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Fotografía dedicada desde la cárcel 7-2-1910

(Publicado en Cruces de bohemia, Zaragoza, UnaLuna, 2001, pp. 51-79)

                                   …Y Noel presidía

                       la tertulia del hambre hecha alegría.

                       Gran ciclón de melenas

                       y de palabras en algarabía.

                       Altar, altar para las Magdalenas                               

                       con sus caras de rosas nazarenas

                       que guiñaban el ojo en las esquinas.

                       Y un gran desdén para las «carabinas».

                       (Habla juventud. Las hembras eran buenas

                       y no sentíamos dentro las espinas).

                                   (Alfonso Camín, Carteles)

  En la magna obra de Eugenio Noel (Madrid, 1885-Barcelona, 1936) abundan los libros construidos en torno a las incansables andanzas del autor por tierras de España. Sus recorridos por las Américas también tienen representación literaria en el que es el libro de viajes más específico de su producción, Los compradores de pieles (De puerto Montt a Punta Arenas), reproducido en un tomo de escritos recopilados póstumamente por José García Mercadal, América bajo la lupa, que recoge textos dispersos con el motivo americano y viajero como centro.

  Sin embargo, salvo el citado libro que relata en clave casi policiaca un viaje por las costas chilenas cercanas a la Antártida, la obras de Noel no tienen la estructura itinerante típica de los libros de viajes sino que se construyen en torno a una serie de artículos que son visiones directas y análisis nada superficiales de esa España ibera, racial, brutal y genuina, leit-motiv constante del escritor.

  Pero qué pocos autores nos han dejado una imagen tan viva y creíble de un país que él pisó como nadie en un época en la que raza, palingenesia o casticismo eran palabras que no caían de la boca de los entonces abundantes y vocacionales buceadores de las esencias ibéricas. Y qué poca suerte han tenido casi todos ellos con la erudición. Eugenio Noel es un caso flagrante. Las entradas de su bibliografía son más bien engañosas: sólo dos libros dedicados específicamente a él, González Ruano/Carmona Nenclares [1927] y Manuel Urbano [1995], porque el de Pedro Caba [s. f.] no es sino un resumen novelado de la primera parte de su diario íntimo. En el resto de los estudios, únicamente dos, Entrambasaguas [1961] y Prado [1973], sobrepasan las cincuenta páginas. Esto, con un autor que, a juicio de muchos entre los que me cuento, es una de las plumas más altas y libres del siglo. 

  Además de España nervio a nervio (1924), los libros viajeros que Eugenio Noel publica en vida y que tienen una estructura similar son: Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca (1913), Nervios de la raza (1915), Las capeas (1915), Aguafuertes ibéricas (1926) y Raza y alma (1926). En 1960, su editor más constante, José García Mercadal, efectuó otra recopilación de las mismas características con artículos no recogidos en libro: España, fibra a fibra.

  Las capeas, está centrado en la denuncia antitaurina pero en el resto se entremezcla este tema con el análisis del carácter nacional, la descripción costumbrista, el artículo científico o estético, la denuncia social, la apología de ciertos personajes o la mostración de particularidades lingüísticas locales. Pero es España nervio a nervio el que nos presenta una mayor variedad de localizaciones y el que puede considerarse un mejor mosaico de esa España claustral, negra, castiza y quizá tópica por la imagen cuyo escenario, en gran parte, estuvo ausente de las descripciones de los literatos del país. 

  El supino alejamiento de nuestros escritores y críticos de la España real[1] ha provocado que este autor sea tildado de anacrónico o rezagado[2], nuevo rico de la cultura, extravagante, ultrabarroco o sensacionalista. Quienes han identificado el país con las minorías krausistas, orteguianas o universitarias no han podido comprender como un intelectual -del que casi todos reconocen, eso sí, su gran caudal de información y puesta al día- se dedicara a recorrer los caminos, conversar con arrieros y pastores, participar en las ceremonias y rituales de la España profunda y tratar de comprender, a través de la inmiscución y connivencia con las gentes, a ese país que le dolió con más fuerza moral y física que a nadie. El arcaico no era Noel sino un país que conservaba casi intactos usos y atuendos de hace siglos, sin revolución industrial, con pervivencias del feudalismo civil y eclesiástico y por el que pululaban bandoleros, ensalmadores, curas de manteo, ciegos romanceadores, buhoneros de mejunje y aleluya y mendigos con taras desaforadas. Quien quiera molestarse en echar una ojeada a las revistas burguesas de la época, como Blanco y Negro o Nuevo Mundo, verá que ese panorama estaba ahí, como lo certificará quien repase la revista Estampa de los años treinta o las fotografías de Inge Morath de los cincuenta, y hasta podrá encontrar alguna pervivencia en las de Cristina García Rodero tomadas en los ochenta.

  Eugenio Noel, que hubiera podido usar de argucias intelectuales para ocupar un lugar entre los atildados, se vio impelido por su hipersensibilidad y su inteligencia a bucear en unos fondos sociales que, si no podían darle éxito, satisfacciones económicas ni prestigio, le permitían comprender mejor, colmar su insaciable curiosidad, fundamentar en la realidad sus pujos palingenésicos. Si algo le faltó a Noel, fue, quizá, el distanciamiento y la ironía que le indujeran a no participar tan visceralmente en ese mundo que le atraía y repugnaba. Ese mundo que tantas veces es el mismo del maestro Valle, también conocedor de trochas, mendigos, brujas, bandidos, locos y de toda la fauna urbana, suburbial, marginal y extravagante del laberinto hispánico. Otros escritores fascinados por los mismos contextos, de ningún modo lo vivieron como él. Baroja se menospreciaba a sí mismo y, por tanto, los altos, medios y bajos fondos que retrató, Ciro Bayo constituyó la contradicción pura: gustaba de todo lo arcano, extemporáneo, marginal y podre, mientras escribía a un tiempo tratados de urbanidad y huía, como del diablo, del contacto físico con la mugre. Vidal y Planas, hipersensible como Noel, frecuentó como nadie los bajos fondos urbanos pero éstos no fueron sino un estimulante para su enajenación… Sólo en algunas páginas de Ciges Aparicio encontramos una cercanía a la actitud humanista y noblemente rebelde de Eugenio Noel. Si éste murió en la miseria, el otro acabó fusilado. Un libro como La literatura del casticismo de Ángeles Prado constituye precisamente el emblema de esta torpe comprensión de un mundo que se ha querido olvidar, manipular y, sobre todo, negar.

  La obra de Eugenio Noel nos recuerda que ese mundo estaba allí y no hay más que repasar los repertorios fotográficos que en los últimos lustros se han ido publicando para constatar la verdad de ese vituperado costumbrismo que el montaraz itinerario de España nervio a nervio pone ante nuestros ojos. Allí aparece lo que hemos sido, el sufrimiento y la miseria de un pueblo acosado por la dureza del medio y la injusticia y que, sin embargo, encuentra resquicios para manifestar su alegría. Ese pueblo aplastado, sucio, perplejo ante el objetivo de esos beneméritos fotógrafos ambulantes que arrebataron su imagen para servírnosla con la fidelidad con que lo hizo don Eugenio.

                   

  A través de las páginas de su Diario íntimo es posible reconstruir los numerosísimos itinerarios viajeros de Eugenio Noel. Parece increíble que una obra de estas características no haya sido reeditada o, sobre todo, que no haya habido manos salvadoras que a, través de sus papeles inéditos, rescataran el abundante material que permanece sin publicar[3]. Por él sabemos que Andalucía fue uno de sus destinos más frecuentes, casi siempre en busca del dinero que le deparaban sus conferencias. Allí mismo nos dice que en noviembre de 1921 había impartido quinientas cincuenta y dos, y, a finales de 1924, eran ya setecientas seis[4]. Pero también motivaba sus viajes esa persecución de la esencia de lo ibérico, que constituyó su obsesión y razón de vida, y alcanzar la oportunidad de inmiscuirse en la raíz de lo popular, con una capacidad de enlazar con lo auténtico y primitivo que no se dio en ningún otro escritor de su tiempo. Pese al impresionante número de sus apariciones públicas, resulta estremecedora la miseria en que siempre Noel hubo de debatirse y que da lugar a que ella sea el motivo más frecuente de su diario. Todo esto en un autor que arrastró una fama escandalosa que lo hacía ser conocido y señalado por donde quiera que fuese, que publicó alrededor de sesenta títulos en vida, bien es verdad que con incomprensibles dificultades, de manera que, de haber logrado una cierta estabilidad económica, el volumen de su obra hubiera resultado ingente. De cualquier modo, su escritura es una de las muestras más fehacientes de genio que se da en la tan potentemente creativa España del primer tercio de siglo.

  Es cierto que el dinero que conseguía con su actividad pública lo destinó en gran medida a sufragarse jolgorios (en su triple vertiente gastronómica, timbera y hembril), a comprar libros que, luego, irremediablemente había de empeñar o vender y a la invitación de amigos y socorro de necesitados[5]. Pero la pobreza fue su seguidora más tenaz y la amargura de todos los días de su vida. Pese a la inopia que siempre lo acompañó, Noel sabía combinar sus estancias en chozos, ventas de arrieros, cuevas y posadas de la peor calaña con el principio del placer, que le hacía gozar lo mismo de la degustación de un burro asado en la serranía que de las juergas con putas, flamencos y señoritos en los reservados de los locales más lujosos. Resulta sorprendente cómo alguien que llevó un tan ajetreado divagar pudo escribir tanto y tan bien y poseer una erudición y un tan completo conocimiento de la bibliografía antigua y moderna de las materias más dispares. No conozco ningún otro escritor de su tiempo que ofrezca tan variopintos y fundamentados saberes.

  A Noel le atraían también de Andalucía, el gitanismo y el cante flamenco, de los que fue uno de sus grandes conocedores pese a que la caterva de flamencólogos que han proliferado en los últimos veinticinco años apenas haya escarbado en su obra[6]. Su atracción ante lo andaluz no anda exenta de crítica, lo que sería impensable en un escritor al que su amor por la verdad llevó a situaciones que hubiera evitado con un uso más constante de la diplomacia o de la hipocresía.

  Según las notas contenidas en lo que se ha publicado de su diario, Noel estuvo en Málaga, donde colaboró en El Popular y El Diario Mercantil, durante 1909 y 1910. La primera vez fue como soldado, de paso hacia África Le había aconsejado alistarse Ortega y Gasset, para quien Alma de santa, el primer libro noeliano, era el mejor de su generación. Ante la crisis intelectual y moral del escritor, Ortega dictaminó: «A ti te falta vida propia; alístate y hazte hombre en Marruecos»[7]. Su estancia en la guerra del Rif deparó la publicación en España Nueva, el periódico de Rodrigo Soriano, de las Notas de un voluntario, lo que le ocasionó proceso, cárcel y una campaña en su favor y en su contra que ocupó muchas líneas en los periódicos de la época. Estas notas fueron recogidas en libro[8] y constituyen, junto a Imán de Sender[9], el testimonio literario más impresionante de cuantos los escritores españoles dejaron de tan triste conflicto.

  Inmediatamente después de su salida de la cárcel comienza su campaña antiflamenca[10], que da lugar al primer libro con las características de los que estudiamos, Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca (1913), donde aparecen los primeros artículos que tienen como escenario a Andalucía. Al contrario que en otros libros del autor, aquí los cinco artículos con leit-motiv andaluz figuran agrupados, tienen a Sevilla como único emplazamiento y constituyen una secuencia casi independiente del resto del volumen.

«Una tarde en el cementerio de Sevilla» (p. 132)[11] es el primero de ellos y -como el resto de los reunidos- corresponde con toda probabilidad a la estancia de Noel en la ciudad en octubre de 1912. Allí alternó con toreros y gitanos, dio una conferencia que duró tres horas y media en el Círculo Republicano y produjo frenéticas adhesiones y aún más desaforadas inquinas que llevaron al gobernador a confesarle que no garantizaba su vida y a hacerle acompañar de guardias en sus incansables paseos.

  En el artículo citado, Noel se congratula de la alegría de este cementerio sevillano y se detiene ante el sepulcro de Manuel García Espartero, que reproduce en su álbum -ni siquiera el dibujo escapaba a las polifacéticas cualidades del madrileño- y, también, en las de Pepete, Posadas, Cantarito, Chicuelo y Montes, otro torero muerto en Méjico. La magnificencia de las tumbas de los tauricidas le da ocasión para compararlas con la de Joaquín Costa, que había merecido otro impresionante comentario en el primero de los textos recogidos en el libro y sobre cuyo motivo volvería en otras ocasiones. El artículo abunda en excelentes descripciones directas y en escolios, como el que le promueve el arte de Galcillo, escultor que hubo de suicidarse por falta de recursos. «Inconvenientes de no ser torero», dictamina (p. 137). Finalmente visita el cercano cementerio civil, copia la inscripción de la lápida de un sacerdote apóstata[12] y lee las inscripciones de las tumbas hebreas, idioma que había aprendido en la adolescencia. Al salir del cementerio se tropieza con picadores y gentes que vuelven de los toros.

