(Publicado en «Miguel Fleta. Gloria y pasión», Teatro Principal de Zaragoza, Septiembre 2021)
Hasta la irrupción volcánica de Fleta en 1919, Aragón había proyectado al mundo, desde mediados del siglo XIX, un conjunto de cantantes líricos de gran altura, que culminó con el tenor de Albalate. Repasemos: Antonio Aramburu, Andrés Marín, Eduardo García Berges, Julián Biel, Marino Aineto, Fidela Gardeta, Elvira de Hidalgo y hasta Juan García, un año más joven que el genio vocal nacido en la ribera del Cinca. Para un territorio tan poco poblado como el aragonés, el número de figuras es sorprendente y puede ser debido a la tradición jotera, que precisa de amplias y grandes voces, lo mismo que a la desnudez de la tierra o al fuerte viento, que implicaba elevar el tono para hacerse oír, sobre todo en gente campesina. Sea como fuere, Fleta, hijo de su tierra y de su tiempo, tuvo en su trayectoria puntos comunes con la de varios de su coterráneos y, además, contemporáneos: Infancia rural y socialmente modesta, relación con la jota, influencia decisiva de los maestros, consagración en Italia…
Viena 1920
Sin embargo, en la corta vida de Miguel Fleta, además del don de la naturaleza que fue su privilegiada voz, también sorprenden muchas cosas: lo celérico de su carrera que, aun reconociendo su gran intuición musical, le hace pasar en dos años -entre 1918 y 1920- de mozo de labranza a cantante excepcional; lo breve de su etapa de esplendor; la facilidad con la que gente mínima, y hasta artera entra en la esfera de quien, por su éxito mundial, debía ser poco menos que inaccesible; los cambios de rumbo ideológicos que lo llevan de la amistad con el rey a un republicanismo militante para terminar como propagandista de Falange
Por otra parte, toda la trayectoria artística del divo se concentra en dos décadas, especialmente intensas en lo político-social y en lo artístico. Veinte años que acumularon los efectos y antecedentes de las guerras mundiales, la revolución rusa, el ascenso de los fascismos, la guerra española y todas las renovadoras disipaciones de las vanguardias, así como el cine sonoro, los nuevos ritmos musicales y, en el campo del arte lírico, una panoplia de cantantes de primerísima fila con los que Miguel Fleta hubo de convivir y competir. Alguno de ellos, como Lauri-Volpi, cinco años mayor que él, se convirtió en su mejor propagandista y escribió páginas admirativas. Otros, como Hipólito Lázaro y sus seguidores, cultivaron una rivalidad regional que no podía sustentarse internacional ni tampoco realmente. Más de ochenta años después de su muerte, muchos aficionados siguen considerando a Fleta el mejor tenor del siglo XX.
Lo cierto es que el de Albalate de Cinca unió a su fama y popularidad legendarias, fundamentadas en una forma de cantar que nunca se había visto, una humanidad desbordante, excesiva para lo bueno y lo no tan bueno. Su proverbial generosidad económica y vocal se acompañaba de una ingenuidad que no tenía en cuenta sus propios intereses -quizá no eligió bien a algunos de sus amigos y asesores- y, como los extremos se tocan, su simpatía y don de gentes pugnaban con ciertos raptos melancólicos que, por otra parte, con tanta maestría y sensibilidad supo expresar en su canto. Su temperamento, fuertemente emocional, como es propio de los artistas, le hizo incurrir con alguna frecuencia en precipitaciones que resultaron negativas para su vida y para su arte.
Una buena mayoría de los fletistas ha lamentado la brevedad de su esplendor y otras circunstancias personales, que no son para desarrollar aquí. Después, demasiado se han comentado sus vaivenes políticos, como si, en su excelencia canora, alcanzasen alguna importancia. Pero la ferocidad de la guerra civil y los enfrentamientos políticos en España hacen poner el acento en cuestiones que en otros lugares serían accesorias. De sobras son conocidos los orígenes de Fleta, un campesino sin apenas escuela que se convirtió de la noche a la mañana en un fenómeno social y al que su carrera le llevó a alternar con la gente del gran mundo. Por ello son comprensibles todos sus vaivenes en cuanto a simpatías políticas: primero el joven surgido de la nada que intima con el rey, padrino de su primogénito, y que se esfuerza por demostrarse a sí mismo que lo que está viviendo es real. Después, sus confesas simpatías republicanas, naturales en quien, por sus orígenes, conocía perfectamente las miserias y afanes del pueblo, además de haber nacido en una comarca como la del Cinca donde el anarquismo tenía una fuerte implantación y, efímeramente, llegó a proclamar la revolución libertaria. Finalmente, sus simpatías por Falange en un tiempo en el que se encuentra en decadencia, endeudado y comprobando cuán poco sirve la gloria cuando las cosas vienen mal dadas. Monarquismo, republicanismo y falangismo los vivió con intensidad y, si su amistad con Alfonso XIII antes del 14 de abril, hizo que muchos se asombraran de sus declaraciones y amistades republicanas, así como de sus grabaciones de “La Marsellesa” y el “Himno de Riego”, también sorprendió el acercamiento a Falange Española desde 1934, cuando sus problemas económicos se hacen acuciantes. A partir del Alzamiento, su apoyo a los sublevados fue inequívoco, a pesar de que se siga repitiendo que grabó el “Cara al sol” que, sin duda, cantaría pero la grabación que se ha presentado como suya no lo es ni por asomo. Ni nadie ha mostrado físicamente el disco original en el que figura porque definitivamente no existe.
