernarda Alba de F. García Lorca.

Forma híbrida entre la revista, el teatro y el libro, la novela corta aparece en un momento de liberalización de la sociedad española, en el que la mujer y su sexualidad comienzan a tener algún protagonismo. En muy pocos años el cuerpo de la mujer, antes sólo codiciado o imaginado y sólo alcanzable a través del burdel o el matrimonio, empieza a aparecer descocado en los escenarios de varietés y en muy pocos años, desaparecerán corsés, refajos, ballenas, fajas, enaguas y otros aditamentos que constriñen a la vez que ocultan el cuerpo de la mujer; las faldas perderán centímetros de forma acelerada, del mismo modo que la relación entre sexos se acortará, perdiendo la enorme distancia que los separaba y la sexualidad femenina se expondrá de forma mucho más libre y natural que en las décadas precedentes. Todo ello es perfectamente seguible a través de los personajes y argumentos de estas novelas.

Tan importante como ello es la irrupción del hedonismo fuera de las clases acomodadas y burguesas. Hedonismo que muchas veces castiga el desenlace pero que en otras está totalmente libre del sentimiento de culpa y aparece justificado y hasta enaltecido.

Este y otros cambios de costumbres se enuncian meridianamente en una de las primeras narraciones del ciclo debida a Joaquín Dicenta (Una letra de cambio, El Cuento Semanal nº 8, 22-II-1907).

En ella el protagonista, que tiene muchos rasgos del autor, es un estudiante de Derecho que no estudia y que, desde su pensión, observa a una hermosa mujer de la casa de enfrente, que, al parecer, vive con su padre. Él no se atreve más que a hacerle versos pero en una ocasión ella le indica desde el balcón que acuda al baile de Capellanes. Allí, ella, enmascarada, lo saluda y le pide que bailen. Lo pasan estupendamente aunque acaece una pendencia con unos chulos. Al final se pierden para consumar el amor. Al día siguiente, ella lo cita en su casa y le cuenta que el padre no es sino un caballero de 56 años que la protege. Siguen con sus amores y en una ocasión, en la que jugando ganan dos mil pesetas, cogen tal borrachera en Fornos que, al día siguiente, apenas se dan cuenta de que sobreviene la hora de llegada del protector, con el que el estudiante se tropieza en el rellano. El caballero aborda al joven y lo tranquiliza, confesándole que tenía conocimiento de la situación pero que ya contaba con ello y hacía la vista gorda, sabedor de que si, a su edad a uno le gustan las mujeres guapas, ello implica pagar para que otro se aproveche pero que ello constituye una letra a treinta años fecha. “Yo pago la mía y le anuncio el giro de la suya”.

Ausente la honra, que tanto preocupó al joven Dicenta, es ahora una suerte de escepticismo hedonista y comprensivo el que se impone. Prueba de lo poco insólito del asunto con que concluye el argumento es que otras novelas lo abordan igualmente. Por ejemplo, Cristóbal de Castro en Las insaciables, número 79 (3-VII-1908) de la misma colección: otro estudiante que, muy probablemente, encubre al propio autor y que vive en la pobreza, entra en relaciones con una joven que lo mantiene gracias a su protector.

Son numerosísimas las narraciones de este periodo en las que aparece la prostitución, lo que no podemos achacar a  influjos del naturalismo ni a una moda pasajera sino a una realidad social que, sobre todo en las grandes capitales, tenía una importancia en la vida cotidiana de los varones que no es fácil discernir desde el hoy. Espigando entre estas novelas, cinco semanas después de la novelita de Dicenta y con el número 13 de El Cuento Semanal, Pedro de Répide publica otro excelente cuento de ambiente barriobajero, Del Rastro a Maravillas. En el narra el amor de una entretenida, La Reina Clavel, por El Niño, un organillero que tiene éxito con las mujeres y que la comparte con otra amante, La Tranquila.

El malagueño Enrique López Alarcón en el número 106 (8-I-1909) de El Cuento Semanal, La cruz del cariño, de ambiente callejero y popular, nos muestra como Luis prostituye a Rita, la mujer que lo ama, que se convierte en alta cocotte. Guillermo Hernández Mir en Pedazos de vida (El Cuento Semanal, 129, 18-VI-1909) nos traslada al ambiente sevillano de juergas y Semana Santa, donde una pareja de novios, Manuel y Rosarillo, pasean su amor por la ciudad en fiestas. Pero ella también se dedica a la prostitución. En una juerga con dos señoritos, Rosarillo, borracha, guía el simón, que se estrella contra un escaparate, quedando el caballo malherido. Cuando aparecen los guardias, aunque no puede evitarse la detención, porque el escándalo ha sido en el centro de la ciudad, los señoritos lo arreglan todo con dinero y organizan una monumental juerga en la cárcel, con aquiescencia de las autoridades.

En Los Contemporáneos, la colección aparecida justo dos años después de El Cuento Semanal, tendremos igualmente prostitución por doquier. Manuel de Mendívil nos presenta en Sara la loca (nº 41, 8-X-1909) a Pastoriza, una gallega de humilde origen y  evidentes concomitancias con La Bella Otero, que escribe sus memorias de alta cocota y que quiere ser a la vez una indagación acerca de la idiosincrasia femenina. O en Bestezuela de amor (Los Contemporáneos, 79, 1-VII-1910), donde Antonio de Hoyos y Vinent[7], un autor paradigmático de estas colecciones y estos temas vidriosos, conjuga temas político-sociales como la repulsa popular por el envío de tropas a África o el anarquismo, con la golfería y la prostitución: Una entretenida, la Socorro, se pirra por Lorenzo, golfo proveniente de la hez social, al que regala y mantiene con lo que le entrega un viejo rico  Por su parte, Lorenzo también atiende a una francesa, Fedora d’Alençon, cortesana de lujo, que se encapricha de las trazas del, para ella, pintoresco golfo. Socorro, sabedora de las veleidades de su chulo, berrea de celos y acuchilla la cara a su amiga Filo, a la que cree también liada con Lorenzo.

Con Socorro en la cárcel y la francesa que ya no lo recibe, cae al fondo la suerte de Lorenzo que, hambriento y con sífilis, ha de ingresar en un hospital, donde conoce a un anarquista que lo recomienda a su círculo. Allí lo socorren pero en seguida advierten que no es hombre de ideas sino que sólo alberga odio y resentimiento. No obstante, lo comisionan para que perpetre un atentado al paso de las tropas que vuelven de Marruecos. Con el canguelo, se le cae la bomba a los pies pero no llega a explotar, lo que constituye una parábola de la inutilidad completa de un desecho social que ni siquiera sirve para colaborar en la destrucción de la sociedad que odia.

De ambiente prostibulario son varias de las obras del muy prolífico Emilio Carrère (ÁLVAREZ SÁNCHEZ, 2007; RIERA GUIGNET, 2011) que, como es sabido, se autofusiló a menudo, publicando las mismas narraciones con distintos títulos. Una de las novelas cortas  más  significativas en dicha materia es La casa de la Trini (La Novela de Noche nº 3, 30-IV-1924).

La Trini, una cocotte de altos vuelos pero ya con 35 años, se enamora perdidamente –lo que nunca había hecho- de un chulo, Rafael Montesinos, el Marquesito, que le saca hasta la cera de los oídos, se va con todas y ejecuta las muchas mañas propias de su condición. También se ventila a las dos compañeras de profesión que comparten su casa. Aunque siempre atacada por los celos, Trini todo se lo consiente. Por su parte, Rafael se lía con Soledad, una hermosa rubia casada, de la que casi se enamora. La Trini envía anónimos al marido intentando que tome cartas en el asunto. Finalmente, éste decide presentarse en la casa donde la pareja se ama y se los encuentra bajando las escaleras. Al sacar la pistola para matar a Rafael, se interpone Soledad, que es quien cae muerta. El que una mujer casada se haya dejado matar por el chulo aumenta su prestigio entre el gremio femenino, donde sigue haciendo estragos aunque no abandona a la Trini. Entre todo esto se entrelazan varias historias en torno a la prostitución y su ambiente, los tipos del cliente y otros asuntos, como el lesbianismo entre la Acacia y la Monja, sobrenombre de las dos prostitutas que viven  con la Trini[8].

En todas estas novelas convive la descripción de altos ambientes de diversión, lujo y refinamiento con la miseria, la golfería hampona y la degradación más vil, contrapunto exacto del país que, igualmente, las albergaba. Encontramos el tremendismo mucho más en el fondo que en las formas y tienen en común su carácter urbano. Pero quizá cuando el erotismo aparece de forma más violenta es en las ficciones rurales como ocurre en la novela corta de Salvador Rueda, Un salvaje (Los Contemporáneos 40, 1-X-1909).

El Sombrío es un pastor hercúleo que ha pasado toda su vida en el monte. Cuando aún es una niña, la hija de los dueños del cortijo pide visitar los predios donde se cuida el ganado y, al ser la primera mujer que ve en su vida, el pastor se conmociona. Destinado, años después, al cortijo, ella lo utiliza como mensajero de las cartas a su novio, un rico y varonil aristócrata. Cuando el pastor le cuenta en qué circunstancias la había conocido, la joven decide enseñarle a leer. Con ello, él aumenta su obsesión y ella, inconscientemente, ve en él al hombre en bruto, la esencia de la virilidad. Destinado de nuevo al monte como mayoral de pastores, al cabo, ha de volver al cortijo para colaborar en la vendimia. Por sus compañeros se entera de que la boda va a ser dentro de una semana y de que los novios se encuentran festejando en el cenador. Se despista de los gañanes y, oculto tras el follaje, espía a la pareja. Entre las ternezas y juegos de amor, el novio le pide un beso, ella se resiste pero desfallece y va cayendo rendida pero, cuando él quiere pasar a mayores, la joven intenta defenderse desesperadamente. Como un tigre, aparece entonces el salvaje, que levanta en vilo al galán y lo estrella contra las rocas, al mismo tiempo que se sugiere la violación.

Colombine_Frasca la tonta008Tremendismo rural hay también en las novelas del ciclo de Rodalquilar firmadas por Carmen de Burgos, Colombine (NÚÑEZ REY, 2005). Los primeros años de la escritora vividos en tierras del cabo de Gata dan cauce a unas narraciones, un punto melodramáticas, pero también llenas de intensidad y frescura, donde el protagonista real es esta zona primitiva, fosca y, a la vez, arcádica, que conserva vivos en la edad industrial muchos vestigios de la ancestral cultura mediterránea. Los habitantes autóctonos viven malamente de la agricultura, la pesca y el contrabando, en estado medio salvaje, con una moral relajada y pocas relaciones con la Iglesia y la sociedad. La pobreza de la zona implicaba que, salvo unos pocos cortijos pertenecientes a las familias más adineradas que mantenían criados, los naturales ni siquiera pudiesen trabajar de jornaleros. Una de las novelas cortas más intensas del ciclo, con excelentes descripciones y numerosos dialectalismos de la zona es Frasca, la Tonta (El Libro Popular nº 26, 30-VI-1914).

La explotación de la mina de oro de Rodalquilar, aunque muy precaria, hace que lleguen mineros de la zona de Mazarrón, gente más acostumbrada al trabajo que los indolentes campesinos de la zona, lo que hace que surjan tensiones incrementadas por la competencia que se entabla por las mujeres. Una madre y dos de sus hijas a quienes llaman Las Rayadas reciben en su casa a los  hombres de la zona. Allí se bebe, se canta, se juega… Las hermanas van pariendo hijos, que ni siquiera se sabe de quién son y a quienes ellas mismas llaman “los Rarras”, que pululan por allí en estado semisalvaje. Una de ellos es una joven albina de 14 años, débil, bella y medio idiota. Pablo el capataz de la mina, es uno de los clientes y su gorda mujer, Pascuala, crepita de celos. Ambos tienen una hija tonta, La Frasca. En una fiesta en casa del tío Matías, el labrador más rumboso de la zona, se desatan las tensiones. A la Pascuala le da una apoplejía. Rosa, la Rayada, encuentra un labrador acomodado que se casa con su hija albina. Frasca aparece en cinta sin que se pueda saber el autor del chandrío. La novela describe con truculencia la sordidez de su maternidad y las circunstancias que la rodean. Se sugiere que el padre puede ser Pablo, que, a la vez, sería su abuelo natural. Alguien rompe las maromas del ascensor de la mina y mueren Pablo y otro obrero. Ante la poca rentabilidad de la mina, los de Mazarrón han de volver a su tierra. En el regreso muere el hijo de Frasca, ahogado sin querer por su madre, que cree que es un muñeco. Sin bautizar, su abuela lo entierra en la playa.

Igualmente feroz y basada en el llamado “crimen de Níjar”, acaecido (julio 1928) en la misma zona del cabo de Gata, es la muy posterior Puñal de claveles (La Novela de Hoy nº 495, 6-XI-1931), publicada, sin embargo, antes del estreno (1933) de la lorquiana Bodas de sangre pero inspirada en el mismo suceso (ARCE). Basado, sin duda, en hechos reales aunque, mezclando diversas historias, el argumento está repleto de dramáticos amoríos, rencores familiares, incestos, atavismos, pasiones incontrolables y demasías varias[9], salpicados, además, con alguno de los elementos argumentales que aparecen en Frasca, la tonta[10].

Otro de los autores más característicos del tremendismo y de los pocos que han sido reeditados es José López Pinillos, “Pármeno” (BESER, 1976 y GARCÍA GONZÁLEZ, 1993.  La sangre de Cristo, La Novela Corta nº 248, 11-IX-1920), aunque también publicado en un libro homónimo de narraciones en 1907, nos presenta las pintorescas figuras humanas y la vida cotidiana en un pueblo andaluz, El Castil. Lleno de expresionismo, lenguaje popular, humor desgarrado y cercano al esperpento, el capítulo III narra la apuesta entre dos nativos para ver quien es más bruto. Los últimos capítulos constituyen el aquelarre de una borrachera colectiva en la que participan hasta los niños y los animales del lugar.

El ladronzuelo (El Cuento Semanal nº 217, 24-II-1911) narra otra violenta y reconcentrada historia localizada en el agro andaluz en la que cuatro personajes –la madre viuda, dos violentos hermanos y el hombre que se casa con ella- se enfrentan. El relato termina con el hijo alumbrado por la madre cuarentona –el ladronzuelo- devorado por el cerdo, al que azuza uno de los hermanos, decidido a que el nuevo inquilino no comparta la herencia

Cintas rojas (La Novela Corta nº 41, 14-X-1916), narra la historia de Rafael Lorca, un jaque de pueblo con el apodo del título, fanático del torero Rafael el Guerra, que pretende le dejen dinero para acudir a las fiestas de Córdoba y ver a su ídolo. Como no encuentra a nadie que le preste, acude a su compadre, que tampoco está en condiciones de ayudarle. Con total naturalidad, lo asesina brutalmente y también a su mujer, a la abuela, a la hija, al niño, al mastín, al padre de su amigo y a otro jayán. Poco después, en la plaza de toros cordobesa, se apasiona defendiendo al Guerra e insultando a Lagartijo, en cuadros llenos de fuerza y expresionismo. Cuando llega la Guardia Civil a detenerlo, su único interés consiste en seguir ofendiendo brutalmente a Lagartijo, el rival de su ídolo.

El citado Hoyos y Vinent, mucho más proclive a los escenarios urbanos, toca en ocasiones los dramas rurales, como sucede en La Argolla (La Novela Semanal nº 80, 20-I-1923).  Don Genaro, un rico propietario que tiraniza a sus jornaleros, está casado don Doña Micaela, más joven que él y a la que mira con deseo Carmelo, un gañán joven y achulado. En una ocasión éste se rebela contra una orden del amo al que, con el inesperado lance y el sofoco, le acomete una apoplejía y queda impedido. Carmelo consigue los favores de Micaela y entra en su casa. Al viejo comienzan a abandonarlo y maltratarlo hasta que en una de estas ocasiones, muere. Los cómplices deciden simular un accidente. Dueño de casa, Carmelo comienza a frecuentar un burdel que se ha establecido en el pueblo. Cuando Micaela, loca de celos, se presenta en el garito y él la arroja a patadas al arroyo, ella decide autodenunciar su crimen a la Guardia Civil. Ambos son agarrotados.

Rural es también el contexto de varias de las novelas de Eugenio Noel, uno de los principales representantes del tremendismo: En El Charrán y Flora, la Valdajo (El Libro Popular 29, 22-VII-1913) se narran, con un tono ligero e irónico, los hechos brutales y gratuitos protagonizados por un bandolero y su amante que, tras muchos años de fechorías, son reducidos por un millonario americano, su hija y su chófer, todos de porte cinematográfico, a los que querían robar. La obra, que alterna el tono humorístico, no siempre logrado, con la indignación por el estado del admirable hombre ibérico, termina con alegatos regeneracionistas y el ajusticiamiento de los condenados, que congregan la admiración de las gentes de toda España.

También de intensos tonos regeneracionistas, pero más concentrada y consegNoel, Eugenio, El Charrán y Flora la Valdajo_minuida, es Chamuscón y Tabardillo (La Novela Corta 257, 20-XI-1920) en la que se describen los personajes y “artistas” (prostitutas, toreros, flamencos…) contratados por el casino de un pueblo para su ilustración. Los más significados son el torero César Chamuscón, que impartirá una clase de toreo de salón, y el cantaor Aníbal Tabardillo, que canta en escasísimas ocasiones pero que, por ello, es todavía más admirado. También, por su forma de escupir: “De vez en vez, abría el compás de sus delgadas piernas, inclinaba la cabeza y, sin abrir la boca, lanzaba un escupitajo que, con la mano, dividía salerosamente en dos antes de llegar al suelo. Esta manera tan nueva de escupir hacía que el respeto y la admiración por aquel hombre no tuviera límites”. Constituye una crítica feroz al flamenquismo, el toreo, el casino provinciano y los vicios de la raza.

En De cuerno de morueco (La Novela Corta 217, 28-II-1920), Otero de Sariego, “Gorgojo”, gañán de un pueblo castellano con fuerzas hercúleas, tiene amores con la Simeona pero el tío de esta, con el que vive, se opone radicalmente a ellos. El viejo desaparece y todos piensan que el culpable puede haber sido Gorgojo, aunque nadie se atreve a decirle nada y en el pueblo jamás se ha cometido un crimen. Misteriosamente, tras la  desaparición, Gorgojo deja de cortejar a la Simeona. Por el contrario, se nos cuenta que frecuenta a un amigo pastorcillo en los altos de la sierra y, siempre que puede, se escapa para estar con él. Su trato brutal y cerrado se convierte en alegría, despejo y naturalidad cuando está con los pastores de las tierras altas. Aunque todo queda en esbozo, se insinúa que es Senén, el mejor amigo de Gorgojo, quien ha eliminado al viejo, tal vez, para favorecer sus amores lo que contrasta con la inclinación de visos homosexuales que también se insinúa con el pastorcillo. Como en otras ocasiones, Noel combina un riquísimo y deslumbrante vocabulario, una fascinante descripción de ambientes y personajes brutales con un hilo argumental un tanto atiborrado y confuso.

Llena de atroz intensidad es, asimismo, Misa de botón quitao (La Novela Corta nº 380, 17-III-1923), donde las sucesivas venganzas del indiano Doroteo contra el alcalde de Fermoselle (Zamora) que, en su ausencia, ha humillado y perseguido a sus deudos, culminan con el asesinato colectivo de Doroteo, por parte de los sicarios del alcalde a los que finalmente se une  todo el pueblo convertido en chusma.

Entre los muchos escritores que se enfrentan críticamente al mundo de los toros se encuentra uno de los más dotados, profusos y olvidados autores de la novela corta, el madrileño trasplantado a Arenys de Mar, Vicente Díez de Tejada. En Toros y cañas, (Los Contemporáneos nº 415, 8-XII-1916) nos describe una familia formada por el padre, de oficio telegrafista como el propio autor, apasionado por los toros a los que todo sacrifica, su mujer y su guapa y desparpajada hija, de nombre Trini. Los tres constituyen una familia modesta y convencional pero, una tarde en que el padre lleva a su hija a los toros, clava en ella su mirada, Rafael Moreno, un chulo que se las da de aristócrata. Ella queda enamorada y conmovida. Rafael empieza a frecuentar la casa familiar, en la que todo se le entrega y todo se le consiente, hasta que arruina a la familia. El padre y la madre mueren, el chulo se va y Trini queda sola. Más tarde, una amiga le cuenta a Trini que Rafael va a casarse con otra. Impensadamente, los antiguos amantes se encuentran y él vuelve a seducirla con su palabrería. Cuando están entregados al amor, Trini le asesta una puñalada que lo ultima y, después, desaparece.

Otro interesante relato de Díez de Tejada centrado en la prostitución es El gabinete del piano (La Novela Corta nº 336, 13-V-1922), en la que se nos cuenta la sórdida historia de La Nena, una joven del arroyo, a la que en una ocasión requiebra alguien que resultará ser un cura. Ella lo lleva a una casa de trato y, en los preliminares eróticos, el clérigo sufre un  ataque y muere. Al ser religioso y de familia acomodada, se echa tierra sobre el asunto y, en el curso de los trámites, el gobernador conoce a La Nena y la hace su amante, con espléndida casa y servicio. Se trata de un duque que, además, la forma, le enseña modales, a escribir e idiomas y la pasea por Europa. Cuando él muere, La Nena se vincula con Perico Mendoza, su actual amante, senador solterón y corrido, con el que el narrador, un telegrafista –otra vez el propio Tejada- que sale de trabajar una madrugada de invierno, la ve en el gabinete del café de Fornos. Ella no quiere sino prolongar la velada, a despecho de todos los demás juerguistas, que ya se quieren marchar con sus acompañantes. Una vieja vocea desde el exterior e incesantemente el diario La Correspondencia, lo que enerva a La Nena. Cuando, finalmente, la pareja abandona el local, la vieja se arroja sobre ella exigiéndole dinero con palabras soeces y proclamando que es su madre. Escapan en un carruaje y, al tratar de detenerlos, la vieja cae entre las ruedas. La Nena pide al cochero que exija a los caballos y desaparezcan. Al extrañarse Perico de tal actitud, ella le cuenta su tristísima infancia y adolescencia prostituida por esa mujer y su propio hermano.

Ya plenamente erótico es La máscara japonesa, (Ediciones Casset, 1992, pp. 3-35), cuya primera edición no he localizado. En ella, Manolín, el protagonista cuenta, en primera persona, como, a los catorce años, todavía su madre le viste de niño, para su vergüenza. Cuando aprueba la reválida, se niega a seguir así y sus padres lo mandan a estudiar a Madrid con sus padrinos, unos amigos de la familia. Él, Baltasar, es un hombretón mayor, sanguíneo y bruto pero buena persona; ella, Daniela, una gachona de cuarenta años de la que Manolín se enamora perdidamente y con la no que para de masturbarse. Los padrinos lo tratan muy bien y ella se deja tocar pero no accede a sus requerimientos directos. Sin embargo, una nochebuena, cae enfermo y lo acuestan entre los dos en la cama de matrimonio. Allí consuma el coito sin que, al parecer, el marido se entere. Comienza una tumultuosa relación durante las horas en las que el padrino va al casino. Un día, encontrándose en trance venéreo, Manolín escucha un jadeo procedente de la máscara japonesa que cuelga en la habitación. Al levantarse para comprobar qué sucede, encuentra detrás a don Baltasar que, al fin, es un voyeur. Todo ha sido preparado por los esposos para satisfacer la depravación del marido. Ella muere de una pulmonía y termina con el abrazo de los dos hombres, que han perdido el amor de su vida.

Del mismo autor y escrita en clave irónica, No por obra de varón (La Novela de Noche nº 21, 31-I-1925) nos cuenta la historia amorosa de Pedro Eduardo Watson y Linda Mc Cleod, dos jóvenes americanos, hermosísimos y de familia muy adinerada, que contraen matrimonio. En la noche de bodas, ella le confiesa que la desvirgó un amigo de la familia y que, como compensación, éste hubo de pagar un millón de dólares. El novio queda muy satisfecho del negocio pero lo refiere como gracia en su club y Míster Black, el ofensor, reclama la indemnización y un plus, por haber divulgado el asunto y no observar el acuerdo. Han de dárselo pero en seguida aparece Linda con el cheque recuperado, se supone porque ha vuelto a cohabitar con Mr. Black, lo que vuelve a alegrar mucho al recién casado.

Un crack financiero provoca que P. E. Watson haya de viajar a París. En el barco una camarera italiana le lleva el recado de que una hermosísima y rica mujer quiere estar con él pero, antes de que llegue ella, la camarera también se lo beneficia. La rica, con la que tiene otra relación sexual exquisita y minuciosamente descrita es, además, la mujer de Mr. Black. Cuando Watson llega a París siente molestias en su virilidad: el médico le asegura que le han contagiado algo y perderá su miembro. Se trata de una epidemia que propagan las italianas. Tras visitar a los mejores médicos, encuentra que la única solución es que el alemán Von der Vogel, le implante una prótesis que se rellena con leche condensada. A su mujer sólo le cuenta que, tras hablar con un pastor, ha concluido que lo que hacían era pecado y debían prescindir de la lujuria de la vista. Por lo demás, siguen gozando del sexo. Asimismo, ella le entera de que Mr. Black ha perdido su miembro por el morbo de origen napolitano. Watson queda doblemente complacido al saberse responsable, por haber sido él quien cohabitó con su mujer después de acceder a la napolitana.

La relación va resultando demasiado larga pero podría serlo mucho más. Quedan fuera, las muchas novelas en torno a las experiencias carcelarias y penales y las relacionadas con el servicio militar o las guerras coloniales, profusas, como es de esperar, en terribles crueldades, episodios truculentos y demasías. Por particularizar en algún escritor determinado, tampoco tratamos de los muy dotados literariamente Manuel Ciges Aparicio y Ángel Samblancat, siempre en trochas cercanas a nuestro tema. Y, como en algunos de los autores mentados arriba, el tremendismo en Felipe Trigo daría para más de un capítulo, aunque para él tenga una función educacional, lo mismo que sucede con su tratamiento del erotismo, estudiado monográficamente por Watkins pero también analizado por Martínez Sanmartín, Fernández Gutiérrez, García Lara, Manera y Guerrero. Algo parecido podríamos decir de varias de las novelas de Alfonso Hernández-Catá[11] o, con un matiz mucho más comercial que regeneracionista, de otras debidas a la pluma de José María Carretero, El Caballero Audaz. Autores que suelen colocarse en otros apartados como Enrique Gómez Carrillo (BAUZÁ), rozan el tremendismo en novelas que gustan de penetrar en vicios y perversiones poco o nada tratados hasta entonces en la literatura española. Incluso alguno, más o menos inesperado, como Rafael Cansinos-Asséns, que en Las pupilas muertas (La Novela Corta nº 285, 25-VI-1921) nos presenta un terrible cuadro social y de ambiente, que se solaza en las descripciones de una casi insoportable morbosidad. Todavía más insospechado, Ramón Gómez de la Serna se revela en La virgen pintada de rojo (La Novela Pasional nº 81, 28-IV-1925) como un autor capaz de penetrar en los entresijos del erotismo más audaz. La narración, aunque, ambientada en el contexto del África tropical,  no deja de ser un ejercicio de originalidad y estilo. Por su parte, Fidel Criado, estudioso del tema, afirma que el erotismo es casi una obsesión artística en el escritor madrileño y se centra en tres títulos aparecidos en La Novela Corta, La tormenta (nº 91, 9-VII-1922), La hija del verano nº 364 (25-11-1922) y La malicia de las acacias, que da como inédita pero que apareció con el número 413, el 31 de octubre de 1924.

Caso aparte sería el del también muy fecundo Álvaro Retana. Aunque su narrativa deambula casi siempre en torno a asuntos escabrosos, especialmente los que tienen que ver con la homosexualidad y la bisexualidad (BARREIRO, pp. 89-122 y MIRA, pp. 153-175). El tono ligero y a menudo humorístico de sus ficciones no permite adscribirlo a la corriente expresionista o tremendista sino a un erotismo desprejuiciado y burlón, mucho más europeo que el de otros satíricos de su tiempo.

Con todo ello, el autor más característico del erotismo tremendista será el gerundense Alfonso Vidal y Planas´(BARREIRO), una de las figuras de la bohemia de la segunda década del siglo XX, un outsider de la literatura, que, sin embargo, alcanzará una fama descomunal, tras el estreno de Santa Isabel de Ceres, incrementada por el episodio de su crimen en la persona de su colega y amigo Luis Antón del Olmet.