  «La iglesia muerta de San Basilio» (p. 140) es un impresionante documento sobre un personaje de los que ya no existen: Palomares, marino, torero antitaurino, inventor, ornitólogo, aeronauta, políglota y buzo, que, en dicho edificio fuera de culto, había montado un museo variopinto y maravilloso. En él alternaban joyas bibliográficas con cuadros de alto valor, sus propios inventos aeronáuticos con trofeos taurinos y piezas de arqueología. Como complemento, en la sacristía, había reunido objetos para un museo de la Inquisición en el que no faltaban los legajos, sellos, instrumentos de tortura, pergaminos, oficios, libros de horas y toda la parafernalia legal y extralegal que utilizaba el llamado Santo Oficio.

  Sería ilustrativo saber donde ha ido a parar todo este material cuyo interés y calidad Noel hiperboliza. Pero su intención es, sobre todo, mostrar cómo en España el talento individual ha de refugiarse en el aislamiento y la incomprensión sin que el país acoja y acomode tanto esfuerzo, tanto genio. Veamos las últimas palabras del texto: «He andado palmo a palmo toda Sevilla, la industrial, la artística, la clásica y la gitana; ninguna cosa tan evocadora, tan polvorienta, cruel y tan española como la iglesia muerta de San Basilio y ese hombre fuerte cuya poderosa voluntad sólo gira en sus goznes hacia afuera, sin que le sea posible hurtar el alma a la fatalidad española de la inconsciencia y la desorientación» (p. 146).

  El tercero de los artículos de ambiente andaluz recogido en Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, «Visión de Sevilla desde la Giralda» (p. 147) contiene una descripción de la capital llena de amor y plasticidad en la que no falta el despliegue erudito respecto a la historia del antiguo minarete. Define a la Giralda como una torre viva, femenina, joven, traslúcida y llena de gracia, y su texto debiera ser de referencia inexcusable en cualquier antología literaria sobre Sevilla.

  Mucho más crítico es «Ante el sepulcro de Colón en la catedral de Sevilla» (p. 147). Dicho catafalco le merece los calificativos de «estrambótico», «destartalado» y «estrafalario» y lo considera en absoluto desacuerdo con la magnificencia del entorno: «En una catedral tan grande, tan hermosa, tan evocadora… ¡ese ataúd llevado en andas por cuatro ganapanes de bronce!» (p. 159). Noel admiraba profundamente los conocimientos y la tenacidad del que consideraba como «el hombre más grande que poseemos y uno de los cuatro o cinco que han puesto en marcha segura a la Humanidad» (p. 163), cuyo diario describe como «uno de los más grandes poemas que se hayan escrito: un idilio en una epopeya, un salmo en un tratado de Naútica; un canto de esperanza…» (p. 161). Su tesis es que una raza que tiene en tal estado de abandono a su mejor estandarte es una raza perdida[13].

  El último de los textos recogidos, «Huroneando por el barrio de Triana» (p. 165) es, probablemente, el de más interés humano, antropológico e, incluso, costumbrista, si desproveemos al adjetivo de su habitual categorización literaria. El discurrir por el barrio tiene toda la plasticidad, variedad y color de lo auténticamente vivido y el salpicamiento con referencias a la peripecia concreta del escritor todavía lo hace más directo y atractivo. Ironiza con los avisos del gobernador sobre los peligros de la muerte violenta que sobre él se ciernen y, también, sabe que hay barberos apostados para cortar sus melenas. Lo que, efectivamente, sucedió aunque fuera en otra ocasión. El lector tiene todos los datos para reconstruir una España tan cercana a nuestro tiempo pero que, en tantas cosas, no había variado un ápice desde los siglos de pícaros, jaques y bandoleros. Su grandeza de alma le hace admirar La Cartuja, perteneciente a la Sociedad Anónima Pikmann, cuyo heredero hacía unos días que en plena calle de Tetuán había intentado matarle: «…un joven que pone banderillas, corre juergas e insulta a los conferenciantes e incluso quiere comérselos crudos. Pero el que él se conduzca así no importa para que su fábrica sea uno de los emporios industriales de Andalucía… un establecimiento del que puede mostrarse orgullosa Sevilla» (p. 173). Noel se lamenta, más que nada, por la paradoja de que el odio de ese hombre haya sido provocado por «el enorme delito de predicar contra la torería, enemiga principal de la industria» y de que la prensa, siempre esclava del poderoso, haya jaleado la agresión y silenciado su ejemplar respuesta.

  Por otro lado, en su correría trianera aparece por doquier lo taurino, si central en la vida del español de su época, obsesión omnipresente en todo el ambiente, esquinas y muros del barrio. Frente a ello, las escuelas, agrietadas, ruinosas y húmedas: «Si hubieran construido una plaza de toros, la hubieran hecho perfecta, maravillosa y perdurable. Sólo sucede esto en España: cuando uno lo deplora y se indigna, ciertos señores, cuyo oficio es no hacer nada, hablan de poco patriotismo» (p. 169).

  Finalmente, toda la página 170 es una excelente visión interpretativo-descriptiva de los gitanos, que Noel conoció como nadie y cuyas particularidades admiraba, tanto como deploraba muchas de las características de su comportamiento. Pero su posición nunca es paternalista ni correctora sino la de un observador directo que tiene el caudal de cultura y experiencia suficiente para mirarlo todo con una mezcla de entusiasmo y fatalismo.

  Nervios de la raza (1915), concebido como una segunda parte de Las capeas, otro de sus libros más impresionantes, tiene sin embargo muchos artículos que se escapan de lo taurino. Entre ellos, los dos únicos de este libro que se desarrollan en Andalucía: «Feria de la Salud en Córdoba» (p. 347) y «Sacromonte en el Albaicín: Velatorio de un jarambeliyo» (p. 367).

  El primero de ellos debe corresponder a su estancia en Córdoba durante los meses de Agosto y Septiembre de 1913[14]; allí también alcanzó resonantes éxitos con sus conferencias y el gobernador hubo de ponerle escolta ante otra agresión fracasada. Tras una conferencia en el Círculo Mercantil, «El Guerra» hizo que doscientos amigos suyos se borraran de la lista de socios, con lo que hubo de dimitir la junta directiva. Con esto y la influencia en la prensa cordobesa por parte de los flamenquistas, hubo de volver a Madrid. Entre tanto incidente sorprende que Noel tuviera tiempo para inmiscuirse en ese submundo que describe en un artículo como el que comentamos, que glosa una divertida -y repleta de ocurrencias- conversación entre un gitano y la guardia civil, donde se muestra de nuevo el enorme conocimiento que poseía Noel de la lengua y psicología gitanas. Finalmente, el burro del que los civiles reclaman la «guía» que, naturalmente, el gitano no puede exhibir, lleva, en cambio, una inscripción en árabe que reza: «La mejor guía es la verdad». Estas cosas ocurrían en aquella España aunque pocas veces hubiera a mano un escritor como Noel -y, además, conocedor del árabe- que acertara a relatarlas.

  El segundo de los textos puede estar basado en la estancia del escritor en Granada entre el 29 de noviembre y el 8 de diciembre de 1913[15]. No parece que fuera de su gusto la estancia en la capital del Darro, a la que califica de ciudad muerta con un triste estado cultural. Junto al éxito habitual de sus conferencias entre los obreros y republicanos, tuvo problemas con la aristocracia, aunque también fue invitado a un té en casa de Miguel Aragón y Pineda a quien moteja de «tipo de señorito andaluz, europeizante y maeterlinckiano». El artículo, que tiene como escenario el Albaicín, es uno de ésos en los que el lenguaje de Noel tiende a lo inextricable por un exceso de arcaísmo y conceptismo, aunque siempre resulte admirable su pericia lingüística. Se trata de un cuadro gitano donde el dolor de la muerte del churumbel o jarambeliyo[16] queda diluido por la gracia de las ocurrencias de los asistentes, los trasiegos de manzanilla y los bailes que, al rasgueo de la guitarra, se van suscitando en el velorio. Todo ello da ocasión a Noel para hacer tan amenos como documentados excursos sobre el sinfonismo alhambrista, el cante o la idiosincrasia y la antropología gitanas. Como continuamente sentencia Curro Puya, el gitano viejo autoridad de la reunión, para justificar el desmadre: «A la tierra güesos, y a la mar, maera».

  Ante estas escenas tan directamente sacadas de la realidad, nos preguntamos siempre por la capacidad de Noel para entrar en contacto, durante sus cortos viajes, con los ambientes más auténticos, populares y jugosos del contorno ibérico. Cosa que, por cierto, no suele contarnos en su diario. Lo vemos discurriendo por poblachones, ventas, sierras y caminos y, de pronto, aparece como observador privilegiado de escenas epifánicas de la enjundia más popular que, lógicamente, sólo serían accesibles a alguien con mucho tiempo de residencia en el lugar. Algo así como la antítesis de un Azorín que en cercanas fechas nos había ofrecido sus distanciadas percepciones.

  El siguiente de sus libros que reúne crónicas viajeras, España, nervio a nervio (1924)[17], había sido preparado por su autor ya en 1918[18] y coincidió con uno de los tantos períodos de marginación a que fue sometido por editores y periodistas, con lo que no pudo aparecer hasta seis años más tarde. Y, además, reducido a la mitad de lo que debió ser su extensión original[19]. Andaba entonces Noel por su segundo viaje a América, que había iniciado en junio de 1923. Seguramente es el que nos presenta una mayor variedad de localizaciones y el que puede considerarse un más ilustrativo mosaico de esa España que luego dio en llamarse carpetovetónica o profunda. Sin embargo, aquí los escenarios andaluces son poco numerosos (Arcos de la Frontera y Morón) mientras abundan las localizaciones manchegas, quizá las tierras a las que Noel dedicó más atención en sus escritos, tanto por ser camino de paso hacia el Sur como por los antecedentes familiares del escritor en la comarca de Almadén.

  «La peña de Arcos» debe referirse a su estancia en dicho lugar el 8 de diciembre de 1921[20]. Se trata de una descripción impresionada y admirativa de la peña y el pueblo de la que no me resisto a transcribir el primer párrafo, muestra de ese estilo entre popular y cultísimo que caracteriza a Noel: 

«Frente al parador -que es un delicioso cromo de posada digna de La vida del pícaro de Félix Percio Bertizo- se rebulle y truhanea la hampería más desvergonzada y entretenida tropa de mocosos. Como si huroneara en tiempo de regocijo y carnestolendas, la gavilla de holgones, torzuelos, mozalbillos y traciatas, cabritea y freza con lema de campar allí por sus respetos. Este revoltoso, dando bordos, cae sobre aquel maltrapillo, haciéndole lascar con su sobajo y charlear como rana; tal galopín mamarrón, con su fe de chico en la mano, al modo del niño de la fuente de Manneken, ahuyenta a hisopazos y aspersorios otros bachilleres en raponerías y machuchos, en rebullicios y tracaladas. Uno de los moscardas de la zumba, que por las trazas no se tartalea tan aína, se ha plantado ante mí y garla no sé que raterías acerca de mis melenas, mojarrillas, que pronto corea la comparsa. Gracioso cromo este bribonzuelo, sin otro apatusco sobre su carne que unos calzones derroñados, con la camisa atacada por gaiterías y rebutida a trompicones con flocaduras y todo, hecha un zorongo por la barriga y repollos por los degollados o rajas de las calzas» (p. 160).

  «El gallo de Morón» (p. 227) es una erudita y humorística divagación sobre la estatua al protagonista del tal dicho erigida en el pueblo sevillano. De las tres versiones que corren sobre su origen[21], Noel se inclina por la que lo fundamenta en la desgracia de un alcabalero o recaudador que, al presentarse en la villa y recibir las reclamaciones de los regidores, les cortó: «En este corral no canta más gallo que yo». No sólo no logró cobrar lo que pretendía sino que a la noche lo pillaron en el camino de Ranillas, donde fue desnudado y azotado. De este hecho nacieron las coplas:

 

  No te vayas a quedar       

   como el gallo de Morón     

   cacareando y sin plumas  

   a la mejor ocasión.

  Noel, fascinado por ese monumento a un estafermo, derrotado pero orgulloso, apostilla su disquisición: «…sólo entre nosotros puede darse esa estatua en honor del castigo que se crece ante lo imposible, lo incomprensible y lo absolutamente fatal» (p. 228).

  Noel estuvo en Morón de la Frontera a primeros de Septiembre de 1919[22] y a mediados de Noviembre de 1921[23] pero ni por los datos contenidos en el artículo ni en el diario podemos entresacar en cuál de las dos ocasiones pergeñó su escrito.

  Aguafuertes ibéricas (1926) contiene ocho artículos con escenario andaluz. Es, también, libro de larga historia con partes escritas ya en 1912[24] y del que fueron proyectados dos tomos. En 1915 Noel nos dice: «Preparo entre una miseria espantosa el índice de Aguafuertes ibéricas, libro en dos tomos, contribución mía al homenaje a Cervantes»[25]. Sin embargo, continúa en 1916 escribiéndolo, junto a otros diez libros en curso[26], y parece estar terminado en 1920 aunque, temiendo los habituales desaires, no se atreva a llevarlo a los editores[27]. Hasta Febrero de 1923 no se anima a enviar el primer tomo a Ortega y Gasset, que le ha prometido proponerlo a la casa editorial Calpe[28]. Finalmente, el libro ni se pagó ni se editó hasta que en 1926 lo dio a la luz la casa Maucci de Barcelona. Evidentemente, y aunque el volumen tiene doscientas treinta y ocho páginas, no está todo el material que Noel debió pensar para él. Desde el homenaje por el centenario de la muerte de Cervantes, para el que fue concebido, habían pasado diez años.

  El primero de los textos desarrollados en Andalucía, La muerte del maestro (p. 57), se refiere a un pueblo que no se cita y del que se nos da una visión aterradora. Por el diario, podemos enterarnos de que se trata de Cabezas de San Juan (Sevilla)[29], por donde Noel pasó el 1 de noviembre de 1919. El artículo, de una fiereza impresionante, nos cuenta, además de la ignorancia, miseria, brutalidad y atraso de la población, los comentarios de los niños de la escuela ante la muerte del maestro a quien su mujer, que hace dos días que espera vengan por el cadáver, vela sobre una estera en el suelo de una misérrima escuela. Los niños sólo recuerdan el terror que les proporcionaba el personaje, sus vergajazos y los verdugones que aún resaltan en sus pieles. Sin embargo, Noel termina con el típico apunte regeneracionista: «El maestro de escuela ha muerto. Y ¿qué cosa es un maestro?» (p. 61).

  «Castillo de Belalcázar» (p. 65) se refiere a tal localidad de la serranía de Córdoba por donde Noel anduvo entre el 4 y el 8 de julio de 1920[30]. Compara la destrucción del castillo, ya semidemolido por los franceses, con la de la raza y se lamenta de que en España cualquiera pueda desmantelar un castillo para utilizar las piedras en su vivienda o para hacer un gavión en su campo.

  «Un rincón de Marchena» (p. 73) es otra imagen de la decadencia en la que Noel contempla el deterioro y abandono del magnífico palacio de los Osuna. Ello le da pábulo para pensar en la falta de ideales de la nobleza española y para trazar, en efecto, un magnífico aguafuerte donde se combinan la belleza y esplendor del lugar y de la arquitectura con la miseria y desidia que de todo se enseñorea. Este artículo fue escrito durante su visita a Marchena el 5 de Noviembre de 1920[31].

  «Sepulcro de San Fulgencio en El Arahal» (p. 77) es un brevísimo apunte donde Noel constata que la magnífica urna que sirvió de sepulcro para el santo es utilizada como taza para la fuente. Esta estancia del escritor en El Arahal se dio el 5 de noviembre de 1920[32].

  «Molino del Algarrobo en Alcalá de Guadaira» (p. 115) es uno de los más entusiastas textos de Noel sobre los paisajes españoles. Describe la insólita belleza de las riberas del Guadaira («el río más bello de Andalucía»; «país todo luz») aunque se entristece de que vayan cayendo molinos y árboles. Los molinos constituyeron para Noel, como ocurrió con otros buceadores de lo popular, una atracción insoslayable. Calificados de «testigos de la España antigua», en este artículo admira la belleza interior y exterior de los mismos y reflexiona lo poco que, desde la época romana, ha cambiado tanto su contextura como la condición semiesclava de quienes los hacen funcionar[33], para culminar con uno de sus también típicos, aunque tan justificados por su trayectoria, exordios pesimistas: «Es en estos lugares donde el alma ve en toda su miseria la fatalidad de ser hombre» (p. 119). Aunque Noel debió de estar varias veces por estos contornos, el artículo corresponde a su visita en noviembre de 1920[34]. Otro de los textos del libro, «En los meandros del Guadaira» (p. 227), tiene como centro otra exaltada descripción paisajística de estas riberas.

  Entre otras ocasiones, Noel estuvo en Cádiz, de paso para Tánger, en junio de 1913. Era su segundo viaje a Marruecos, estimulado por la preocupación que la guerra suscitaba en España y por los treinta y cinco duros que España Nueva le había prometido por una serie de artículos. Pronto hubo de volver a la Península, pues el periódico no le mandaba dinero y sólo le publicó siete de los textos encargados. Noel recoge su estancia en la más meridional de las ciudades andaluzas en la primera parte del que es el artículo más largo de Aguafuertes ibéricas: «En Tanger» (pp. 177-225), donde hace un repaso de la contumacia del fracaso español en la guerra de África y narra su deambular por los muelles de la ciudad que ha visto marchar tantos hombres «en los tiempos funestos de las guerras coloniales… Es siempre interesante un hombre que va a la guerra y [la gente] los observa con curiosidad» (p. 179). Cita el monumento a Morte, El Gavilán, la manzanilla de Sanlúcar, las dieciocho lápidas de mármol y bronce de San Felipe Neri, donde se promulgó la famosa Constitución, y se alarga con la espléndida descripción de las vistas y el panorama que contrastan con la tristeza de alma que produce la marcha de los hombres hacia la guerra. Siempre en Noel esa dicotomía que define al país: belleza de sus tierras y rincones, autenticidad y heroísmo de sus hombres frente a la miseria, indigencia, brutalidad y decadencia. Noel es siempre alguien atrapado entre ambas fascinaciones.

  El último de los textos del libro repite en su título, («Musicalia. Los maestros cantores de Javanillas» [p. 231]), el neologismo (musicalia) que encabezará sus muy numerosos escritos de tema melómano. Sus conocimientos sobre este arte, adquiridos en su mayor parte en su estancia en el seminario, eran extensísimos y parece que también su sensibilidad melódica. Critica en este artículo la idea del famoso Concurso de Cante Jondo de Granada promocionado por Manuel de Falla, García Lorca, Fernando de los Ríos, Ménéndez Pidal y Zuloaga, entre otros, y para el que el Cabildo granadino aportó doce mil pesetas. Aconseja sobre todo al pintor, que fue gran amigo suyo, que se lo piense antes de decorar la placeta de San Nicolás, en el corazón del Albaicín, «que es de lo poco bueno que nos queda en España». Con cierta sensatez argumenta:

«¿En qué podría mejorar su genio la Santísima Cruz de la Randa, la placeta de San Miguel, el Panderete de las Brujas, todo eso que hace del divino barrio una cosa tan nuestra? Cuando él en Nueva York, Bacarissas[35] en Dinamarca, Picasso en París, traducen a escenografías estas cosas tan iberas, nadie se opone a lo que hagan; pero aquí, lo mejor es dejarlas como están y no añadir tinieblas a las sombras y rojo a la sangre. Es como si a Falla le diera lecciones de vigor, de ritmo y color instrumental para su futuro ‘Retablo de Maese Pedro’, en su retiro de los altos de La Alhambra, uno de esos cantaores de corral sevillano que van a traducir al ‘aviyelando’ granadino la escena del ‘torneo de los maestros cantores alemanes’… Parece mentira que artistas tan grandes prohíjen ideas tan chicas.» (pp. 232-233).

  Igualmente, opina que no es el escenario adecuado para el cabal desenvolvimiento del cante hondo, que precisa de intimidad y ambiente especial, y que constituye un desahogo para escogidos o iniciados.  «El cante hondo no cabe en el papel… ni cabe en escenarios tan amplios y veristas. Ni ése es el camino de llamar la atención del pueblo sobre sus cantos populares» (p. 234). Abomina, asimismo de la intervención de los intelectuales en tal enjuague: «Es lo único que le faltaba al cante flamenco, que le cogieran por su cuenta los músicos ultraístas, como ya hicieron con el baile gitano los danzarines rusos… habrá que ver y oír allí; sobre todo, cuando algún enamorado del ‘Pierrot Lunaire’ de Schoenberg, se tope aquellos laberintos y agregados inarmónicos de tresillos y apoyaturas sin otra sujección tonal que la pulmonar, planos sonoros punteados, partiendo de la séptima de un acorde absoluto e ibéricamente autónomo» (pp. 234-235). Noel, que demuestra conocer muy bien a los eruditos y buceadores en el hontanar del cante, los tilda de europeizantes y aduce que ninguno de ellos sabe distinguir los más elementales matices del verdadero jondo.

  Abunda el artículo en datos y observaciones interesantes de todo pelaje y en él expresa su convicción de que la influencia árabe en el cante es casi nula «por ser toda ella bizantina verdaderamente oriental pero nada africana» (p. 237); en conjunto, resulta un documento indispensable que, además, provocó una sonora polémica en la que intervinieron, contraargumentando a Noel, Manuel Chaves Nogales, Hermenegildo Giner de los Ríos, el pintor inglés Wyndhan Tryron, Miguel Cerón y otros, mientras que Joaquín Corrales Ortiz y muchos sectores de la ciudad se alinearon con él. Uno de los argumentos fundamentales fue el despilfarro que el certamen suponía para el Ayuntamiento de una ciudad con tantos miserables y desarrapados[36]. Como es sabido, el concurso se celebró los días 13 y 14 de junio de 1922.

  Raza y alma (1926) es el último de sus libros de crónicas publicados en los que Andalucía tiene presencia. Parece que su origen se remonta ya a 1913, pero contiene textos escritos en fecha muy posterior. No conozco, ni parece haber visto nadie, otro libro que con el título Alma y raza, publicó la Universidad de San José de Guatemala en 1924[37], pero, probablemente, sea el mismo o muy similar. Es posible que estos libros se nutrieran de lo que iba a ser la segunda parte no aparecida de sus Aguafuertes ibéricas.

  Se trata del libro que contiene más artículos -nueve- de ambiente andaluz. El primero, «El Cristo de los ocho faroles» (p. 64) es un excelente apunte sobre la famosa plaza cordobesa, lleno de percepciones agudas: «Todos los Cristos de Andalucía parecen creados con el objeto de marchar en procesión» (p. 65), sensibilidad y dotes de observación. También de tono descriptivo es «La Cruz de la Cerrajería» (p. 152), en el que se refiere a la puerta procedente del palacio de los Osuna en Marchena[38], luego llevada a uno de los rincones más sugerentes de Sevilla: los jardines del Alcázar. El entusiasmo de Noel hacia dicha obra se concreta en un panegírico a los herreros andaluces, a los parajes que la rodean y a la primavera sevillana. Para él, después de la Giralda, nada hay en Sevilla que la personifique más: «Tan bella es, tan increíblemente bella es esa cruz de hierro, que el espíritu pierde la idea del material en que está labrada para llegar a imaginársela como un ensueño» (p. 152). 

  Más relacionado con circunstancias vividas es «Los ‘lisos’ de Sevilla» (p. 80), en el que se refiere a una asociación de delincuentes, cofradías de tan rancio abolengo en la ciudad, cuya principal función es espiar mujeres en paños menores. Constituye un cuadro, entre expresionista y lírico, muy reconocible en su contexto pero bastante insólito dentro de la poética noeliana.

  También fruto de una experiencia directa, «La Salomé de Eritaña» (p. 90) nos habla de una esperpéntica danzarina actuante en la famosa venta, con un vestido y unas trazas que, aun a hombre tan misericordioso con la desdicha ajena como Noel, le proporciona una excelente ocasión de ironizar, para lo que se vale de un léxico andaluz auténticamente dialectal:

 «Había que ver a la zorrocloco sentada con aquellos alamares de rucho mojino, como si fuera un jeroglífico egipcio espabilao, con los hilillos indostánicos amarraos bajo el ombligo, que parecía aquello la entrada a una barbería y con todo el chuflón aparejo reondo de una bailarina majareta del to. Veíasela el berraguiyo, y unos muslos esvencijaos, tabiros y delgaúchos que le partían a uno por los cuatro costaos. Pero mirando al jopo, en lo atañedero al rodeo de los chorreles, aquello era una tunanta, un nalgatorio esgarbilao que daba verlo la jaripundia.