La realidad es que todos los Fletas son apasionantes, tanto el de sus inicios, como los de su consagración y decadencia: Fleta joven es un diamante en bruto que une el genio a la bravura de la jota, que trae asumida desde su pueblo y, en Zaragoza, admira a sus oyentes cantándola en lo alto del carro en el que acarreaba las verduras desde la torre de familiar en Cogullada hasta el Mercado que poco antes había erigido Félix Navarro. La confianza en sí mismo que tanto elogio le depara, promueve que pruebe suerte en los concursos en los que hubiera terminado triunfando pues ya que a la excelsitud de su voz le acompañaba un privilegiado oído. Su vinculación jotera no decayó nunca y llevó siempre su canto tanto a sus actuaciones como a los discos. Cuando llega a Barcelona, la soprano Luisa Pierrick hace lo imposible para que el joven pueda ingresar en la escuela del Liceo. Percibe “una voz de carne y sangre” capaz de recorrer toda la escala sin la mínima alteración, no cuenta la escasa educación musical del aspirante: es un superdotado y, como hizo Elvira de Hidalgo con María Callas, la Pierrick tomará como cuestión de honor pulir y conseguir que acabe en veintidós meses una carrera de cinco años, lo que igualmente habla de la vocación y capacidad de trabajo del alumno.
Luisa Pierrick con Miguel Fleta
Sorprende cómo un debutante en el escenario consigue el papel protagonista en el estreno de Francesca da Rimini de Riccardo Zandonai. Sorprende asimismo lo tempranamente que alcanzó la plenitud vocal y la gloria, un fenómeno popular que no se había dado en España más que con Gayarre, que tantas similitudes tuvo en su carrera con el tenor aragonés. Contra lo que hoy pueda pensarse, Fleta fue en su tierra un auténtico mito popular, el pueblo conectó con su figura y con su canto y se produjo un fenómeno de identificación hasta el punto de constituirse en el aragonés más admirado por sus paisanos hasta la segunda mitad del siglo XX. Escribió Lauri Volpi:
España entera, del rey al campesino de la última aldea, le honró. Yo he visto ancianos temblorosos (…) arrodillarse a sus pies, besarle manos y vestidos. Mujeres hermosas ofrecerle flores, sonrisas, regalos, por la felicidad de verlo y hablarle. (…) Cuando un hombre se crea una individualidad imperiosa y dinámica y logra afirmarla tan poderosamente (…), ese hombre ha hecho su felicidad y la de los otros y puede decirse que no ha vivido en vano.
Desde noviembre de 1919, su debut en Trieste, hasta la grabación de sus primeros discos en Milán (abril 1922) su carrera es un in crescendo. Para la primera de sus grabaciones elige el impresionante “E lucevan le estelle”, de Tosca, que en España todo el mundo conocía como “El adiós a la vida” y la jota de El Trust de los tenorios. Las dos, junto al “¡Ay, ay, ay!” de Osman Pérez Freire, se convertirán en sus señas de identidad como tenor. Del bel canto a la música popular.
Sin embargo, esa plenitud iría descomponiéndose poco a poco por sus problemas con la voz, sus conflictos personales con el marido de Luisa Pierrick y, después, con su separación profesional de ella y el matrimonio con Carmen Mirat, sumándose las contrariedades económicas que culminarán con el suicidio de Anastasio, su tío y administrador, y los avatares políticos de los que dimos cuenta.
Fleta fue en vida demasiado legendario y, a la vez, demasiado humano. Todo aquello derivó en un envejecimiento prematuro, la obesidad tan frecuente en los artistas líricos y serias complicaciones de salud que derivaron en afecciones renales que a los cuarenta años lo llevarían a la tumba. Su enfermedad, como la de Gayarre, fallecido a los cuarenta y cinco por un cáncer de laringe, hubo de tener claras motivaciones psicosomáticas.
Los muchos libros que acerca de Miguel Fleta se escribieron y el milagro de su voz en las ciento once matrices que grabara entre 1922 y 1934 nos certifican hoy día que el pueblo no se equivocaba cuando lo designó ídolo y lo eligió como su preferido.
Auténtico mito, tanto en vida como tras su temprana muerte, y, sin duda, el aragonés más admirado por sus paisanos en un culto que perduró hasta hace cuatro o cinco décadas. En su recuerdo, transcribo el capítulo que, con el título «Miguel Fleta, el tenor de Aragón» le dediqué en Voces de Aragón, Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 57-69.
Foto cedida por la Asociación Cultural Florián Rey de La Almunia de Doña Godina
MIGUEL FLETA, EL TENOR DE ARAGÓN
La figura del tenor Fleta dio lugar en Aragón a un fenómeno de identificación popular con un artista, único en el siglo XX. Independientemente de la fascinación que suscitan las grandes voces, no comparable cuantitativamente a la que obtienen los cultivadores de otras artes, Fleta conectó con el pueblo. Un pueblo, en su inmensa mayoría ajeno al belcantismo pero que supo encontrar en el tenor alguna suerte de representación de su identidad, de sus anhelos. Recepción entusiasta del ídolo, percepción casi mítica de su canto, comunicación visceral con su figura humana… Como aduje más arriba, nunca los aragoneses han otorgado tanta veneración –y, además, sentida y verdadera- a un personaje. ¿Influyó su origen popular? ¿Su militancia en la jota? ¿Su talante complaciente? ¿Su vinculación a Falange, que implicaría un plus propagandístico en el periodo posterior a su muerte? No creo que ni en conjunto ni por separado haya nada que explique esa identificación, que, si en las últimas generaciones ha ido desapareciendo, quienes andamos cercanos al medio siglo aún tuvimos ocasión de conocer. Hoy mismo Fleta tiene admiradores con culto de latría en todo el mundo, aunque esto lo comparta con otros forzados de la garganta. Uno de ellos, el gran tenor Giacomo Lauri-Volpi, que acompañó a Fleta frecuentemente, y dejó varias veces por escrito constancia de este conocimiento, se sorprendía de esa fácil inmiscusión de Miguel en el alma del pueblo:
España entera, del rey al campesino de la última aldea, le honró. Yo he visto ancianos temblorosos de canas venerandas, arrodillarse a sus pies, besarle manos y vestidos. Mujeres hermosas ofrecerle flores, sonrisas, regalos, por la felicidad de verlo y hablarle. ¿Exageración, fanatismo? Lo que se quiera, pero cuando un hombre se crea una individualidad imperiosa y dinámica y logra afirmarla tan poderosamente superando los límites de su esfera de acción y las fronteras de su patria, ese hombre ha hecho su felicidad y la de los otros, y puede decirse que no ha vivido en vano.
En la corta vida de Miguel Fleta sorprenden muchas cosas, además del don de la naturaleza que fue su privilegiada voz: lo celérico de su carrera que, aun concediendo su gran intuición musical, le hace pasar en dos años -entre 1918 y 1920- de mozo de labranza a cantante excepcional; lo breve de su etapa de esplendor; la facilidad con la que gente mínima, y hasta artera, entra en la esfera de quien, por su éxito mundial, debía ser poco menos que inaccesible; los cambios de rumbo ideológicos que lo llevan de la amistad con el rey a un republicanismo militante para terminar como propagandista de Falange…
Para Horacio Sanguinetti, la de Fleta es una de las cuatro o cinco voces primordiales de su siglo. No basa su afirmación en el eco que alcanzó sino “en el padronazgo de toda técnica, en la sinceridad apasionada de su arte, tradicional y revolucionario, en la representatividad muy española de un canto oliváceo, agónico dotado de melancolía intrínseca, consustancial, de notoria raigambre mora”.
Miguel Burro Fleta, hijo de un tabernero, nace en Albalate de Cinca el 1 de diciembre de 1897. Era el más pequeño entre catorce hermanos, de los que vivían siete cuando Miguel viene al mundo. Aunque apenas va a la escuela, el cura le enseña los primeros rudimentos de música y, desde muy joven, gusta de cantar jotas, celebradas por sus convecinos. Sin embargo, como casi todos los habitantes de los pueblos ha de trabajar duramente en el campo, con el ganado o a jornal en las obras del Canal de Aragón a Cataluña, haciendo de picapedrero tan sólo con catorce años. Con diecisiete, en 1914 marcha a Zaragoza para trabajar sucesivamente en las torres –así denominaban en la capital aragonesa a las casas de campo- de sus hermanas Inés y Clara, sitas en Cogullada. La tradición lo presenta llevando en el carro las verduras para vender en el mercado y lanzando al aire jotas que subyugaban a las mozas. Por entonces se presenta sin éxito a un par de certámenes joteros y en 1917 marcha a Barcelona, reclamado por su hermano Vicente, cabo de la guardia municipal.
Fleta, que ya se había convertido en Buró, añadiendo el acento y suprimiendo una R de su primer apellido, consigue a través de dicho hermano una prueba en el conservatorio del Liceo. Lo único que sabe cantar es jota. Lo hace y, aunque su voz gusta, le comunican que el curso está empezado y no quedan plazas gratuitas. En un arranque de intuición, Louise Pierre-Clerc, conocida como Luisa Pierrick en el mundo operístico, le ofrece entrar en su clase para señoritas, donde sí hay un sitio libre. A pesar de la escasa educación musical del aspirante, Luisa ha percibido «una voz de carne y sangre» capaz de recorrer toda la escala sin la mínima alteración. Un superdotado al que ella, que había sido soprano de fama y, después, una excelente profesora en los aspectos técnicos, convertirá en su amante, pulirá y hará que acabe en veintidós meses una carrera de cinco años. Algunos comentaristas piensan que esta acelerada formación pudo influir, además del abuso de sus facultades, en la rápida decadencia del tenor.
Luisa, diez años mayor que él y ya embarazada de cuatro meses, decide vender sus joyas y marchar con Miguel a Milán. Estamos en septiembre de 1919. Previamente, ha tenido que convencer a su esposo –violinista concertino de la ópera del Liceo y que, tras la boda, le había instado a dejar el canto- de que les aguardaba el triunfo y la fortuna. Decidida a que su discípulo cante antes de que a ella le sobrevenga el parto y acudiendo a sus antiguas relaciones, Luisa consigue que directores y representantes escuchen a Miguel hasta que el compositor Riccardo Zandonai (1883-1944) le proporciona el papel protagonista de Paolo en su ópera Francesca da Rimini, que había de cantarse en el Teatro Comunale Verdi de Trieste el 14 de noviembre de 1919. Excepcional debía ser ya la voz de Fleta para que un autor de fama se aviniera a confiar la presentación de su obra a un tenor que todavía no había interpretado una sola ópera en público. Se dan doce funciones con mucho éxito. El 18 de enero de 1920 la temporada prosigue con Aida, que constituye ya un triunfo colosal para el aragonés. Unos días después, el 9 de febrero, nacería el primero de los hijos de Miguel Fleta. Trieste, pues, le alumbraría como cantante y como padre. A los dos años de dejar Zaragoza siendo un estricto gañán, Fleta se ha transformado en un señorito y está a punto de convertirse en el divo mundial de una década tan privilegiada musicalmente como fue la de los años veinte.
A España no se puede soñar en volver, bajo la amenaza de un proceso por adulterio. De momento, la necesidad perentoria es el dinero. Luisa y Miguel emprenden una gira por Centroeuropa. Óperas en Viena, Budapest, Praga, Montecarlo y dilatado periplo por los teatros italianos, donde va incrementando el repertorio y consolidando su prestigio. También hay quien opina que Fleta no debió cantar tan frecuentemente un ramillete de títulos tan variado al principio de su carrera. Entre los hitos más destacables habría que reseñar el estreno mundial de Giulietta e Romeo, también de Riccardo Zandonai, en el Teatro Constanzi de Roma el 14 de febrero de 1922 y la grabación en Milán (1922) de sus primeros discos para la compañía Gramophone: la jota de El trust de los tenorios; «E lucevan le stelle» de Tosca; la tonada chilena ¡Ay, ay, ay! y fragmentos de Carmen y el citado Giuletta e Romeo. Es la hora en que José Amézola, empresario del madrileño Teatro Real, le propone un contrato.
Tras dos años y medio ausente de su país, Fleta llega a un Madrid, que no conocía, el 3 de marzo de 1922. Le acompañan Luisa, Miguelito, su hijo, un pianista y un secretario, ambos italianos. Para los aficionados españoles es un desconocido cuando, junto a María Gar, que había tenido que sustituir a la Besanzoni, debuta con su brillante interpretación del don José de Carmen en el Teatro Real el 7 de dicho mes, únicamente con media entrada. Pero, durante el entreacto, los espectadores acuden presurosos a los teléfonos y cafés cercanos para avisar a sus conocidos de lo que está sucediendo en el interior del coliseo. Para el último acto la sala está llena y Fleta es sacado a hombros por la calle Arenal hasta el Hotel París en la Puerta del Sol, donde se hospedaba. El teatro ingresó en las seis actuaciones del nuevo ídolo 250.000 pesetas. El 21 de marzo se programó la función de homenaje, en la que el tenor cantó Tosca y culminó con dos jotas, la canción Princesita de Padilla y el ¡Ay, ay, ay! de Osmán Pérez Freire, que se convirtió en uno de sus emblemas. Desde entonces se volvió a imponer esta costumbre de las propinas o bises, que antes sólo había practicado Julián Gayarre.
El gran Lauri-Volpi aseguraba que en su vida artística jamás había asistido a un cataclismo tal en un teatro ni a un triunfo tan emocionante de un artista como el que supusieron las actuaciones de Fleta en el Real. A partir de entonces quedaron constituidos dos bandos entre los aficionados belcantistas españoles: el favorable a Hipólito Lázaro y otro, más numeroso y apasionado, que idolatraba a Miguel Fleta.
El albalatino se ha convertido de la noche a la mañana en un fenómeno social. Indalecio Prieto cuenta en De mi vida que la imprevista fama de Fleta hizo que el empresario, Pepe Amézola, se viera asediado por las peticiones de entradas gratuitas. Además, también tenía contratado a Hipólito Lázaro pero sus funciones no se llenaban y un imprevisto vino a agravar la situación. El financiero Francisco Cambó, a la sazón ministro de Hacienda, pidió al empresario que contratara a la soprano María Barrientos, pero este le expuso su penosa situación con los contratos de Fleta y Lázaro, que sobrepasaban con mucho sus posibilidades, ya que en el presupuesto no se había contado con el éxito del aragonés. Cambó, sin embargo, impuso tanto el número de funciones en que debía actuar la ya famosa Barrientos, como sus emolumentos. María era amante de un banquero catalán, a la vez que la esposa de éste lo era de Cambó, que también debió de frecuentar a la soprano. El asunto se solventó a la española –o a la catalana, que es lo mismo en estas cuestiones-: el ministerio aportó el dinero extra necesario.
Junto al encuentro con la gloria, las miserias de la vida cotidiana: el violinista Munner, marido de Luisa, ha llegado a Madrid para lavar su honor e interponer una demanda por adulterio. Tras algunas discusiones, Luisa y su hijo marchan para despejar el camino al tenor que ha de seguir cumpliendo el contrato. Finalmente, los intermediarios consiguen que Munner acepte una fuerte indemnización económica y todos respiran tranquilos.
