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(Publicado en Rolde nº 100, enero-septiembre 2002, pp. 53-61).

Hasta hace unos años la ciudad de Zaragoza albergó la supervivencia de un café cantante y un music-hall con características que hace tiempo estaban ausentes de casi todos los lugares de Europa. No hay explicación para el fenómeno. Zaragoza era una urbe que se había apuntado al desarrollismo como la que más, que se había caracterizado -también como la que más- por destruir con saña su legado arquitectónico e histórico, hasta el punto de que la afirmación de Gaya Nuño en La arquitectura española en sus monumentos desaparecidos (1961), respecto a que Granada y Zaragoza eran las ciudades que más habían sufrido el efecto de la piqueta en el siglo XIX y primera mitad del XX, quedaba empalidecida por la sistemática saña con la que a partir de esa fecha todos los concejos cesaraugustanos, con la connivencia, o al menos la indiferencia, de otras instituciones ciudadanas, y hasta del Colegio de Arquitectos, habían llevado a cabo la destrucción de la capital, cosa que para nada mejoró con la llegada de la democracia, como algunos ilusos pensábamos. Por otra parte, las peculiaridades sociales de la ciudad no daban tampoco razón para la conservación de estos fósiles del mundo del espectáculo. Si acaso, la voluntad del patrón de uno de estos locales, el Oasis. Enrique Vázquez, que tal es su nombre, había vivido intensamente la historia del establecimiento y resistió con tenacidad a lo inevitable: el triunfo de los malos.

Estos reductos de diversión atraían por lo que tenían de anacronismo, pero el público -exceptuando el breve lapso de las fiestas del Pilar- apenas acudía a ellos. Algunos llevábamos allí a las visitas más o menos ilustradas, que sabíamos iban a quedar prendidas y estupefactas, pero esto sucedía de tanto en tanto. El Oasis, muchas noches, no vendía una sola entrada. Su abnegado propietario, incluso, daba la función con sólo que hubiera tres asistentes y llegó a darse el caso de hacerse para un único parroquiano, que correspondió dando veinte mil pesetas de donativo, cuando, a la sazón, el importe de la entrada se cifraba en mil pesetas.

Celestino Moreno ante la puerta de su Oasis

El Oasis (Calle Boggiero nº 28) conservaba la vieja estructura de los music-hall. Un escenario, patio de butacas y una planta superior de palcos. A un lado estaban la entrada y el vestíbulo. En medio, los servicios y las escaleras que daban a los camerinos. A la derecha de la entrada, una larga barra en L, donde el público podía beber antes, en y después de las actuaciones. De vez en cuando las artistas hacían foyer, incluso hasta los últimos tiempos. Acabada la actuación, el bar seguía funcionando y no se cerraba hasta que el público iba abandonando el recinto. Otra de las ventajas del establecimiento consistía en que, tanto en los palcos como en el patio de butacas, se podía fumar y beber. En los primeros la solicitud habitual era el champán. En el patio de butacas era frecuente que los grupos se surtiesen en el bar de un servicio de madera con seis largas cañas de vino fino que se iban degustando al compás del desarrollo de las actuaciones y reponiéndose cuando convenía.

El poeta José María Álvarez y el autor tocando en el escenario del Plata

El Plata (Calle Cuatro de Agosto nº 23) era un café con capacidad para unas doscientas personas, con una pequeña barra a la derecha de la entrada y un minúsculo escenario, donde normalmente actuaban tres músicos y la vedette. Tenía dos niveles, uno frente a la barra y otro al que se accedía bajando tres o cuatro escaleras y que quedaba más cerca del escenario. Desde cualquier punto del local podían presenciarse las actuaciones. No se pagaba entrada, el único importe era el de la consumición. Se cultivaba allí un género preferentemente sicalíptico y, en los últimos años, Marga Castillo, Maira y la estupenda Mary de Lis fueron sus artistas más constantes. Cuplés y algo de canción española eran los cantables acostumbrados mientras que en los cambios de indumentaria la orquesta acometía otros géneros populares.