  Mas no lo malo ni lo peor era eso, sino que todo era suyo aunque parecía empalmao, y que, además, el angelito no había conocido varón ni esquilaúra ni tratiyo de chalaneo ni juego grande. Estaba como su madre la parió.

  Y el caso era que era verdá del tó» (p. 91).

  Pese a su título, «El ‘tablao’ se va» no sólo es un artículo sobre el cante y sus ámbitos sino sobre la esencia popular de lo andaluz, lo flamenco y lo jondo. A este respecto, reproduce una frase de Menéndez y Pelayo: «La canción popular es la reintegradora de la conciencia de la Raza»; vuelve con las eruditas disquisiciones sobre el cante y ratifica su creencia en las raíces orientales y helenísticas: «…árabes y moros cantan como nosotros les hemos enseñado a cantar» (p. 107). La tesis viene a incidir en la inefabilidad del espíritu del cante, en su conexión emocional con lo particular: «…acercaos a cualquier ‘cantaor’ o danzante gitanos, y no sólo no sabrá deciros cosa alguna, sino que, según toda probabilidad, lo ignora tanto como vosotros. Y si del alma pasáis a la técnica, si de la emoción pasáis a la expresión, el abismo se ahonda más; aquello es muzárabe, visigodo, latino, bizantino, heleno… Y siendo todo eso, todo eso no es más que lo que el último intérprete de todo eso quiere que sea» (pp. 109-110).

  «El Cristo de los Cálices» (p. 136) se refiere a la imagen conservada en la sacristía de la catedral sevillana esculpida por Montañés. Para Noel, únicamente admite comparación con el de la Buena Muerte de San Agustín en Cádiz, pero «no es posible igualar el acierto supremo de este Crucifijo, el mejor de España y, tal vez, el mejor del mundo» (p. 137). Junto a otras expresiones que hemos visto en que las lacras de la raza aparecen espeluznantes, aquí Noel acomete todo un panegírico al Cristo y a la estirpe que supo moldearlo: «Y es que le basta al genio ibero para provocar en las almas hermanas divinos momentos de idealismos, proyectar el amor profundo a la verdad que poseemos como nadie en la tierra… Y lo divino de esa escultura, única en la tierra, es que un alma ibera ha alcanzado su estupendo acierto sin salirse por nadie y para nada de nuestro genio de raza realista hasta los huesos» (pp. 138-139).

  Un quiebro que muestra la variopinta perspectiva de Noel lo constituye el tono humorístico del siguiente artículo, «Rehilor» (p. 140), en el que el hijo, muerto de hambre, de un gitano pide al padre un cacho de lo que está comiendo. Después de otra exhibición desaforada de los registros más populares del lenguaje cañí, el gitano termina su parlamento con el churumbel nalgueándole a coces y estampándole esta suerte de sentencia, paradigma de la peculiar pedagogía que se atribuye a su raza: «¿Que te diera yo de eso? ¡Habérmelo afanao, majareta…!» (p. 142).

  Pero uno de los trabajos más interesantes de Raza y alma es, sin duda, «Reservado en el Kursaal» (p. 200). Después de una completísima narración enumerativa de una ronda por los lugares sevillanos de copas y tapeo durante toda una tarde (veintidós lugares llega a citar Noel en la página con sus respectivas especialidades), el grupo recala en el Kursaal, uno de los lugares de bureo más excelentes de Sevilla. Este emporio de diversión ubicado en el antiguo Palacio Central, en el cogollo de la ciudad, había sido inaugurado el 9 de abril de 1914 y combinaba patio, escenario, palcos, foyer, restaurante, salones de juego, tablao y otras dependencias en las que actuaban los mejores artistas de varietés y flamenco del momento[39]. Esta visita del escritor, que, sin duda, había recalado allí otras veces, se produjo a mediados de marzo de 1922[40], acompañado del mítico cantaor Joaquín el de la Paula[41] y otros amigos. La relación de Noel con él dio también lugar a una excelente novela corta, Martín el de la Paula en Alcalá de los Panaderos[42], y a otras menciones admirativas a lo largo de su magna obra. Al reclamo de la llegada del cantaor aparecen otras figuras -muchas de ellas también legendarias- que compiten en el cante, creándose un cuadro tan verista como sugestivo de lo que era una auténtica juerga flamenca. El sentencioso Martín de la Paula, que rara vez arrancaba a cantar y casi nunca se pronunciaba sobre sus compañeros, elogia así unas coplas de Antonio Ortega Güines: «¡Olé los hombres que tienen los huevos retorcíos pa’arriba como los borricos mojinos…! (p. 201).

  El artículo, junto a la vividísima descripción del jolgorio, se convierte en una elegía hacia Martín, «el cantaor más terne y gachó de su tiempo», «lo único que restaba ya de aquellos días de los que se ha fablisteado por los codos», «que bebía más que ninguno de la reunión y con cuyas gracias y donaires hubiera podido otro Paz y Meliá llenar un nuevo tomo de Rivadeneyra de sales y agudezas ibéricas». Y, también, en una inigualable descripción literaria de los aires entonados por Güines, que suspenden al lector casi tanto como debieron suspender a los asistentes a aquel sarao, a quienes, pasados tres cuartos de siglo, no podemos sino envidiar con nostalgia.

  Curiosamente, el último artículo del libro, «Las dos tumbas de Joselito» (p. 217), responde, como el primero de los que vimos en su inaugural libro de crónicas Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, a una visita al cementerio de Sevilla, como si las eternas preocupaciones de Noel se mordieran la cola en un «ouróboros» perfecto. Como en aquella visita de 1912, vuelve a repetir que no existe en Europa otro cementerio más alegre; vuelve a referirse a las tumbas de toreros que lo jalonan, a Susillo, el escultor de genio que en el texto anterior había llamado Galcillo, autor de un Cristo para el que tomó de modelo a un gitano de la Cava en Triana y que se suicidó a causa de su miseria… Pero en este segundo viaje ya había muerto Joselito, en cuya fama se extiende Noel, entre admirado y reflexivo. No sólo fue el pueblo. Políticos, hombres de letras, aristócratas… buscaron su amistad. Sus honras fúnebres fueron algo nunca visto: «Jamás por nadie Sevilla se conmovió tanto» (p. 218). Las columnas de Hércules se enlutaron con crespones, el cabildo de la catedral, junto al gobernador civil, presidió el duelo ante un túmulo digno de un príncipe de la Iglesia, las campanas de la Giralda doblaron durante veinticuatro horas seguidas, incluso se propuso colocar su tumba frente al sepulcro de Colón… «¿Por qué Joselito se había adueñado de España y esa España le había proclamado su figura representativa?», se pregunta Noel. Él mismo no escribió nada cuando el torero murió, pese a que todos lo esperaban y muchos se lo reclamaban. Noel asegura que calló por dignidad: que España cargara con la responsabilidad del ídolo que había creado despreciando los valores espirituales de otras almas jóvenes. «El mejor artículo que se ha escrito contra las corridas de toros, lo ha hecho el mismo Joselito con su muerte… Y fue su muerte realización severa de que, en esa fiesta, como en el alma actual de España, la tragedia no admite ni tolera arte, reglas, genio, voluntad. Él sólo, nuestro espíritu trágico es el amo» (p. 220).

  La tumba erigida al torero por Benlliure le da ocasión de extenderse en esa absurda deificación. A Noel le parece un monumento fallido, extraño en un escultor que había conseguido otras obras funerarias magistrales, como el monumento a Gayarre en el cementerio del Roncal. El dolor que transmite la inmóvil muchedumbre que lo circunda es un dolor falso, es un dolor que «no puede interesar, ni mucho menos convencer, ni conmover siquiera… Este sepulcro, ni es nuevo ni dice cosa alguna; es un monumento pretencioso y atropellado que comunica al corazón pensamientos de dolor, pero de ese dolor inmenso que es para el español su España», termina el escritor (p. 222).

  En los veinticuatro textos descritos hemos visto a un autor de inagotables registros y preocupaciones pero también tenaz, coherente y obsesivo en su amor a España y en su diagnóstico sobre las enfermedades que la aquejan. Es admirable la multiplicidad de intereses de Noel. Sus días vividos con intensidad, su sensibilidad agudísima que le lleva a participar del dolor y la injusticia y a transmitirla con tanta fuerza que la sentimos en nuestras carnes pero, también, que le induce a gozar con los placeres de la vida, a conmoverse fieramente con todas las bellezas: la humana, la del paisaje, la de la sabiduría. Su cultura que abarca todas las artes plásticas, la música culta y popular en todas sus vertientes, la bibliofilia más curiosa, el lenguaje popular más rico, junto al de Valle-Inclán, de todo nuestro siglo XX, los cultismos y arcaísmos más sugerentes, de modo que, remontándonos en el tiempo, por lo menos hasta Torres Villarroel no encontramos otro escritor de tan variados registros.

  Una de las formas de desacreditar a Noel ha sido la de tildarle de regeneracionista tardío, como si las realidades que mostró hubieran sido corregidas a partir de las denuncias de la generación anterior a él. No sólo no había sido así sino que muchas de ellas se extienden a nuestra época, en la que la puesta en solfa de la salvaje tortura de unos animales convertida en fiesta pública ha sido casi abandonada por los intelectuales y relegada a las actividades marginales de ecologistas y grupúsculos juveniles. No deja de ser ilustrativo que sólo uno de los libros a que he hecho referencia, Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, haya sido reeditado aisladamente en los últimos treinta años.

  Éste es el Eugenio Noel desatendido y olvidado[43], porque su denuncia constante -aun compartida por los espíritus más alerta, que no se recataron en proclamar su excelencia- molestó a una España que quería abrirse a la modernidad y a Europa olvidando y negando lo que constituía la parte más intensa de su contingencia. El país era como Noel la pintó, pese a que sus chozos y escuerzos humanos convivieran con la Residencia de Estudiantes, Picasso o Ramón y Cajal. No olvidemos que nuestros intelectuales más sagaces supieron combinar la vanguardia con la atención a esa España sangrante y misérrima que aparece en los mendigos valleinclanescos, en las Hurdes buñuelianas, en las impresionantes novelas del Sender de preguerra. Noel molesta porque la fotografía y la explica. La estrategia del olvido no suele ser la más adecuada para esa regeneración que, sí, la reacción española truncó en 1936, pero recordemos que Noel había muerto en la más absoluta soledad y miseria en la cama de un hospital barcelonés, sólo dos meses antes del comienzo de la Guerra Civil.

 

NOTAS

    [1] Cf. Francisco Carrasquer, «La literatura española y sus ostracismos», Cuadernos de Leiden nº 7, Universidad de Leiden, 1981.

    [2] Este calificativo, y otras valoraciones igualmente miméticas de un criterio interesado, le otorga José Sánchez Reboredo [1985], autor del único trabajo de cierta extensión que conozco sobre España nervio a nervio que, por otra parte, contiene observaciones atinadas e interesantes.

    [3] Ya en pruebas este libro, Andrés Trapiello da cuenta de la adquisición de este material por parte de un librero madrileño y de la inexcusabilidad cultural de su conocimiento. Trapiello [2000].

    [4] Diario íntimo, pp. 269 y 373.

    [5] También a editar un semanario antiflamenquista de gran densidad y contenido intelectual, redactado prácticamente en su integridad por el propio don Eugenio. Con el nombre de El Flamenco aparecieron tres números entre el 12 y el 26 de abril de 1914. Obligado a cambiar de cabecera a causa de diversas insidias, del 10 de mayo al 7 de junio, aparecieron cuatro números más con el nombre de El Chispero, todos ellos con apretado y abundante texto y ampliamente ilustrados.

    [6]  Las excepciones son: Félix Grande, que acomete una discutible interpretación en su, por otra parte, excelente Memoria del flamenco II, pp. 454-459 y Manuel Urbano, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel.

    [7] Diario íntimo, Tomo I, p. 212.

    [8] La primera edición se titula, asimismo, Notas de un voluntario. Guerra de Melilla, Primera serie, 1909. Imprenta de Primitivo Fernández, Madrid, 1910. La segunda, completa, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Talleres tipográficos de La Neotipia. Barcelona, 1912.

    [9] Podrían citarse también con justicia las crónicas de Ciges Aparicio, Entre la paz y la guerra (Marruecos), El blocao de José Díaz Fernández y el segundo tomo de La forja de un rebelde de Arturo Barea.

    [10] La repercusión de estas campañas fue grande pero tanto sus detractores como la proverbial chunga española convirtieron a Noel en un prototipo de personaje pintoresco y un punto alienado, al menos para el gran público. Los molinos de viento contra los que debía luchar tenían aspas que llegaban lejos. Buena muestra de hasta donde se extendió esta consideración es España nueva (V. Bibliografía), pieza del género chico estrenada en 1914, donde en su última escena aparece el personaje de Nobel, interpretado por Ortas (hijo), evidente trasunto de don Eugenio: El gobernador civil ha sufrido un atentado: al apearse de la jardinera para entrar en el hotel, un sujeto le arrojó una banderilla de fuego, aunque no padece más que un ligero tueste. Cuando uno de los personajes pregunta por el autor del atentado aparece el tal Nobel:

Nobel:   Servidor de ustedes.

Todos:   (Con terror) ¡¡Nobel!!

                          Música

Nobel:  Yo soy Nobel.

Todos:  ¡Es él, es él!

Nobel:  De los flamencos

        el terrorista

        soy literato,

        soy publicista.

        Yo soy Nobel.

        ¡Es él, es él!

        Soy el Apóstol

        del siglo veinte,

        y voy en contra

        de la corriente;

        a mí los cuernos

        no me entretienen

        y odio a los caracoles

        porque los tienen.

        Yo por el caballo

        mi defensa pongo,

        no está bien que el toro

        le saque el mondongo 

        ni obligarle que luego al andar,

        se lo pise como es natural.

        Las tripitas, no.

Todos:  Las tripitas, sí.

Nobel:  El redaño

        me hace daño

        francamente a mí.

        ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

Nobel:  Yo pierdo la calma,

        y hasta mi sosiego,

        cuando a un toro huído

        se le pone fuego:

        pues quemarlo resulta una acción,

        de los tiempos de la Inquisición.

        Chicharrones, no.

Todos:  Chicharrones, sí.

Nobel:  Que proteste

        de ese tueste

        todo el mundo aquí.

Todos:  ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

                         Hablado

Vicente: ¿De modo  que te confiesas autor del atentado?

Nobel:   De éste y de todos los que quedan. Ahora que esto no quita para que particularmente tenga el honor de saludar al divino José.

         (Le tiende la mano).

José:    (Dándosela). Gracias, Nobel.

Nobel:   ¿Toreas mañana?

José:    Mañana.

Nobel: ¿Cuántos matas tú solo?

José:    Doce.

Nobel:   Habrá propina.

José:    Una ternera.

Nobel:   ¿Ternera?… Voy a coger un asiento… de sombra si quedan todavía. (Medio mutis).

Vicente: (Sujetándole) Usted donde va ahora mismo es a la sombra.

Nobel:   Pues ahí no quiero ir.

Vicente: Digo a la cárcel, de donde no va usted a salir hasta que se le caiga el pelo.

Nobel:   (Con gallardía) ¿Y qué me importa? Vuestra tiranía hará más simpática mi causa. España me lo agradecerá.

Condesa: España está hoy mejor que nunca.

Nobel:   ¿Mejor? Miren ustedes la portada de mi nuevo periódico.

         (Se abre el telón de foro y aparece un forillo grande en que se verá pintado un trozo de anfiteatro romano, ocupado por ingleses, franceses, alemanes, rusos, japoneses, etc., ataviados con vistosos uniformes, y en actitudes trágicas de terror. En el centro del redondel, un hermoso toro, llevará entre los cuernos una figura de matrona, tal como se representa a España, con túnica, corona, etc.).

Todos: ¡Cogida!…

Nobel: Cogida. Y aunque por ahora no sea de consecuencias, quién sabe si llegará un día en que los vendedores pregonen: «la cogida y muerte de España».

         (Al público)

         No se olviden ustedes

         de que esta fiesta española

         ningún gobierno la abole

         ni nacerá quien la abola.

         Pero en fin, si han conseguido,

         no amargarte la velada,

         en nombre de ellos te pido,

         lo de siempre, una palmada.  (pp. 37-39).

    [11] Cito por la primera edición.

    [12] «Aquí descansan los restos de don Francisco G. Barnés y Tomás, doctor en Teología y Filosofía y Letras, Licenciado en Derecho, catedrático numerario de esta Universidad literaria. Fue sacerdote católico. Mientras creyó en el dogma practicó los actos de la religión con dignidad y escrupuloso respeto. Cuando, después de maduro examen y ejercicios continuados de razón, dejó de creer en el orden sobrenatural (que juzgó fantástico), su carácter sincero no le permitió continuar una vida interior, farisaica, burlando y explotando la credulidad de las gentes. Prosiguió a la Naturaleza, nuestra común madre. Contrajo matrimonio con digna mujer. Fue padre de familia, cuyos deberes no descuidó un instante. Y en el trato con toda clase de personas se ofreció como hombre sin fuero ni privilegio religioso. Fue demócrata por convicción. No creyó en otros milagros que en la instrucción y trabajo humanos. Murió en la paz de Dios el día 5 de Marzo de 1892, a los cincuenta y ocho años de edad». (Op. cit., pp. 137-138).

    [13] El concepto noeliano de Raza, escrita así con mayúscula, de evidentes reminiscencias regeneracionistas, es omnipresente y recurrente en nuestro escritor. Un estudio para su correcta categorización requeriría un largo, difícil y ambicioso análisis. Poco válidas son las aproximaciones de Ángeles Prado [1973]. Ciertas contradicciones de Noel en su caracterización, por otra parte normales en tan larga y sobresaltada producción literaria, hacen más complicado su afrontamiento.

    [14] Diario íntimo, Tomo I, pp. 373-375.

    [15] Ibidem, Tomo I, p. 379.

    [16] Así relata la gitana Custodia el fin del chiquillo: «Ese estornúo de hombre la diñó; ea, a bailá con la jalusa. Se le trasconejó al gurripatiyo un trapicheo del buche, y ya le ha dao la puntiya er doctó de lo forense…» (p. 371).

    [17] Hay otras dos ediciones (1952, 1963).

    [18] Noel escribe en enero de 1918: «Arreglo dos tomos de España, nervio a nervio; veremos si alguien se atreve a editarlos». Diario íntimo, Tomo II, p. 128.

    [19] De nuevo en su Diario íntimo, tomo II, p. 347, escribe en abril de 1924: «Recibo aquí [Bogotá], comprados, dos ejemplares de mi España, nervio a nervio, editado por Calpe, pero a cuyo libro le falta la mitad del original que tiene 314 páginas».

    [20] Ibídem, pp. 275 y 278.

    [21] V. José María Iribarren, El porqué de los dichos, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 408-410.

    [22] V. Diario íntimo. Tomo II, p. 186.

    [23] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [24] Ibídem, Tomo I, p. 288.

    [25] Ibídem, Tomo II, p. 70.

    [26] Ibídem, Tomo II, pp. 79, 82 y 96.

    [27] Ibídem, Tomo II, p. 203.

    [28] Ibídem, Tomo II, p. 304.

    [29] Ibídem Tomo II, p. 188-189.

    [30] Ibídem, Tomo II, p. 217.

    [31] Ibídem, Tomo II, p. 192.

    [32] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [33] En este aspecto es auténticamente dantesca la descripción que hace del trabajo de un molinero en el artículo «La muerte del maestro», comentado anteriormente.

    [34] Diario íntimo, Tomo II, p. 192.

    [35] Famoso escenógrafo, autor de un decorado para Carmen, en versión estrenada en Dinamarca, para el que tomó apuntes, acompañado de Eugenio Noel, en una cueva de Alcalá de Guadaira.

    [36] Cf. Eduardo Molina Fajardo, Manuel del Falla y el Cante Jondo, Granada, Universidad de Granada, 1990. José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz, Diccionario enciclopédico ilustrado del Flamenco, Tomo I, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 194-198. Jorge de Persia, I Concurso de Cante Jondo, Granada, Archivo Manuel de Falla, 1993.

    [37] V. Diario íntimo, Tomo II, pp. 332, 336 y 365.

    [38] V. el artículo «Un rincón de Marchena», perteneciente a Aguafuertes ibéricas, comentado más arriba.

    [39] V. la excelente descripción del mismo que hace el especialista José Blas Vega en Los cafés cantantes de Sevilla, Madrid, Cinterco, 1987, pp. 85-91.

    [40] Diario íntimo, Tomo II, p. 282.

    [41] En las menciones literarias de Noel a esta figura del cante siempre sustituye su nombre auténtico por el de Martín. Su verdadero nombre fue Joaquín Fernández Franco (Alcalá de Guadaira, 1875-1933). Esquilador de oficio es considerado como uno de los maestros fundamentales del cante grande, destacando en las soleares. De gran autenticidad e ingenio, los recuerdos de quienes le conocieron están llenos de admiración hacia su originalidad, bonhomía, pintoresca personalidad y genio en el arte. V., por ejemplo, Manuel Ríos Ruiz y José Blas Vega, Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco, Tomo II, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 574-576 y Ángel Álvarez Caballero, Historia del cante flamenco, Madrid, Alianza, 1981, pp. 86-90.

    [42] Publicada en 1926, y hace unos años (1981), reeditada y ya agotada, por Enrique Rodríguez Baltanás en el pueblo natal del cantaor, Alcalá de Guadaira, V., también, Rodríguez Baltanás [1988].

    [43]  En la última década, el interés se ha reavivado relativamente y una de sus obras ha merecido su inclusión en una colección mayoritaria, aunque destinada a un público estudioso: Las siete cucas, edición de José Esteban, Madrid, Cátedra, 1992. También fue reeditada, Semana Santa y Sevilla y una antología, Raíces de España, preparada por Andrés Trapiello. (V. Bibliografía).

                            OBRAS (Orden alfabético)*

-Aguafuertes ibéricas, Barcelona, Maucci, s. f. (1926-7).

-Alma de Santa, Madrid, El Cuento Semanal nº 131, 2-VII-1909. 

-Amapola entre espigas, Madrid, La Novela Corta nº 65, 31-III-1917./Madrid, Emiliano Escolar, 1980.

-América bajo la lupa, Madrid, Edaf, 1970.

-Artista de circo, Madrid, La Novela Corta nº 140, 7-IX-1918.

-Castillos de España: I Las raíces de la tragedia española, II, España La Vieja, III La epopeya de las capeas, Valladolid, Bibl. Studium, Imprenta y Librería Viuda de Montero, 1915.

-Como la palma de la mano de un viejo, Madrid, La Novela Corta   nº 284, 21-V-1921.

-Cornúpetos y bestiarios, Tortosa, Monclús, 1920.

-Chamuscón y Tabardillo, Madrid, La Novela Corta nº 257, 20-XI-1920.

-Dama ibérica, Madrid, La Novela Corta nº 335, 6-V-1922.

-De cuerno de Morueco, Madrid, La Novela Corta nº 217, 28-XII-1920.

-Diario íntimo (La novela de la vida de un hombre) (2 vols.), Madrid, Taurus, 1962 y 1968.

-Don Oliverio XXIV de Bombón, Madrid, El Cuento Semanal nº 232, 9-VI-1911.

-El «allegretto» de la Sinfonía VII, Madrid, La Novela Corta nº 11, 25-III-1916./Madrid, Mundo Latino, 1917. (Contiene: El «allegretto» de la sinfonía VII-La reina no ama al rey-La Melenitas-Amapola entre espigas), Madrid, Mundo Latino, 1917./ Toulouse, La Novela Española nº 7, 1948./ Madrid, Austral, 1976. (Contiene los mismos cuentos que la edición de 1917)

-El as de oros. Maravillosa historia de un torerazo, Madrid, Ed. Madrid, s. f. (1914).

-El billete de lotería, Madrid, Los Contemporáneos nº 384, 5-V-1916.

-José «El Cabezota», picador de toros, Madrid, Los Contemporáneos nº 44, 29-X-1909.

-El crimen de un partido político, Madrid, El Cuento Semanal nº 222, 31-III-1911.

-El cuento de nunca acabar, Madrid, El Cuento Semanal nº 262, 5-I-1912.

-El Charrán y Flora la Valdajo, Madrid, El Libro Popular nº 29, 22-VII-1913.

-El flamenquismo y las corridas de toros, Bilbao, Impresor Sabino Ruiz, 1912.

-El picador Veneno y otras novelas, (Contiene: El picador Veneno-Oros viejos-Sueño de Feria-Las tres hijas del maestro-Dama ibérica-Misa de botón quitao), Barcelona, Maucci, s. f. (1927).

-El picador y su mujercita, Madrid, La Novela de Hoy nº 14, 18-VIII-1922.

-El rey se divierte, Madrid, El Cuento Semanal nº 211, 13-I-1911./Valencia, Sempere, s. f. (1913) (Contiene: El rey se divierte. Alma de santa. El cuento de nunca acabar. El crimen de un partido político. Don Oliverio XXIV de Bombón).

