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Como hace dos años, en que se premió Blanco nocturno de Ricardo Piglia, este año figuro en el jurado del Premio de la Crítica, que se otorga mañana en Ponferrada. Probablemente, la cosa ande más reñida que en otras ocasiones. Recojo aquí un artículo que publiqué sobre la obra ganadora en 1972, El jardín de las delicias, de Francisco Ayala (1906-2009), uno de los grandes. Este texto apareció, con el título, «El jardín de las delicias: La lucidez burlona»,  en un librito titulado En torno a Muertes de perro de Francisco Ayala, Zaragoza, Ministerio de Educación y Ciencia/Gobierno de Aragón, 1994, pp. 35-40.

Ayala, Francisco

La revisión, rescate o recuperación de la literatura del exilio es un tema pendiente en nuestra historia literaria. Por mala conciencia, comodidad o porque sus cultivadores han muerto o ya no ocupan puestos que puedan deparar agradecimiento o retribución, ocho lustros en los que los trasterrados escribieron su amor a España, dieron muestra de su, habitualmente, alto talante civil y practicaron una escritura que los explicaba y quería explicar el país que los había escupido parecen haberse borrado de la memoria. Es cierto, que no resulta fácil acceder a muchos de los libros, revistas y publicaciones de todo pelaje en las que vertieron su literatura. Pero esa búsqueda debiera haber sido labor a la que se aplicaran editores y estudiosos, si es cierto que de la historia puede extraerse algún magisterio y de la memoria alguna enseñanza.

 Hubo, sí, unos años en los que pareció amagarse el emprendimiento del camino. Efectivamente, la década que ocupa los años 1965-1975 significó el inicio en el rescate de esa literatura del exilio. De modo casi repentino y aprovechando el boquete de una censura en desbandada y la formación de un público ávido de novedades y de libertad, comenzaron a llegar novelas de los Sender, Max Aub, Ayala, Blanco Amor, Barea… que sólo se conocían muy fragmentariamente aunque su eco resonaba más o menos soterrado en algún grupo inquieto o rebelde y en algún aula universitaria. Esta recuperación se vio lamentablemente interrumpida y hoy se puede decir que no existe una visión conjunta, completa y coherente de lo que fueron esos cuarenta años en que una pléyade de los mejores españoles de su tiempo hicieron literatura fuera de su país con un nivel medio notoriamente más elevado que el que deparaba la creación escrita en la península, condicionada -desde luego- por factores -éstos sí- harto explícitos.

Sabemos que la democracia trajo el olvido de lo que para muchos era conveniente se olvidara, pero no alcanzo a entender porque esa falta de memoria se extendió a quienes ética y estéticamente habían mantenido el fanal de la calidad artística y la entereza moral. De improviso, las editoriales dejaron de reeditar a los autores del exilio y se volcaron en los nuevos narradores, que, casi nunca aportaban otra novedad que su nombre, en novelistas de cualquier país extraño y, para que todo no fuera desconocido, se sacó del serón de los tiempos a los Torrente Ballester, Sánchez Mazas y adláteres. Alguno de los del exilio se salvó del borrón y cuenta nueva: el publicista Alberti, sostenido en un sitial por razones más que extraliterarias; las longevas María Zambrano y Rosa Chacel, que se beneficiaron de otro tipo de publicidad que empezó a privilegiar lo femenino más como valor que como condición; Gil-Albert, emblema de una estética cuyos valedores habían tenido que permanecer más bien agazapados y Francisco Ayala, al que su lucidez y variedad de registros le permitieron ocupar otro sitial casi unánimente reconocido y que le valió el Cervantes.

Toda la obra de Ayala se beneficia de un digno talante civil, una inteligencia sutil que se manifiesta especialmente en sus ensayos, artículos u obras de crítica literaria y un sostenido tono alto sin estridencias en su obra creativa que ha abarcado subgéneros muy diversos.                   

 El jardín de las delicias es un buen ejemplo de las mejores virtudes del granadino. Su sosegada ironía, la propiedad en el lenguaje, el dominio de muy distintas técnicas narrativas, la elegancia estilística o la aludida variedad de registros discurren con soltura y naturalidad por el volumen que muestra, ante todo, a un autor plenamente seguro de sus recursos.

 Es verdad que Ayala no llega a ser excelso, gusta, y mucho, pero no encontramos en él esa página que nos turbe o nos muestre una visión vívida del infierno o del paraíso o esas plurívocas intensidades que caracterizan al genio pero, tal vez, ello responda a su vocación de racionalidad, a su distanciado escepticismo que abarca desde lo cordial hasta lo ácido. Esa mueca del sabedor que comprende las pasiones, desvíos y desaforados anhelos de los pobladores del caos humano desde el sillón de su biblioteca. Probablemente todo esto responda también, a su modernidad en el sentido de que escapa a las comprensibles vehemencias que caracterizaron a sus compañeros de peripecia histórica. Es coherente con los tiempos débiles que hemos vivido que Ayala entrase mucho más que, por ejemplo, un Max Aub. La elegancia de su prosa que nunca cae en el chafarrinón nos parece muchas veces más europea que carpetovetónica y algo aproximado podríamos decir de su cultura.

 Y todo ello servido por un lenguaje sólido y sin fisuras, pleno de propiedad y abarcando desde lo coloquial a cierto retoricismo de la vieja escuela. Sus diálogos, siempre apropiados, pero no de largo alcance incurren, a menudo, en sutilezas de la mejor ley:

 -¿Tu me quieres?

  -No digo que no.

  -Bueno, pues entonces vamos a casarnos.

  Otras veces los monólogos -recurso muy utilizado en esta obra nos trasladan a reconocibles registros de pensión barata:

 «…Estaba empeñado el muy burro en darme por donde no es, pero yo, claro está, no me dejé, qué se ha creído. No me dejé, qué va. Que se lo haga a su santa madre, si gusta.»

 Clásico y vanguardista, Ayala escapa a las clasificaciones convencionales del escritor, como El jardín de las delicias discurre por senderos inidentificables con los géneros consuetudinarios. Su inteligencia de hombre curioso y preocupaciones múltiples, sus dotes de observación tan propias del sociólogo y el oficio de un escritor que ha conocido tantos avatares, le han permitido hollar muy diversas trochas combinando la lucidez con la mueca burlona y ostentando un carácter enterizo y encampanado ante la estupidez o la injusticia que nos recuerda al de nuestro Ildefonso Manuel Gil. Pese a ello -cuando lo que se suele galardonar es el acomodamiento, la renuncia y la inanidad- Ayala ha obtenido el reconocimiento (Académico de la Lengua, Premio Nacional de las Letras Españolas, Premio Cervantes, Premio Nacional de Literatura), tal vez, porque ha sido uno de los regresados que mejor se acomodó al latido de la nueva sociedad y porque siempre mantuvo un interés sobre los nuevos nombres y las nuevas cuestiones. Sus artículos en la prensa de hoy mismo son el mejor exponente de su estar, y estar en forma, en el cogollo de los asuntos cuya dilucidación -¿habrá que decir que ya parece cosa de antaño?- define al auténtico intelectual.      

Leer a los veintitrés años de su publicación El jardín de las delicias es ingresar en un mundo donde hasta lo banal e intrascendente adquiere categoría de alta literatura, donde el lector percibe, renglón tras renglón, el latir de la inteligencia.

Ayala, Francisco a los 101 años

Ayala a los 101 años