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Es raro que en estas páginas no hubiera aparecido nada referido al -para mí- más intenso cantor popular que ha dado la lengua española. Francés, para más inri. Pero la vida, que es la mayor paradoja, está constituida por un indisciplinado firmamento de ellas. Es difícil escribir sobre lo que se ama y, por eso, tal vez, no he dedicado a proyectar mi visión de Gardel ni la diezmilésima parte del tiempo que he dedicado a oírlo y ser feliz. Ayer, 25 de junio, 78 aniversario de la fecha en que el cantor se achicharrase en un Junker desmandado por el aeropuerto  de Medellín, y escuchando de nuevo su voz, volví a sentirme pleno y repleto. Me dije que tenía que colocarlo aquí. Hace unos años, una revista me pidió un artículo en el que explicara las razones por las que mi vida dio un giro -a mejor- cuando me obsesioné con el tango. Y lo traté de explicar. Mal, claro, estas cosas no se explican. Pero tampoco hoy me saldría mejor. Laberintos nº 4, , diciembre 2001, pp. 69-70. Gardel con gacho gris Recibí los dos primeros golpes intensos en sendas veladas alcohólicas en las casas del poeta bilbilitano José Verón y en la del cartagenero José María Álvarez, para mí el más alto de los autores que recogió la más famosa antología poética de la segunda mitad del siglo XX, Nueve novísimos. No sé cuál fue la primera de ambas pero sí que, entre los tangos de Gardel que proyectaron los tocadiscos, en las dos ocasiones, figuraba “Cuesta abajo”, que todavía hoy no puedo escuchar sin arrebato. La intensidad y la belleza que percibí en aquella voz empezaron a acondicionar mi sensibilidad. Yo conocía a Gardel, como cualquiera. Tenía un long play con sus éxitos y me gustaba mucho, pero a un nivel en el que también pudieran estar otros grandes como Jorge Negrete, Edith Piaf, Concha Piquer o Satchmo. Por otra parte, yo era un joven de veintidós años que, como cualquier otro en la época, se pirraba por el rock sinfónico de Génesis, King Crimson, Premiata Forneria Marconi o Pink Floyd y andaba bastante al tanto de la música progre hasta el punto de hacer pinitos de disc-jockey en algún local zaragozano. Sin embargo, el detonante de mi pasión por Gardel y el tango fue el dolce far niente, el ocio, más o menos creador, que dicen ahora. Una tarde de verano penetré en Guateque, una tienda de discos ubicada en el zaragozano Pasaje Palafox, sin otra intención que echar un vistazo a lo que hubiera por allí. Y he ahí que, en una caja, me tropecé con un LP, “La voz inolvidable”, en la que una muy vieja foto en blanco y negro de un Gardel más bien narigudo sonreía sobre un fondo bonaerense. Lo anacrónico de la pieza -siempre me ha privado lo excéntrico y extemporáneo- hizo que me fijara en él. En su contracarátula figuraban catorce títulos, pero seguro que fueron aquellos que aportaban un componente de extrañeza, como “Tan grande y tan sonso”, “Si se salva el pibe”, “Bulíncito de mi vida” o “Tortazos”, los que me decidieron a adquirirlo. Aún figura su precio en un pequeño círculo pegado en esa contraportada, 304 pesetas. Gardel-La voz inolvidable001 Cuando llegué a casa y empecé a oírlo -cientos de veces, como podrían certificar mis familiares, siempre he tenido un cierto componente obsesivo- el genio de Gardel me había prendido. No se podían decir cosas más insólitas, divertidas y fuera de todo circuito al uso con más intensidad, con más gracia, con más creatividad, con más genio. Además, se me escapaba el sentido de muchas de las palabras, lo que suponía un reto más. “Tan grande y tan sonso” se refería a un joven zangolotino al que Gardel apostrofaba: «Tan grande y tan sonso, si no tenés labia, no salís de noche, no sabés fumar, si hasta me da rabia, que tu ‘pior’ es nada* te sepa cascar». “Si se salva el pibe” constituía una cursilería de tal calibre que en su misma enunciación llevaba implícita su puesta en solfa, lo mismo que sucede en “La cieguita”, tango de autores españoles, que también figura en el disco. “Bulincito de mi vida” era un canto elegíaco al picadero -decíamos aquí- donde el amante, ahora abandonado, había disfrutado de los placeres carnales. Y, “Tortazos”, una sensacional milonga, que luego supe que había sido compuesta por el Gordo Casaravilla, llamado también «Alhaja falsa», un uruguayo, tío lejano de Carmen Posadas, con la que entré en contacto cuando buscaba datos para su libro sobre la Bella Otero, que por cierto, es lo mejor que se ha escrito sobre la mendiga gallega devenida en reina del gran mundo. El mote nos da una idea de las lindes por las que se movía el tal Casaravilla, lo que fue muy frecuente en el rantifuso mundo del tango. La letra, que reproduzco, me exime de cualquier glosa: «Te conquistaron con plata y rajaste para adentro, las luces malas del centro te hicieron meter la pata; nada te importó, ¡che, ingrata!, echaste todo a rodar; fue el afán de figurar que empañó  tu  alma de olvido y ahora, hasta tenés marido… las cosas que hay que aguantar. M’hjita, me causa gracia tu nuevo estado civil. Si hasta has engrupido a un gil, que creyó en tu aristocracia: Vos sos la ñata Pancracia, hija del tano Gerarto, un goruta flaco y alto, que trabajaba en la Boca, ¿no te acordás, gringa loca, cuando piantaste al asfalto? ¡Señora, pero hay que ver, tu berretín  de matrona! Si te acordás de Ramona, abonale el alquiler… No te hagás la rastaquouère desparramando la guita, bajá el copete m’hijita con tu pinta abacanada… ¡Pero si sos más manyada que el tango ‘La Cumparsita'»!

Aparecía también el llamado «himno nacional argentino», “La cumparsita”, de la que hoy dispongo de casi cien versiones y cuya historia daría para un libro**, y otras ocho grabaciones, de las que he de destacar un vals que, con sólo oírlo, proporciona una inmensa felicidad y unas incontrolables ganas de bailarlo, “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”. También, “Noches de Montmartre”, otra belleza, que gira en torno al tango hecho parisino.

Ya no pude salir de allí. He dicho alguna vez que el tango es, con la literatura, lo que más disfrute me ha deparado en la vida y con una compulsión digna, quizá, de empresas más productivas, me lancé a acaparar todo lo que tenía relación con Gardel, el tango y el lunfardo, durante una época en que estas pasiones no andaban por esta península en su mejor época. Empezaron los viajes a la Argentina, las adquisiciones de libros, discos, partituras, objetos y amistades que cercaban el tango y todo ello derivó en dos libros, una exposición, decenas de artículos y conferencias, el nombramiento de correspondiente en las Academias del Tango y del Lunfardo y, como dije, en una pasión -aunque ya no central en mi vida- a la que siempre vuelvo. La gente cercana sabe que si estoy de mal humor no hay más que ponerme un tango para que mi rictus facial devenga risueño y me lance al tarareo, al optimismo y hasta al disloque. Lo mismo que a mí me sucedió, les ha ocurrido a miles de seres humanos en todas las partes del mundo. Oyeron a Gardel y se quedaron colgados. Por eso es el cantante popular que dispone de una bibliografía más copiosa, el que tiene más estatuas en las calles del planeta -malas, todas las que conozco-, que sigue dando que hablar por su canto y por su vida -todavía algunos no han decidido si nació en Toulouse o en Tacuarembó, si su padre fue  un coronel o un viajante, si murió a los 45 o a los 54 años, y tantas cosas más… Pero, sobre todo, es escucharlo lo que suscita todas las preguntas o la única pregunta. Aquella que no se formula y que nos afecta a todos los seres pensantes: la perplejidad.

*En lunfardo, la mujer propia.

**Ha dado para varios: entre los mejores, el de mi amigo Juan Montero Aroca, catedrático y  magistrado valenciano, La  cumparsita. Vida y derecho del tango más universal, Valencia, Tirant lo Blanch, 2010. Gardel-La voz inolvidable002

Jorge Vidal: No habrá otro Carlos Gardel: http://www.youtube.com/watch?v=s78EFW5GWYI

(Prólogo a Rincón de coplas de Miguel Ángel Yusta, Zaragoza, UnaLuna, 2006).                 

Harto profusa es la tradición de la copla en la prensa española. Quien haya frecuentado la casi extinta costumbre de mirar papeles viejos –ahora hay que desojarse a golpe de microfilm- se habrá tropezado con ella por doquier. Especialmente, en el periodo de 1880 a 1920. No se trataba de una sección propia de periódicos de provincias o de autores costumbristas, como querrá suponer algún “enterado”, sino que la copla aparecía en las publicaciones de mayor tirada y las firmas podían ser las de Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez o los hermanos Machado, tan vinculados, por su padre, al género.

   La copla estaba en la calle, en la inventiva popular, en la creación directa. Vinculada al ingenio repentizador de joteros, payadores, troveros, cantaores, copleros y toda la caterva de improvisadores que daba la música popular aquí y allá. Presente en los cuplés que infestaban las zarzuelas menores y las obras del género chico y que los actores solían modificar en cada representación en función del público, de los acontecimientos del día o las circunstancias de la localidad que visitaran. Hasta hace nada, la hemos visto en los escaparates de tiendas cuyos dueños ponían su estro al servicio de la propaganda de los productos de su establecimiento. Estaba en los abanicos de las damas, en los pregones callejeros, en las loas, gozos y demás representaciones populares cuyo origen había que buscar en la socorrida metáfora de la noche de los tiempos. Estaba, también profusamente, en los pliegos sueltos que aún llegaron a venderse en la séptima década del siglo XX. Pero estaba, sobre todo, en la prensa. En casi toda la prensa, que la recogía de la calle, del sentir de la gente que, en la tradición española, llegaba hasta los poetas cultos. En una conferencia impartida en el Ateneo Madrileño, el erudito Rodríguez Marín (1855-1943) lo expresó así:

    Así como el pensar de un pueblo está condensado y cristalizado en sus refranes, todo su sentir se halla contenido en sus coplas (…) Ingenuo biógrafo de sí propio, que no tira a engañar, pues “no cantan porque le escuchen” sino unas veces “porque está alegre” y otras “para espantar sus males”, el pueblo narra su vida entera en larguísima serie de coplas[1].

   El gran cervantista andaluz observó asimismo que, pese a su antigüedad y el reconocimiento de los lexicógrafos de los siglos XVII y XVIII, nunca había alcanzado la copla tanta importancia como a finales del siglo XIX. Es decir, como en su tiempo, ya que el texto es de 1910. Por entonces, ya había publicado sus trabajos Antonio Machado y Álvarez “Demófilo” y, en 1936, daría Cansinos a las prensas su meritorio trabajo que no tuvo difusión hasta mucho después[2].

   Fueron estos, además, los tiempos en que mayor atención prestaron a los cantares populares los estudiosos y es de recibo citar tanto la colección (Cantares populares españoles) publicada por Rodríguez Marín en la Sevilla de 1882, como los más de cinco mil cantares populares de Castilla, que Narciso Alonso Cortés recogió en 1914.

   En el caso aragonés, la primera recopilación de importancia es la de Severiano Doporto (1900), prácticamente centrada en la jota. En seguida, vendrán las Mil coplas de jota aragonesa (1911) de Miguel Sancho Izquierdo y, años después, los repertorios de Jiménez de Aragón (1925), Miguel Arnaudas (1927), Ángel Mingote (1950), José García Mercadal (1963), Mur Bernad (1970 y 1986) y Gregorio Garcés (1999), entre otros muchos[3].  Entre las numerosísimas colecciones de  coplas no anónimas, por su trascendencia, es de justicia mencionar las tres que publicó Alberto Casañal entre 1899 y 1912 o las varias de Abad Tárdez entre 1927 y 1944. Aunque puede decirse que la tradición fue cayendo en desuso, alcanzó todavía con fuerza la segunda mitad de la pasada centuria y es imposible no citar a Fernando Soteras “Mefisto” (1886-1934), como el más ilustre difusor de la copla en la prensa aragonesa[4]. Poco antes, Gregorio García Arista había efectuado el que, aunque parcial y discutible, todavía puede considerarse el principal estudio de la copla en el antiguo reino[5].

   En otros lugares[6], he especulado sobre el triste fenómeno de la desvalorización de la jota por parte de los propios aragoneses que dio pábulo a la decadencia de ésta en la segunda mitad del siglo XX. Como no hay mal que cien años dure, desde hace muy poco se empieza a advertir una cierta recuperación. Alguna influencia habrá tenido el concurso de copla aragonesa convocado anualmente por el ayuntamiento zaragozano desde 1981, que, si por un lado, se cargaba la Escuela Oficial de Jota, por otra, y es verdad que un poco vergonzantemente, auspiciaba un certamen al que se presentaban numerosos aspirantes[7]. Entre otros de menor constancia en los galardones, tres poetas populares, el segundo de ellos también poeta culto, ha alumbrado dicho concurso: Mario Bartolomé, José Verón y Miguel Ángel Yusta. No hace mucho que los dos primeros publicaron una muestra de su producción[8], Miguel Ángel Yusta ha preferido acometer una muy variada antología, en su mayor parte ya publicada en la sección que, desde enero de 2002, pilota en la penúltima página del suplemento dominical de Heraldo de Aragón.

   No poca fue la sorpresa –y la alegría- que me llevé cuando la leí por vez primera. No parecían estos tiempos, idólatras del diseño, la foto de impacto o las peripecias personales del zorrón o chuloputas de turno, propicios para una sección así. Y sospecho que algo de culpa tendría en ello, el nombramiento como director del periódico de un hombre tan culto, sensato y ajeno las bobas imposiciones de la actualidad como Guillermo Fatás. Fuera como fuese, la sección cuajó y se convirtió en un gusto del domingo, leer esas peladillas, que a la par que informaban con brevedad y justeza de muy variopintos asuntos y personajes del Aragón inmediato, nos proporcionaban el reencuentro o el descubrimiento de esa copla que todos los españoles llevamos impregnada en nuestra memoria colectiva.

   Miguel Ángel Yusta no ha privilegiado una u otra tendencia o dirección sino que, con un criterio ecléctico, ha dado cabida a joteros, eruditos, poetas, personajes populares…, en fin, a un rimero de nombres, de cuya extensión y variedad nos da razón el índice onomástico. Alegra constatar como, junto a coplas cuyos orígenes hay que buscar en la edad media y que están también en el cancionero tradicional, en el sefardí o el hispanoamericano, figuran otras de varios contemporáneos, que nos muestran como la copla puede seguir siendo un excelente instrumento para la expresión del amor, del humor, del dolor o de la alegría de vivir. Parece mentira como, con tan pocas palabras sometidas a las normas insoslayables de la cantidad silábica y la rima, puedan lograrse tantas y tan bellas combinaciones. Todas estas consideraciones parecen obvias y elementales, pero anda a contárselas, pongo por ejemplo, a un “progresista” barbudo de primeros de los setenta. Para él, la copla sería una cosa zafia, reaccionaria y torpe mientras que a través del haiku se alcanzarían los más altos grado de espiritualidad y estética. Con estas tontadas hemos crecido y lustros costará quitarse el polvo amontonado.

   El territorio de la poesía es un espacio intemporal y muy poco sujeto a reglas. Podemos estudiar lo que ha sido en zonas y épocas determinadas, podemos establecer sus temas fundamentales o sus formas estructurales, podemos hacer trabajos comparatistas pero es más aventurado extraer de ella teorías antropológicas, sociales o históricas. Sin embargo, sabemos que la canción tradicional aparece constantemente en las colecciones de cantos españoles –como aparece en la antología de M. A. Yusta-, lo que da la razón a quienes hablaron de la tradicionalidad de la literatura hispánica. Sabemos, además, que casi desde el principio de los trabajos de quienes reflexionaron sobre nuestra lengua, los más excelentes autores, como Correas y Covarrubias, dieron su lugar a las composiciones populares y recomendaron ocuparse de ellas. Valladares de Sotomayor y un genio casi olvidado como Torres Villarroel nos dejaron hermosas muestras en un siglo tan aparentemente poco propicio al asunto como lo fue el XVIII. No hay que resaltar lo que significó el Romanticismo para la ponderación de todo lo popular, que llego a identificar con lo natural, como tan bien ilustran muchos textos de ese otro genio inasible, mezcla de neoclásico, romántico, prerromano y baturrón que se llamó Braulio Foz. Otro aragonés por antonomasia, Joaquín Costa, publicó en 1888 un libro tan poco leído como todos los suyos, Poesía popular española y mitología y literatura celto-hispanas. Años antes Milá y Fontanals había inaugurado en España los estudios canónicos sobre estos asuntos con Observaciones sobre la poesía popular (1853).

            Portada de Cantares populares y literarios recopilados por Melchor de Palau, 1900.

Desde entonces las recopilaciones han sido numerosísimas. Además de las que se citaron, por su importancia, pueden reseñarse las de Lafuente y Alcántara[9], Antonio Machado y Álvarez “Demófilo”[10] y Melchor de Palau[11]. Pero es que la copla, aparte de mantener su protagonismo absoluto en el periodo del que se habló[12], extendió su campo semántico cuando, a partir de 1928, pasó a ser una de las denominaciones –algo parecido había sucedido años antes con la voz “cuplé”- de la canción española. Culpable fue La copla andaluza, de Antonio Quintero y Pascual Guillén, subtitulada “comedia lírica” y estrenada en el Teatro Pavón el 22 de enero de tal año que alcanzó un éxito inenarrable y dio carta de naturaleza a esa fusión de canción regional, cuplé y zarzuela que, a partir de entonces, dominaría los escenarios españoles en las voces de los Angelillo, Conchita Piquer, Estrellita Castro, Imperio Argentina… No desdeñaron los autores cultos, incluso los cultísimos, el género. Sirvan tres botones de muestra: Juan Ramón Jiménez dio a las prensas mejicanas en 1945 Voces de mi copla; José Bergamín publicó en los Renuevos de Cruz y Raya, Duendecitos y coplas (1963); Manuel Vázquez Montalbán parodiaba a Jorge Manrique en 1984 con sus Coplas a la muerte de mi tía Daniela. Para rematar, en los últimos años han aparecido dos muy amplios y excelentes estudios sobre la copla, a cargo de Gerald Brenan[13] y Francisco Gutiérrez Carbajo[14].

  No estará de más recordar que el mito aragonés más constante en la literatura de la última centuria procede de la misteriosa copla que José Feliu y Codina oyó en la estación de Binéfar y que dio lugar a un romance, publicado en el semanario El Chiste, que, bastante tiempo después, decidió incluir en su drama, La Dolores, estrenado el 10 de noviembre de 1892 en el teatro Novedades de Barcelona con inesperado éxito. La obra lírica de Bretón (1895) fue ya el acabóse y el mismo Feliu y Codina publicó ese mismo año La Dolores (Historia de una copla), novela en dos tomos, que ilustraba lo que una copla podía dar de sí. Y faltaba un siglo por delante para que la canción, el teatro, el cine, la novela, la novela, la lírica y la danza siguieran dando cancha al argumento maledicente deparado por una simple copla.

   Me pedía Miguel Ángel Yusta un prefacio que, más que una presentación convencional,  –y a fe que tal empresa está lejos de mis actuales fuerzas y hasta, quizá, de mis posibilidades- acometiese un estudio sobre la copla. Permítaseme, pues, por ello haber incluido algunas notas que, tal vez, en un prólogo pueden parecer impertinentes. Mi propósito sólo es encaminar al  posible interesado a fuentes que le darán mejor información que la mía.

  Mayusta, como gusta de firmarse, que acaba de hacer su entrada como poeta en el ruedo literario con su primer libro individual, Peregrino de ausencias (2005), ha trabajado el material sin apriorismos y, por su alma generosa, con intención de dar cabida al mayor número posible de nombres. Se ha servido de su amor e interés por todo lo aragonés aunque sin exclusivismos, como muestra la amplia gama de nombres representados. Se ha servido de su viva curiosidad, de su prosa escueta, amena y certera, que, yendo al grano, nos suscita el interés por todo aquello de que nos habla; si lo sabemos, porque nos lo recuerda, si lo desconocemos porque nos reafirma en nuestro deseo de conocer más. Quien no haya seguido la sección en el periódico encontrará en este libro, casi minimalista pero placentero y enriquecedor, un venero de sorpresas, quien lo haya hecho, tendrá recopilado aquello que muchas veces consideró que merecía la pena archivar.

   Miguel Ángel Yusta rescata con Rincón de coplas, un género con más vitalidad de lo que pudiera hacer pensar una mirada superficial a la triste realidad intelectual y ética del mundo de la comunicación española.


[1] Francisco Rodríguez Marín, La copla. Bosquejo de un estudio folklórico, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, 1910.

[2]  Editado en Chile, apenas circuló hasta la primera edición española: Rafael Cansinos-Asséns, La copla andaluza, Madrid, Demófilo, 1975. Hay otras ediciones posteriores.

[3] Para una catalogación muy completa, v. el trabajo de Melero en Javier Barreiro y José Luis Melero, La jota ayer y hoy. Viejos estilos. Nuevos intérpretes, Prames, Zaragoza, 2005, pp. 62-73.

[4] Algunas están recogida en Coplas de Mefisto, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1935.

[5] La copla aragonesa o “cantica”, Madrid, Boletín de la Real Academia Española, 1933.

[6] V. La jota aragonesa, Zaragoza, CAI-100, 2000, pp. 5-12 y Voces de Aragón. Intérpretes aragoneses del arte lírico y la canción popular (1860-1960), Zaragoza, Ibercaja, 2004, pp. 109-116.

[7] V. Mario Bartolomé Martín y Andrés Cester Zapata, Cancionero de coplas aragonesas. Historia de un concurso 1981-1987, Ayuntamiento de Zaragoza, 1987.

[8] V. Mario Bartolomé, Cantaclaro. Cancionero aragonés, Zaragoza, UnaLuna, 2001 y José Verón Gormaz, Cantos de tierra y verso, Calatayud (Zaragoza), IFC-Centro de Estudios Bilbilitanos, 2002.

[9] Cancionero popular. Colección escogida de coplas y seguidillas, Madrid, Carlos Bailly-Baillière, 2 vols., 1865.

[10] Colección de cantes flamencos, Sevilla, Imprenta y Litografía “El Porvenir”, 1881.

[11] Cantares populares y literarios, Barcelona, Montaner y Simón, 1900.

[12] Manuel del Palacio, Antonio Palomero “Gil Parrado” o Luis de Tapia y, quizá, el más prolífico de todos, el malagueño Narciso Díaz de Escovar, son periodistas y poetas que, entre muchos otros cultivaron asiduamente la copla en los medios periodísticos.

[13] La copla popular española (edición y estudio de Antonio José López López), Málaga, Miramar, 1995.

[14] La copla flamenca y la lírica de tipo popular, Madrid, Cinterco, 1990.

Prólogo a José Verón Gormaz, El viento y la palabra, Calatayud, Centro de Estudios Bilbilitanos-Institución Fernando el Católico, 2010.

No hay presencia humana en este libro arrasador y de subyugante limpidez expresiva. Ni siquiera espectros o fantasmas, como en otros poemarios del autor. En todo caso “desesperadas voces hermanas de la niebla” en el «Canto para unos niños muertos>», que casi cierra el libro. El universo que habitan los poemas de Verón sería casi exclusivamente metafísico si no fuera por la presencia de los elementos primordiales y su fascinación por los escenarios. Que, aquí, son solo eso: escenarios horros de escenografía: calles desnudas, eriales barridos por el viento, horizontes solitarios, muros siempre presididos por la noche y el silencio. En efecto, este mundo solitario y silente, donde los humanos no comparecen, recuerda ciertos ambientes de pintores vinculados al surrealismo, como pudieran ser de Chirico o Delvaux pero, dado que en estos hay todavía figuras humanas aunque sean estáticas y más próximas al maniquí que al hálito vital, quizá sean las atmósferas de Yves Tanguy las más afines a los universos veronianos.

Cercano, como no podía ser de otra manera, a las dicotomías integradoras de todo pensamiento, El viento y la palabra, está manifiestamente presidido y enmarcado por el silencio. Comparece como la primera palabra con contenido léxico del poemario: “El silencio remoto de los cielos” y lo culmina, en su último verso, de forma rotunda, augural y apodíctica: “y se entrega al silencio para siempre”. Incluso la postrera cita gongorina que cierra el libro no puede ser más explicita: “Muda la admiración, habla callando”. Entre todo ello, el campo semántico del silencio es el más numeroso del libro con veintitrés menciones, tan sólo de la palabra matriz. No me llevará esta evidencia a divagar sobre las poéticas que han protagonizado el roto y cansino reptar de la poesía española en los últimos decenios. No creo que las prácticas y doctrinas del vate bilbilitano vayan por ahí ni que se le dé un ardite de tales entelequias. Su poética está basada en la decantación de las sensaciones, filtrada por muchos años de tanteos poéticos, en los que junto a obras granadas, a veces, se dejó llevar por el afán de publicar, siempre con dignidad, pero es posible que, en la distancia, él mismo sienta que hubiera sido aconsejable intensificar la significación y prescindir del magma.

Junto al silencio, el viento y la palabra invocados en el título y -¿cómo no?- la luz y la sombra, símbolos primordiales en los que se asienta la percepción poética, los ejes léxicos sobre los que gira este poemario son la soledad, la noche y el misterio. Todo ello nos habla de un régimen nocturno de la conciencia, que asiste a la indiferencia, a la matizada desolación o incluso a la belleza del entorno sin aspavientos, contraponiendo la intensidad de la mirada a la frialdad del universo, desdeñosa con el observador. Sin embargo, no es un yo potente el que refulge en estas líneas sino una voz profunda que se inserta en el tiempo y en la que la inteligencia fluye de forma tan natural que apenas la percibimos. Podemos inferir el desvalimiento de esa voz, la insistencia en la aludida soledad: “Nadie llama a mi puerta”; “Lenta vuelve la sombra de la perpetua soledad”… pero, sobre todo, una melancólica y desgajada serenidad, como la de quien, consciente del inexorable paso del tiempo, lo detiene para fijarlo, en un una fotografía, en un poema, en unas voces, que a veces se confunden como se confunde el camino de la vida: no hay camino, el canto es el camino (Canto del adolescente). Lo expresa el poeta de forma insuperable en «Versos del observatorio»:

La soledad me intenta convencer
de la insistente lentitud del tiempo,
y yo, viajero inmóvil,
he caído en la trampa.

