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(Publicado en Crisis nº 21, junio 2022, pp. 28-29)   

    

                               

    Ocupábase en escribir en un cartapacio y, de cuando en cuando, se daba palmadas en la frente y se mordía las uñas, estando mirando el cielo, y otras se ponía tan imaginativo, que no movía pie ni mano, ni aún las pestañas: tal era su embelesamiento…

“Viva el señor que es la mejor octava que he hecho en todos los días de mi vida!”

Y escribiendo aprisa en su cartapacio daba muestras de gran contento; todo lo cual me dio a entender que el desdichado era poeta.

                                                                                “El licenciado Vidriera” (Miguel de Cervantes)

Gran cantidad de personas cree que la profesión de escritor es algo brillante, divertido, con eco social. En realidad el adjetivo que le cuadra es el de humillante. Al menos, en este país, el que más conozco.  El personal te pregunta por lo que estás escribiendo con menor interés que por la caries de tu gato o, si acaso, con la esperanza de escuchar una excentricidad o que no se te ocurre nada. Cuando realmente publicas algo, escucharás frecuentemente: “¡A ver cuándo me lo regalas!”. Ellos y tú sabéis que los libros regalados son los que menos se leen. Nadie aprecia lo que le sale gratis. Otra cosa es que, por cualquier episódica circunstancia, salgas en televisión. Durante unos días gozarás de la sonrisa, complicidad y admiración de vecinos, amigos, camareros y proveedores. Pero jamás se interesarán por lo que dijiste. Lo importante es el “Te vi” (TV). No te vieron, vieron TV. Sí alguien sale en la tele, es que existe. Si yo conozco al que aparece en pantalla, existo también. Es lo mismo que el argumento fotológico de Gómez de la Serna: “Hágase una foto, si sale Vd. es que existe”. Lo contaba muy bien Fernando Savater: Caminando por la Gran Vía, una señora se le acercó, señalándole hasta hundirle prácticamente el dedo en la nariz, mientras proclamaba: “¡¡La tele!!”.

En un país en el que nadie escucha a nadie, debería parecer problemático que alguien se gastase los dineros para ver qué cosas publica otro pero, quizá sea porque alguno piensa que lo que está escrito parece más interesante o por lo que decíamos al principio: ser escritor suena bien. Tal vez por ello, en los últimos tiempos, catervas de individuos sin condiciones se han puesto a intentarlo. El que la lengua sea el medio habitual de comunicación piensan que les faculta para usarla y ser conceptuados como escritores, como artistas. Si les explicas que una cosa es ser escritor y otra escribiente, recurres a Valle-Inclán para recordar que la democracia no excluye las categorías técnicas o indicas que disciplinas más humildes requieren un largo aprendizaje, serás tildado de fascista –ese saco sin fondo- y de nada te valdrá defender tu condición de experto académicamente acreditado en la materia. Un arquitecto, un músico, un médico, un cineasta… necesitarán de cierto aprendizaje, pero parece que profesar de escritor sólo exige manejar  una lengua. Aunque  ese “manejar” estribe en utilizar continuamente el adjetivo “sofisticado” o  el suplementado “muy especial”, el verbo “decantar”,  la estólida expresión adverbial “a día de hoy” o el galicismo “poner en valor”.

Es verdad que publicar hoy es más fácil a causa de la edición digital, las redes sociales y la proliferación de editores que no pagan sino que cobran al escritor, con lo que la humillación se convierte en merecida. Es verdad que la insensibilidad estética de muchos que se dicen editores y la ley en vigor –los editores no aceptaron de ninguna manera el primer proyecto de ley que les obligaba a numerar los ejemplares impresos, como se hace en otros países hispánicos, con lo que paladinamente reconocían su intención de engañar- les permite abonar los derechos que les venga en gana. Es verdad que la crítica literaria independiente ha desaparecido de los suplementos culturales que, a su vez, muchos periódicos han suprimido y, cuando no, adelgazado.

En cuanto a la asignación por el trabajo, al escritor muchas veces se le pide un artículo, un trabajo, una charla, un pregón, sin preguntarle cuál es su minuta. Cada vez con más frecuencia, incluso las instituciones. Lo que demuestra un absoluto desprecio por su trabajo y por su función.

En cuanto al mundo de las primeras figuras, cuya condición parecería permitir cierto grado de independencia, sucede exactamente al revés: una opinión, declaración o escrito –no digamos, un acto- opuesto al pensamiento dominante le puede suponer el anatema, el estigma imborrable, la exclusión social, lo que ahora llaman y ejercen: la cancelación. Observando las páginas de la prensa nacional más leída, es obvio que nadie se atreve. Habrá, sin duda, algunos escritores verdaderamente independientes pero habrán abandonado cualquier esperanza de que los medios o editoriales dominantes les presten alguna atención.

La irreverencia de que tres escritores utilizaran un seudónimo femenino para publicar y ganar el premio Planeta ha sido ya urgente y rotundamente denostada por quienes comen del establishment. Ellos han pedido perdón y la editorial se ha beneficiado de la “transgresión”. Aunque debe de haberlos, no conozco a escritores que se hayan negado a recibir el Premio Planeta cuando les ha sido ofrecido, siempre antes de reunirse los jurados designados para otorgarlo. Incluso los ha habido que han censurado que lo recibiera otro y, años después, se han apresurado a recogerlo. Así, Vázquez Montalbán, que puso como no digan dueñas a Sender por recibir el galardón en 1969, y diez años más tarde lo recogía él y, por cierto, con un monto económico más sustancioso y el aplauso común de quienes se lo habían negado al aragonés.

Como antes la Academia recogía obispos y militares, –sería ilustrativo contar los elegidos durante la Dictadura- ahora recoge demiurgos mediáticos, cuya inserción en la literatura es tan ilusoria como su independencia de criterio. Juan Luis Cebrián o Luis María Ansón en la RAE son una afrenta para quienes los nombraron y para quienes comparten sitial con ellos.

En 1927 la revista La Esfera realizó una encuesta preguntando a diecinueve de los escritores más conocidos de la época quiénes debían ocupar los dos sillones vacantes en la Academia. El vencedor resultó Ramón Pérez de Ayala, un autor bastante muermo, y, en segundo lugar, quedó Antonio Machado. Para vergüenza de sus contemporáneos, Valle-Inclán fue el octavo. Por entonces mandaba en España el general Primo de Rivera. Finalmente, los elegidos fueron Machado y Leopoldo Eijo Garay, arzobispo de Madrid-Alcalá que, años después, fue quien dispuso que Franco acudiera a los actos religiosos bajo palio.

Hoy como ayer, no; peor que ayer: Simpatizantes de quienes “okupan” el Gobierno de España proponen para Premio Nacional de Literatura a Mikel Antza, alias de Mikel Albisu, jefe de ETA entre 1993 y 2004, quien impulsó la ponencia Oldartzen que postulaba la “socialización del sufrimiento”, es decir, matar no sólo a militares y policías sino a cualquiera que no compartiera sus tesis u objetivos, lo que lograron, incluso, eliminando correligionarios.

Los franceses hicieron cumplir a este sujeto diez de los veinte años de cárcel a los que se le condenó. Entregado a España en 2019, se obviaron sus causas pendientes. Habrá, pues, que premiarlo para quedar como buenos demócratas y antifascistas, no vaya a ser que, cuando puedan, nos apliquen de nuevo la socialización del sufrimiento.  

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(Publicado en Aragón Digital, 29-30 de julio de 2018)

Era de esperar, pero ha pasado inadvertido el centenario de Santiago Lorén, que el 10 de julio hubiera  cumplido cien años. Desde su revelación con La casa con goteras, Premio Planeta en su segunda convocatoria (1953), don Santiago fue el novelista aragonés más exitoso en España, hasta que la censura permitió a partir de 1966 que empezaran a llegar a los lectores algunas de las narraciones de los exiliados, con Sender a la cabeza.

Santiago Lorén se había dado a conocer con su primera novela en 1952, Cuerpos, almas y todo eso, título que remedaba el best seller de un autor popularísimo por entonces, Maxence Van der Meersch, que en 1946 había editado Cuerpos y almas. Luego llegó el Planeta con la citada novela de índole realista, como era normal en los años cincuenta, y con sus toques de humor negro. Se desarrollaba en la comarca de Calatayud, donde su autor había trabajado como ginecólogo. Poco a poco, fueron apareciendo al menos veinte libros de narraciones más, que se vendieron muy bien.

Pero don Santiago tocó otros palos, tanto literarios como de otros tipos: algunas obras de teatro, dos libros de memorias, uno de ensayos, una monumental guía de Aragón y varias biografías. La escrita sobre la vida de su tocayo Cajal, dio lugar a una popularísima serie de televisión en diez capítulos, Ramón y Cajal. Historia de una voluntad (1982) dirigida por José María Forqué e interpretada por Adolfo Marsillach, que alcanzó un gran éxito y hoy día puede verse en “RTVE a la carta”. El propio Forqué dirigió Miguel Servet. La sangre y la ceniza (1989), que asesoró y documentó el médico belchitano.

Santiago Lorén dejó a los siete años su pueblo natal y llegó a Zaragoza, para vivir en las cercanías del Matadero. Alumno brillante de Allué Salvador en el Instituto Goya y buen lector desde niño, cursó medicina, que, aún estudiante, tuvo ocasión de ejercer durante la Guerra Civil en las terribles batallas de Teruel. Especializado en Ginecología, fue destinado a Calatayud, donde la naturalidad de las gentes y la confianza que muchos pacientes depositan en el médico, le sirvió para recrear en sus novelas las historias que le contaban. Una vez conseguido el Planeta, se convirtió en colaborador habitual de la prensa e incluso llegaría a dirigir la edición aragonesa del diario Pueblo, en los últimos años del franquismo, periodo que historió en su último libro publicado, Cierzo de papel (1993), repleto de interesantes datos acerca de la vida política y periodística de esos conflictivos años.

Sin embargo, el libro que yo prefiero de los que he leído de este autor es Memoria parcial

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(1978), finalista del Premio Espejo de España, que historia su peripecia adolescente y juvenil desde 1930 a 1937. Citaré otros dos testimonios que certifican esa excelencia: Luis Horno Liria, crítico literario de Heraldo de Aragón durante medio siglo, personaje muy conservador pero ecuánime y certero en sus juicios, en su reseña del 3 junio de 1978, tras denostar durante varios párrafos las ideas y modos del autor, reconoce en el párrafo final: “la visión de Zaragoza se nos ofrece es original auténtica, con fiel descripción de calles, porches, paseos, barrios, ríos (…) ¡qué vivos, qué bien descritos están!”. El otro testimonio es el de mi padre, al que, sabedor de sus gustos, presté el libro para que lo leyera. Al final de su última página escribió: “cojonudo”.  

El escritor tuvo sin duda una vida intensa, pues, además de lo dicho, fue profesor de Historia de la Medicina en la Facultad, probó la política presentándose a concejal de Zaragoza por el Partido Socialista Popular, de Tierno Galván –le faltaron mil votos para obtener el acta-y tuvo un protagonismo público, que excedió el de la capital aragonesa. Sus últimos años estuvieron marcados por una demencia senil, que le impediría hacer uso de sus facultades a partir de 1993.

Zaragoza reconoció su labor nombrándolo Hijo adoptivo de la ciudad en 1991 y, años después, daría su nombre a una glorieta en el barrio de la Ilustración, nombre que le habría gustado. Sin embargo, a ocho años de su muerte no tengo noticia de que se le haya recordado y, lo que es peor, de que se sigan leyendo sus libros.

LORÉN ESTEBAN, Santiago, Belchite (Zaragoza), 10-07-1918 / Zaragoza, 26-11-2010.

                                                                         OBRAS

Cuerpos, almas y todo eso (novela), Barcelona, Janés, 1952.

Una casa con goteras (novela), Barcelona, Planeta, 1954.

Las cuatro vidas del Dr. Cucalón (novela), Barcelona, Planeta, 1954.

Cajal, historia de un hombre (biografía), Barcelona, Aedos, 1955.

Vivos y muertos (novela), Barcelona, Corinto, 1955.

El verdugo cuidadoso (novela), Barcelona, Planeta, 1956.

Déjeme usted que le cuente… (cuentos), Zaragoza, Publicaciones CEJ, 1956.

Diálogos con mi enfermera (cuentos de humor), Madrid, Taurus, 1958.

El baile de Pan (novela), Barcelona, Planeta, 1960.

Un muerto para empezar (comedia), estr. en 1960.

Mateo José Buenaventura Orfila (biografía), Zaragoza, IFC, 1961.

Siete alcobas (novela), Barcelona, Planeta, 1964.

La muerte ríe (novela), Barcelona, Myne, 1965.

El pantano (nueva versión de Vivos y muertos), Barcelona, Plaza & Janés, 1967.

Del electrón a Dios (ensayo), Barcelona, Plaza & Janés, 1968.

La rebotica (cuentos), Zaragoza, Pórtico, 1969.

VIP (novela), Barcelona, Destino, 1971.

Clase única (novela), Barcelona, Planeta, 1975.

Historia de un pendón (novela), Barcelona, Planeta, 1976.

Aragón (guía), Barcelona, Destino, 1977.

Memoria parcial (memorias), Barcelona, Planeta, 1978.

No tenía corazón (novela), Madrid, Sedmay, 1979.

Hospital de guerra (novela), Zaragoza, UNALI, 1981.

La rebotica (teatro), estr. en 1982.

Ramón y Cajal, historia de una voluntad (biografía), Barcelona, Noguer, 1982.

El proceso de madame Lafargue (novela), Barcelona, Planeta, 1983.

La vieja del molino de aceite (novela), Barcelona, Planeta, 1984.

Mi señor don Fernando, la conquista de un reino (novela), Zaragoza, Mira, 1992

Cierzo de papel (memorias), Zaragoza, Mira, 1993.

El bingo (teatro)

No se puede contra el amor (teatro)

El quiste (teatro)

                                                        BIBLIOGRAFÍA

-ABELLÁN, José Luis, «Reseña» de Del electrón a Dios, Ínsula nº 265, diciembre 1968.

-ALEGRE, José Luis y Francisco José MONTÓN, Guía del teatro en la provincia de Zaragoza, Zaragoza, DPZ, 1983, pp. 125 y ss.

-ARANGUREN EGOZKUE, José Luis, Los premios Planeta aragoneses, Zaragoza, Ateneo, 1990.

-, Los ojos hablan. Glosas …, Zaragoza, Gráf. Alcor, 1995.

-CASTRO, Antón, «Santiago Lorén gana el Planeta», Gran Enciclopedia Aragonesa, apéndice IV, Zaragoza, UNALI, 2001, p. 284.

-DOMINGO, José, «Novela colectiva y novela intelectual» (Reseña de VIP), Ínsula nº 308-309, julio-agosto, 1972.

-FERNÁNDEZ CLEMENTE, Eloy, «Reseña» de Memoria parcial, Andalán nº 254, 25-I-1980.

-GARCÍA CASTÁN, Concha, Voz: «Lorén Esteban, Santiago», Gran Enciclopedia Aragonesa, tomo VIII, Zaragoza, UNALI, 1981, pp. 2097-2098.

-GISTAÍN, Mariano, «Santiago Lorén, no sólo escritor», El Día, 10-VI-1984.

-HERNÁNDEZ RUIZ, Javier y Pablo PÉREZ RUBIO, Diccionario de aragoneses en el cine y el video (1896-1994), Zaragoza, Mira, 1994.

-HORNO LIRIA, Luis, Autores aragoneses, Zaragoza, IFC, 1996, pp. 393-406.

-MARRA-LÓPEZ, José Ramón, «Reseña» de Siete alcobas, Ínsula nº 215, octubre 1964.

-MINISTERIO DE CULTURA, INSTITUTO NACIONAL DEL LIBRO, Quién es quién en las letras españolas, Madrid, 1979 (3ª ed.), p. 265.

-NAVALES, Ana María, Antología de narradores aragoneses contemporáneos, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1980, pp. 24-25, 87-100.

-SAINZ DE ROBLES, Federico Carlos, Diccionario de la Literatura, vol. II, Madrid, Aguilar, 1973, p. 680.

-SANZ VILLANUEVA, Santos, Historia de la novela social española (1942-1975), vol. II, Madrid, Alhambra, 1980.

-, «Reseña» de Mi señor don Fernando, Diario 16, 27-VIII-1992.

-SOLDEVILA DURANTE, Ignacio, La novela desde 1936, Madrid, Alhambra, 1980.

-VAL, Luis del, «Prólogo» a Cierzo de papel, Zaragoza, Mira, 1993.

-VÁZQUEZ DE PARGA, Salvador, La novela policiaca en España, Barcelona, Ronsel, 1993.

En estos días de inflación de novelas históricas sin luminosidad ni estilo, me complazco en recordar La canción del pirata, (Barcelona, Planeta, 1983), una brillante narración de Fernando Quiñones (1930-1998), a quien no conocía cuando escribí este texto, pero que, después, me señaló y, sobre todo,  divirtió con su amistad.

Existe una fundación con su nombre en Chiclana de la Frontera (Cádiz): http://www.fundacionfq.com/. Allí puede encontrarse cualquier documento relacionado con la vida y obra de este escritor, vocacional e inserto en la vida, que incurrió  con éxito en todos los géneros.

La reseña, con el título, «Otro español a la deriva»,  fue publicada en El Día, 12-II-1984.

Quiñones lleva muchos años publicando libros excelentes en todos los géneros sin que su reconocimiento – pese a los elogios dispensados por Borges y la popularidad televisiva – haya correspondido al muy elevado interés de su escritura. Tal vez sea el típico caso del escritor al que perjudica su propia fecundidad provocando que su obra aparezca difuminada en un horizonte rico pero disperso. Así, sus libros de poesía en los que descolla la serie de las Crónicas, un extraordinario ejercicio lingüístico, amén de una reflexión entre jocosa, vitalista y desengañada del siglo que nos tocó en suerte. Con fortuna ha incidido también en el tema prostibulario, de tanta tradición en nuestro país y, hoy día, en decadencia y en el flamenquista, del que es uno de los más agudos – y menos pedantes – conocedores.

En su vertiente narrativa, la que aquí nos interesa, había publicado una sola novela, Las mil noches de Hortensia Romero, magnífico soliloquio de una hetaira que constituía la ampliación de un relato anterior, «Legionaria», y varios libros de cuentos, algunos tan deslumbrantes como los que reúne en El viejo país, libro apenas conocido pero magnífico en el que hay una entrañable referencia a los Labordeta y escrito en primera persona, como sus dos novelas, pues es en la expresión directa donde el talento narrativo del autor se vierte con más espontaneidad. Hay en toda su narrativa la voluntad de popularismo, de inclusión no paternalista en el alma del pueblo al que Quiñones pertenece, si no por derecho propio, cosa que desconozco, sí por actitud y elección de personajes y temas.

Constantes que se prolongan en La canción de pirata de la que no he leído apologías excesivas aunque sus reseñistas coincidan en la valoración positiva. Quizá su condición de finalista del Planeta le perjudique a ojos de los exquisitos, si es que se puede calificar así a quienes se la pelan con cualquier antigualla sensiblera y rococó que deviene moderna al estar escrita por un pederasta, con textos propelidos por un ordenador o por un vanguardista que sin leer a Mallarmé asume, con centenario retraso, sus innovaciones. Todo ello me lleva a escribir estas líneas que, desde luego, la novela no necesita dado su origen editorial. Omitamos las consideraciones sociológicas. El Planeta es así, y en  todo caso, el autor puede agradecer los millones y los 60.000 de tirada, así como los jurados quedarán contentos por aparecer, enmascarados, en la novela. ¿De qué vale proclamar la superioridad de esta obra sobre la vencedora si eso lo sabe hasta el mismo ganador? Por otra parte, La canción del pirata, es literatura y lo del general Escobar no sé si política ful, periodismo cutre o moralina de breviario. Ya me enteraré cuando lo lea*.