Tanto en uno como en otro lugar se mantenía la participación activa del público, lo que hacía tiempo había entrado en desuso en cualquier otro tipo de locales. Se jaleaba a los artistas, se hacían comentarios jocosos en alta voz, se les demandaba unas u otras intervenciones y, por supuesto, no faltaba el chapucero ni el borracho. Muchas artistas contestaban con gracia, elegancia o grosería -que de todo hay en la viña del señor- y, en muchos casos, eran ellas mismas quienes provocaban directamente al público. Tampoco faltaba nunca el que, por su propia voluntad o por la de alguna de las vedettes, subía al escenario con mayor o menor éxito.

Casi hasta la fecha de su cierre al Plata acudía un público mayoritariamente pueblerino. Por eso, además de las sesiones de noche, daba la del café ya que los rústicos que habían bajado a Zaragoza para alguna compra o negocio y habían de regresar a su pueblo a dormir tenían así la oportunidad de gozar del espectáculo. A menudo, al finalizar la sesión y encendidos por lo que habían visto y trasegado, acudían a alguna de las cercanas casas de putas. En fiestas y otras ocasiones, también se hacían sesiones de vermut y, además, había casi siempre funciones de tarde y noche. Éstas últimas eran las preferidas por los estudiantes y, más tarde, por un público con ribetes casi intelectuales que iba a solazarse con lo pintoresco de un espectáculo moribundo.

En el Oasis, el público se componía de matrimonios de cierta edad y toda clase de juerguistas, aunque predominaba el de extracto popular. Yo fui desde joven un adicto a ambos locales, en especial al Oasis, donde se trasnochaba más. La compañía femenina quedaba inevitablemente fascinada.

Nada hizo la ciudad por conservar ambas maravillas; Enrique Vázquez lo intentó todo con el Oasis y estuvo muchos años en tratos con el Ayuntamiento, de donde no sacó más que promesas y horas de espera o pasillo. A partir de 1981 organizó en el bar-foyer sesiones de flamenco, de jazz y de piano-restaurante. En el escenario intentó combinar las varietés con teatro, con música moderna, con cantautores… Fue inútil. El cambio de costumbres y la degradación del entorno, que llegó a constituirse en la zona más conflictiva de Zaragoza, hicieron que, tras muchos años de perder dinero, el empresario tomase la decisión de arrojar la toalla, aunque antes intentara dar cauce a unos bonos, que tampoco cuajaron. Además de sostener el local, debía pagar a los artistas, taquillera, camareros, portero y encargados de luces y tramoyas, aunque, claro, en los malos tiempos estas funciones se concentraban en tres o cuatro personas y ya se dijo que incluso con sólo tres parroquianos se daba la actuación. En sus últimos años asistí a varias sesiones en las que sólo figurábamos como espectadores un pequeño grupo de amigos. Finalmente, Enrique entró en tratos con un empresario y el Oasis dio sus últimas funciones en diciembre de 1994 para quedar convertido en discoteca de fin de semana, mientras él continúa por allí supervisando el negocio. Exigió, sí, que se mantuviera la estructura del local, con lo que sólo se quitaron las butacas y, al fondo del salón, se colocó una barra. El lugar se ha convertido en uno de los centros de diversión más populares y lanzados de Zaragoza en el que no faltan drag queens, modernos, patosos y, en fin, toda la fauna nocherniega al uso.

El Plata fue víctima de la reconversión del Tubo zaragozano, hasta hace unos lustros el espacio de diversión más conocido por los forasteros. Cambiaron las costumbres, la zona se hizo marginal con el beneplácito del consistorio que, en vez de dar vuelo a uno de los reductos identificativos de la ciudad, se plegó a las expectativas de los empresarios de la construcción que veían un magnífico negocio en el mismo centro zaragozano. Tras muchos años de resistencia por parte de sus habitantes y algunos zaragozanos ilustrados, el dinero volvió a ganar la batalla y se dio licencia a una empresa para la adquisición de locales y su posterior reconversión en centros comerciales, lúdicos -así se dijo- y oficinas. La condición que se impuso fue respetar el Plata y en todos los medios de comunicación se aseguró que volvería a abrirse -una vez restaurado- en el plazo de un año. Cada tanto se vuelve a hablar de la reapertura, pero su cierre se produjo ya hace más de una década y aunque episódicamente se habla de su resurrección no se termina de llevar a efecto. Parece, sin embargo, que el motivo es que la restauración está siendo tan perfecta, tan artesanal, tan respetuosa con lo que fue el original que, según me aseguran, la empresa que lo adquirió quiere que sea uno de sus buques-insignia. Veremos, si es que hay algo que ver*.