Aunque no sea una novela corta, Santa Isabel de Ceres  (1919), es la obra central de su autor, antes un bohemio entre pícaro y neurótico, y que, a partir del éxito de la versión teatral de esta novela (1922), cambia su vida. Vidal y Planas, obsesionado con las prostitutas y su redención, había sacado del burdel a Elena Manzanares, amiga también del escritor y periodista Luis Antón del Olmet, al que Vidal y Planas terminaría asesinando por disputas que tuvieron que ver tanto con este episodio como con celos literarios.

El argumento de Santa Isabel de Ceres nos da la pauta de los caminos que recorría el escritor gerundense:

El pintor y ex-hospiciano León es protegido por don Dimas, que le ayuda a sobrevivir y le invita a sus juergas. En una de ella, conoce a una prostituta (Lola, de nombre de guerra) caída en el arroyo por los taimados manejos de señoritos y chulos. Decide redimirla y vivir con ella pero don Dimas no le otorga su ayuda. Con un audaz golpe en una sala de juego, León consigue dos mil pesetas pero al salir es detenido por los guardias que le quitan el dinero, le dan una paliza y lo llevan ante el juez. El falso testimonio de los guardias hace que el juez determine procesarlo. En la celda se encuentra con Abel de la Cruz[12].

Por su parte, la Lola huye del prostíbulo y decide ayudar a León subvencionándole una celda de pago, visitándolo todos los días e iniciando una carrera como prostituta independiente para obtener ingresos con los que sufragar tales dádivas. Sin embargo, al salir de una de sus visitas a León, la está esperando el Cataplum, el chulo del que ha huido, que le raja la cara. Desfigurada, decide seguir ayudando a León pero ya no se considera digna de ser su compañera.

Cuando León sale del trullo, a resultas de las gestiones de un abogado, novio de una amiga de Lola, se encuentra con que ella está ingresada en el Hospital General. Va a verla y le pide que vivan juntos. Se instalan modestamente y León va alcanzando éxito como pintor. Se le propone hacer el retrato a la hija de un millonario y el padre le ofrece casarse con ella. Piensa en rechazar la oferta pero duda y entonces encuentra a Abel de la Cruz, cursi tremebundo y evidente contrafigura del autor. Se emborrachan y León lo lleva a su casa. Allí con la locuacidad propia de su estado cuenta a Lola lo que le ha pasado pero le promete que seguirá con ella.

Sin embargo, arrastrando su complejo de culpa y queriendo facilitar el camino a quien la redimió, ella le escribe una carta diciendo que no lo ha querido nunca y que a quien ama es al Cataplum. Se coloca en un burdel de la calle Ceres pero no puede soportar de nuevo esa vida y el alejamiento de León, por lo que se degüella, mientras Abel de la Cruz está llamando a su puerta. Por su parte, León y Sagrario, la hija del millonario, se casan. La obra es torpe, llena de previsibles adjetivos y retóricas parrafadas. Los acontecimientos no siempre están justificados y los personajes son arquetipos sin perfiles. Sólo en ciertos pintoresquismos y en la relativa sordidez de lo que se relata anida el interés. Por otro lado, la obra está repleta de episodios irrelevantes y de los consabidos escolios en los que el autor, preso de la vieja contradicción de quien censura lo establecido utilizando lo peor y más viejo de su retórica, critica el sistema social, policial, judicial…, dando tumbos y con mejores intenciones que resultados.

La versión teatral[13] en la que cambian los nombres de algunos personajes y toma más protagonismo Abel de la Cruz, es más increíble y torpe literariamente que la novela. Sin embargo, tuvo un éxito descomunal, con 102 representaciones consecutivas en el Teatro Eslava y numerosos reestrenos a lo largo de los años venideros, lo mismo que sucedió en provincias (DOUGHERTY Y VILCHES). Durante los catorce meses que transcurrieron entre su estreno y el disparo con el que ultimó a Luis Antón del Olmet, Vidal y Planas vestía elegantemente, comía en los restaurantes de moda, iba en coche rodeado de pecadoras de postín y parásitos. Vivía en una confortable pensión de las Cuatro Calles, que le costaba trescientas pesetas y se comparaba con Dostoievsky, lo que -comenta Cansinos- sólo podía hacerlo en razón de su epilepsia (p. 385-389).

El escritor había aprovechado el argumento de Santa Isabel de Ceres para, poco después de su aparición, publicar, con unos cuantos episodios apenas transformados, su primera novela corta, En libertad (El Cuento Nuevo, Tomo II, nº 12, 1-V-1919), otra obra tan sentimentaloide como tremendista.

Pasarían tres años y medio, en los que el escritor, a partir de entonces tan prolífico, no publicaría  ningún texto hasta la aparición de El amigo del ataúd, (La Novela de domingo nº 1, 10-XII-1922), que contenía algunos capítulos de las Memorias del pobre Abel de la Cruz, novela que publicaría en 1923. En ella, “dedicada al genial poeta Antonio Machado”,  aprovecha sus anteriores experiencias como recluso para hacer una crítica más del sistema penitenciario, centrado en la cárcel Modelo de Madrid, que pronto tendría ocasión de volver a experimentar en sus carnes, pero donde vuelve a aparecer su obsesión por el mundo prostibulario. En el capítulo titulado “¡Mis esposas!”, refiriéndose a las que le muerden las muñecas cuando logra su libertad, Abel consigue, mediante una “pirueta”[14], unos cuantos duros. Inmediatamente, acude a la mancebía:

Ante una mustia y ojerosa meretriz que me sonrió siniestramente, me arrodillé y, anhelante, presentándole mis muñecas descarnadas, mis manos hinchadas y rojas, lancé la súplica:

  -¡Bésame aquí, en estas muñecas, en estas manos con tus labios podridos por la sífilis!… ¡Bésame aquí!… ¡Purifica esto!…

  Pero la pobre, horrorizada, huyó burdel adentro, gritando:

  -¡Al loco, al loco!…

Cinco días después de la publicación de El amigo del ataúd, aparecerá en la recién creada colección La Novela de Hoy (nº 31), La casa de Pepita, que transcurre íntegramente en una casa de lenocinio. En la entrevista que le antecede, Vidal y Planas habla del éxito de Santa Isabel de Ceres pero también de su novia, Elena Manzanares, la prostituta redimida. En la novelita, el narrador acompaña al prostíbulo a un juerguista maduro con la intención de mostrarle la sordidez del medio. Tras adoctrinarle en el amor a las rameras y en el odio a los chulos y cabritos (clientes), le muestra como ellas “son seres dignísimos de admiración y amor. Las pobres negocian con lo que pueden, con lo único que tienen, con lo que Dios Nuestro Señor se ha dignado darles: con su feminidad”. Por eso, continúa el narrador “Yo gozo mimándolas, acariciándolas, diciéndoles al oído dulces palabras de novio, regalándoles pasteles y abrazándolas y poseyéndolas con la noble y pura cordialidad de un esposo polígamo”. Parece que el comportamiento de Vidal y Planas era efectivamente el de su personaje.

Por lo demás, en su visita al burdel de Pepita aparece un cura que, en sus expansiones, gusta de soltar cánticos y latinajos y las niñas cuentan sus historias. Por ejemplo, Luisita, una tísica, que gusta de que la apaleen tanto su chulo como Blanquita, otra pupila con la que mantiene relaciones lesbianas y que anda celosa de dicho proxeneta. Al final, en un acceso de furia, Blanquita estrangula a su amiga y el cura le administra la absolución post mortem. Naturalmente, el juerguista se cura de sus aficiones y promete cambiar de vida.

La siguiente novela corta de Vidal y Planas con tema prostibulario iba a aparecer sólo un día después del crimen que perpetró en la persona de su amigo y colaborador, Luis Antón del Olmet en el saloncillo del Teatro Eslava. Se trata de Mercedes Expósito[15], La Novela Corta nº 378, 3-3-1923).  Un ex-presidiario llega al cabaret El Averno con un amigo y allí se encuentra a una niña de catorce años, a la que su madre prostituye. La rescata y la lleva a su pensión. Este ex-presidiario, de sobrenombre «El Ciento Setenta y Ocho», es un matón al servicio de la policía, que asesina sindicalistas. Una noche, Mercedes se entera de que su nuevo amante ha matado a su hermano sin saber quién era. Ella le descerraja cinco tiros. El argumento está extraído o, más bien,  es un refrito de Bombas de odio, novela que había publicado unos meses antes.

Cuando, tras el asesinato, el escritor gerundense entró en prisión, Artemio Precioso, director y propietario de la colección La Novela de Hoy, convertirá en un filón el morbo que provoca su figura y, en cuatro años le publicará once novelas[16], casi todas, como es natural, de tema carcelario y/o relacionadas con su crimen, que trataba de justificar en sus argumentos[17]. Aparte, Vidal y Planas daría a la luz al menos una docena más, publicadas en otras colecciones. Con el producto de las mismas –que él mismo cifró en una entrevista publicada en El Liberal en dos mil pesetas mensuales- vivió opíparamente en su celda de pago, de modo que entró con 57 kilos y salió con 70.

Por consejo de Alberto Valero Martín, su abogado y también fecundo autor de novelas cortas cercanas al tremendismo, el recluso contrajo matrimonio con Elena Manzanares el 26 de septiembre de 1923. Actuaron de padrinos Artemio Precioso y Carmen, hermana de la novia. En mayo de 1924 se celebró el juicio y Alfonso fue condenado a doce años y un día y a indemnizar con cien mil pesetas a los herederos. Antonio Teixeira[18], el acusador, pese a su brillante alegato, no consiguió que fueran embargados los derechos de la obra del acusado en la Sociedad de Autores. Fuera como fuese, en febrero de 1926, el Gobierno de Primo de Rivera le concedió un indulto particular y rebajó su pena a cuatro años. En el mes de julio fue de nuevo indultado, conmutándosele la pena por la de destierro, que cumplió en Barcelona. Estuvo, pues, en prisión tres años y cuatro meses, dos de ellos cumplidos en el penal de El Dueso en Santoña.

Volviendo a sus novelas cortas, durante su estancia en prisión, sus pujos místicos y, probablemente, sus intereses como recluso, propiciaron que dejara en segundo plano el tema prostibulario aunque en Alma de Monigote (La Novela Corta nº 390, 26-V-1923) y Papeles de un loco (La Novela de Hoy nº 100, 11-IV-1924 ) la protagonista, a la que llama “Monigote”, es un evidente reflejo de la que ya era su mujer, Elena Manzanares, a la que idealiza de forma descabalada. En El otro derecho (La Novela Teatral nº 392, 25-V-1924), drama en tres actos en colaboración  con José Simón Valdivieso, Marcela es una mujer que, abandonada por su marido que oficia como chulo, ingresa en un burdel, donde Adrián, un campesino que ya la había defendido en un episodio anterior, la redime, al paso de la Virgen de la Paloma. Se van a vivir al pueblo de Adrián y tienen un hijo. Cuando Marcela recibe una herencia, aparece su primer marido reclamándola. El cura apoya el derecho que tiene de hacerlo y tacha a la pareja de adúltera. Al final, Adrián habrá de matar al chulo, con lo que ya pueden casarse, aunque sea en la cárcel. Obra, pues, de denuncia y reivindicativa, con evidentes concomitancias con el caso del autor y, como de costumbre, consabida y efectista.

Poco después de ser liberado, Vidal y Planas hubo de afrontar la denuncia de dos de sus novelas publicadas en la colección La Novela de Noche, Noche de San Juan (nº 15, 15-I-1925) y La conversión de don Juanito (nº 43, 30-XII-1926). La primera de ellas quiere ser un alegato contra el vicio. Dejemos la mostración de su argumento al propio autor:

A un hombre, anheloso de belleza infinita, le entrega un ángel la belleza perfecta, cuyo símbolo es una mujer que reúne en sí todos los encantos y todas las gracias: la mujer soñada. Les abre después las puertas del cielo y les autoriza a entrar y a gozarse por los siglos de los siglos. Pero ellos se entregan al vicio; y el ángel, después de declararlos enemigos de Dios e indignos de la belleza y de la felicidad, los expulsa de la gloria, devolviéndolos al barro de la tierra honda (…) mi intención no es otra que la de demostrar que la lujuria es más administrable que el dinero, porque si uno no administra bien su dinero se arruina y, si no administra bien su lujuria, se convierte de hombre en cerdo.

En La conversión de don Juanito que, según su autor, quiere ser una denuncia de las conductas sádicas, la desequilibrada truculencia del narrador llega al paroxismo:

El padre Domingo es un fanático con fama de santidad que “huele las almas”. Cuando Aurora Rico, rica y bella joven, se confiesa con él, este abomina del perfume que exhala. Es el de su prometido, Juanito Bernal, que ha ido a pedir su mano. El confesor le conmina a que lo abandone ya que el olor de ese monstruo es el del infierno.

El resto de la obra se desarrolla enteramente en el burdel de Milagritos, una mancebía de lujo en la que seis muchachas atienden a la clientela bajo la égida de la Petra, madama del establecimiento. Una de ellas, Leonor, tiene una hija a la que quiere meter monja para que no caiga en el vicio y, en cierto modo, la redima pero las Adoratrices piden diez mil pesetas por profesar. Además, secuela de la última juerga-paliza de don Juanito, Leonor escupe sangre. Aparece éste y les ofrece 500 pesetas a cada una por entregarse a él. La última vez las castigó con un vergajo, ahora porta unas disciplinas clericales y, mientras las maltrata, se va enardeciendo hasta llegar al espasmo. Petra trae champán, que reanima a las golpeadas. Don Juanito, entonces, idea vengarse del padre Zacarías, por cuyos consejos su prometida lo ha abandonado y ha perdido los millones que poseía y que eran el exclusivo objeto de su amor. Su plan es que Leonor se haga la moribunda y, cuando se llame al padre Zacarías para que acuda con los Santos Óleos, el resto de las putas, escondidas, caigan sobre él y, “a besos y sobos”, venzan su resistencia. Así se disipará su fama de santidad. Leonor, a pesar de que don Juanito le ofrece mil pesetas, no accede, con lo que este le promete darle todo lo que le falte para reunir las diez mil con las que ingresar a su hija en el noviciado.

En estas ha aparecido Teófilo Mas, otra especie de Abel de la Cruz y contrafigura del autor, que predica el amor a las prostitutas y que desea cohabitar con Leonor. Al encontrarse con el teatral cuadro, intenta protegerla y, en el tumulto que se organiza, Leonor muere, precisamente, cuando llega el padre Domingo, que maldice a don Juanito y reza sus latines por la muerta. Don Juanito siente vergüenza de su desnudez, despoja al cadáver del mantón que la cubre y, envuelto en él, se arroja a los pies del cura pidiendo confesión. Al oír los latines, las rameras salen borrachas del cuarto contiguo y se arrojan sobre el cura, restregándose y abrazándose con él. Finalmente, la Petra las emprende a botellazos y las va descalabrando.

Don Juanito, arrepentido, ingresa en un monasterio trapense y las cinco niñas siguen en la mancebía y siguen siendo visitadas por otros “juanitos”. La obra termina con un decálogo –en realidad son nueve mandamientos- de Teófilo Mas sobre el exquisito y amoroso comportamiento que debe observarse con las mujeres de la vida.

En 1931 Vidal y Planas reescribió esta obra[19], cambiando varios nombres propios y añadiendo algún breve episodio más y, con el título Mujeres malas, la publicó en la barcelonesa Biblioteca Iris. En el mismo año y colección, editó otra obra casi gemela, Expendedurías de carne humana, que constituye su última incursión en el terreno de la prostitución, dentro del género de la novela corta[20].

Escrita en primera persona, el narrador, recién licenciado de la Legión, llega a Barcelona y encuentra a Adela, una joven prostituta, cuyos padres segovianos la creen sirviendo y a los que todos los meses gira cincuenta pesetas, presunto fruto de su trabajo como criada, ocupación que hubo de abandonar por el asalto sexual del hijo de la casa, que luego la acusó a de ladrona. El narrador le ofrece dinero pero ella insiste en que vaya con ella al burdel, donde Doña Santa es como una madre con sus pupilas. Adela recibe carta de su casa, comunicándole que la madre tiene cataratas pero quedará ciega porque no poseen los cincuenta duros que cuesta la operación. El narrador se las entrega y doña Santa le otorga el derecho a pasar diez noches con ella. Se intercalan historias de doña Santa y las otras dos pupilas de la casa, la Canina, que ama a los perros y la Espronceda, que recita la “Desesperación”. El narrador evita en las Ramblas el atropello de un perro y un duque alaba su conducta y le entrega su tarjeta. Con ánimo de redimir a Adela, la pareja juega a la lotería sin éxito, con lo que deciden visitar al duque que le ofrece el puesto de chófer. Así pueden casarse y visitar en Segovia a visitar a los padres de Adela. 

Es, pues, Vidal y Planas el autor en el que lo erótico alcanza sus más altas cimas de tremendismo pero, a la vez, de cursilería. En los años treinta España estaba cambiando celéricamente y el gerundense se aferraba a las obsesiones y tópicos con los que había conseguido el éxito, contra el que ya le había advertido con clarividencia el poeta y crítico Enrique de Mesa, tras el estreno de Santa Isabel de Ceres:

«El señor Vidal, en quien se aprecia latente una aprovechable trepidación de entusiasmo, debe limpiarse y purificarse de esa miseria seudoliteraria que le come en sus primeros y mejores impulsos; debe ser comensal de mesas mejor servidas; y ya que no le sean asequibles los niveles de la de Horacio, no se nutra exclusivamente con el regojo de las desdichadas mesas de algunos maestros hebdomadarios. Viva y observe, sin dejarse seducir por el engañoso espejuelo de la mala literatura. Y sobre todo, no concurra a los “bajos fondos” llevando bajo el brazo la consabida novela de “amor, de dolor y de vicio”. Recorra en sus andanzas todos los lugares, e identifíquese con todos los ambientes; pero al tornarse al apartamiento del hogar, a modo de contraste y purificadora enseñanza, tome en sus manos (…) La Celestina (…), rica en sustancia de humanidad, almáciga de seres vivos y no de vagos fantasmas, realidad entreverada de trapazas de picardía y de idealidad de amor, burlona y trágica» [21].

En suma, Vidal y Planas, pese a moverse en círculos más o menos intelectuales y tener amigos y valedores entre críticos estimables, aparece como un autor más cercano a la subliteratura que a otra cosa, aunque en alguna de las novelas carcelarias de la primera época alcanzase más altos registros.

En la época en que Alfonso Vidal y Planas publica las últimas novelas citadas, la II República se había proclamado en España. Mucho se ha escrito acerca de las contradicciones entre unas élites inscritas en las vanguardias culturales europeas, una ciencia cada vez más pujante, especialmente en los ámbitos de la Medicina y la Biología, frente a un pueblo sumido en gran parte en la ignorancia y la miseria y una aristocracia y clero de tintes claramente preindustriales. El Baroja tremendista de las novelas de La lucha por la vida no era un sádico complacido en escarbar en los aspectos más turbios de la realidad sino alguien que vivía de cerca el submundo del proletariado suburbial madrileño. Tampoco en los años treinta, el Sender de 7 domingos rojos inventa la normalidad de la tortura en comisarías y cuartelillos ni la terrible violencia contra un pueblo muerto de hambre en Viaje a la aldea del crimen. Tampoco Buñuel hace ficción en Tierra sin pan sino que, treinta años más tarde, la tierra y los hombres que describe no han variado un ápice, como se verifica en Caminando por la Hurdes de Ferres y López Salinas. Eugenio Noel puede reeditar en el número 149 de la revista Novelas y Cuentos, Las capeas (1931)[22] su brutal bosquejo de la España taurina porque, desde su publicación en 1915, nada ha variado y la sangre sigue ensuciando los alberos, la imagen de España y las conciencias de los españoles que piensan o sienten, como seguirá sucediendo tres cuartos de siglo más tarde.

Sería exagerado calificar al tremendismo como un rasgo específicamente español –la historia universal no permite tal optimismo- pero no el afirmar que fue consustancial a la vida española durante siglos. La Guerra Civil y sus secuelas pondrían la firma a esta triste constatación.

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-, “La Novela de Hoy (1922-1932) entre quantité et qualité”, Regards /3. Le roman espagnol au XXe. Siècle, Paris X-Nanterre, 1997, pp. 123-140.

-SÁEZ MARTÍNEZ, Begoña, Efectos del decadentismo en España: la narrativa de Antonio de Hoyos y Vinent, Universidad de Valencia,

-SÁINZ DE ROBLES, Federico-Carlos, La promoción de El Cuento Semanal (1907-1925), Madrid, Espasa Calpe, 1975.

-SÁNCHEZ-ÁLVAREZ INSÚA, Alberto, “La colección literaria Los Contemporáneos. Una primera aproximación, Monteagudo 3ª época, nº 12, 2007, pp. 91-120.

-VV. AA., Ideología y texto en El Cuento Semanal (1907-1912), Madrid, Ediciones de la Torre, 1986.

-WATKINS, Alma Taylor, El erotismo en las novelas de Felipe Trigo, Sevilla, Renacimiento, 2005.

-ZUBIAURRE, Maite, Culturas de la erótica en España (1898-1939), Vanderbilt University Press, 2011. “Cultures of the Erotic in Spain, 1898-1939).

NOTAS

 [1] “Entrevista con Azorín, bibliotecario”. Boletín de la Dirección General de Archivos y Bibliotecas nº 17, 1-I/28-II-1954,  p. 10.

[2] Pura Fernández, Eduardo López Bago y el naturalismo radical: la novela y el mercado literario en el siglo XIX, Amsterdam & Atlanta, GA: Rodopi,1995.

[3] Yvan Lissorgues, “La expresión del erotismo en la novela naturalista española del siglo XIX: del eufemismo al tremendismo” Revista Hispánica Moderna, Hispanic Institute, New York, Columbia, University, 1997, pp. 37-47

[4] Rafael Cansinos-Assens, La nueva literatura II. Las escuelas literarias, Madrid, Páez, 1925, p. 37.

[5] El primer número apareció el 6 de noviembre de 1898 y Zamacois conservó su puesto de director hasta el número 168 (principios de 1902) en que fue sustituido por Félix Limendoux aunque continuó como redactor.

[6] Claire-Nicolle Robin, “Eduardo Zamacois o La fiesta del cuerpo” en El cortejo de Afrodita. Ensayos sobre literatura y erotismo (Ed. de Antonio Cruz Casado), Málaga, Analecta Malacitana, 1997, p. 226.

[7] V. los estudios de María del Carmen Alfonso García y Begoña Sáez Martínez.

[8] El lesbianismo aparece con alguna frecuencia en la literatura breve de los años veinte, por citar otro ejemplo, en la novela de Guillermo Díaz Caneja, Una realidad escabrosa (La Novela Corta 387, 5-V-1923), don Cirilo que teme que su sobrino Jorge tenga amores con su joven esposa, de la que estuvo enamorado, la espía y comprueba que con quien se relaciona sexualmente es con la doncella: “¡¡esto es horrible pero más horrible hubiera sido lo otro!!”, se dice para sí. Como observa Mogin-Martin, “…tenía miedo de que su mujer lo engañara de verdad, es decir, con un hombre. Esto equivale a negarle a la relación entre mujeres a dimensión de auténtica relación sexual” (VV. AA., 1986, 123).

[9] “… en una ocasión arrancó de un mordisco un pedazo de belfo a un mulo, que se negaba a cruzar una zanja”. Acciones como esta son habituales pero extraídas de la estricta realidad. Eugenio Noel, que tanto frecuentó el trato con arrieros, describe en sus páginas muchos episodios como este.

[10] En Clavel de puñales, un personaje con su mismo nombre, queda embarazada del amo que, como en la novela precedente, tiene una mujer baldada. Como no se atreve a acusarlo, culpa al hijo, que, por respeto al padre y lástima de la madre, tampoco se atreve a desmentirla.

[11] En cuentos como “La bestia”, “La niña débil” o, sobre todo, “En la zona de sombra” (Uva de ARAGÓN, pp. 58-63 y, también FERNÁNDEZ DE LA TORRIENTE).

[12] Abel de la Cruz, personaje medio loco, medio místico, obsesionado con la redención de prostitutas y trasunto del propio Vidal y Planas con algunos rasgos de Cristo, asoma por primera vez en Tristezas de la cárcel (Confesiones de Abel de la Cruz), Madrid, Juan Pueyo, 1917 y, hasta los años treinta, reaparece en numerosas ocasiones en la obra del autor.

[13] Según Cansinos, fue Muñoz Seca quien le sugirió la idea de teatralizar la obra. Fue estrenada en el Teatro Cervantes de Sevilla el 7 de octubre de 1921 y, en el madrileño teatro Eslava, el 9 de enero de 1922.

[14] Entre la bohemia desastrada, “pirueta” era una habilidad o recurso para obtener dinero mediante el sablazo, la picaresca o cualquier otro procedimiento.

[15] Debió de ser publicada precipitadamente. En la portada figura el título Carmen Expósito pero, en la novelilla, la protagonista es Mercedes. También figura en algunos lugares con el título Cabaret El Averno, título que encabeza la primera página del texto.

[16] Cuatro días en el infierno, Los locos de la calle, La tragedia de Cornelio, Papeles de un loco, Los amantes de Cuenca, La gloria de Santa Irene (Sol de milagro), Malpica el acusador, ¡La  voz que ha salido ahora!, ¡Le pasa a cualquiera!, El ángel del portal y La santa desconocida.

[17] En los prólogos y entrevistas que suelen anteceder a los textos de La Novela de Hoy, su editor Artemio Precioso, busca, de todos los modos posibles, justificar y disculpar al penado.

[18] Fue objeto de las iras de Vidal y Planas en su novela Malpica el acusador, (La Novela de Hoy nº 154, 24-IV-1925) y autor de una interesante obrita sobre el asunto, La muerte de Luis Antón del Olmet, Madrid, Imprenta de Juan Pueyo, s. f. (1924).

[19] Que, a su vez, tiene muchas coincidencias argumentales y temáticas con La casa de Pepita, antes comentada.

[20] Todavía en 1933 estrenó en el madrileño teatro Cervantes, Las niñas de doña Santa, adaptación de Expendedurías de carne humana, donde vuelven a aparecer episodios, temas y obsesiones de  obras anteriores. Hay edición en La Farsa nº 31, Madrid, 13-I-1934.

[21] Cosmopólis nº 37, enero 1922, p. 74.

[22] Se publicó también en 1923 y 1952.

                                                       RESUMEN

Naturalismo y modernismo se funden en las ficciones de las Novela Corta, dando lugar a peculiares manifestaciones de tremendismo y erotismo, vinculadas a un contexto social en el que desigualdades sociales, represión sexual, prostitución, marginación de la mujer y violencia son vectores determinantes. Pese al cambio de costumbres deparado por el cambio de siglo y la II República, el tremendismo, con los matices que se quiera, seguirá siendo  consustancial a la vida española hasta más allá de la posguerra.

-El tremendismo en la literatura española.

-Naturalismo y tremendismo.

-La Novela Corta.

-Hedonismo, prostitución y violencia.

-El caso de Vidal y Planas.

-Pervivencia del tremendismo en la vida española.

                                        

    ABSTRACT

 Naturalism and modernism merge in the fiction of the Short Novel, leading to peculiar manifestations of tremendismo and eroticism, linked to a social context in which social inequalities, sexual repression, prostitution, marginalization of women and violence are crucial dimensions.

 Despite the change of habits brought by the new Century and the Second Republic, tremendismo, with its nuances, will remain integral to the Spanish way of life beyond the war.

 Tremendismo in Spanish literature.

– Naturalism and tremendismo

– The Short Novel.

– Hedonism, Prostitution and Violence.

– The Case of Vidal and Planas.

– Survival of tremendismo in Spanish life

 Define en una frase quién era Amparo Poch?

-Una médica libertaria que, en la parte central y más conflictiva del siglo XX, desarrolló una gran labor en favor de la mujer obrera y de los desfavorecidos.

-Define en una frase por qué fue importante A. Poch?

-Por ser pionera en obtener una licenciatura universitaria, en escribir publicaciones en favor de la libertad de la mujer y trabajar gratuitamente para promocionar la higiene de las mujeres, propagando  los conocimientos sobre anticoncepción, la maternidad, el amor libre…

-Cuál era la situación de la mujer en España cuando crece Amparo?

