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Sorprendentemente el cincuentenario de la muerte de Raquel Meller, que hoy 26 de julio se conmemora, está teniendo más reflejo periodístico del que haría presagiar el olvido de la artista en los últimos decenios. Tal vez,  a raíz de la exposición de la Biblioteca Nacional, que publicita mucho más de lo que ofrece.

De cualquier modo, bienvenido sea el ruido aunque no haya, que yo sepa, ningún trabajo de investigación en curso, que sería lo que deberían propiciar todas estas conmemoraciones.

Como, sobre la turiasonense he colgado en los últimos meses una nota biográfica: https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/11/01/raquel-meller/ y un artículo: https://javierbarreiro.wordpress.com/2012/06/08/raquel-meller-el-misterio-y-la-gloria/, se me ocurre hoy publicar, corrigiendo alguna pequeñez, uno de los capítulos (pp. 50-65) de mi libro Raquel Meller y su tiempo, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 1992, agotado pero todavía conseguible en foros de coleccionismo y libro viejo.

Algunos de sus contenidos los reescribiría hoy, pero el libro tiene veinte años y, salvo la labor de reivindicación acometida en Tarazona por Lolín Calvo y el excelente trabajo teatral de Hugo Pérez y la compañía Tribueñe en la comedia musical «Por los ojos de Raquel Meller» , no hemos avanzando mucho en la difusión de la artista y prácticamente nada en la investigación sobre su peripecia. Como no hay mal que cien años dure, recurriendo al socorrido refranero, esperemos que en los próximos cincuenta años las cosas cambien.

Raquel Meller-1

DEBUT TRIUNFAL EN EL ARNAU. CONSOLIDACIÓN COMO PRIMERA FIGURA DE LAS VARIETÉS EN ESPAÑA

Casi todos los artistas ienen una fecha en su biografía que recuerdan como la clave de su ascensión y éxito. Para Raquel esta efemérides se produce el 16 de Septiembre de 1911, fecha en la que se presenta en el teatro Arnau, como principal estrella de un programa en que se anuncian «25 debuts».

 Por entonces, este teatro aún sobreviviente era un music-hall con residuos de café-cantante en el que la consumición costaba por la tarde dos reales y por la noche el doble. Raquel comenzó cobrando cien pesetas diarias -la asignación de una cupletista normal no pasaba de dos duros- y fue anunciada en el programa como «estrella indiscutible en el orbe entero. Unica y exclusiva coupletista monologuista que ha obtenido la nota de sobresaliente e inimitable en toda la prensa española». Detrás de ella en importancia figuraba Tina Meller, «notable y hermosa coupletista que ha hecho temblar a media humanidad».

 A la sazón, su repertorio consta de canciones de inspiración autóctona y también francesa e italiana. Algunos títulos son: «Los balones», «El Firulí», «La más linda de la aldea», «Cómo es el amor», «Ecos del mundo» o el «Ven y ven»,el primero de sus grandes éxitos que, por cierto, y esto es una constante en muchas de las canciones con que triunfó Raquel, había sido ya estrenada por otra artista, en este caso, La Goya.

  Por primera vez en la historia del local, dos hileras de bombillas anunciaban en la fachada el nombre de la estrella, R. MELLER. El teatro, de la mano de su propietario, un próspero comerciante de corsetería, se había remozado el verano anterior y buscaba un aporte de originalidad que su empresario, el señor Arnau, cifró en la actuación de una Raquel Meller cada vez con mayor número de seguidores. Efectivamente, ya no necesitaba del escándalo en el atuendo o en las letras sino que, precisamente, la intención era acercar el cuplé a públicos más remilgados.

Teatro Arnau hacia 1905

 Una mayor sobriedad, una mayor propiedad y, quizás, una belleza más espiritual lejos de los excesos carnales de otras artistas de variedades fueron las bases sobre las que se cimentó el éxito. También, obviamente, en la exquisita modulación de la voz, en la perfecta dicción que permitía -cosa poco frecuente- seguir con todo detalle el argumento de los textos y en el sentimiento de la interpretación. Así, fue la primera cupletista que se atrevió a llorar mientras cantaba en el escenario. Sucedió durante 1916 en el Trianon madrileño interpretando “Mala entraña”[1]. El jaranero auditorio, lejos de estallar en carcajadas, prorrumpió en una ovación estruendosa. La sensibilidad de Raquel le permitía acometer lo que en otras no se toleraba. Luego, como en tantas ocasiones ocurrió, sus caminos fueron seguidos por muchas colegas lo que hacía que se la llevaran todos los diablos. Y, sin embargo, ella no tenía empacho alguno en recrear canciones hechas para otras artistas lo que fue una constante en su trayectoria. Bien es cierto, que las reinterpretaba perfeccionándolas y muchos de sus mayores éxitos son originales de otras cancionistas pero, por ejemplo, Mercedes Serós, que fue su más directa rival en los años veinte, siempre se jactó de no cantar jamás otras canciones que las estrenadas por ella.