Durante 1682 y en la cárcel de Cádiz donde espera la resolución de su caso que se prevé aciaga, el protagonista narra su vida al bachiller don Román de Irala. Este recoge sus palabras para la confección de un libro que luego desaparecerá, según se cuenta en un tercer nivel de la novela, anatemizado por la Inquisición, harto activa en aquella época. Juan Cantueso, El Rubio,  vagará por Andalucía, Venecia, Las Indias, y Lisboa para volver a sus lugares natales no sin dejar sembrado un copioso rosario de amores, cuchilladas, timbas, tempestades, relaciones y episodios de todo pelaje que hacen que esta novela se lea con la impaciencia que depara el interés de la trama y el temor de ir aproximándonos al final de la orgía.

El autor ha desplegado un monumental esfuerzo de documentación tanto en lo lingüístico como en lo histórico o social, pero, sobre todo, en la exposición de la cotidianeidad, en la inmiscución en lo intrahistórico, en la indicación de esas nimiedades que hacen que sintamos el pulso de la época, la visualicemos y nuestros esquemas mentales se adapten progresivamente el compás de la narración hasta sumirnos hasta las cejas en el mundo que se pinta.

Evidentes y perseguidas son las concomitancias con la picaresca sin que falten resabios cervantinos tanto en el estilo como en la inclusión dentro de la historia central de interpolaciones tan rocambolescas como la que termina con la presunta anagnórisis de El Honrado y Valentín que, sin turbar el apasionante relato del protagonista, vincula la novela con las modas narrativas de su tiempo.

Quizá sea propiedad la palabra que más cuadre al lenguaje, a la estructura, al cosmos narrativo que Quiñones nos presenta. Sin incurrir en fárrago ni anacronismo, la vida española de la segunda mitad del XVII se nos muestra con la autenticidad que proporciona la abundancia de referencias concretas, el despliegue de conocimientos folklóricos, históricos, costumbristas y populares de un autor que domina esos predios, la fluencia de un lenguaje tan natural y creíble como soterradamente trabajado y pulido.

Cuando la cultura no se exhibe sino que surge al servicio de una historia, de unas coordenadas narrativas que la precisan y la acogen, el resultado suele ser más rico que cuando se opera a la viceversa. Novelar la Historia sólo pueden hacerlo Yourcenar, Sender, Graves u otros monstruos; encajar lo histórico como ambientación o marco de una fabulación pueden parecer más sencillo pero precisa de no poca documentación que debe ser manejada con una mezcla de precaución y audacia.

La canción del pirata contiene abundantes elementos autobiográficos perfectamente imbricados en la ratio narrativa. Hasta las disquisiciones entre vitalistas y estoicas del protagonista rezuman esa humanísima sorna con la que el autor suele teñir sus ficciones. Autobiográfica es también la fijación con el mar y, al menos en parte, esa bellísima historia de amor y desengaño que el protagonista vive con Anica. Cantueso se nos aparece cercano en sus flaquezas, en su pragmática jactancia, la única que se puede permitir el baqueteado por nacimiento y circunstancias, el español de casi siempre que resulta ser este pícaro que vive para sí mismo en un mundo que ninguna otra opción permite.

No sé por qué el autor ha hablado de la desvergüenza y el amoralismo de su novela – a no ser que busque imitar las protestas de nuestros autores clásicos– cuando el componente ético es esencial en La canción del pirata, donde se nos presenta al hombre en su terca y abundosa soledad; amando, necesitando, odiando, buscando, huyendo y olvidando a los semejantes, que en esta novela son tan verdad como el que la cuenta; manoteando en el mundo que, a ciegas, cree poder dominar; burlando a la vida e interiorizando las proclamas que ella misma suscita. Decir que, además, se nos cuenta todo esto con una amenidad, una gracia y un estilo que para sí lo quisieran tantas novelas que uno se zampa, puede ser, después de lo dicho, tautológico. Muévanos esta corroboración a ser acompañados por Quiñones más a menudo. Es una experiencia intensa.

*Con alguna precipitación y la injusticia propia del drástico espíritu juvenil, hago alusión a la novela de José Luis Olaizola, La guerra del general Escobar que, en 1983, obtuvo el Premio Planeta, mientras que la obra de Quiñones fue declarada finalista.