-Leyes retrogradas en la familia y en el matrimonio, una mayoría de la población femenina, en gran medida tutelada por la Iglesia, sin posibilidad de voto… Incluso su situación no era mucho mejor en sectores progresistas salvo excepciones, como,por ejemplo, sucedía con Lulú, la compañera de Durruti.

-¿Cuándo nace Amparo Poch y en qué ambiente crece?

-Nace el 15 de octubre de 1902, día de Santa Teresa, con la que tiene alguna concomitancia. Clase media muy conservadora, lo que se incrementa con su padre militar y el ambiente en que ella se desenvolvía, al menos hasta que comienza sus estudios universitarios.

-Qué movilizaciones sociales existían en la Zaragoza de los años 20?

-Desde 1918 a 1923, Zaragoza registró el mayor número de huelgas de todo el país. En el verano del 23 fue asesinado del cardenal Soldevilla y sólo entre 1922 y el advenimiento de la Dictadura (13-9-1923) hubo tres huelgas generales y 19 parciales, aparte de atracos recaudatorios, el asesinato del policía López Feced y numerosos atentados entre sindicalistas y elementos al servicio de la patronal.  

-Cómo se implica Amparo en ellas?

-Su implicación es, más que nada, a través de su enfoque social en el ejercicio de la medicina, con sus trabajos en periódicos como La Voz de Aragón, La Voz de la Región, Tiempos Nuevos y otros, sobre todo a partir de la República, en los que defiende, las ideas libertarias, feministas y de progreso.

-¿Qué relación tiene con el anarquismo?

 -Como es sabido, Aragón era, con Cataluña y Andalucía, la mayor cantera anarquista en España: los hermanos Ascaso, los hermanos Carrasquer, Felipe Aláiz, Ángel Samblancat, Ramón Acín, Torres Escartín, Ramón J. Sender, etc. En 1919 la CNT tenía 15.000 afiliados en la región y la UGT, apenas 1.000. Dado su sentido social y sus amistades, lo normal es que muy pronto se adhiriera a las ideas libertarias. 

-Qué formación tiene Amparo en aquella época?

-Los estudios de Magisterio, por supuesto, los de Medicina, más las lecturas que, a partir de sus contactos con el periodismo y los ambientes progresistas, sindicalistas y libertarios, fue realizando.  Ella fue una magnífica estudiante.

-Cómo ve el papel de la mujer en la sociedad de los años veinte?

Lo cierto es que en las clases burguesas o pequeño-burguesas, hubo grandes avances, sobre todo en cuanto a la libertad de comportamiento, de indumentaria, de horarios, de huida del  control que ejercía la iglesia… Se debatían asuntos como el divorcio o la contraconcepción que antes eran tabú. Hay mujeres que practican el naturismo, el amor libre… Pero, naturalmente, la mayoría seguía anclada en la esclavitud de los prejuicios.  

¿A que se dedica profesionalmente al concluir la carrera de medicina?

-Sobre todo a la divulgación científica dirigida a las mujeres, en especial, las obreras: higiene, sexo, anticoncepción, maternidad, puericultura… Su Cartilla de consejos a las madres es de 1931; también se dedica al ejercicio del periodismo. Como mujer se le prohibió ejercer la medicina, pero se colegió el 3 de octubre de 1929 y pronto fue vicesecretaria del Colegio de Médicos. Tuvo consulta en su casa de la Calle Madre Rafols y, después, en el nº 30 de la calle Cerdán, vía urbana hoy desaparecida, A las mujeres sin recursos no les cobraba.

-Cuál crees que era el modelo de mujer por el que luchó Amparo Poch?

-Lo refleja muy bien el nombre de la Asociación en la que militó desde su llegada a Madrid: Mujeres libres. El concepto de libertad en su tiempo y en el nuestro era muy diferente y la libertad de la mujer de hoy parecía una utopía.

-Qué aspectos destacarías de su pensamiento en el campo de la sexualidad de la mujer?

Muy cercano al que tenía Hildegarth, con la que compartía muchas ideas. Necesidad de información, de higiene y de posibilidades económico-sociales de disfrutar del propio cuerpo y el de los demás sin ataduras, complejos o condicionamientos. Uno de sus textos más significativos es “Elogio del amor libre” (1936).

-Crees que la situación de la mujer hoy se asemeja a su ideal de mujer?

-Se aproxima bastante, al menos en las sociedades occidentales. Si Amparo tuviera posibilidad de visitar hoy cualquier ciudad europea se maravillaría al comprobar que casi todo lo que por ella luchó se ha conseguido.

-Cuáles son las principales publicaciones de la época en Zaragoza?

La Voz de la Región. La Voz de Aragón, luego en Mujeres españolas y revistas cercanas al anarquismo como Orto, Estudios, CNT, Solidaridad Obrera…

-En cuáles de ellas escribe Amparo? Cuáles era las que leía?

Leería La Novela Ideal, la colección de narrativa anarquista que lanzó Germinal Esgleas y otras colecciones de Novela Corta de índole progresista, como La Novela de Hoy, La Novela Semanal, Los Novelistas. Y, seguramente, al Dr. Félix Martí Ibáñez, la firma más señera de la medicina libertaria.…

*Producido por Institut Catalá de les Dones

V. también en este blog:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/02/06/amparo-poch-el-hallazgo-de-un-personaje/

https://javierbarreiro.wordpress.com/2021/los-inicios-estudiantiles-y-literarios-de-amparo-poch-y-gascon/

Publicado en Siglo diecinueve (Literatura hispánica), 20, Universidad de Austin, Texas,2014, pp. 113-134.

RESUMEN

En un tiempo fronterizo y con la capital del reino en expansión, en Madrid se vivía de noche. Teatros, cafés, espectáculos, tascas y verbenas bullen con un público alegre y nocherniego. Madrid recibe las rachas de modernidad y las transformaciones del fin de siglo pero también subsisten la miseria espeluznante, la prostitución más triste, todos los fantasmas de la llamada España negra, que dan fe de un espectro social lleno de energía y de contrastes.

El Rastro030

.Son tan variadas las fuentes y tan amplio el anecdotario que, para pergeñar un panorama de la noche madrileña en el siglo XIX, es necesario un punto de transversalidad y ceñirse a un periodo breve y concreto. He elegido 1890 por ser una fecha fronteriza en la que todavía no han llegado a la capital española varios de los inventos y adelantos técnicos que, en muy pocos años, cambiarían radicalmente la vida cotidiana; pero sí otros que propician la convicción de que se está viviendo en unos tiempos cambiantes. En efecto, ya se disfruta del ferrocarril, de la luz eléctrica, de los primeros teléfonos, del agua corriente en las casas burguesas pero todavía no ha llegado la reproducción del sonido a través de fonógrafos o gramófonos, tampoco, el cinematógrafo, el tranvía eléctrico, el automóvil, el aeroplano ni la revolución estética de las vanguardias. Todavía la canción no se ha desgajado, como hará muy poco después, de su soporte teatral; el ciudadano se desplaza a pie, en tranvía de mulas o en coche de punto; el deporte, aún asomando el velocipedismo y subsistiendo el viejo juego de pelota, no ha logrado el protagonismo popular que irá alcanzando poco después y la cuestión social, que ya apunta, todavía no ha tomado la relevancia política que logrará en muy pocos años. Con todo ello, la percepción de que el mundo y la historia se aceleraban era patente y no haría sino incrementarse en los años venideros.

Por otra parte, justo en esta última década del siglo, la capital sobrepasará el medio millón de habitantes, muy lejos de las más importantes urbes europeas, a las que, con premura, busca asemejarse y a las que se acercará con la apertura de bulevares o, un cuarto de siglo más tarde, con la inauguración del ferrocarril metropolitano. Ya habían caído las puertas de Atocha, Segovia y Bilbao, en ese mismo 1890 se plantaban diez mil árboles en la Dehesa de la Villa y, como sucedía en esas grandes ciudades de Europa, los antaño pueblos limítrofes se iban convirtiendo en barrios; el proletariado urbano, aun derrochando color local, se iba alejando del majismo que había protagonizado las décadas anteriores y sus usos y trabajos, tiñéndose de modernidad. Si la mañana era patrimonio de este mundo laboral y proletario mientras los señoritos dormían, descansaban o se entregaban al ocio casero, la tarde era para la sociabilidad y la noche para la diversión. Las ciudades están cambiando pero la vida española se hacía en la calle. En casa no se entraba sino a comer y a dormir y la vida familiar en las clases populares era escasísima. El súmmum de dicha sociabilidad vespertina era el café y los toros, cuando los había; y, por la noche, de nuevo el café, el baile -en forma de verbena, de corrala, de merendero o cualquier otro recinto- la casa de prostitución y el juego[1] pero, sobre todo, el teatro.

TEATRO

Los espectáculos escénicos habían sido la más habitual forma de divertirse de los españoles desde hacía muchas décadas y, en estas fechas, iban  tomando formas nuevas y muy diversas. En Madrid, los había en el centro, en los barrios[2], en las sociedades obreras, en las católicas, en muchos centros de enseñanza, en los cafés, en casas particulares, formados por aficionados y, por supuesto, en los grandes y pequeños teatros… Aunque no durante todo el año, durante 1890 funcionaron en la capital, al menos, los siguientes teatros comerciales: Real, Zarzuela, Español, Comedia, Lara, Price, Apolo, Eslava, Madrid, Jovellanos, Princesa, Romea, Martín, Alhambra, Eldorado, Calderón, Infantil, Callao, Príncipe Alfonso y Novedades. Si nos trasladamos al periodo veraniego, habremos de añadir, El Jardín del Buen Retiro, Hipódromo, Felipe, Recoletos, Maravillas y los Circos de Colón. Los dos primeros también funcionaron fuera de la temporada veraniega. Durante el año, se cerraron el Príncipe Alfonso, para su reforma y, en agosto, para la instalación de la luz eléctrica, el Apolo, sin duda, el que más estrenos ofrecía a lo largo del año, aunque no le iban lejos el Eslava y el Lara. Sólo en Madrid, durante este año, se estrenaron alrededor de doscientas obras.

Gran Teatro021

Siguiendo una tradición de siglos, el teatro preferido por el público español era el musical. No es posible establecer el número de piezas líricas representadas en los escenarios españoles durante el periodo 1850-1950 pero resulta evidente que hablamos de decenas de miles de obras (Iglesias Souza) y la mayor parte de ellas son ligeras y con un componente más o menos humorístico: el famoso marbete “cómico-lírico”, que acompaña al género de tantísimas piezas del género chico. El público, especialmente nocherniego, generalmente masculino y amante de la diversidad de las emociones, prefería la heterogeneidad de las obras en que la mujer descocada, la música juguetona y la frase picaresca regocijaban el espíritu. El prejuicio contra los géneros menores, proveniente de la mentalidad neoclásica y que, con diversas matizaciones, casi ha llegado hasta la actualidad, hace años que había empezado a ser arrumbado.

Ya el género chico había sustituido al teatro de tres y cuatro actos, altisonante y con ecos dieciochescos y románticos, aunque autores consagrados como López de Ayala, Tamayo o Echegaray se siguieran representando. De la misma manera que el periódico y la revista habían sustituido a las publicaciones de carácter enciclopédico, como las que arrastraban el marbete La Ilustración pero que cada vez irán tomando un carácter más moderno, en el género chico cabía todo. Como sucederá con el cuplé en el primer tercio del siglo XX, cualquier anécdota, suceso, personaje popular o hecho histórico tendrá su representación, casi siempre satírica, en el género. Igualmente, el público, que en España siempre había tenido un carácter extraordinariamente activo, intervendrá directamente en las obras, aplaudiendo o increpando a actores, autores o músicos, pidiendo repeticiones de los números o más cuplés (Barreiro, 2007. 85-100), improvisando réplicas o comentarios a lo que transcurre en escena y dictaminando la suerte de la obra con su actitud al final de la misma. El pateo, hoy proscrito y entonces cotidiano, era habitual y las claques, por muy organizadas que estuviesen, no eran capaces de impedirlo aunque en las obras de suerte incierta podían inclinar favorablemente el veredicto. De todos modos, los empresarios tenían ya una información sobre la recepción de la obra y, en caso de fracasar, se sustituía rápidamente, pues los espectadores que acudían casi cotidianamente al teatro exigían la continua renovación de las carteleras. Algunas obras ni siquiera podían concluirse por los abucheos del público desde el primer acto. No se olvide que en los teatros españoles se fumaba, se hablaba, se comentaban las escenas y cantables, se gritaba en forma de aprobación o discrepancia y, en muchos de ellos, se comía y bebía y, por supuesto, se fumaba. No se olvide que las luces de la sala no se apagaron hasta que, a finales de octubre de 1900, la respetada compañía Guerrero-Mendoza instauró esta costumbre (Almagro San Martín, 244).

El teatro Apolo (1873-1929) en Alcalá, 51, al que se han dedicado varios libros (Ruiz Albéniz, 1953 y López Ruiz), ha quedado como emblema de la circunstancia teatral de la época y su cuarta sección –de 11 a 1, ya que los teatros debían cerrar como máximo a esta última hora-, de la noche madrileña. Siguiendo el ejemplo pionero del Teatro de la Zarzuela, el 6 de octubre de 1889 había instalado el alumbrado eléctrico[3]. A principios de 1890 un conjunto de autores a los que solía estrenar la empresa del Apolo y que, a modo de Círculo Literario, se reunían, tras terminar las funciones en el piso principal del número 10 de la calle de Alcalá, decidió, a iniciativa de Vital Aza, que cada uno de los nueve tertulianos presentes escribiera una obra en un acto y con título forzado en el plazo de un mes, bajo pena, si alguno no cumplía, de pagar durante una semana la comida al resto. Cada uno escribió en una cartulina un título, se pusieron todos en una bolsa y cada cual metió la mano para sacar el que le correspondiera. La trascendencia de este divertimento fue que, al estrenarse el 7 de mayo una de estas obras de título forzado, el sainete ¡Las doce y media y sereno!, de Fernando Manzano y el maestro Chapí, quedó consolidado el teatro por horas, nació la “cuarta de Apolo” y, según Ruiz Albéniz “Chispero”, se inventó la reventa, dada la demanda de localidades que tuvo la obra (Ruiz Albéniz, 1953, 176-179).