Algo de historia

El Oasis abrió sus puertas en 1909 con el nombre de Royal Concert. Como propietario figuraba José Melich. Antes, el local había albergado la Posada Plasencia y, durante la Gran Guerra, sin dejar sus actividades, acogió el Club de los Alemanes, sociedad privada de la que formaban parte un puñado de teutones procedentes del Togo y del Camerún que recalaron en Zaragoza como refugiados. También estuvo allí la Casa del Pueblo de la UGT. El recinto en principio tenía una capacidad para cerca de seiscientos espectadores y en lo que después fue sala de butacas se bailaba. Los palcos ejercían la función de reservados. En 1924 ya está a cargo del music-hall, Ricardo Moreno, natural del zaragozano pueblo de Novillas. Es curioso que se introduzca en el complicado mundo del espectáculo sin que sepamos que tuviera antes ninguna relación con él. Parece que la razón fue una apuesta de la que no supo volverse atrás. Aunque Ricardo Moreno vivió hasta 1947, uno de sus dos hijos, Celestino, tomaría a su cargo el local a partir de 1931. En 1927 el salón ya había castellanizado su nombre, pasando a llamarse Real Concierto; el advenimiento de la República fue un buen motivo para proscribir el adjetivo y convertirse en Salón Variedades, aprovechando que ya no existía el teatro que, con ese nombre, había sido en Zaragoza el emporio del género. Conservó esta denominación hasta 1942 en que se le impuso la de Oasis que, tras sesenta años, ha quedado en la memoria colectiva de los zaragozanos. De hecho, hasta que se convocó concurso para proponer un nuevo nombre y que fue ganado por el crítico teatral de Heraldo de Aragón, Pablo Cistué de Castro, la denominación que le otorgaba todo el mundo era «el Royal».

Hasta la guerra se hacían cuatro funciones diarias. A las 14.45 la sesión de café. A las 19.45, sesión-vermouth A las 23, sesión golfa y la 1.30, souper-tango. Entre las sesiones de varietés el público podía bailar con las tanguistas, muchas de origen gallego o vasco, por los 25 céntimos que costaba la entrada y, naturalmente, se practicaba el descorche. El mismo procedimiento se utilizaba en el Plata y, de hecho, había tanto tanguistas como bailarinas y cantantes que actuaban indiscriminadamente en uno y otro lugar. Terminada la guerra fue cerrado, como ocurrió con todos los locales de sus características, aunque después el gobernador Baeza permitiera su reapertura.

Entre los artistas que han actuado en el Oasis hay muchos que pertenecen a la historia del espectáculo español del siglo XX. En 1927 estuvo Tórtola Valencia, auténtico mito del baile posmodernista primisecular. Al año siguiente apareció La Cachavera, casi otoñal, pues ya había deslumbrado con sus audacias sicalípticas a los espectadores en la época de intersiglos. Hacia 1932 trabajó Maruja Tomás, durante muchos años una de las reinas de la revista musical española; exhibió allí su desnudo integral, cosa que en locales públicos no fue permitida hasta la República. Carmen Amaya actuó durante una temporada entera (1934-1935) acompañada a la guitarra por su padre, apodado «El Chino», y con un sueldo de 65 pesetas diarias. El empresario la había contratado después de verla bailar en las tabernas del centro y, a partir de entonces, su ascensión sería fulgurante.