-El torero y el rey o el milagro de la Virgen del Palomo, Madrid, El Cuento Popular nº 8, 1914. Ilustraciones de Gregorio Vicente.

-Escenas y andanzas de la campaña antiflamenca, Valencia, Sempere, s. f. (1913)./Madrid, Libertarias, 1995.

-Escritos antitaurinos, Madrid, Taurus, 1967.

-España, fibra a fibra, Madrid, Taurus, 1960 y 1967.

-España, nervio a nervio, Madrid, Calpe, 1924./Madrid, Aguilar, 1950./Madrid, Espasa Calpe, 1963.

-Humorismo (figura en una lista de obras publicadas por el autor   que aparece en la novela Martín el de la Paula en Alcalá de los Panaderos).

-Juicios de valor, Tortosa, Monclús, Bibl. Avante nº 5, 1917.

-La Melenitas, Valencia, La Novela con Regalo nº 19, 17-II-1917.

-La novela de un toro (Contiene: La novela de un toro-Los compradores de pieles, Martín, el de La Paula en Alcalá de Guadaira), Santiago de Chile, Nascimento, 1931. La primera, incluida en Tres novelas taurinas del 900 (Ed. Abelardo Linares), Valencia, Diputación Provincial, 1988.

-La novela de un pueblo en capea, Madrid, La Novela Decenal nº 11, 1926.

-La providencia al quite. Vidas pintorescas de fenómenos, toreros enfermos, diestros y siniestros del embrutecimiento nacional,   Madrid, Biblioteca Hispania, s. f. (1917).

-La reina no ama al rey, Madrid, El Libro Popular nº 20, 21-XI-1912.

-La revolución hispana. Cómo ha caído la República española en el alma de nuestras colonias americanas, Madrid, Imprenta de Galo Sáez, 1931.

-La señorita Mema, Madrid, La Novela Corta nº 115, 2-III-1918.

-Las capeas, Madrid, Imprenta Helénica, 1915./Madrid, Novelas y Cuentos nº 149, 8-IX-1931./Madrid, Afrodisio Aguado, 1940 y 1952./Valencia, Aeternitas, 1953/ Madrid, El Museo Universal, 1986.

-Las siete cucas (Una mancebía en Castilla), Madrid, Renacimiento, 1927./Incluida en Las mejores novelas contemporáneas (Ed. Joaquín de Entrambasaguas), Tomo VII, Barcelona, Planeta, 1961./Madrid, Taurus, 1967/.(ed. José Esteban), Madrid, Cátedra, 1992.

-Las tres hijas del maestro, Madrid, La Novela Corta nº 179, 7-VI-1919.

-Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Barcelona, Talleres Tipográficos de La Neotipia, 1912.

-Los compradores de pieles (De Puerto Montt a Punta Arenas), Madrid, La Novela Mundial, nº 117, 7-VI-1928.

-Los frailes de San Benito tuvieron una vez hambre (Contiene, también: Un espíritu puro que no tiene cuerpo), Valencia, La Novela con Regalo, nº Extraordinario, 15-V-1917./Madrid, Mundo Latino, s. f. (1925). (Contiene: Los frailes de San Benito tuvieron una vez hambre-La Laura de San Sabas en el torrente del Cedrón-Un espíritu puro que no tiene cuerpo-El refectorio de la Cartuja de San Gregorio en el siglo XVI-Una visión de la santa Jerónima Nadal-La señorita Mema-Musarañas).

-Los piratas de los barrios bajos, Madrid, El Libro Popular nº 13, 1-IV-1913.

-Los toros, Madrid, La Novela Artística nº 1, 1924.

-Martín, el de la Paula en Alcalá de los Panaderos, La Novela Mundial nº 34, 4-XI-1926./Alcalá de Guadaira, I. B. Cristóbal de Monroy, 1981.

-Misa de botón quitao, Madrid, La Novela Corta nº 380, 17-III-1923.

-Musarañas, La Novela para todos nº 16, Madrid, 7-VII-1916.

-Nervios de la raza, Madrid, Imprenta Sáez Hermanos, 1915./Colección Cumbre, Madrid, 1947. (Es edición ampliada, que incluye artículos sobre América)./Barcelona, Hispanoamericana de Ediciones, 1947.

-Notas de un voluntario. Guerra de Melilla, Madrid, Imprenta de Primitivo Fernández, (Primera Serie, 1909) (Segunda Serie, 1910).

-Novelas escogidas, Madrid, El Grifón de Plata, 1956.

-Oros viejos, Madrid, La Novela Corta nº 353, 9-IX-1923.

-Pan y toros, Valencia, Sempere, s. f. (1913).

-Piel de España, Madrid, Biblioteca Nueva, s. f. (1917-18).

-Raíces de España, (Antología con fragmentos de «Nervios de la raza», «Castillos de España», «Piel de España», «España, nervio a nervio», Raza y alma», «Taurobolios y verdades contrastadas»,   «España, fibra a fibra») [2 tomos], Madrid, Fundación Central Hispano, 1997.

-Rayito de luz, Madrid, La Novela Corta nº 321, 4-II-1922.

-Raza y alma, Barcelona, B. Bauzá, 1926. (Hay, al parecer, edición guatemalteca con el título Alma y raza. V. Diario íntimo pp. 332, 336 y 365).

-República y flamenquismo, Barcelona, Antonio López, 1912 y 1932.

-Satanás en Roma, Buenos Aires, Ed. Julio J. Centenari, s. f. (Se trata de una reedición, a todas luces pirata, de «Satanás en Roma durante un cónclave», incluida en Vidas de santos, diablos,  mártires, clérigos y almas en pena).

-Semana Santa en Sevilla, Madrid, Renacimiento, 1916./Sevilla, Universidad de Sevilla, 1991.

-Señoritos, chulos, gitanos y flamencos, Madrid, Renacimiento, 1916.

-Taurobolios y verdades contrastadas. Hombres e ideas de América y España, Nascimento, Santiago de Chile, 1931.

-Tríptico de Potosí (Una breve antología de escritos de Eugenio Noel, Ernesto Giménez Caballero y poema de Alberto Saavedra  Nogales), Potosí, Editorial Potosí, 1956.

-Un espíritu que no tiene cuerpo, Valencia, La Novela con Regalo nº Extraordinario, 1917.

-Un toro «de cabeza» en Alcorcón, Madrid, Novelas y Cuentos nº 339, 30-VI-1935.

-Vida de un fenómeno, Madrid, El Libro Popular nº 52, 30-XII-1913.

-Vidas de santos, diablos, mártires, clérigos y almas en pena, Madrid, Renacimiento, 1916. (Contiene: La Egipciaca-Entre Dareya   y Damasco-Las bodegas del monasterio de Pujet-Simona de Antioquía-Satanás en Roma durante un cónclave-Monte Casino en San Germano-Sírico Silíceo, virgen y mártir-Hoy se saca ánima-Cómo trasladaron los ángeles la Santa Casa de Loreto-La venerable Madre María Francisca de Champiñón).

  *Doy en esta ocasión la lista de obras por orden alfabético, a causa de haber sido ya publicada por Abelardo Linares (1988) una excelente bibliografía del autor con criterio cronológico. Añado cuatro obras en aquella fecha no localizadas por el erudito librero sevillano y las reediciones publicadas desde entonces.

                                                    B I B L I O G R A F Í A

-ABATI, Joaquín y Antonio PASO, España nueva (profecía en un acto y varios cuadros con música de Vicente Lleó, estrenada en el Teatro Apolo de Madrid el 7-IX-1914), Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1914.

-ABELLÁN, José Luis, Historia crítica del pensamiento español, 5/II. La crisis contemporánea (1875-1936), Madrid, Espasa Calpe,   1989, pp. 335-343.

-ALÁIZ, Felipe, «El hijo de la lavandera», Tipos españoles, III, París, Umbral, 1965, pp. 85-90.

-ALFONSO, José, «El caso de Eugenio Noel» El Sol, Madrid, 26-VI-1936.

-, Siluetas literarias, Valencia, Prometeo, 1967, pp. 133-138.

-ANDÚJAR, Manuel, «Evocación de Eugenio Noel», El Mundo, Madrid, 9-XII-1990.

-ARJONA, D. K., «‘La voluntad’ and Abulia in contemporary spanish deology», Revue Hispanique, LXXIV (1928), vol. 74, pp. 573-672.

-ASTRANA MARÍN, Luis, «La olma de Pedraza»,  El libro de los plagios, Bibl. Ariel s. f. (1920), pp. 145-149.

-AYALA, Pascual, «Recordando a Eugenio Noel», El Liberal, Murcia, 7-V-1936.

-AZORÍN, «Eugenio Noel y ‘Toritos, barbarie'», Los valores literarios, Madrid, Renacimiento, 1913, pp. 247-258.

-BACHOUD, Andrée, Los españoles ante las campañas de Marruecos, Madrid, Espasa, 1988.

-BARREIRO, Javier, «Andalucía en las crónicas viajeras de Eugenio   Noel», Oralidad y escritura en andaluz, Letras de la Subbética, Iznájar (Córdoba), 1998, pp. 181-200.

-BARRIOBERO Y HERNÁN, Eduardo, «Eugenio Noel», La Palabra Libre nº 23, Madrid, 14-V-1911.

-BER, Alejandro, «La España del porvenir. Eugenio Noel-Prudencio Iglesias», Madrid, La Palabra Libre nº 17, 2-IV-1911.

-BERGAMÍN, José, «Las ínfulas del flamenco», Al volver,  Barcelona, 1962.

-BUENO, Manuel, «Antonio de Hoyos y Vinent», Madrid, La Novela Corta, Número Índice, Junio 1916.

-CABA, Pedro, Eugenio Noel. Novela de la vida de un hombre intenso. Redactada según las notas autógrafas de su «Diario», América, Valencia, s. f.

-CABA LANDA, Carlos y Pedro, Andalucía, su comunismo y su cante jondo; tentativa de interpretación, Madrid, Edit. Biblioteca Atlántico, 1933. 2ª ed. Universidad de Cádiz, 1988.

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-CAMBRIA, Rosario, Los toros: tema polémico en el ensayo español del siglo XX, Madrid, Gredos, 1974.

-CAMÍN, Alfonso, Hombres de España y América, Madrid, Imprenta   Militar, 1925, pp. 209-217.

-CANSINOS ASSÉNS, Rafael, «Los intelectuales: Eugenio Noel», La Nueva Literatura. Las Escuelas, Madrid, 1925, pp. 105-119.

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-CHABÁS, Juan, Literatura española contemporánea 1898-1950, La Habana, Pueblo y Educación, 1980, pp. 253-255.

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-, Automoribundia (1888-1948), I, (2ª ed.), Madrid, Guadarrama, 1974.

-, Retratos contemporáneos escogidos, Buenos Aires, Sudamericana, 1968, pp. 447-457.

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-, Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias (2ª ed.), Madrid, Tebas, 1979, pp. 175-179.

-GONZÁLEZ RUANO, César y Francisco CARMONA NENCLARES, Eugenio Noel, Madrid, Renacimiento, 1927.

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-GRANJEL, Luis, S., «La novela corta en España», Cuadernos hispanoamericanos nº 223, Madrid, junio 1968, pp. 477-509.

-, Eduardo Zamacois y la novela corta, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1980.

-GUILLÉN, Alberto, «Eugenio Noel», La linterna de Diógenes, Madrid, 1921, pp. 60-66.

-GALÁN, Ricardo, «Eugenio Noel», Alerta, 25-V-1949.

-GÓMEZ HIDALGO, F., «Eugenio Noel», El Liberal, 13-I-1910.

-GUZMÁN, Antonio, «‘El picador Veneno y otras novelas’ por Eugenio Noel», Patria, Jaén, 24-IX-1927.

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-IRISARRI JUSTE, Rosario, Introducción a Amapola entre espigas, Madrid, Hipólito Escolar, 1980, pp. 9-52.

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-LINARES, Abelardo, Prólogo y bibliografía a Tres novelas taurinas del 900, Valencia, Diputación Provincial, 1988, pp. 9-24 y 37-41.

-LÓPEZ PARRA, Ernesto, «Un gran escritor que desaparece. Noel y su obra», Heraldo de Madrid, 29-IV-1936.

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-NORA, Eugenio G. de, La novela española contemporánea, T. I, Madrid, Gredos, 1965, pp. 285-298.

-OROZCO, Manuel, «La caducidad de un escritor», Ínsula nº 247, Madrid, junio 1967, p. 9.

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-ZARRALUQUI VILLALBA, Julio, Cuatro redacciones y una guerra La vida y la época de un periodista, Barcelona, Autor, 1968, pp.   19-21.