Teatro Apolo

Asistir a la cuarta de Apolo y pasar después por Fornos se convirtió en un signo de estar a la page[4] y en un sintagma frecuente en el habla de los madrileños que, años después, vieron el derribo del teatro y su conversión en un banco como el más claro signo del fin de una época. El vestíbulo del Apolo y otros teatros, al ser lugares de concurrencia pública, era aprovechado por los empresarios para montar en su entrada máquinas tragaperras con dioramas, muñecos automáticos y otros aparatos para gusto y entretenimiento del público. También allí se daban cita vendedores de periódicos y, sobre todo, de publicaciones pornográficas clandestinas, cuyo comercio era apenas perseguido.

Otros recintos servían espectáculos no exactamente teatrales, como eran las apuestas entre andarines[5], las luchas entre animales de gran tamaño (toros, osos, tigres…)[6] o la contemplación de fenómenos. Los periódicos madrileños anunciaban a fines de 1890 la muerte de la “mujer-tigre”. El 24 de agosto de 1889 los madrileños habían podido admirarla en el Circo del Hipódromo. Se la proclamaba como procedente del Paraguay y era llamada así “por tener la piel marcada con manchas cubiertas de vello; su fisonomía es muy agradable y no carece de gracia”, decían los periódicos. Aunque llevaba al menos seis años recorriendo España, el público de la capital ocupó todas las localidades y “observó con detenimiento el fenómeno”. Aguantó tres semanas en cartel, el suficiente para que pasaran todos los madrileños con “inquietudes”, entre los que se encontraban Eduardo del Palacio y José Ortega Munilla, que hicieron algún chiste con el asunto. Algunos maliciosos atribuían al nitrato de plata las malformaciones de la desdichada. A su muerte se informó que había fallecido con veinticuatro años y que era natural de Madrid.

CAFÉS

 Pese a la fama de los cafés parisinos o vieneses, en ninguna ciudad fueron tan protagonistas de la vida cotidiana de sus habitantes como en Madrid. Allí, sus parroquianos bebían, comían, hablaban, escuchaban música y presenciaban representaciones. También, conspiraban, leían, escribían, se citaba a las amantes, se concertaban los duelos, se pedía dinero, se fundaban publicaciones y, en suma, allí se vivía porque la mínima consumición de un café daba derecho a quedarse horas y horas. Gómez Carrillo, en el primer tomo de su memorialista La miseria de Madrid, cuenta catorce de estos locales, sólo en la Puerta del Sol y Velasco Zazo da cuenta de más de un centenar en su librito, Florilegio de los cafés.

Las botillerías del primer tercio del siglo XIX, fueron su antecedente. Mucho más pequeñas y modestas, solían tener los suelos de ladrillo, las mesas y bancos de pino y de sus paredes colgaban algunos quinqués. Es notorio que Cafés017Pombo –junto al Gijón, el más recordado hoy, gracias a su propagandista y misionero Ramón Gómez de la Serna- fue antes botillería y con ese nombre se referían a él muchos de sus clientes. Hubo también cafés de tercera, segunda y primera clase. De aquellos, fue quizá el del Manco, en la travesía del Rastro, el de peor condición por su clientela de miserables y hampones pero casi todos ellos tenían sus mesas de mármol y hierro para apoyar los pies, sus cortinas y divanes rojos con espejos y lámparas cubiertas a menudo por gasas. Al café de San Millán, en Embajadores, también acudían arrieros, pellejeros, trajinantes, artesanos y gentes del pueblo. Todos estos cafés poseían un pequeño escenario donde, a menudo, se hacía música aunque esta costumbre se fue perdiendo con el transcurso de los años. En el peor de los casos, disponían de piano y violín o, si no, de una pequeña orquestina. Frecuentemente, se representaban piezas breves y ese es el origen de las obras que, a finales de la década de los sesenta, dieron origen al género chico, seguramente, el mejor definidor de la España de esta época[7].

Cafe Fornos 1908Entre los de primera categoría, el más famoso fue el de Fornos (Velasco Zazo, 1945), situado en la esquina de la calle Peligros. Los hermanos Fornos, hijos del fallecido Pepe, propietario del café Europeo, pensaron en continuar su negocio montando un establecimiento todo lo suntuoso que fuera posible. Así, Fornos fue inaugurado el 21 de julio de 1870. Los techos, pintados por Vallejo, contenían alegorías del Café, el Chocolate, los Licores y los Helados; luego, se fueron incorporando pinturas de otros artistas a la decoración en bronces y caobas. Fue el primer local madrileño donde, desde 1881, se disfrutó de luz eléctrica y en él podía encontrarse desde el juego, más o menos consentido, hasta la prostitución de altura. En su entresuelo existían varios cuartos numerados, que se utilizaban como reservados. En uno de ellos se reunía la famosa tertulia “La Farmacia” presidida por Felipe Ducazcal, hasta su temprana muerte en 1891; en otro, se pegaría un tiro Manuel Fornos, uno de los hijos de Pepe, el propietario. Según los testimonios contemporáneos, el café se encontraba siempre lleno y asistir a él era como una muestra de buen tono. Su decadencia  comenzó a primeros de siglo con la competencia de los salones de varietés, el suicidio aludido y la política represora del gobernador, Conde de San Luis, que intentó que los cafés cerraran a las doce. Es inabarcable la literatura deparada por Fornos, cuyo cierre en 1908 propició que, aunque ya no con un protagonismo tan indiscutible, su sucesor fuera el café Colonial, al que se mudó gran parte de su público.

Conocida es la observación de José María Salaverría respecto a que la mitad de la historia española se fabricaba en los cafés. De hecho, el español, especialmente sociable en aquella época, pasaba gran parte de su tiempo en ellos, en parte, huyendo de sus viviendas, casi siempre incómodas y, dado el extremo clima madrileño, frías en invierno y calurosas en verano. Además, abonando consumiciones relativamente muy baratas[8], se leía el periódico, se escribían cartas o artículos, se jugaba, en especial al dominó o al billar, se escuchaba música y se veía teatro; también se concertaban citas de amor, se conspiraba pero, sobre todo, se discutía, se pontificaba, se daba cauce a esa sociabilidad tan española, por más que, en ocasiones, la controversia pudiera terminar a bastonazos o con desafío en el campo de Marte[9]. La tertulia cafeteril, hoy casi desaparecida, fue la forma de relacionarse de los varones españoles durante gran parte de los siglos XIX y XX[10].

Entre los cafés de clase media y baja, algunos se especializaron en cante flamenco y recibieron el nombre de cafés cantantes. Su época de esplendor se sitúa en el último cuarto del siglo XIX. Son muy numerosos los testimonios sobre el ambiente de los cafés cantantes que florecieron en Madrid en gran cantidad desde mediados de siglo (Blas Vega y Velasco Zazo, 1945) y casi todos coinciden en el ambiente tumultuoso y en la asistencia de gentes de todo cariz pero entre la que predominaban las de baja estofa. Una Real Orden del 27 de noviembre de 1888 intentó invocar la legislación para poner coto a ciertos desmanes:

Los establecimientos llamados cafés cantantes constituyen un espectáculo que, aunque no siempre culto, reviste todos los caracteres legales de una diversión pública, por el cual concepto se halla sometida a la legislación (…) arts. 22 y 25 de la ley Provincial (1, 1c. y 2, 4c).

El trato familiar que entre actores y espectadores se establece (…), la excesiva libertad de lenguaje que delata la licencia de las costumbres y, más que nada, el abuso de bebidas espirituosas (…) promueven manifestaciones ruidosas (…) y (…) altercados violentos que son origen de graves escándalos que reclaman la frecuente intervención de la autoridad.

Por otra parte, el ruido y la algazara propios de dichos establecimientos trascienden al exterior y producen quejas justificadas del vecindario, obligado a soportar las molestias de una fiesta que perturba su reposo en altas horas de la noche…

Poco éxito tuvieron las iniciativas de la autoridad y la flamencomanía se hizo dueña de Madrid durante muchos años (Escribano). Gil Maestre en Los malhechores de Madrid da una visión apocalíptica de los cafés cantantes, considerándolos sede del vicio, la prostitución y la delincuencia. Los de Naranjeros, El Brillante, La Marina, La Aduana, El Imparcial y El Paraíso estuvieron entre los más concurridos y sólo la eclosión de las varietés a partir de 1900, propició el principio de su decadencia. Años después, un cronista, bajo el seudónimo El Lazarillo de Tormes, los recordaba así:

Tenían un sello característico inconfundible. Algo de chirlata con vahos de taberna y ese misterioso escándalo de las casas de prostitución. Su público era híbrido y heterogéneo. El chico matón (…); el jugador ventajista, muchachitos apenas salidos del cascarón, señoritos sinvergüenzas, viejos “verdes” y forasteros. Para las gentes sencillas de pueblos y aldeas, el café cantante era, de la corte, la principal atracción.

Los locales de estos establecimientos eran todos iguales. Una sala, decorada en tonos obscuros, que la daban un tono tristón y soñoliento, sillas desvencijadas, divanes que repelían por sus muelles saltados, que se clavaban sañudamente en las posaderas; cuatro o cinco espejos por las paredes; en el punto más estratégico, un tablado, desde el que se divisaba toda la sala, y un mostrador.

Café cantante027

Componíase, por lo general, el cuadro artístico de dos cantaoras, tres bailaoras, un tocador de guitarra, un cantaor y un bailaor. Vestían ellas a la española. Dominaban los trajes de maja, el mantón de Manila imprescindible y muchas flores en la cabeza. Ellos, chaquetilla corta y pantalón de talle. En el tablao, y a una altura conveniente, un espejo.

(…) Los sótanos están destinados a juergas. Terminado el espectáculo, las personas que gustan disfrutar a solas de los encantos de la flamenquería, piden vinos de marca y disfrutan de todo el cuadro artístico[11].

Otro establecimiento muy frecuentado por los nocherniegos a partir de este año de 1890, en que se fundó sobre la antigua Taberna de Lázaro, fue la Chocolatería de San Ginés -aún existente- en el Pasadizo del mismo nombre. Situada junto al Teatro Eslava y abierta toda la noche, se convirtió en otro de los lugares emblemáticos de la noche madrileña.

TABERNAS

 El correlato del café en el medio popular es la taberna, por cierto, de antigüedad infinitamente más acreditada. Y, si hay algún país que -en toda época pero más en la que estudiamos- pueda presumir de tabernas, ese es España y no digamos Madrid. Serge Salaün[12] aporta el dato de que en 1900 estaban censadas 1714 tabernas o tiendas de vinos, incluyendo las ubicadas en los arrabales.Taberna La Fortuna - Pza Los Mostensesirujanos001

Las tabernas, casi siempre de carácter familiar, permanecían abiertas prácticamente las veinticuatro horas. Acogían a los trasnochadores hasta las tres de la mañana y abrían para los trabajadores a las seis. Algunas no cerraban. Si su público era habitualmente popular, señoritos, periodistas, intelectuales y hasta aristócratas no vacilaban en acudir a ellas, sobre todo, una vez animados tras las copas del café o la excursión nocturna. Son numerosísimos los testimonios literarios que nos pintan escenas acontecidas en torno a sus mesas de pino. Rubén Darío, Joaquín Dicenta, Manuel Paso, Mariano de Cavia, Manuel Machado y tantos componentes de la bohemia de entresiglos pasaron gran parte de su vida en ellas y hasta escribieron muchos de sus versos o artículos entre vapores etílicos y miasmas de la miseria. Se bebía vino o aguardiente en grandes cantidades y se comía cocido, callos, sardinas rancias, atún en escabeche, sangre “encebollá”, gallinejas y toda la suerte de despojos a que era necesariamente adicta la pobretería aunque la tapa tabernaria por antonomasia, eran los pajaritos fritos, costumbre que llegó casi hasta el siglo XXI, pese a que hace años que su consumo estaba prohibido y que aún se conserva en Andalucía.

Prueba de la buena acogida que las tabernas tenían entre la población fuera de las llamadas gentes bienpensantes es el texto que el famoso Felipe Ducazcal, protagonista de tantos sucesos de la vida madrileña durante estas décadas, escribió sobre las tabernas en el primer número (29 oct. 1890) de Heraldo de Madrid[13], diario que acababa de fundar:

La taberna es el casino del obrero; el círculo del hombre del trabajo, donde puede reunirse con gentes buenas y malas. Por regla general, los taberneros (…) son individuos de excelente corazón y que han prestado servicios importantísimos a la sociedad. Yo recuerdo que, en las diferentes revoluciones próximas pasadas, no había un grupo de gente armada del que no formase parte algún tabernero; y como por su modo de vivir son gente brava y por sus conocimientos prácticos tienen algún dominio en la clase popular siempre aconsejan a esta clase los hechos más honrados: la persecución de los malhechores, las guardias en las casas de los ricos (…) Todo el mundo recordará la pasada y terrible epidemia conocida por el dengue y que tantas víctimas ocasionó : no hay una suscripción a favor de los pobres que no esté encabezada por algún tabernero…

LOS SERENOS

Elemento infaltable de la noche madrileña fue el sereno[14], personaje siempre objeto de chistes y chascarrillos, Sereno madrileñoque, con su chuzo y sus cantinelas, llegó hasta 1977, año en que desapareció definitivamente. El cuerpo, que en principio tuvo la misión de encender y apagar los recién instalados faroles para el alumbrado público, fue creado por Francisco Sabatini, al servicio de Carlos III como Arquitecto Mayor del reino e Inspector General de Ingenieros y que también creó unos carros cerrados para recoger la basura que el pueblo llamó “chocolateras de Sabatini”. Por Real Decreto del 16 de septiembre, el servicio de vigilancia nocturna se organizó definitivamente en 1834. Además de abrir y cerrar puertas, los serenos eran colaboradores en la lucha contra los delincuentes y, además, prestaban pequeños servicios a los vecinos. Casi siempre provenían de la emigración gallega o asturiana. En el género chico, y vistos desde un prisma cómico, tuvieron un importante protagonismo, incluso hay alguna obra en el que se constituye en el personaje principal[15]. Pero, sin duda, el cantable más famoso es el desternillante diálogo entre el sereno gallego y los guardias municipales de La verbena de La Paloma (1894).