Actuaron también en su escenario e, incluso, algunos de ellos se consagraron en él: Ofelia de Aragón, excelente jotera y la artista que mejor supo integrar el cuplé con la canción regional; La Bella Dorita, la estrella por antonomasia del Molino barcelonés, que murió, centenaria, a finales del pasado junio; Miguel de Molina, artista supervalorado como cantante pero con un gran sentido estético y un perfecto juego de manos; Antonio, el bailarín español con más facultades de todas las épocas; Estrellita Castro, que no quiso prorrogar su contrato por su enemistad con una bailarina que fumaba apestosos puros en un camerino contiguo; Margarita Sánchez, que llegó para diez días con doscientas pesetas de sueldo diario y estuvo seis meses cobrando lo que quiso; Antonio Amaya, que en los sesenta fue propietario de la famosa Boîte Pigalle; Carmen de Lirio, que empezó jovencísima y tenía que disimular el acné con maquillaje; Pilar Lorengar, entonces llamada Lorenza Garci y que, a la sazón, llevaba en su repertorio canciones como La casita de papel; Lita Claver «La Maña», quizá el fenómeno de éxito público más señero en la Zaragoza de los setenta y de los ochenta. Y hay más: Celestino Moreno sostenía que una artista argentina que actuó como «Eva Sinnombre» se trataba de la misma Eva Perón que, según algunos testimonios, anduvo por España en su época de artista, asunto, al menos, dudoso. Y, en fin, Pastora Imperio, Antonio Molina, Marifé de Triana, Tania Doris, Raphael, Luciana Wolf, Corita Viamonte, Fernando Esteso, Andrés Pajares, Rafael Farina, Camarón de la Isla y tantos otros…

Mención aparte merecen Luis García Sanz, pianista del lugar durante 51 años. Jubilado en 1972, su recuerdo como persona excelente aún perdura. Lástima que alguien se dejara escapar ese archivo viviente de recuerdos. Miguel León (actor) tiene calle en el barrio de la Jota y actuó en el Oasis entre las décadas del cincuenta y del ochenta. La mayor parte de los zaragozanos vieron en alguna ocasión a las tan características Merche Navarro y Pilar Lahuerta «La Pilara», que desde la mitad de la década de los cuarenta hasta el cierre actuó casi cotidianamente como cómica, muchas veces en compañía de Susepet. El reconocimiento de los zaragozanos hacia su figura se expresó en la creación de un cabezudo que la representa. Sin duda, uno de los mejores regalos que un ciudadano puede recibir en vida.

Los episodios pintorescos, para bien y para mal, nunca faltan en estos reductos En 1928 una artista de 16 años, Conchita Granados, es asesinada por un cliente, después de haber sido rechazado por ella en el foyer. El establecimiento fue cerrado por orden gubernativa y sólo las muy altas relaciones de La Cachavera hicieron que se pudiese reabrir, a cambio de un jugoso contrato para la artista. Los problemas con la censura darían para un monográfico. Recordaremos sólo cómo el Oasis representó en 1951 una especie de homenaje a Lorca con textos escritos por el poeta Fermín Otín, basados en diversos personajes del Romancero gitano que lamentaban la desaparición del poeta. Si bien el juicio militar no se llegó a celebrar, autores y actores fueron interrogados y el establecimiento sufrió clausura durante más de dos meses. Parece que se abrió por una gestión del pianista Luis García, ferviente católico, ante el arzobispo Doménech. La España de charanga y pandereta, siempre al lado de la del cerrado y sacristía. No olvidamos a Ciriaco, que se anunciaba como «el único artista que viaja sin madre», o las colas que se formaban ante el camerino de Margarita Sánchez -artista hoy semiolvidada pero que fue extraordinaria cantante-, en las que los admiradores le llevaban, como reconocimiento, desde latas de conserva a ristras de chorizos. El recientemente fallecido Alfonso del Real -tras tener un gran éxito y, posteriormente, arruinarse con Un matraco en Nueva York- pidió trabajo a don Celestino y estuvo seis meses en el escenario de la calle Boggiero, cogiendo aliento pecuniario. Su pésame fue el segundo que se recibió a la muerte de aquél. Imposible olvidar la que se dijo fue la primera teta al aire de la dictadura. Pertenecía a Mary Mistral y fue mostrada, como involuntariamente y por casualidad, el 5 de noviembre de 1967. La instantánea fue captada por Alberto Duce, el público se hizo rugido y Mary repitió la jugada en las sesiones siguientes. Con la máxima aprobación. A finales de la década se produjo el primer strip-tease completo, pero no queda constancia del momento exacto, sí del nombre de la pionera, Miss Zsabú, espectacular africana procedente del Crazy Horse parisino. «¡Que salga la negra!» se convirtió en un grito habitual de los asistentes, aun cuando actuasen otras artistas.