 En esta época empieza a ser seguida y apreciada por intelectuales como Santiago Rusiñol, Ramón Casas o Angel Guimerá. Un diario «serio», La Publicidad, se descuelga con un encendido elogio que provoca el paso de Raquel al salón Imperio (Abril, 1912), sito en el Ensanche, y que supone la definitiva aceptación por parte del público burgués de un género antes casi maldito.

 Doscientas cincuenta pesetas diarias cobra ya la artista de abril a junio de 1912 en el citado local, donde el público, que se agolpaba en la calle en la noche de su beneficio, llegó a invadir la sala arrollando a la guardia protectora. Y Cabañas cuenta que en una función del Liceo a beneficio de la Asociación de Prensa llegó a reunir a cuatro mil espectadores. Por si fuera poco en diciembre de 1911 le habían tocado cincuenta mil pesetas en la lotería.

  Son estos primeros años triunfales de una desaforada actividad. En ocasiones llegó a actuar en dos salas distintas en sesiones de tarde y noche, (Tívoli y El Bosque), en las que llegaba a hacer tres funciones en cada una de ellas e, incluso, a acudir después de la última a poblaciones cercanas donde se la esperaba para una función de madrugada.

 Vuelve a Madrid, ahora como gran estrella, presentándose en el Romea, que había heredado del Trianon el rango de catedral del género, el 4 de Octubre de 1913 y obteniendo el mismo éxito que en Barcelona, pese a los augurios de muchos que vaticinaban su fracaso en la capital del reino.

 De esta época data su relación con Fernando Periquet, erudito de la tonadilla, que se propuso la dignificación de la copla española logrando que Raquel Meller y la Fornarina[2] incluyeran en su repertorio las tonadillas de Enrique Granados. Se trataba de una alternativa al cuplé francés en la que todavía alentaban resabios regeneracionistas.

 El cuplé francés tenía un origen culto y sus letras fueron muchas veces escritas por poetas reconocidos, cosa que no ocurría con la copla española, de clara inspiración popular. La tonadilla, en cambio, había sido acometida por escritores cultos pero prácticamente había desaparecido de la escena desde hacía lustros. Periquet, junto a otros intelectuales, emprendió este camino de reivindicación que desembocaría en la afirmación de un género que hasta la actualidad y con figuras de tanto esplendor como Concha Piquer o la propia Raquel Meller ha deparado, probablemente, las mejores letras de la canción popular española de nuestro siglo.

 Raquel, que conocía las conferencias y publicaciones de Periquet, trabó relación con el erudito que le puso en contacto con Granados. De ahí arranca la incorporación a su repertorio de «El tralalá y el punteado», «El majo tímido», «La maja dolorosa», «El callejeo» «El majo discreto», «La maja de Goya» o «Malas partidas» del maestro Aroca, junto a otras del propio Periquet. Con trajes para los que sirvieron de modelo los cuadros de Goya y decorados de Ros y Güell, fueron estrenadas en la sala Imperio de Barcelona el 31 de Enero de 1914, intentando una reproducción clásica de lienzos, tapices y obras de época que sirvieron de marco y dramatización a las adaptaciones musicales de los maestros. Raquel se preocupó más que nunca de la fidelidad histórica con visitas a los museos que contenían lienzos de Goya, consultas con literatos y artistas, amplias conversaciones con letristas y músicos y cuidando con mimo vestuario y escenografía.

 Raquel Meller, después de muchas vacilaciones sobre cuál debía ser su camino en el marco de la canción popular que le habían llevado de la sicalipsis hasta estos territorios pasando por el monólogo picante o dramático, el cuplé francés, la canción regional, la canzonetta y otros estilos, parece que a partir de 1914 adquiere un camino propio evidentemente más signado por su intuición genial que por una reflexión artística. Según Alvaro Retana, en sus primeros tiempos se advertían en su estilo reminiscencias de Olympia d’Avigny, una artista de origen italiano que, en principio, actuó con María Cores formando el dúo Las Argentinas que introdujo hacia 1907 la picante machicha brasileña. Luego, independizada, sustituyó el canto por el baile y fue más conocida por su pintoresca dicción y sus aficiones al juego y al amor lésbico. Cierto resulta que Raquel Meller ya en 1912 es la reina indiscutible de las variedades y que todos los senderos que se apresta a recorrer serán hollados con convicción y aires de pionera. Desde entonces va a ser la artista singular constantemente imitada pero que no admite comparación según reconocen la inmensa mayoría de los críticos de la época y ella misma se ocupa de recordar. Este carácter singular viene marcado, sin embargo, por una extraordinaria ductilidad. Lo mismo es capaz de adquirir, al modo de La Goya y según una moda transformista muy del gusto de la época cuyo mayor exponente fue Frégoli, distintas personalidades en sus canciones -para lo que utiliza, además del cambio de atavío y escenario, una rica gama de matices en voz y gesto- que incidir en la sobriedad elegante prescindiendo del despliegue escenográfico que venía impuesto por el triunfante music hall.

 El atuendo habitual de las artistas de la época es profuso en plumajes, mantones y perifollos lo que muchas veces llevaba a los bienhumorados plumíferos de la época a propiciar comparaciones con el pavo: «magnífica presentación y canto abominable». En cambio, