Claude Kappler, Monstruos, demonios y maravillas a fines de la edad media, Madrid, Akal, 2013 (reedición). Reseña publicada en literaturas.com, enero 2014.
Publicado en París (1980) y por Akal en 1986, el volumen de Kappler es ejemplar, tanto por su interdisciplinariedad como por su claridad y voluntad didáctica. El monstruo -símbolo de totalización, recuento de completo de las posibilidades naturales, en afortunada síntesis de Gilbert Durand- fue visto por los medievales no como aberración sino como excepción. Seguían, también en esto, a Aristóteles para quien el monstruo era contrario a la generalidad pero no a la naturaleza. En efecto, para el pensamiento alegórico, ésta exponía a los sentidos la correspondencia universal, la ambivalencia y los polos positivo y negativo de toda la realidad, de todo emblema. Bien es cierto, que el final de Edad media conllevó un deslizamiento de los monstruos hacia lo diabólico, como prolijamente expuso Baltrusaitis en su clásica monografía. De cualquier modo, el Renacimiento, al poner su énfasis en la categorización de la belleza derivó hacia la consideración de la deformidad como un valor atendible, llegándose a recrear la propia belleza de lo monstruoso, lo que apunta ya a la estética manierista y barroca y hacia la propia modernidad. Uno de sus pontífices, Alfred Jarry, llegó a escribir: “Yo llamo monstruo a toda forma de belleza inagotable”. Pero estas relaciones ideológico-estéticas entre el manierismo y la modernidad han sido ya magistralmente tratadas por Hocke en El mundo como laberinto, donde, por cierto, se estudia con agudeza a los tan tardíamente conocidos en España, Kircher o Arcimboldi.
La identidad del monstruo se conforma a través de texto e imagen que se influyen recíprocamente, como puso de relieve la iconología en su intento de rescatar la idea de la totalidad del arte. Así, Kappler, buceando en un mundo donde la bibliografía no era precisamente extensa, utilizó todas las fuentes posibles: literarias, relaciones de viajes reales o imaginarios, bestiarios –quizá el aspecto menos atendido-, cosmografía e iconografía variadas. En este terreno el libro contiene muy numerosas e interesantes ilustraciones, en gran parte inéditas, que muestran cómo las representaciones del monstruo pasan de una a otra época, de uno a otro libro con muy escasas variaciones mientras se modifica sensiblemente la interpretación, tema ya tratado por Seznec en su imprescindible monografía sobre las metamorfosis medievales y renacentistas de los dioses paganos: el monstruo cinocéfalo, por ejemplo, puede dar lugar tanto a una interpretación pánica y sanguinaria como a la que lo convierte en benéfico San Cristóbal. Es lo mismo: Jung ya nos mostró como en las formas, independientemente de su hermeneusis, se esconden los arquetipos universales.
Uno de los puntos más interesantes del libro de Kappler lo constituye la mostración de cómo en el Edad Media –dado el estado espiritual de la época- el monstruo, al constituir esa excepción, ese enigma, es un buen recurso para suscitar la reflexión. El cuento, el mito y el viaje desarrollan también funciones similares. El viajero busca la verdad pero, a la vez, suprimir el tiempo. Por lo que, si no encuentra maravillas, las “ve”. Su actitud es tan receptiva que no le hace falta fabular, interpreta la realidad a través de sus propias leyes psíquicas. Así, lo irreal y lo real resultan muchas veces indiferenciados. Como nos enseñó Eliade, “lo sagrado es lo real, por antonomasia”.
La contradicción del hombre medieval estriba en su creencia de que la obra de Dios es perfecta y, por tanto, armónica y ordenada, según un sistema imperturbable y la necesidad de explicar el “desorden” que supone el monstruo. Este será un elemento más del plan divino tendente a la diversidad pero, fatalmente, fruto del pecado, lo que propiciará su progresiva identificación con la mujer y con el diablo.
No fue el periodo medieval creador de monstruos, sino que los tomó prestados de la antigüedad y la tradición oriental pero es obvio que penetraron hondamente en la cosmovisión de sus hombres. Bien sabe el psicoanálisis que los monstruos ocupan su territorio dentro de nosotros y, así, las artes en que las pulsiones profundas se expresan con más libertad –primitivas, infantiles, surrealistas o psicopatológicas- acostumbran a servirse de ellos con asiduidad. Maquinar el monstruo equivale a exorcizarlo, es una manera de proyectar lo que no se ve y se teme y, a la vez, nos arrastra con la fuerza con que nos llama el abismo. El mito (Gilgamesh, Edipo, Ulises…) sabe que este es uno de los trayectos que recorrer en la búsqueda de sí mismo. Su presencia en todas las mentalidades y épocas confirma tanto la ambigüedad y ambivalencia de sus sentidos como la inevitabilidad de ser acompañados por el horror y la culpa.