LOS BAILES

 Baile002Quizá hasta hoy mismo y, desde luego, por entonces, la forma más concurrida de relacionarse entre los dos sexos era a través del baile. Decíamos que en Madrid se bailaba en cualquier parte pero, sobre todo, en las verbenas, en los merenderos, en las academias, en las corralas y en las sociedades. Ciento cuarenta y cinco de estas últimas cuenta  Barrera Maraver (22) y, entre ellas, las Salón de Capellanes028varias que se ubicaban en los salones de Capellanes fueron las más concurridas (Barreiro, 2010). El salón de Capellanes, ubicado en la actual calle del Maestro Tomás Luis de Victoria y fundado en 1850 a instancias de la Sociedad lírico-dramática Liceo matritense, fue el  local que se impuso sobre el resto con sus bailes de sociedad, de máscara y teatrales, amén de otras actividades musicales. Su ambiente populoso y barriobajero ha sido descrito entre otros por Enrique Chicote y Manuel del Palacio (Blas Vega, 70-72).

En 1890 estuvo muy de moda el Liceo Ríus, nombre que había tomado un teatro de mala nota que, en otras épocas se conocía como Teatro Madrileño y estaba  situado en el nº 68 de la calle Atocha. En dicho Liceo se celebraban bailes de máscaras de madrugada y, como es de rigor, se cultivaban los amores ilícitos. En las afueras, visitadas sobre todo en el buen tiempo, solían encontrarse los recintos de baile más heterodoxos. Una excelente y regocijante descripción de una de las más importantes, El Eliseo Madrileño, nos proporciona el famoso chotis de La Gran Vía (1886).

                            Yo soy un baile de criadas y de horterasBaile004

                             y a mí me buscan las cocineras;

                             a mis salones siempre suele concurrir

                             lo más selecto de la “igilí”[16].

                             Allí no hay broncas y el lenguaje es superfino

                            aunque se bebe bastante vino

                             y, en cuanto al traje que se exige en sociedad,

                             de cualquier modo se puede entrar…

El ambiente de las numerosas verbenas que, por entonces, se celebraban en Madrid, ha sido ampliamente divulgado por el género chico[17] y, respecto a los merenderos, donde señoritos y estudiantes llevaban a las menestralas, cigarreras[18] y modistillas, con el fin de que, al arrullo del baile y las libaciones, terminaran por caer en sus brazos para lo que muchos de estos establecimientos disponían de reservados, fueron famosos los de La Bombilla[19] aunque también los hubo por los sectores de Cuatro Caminos, Ventas del Espíritu Santo y aledaños de Embajadores. La narrativa de su tiempo es también pródiga en estas escenas[20] que, frecuentemente, terminaban con desagradables consecuencias para las mujeres. Mientras que teatros, cafés y sociedades disponían de orquestinas, en verbenas, corralas y merenderos, el instrumento acompañante solía ser el organillo, tan identificado con Madrid aunque su origen sea inglés. O portátil o con ruedas, a su facilidad para desplazarse y ser transportado se unía la ventaja de que no era necesario saber música para tocarlo. Verbena013

Aparte de las organizadas por asociaciones, gremios, corralas o particulares, eran muy numerosas las verbenas “oficiales” que se celebraban en Madrid pues cada barrio o sector tenía su advocación y le correspondía su propia verbena. Comenzaban con el buen tiempo y, tras la de San Isidro, el 30 de mayo se celebraba en los aledaños de la plaza de la Moncloa, la de La cara de Dios, en alusión a la iglesia, ya derribada, sita en la calle de la Princesa y que albergaba un lienzo con la Santa Faz. La más conocida y tumultuosa era la de San Antonio de la Florida, en torno a la ermita decorada por Goya. Venían después las de las festividades de San Juan y San Pedro, que se fundían en una y se celebraba en el Paseo del Prado; la del Carmen, en Chamberí; la de Santiago, en la zona de calle Mayor y Palacio; la de Los Ángeles, en Cuatro Caminos. En agosto se comenzaba con la de San Cayetano, en la Plaza de Cascorro, se seguía con las de San Lorenzo, en Lavapiés y la Virgen de La Paloma, en el barrio de La Latina. El 8 de  septiembre se celebraba la Virgen del Puerto, llamada La Melonera porque coincidía con el mercado de melones procedentes de la cosecha de Villaconejos que coincidía con esa feria. El cuplé “El relicario” nos recuerda una ya desaparecida y casi olvidada, la de San Eugenio, también llamada Fiesta de las bellotas, más romería que otra cosa, en la que los madrileños acudían a los montes de El Pardo para recogerlas libremente y, allí, se festejaba la verbena.

PROSTITUCIÓN Y DELINCUENCIA

El eterno problema de la prostitución, habitual huésped de la noche, llegó a ser una cuestión especialmente preocupante en la época, como demuestran los documentos municipales y gubernativos, las medidas profilácticas y los numerosos textos editados sobre la cuestión editados en este periodo de intersiglos[21], por no hablar de la muy leída novela de Eduardo López Bago, La prostituta (1884).

En el Madrid céntrico eran la calle de Sevilla, la Puerta del Sol y la Plaza Mayor, los lugares donde, preferentemente, las llamadas por los gacetilleros “horizontales” ofrecían sus servicios. En torno a 1890, el Diccionario Enciclopédico de Montaner y Simón cifra en mil el número de prostitutas madrileñas pero en 1901, el número se había doblado (Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo. Ed. de Justo Broto, 224). Sin embargo, a esa cantidad de prostitutas reconocidas había que añadir el de las clandestinas, que no pasaban reconocimientos médicos y no se alojaban en las casas de tolerancia sino que abordaban a los posibles clientes en la calle, en los espectáculos o en los tugurios de los barrios bajos, de modo que Fernando Vahíllo en 1872 calculaba en siete mil el número total de prostitutas activas en Madrid y los muy fiables Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo cifran en el 6,23% el número de madrileñas que se dedican a ese negocio, cuyas edades van de la niñez a la vejez. En cuanto a la procedencia laboral de las trabajadoras del sexo, eran las criadas las que surtían el mayor contingente. Estudios posteriores elevan a más del 50% el porcentaje de las que provenían de este oficio. Las causas, además del altísimo número de quienes debían de emplearse en el menester, son obvias: la inferioridad social, cultural y, sobre todo, económica las ponía muy frecuentemente en manos del señorito y, cuando se producían hechos indeseados, eran despedidas y debían afrontar, solas y, habitualmente con una preñez, un aborto o un hijo, un futuro sombrío. Venía a continuaciónLavaderos del Manzanares009 otro oficio masificado, las modistillas, Alrededor de un 20% de las prostitutas provenían de los talleres de labores y confección, que, a veces, encubrían actividades  non sanctas y surtían de material fresco a crápulas adinerados[22]. La Fornarina, antes lavandera, pasó del taller de confección a modelo desnuda del pintor Saint-Aubin, antes de debutar en el papel de esclava en El pachá Bum-Bum y su harén (1902)[23] aunque bien es verdad que, ya de adolescente, hacía la carrera en los soportales de la Plaza Mayor. La promiscuidad de los barrios bajos propiciaba que las mujeres se iniciasen sexualmente a temprana edad. Raquel Meller también fue modistilla antes de dedicarse al cuplé en La Gran Peña, lo que en la mayor parte de ocasiones significaba prostituta de lujo.

Los servicios sexuales realizados fuera de las casas de tolerancia tenían, como es natural, una retribución variable, atendiendo a la edad, características físicas y calidad de aquellos pero puede decirse que la mayoría oscilaba alrededor de las tres pesetas, debíéndose pagar aparte la cama, es decir, el cuarto de alquiler al que se acudía. En las mancebías los precios eran algo superiores, dependiendo del nivel y servicios de las mismas. Sáenz Bombín cifró en ciento cincuenta el número de burdeles madrileños en 1889 (García Eslava).

La literatura nos ha dejado numerosos testimonios de la abundancia de casas de lenocinio en el entorno de la calle Ceres, que, luego, cambió su nombre por el de Libreros, al parecer, a propuesta de Baroja[24]. Otra zona muy abundante en ellas era el dédalo de callejuelas agolpadas entre las calles de Mesón de Paredes y Embajadores, donde también proliferaban las llamadas casas de dormir, donde los miserables se hacinaban a cambio de alguna moneda. Son numerosas e igualmente terribles las descripciones de estos lugares[25]. Escogemos una de ellas, perteneciente al año que nos ocupa:

Redúcense a grandes pisos interiores; sin apenas luz ni ventilación; ahumados; sucios; mugrientos; desprovistos de las más rudimentarias condiciones exigidas por la higiene; en aquellas habitaciones infectas descúbrense a ambos lados repugnantes y desunidos catres, luciendo una ropa destrozada, negra, llena de manchas. En el fondo de la casa se encuentran los cuartitos de preferencia, que se pagan más caros por el aislamiento que ofrecen por constar de mayor y más lujoso mobiliario, pues se dispone en ellos de una silla rota y de una escarpia en funciones de percha. Los precios suelen ser: un real la cama en la alcoba común y dos o tres el dormitorio por separado, subiendo hasta una peseta si se facilita luz para acostarse. La hora de entrada oscila entre las doce y las dos de la madrugada.

Fórmese idea ahora del personal que allí se recogerá para entregarse al descanso. El tomador, el colillero, la billetera, el pobre que comercia con sus llagas, la vieja despedida del burdel; todos los abortos de la calle y todos los desperdicios del arroyo se junta allí a las avanzadas horas, a dormir el sueño pesado del vino. (…) Entre aquellos lechos habitan toda suerte de insectos, pero a los concurrentes a la inmunda alcoba no les importa la vecindad (…) cuando entra ya la mañana, sólo queda en el cuarto la atmósfera densa y el hedor que deja tras de sí la agrupación de muchos cuerpos entregados al reposo[26].

Por el contrario, las prostitutas de alta categoría podían acudir a cafés como Fornos, con los reservados numeradosCafé Fornos por Picasso en su entresuelo, donde se reunían habitualmente los tertulianos pero también podían servir para otros menesteres. Es fama que la primera que se tiñó el pelo de rubio fue una a quien llamaban La Nunciata, así como que la Juaneca, fue la primera consumidora de morfina. Fue comentadísimo el duelo a florete entre dos de ellas: Lolita la de las Canas y Paz de Villavicencio, que se llevó a cabo junto a la estatua de El Ángel caído en el Retiro. El asunto dio origen hasta a un sainete de Federico Jaques y Apolinar Brull, que se estrenó en el Teatro de la Zarzuela el 11 de junio de 1897 y que tuvo muy buena acogida crítica[27].

En cambio, en las cercanías del Retiro, concretamente, en el entorno de las rejas del Jardín Botánico proliferaban las prostitutas de ínfima categoría, que, en el buen tiempo, dormían en la misma calle, como hacían los golfos, abundantes en la misma zona[28].

Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo cifran en unos tres mil los delincuentes habituales en la ciudad de Madrid, de los que un tercio estaba compuesto por mujeres y niños en proporción similar. Sin embargo, no puede decirse que la noche madrileña fuera especialmente peligrosa porque la mayor parte de ellos se dedicaban al timo, el hurto y el descuideo, mientras el atraco y el asalto eran ocasionales. En esta última fórmula se empleaban niñas o adolescentes dispuestos a declarar vejaciones sexuales para chantajear a la víctima. En mancebías y timbas abundaban el chulo y el guapo y en el mundo de la prostitución no faltaban las llamadas “tomadoras”, que desvalijaban al cliente con diversas mañas.

1890 se estrenó con una epidemia de dengue, por entonces también llamado “trancazo”, que el año anterior ya había causado estragos y que el 1 de enero se llevó por delante, al mismo Julián Gayarre, a la sazón y para muchos, el mejor tenor del mundo. Tanto una como otra circunstancia provocaron cierres de teatro, en un caso por duelo y en otro, por enfermedad del personal. La violencia de la epidemia propició la solidaridad con los afectados por parte corporaciones y particulares. Una vez más, se constató el estado misérrimo de una gran parte de la población:

Lo que con motivo de la epidemia reinante se ha descubierto en los barrios extremos de Madrid no es para contado. Después de visitar Chamberí, los Cuatro Caminos, Lavapiés, las Peñuelas, la Fuentecilla, las afueras de la Puerta de Toledo, después de recorrer lo que pudieran denominarse los arrabales de la capital, se cree firmemente que estas grandes convulsiones las envía Dios para que la sociedad se revuelva y para que los hombres asustados de los miasmas de pantano que se asoman a la superficie, acuda a sanear el fondo. La influenza, con su cortejo de pulmonías y sus aterradores ataques, pierde su importancia ante el mal horrible y eterno que aqueja a la clase baja de Madrid: la miseria. Hombres y mujeres casi desnudos, sin ropas; niños igualmente privados de vestidos; habitaciones sin cristales, sin muebles, sin camas, sin fuego: tabucos incapaces para dos personas, ocupados por seis u ocho; seres hambrientos cadavéricos, muriendo lentamente, hacinados; enfermos sin asistencia; algún muerto insepulto durante días y días por deficiencias de nuestra organización administrativa; un cuadro horrendo en el que se mezclaba el llanto de las pobres criaturas pidiendo pan, con los gemidos de las madres incapacitadas para dárselo, las quejas de los postrados en el lecho con las lamentaciones de los que les asistían, las maldiciones y juramentos de los impacientes con las frases resignadas de los sufridos; he aquí lo que hallaron los periodistas encargados de repartir los socorros…[29]

Es fama que los madrileños ya se acostaban tarde y, todavía más, en verano. Aun generalizando mucho, la jornada de un varón prototípico de las últimas décadas del siglo XIX se dividiría en trabajo por la mañana; comida casera y, a menudo, siesta; café vespertino; teatro por la tarde y/o por la noche; de nuevo café para finalizar con las horas de reposo. No parece un mal programa. En las ocasiones pertinentes, se podía incluir una visita al prostíbulo. Se ha repetido en más de un lugar[30] que Ortega y Gasset había aconsejado a Valle-Inclán: “Trasnoche usted. Apure todo lo que pueda la noche madrileña. Es ya la única noche que queda en el mundo”, lo que resulta difícil de creer tanto por los diecisiete años que don Ramón le llevaba a don José, como por el carácter del primero, que había llegado a Madrid a principios de 1891, cuando Ortega aún no había cumplido los ocho años[31] y enseguida se asentó en torno a los cafés de la Puerta del Sol y se imbricó en las madrileñas costumbres de la tertulia y el paseo posterior.  Paseo que podía durar hasta el amanecer, cuando las burras de leche emprendían su camino hacia los domicilios de quienes habían de reanimar con su producto. Gómez Carrillo, recién llegado de París con su joven amante, escribió que era aquel un Madrid sórdido y vulgar, con gentes que daban sensación de pereza y abandono excepto para la juerga. Un Madrid, tal vez, demasiado hipócrita, que se divertía entre las sordideces que aquí han asomado pero que era capaz de estallar con un murmullo de indignación cuando, estando en Fornos, Gómez Carrillo estampa un beso en la cara de su novia. Gracias a que las nuevas formas tenían ya sus adalides, cuenta el guatemalteco que se acercó a ellos Dicenta, “ya entonces conocido y temido por su mal carácter y su mala lengua”, y con su intervención protectora y su mirada de reto, acalló los gritos hostiles.