El viento y la palabra se sustenta en una gran economía de elementos. Su intensidad está lograda a través de la desnudez, de la pureza de sus referentes, de la proscripción del exordio y de cualquier tono divagatorio. Para ello se sirve de un lenguaje sencillo, basado en las oraciones simples, en las construcciones o enumeraciones bimembres o trimembres y en una simplicidad sintáctica, que, como en el caso de San Juan de la Cruz, no excluye la originalidad. En su léxico, abstracto y preciso a la vez, además de los aludidos elementos primordiales, predomina lo nominal, que privilegia la concentración del sentido y la superposición de los planos de la esencialidad hasta dar cuenta de la ambigüedad y el misterio. Son muy abundantes los versos en que apenas encontramos elementos extranominales:
“En las alturas, como jinetes húmedos, / las trompetas solemnes, los timbales, / la luz de los violines, / el coro de las ánimas”.
“La nieve entre mis manos, desvela los secretos /del tiempo y de la vida cambiantes bajo el frío”.
“Desde la orilla de la primavera/ los órdenes angélicos son nubes bajo el cielo, / nimbos de espuma que entregan sus encantos / al porvenir de la disolución.
O en versos ya absoluta y exclusivamente nominales como: “cruza un viento con alma de ceniza”
Pese a la intensidad y concentración que lo nominal conlleva, el poeta consigue un estilo alado y finísimo, a través de la brevedad de los poemas que, a veces, se adelgazan hasta constituir un mero apunte, como sucede en la bella comparación de los dos únicos versos que contiene Otras voces de otoño

Como un animal de luz ensimismada,
el atardecer se arrastra por las calles.

Pero, digámoslo ya, El viento y la palabra es el más alto de los quince libros poéticos publicados de José Verón y uno de los más intensos de la poesía aragonesa de los últimos años. Su pureza expresiva, su proscripción de todo magma extrapoético y la serena desolación que transmite se sustentan en poemas cortos en los que no falta el metro clásico, como sucede con los cromáticos alejandrinos de «Paisaje invernal». La contención espiritual no impide los hallazgos léxicos dentro de ese lenguaje sencillo y casi elemental que impregna versos como los de El jardín transparente

¡Oh amargo sol, oh falsa claridad!
El color de las horas se diluye en la niebla
de un perezoso caos de días huecos.

Y, de vez en cuando, la cauterizada personificación: “más sincera la bruma”, “el sol pinta la nada en las paredes”; la blanda incertidumbre de las sensaciones. “¡Qué pausado fluir del tiempo ausente!”; el símil exacto: “vibra el tiempo en la luz de los instantes / como en la cuerda recién abandonada por el ave”. Y toda la melancolía deparada por el tiempo, un tiempo no sucesivo, sino, a la manera de Elliot, que compone la sustancia de la vida y se encuentra con la palabra que lo fija o le da escape

En el tiempo se ahoga una palabra
que pudo ser hermosa y decisiva,
y es ahora un triste signo sinuoso
que interroga al vacío de la noche.

El poemario está estructurado en tres partes: «El tiempo y el camino”, “El viento y la palabra”, que le da el título general y “La música y el aire” pero, salvo el pretexto temático musical de esta última sección, tan caro al autor, una profunda unidad recorre todos sus versos. El tiempo, la palabra, la música -que no es otra cosa sino tiempo- y, al fin, todo, se resuelve en la unidad fundamental: “El tiempo, alguna vez, es todo el tiempo”.

Sin embargo, como los extremos han de fundirse, el pájaro de fuego sopla en el oído del autor, su aire, sus palabras, su silencio, para asegurarle: “Los versos que ahora lees son el otro”.

Acerca de Epigramas del último naufragio, puede verse:  https://javierbarreiro.wordpress.com/2016/05/12/6887/