    [1] Cf. Francisco Carrasquer, «La literatura española y sus ostracismos», Cuadernos de Leiden nº 7, Universidad de Leiden, 1981.

    [2] Este calificativo, y otras valoraciones igualmente miméticas de un criterio interesado, le otorga José Sánchez Reboredo [1985], autor del único trabajo de cierta extensión que conozco sobre España nervio a nervio que, por otra parte, contiene observaciones atinadas e interesantes.

    [3] Ya en pruebas este libro, Andrés Trapiello da cuenta de la adquisición de este material por parte de un librero madrileño y de la inexcusabilidad cultural de su conocimiento. Trapiello [2000].

    [4] Diario íntimo, pp. 269 y 373.

    [5] También a editar un semanario antiflamenquista de gran densidad y contenido intelectual, redactado prácticamente en su integridad por el propio don Eugenio. Con el nombre de El Flamenco aparecieron tres números entre el 12 y el 26 de abril de 1914. Obligado a cambiar de cabecera a causa de diversas insidias, del 10 de mayo al 7 de junio, aparecieron cuatro números más con el nombre de El Chispero, todos ellos con apretado y abundante texto y ampliamente ilustrados.

    [6]  Las excepciones son: Félix Grande, que acomete una discutible interpretación en su, por otra parte, excelente Memoria del flamenco II, pp. 454-459 y Manuel Urbano, La hondura de un antiflamenco: Eugenio Noel.

    [7] Diario íntimo, Tomo I, p. 212.

    [8] La primera edición se titula, asimismo, Notas de un voluntario. Guerra de Melilla, Primera serie, 1909. Imprenta de Primitivo Fernández, Madrid, 1910. La segunda, completa, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado, Talleres tipográficos de La Neotipia. Barcelona, 1912.

    [9] Podrían citarse también con justicia las crónicas de Ciges Aparicio, Entre la paz y la guerra (Marruecos), El blocao de José Díaz Fernández y el segundo tomo de La forja de un rebelde de Arturo Barea.

    [10] La repercusión de estas campañas fue grande pero tanto sus detractores como la proverbial chunga española convirtieron a Noel en un prototipo de personaje pintoresco y un punto alienado, al menos para el gran público. Los molinos de viento contra los que debía luchar tenían aspas que llegaban lejos. Buena muestra de hasta donde se extendió esta consideración es España nueva (V. Bibliografía), pieza del género chico estrenada en 1914, donde en su última escena aparece el personaje de Nobel, interpretado por Ortas (hijo), evidente trasunto de don Eugenio: El gobernador civil ha sufrido un atentado: al apearse de la jardinera para entrar en el hotel, un sujeto le arrojó una banderilla de fuego, aunque no padece más que un ligero tueste. Cuando uno de los personajes pregunta por el autor del atentado aparece el tal Nobel:

Nobel:   Servidor de ustedes.

Todos:   (Con terror) ¡¡Nobel!!

                          Música

Nobel:  Yo soy Nobel.

Todos:  ¡Es él, es él!

Nobel:  De los flamencos

        el terrorista

        soy literato,

        soy publicista.

        Yo soy Nobel.

        ¡Es él, es él!

        Soy el Apóstol

        del siglo veinte,

        y voy en contra

        de la corriente;

        a mí los cuernos

        no me entretienen

        y odio a los caracoles

        porque los tienen.

        Yo por el caballo

        mi defensa pongo,

        no está bien que el toro

        le saque el mondongo 

        ni obligarle que luego al andar,

        se lo pise como es natural.

        Las tripitas, no.

Todos:  Las tripitas, sí.

Nobel:  El redaño

        me hace daño

        francamente a mí.

        ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

Nobel:  Yo pierdo la calma,

        y hasta mi sosiego,

        cuando a un toro huído

        se le pone fuego:

        pues quemarlo resulta una acción,

        de los tiempos de la Inquisición.

        Chicharrones, no.

Todos:  Chicharrones, sí.

Nobel:  Que proteste

        de ese tueste

        todo el mundo aquí.

Todos:  ¡Qué barbaridad!

        Cállese porque

        al oírle,

        es pa’decirle

        que se alivie usté.

                         Hablado

Vicente: ¿De modo  que te confiesas autor del atentado?

Nobel:   De éste y de todos los que quedan. Ahora que esto no quita para que particularmente tenga el honor de saludar al divino José.

         (Le tiende la mano).

José:    (Dándosela). Gracias, Nobel.

Nobel:   ¿Toreas mañana?

José:    Mañana.

Nobel: ¿Cuántos matas tú solo?

José:    Doce.

Nobel:   Habrá propina.

José:    Una ternera.

Nobel:   ¿Ternera?… Voy a coger un asiento… de sombra si quedan todavía. (Medio mutis).

Vicente: (Sujetándole) Usted donde va ahora mismo es a la sombra.

Nobel:   Pues ahí no quiero ir.

Vicente: Digo a la cárcel, de donde no va usted a salir hasta que se le caiga el pelo.

Nobel:   (Con gallardía) ¿Y qué me importa? Vuestra tiranía hará más simpática mi causa. España me lo agradecerá.

Condesa: España está hoy mejor que nunca.

Nobel:   ¿Mejor? Miren ustedes la portada de mi nuevo periódico.

         (Se abre el telón de foro y aparece un forillo grande en que se verá pintado un trozo de anfiteatro romano, ocupado por ingleses, franceses, alemanes, rusos, japoneses, etc., ataviados con vistosos uniformes, y en actitudes trágicas de terror. En el centro del redondel, un hermoso toro, llevará entre los cuernos una figura de matrona, tal como se representa a España, con túnica, corona, etc.).

Todos: ¡Cogida!…

Nobel: Cogida. Y aunque por ahora no sea de consecuencias, quién sabe si llegará un día en que los vendedores pregonen: «la cogida y muerte de España».

         (Al público)

         No se olviden ustedes

         de que esta fiesta española

         ningún gobierno la abole

         ni nacerá quien la abola.

         Pero en fin, si han conseguido,

         no amargarte la velada,

         en nombre de ellos te pido,

         lo de siempre, una palmada.  (pp. 37-39).

    [11] Cito por la primera edición.

    [12] «Aquí descansan los restos de don Francisco G. Barnés y Tomás, doctor en Teología y Filosofía y Letras, Licenciado en Derecho, catedrático numerario de esta Universidad literaria. Fue sacerdote católico. Mientras creyó en el dogma practicó los actos de la religión con dignidad y escrupuloso respeto. Cuando, después de maduro examen y ejercicios continuados de razón, dejó de creer en el orden sobrenatural (que juzgó fantástico), su carácter sincero no le permitió continuar una vida interior, farisaica, burlando y explotando la credulidad de las gentes. Prosiguió a la Naturaleza, nuestra común madre. Contrajo matrimonio con digna mujer. Fue padre de familia, cuyos deberes no descuidó un instante. Y en el trato con toda clase de personas se ofreció como hombre sin fuero ni privilegio religioso. Fue demócrata por convicción. No creyó en otros milagros que en la instrucción y trabajo humanos. Murió en la paz de Dios el día 5 de Marzo de 1892, a los cincuenta y ocho años de edad». (Op. cit., pp. 137-138).

    [13] El concepto noeliano de Raza, escrita así con mayúscula, de evidentes reminiscencias regeneracionistas, es omnipresente y recurrente en nuestro escritor. Un estudio para su correcta categorización requeriría un largo, difícil y ambicioso análisis. Poco válidas son las aproximaciones de Ángeles Prado [1973]. Ciertas contradicciones de Noel en su caracterización, por otra parte normales en tan larga y sobresaltada producción literaria, hacen más complicado su afrontamiento.

    [14] Diario íntimo, Tomo I, pp. 373-375.

    [15] Ibidem, Tomo I, p. 379.

    [16] Así relata la gitana Custodia el fin del chiquillo: «Ese estornúo de hombre la diñó; ea, a bailá con la jalusa. Se le trasconejó al gurripatiyo un trapicheo del buche, y ya le ha dao la puntiya er doctó de lo forense…» (p. 371).

    [17] Hay otras dos ediciones (1952, 1963).

    [18] Noel escribe en enero de 1918: «Arreglo dos tomos de España, nervio a nervio; veremos si alguien se atreve a editarlos». Diario íntimo, Tomo II, p. 128.

    [19] De nuevo en su Diario íntimo, tomo II, p. 347, escribe en abril de 1924: «Recibo aquí [Bogotá], comprados, dos ejemplares de mi España, nervio a nervio, editado por Calpe, pero a cuyo libro le falta la mitad del original que tiene 314 páginas».

    [20] Ibídem, pp. 275 y 278.

    [21] V. José María Iribarren, El porqué de los dichos, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 408-410.

    [22] V. Diario íntimo. Tomo II, p. 186.

    [23] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [24] Ibídem, Tomo I, p. 288.

    [25] Ibídem, Tomo II, p. 70.

    [26] Ibídem, Tomo II, pp. 79, 82 y 96.

    [27] Ibídem, Tomo II, p. 203.

    [28] Ibídem, Tomo II, p. 304.

    [29] Ibídem Tomo II, p. 188-189.

    [30] Ibídem, Tomo II, p. 217.

    [31] Ibídem, Tomo II, p. 192.

    [32] Ibídem, Tomo II, p. 270.

    [33] En este aspecto es auténticamente dantesca la descripción que hace del trabajo de un molinero en el artículo «La muerte del maestro», comentado anteriormente.

    [34] Diario íntimo, Tomo II, p. 192.

    [35] Famoso escenógrafo, autor de un decorado para Carmen, en versión estrenada en Dinamarca, para el que tomó apuntes, acompañado de Eugenio Noel, en una cueva de Alcalá de Guadaira.

    [36] Cf. Eduardo Molina Fajardo, Manuel del Falla y el Cante Jondo, Granada, Universidad de Granada, 1990. José Blas Vega y Manuel Ríos Ruiz, Diccionario enciclopédico ilustrado del Flamenco, Tomo I, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 194-198. Jorge de Persia, I Concurso de Cante Jondo, Granada, Archivo Manuel de Falla, 1993.

    [37] V. Diario íntimo, Tomo II, pp. 332, 336 y 365.

    [38] V. el artículo «Un rincón de Marchena», perteneciente a Aguafuertes ibéricas, comentado más arriba.

    [39] V. la excelente descripción del mismo que hace el especialista José Blas Vega en Los cafés cantantes de Sevilla, Madrid, Cinterco, 1987, pp. 85-91.

    [40] Diario íntimo, Tomo II, p. 282.

    [41] En las menciones literarias de Noel a esta figura del cante siempre sustituye su nombre auténtico por el de Martín. Su verdadero nombre fue Joaquín Fernández Franco (Alcalá de Guadaira, 1875-1933). Esquilador de oficio es considerado como uno de los maestros fundamentales del cante grande, destacando en las soleares. De gran autenticidad e ingenio, los recuerdos de quienes le conocieron están llenos de admiración hacia su originalidad, bonhomía, pintoresca personalidad y genio en el arte. V., por ejemplo, Manuel Ríos Ruiz y José Blas Vega, Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco, Tomo II, Madrid, Cinterco, 1988, pp. 574-576 y Ángel Álvarez Caballero, Historia del cante flamenco, Madrid, Alianza, 1981, pp. 86-90.

    [42] Publicada en 1926, y hace unos años (1981), reeditada y ya agotada, por Enrique Rodríguez Baltanás en el pueblo natal del cantaor, Alcalá de Guadaira, V., también, Rodríguez Baltanás [1988].

    [43]  En la última década, el interés se ha reavivado relativamente y una de sus obras ha merecido su inclusión en una colección mayoritaria, aunque destinada a un público estudioso: Las siete cucas, edición de José Esteban, Madrid, Cátedra, 1992. También fue reeditada, Semana Santa y Sevilla y una antología, Raíces de España, preparada por Andrés Trapiello. (V. Bibliografía).

Sabio total, Secretario perpetuo de la Real Academia Española, magnífico cuentista, hombre de una bondad ingénita aunada a una lucidez insobornable, tuvo la paciencia de honrarme con su amistad y un profuso epistolario. Planteada como cuestionario para mejor precisar las ideas, esta entrevista se publicó eEl Bosque nº 10-11, Monográfico «España, primer tercio de siglo», enero-agosto 1995 , pp. 47-55.

                                                                                                                                                                                                                                                                                      

P: Conservamos miles de testimonios literarios, se pueden consultar muchas de las publicaciones de la época que, por otra parte, no ha sido de las menos afortunadas en interpretaciones y análisis por parte de historiadores y estudiosos, tenemos imágenes fotográficas y cinematográficas, cientos de memorias y testimonios históricos que a él se refieren. ¿Cree usted, sin embargo, que tenemos una imagen fidedigna de la vida española en este período?

