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Escrita durante el segundo lustro de la década del cuarenta, la censura no autorizó su publicación en España, donde no se editará hasta 1963. La primera edición es de 1951 y aparece en Buenos Aires, la segunda (1955), en Méjico. La novela, sin embargo, circuló clandestinamente y no puede negarse su generosa influencia en el llamado realismo crítico predominante en la novela social española de los cincuenta.

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Cela había ido apartándose de la España oficial con la que había colaborado, a través de obras que revelaban tanto la violencia que presidía las relaciones sociales como el fatalismo y la miseria moral y económica de una sociedad truncada en su evolución. La aparición de La Colmena le ocasionó represalias en los medios oficiales que Cela, con su habitual viveza, supo utilizar en su provecho.

La novela quiere ser un fiel reflejo de la sórdida vida cotidiana del Madrid de la posguerra para lo que utiliza el protagonismo colectivo (alrededor de 300 personajes), la reducción en el espacio (el café, la pensión, los prostíbulos son los ámbitos fundamentales sin que haya apenas descripción del paisaje urbano) y la concentración del tiempo (dos días y una mañana del mes de diciembre de 1943). Esta técnica, en la que concurre también la simultaneidad de acciones, había sido popularizada por los novelistas americanos de la llamada «generación perdida» especialmente a partir de la publicación en 1925 de Manhattan Transfer de John dos Passos y recibió, entre otros nombres, el de behaviorismo o conductismo, corrientes procedentes de la psicología que, al llegar a la ciencia literaria, fueron también denominadas como perspectivismo y unanimismo. En España era la primera vez que se utilizaba declaradamente la fórmula.cela-en-la-segunda-mitad-de-los-anos-40

La colmena, sin perseguir un objetivismo a ultranza, es ante todo un documento testimonial de una situación que el novelista expone con voluntad de realismo crítico. La selección de materiales apunta, efectivamente, hacia la mostración de ámbitos de miseria, marginalidad y desesperanza que, por otra parte, eran los más abundantes y ocultados, cuando no manipulados, por la propaganda oficial. La atmósfera de la novela es, pues, de represión, miedo, vacío, monotonía  y ausencia de horizontes. Los recursos a través de los que escapar se reducen a la obsesión del sexo y el dinero. Ambos degradados y para cuya consecución hay que inmiscuirse también en la miseria moral que como un magma espeso cubre el país. Como telón de fondo, los fantasmas de la guerra y la represión política -no nombrados expresamente- planean sobre la narración como una sombra ominosa. Incluso, el personaje que adquiere mayores funciones de protagonismo, Martín Marco, es objeto de una requisitoria -obviamente de carácter político-social-, de la que en la novela no llega a tener noticia, pero que es como un símbolo de la amenaza que a todos concierne.

Otro elemento que afecta a la contemporaneidad de la obra en un tiempo en el que la novela española andaba, por razones obvias, lejos de las tendencias imperantes en el mundo es el clima de incomunicación, náusea y desconcierto que preside la trayectoria de los personajes. El título antepuesto de las primeras ediciones Caminos inciertos. La colmena aludía claramente a lo azaroso e imprevisible de las vías transitadas por el hombre, lo que vinculaba la narración al existencialismo dominante en Europa en la época de escritura de la novela. Con la metáfora teromórfica del título que finalmente quedó como definitivo, se aludía asimismo a la condición desidentificada de unos personajes que pululan sin rumbo acuciados por necesidades inmediatas de difícil satisfacción.

Pero La colmena es también un excelente ejercicio literario en donde el estilo, cuajado de inmediatez, precisión e ironía, proporciona esa personalidad que distingue las páginas de Cela todavía no afectadas por el manierismo que destila alguno de sus textos posteriores. Hay, además, un esfuerzo de reproducir el lenguaje de la calle en sus vertientes menos tocadas por la novela, lo que supone otra novedad en la narrativa española de su tiempo. Cela, además, se salva de incidir en el costumbrismo facilón y socorrido a través del halo trágico y fatal que enmarca la narración y proporciona trascendencia al mundo pintado. Un trasfondo de ternura, que, como en Valle-Inclán -uno de sus maestros- se resuelve por oposición, proclama la solidaridad que el autor siente por sus desmedradas criaturas.

  La colmena queda así como una de las cuatro o cinco obras fundamentales de las dos décadas centrales del siglo tanto por su valor intrínseco como por los caminos que abrió a sus continuadores, sin olvidar su categoría de símbolo y su validez como documento para la comprensión de una España aherrojada por la dictadura.

