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En estos días de inflación de novelas históricas sin luminosidad ni estilo, me complazco en recordar La canción del pirata, (Barcelona, Planeta, 1983), una brillante narración de Fernando Quiñones (1930-1998), a quien no conocía cuando escribí este texto, pero que, después, me señaló y, sobre todo,  divirtió con su amistad.

Existe una fundación con su nombre en Chiclana de la Frontera (Cádiz): http://www.fundacionfq.com/. Allí puede encontrarse cualquier documento relacionado con la vida y obra de este escritor, vocacional e inserto en la vida, que incurrió  con éxito en todos los géneros.

La reseña, con el título, «Otro español a la deriva»,  fue publicada en El Día, 12-II-1984.

Quiñones lleva muchos años publicando libros excelentes en todos los géneros sin que su reconocimiento – pese a los elogios dispensados por Borges y la popularidad televisiva – haya correspondido al muy elevado interés de su escritura. Tal vez sea el típico caso del escritor al que perjudica su propia fecundidad provocando que su obra aparezca difuminada en un horizonte rico pero disperso. Así, sus libros de poesía en los que descolla la serie de las Crónicas, un extraordinario ejercicio lingüístico, amén de una reflexión entre jocosa, vitalista y desengañada del siglo que nos tocó en suerte. Con fortuna ha incidido también en el tema prostibulario, de tanta tradición en nuestro país y, hoy día, en decadencia y en el flamenquista, del que es uno de los más agudos – y menos pedantes – conocedores.

En su vertiente narrativa, la que aquí nos interesa, había publicado una sola novela, Las mil noches de Hortensia Romero, magnífico soliloquio de una hetaira que constituía la ampliación de un relato anterior, «Legionaria», y varios libros de cuentos, algunos tan deslumbrantes como los que reúne en El viejo país, libro apenas conocido pero magnífico en el que hay una entrañable referencia a los Labordeta y escrito en primera persona, como sus dos novelas, pues es en la expresión directa donde el talento narrativo del autor se vierte con más espontaneidad. Hay en toda su narrativa la voluntad de popularismo, de inclusión no paternalista en el alma del pueblo al que Quiñones pertenece, si no por derecho propio, cosa que desconozco, sí por actitud y elección de personajes y temas.

Constantes que se prolongan en La canción de pirata de la que no he leído apologías excesivas aunque sus reseñistas coincidan en la valoración positiva. Quizá su condición de finalista del Planeta le perjudique a ojos de los exquisitos, si es que se puede calificar así a quienes se la pelan con cualquier antigualla sensiblera y rococó que deviene moderna al estar escrita por un pederasta, con textos propelidos por un ordenador o por un vanguardista que sin leer a Mallarmé asume, con centenario retraso, sus innovaciones. Todo ello me lleva a escribir estas líneas que, desde luego, la novela no necesita dado su origen editorial. Omitamos las consideraciones sociológicas. El Planeta es así, y en  todo caso, el autor puede agradecer los millones y los 60.000 de tirada, así como los jurados quedarán contentos por aparecer, enmascarados, en la novela. ¿De qué vale proclamar la superioridad de esta obra sobre la vencedora si eso lo sabe hasta el mismo ganador? Por otra parte, La canción del pirata, es literatura y lo del general Escobar no sé si política ful, periodismo cutre o moralina de breviario. Ya me enteraré cuando lo lea*.

Durante 1682 y en la cárcel de Cádiz donde espera la resolución de su caso que se prevé aciaga, el protagonista narra su vida al bachiller don Román de Irala. Este recoge sus palabras para la confección de un libro que luego desaparecerá, según se cuenta en un tercer nivel de la novela, anatemizado por la Inquisición, harto activa en aquella época. Juan Cantueso, El Rubio,  vagará por Andalucía, Venecia, Las Indias, y Lisboa para volver a sus lugares natales no sin dejar sembrado un copioso rosario de amores, cuchilladas, timbas, tempestades, relaciones y episodios de todo pelaje que hacen que esta novela se lea con la impaciencia que depara el interés de la trama y el temor de ir aproximándonos al final de la orgía.

El autor ha desplegado un monumental esfuerzo de documentación tanto en lo lingüístico como en lo histórico o social, pero, sobre todo, en la exposición de la cotidianeidad, en la inmiscución en lo intrahistórico, en la indicación de esas nimiedades que hacen que sintamos el pulso de la época, la visualicemos y nuestros esquemas mentales se adapten progresivamente el compás de la narración hasta sumirnos hasta las cejas en el mundo que se pinta.

Evidentes y perseguidas son las concomitancias con la picaresca sin que falten resabios cervantinos tanto en el estilo como en la inclusión dentro de la historia central de interpolaciones tan rocambolescas como la que termina con la presunta anagnórisis de El Honrado y Valentín que, sin turbar el apasionante relato del protagonista, vincula la novela con las modas narrativas de su tiempo.

Quizá sea propiedad la palabra que más cuadre al lenguaje, a la estructura, al cosmos narrativo que Quiñones nos presenta. Sin incurrir en fárrago ni anacronismo, la vida española de la segunda mitad del XVII se nos muestra con la autenticidad que proporciona la abundancia de referencias concretas, el despliegue de conocimientos folklóricos, históricos, costumbristas y populares de un autor que domina esos predios, la fluencia de un lenguaje tan natural y creíble como soterradamente trabajado y pulido.

Cuando la cultura no se exhibe sino que surge al servicio de una historia, de unas coordenadas narrativas que la precisan y la acogen, el resultado suele ser más rico que cuando se opera a la viceversa. Novelar la Historia sólo pueden hacerlo Yourcenar, Sender, Graves u otros monstruos; encajar lo histórico como ambientación o marco de una fabulación pueden parecer más sencillo pero precisa de no poca documentación que debe ser manejada con una mezcla de precaución y audacia.

La canción del pirata contiene abundantes elementos autobiográficos perfectamente imbricados en la ratio narrativa. Hasta las disquisiciones entre vitalistas y estoicas del protagonista rezuman esa humanísima sorna con la que el autor suele teñir sus ficciones. Autobiográfica es también la fijación con el mar y, al menos en parte, esa bellísima historia de amor y desengaño que el protagonista vive con Anica. Cantueso se nos aparece cercano en sus flaquezas, en su pragmática jactancia, la única que se puede permitir el baqueteado por nacimiento y circunstancias, el español de casi siempre que resulta ser este pícaro que vive para sí mismo en un mundo que ninguna otra opción permite.

No sé por qué el autor ha hablado de la desvergüenza y el amoralismo de su novela – a no ser que busque imitar las protestas de nuestros autores clásicos– cuando el componente ético es esencial en La canción del pirata, donde se nos presenta al hombre en su terca y abundosa soledad; amando, necesitando, odiando, buscando, huyendo y olvidando a los semejantes, que en esta novela son tan verdad como el que la cuenta; manoteando en el mundo que, a ciegas, cree poder dominar; burlando a la vida e interiorizando las proclamas que ella misma suscita. Decir que, además, se nos cuenta todo esto con una amenidad, una gracia y un estilo que para sí lo quisieran tantas novelas que uno se zampa, puede ser, después de lo dicho, tautológico. Muévanos esta corroboración a ser acompañados por Quiñones más a menudo. Es una experiencia intensa.

*Con alguna precipitación y la injusticia propia del drástico espíritu juvenil, hago alusión a la novela de José Luis Olaizola, La guerra del general Escobar que, en 1983, obtuvo el Premio Planeta, mientras que la obra de Quiñones fue declarada finalista.