Tras un rápido viaje a su Zaragoza y cumplir un contrato en Génova, Fleta se reencontrará con Luisa en Niza. En la cercana Villefranche-sur-Mer, donde también tuvo una lujosa residencia Raquel Meller, deciden construirse la casa que se llamará Villa Fleta, como otras residencias futuras del tenor. Pronto habrán de embarcar hacia Buenos Aires con un elenco dirigido por Pietro Mascagni y en el que figuran nombres como Lauri-Volpi, María Ros, Elvira de Hidalgo, Hipólito Lázaro o Gabriella Besanzoni. Pese a tan alta compañía y que el éxito de Fleta es muy reciente, el propio Lauri-Volpi reconoce en sus memorias que a su llegada al puerto bonaerense se les recibió con el grito de «¡Viva Fleta!». De nuevo, el triunfo total, gira por varias ciudades del continente y, en septiembre de 1922, viaje a Nueva York para firmar contrato con el Metropolitan Opera House. Aparecen ya en este primer periplo americano algunos problemas de garganta, que le forzarán a suspender actuaciones y reaparecerán episódicamente en el futuro. Es un temprano timbre de alarma pero la gira prosigue: Méjico, La Habana, Londres, donde vuelve a grabar varias óperas, y de nuevo al Real entre marzo y abril de 1923. Todavía Fleta regresó al teatro de ópera madrileño en las temporadas siguientes, poco antes de su cierre por obras que durarían, en su primera fase, cuarenta y un años. El 5 de abril de 1925 se dio allí la última función con La Bohème, también como homenaje al tenor, que ya cobraba once mil pesetas por actuación y estuvo acompañado de Matilde Revenga. Después, el teatro Apolo, que también pronto se convertiría en un banco, ejerció a veces como sustituto del Real. Allí volvió Miguel el 29 diciembre de ese mismo 1925 para cantar una impresionante Tosca.
En mayo de 1925 había actuado por primera vez en Zaragoza, ante una desmesurada expectación. Fuera por su olfato para lo popular, por su devoción verdadera o, más probablemente, por ambas cosas, lo primero que hizo fue cantar el Ave María de Schubert en el Pilar . Sus actuaciones en el Teatro Circo, al que volvió en octubre para las fiestas, todavía son recordadas. El público que no había podido conseguir entradas se congregó en las calles adyacentes para escuchar, al menos, los ecos de su voz. El 4 de junio inauguraría el teatro Olimpia de Huesca, antes de emprender una agotadora gira por la península.
El 5 de noviembre de este mismo año se presenta en el Liceo con un contrato de 18.000 pesetas por función. Tres mil más de las que había cobrado allí Caruso, veinte años atrás. El billetaje, a sesenta pesetas la butaca de platea, está agotado desde hace tiempo y al marido de la Pierrick le han mandado durante estos días con el violín a otra parte. Fleta canta Carmen, con Matilde Revenga y no sólo el coliseo catalán se viene abajo sino que la función se interrumpe en el Teatro Tívoli, donde Sagi-Barba está cantando La tempestad, porque el empresario ha dado permiso –no así a otros teatros- para que la radio conecte cuando Fleta interpreta el aria de la rosa de Los gavilanes. La temporada -en la que prodiga los bises y las interpretaciones en cualquier lugar: Ateneo, restaurantes, casas particulares… para complacer a amigos y anfitriones- termina el 9 de diciembre.
Estamos en el momento culminante de la vida artística de Fleta. Entresacaremos algunos hitos significativos, que den un reflejo pálido de su trascendencia. Su versión del ¡Ay, ay, ay! se convierte en el primer disco de la historia que vende cien mil ejemplares en el mismo año de su edición. Nueva gira triunfal por América hasta culminar su presentación en el Metropolitan el 8 de noviembre de 1923 con Tosca. Al parecer, los aplausos finales duran una hora y es proclamado sucesor de Caruso, lo que corrobora interpretando en diciembre la obra más carismática del divo italiano, Pagliacci. Presentación en la Scala de Milán con Rigoletto (1924) y famoso rifirrafe con su director, Toscanini, por las heterodoxias interpretativas del aragonés. Masini, ya retirado pero uno de los reyes en la baraja de grandes tenores de todos los tiempos, declara «es el mejor tenor que he conocido. Lo tiene todo». En 1926 estrenará en el mismo teatro y con el mismo director, Turandot, la ópera póstuma de Puccini. Que Fleta llevase por primera a la escena la obra más querida del mayor compositor de ópera italiana del siglo XX no deja de ser ilustrativo, especialmente teniendo en cuenta que la tesitura de su voz no era precisamente la exigida por el papel. De hecho, de no haber muerto Puccini, es difícil que hubiera consentido el protagonismo del aragonés, al que había llamado “tenor azucarado”, tras sus discrepancias por la interpretación que hacía de Tosca, con alardes vocales que no figuraban en la partitura. Pero en el momento del estreno no se vio quien pudiera hacerlo mejor.
En cuanto a la cotización del nuevo divo en el mundo operístico, las cifras de sus contratos son escandalosas para la época. Fleta compra una opulenta villa en la Ciudad Lineal madrileña, una finca en Cogullada, la misma huerta de Zaragoza en que había trabajado, varias casas y otra finca en Albalate, sembrando los frutos de sus triunfos en los lugares que humedeció con su sudor. Alfonso XIII le impone la Orden de Isabel la Católica y procura su amistad. Es sabido que el rey era un gran aficionado a la ópera y se dice que hasta toleraba insolencias de Titta Ruffo, el barítono anarquista. Merecidas, pues el bufonescamente pagado de sí mismo monarca hasta se permitió expurgar el libreto de Andrea Chénier, ópera con tintes antimonárquicos: nada de abate ni reyes débiles, sólo burgueses y tejedoras. Fleta, que también obtuvo de él la Cruz de Alfonso XII, se plegó a esta amistad, e incluso quiso que su segundo hijo, al que puso el nombre de Alfonso, fuese apadrinado por el Borbón. Es cierto que estos coqueteos con el trono son comprensibles en quien, surgido de la nada, ha de demostrarse a sí mismo que lo que está viviendo es cierto; y más comprensibles todavía, las confesas simpatías republicanas de quien, por sus orígenes, conocía perfectamente las miserias y afanes del pueblo. Como lo son, sus simpatías por Falange en un tiempo en que se ve en decadencia, endeudado y comprobando cuán poco sirve la gloria cuando las cosas vienen mal dadas.
Visita a su pueblo natal, Albalate de Cinca (Huesca)
También en estos años locos se deteriora su relación con Luisa. En enero de 1925 ella se encuentra en Villefranche esperando alumbrar el segundo hijo de la pareja. Miguel, en los Estados Unidos, tiene un romance con la actriz Bebe Daniels, que la prensa no se priva de difundir. La separación se producirá en mayo de 1926 y ella seguirá viviendo en Villefranche. Antes de un año, el 20 de abril de 1927, el tenor matrimoniará en Salamanca con la bella Carmen Mirat. Muchos achacan el declive de su voz a esa separación, que propició que todavía cuidara menos el instrumento vocal pero ya se vio cómo el problema se había iniciado mucho antes. Tanto su agitada vida social y amorosa, como la nula planificación de su carrera y los excesos y generosidad vocales que le caracterizaban también coadyuvaron a que su instrumento fuera perdiendo tanto brillantez como potencia, con lo que, poco a poco, debió ir recurriendo a la zarzuela, donde sólo le salvaba la previa admiración de un público entregado. Hernández Girbal aporta su testimonio personal: «Yo le oí en 1936 una Carmen en el Teatro Calderón de Madrid. Aquella voz aterciopelada y cálida estaba ahora rota y tenía un feo trémolo como balido de cabra».
Los problemas personales ya habían provocado que en 1926 rompiera su contrato con el Metropolitan neoyorquino y se viera inmerso en un proceso legal que duró hasta 1930 y a resultas del cual tuvo que pagar una indemnización de veinte mil dólares. Sin embargo, los años finales de la década de los veinte son todavía de grandes triunfos con giras por Sudamérica, Extremo Oriente y Europa, vuelta al Liceo, presentación en la Ópera de París, grabación de discos… La necesidad de dinero propicia, sin embargo, que los empresarios le propongan a menudo actuaciones descabelladas: al aire libre, en plazas de toros, en unos jardines nocturnos… que Fleta afronta sin pensar demasiado en que su voz va perdiendo la ductilidad y el brillo de antaño. Mantener varias casas, servidumbre, dos o más mujeres, más hijos, acudir en socorro de familiares y gorrones diversos, embarcarse en negocios propuestos por sanguijuelas que sólo buscan en el tenor un capitalista, que sea a la vez un reclamo para sus dudosas iniciativas, le empujan adelante aunque ello signifique perder la estabilidad emocional y la naturalidad efusiva que lo habían caracterizado.
En febrero de 1928 nace Elia, la primera hija del nuevo matrimonio, que es bautizada en Madrid con toda pompa y fanfarria. El 23 de marzo lleva a Florencia, la que sería última ópera incorporada a su repertorio, Lucia di Lammermoor de Donizetti. Es, probablemente, el último de sus grandes triunfos mundiales. En el verano ha de cancelar contratos para intentar proteger la voz. El tenor ha engordado, su optimismo natural empieza a deteriorarse y, evidentemente, aparenta mucha más edad de la que tiene. Los cuidados del maestro Anglada y el doctor Ager son minuciosos pero Miguel se limitará a grabar unos cuantos discos hasta su reaparición en una larga gira por Extremo Oriente y América, con un suculento contrato, que le reporta un millón de pesetas, gastos aparte. A fines de junio de 1930 desembarca en La Coruña. El viaje ha durado once meses. Le espera una temporada de descanso pero amargada por los desastres económicos propiciados por los negocios de su familia política y la indemnización que ha de pagar al Metropolitan.
Fleta emprende entonces una gira por Centro Europa y Francia. Será la última en que reciba buenas críticas y casi unánimes elogios. En su transcurso efectúa declaraciones favorables a la república que sorprenden a muchos en España. En distintas ocasiones volverá expresar ese apoyo antes del derrumbe monárquico. Su amistad con Ramón Franco y sus protestas ante la situación de la música en el país, propician esta confianza hacia el régimen venidero. Cuando, unos meses después, se proclama la nueva república, Fleta está entre sus máximos entusiastas y participa personalmente en la algarabía popular del 14 de abril. Como es sabido, graba La Marsellesa y El himno de Riego, además de un himno a la libertad compuesto por el maestro Anglada.
Durante estos años ofrecerá conciertos, cantará zarzuelas y, a veces con dificultades, las óperas más famosas de su repertorio, como Carmen, que interpretaría la friolera de 276 veces, y Tosca, que cantó en 260 ocasiones a lo largo de su carrera. Fleta sabe que en ellas sus características vocales le permiten defenderse con eficacia. Sus otras dos óperas más cantadas, Aida (175) y Rigoletto (140), ya no se encontraban entre las que llevaba al escenario en esta época.
Con todo, la situación económica no se arregla. A los tres hijos anteriores se han unido Miguel Ángel (abril 1929) y Paloma (noviembre 1930), pero son sobre todo los gastos de Villa Fleta, que ha de ser liquidada para marchar a un piso de alquiler, las hipotecas, los préstamos a que se ha de hacer frente… El hermano de su padre, Atanasio Burro Galán, militar retirado y hombre honesto, un poco chapado a la antigua, a quien Fleta había nombrado administrador en 1929, se suicida en 1933, agobiado por la situación financiera.
Con sus hijos
Pese a los efectos de todo este proceso en un hombre tan emocional como el tenor, todavía le ilusiona la nueva temporada del Teatro Lírico Nacional, que es una iniciativa republicana en la que Fleta había depositado entusiasmos y energías. Se celebra en el teatro Calderón y allí aún va a cantar una Carmen, que le reporta de nuevo críticas fervorosas. A finales de este año 1933 Fleta rodará en escenarios naturales de Hecho y Ansó –el equipo se alojaba en el jacetano Hotel Mur- la que iba a ser su única película, Miguelón, también llamada El último contrabandista, dirigida por el almuniense Adolfo Aznar y con música de Pablo Luna, cuyas copias se han perdido aunque se conserve alguna grabación discográfica. Según Pablo Pérez y Javier Hernández, estudiosos del cineasta, es posible que se conserve alguna copia en la Argentina.
Protagonista de Miguelón
Fleta se hallaba muy interesado en probar suerte en el cine, e incluso tenía participación en la productora de esta cinta, Index Film, ya que la reciente llegada del sonoro había deparado que varias estrellas de diferentes géneros musicales se convirtieran en protagonistas del nuevo arte, en el que se ganaba mucho dinero. Aunque entonces la figura del director no tuviera la importancia que adquirió poco después, es probable que la elección de Adolfo Aznar no fuera acertada o, como el propio director aragonés aducía, la idea de colocarle un supervisor, el judío austriaco Hans Berendt, recién huido de los nazis, con el que no se entendió en absoluto. Tampoco el argumentista, Agustín Pérez Soriano, se esmeró mucho con la historia, desarrollada en el marco temporal de las guerras carlistas: un montañés se lucra vendiendo armas de contrabando al bando faccioso. A la vez, sufre por la imposibilidad de tener hijos, de modo que incluso intenta comprar uno a un vagabundo. Al quedar viudo, consigue descendencia con su nueva mujer, lo que le lleva a convertirse en un “hombre decente” y dedicarse al trabajo y a su familia. La actuación de Fleta fue calificada como detestable por un crítico tan aficionado a la música como Florentino Hernández Girbal. Lo peor fue, sin embargo, el descalabro de los equipos de sonido, que afectaron a la sincronización de las doce canciones que habían de interpretar Miguel y los joteros Redondo y Justo Royo, de respectivos apodos, El Gavilán y El Cebadero. Por una cosa u otra, la película fue un fracaso comercial, tanto en su primera versión de 1934, como en la que se estrenó un año más tarde.
1934 comienza con una gira en la que se encontrará en Cannes con Luisa y sus dos hijos, mayores, Miguel y Alfonso, que acuden a las representaciones de Tosca y Carmen. Su antigua amante y profesora le recomienda por vías indirectas comenzar en sus actuaciones con Carmen, para así abrirse mejor camino, consejo que Fleta acoge estrictamente en esta gira, a través de distintos países europeos, hasta Egipto. A su vuelta a España, canta distintas zarzuelas pero ha de suspender funciones por los problemas de voz. Que se alternan con los económicos. Igualmente, ha de vender la finca de Albalate y cambiar de domicilio madrileño. Empiezan por entonces sus coqueteos con Falange Española.
Su vida artística tendrá ya poco relieve: una campaña en 1935 cantando zarzuelas y alguna Carmen con la compañía de Moreno Torroba y la creación de otra compañía lírica, con nombres eminentes, como Lauri-Volpi, Llácer-Casali, la Pampanini, María Espinalt, Ángeles Ottein o Matilde Revenga. Con esta agrupación canta, el 21 de enero de 1936 y por última vez en España, la famosa ópera de Bizet. En febrero estrenará la última, Cristus, una floja composición del músico canario Juan Álvarez García. La obra, llevada a escena muy poco antes de las elecciones de febrero, tiene, sobre todo, connotaciones políticas, con lo que el estreno casi se convierte en un acto electoral. De Fleta, que por muy variadas razones se identifica emotivamente con el papel, se alaba sobre todo la interpretación dramática.