Celestino Moreno, que sucedió a su padre en la dirección del Oasis, había nacido en 1905 y fue un auténtico enamorado del mundo de la farándula, como después le ocurrió a su sobrino Enrique. No se le escapaba ningún entresijo de la empresa ni de su parafernalia: además de estar al tanto de todos los aspectos burocráticos y prácticos y de ser maestro de estrellas, llegó hasta a hacer canciones, coreografías, carteles y decorados. Su prestancia le propició también más de algún éxito entre las estrellas de local. Formó también en los cincuenta compañía de revistas propias «Visto y Oído», que recorrió España. Su empresa regentaba asímismo el Chalet Buenavista, un precioso local, preferentemente de baile, en forma de quilla de trasatlántico que se hallaba en lo que fue piscina Las Palmeras; el Lido, cabaret ubicado en el actual bingo Latino e, incluso, organizó veladas de boxeo en el propio Oasis. Fue falangista de pro y hombre al parecer que combinaba la pasión por el arte con unos modos altamente severos. Se había casado en 1940 con la ferrolana Lolita Hernandorena de la que no obtuvo descendencia. Murió el 20 de diciembre de 1986. Meses antes, el 4 de julio, la Diputación de Zaragoza había entregado al Oasis, con oposición del P.A.R., la que fue segunda medalla de oro de Santa Isabel concedida por la Institución.

Enrique Vázquez, sobrino del antedicho y alma del Oasis en los últimos años, huérfano de un militar republicano e hijo de la hermana de la mujer de Celestino, nació en El Ferrol en 1936, llegó a Zaragoza en 1945 y estudió Derecho sin acabarlo. Desde los dieciocho años, siempre que podía, andaba por los entretelones del teatro de la calle Boggiero; poco a poco fue entrometiéndose en la gestión del establecimiento hasta que a los 29 años ya se dedicaba exclusivamente a él y, a partir de 1970, finalizada la última década en que el Oasis mantuvo el éxito constante de público, tomó las riendas efectivas del local, ya que don Celestino, a quien aún admira profundamente, sólo se acercaba por la mañana para verificar las cuestiones administrativas, cosa que hizo prácticamente hasta su muerte. Ya se habló de sus esfuerzos por mantener abierto el salón en los últimos lustros: el moderno mural que en 1980 pintaron en el frontispicio Abraín y Encuentra, la cava de jazz en 1981, que según sus palabras fue una ruina, el restaurante, sus intentos con el flamenco, con las instituciones, sus escarceos con los modernos… Pero el Oasis agonizaba lentamente. De nada valieron los homenajes, como el que se le hizo por parte de la ciudad en 1989; ya se sabe que homenaje significa estar muerto o a punto de estarlo. En diciembre de 1994 se produjo el cantado óbito.

El Plata se funda en 1920 con el nombre de Cabaret Aragonés pero los datos acerca de su origen son muy escasos. El primero de sus propietarios fue Vicente Ochoa, que poseía otros establecimientos de ocio entre los que se contaba el Casino de Tudela. Al principio era un local lujoso con sala de juego y restaurante, provisto de cristalerías, arañas en el techo y camareros de librea cuyo primer regidor fue un tal José María García. En los años treinta decayó su fortuna y fue vendido a Alberto Pinto, quien en 1934 cambió su nombre por el de Conga Dancing para convertirlo en un baile-taxi. Allí se compran tickets que dan ocasión de bailar con alguna de las cuarenta tanguistas disponibles. Durante la guerra, los numerosos soldados destinados o de paso en Zaragoza le proporcionan ese tono extremadamente popular que ya siempre mantuvo y dan lugar a que en el establecimiento se alterne el baile con la prostitución pura y dura. La cosa continuó bastante más solapada después de la guerra pero no lo suficiente para que escapara a la vigilancia de los censores, que en 1942 cerraron lo que hoy hubiera sido llamado puticlub. Fue al año siguiente cuando los oscenses hermanos Trallero lo reabrieron con el nombre de Bar Café Cantante Plata, metal que al menos recuerda los antiguos esplendores del local, que ya fue adquiriendo el carácter que hemos conocido. Se asoció con ellos el también oscense Ricardo Val que, finalmente, se quedó con el negocio. Muerto repentinamente en 1947, su viuda negocia con los cinco camareros de plantilla el traspaso. Desde entonces hasta el cierre del negocio en 1991, éstos se van a convertir -junto a los músicos y las citadas vedettes, Mary de Lis, Mayra y Marga- en el alma del local.