Efectivamente, protagonistas de la noche madrileña fueron también los periodistas, que, tras, terminar sus labores en la redacción pululaban incesantes por teatros -donde solían conseguir entradas gratuitas-, cafés, tabernas y prostíbulos. Identificados o confundidos con los bohemios, en sus artículos y libros nos han dejado descripciones impagables de estos ambientes que, por cierto, conducirían a muchos al alcoholismo, la sífilis y, sobre todo, la tuberculosis, plaga de la época. En este Madrid con un casi 50% de analfabetos, en su mayoría mujeres, diarios como el El Imparcial y El Liberal[32], rozaban los cien mil ejemplares de tirada, revistas como La Ilustración Española y Americana Madrid Cómico se aproximaban a los veinte mil, mientras que el semanal republicano, Las dominicales del libre pensamiento, en el que colaboraban Dicenta y otros bohemios como Pedro Barrantes, lanzaba a la calle diez mil, lo mismo que el satírico Gedeón. Son cantidades asombrosas, aunque muchas  de estas publicaciones se distribuyeran en toda España.

Este Madrid lleno de contrastes en el que conviven la miseria y el lujo, la sempiterna España negra  con los atisbos de cosmopolitismo, el costumbrismo verbenero y expresionista con la sensibilidad modernista, ese Madrid, al fin, en blanco y negro, como la publicación que aparecerá tan sólo un  año más tarde (10-V-1891) y que se convertirá en la preferida de las clases medias y la burguesía durante varias décadas, resume y ejemplifica la España que estaba a punto de perder los últimos retazos de su gran imperio colonial y, al tiempo, de iniciar la etapa más brillante de su historia cultural.

   Sobre personajes pintorescos de la noche madrileña véase:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2015/06/25/madame-pimenton/

https://javierbarreiro.wordpress.com/2016/01/27/el-perro-paco/

https://javierbarreiro.wordpress.com/2015/08/07/el-padre-benito-jefe-de-la-clac-en-los-teatros-madrilenos/

                                                                     NOTAS

 [1] El juego no se legalizó en la España de la Restauración hasta 1914 y Primo de Rivera volvió a prohibirlo en 1924, sin embargo, aparte del permitido en los casinos, las timbas clandestinas para los pudientes y los juegos de naipes populares eran una realidad cotidiana omnipresente. V. Marc Fontbona. Historia del juego en España. Barcelona: Flor del Viento, 2008.

[2] Incluso en los barrios más bajos. En la llamada Casa del Duende del Paseo del Canal, denunciada por ruinosa y ocupada por gentes de mal vivir hasta que fue derribada en 1900, “los procedimientos para ingresar en ella, eran el método violento de la expropiación de otro ocupante o procedimiento pacífico y sosegado de aguardar que algún vecino desalojara el que ocupaba. En aquella casa, verdadera sociedad completa de indigentes y malhechores, nada faltaba a los vecinos. En un sótano lóbrego y cuarteado al peso de los años, tenían establecido un teatro (así rezaba la inscripción exterior), donde saltimbanquis y prestidigitadores vagabundo o aficionados indígenas organizaban funciones variadas”. (Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo, 1998. 123-124).

[3] El primer alumbrado público madrileño por electricidad se instaló en la Puerta del Sol durante 1878 (Gea, 28).

[4] “¡Oh! realmente la cuarta de Apolo es una característica de la vida moderna madrileña. Los jóvenes de la aristocracia llenan los palcos y acompañan a las más distinguidas horizontales; las señoras las curiosean con la vista y el buen burgués hace la digestión de un modo delicioso viendo las desvergüenzas del libreto y las piernas del coro”, Cagliostro, Gente Vieja nº 56, 30 jun. 1902. Por su parte, Ricardo Sepúlveda (1887, 22) escribe: “En este teatro se encuentra toda la vida y admiración de las noches madrileñas”.

[5] En la década de los ochenta fue famoso Mariano Bielsa “Chistavín”, natural de Berbegal (Huesca), que ganó varios desafíos e hizo ganar y perder a muchos grandes cantidades en las apuestas. En su desafío con  el considerado el hombre más rápido del mundo, el italiano Achiles Bargossi, llamado “la locomotora humana”, le venció fácilmente, tras lo cual lo invitó a ir corriendo a su pueblo, donde –aseguró- había muchos que corrían más que él.

[6] Todavía en 1894 se anuncia en la plaza de Toros de Madrid la lucha entre el león Regardé y un toro, El País, 9 oct. 1894.

[7] Antonio Bonet Correa es autor de una reciente y muy documentada monografía sobre los cafés históricos.

[8] Incluso el citado Pepe, de Fornos, ideó las cenas a dos pesetas, como reclamo para la clientela.

[9] Pese a su importancia sociológica y a su incidencia en la vida cotidiana del siglo XIX y primeras décadas del XX, especialmente, en el campo del periodismo, la política y la vida militar, el duelo en España es un tema muy poco estudiado. Puede verse, sin embargo, Luis Armiñán. El duelo en mi tiempo. Madrid: Editora Nacional, 1950 y José María Peláez Valle. Desafíos, encuentros y duelos de honor. Bilbao: Beta III Milenio, 2007.

[10] Sobre las tertulias madrileñas pueden verse, entre otros, libros como los de Antonio Velasco Zazo. Panorama de Madrid. Tertulias literarias, Madrid: Librería General de Victoriano Suárez, 1952; Antonio Díaz Cañabate. Historia de una tertulia. Valencia: Castalia, 1952 y Tertulia de anécdotas, Madrid. Prensa Española. 1974: Miguel Pérez Ferrero. Tertulias y grupos literarios. Madrid: Cultura Hispánica, 1975; Antonio Espina. Las tertulias de Madrid. Madrid: Alianza, 1995.

[11] El Mundo, 5 nov. 1913.

[12] Serge Salaün. El cuplé (1900-1936). Madrid: Espasa Calpe, 1990.

[13] Heraldo de Madrid (1890-1939) de ideología liberal, fue evolucionando hacia las tesis republicanas y llegó a ser uno de los diarios de mayor circulación del país. Su primer director fue José Gutiérrez Abascal.

[14] Es sabido que el nombre de sereno, dado por el pueblo a estos vigilantes nocturnos, proviene de que parte de su misión consistía en cantar las horas, dando también información sobre el estado atmosférico: «¡Las cuatro y sereno!». Así, un tiempo habitualmente despejado y poco lluvioso como es el de Madrid (sereno), dio lugar a que este adjetivo se sustantivara y pasara a designar a quienes lo lanzaban al aire.

[15] ¡Sereno! (1887), sainete de Emilio Sánchez Pastor; ¡Las doce y media y sereno!  (1890), sainete lírico de Fernando Manzano y Chapí; El sereno de mi calle (1891), sainete de Miguel Echegaray; El sereno de mi barrio (1909), zarzuela de Miguel Sanz y Seller; El sereno de mi calle (1922), sainete de Ramiro Ruiz; Pepe el sereno (1924), sainete de Ramón López Montenegro y Ramón Peña Ruiz.

[16] Palabra, al parecer, creada por el maestro Chueca, irónica corrupción de high life.

[17] A la popularísima La verbena de La Paloma o Celos mal reprimidos (1894), pueden añadirse, entre muchas otras: Don Pepito en la verbena (1852) de Mariano Carreras, Las travesuras de Manuela en la verbena de San Juan (1860) de Gabriel Fernández, ¡De verbena! (1885) de Javier de Burgos, La primera verbena (1903) de Enrique García Álvarez y Antonio Casero, Su Majestad, la Verbena (1918) de Antonio Paso, Sebastián, el marquesito o La verbena del Carmen (1919) de Carlos Díaz, La noche de la verbena de Antonio Casero (1919) o las novelas: Pedro de Répide, Los cohetes de la verbena (1917), Juan Tavares, Lorenza, la resalá o La verbena del barrio (1917) y Alberto Insúa. La señorita y el obrero o Un flirt en la verbena de San Antonio (1926).

[18] La Real Fábrica de Tabacos, sita en la calle de Embajadores y hoy rehabilitada, daba trabajo a unas seis mil mujeres. Aunque con sueldos muy bajos y turnos agotadores, era uno de los pocos oficios no autónomos a que podían dedicarse las mujeres.

Fábrica de Tabacos022

[19] “(…) todos ellos obedecían a la misma idea y técnica arquitectónica: dos pisos amplios, con salones inacabables, con techumbre y suelos de madera y las paredes pintadas al “temple” en añil o caña, y con tal cual alegoría bucólica; y al fondo, el jardín, la plazoleta para bailar al son del manubrio, círculo enarenado rodeado de pequeños cenadores mal cubiertos de plantas trepadoras; y el todo iluminado con un arco voltaico central y unos luminosos a base de farolillos a la veneciana (Ruiz Albéniz, 78).

Bailando en La Bombilla (h. 1920)

[20] V. por ejemplo, Benigno Varela. Del abismo al amor (1913) o Emiliano Ramírez Ángel. Bombilla, Sol, Ventas: peligros y seducciones de esta coronada villa (1915). En el género chico pueden citarse: ¡Cuidado con los hombres! o El merendero de la Pepa (1888) de Javier de Burgos, Donde hay faldas hay jaleo o El merendero de la alegría (1908) de Antonio Casero.

[21] Citaré unos cuantos: Antonio Prats y Bosch. La prostitución y la sífilis (Ensayo sobre la propagación de las enfermedades sifilíticas y medios). Barcelona: Librería de «El Plus Ultra», 1861; Emiliano Ramírez Ángel. Reglamento a que han de sujetarse todas las mujeres públicas de esta Corte. Madrid: Impr. de don Gregorio Hernández, 1865; Fernando Vahillo. La prostitución y las casas de juego consideradas desde el punto de vista moral y político. Madrid: Imp. de Tomás Rey, 1872; Ramiro Blanco. Las mujeres de lance. Madrid: Imp. de Montegrifo y Cía., 1884; Enrique Sánchez Seña. Las rameras de salón (Páginas de la deshonra y vicios sociales)., Madrid: Est. Tip. de Álvarez Hnos., 1886; Romualdo González Fragoso. La prostitución en las grandes ciudades (Estudios de higiene social)., Madrid: Librería de Fernando Fe, 1887; Pedro Pérez de la Sala, «La prostitución en la Corte», Revista Española, Madrid: 1891; E. Rodríguez Solís. E., Historia de la prostitución en España y América. Madrid: Imprenta de Fernando Cao y Domingo de Val, s. f. [1891]; Vicente Suárez Casañ. La prostitución. Barcelona: Maucci, 1895; Manuel Gil de Oto. La prostitución. Su historia desde sus orígenes hasta nuestros días. Barcelona: Tipografía Moderna, 1898; Rafael García Eslava, La prostitución en Madrid. Apuntes para un estudio sociológico.  Madrid: Vicente Rico, 1900; Juan de Azúa. Reglamentación de la prostitución. Madrid: Imprenta de Ricardo Rojas, 1904; José García del Moral. La prostitución: notas de higiene social. Madrid: Imp. Vda. de F. Fons, 1906; Antonio Navarro Fernández. La prostitución en la Villa de Madrid. (Prólogo de Rafael Salillas), Madrid: Imprenta de Ricardo Rojas, 1909.

[22] Sobre esta cuestión puede verse la novela de Enrique Sánchez Seña. Las rameras de salón (páginas de la deshonra y vicios sociales). Madrid: José María Faquineto, 1886.

[23] V. Javier Barreiro: “La Fornarina y el origen de la canción española», Asparkía, 16, 2005, pp. 27-40.  https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/09/20/la-fornarina-y-el-origen-de-la-cancion-en-espana/

[24] V. por ejemplo, la descripción de José Gutiérrez Solana en Madrid callejero (2º ed). Madrid: Trieste, 1984, pp. 35-41. La primera edición es de 1923.

[25] V. por ejemplo, Melchor Almagro Sanmartín. Biografía de 1900. Madrid: Revista de Occidente (1943, 296-297); Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo (1998, 129-130 y 350-354) o en varias novelas y artículos de Alfonso Vidal y Planas, la descripción de la casa del llamado “Han de Islandia”, sobrenombre procedente del título de la primera novela de Victor Hugo. V. por ejemplo, “Otra anécdota de bohemia. La casa de dormir de ‘Han de Islandia’ en la calle de la madera, Heraldo de Madrid, 15 enero 1935.

[26] Luis Pérez Nieva, “Crónicas madrileñas”, La Ilustración nº 518, 5 octubre 1890, p. 626.

[27] El ángel caído. Madrid: R. Velasco, imp., 1897.

[28] Para todo lo relacionado con la prostitución y su entorno durante este periodo el fundamental el extenso capítulo “El tiempo de la higiene especial (1869-1935)” de la monografía de Jean-Louis Guereña. La prostitución en la España contemporánea. Madrid: Marcial Pons, 2004.

[29] Luis Pérez Nieva, “Crónicas madrileñas”, La Ilustración nº 480, 12 enero 1890, p. 18.

[30] Por ejemplo, José Montero Alonso, “Valle Inclán y Madrid”, Villa de Madrid nº 89-90, pp. 84 o Lorenzo Díaz (1992, 73).

[31] Ortega escribió “Glosa a Valle-Inclán”, su primer artículo sobre el escritor gallego, a finales de agosto de 1902, con motivo de la publicación de Sonata de otoño, Juan Antonio Hormigón, Valle-Inclán. Biografía cronológica. Vol. I, Madrid: Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España: 2006, p. 319.

[32] Fue en 1890 cuando Miguel Moya, entró como director de El Liberal, cargo que ostentaría hasta 1906.

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