El triunfo del Frente Popular radicaliza más a España y a Miguel Fleta, que se significa en diversas ocasiones y tiene ya enemigos en muchos lugares. El 17 de julio se encuentra en Madrid y decide marchar hacia El Espinar, donde se une a los sublevados. A las pocas horas los milicianos saquearán su piso de la calle Serrano. Tras unos días en la sierra madrileña, a pocos kilómetros del frente, el tenor marcha con su familia –ahora son seis, contando con su último hijo, Javier, de tres años- hacia Salamanca, donde colabora en el cuartel general de la rebelión haciendo incluso de chofer. En busca de mayor tranquilidad, viaja con su familia a La Coruña. A partir de aquí, recitales en beneficio de la causa y conversión de su figura en un elemento de la propaganda nacionalista. El Cara al sol –que, se dice llevó al disco aunque siguen sin aparecer los ejemplares- y las jotas patrioteras pasan a formar parte de su repertorio. Esa jota que, con auténtico sentimiento y como emblema personal, no dejó de cantar, desde el principio al final de su carrera, en todos los países del mundo es ahora utilizada con fines espurios. A finales de abril de 1937 aún cantará Carmen en el Coliseo dos Recreios de Lisboa. Es su última ópera. En julio hace la travesía marítima Sevilla-Génova acompañando a un grupo de niños invitado por el Duce, que los recibe en Roma y abraza a Fleta. Vuelve a España en avión y visita por última vez Zaragoza. A su regreso a La Coruña sigue actuando cuando se le llama pero sus problemas de voz se han hecho intolerables, la economía es casi desesperada y los dolores en el abdomen le preocupan grandemente. En mayo de 1938 ha de tomarse un descanso. Psicosomáticos o no, los fuertes dolores llegan hasta las piernas. El daño, que tiene un origen renal, le provoca uremias y su estado empeora rápidamente. Cuando el doctor Jiménez Díaz llega desde San Sebastián, su diagnóstico es muy pesimista. El 29 de mayo un Miguel Fleta de tan sólo cuarenta años muere en su último domicilio de la Plaza de Orense número 8.
Amortajado con hábito franciscano y con la parafernalia falangista de rigor, su cadáver fue inhumado al día siguiente. En 1941 sería conducido a Zaragoza, en cuyo cementerio reposa y todavía recibe la visita de algún viajero admirador.
Recién terminada la guerra, en la Barcelona liberada, como entonces se decía, se publicaba el primer libro sobre su figura, Fleta, el tenor de Aragón, debido a Ino Bernard. Un publicación de tal fecha debía contener su proclama. No le falta a la de don Bernardino Gálvez Bellido, verdadera identidad del tal Bernard, autor también de una encomiástica biografía sobre el general Mola, que también contiene la sorpresa de adjudicarle sólo cuatro hijos, es de suponer que por ser los dos primeros fruto de unión ilegal. Sin embargo, cualquier conocedor de Fleta suscribiría las palabras con que describe su carácter: alegre, infantil, inocente, sentimental, impulsivo, vehemente y de una bondad extraordinaria.
De la voz del ídolo se ha dicho todo, pero debe recordarse que, para muchos, es, más que otra cosa, profundamente emocionante. Oyendo las grabaciones de Tosca lloramos algunos y casi todos pensamos eso tan simple de que sólo los genios pueden expresar con tal intensidad los matices más sutiles. En Aida conseguía fundir los cuatro tenores diferentes que precisaría la obra en uno solo. En Tosca y Pagliacci expresaba como nadie las características dramáticas de los personajes. Dicen los expertos que su interpretación de don José, el difícil papel protagonista en Carmen no ha sido superada… Hay un libro de Emilio Belaval dedicado exclusivamente al análisis de los rasgos y mecanismos técnicos de la irrepetible voz del tenor.
La carrera de Fleta fue meteórica ya que al poco de su debut era aclamado como divo y heredero de Caruso, que había muerto en 1921. Se suele decir que él no tuvo conciencia histórica de lo que su arte suponía y lo dilapidó con una pésima planificación de su carrera. A las peculiaridades de su formación, se agregó el hecho de que cantó demasiado -¡mas de mil funciones entre 1919 y 1927!, un repertorio excesivamente variado y que, además, accedió casi siempre con la generosidad que le era connatural a las peticiones del público. No tuvo, quizá, la adecuada capacidad de distanciamiento para dar de lado a la caterva de aduladores y discernir lo que era auténtica admiración y deseos de medro o relumbrón al lado del triunfador. Tampoco le favoreció su peculiar biografía. Aquellos humildes orígenes hicieron que a menudo se comportara como un nuevo rico con ganas de deslumbrar; su humanidad, a menudo ingenua, le deparó malos amigos y peores consejeros; la peculiar historia con su primera mujer le propiciaría desagradables problemas en la época que más podía haber gustado de sus triunfos. Es probable que arrastrase luego alguna clase de complejo de culpa cuando casó con la segunda. Por otra parte, el padrinazgo de Luisa aportaba cierto control y disciplina que, después, desaparecieron. Tampoco su primer representante, Amadeo Indelicato, protegió al tenor como hubiera debido y la familia política de su segundo matrimonio le supuso una auténtica sangría, mucho peor que lo que había costado mantener tranquilo al legítimo marido de Luisa Pierrick. Su propia vida fue un auténtico argumento de ópera, una tragedia, como, poco después, se encargarían de resaltar los autores de la zarzuela El Divo, basada en su figura.
Pese a la nula brillantez de las celebraciones del centenario organizadas por el Gobierno de Aragón en su centenario, en el caso de Fleta no habrá que prodigar los lamentos por la trascendencia de su obra, editada en soportes modernos en su totalidad, o por la atención prestada a su figura. Existen varias biografías, con mención especial a las de Sáiz Valdivielso y Solsona, y buenos estudios parciales aunque no se haya concretado el varias veces propuesto Museo Fleta, que a estas alturas y visto lo que se reunió para el mentado centenario, ya resulta una ficción.