Tampoco faltaron los elementos anecdóticos en el Plata y más de siete los recordarán. Desde alguna desternillante intervención de espontáneos a otros sucesos más severos. Es famosa la lamparilla, accionada por un botón desde la barra, que se encendía en los minicamerinos, más bien cubículos, cuando los camareros veían entrar a algún elemento con tareas censorias o policiales. Mary de Lis recibió proposiciones de boda de un ministro de Franco pero prefirió a un guapo camarero de Río Club, con el que tuvo un hijo antes de que la cirrosis se lo llevara al otro mundo. A Tania Doris hubo que recortarle los tacones para que no se diera con la bombilla del escenario en la cabeza. Personaje habitual fue Valero que, pese a su deficiencia física, se jactaba de haber acudido todos los días de su vida al café desde que a los ocho años su padre lo bajara a diario desde Torrero. En la chaqueta llevaba, a modo de escarapela, un posavasos plastificado del local. Del mismo modo que en el Oasis se dieron espectáculos de todo tipo, especialmente en su etapa final, con el fin de conseguir el favor del público, en el Plata se ofrecieron hasta desfiles de moda. En los últimos tiempos era sorprendente cotejar la alegría que comunicaban las vedettes con la profusa tristeza que emanaba del batería o del saxo, hombres que cumplían su función como autómatas y anunciaban las actuaciones con un tonillo cansino y deslavazado que no se me olvidará. Como no se me olvidará la jubilación de don Luis -batería de celebradísimos solos y que alguna vez hasta ejerció como cantante- en noviembre de 1973. Su sustituto resultó alguien mucho más triste. El único que en los últimos tiempos tenía algo de marcha era un músico que incluso nos obsequiaba con estupendos solos de violín, preferentemente tangos. Este personaje me contaba que tenía cientos de canciones registradas en la Sociedad de Autores e incluso tengo copiadas algunas de ellas. Aunque no voy a ponerme a buscarlas, no se me van de las meninges estos dos descriptivos octosílabos de una de ellas: «la leche se le salía/por las morreras del chocho».

Pero se avecinaba lo «políticamente correcto» y estos excesos iban a suponer la excomunión social de sus factores. Se organizó en 1988 un homenaje de la ciudad al Plata, se publicaron varios reportajes en la prensa y empezaron a acudir a él quienes antes nunca lo hubieran hecho. Todo hacía prever que se cernía la catástrofe, que no era sino un paso más en la destrucción de lo que fue Zaragoza, otro desmán consentido. La Torre Nueva, las puertas de la ciudad, el modernismo zaragozano, la huerta del Ebro, la incuria del Casco Viejo, sus espacios ambientales, la vieja Universidad, la iglesia de San Juan y San Pedro, la Mantería, el arco de San Roque, la transformación del Arrabal viejo, la reforma de la plaza del Pilar, las casonas de la plaza de Aragón, los ¿parques? construidos en los últimos decenios, las plazas duras, las reformas anteriores y la que amenaza del Paseo de la Independencia o la Romareda… eslabones de una misma cadena.

 

*Finalmente, coincidiendo con la Exposición Universal celebrada en Zaragoza, el Plata se reabrió en 2008, bajo la dirección de Bigas Luna, con otra estructura, otro público y contenidos cercanos al cabaret.