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Henry Miller parisLa verdad no suele ser agradable. Y la literatura de Henry Miller (1891-1980) es un paso más hacia esa verdad que el arte siempre ha buscado a despecho de la tradición y sus convenciones. Si la mayor parte de la literatura de hoy nos abruma de tedio no es sólo por la banalidad de sus argumentos o el gusto por las historietas que no se aventuran más allá de la tienda de comestibles. Es porque su lenguaje tiene a la mediocridad como referencia, proscribe no sólo el salto mortal sino también la inmiscución en el habla de la gente. García Calvo nos lo ha explicado mejor que nadie.

Si la energía de Faulkner -sorprendentemente, seis años menor que él- es larvada y magmática, la de Miller es simplemente energía y sentimos que proviene de su desbordante e incontenible amor por la vida. Si la del primero es épica, la del segundo, como toda energía que abjura de sus límites, es apocalíptica y de su flujo vital resulta esa tensión que proyectan los narradores de raza. Gentes como Hemingway, Baroja o Sender que nos pueden gustar más o menos pero que, en su torrencialidad, nos muestran al hombre en su totalidad y, eso, sin objetivar ni salir de sí mismos.

Tal actitud, obviamente, está muy cerca del llallamado existencialismo aunque más bien lejos de la estreñida escritura que el movimiento, como tal, deparó. En Henry Miller -que alcanza sus mejores momentos cuando su narración se inmiscuye en los pliegues más densos del pensamiento y el alma humanos- ese existencialismo, al que no pudo en algún momento renunciar casi ninguno de los grandes creadores del siglo XX, se redime por la desculpabilización, ese abandono de lo inconfesable que desde Sade o Lautrèamont había sido preanunciado. Pero si en estos -como en tantos vanguardismos- predominaba la conciencia de la transgresión, Miller toma su libérrima actitud artística de la anarquía y la mística, ambas tan cercanas al nihilismo como al no permitir que borrufalla gratuita se interponga en su sendero.

Miller había tomado muy en cuenta las enseñanzas de R. H. Hamilton, teósofo que conoció en Tejas, y había leído con fiereza a Jacob Böhme, Swedenborg, el maestro Eckhart así como el tibetano Libro de los muertos. Ahí es nada. Mística y revolución eran extremos que le acercaban a su pasión por llegar al hombre en su totalidad, intento en el que, naturalmente, no podía prescindir de lo feo o lo sórdido, cuestiones que, desde el Barroco, andaban en danza apareciendo y desapareciendo a través de los apasionantes meandros del arte occidental. Como buen lírico e intuitivo caminador por el apocalipsis que nos circunda, Miller apostó por la brutalidad que no es sino la exaltación de la realidad. Esa realidad que él tanto amaba. Amor que le hizo superviviente siempre, casi nonagenario, rebelde y hasta feliz.

Hoy nadie piensa que Henry Miller esté vivo por las prohibiciones que suscitó o por la Miller, Henry_Sexus001efervescencia de sus descripciones sexuales. Estas no suelen llevar al deleite sino a la convicción de que están contadas tal y como fueron. Con toda su carga de materia palpitante:

Hizo como le decía, abriéndose la vagina con todos sus dedos. Me incliné para examinarla despacio. Era de un color oscuro como de hígado con labios más bien exagerados. Los tomé entre mis dedos y los froté uno con otro con suavidad, como se haría con dos pétalos aterciopelados.

Como cuando habla de esas pendejeras de pelo hasta el ombligo que tanto le fascinaban en las mujeres, la sensación del lector no es de complacencia, tampoco de repulsión. Es la sensación del que ve la vida sin filtros ni tamices.

Algo de esto constituye una de las mejores herencias del siglo XX y quizá algo de ello se deba a Henry Miller, tan admirado por esa turbulenta congregación tan pródiga en enseñanzas y desdichas personales que se dio en llamar beat generation. El lenguaje iluminado del mejor de sus escritores, Allen Ginsberg -otro místico atraído por el cieno-, se mueve entre el profetismo waltwithmaniano y la intensa autenticidad que nos transmitió el viejo sátiro de Yorkville. Si dicha herencia en los últimos años parece como olvidada en un desván de la memoria, probablemente se deba a que necesitemos tomar aliento. Los dos primeros tercios del siglo XX estuvieron ahitos de personajes de potencia que puede parecer higiénica la resaca que nos aflige.

Y, además, tenemos cerca el remedio: si nos molesta la paja, la filosofía cursi, la psicología de baratillo, los personajes de guardarropía, el erotismo de Play Boy o la escritura de cartilla hay unas buenas decenas de modernos -en el sentido que a esta palabra, antaño prestigiosa, daba Rimbaud- para sustituirlos. Henry Miller, siempre vadeando la verdad, siempre tenso y brillante en su palabra, siempre enérgico, puede ser uno de quienes más gozosamente nos redima. ¿Tendremos la suerte de que también lo haga con ellos?

Miller, Henry Dibujo

Con el título «La sensación de vivir sin filtros». (En el centenario de Henry Miller)», este artículo se publicó en El Periódico, 27-XII-1991.