R: Sí, existen muchos testimonios y han sido bastante aprovechados. Sin embargo, no creo que conozcamos bien la vida de ese tiempo (por otra parte, cambiante, pues es de amplios límites). Hace mucha falta leer entre renglones de cuanto conocemos. La vida interior de aquella sociedad, creo yo, fue, ante todo, de una pobreza general, llevada muy dignamente, con alegría casi, pero no la encontraremos apenas en esos testimonios existentes. Hay que rever el género chico, algunas novelas secundarias de esas que, por llamarlas de algún modo, las bautizamos como barojianas. Hay que releer la poesía burlesca, abundante y significativa, la vida judicial, la hipocresía religiosa tan pimpante y tan bien vista por la burguesía. El cine fue siempre muy literario (y de mediocre literatura), o muy soñador de riquezas, fachada, vanidad, torpe imitación de lo que se creía europeo (tenga presente que los viajes fuera del territorio nacional pertenecían a una pequeña minoría de adinerados o a los que por una u otra razón desempeñaban excursiones oficiales. La creación del Patronato Nacional de Turismo es prueba de que es cosa en sus comienzos. Sé de alguien que estaba en París al estallar nuestra guerra: cinco días, 500 pesetas, y poquísimos podían hacerlo). Añada usted que la minoría adinerada era bastante inculta, sobre todo en materia de auténtica historia: todavía en 1903 se demolió un humilladero precioso en Madrid, el que da aún nombre a la calle, y era posible la exportación de obras de arte capitales poco menos que a precio de saldo (el Van der Goes de Monforte, Los Grecos de San José de Toledo, etc.).

P: Usted es uno de los mayores conocedores de la lengua popular de la época ¿El reflejo literario de la misma le parece suficiente o pálido? Pese a la inmiscuición en lo popular de tantos de nuestros escritores ¿no le parece que hay registros que han quedado prácticamente fuera de lo literario?

R: Es pregunta de difícil respuesta. Creo que no. Yo recuerdo muy bien la existencia de dos lenguas. Una, la de la calle, la que empleábamos entre amigos, estudiantes, lecturas sucias que se vendían en la puerta de los cines (“¡para entretenerse en los descansos…!”), lengua llena de argot, gitanismos y ruralismos. Todos los madrileños teníamos un pueblo como referencia, venían a vernos los parientes del pueblo, veraneábamos en el pueblo, las cosas buenas de comer eran regalo del pueblo… Y eso estaba en la lengua. Y al lado, otra lengua, la oficial, la que ensayábamos para los exámenes, para recitar las lecciones, la empleada en reuniones y saraos (había aún saraos, en casa de una de las amigas de la pandilla, con la merienda a escote). El escritor partía de la idea de una lengua “superior”, exquisita, para su trabajo, sin acabar de entender que la excelsitud la hacía él, al manejar esa lengua corriente a su manera. Ahí está la base de Ricardo León, y de tantos otros que no llegaron a publicar. Ponga usted ahí la mayor parte de las redacciones escolares, que destilaban miel, pólvora patriótica y necedad. Se tenía santo horror a lo “paleto”, especialmente en Madrid, que se defendía así de su condición lugareña. Esto dificulta, por falso prurito de superioridad, el conocimiento y la valoración de ciertos ritos: el ordeño de las burras de leche en el portal (la leche se empleaba contra la tuberculosis, igual que el caldo de perritos; hacia 1918 o así, con la Guerra grande, se empezaron a vender pastillas de leche de burra, ¿Qué tendrían?); tampoco sabemos los pregones, la lengua de los oficios (deshollinadores, carboneros, floristas, mieleros o meleros, paragüeros, vendedores de teas para encender la lumbre, estereros… Era fiesta nacional el día de poner las esteras en las oficinas públicas). Recuerdo que todavía en 1932-34, se veían por las calles gentes con el traje tradicional, regional, y se entablaban vivas discusiones por reconocer el origen. Era una expedición al desbarre, excepto si eran lagarteranas. ¿Y las cambiantas, que proporcionaban calderilla, noventa céntimos por una peseta…? ¿No ve ahí una prueba de cómo funcionaba la hacienda de muchas familias? ¿Sabía usted que los inmigrantes madrileños se reunían en sitios concretos según el origen, como “naciones” medievales? Los asturianos, por ejemplo, acudían todos los días de fiesta a la Florida, al costado de la ermita. Allí vi yo bailar por vez primera la danza prima, y hasta intenté incorporarme a un coro. Sí, el reflejo literario de aquella sociedad es muy pálido.

P: Uno de los fenómenos más apasionantes de este tiempo lo constituye la convivencia de la España Negra, de la mugre, la brutalidad, la injusticia y la miseria más espeluznante con una inquietud compulsiva por encaramarse al carro de la modernidad que, por otra parte, tiene abundantes reflejos, en las artes, las modas, el espectáculo y la vida cotidiana de, al menos, algunas minorías. En cierta medida, ¿no ha predominado en los intérpretes la atención a la segunda de estas vertientes en detrimento de lo que constituía la realidad de la más amplia mayoría de nuestro pueblo?

R: Esa convivencia se ha dado siempre. Lo insinúan los Avisos de Barrionuevo en el XVII, los hay en el XVIII, se adivinan en los dibujos de Goya. Las depuraciones políticas del XIX fueron un buen caldo para eso, sin barreras precisas. Y en el paso del XIX al XX, los crímenes han sido horrendos, muy “negros”. El del Capitán Sánchez, sin ir más lejos. Llegó a decirse que comió carne de alguna de sus víctimas. Casi nada. O el de la Justa, o el de doña Baldomera. Hace unos años, Calpe comenzó a editar una serie dedicada a estos primores. Bastante bien hecha. Y al lado de esta variante brutal, los hay de la mejor tradición escénica clásica. Próximo a mi casa, en la calle Don Pedro, calle de viejos palacios, quedaba un resto de ese vecindario. Un día, el señor volvió a su casa sin respetar la sana rutina, y se encontró a su mujer en pleno adulterio. Pues igualito que en Los Comendadores de Córdoba: el agraviado despachó a la infiel, a su cómplice, a las criadas, no sé si a algún hijo, y a los animales domésticos pobrecillos, dígame usted qué culpa tendrían de los furores de la señora… Y esto en los años veinte ya, y a un paso del Palacio Real y de la Catedral. Mire, eso de embarcarse para la modernidad es un camelo como la Telefónica (es lo que decíamos para encomiar el tamaño de la cosa, nos parecía que no podía haber en el mundo nada mayor que el rascacielos de la Gran Vía….). Recuerde usted el permanente conflicto de la Infanta Eulalia con la familia real y con su marido… Y más: con el gobierno, cuando tuvo que ir a Cuba, sabiendo ella la realidad y adiestrada por los gobernantes con los prejuicios y la tozudez oficiales… Hoy mismo, ¿cree usted en eso, con lo que estamos viendo? Hablaríamos y no acabaríamos de hablar sobre esta ficción de la modernidad. Esta manía de lo moderno es la que nos ha llevado a creernos que los antibióticos que tomamos los hemos hechos nosotros, los hemos parido; los automóviles que llenan las calles son fruto de nuestro talento, etc. También es de nuestro talento la democracia que vivimos, y ya ve… ¡Un jamón…! Se me olvidaba: dos ejemplos de crimen tradicional y a la moderna: el asalto al expreso de Andalucía y el de la niña Hildegart, a la que quiso su madre modernizar…

P: Parece que la Gran Guerra puede considerarse como un punto de inflexión y que de ella surge en España una actitud distinta mucho más lanzada hacia afuera, hacia la “modernidad” y la deseada o malhadada europeización. ¿Se vivió así en la calle o es sólo una interpretación fácil?

R: Eso es conclusión sacada “después”, al mirar el contexto. Yo he pensado siempre que la extinción de los hábitos decimonónicos tiene en España una fecha: la huelga revolucionaria de 1917, a pesar de la torpe resolución que Alfonso XIII le dio. Sin duda alguna, lleno de miedo ajeno y viejo de sus cortesanos consejeros, que no eran unos genios precisamente. Por ese tiempo es el mayor empuje de la Junta para Ampliación de Estudios, la reorganización de la Justicia, la lucha contra el caciquismo, la penetración las ideas pedagógicas de la Institución en toda la Enseñanza. Y de la concepción de la Universitaria madrileña y de la auténtica autonomía universitaria. Pero la gente seguía viendo la Parada en Palacio, asistía a la promulgación de las bulas por las esquinas y yendo al teatro los más, al cine los menos. La modernidad para la calle fue el metro y los juegos de agua y luz en la Exposición de Barcelona.

P: En Europa, por entonces, se está viviendo, que no hablando, de la “belle époque”, de vanguardias, de psicoanálisis y otras hierbas. Aquí también, pero todo entreverado en una suerte de costumbrismo. Es decir, que conviven Gómez de la Serna con Fernando Mora; Bergson o Keyserling con los romances de ciego, o el crimen de Cuenca con la Residencia de Estudiantes. ¿Era éste un país así de dinámico, así de singular o no era para tanto?

R: Creo que en lo dicho en el apartado anterior va incluido éste. Algún día le contaré cómo hablaban las gentes que representaban a la Residencia, lugar donde los madrileños nos íbamos civilizando (el Ateneo y los cursos libres del Centro de Estudios Históricos o de la Universidad colaboraban en la misericordiosa tarea). Todo lo bueno, lo enormemente bueno que eso representaba era cáscara: por eso se hundió estruendosamente, de golpe y porrazo, con la conmoción de la guerra civil. Después ha venido una seudoliteratura mitificadora, pero tan hueca, que acaba por retumbar de mala manera. ¿No ha notado que en estos años de mirada atrás ha brotado más institucionistas que soldados movilizó Napoleón? ¿Quién recuerda la Exposición surrealista de Canarias, etc?

P.: La música popular y el teatro constituían por entonces, con los toros, las diversiones más constantes de los españoles. Sin embargo, todo lo que nos queda son referencias y muy pocos se han acercado a dilucidar lo que pudo significar todo ello en el inconsciente colectivo o en la vida diaria de las gentes de la España primisecular. ¿Cuáles serían a su juicio, las tareas investigadoras más urgentes que habría que afrontar en esos terrenos?

R.: Lo de los toros exige un estudio claro, detenido. Habría que destacar el cambio en la personalidad de los toreros, que de puros entes vivos pasan a personas con sensibilidad y hasta con una cultura muy respetable. (Aún podrá usted apreciar, en muchos casos, la dignidad con que habla un torero frente a la insustancialidad del entrevistante. Hay excepciones, claro). Pero algo pasa cuando en estos tiempo de que hablamos los toreros andan revueltos con intelectuales: Ortega, Pérez de Ayala, Valle Inclán… No digamos el caso aparente de Sánchez Mejías… Dicotomía torera: Zuloaga, Vázquez Díaz. Y frente a estos, Solana.

P.: El mundo del periodismo es algo tan vivo, tan difuso, tan efímero que no parece que tengamos un panorama adecuado, una visión conjunta de sus vicisitudes y trascendencia. ¿Se trata de desinterés hacia este género en el que estuvieron todos los que son y muchos más, de una imposibilidad de penetrar en un mundo tan lejano al actual, tan inabarcable y variopinto?

R.: Creo que el periodismo es primordial. Hay libros capitales que han sido artículos de periódico: “Azorín” es paradigmático. Esto produjo una elevación del lenguaje general. Y de la gimnasia mental: caso Unamuno. Pero siempre en dos, tres periódicos (ABC, El Sol, El Liberal. No se ha estudiado con rigor el papel de Los Lunes del Imparcial. Al lado de esto hay una producción nefasta, ignorantona, etc. Hubo críticos muy serios: Gómez de Baquero, Gamero, Ciges… En fin, eso se ha estudiado muy poco. Una prueba: Fernández Almagro ya vio cuando salió Tirano Banderas la presencia de las crónicas de Indias: la cita, demuestra que sabía bien de qué hablaba.  Bueno, pues años después, nos sale por ahí un sabiete de revista científica que publica lo mismo como un gran hallazgo, del que se deduce su enorme talentosis … Bueno.

P.: Zamora Vicente es el maestro indiscutible en el estudio de la obra maestra nuestro siglo literario, Luces de bohemia, de la que está preparando una reedición muy ampliada. ¿Qué novedades destacan en este nuevo acercamiento?

R.: Tengo todo parado. Hay circunstancias extraliterarias que me condicionan. Desde luego reconsideraré muchos aspectos de la lengua empleada, que voy conociendo mejor.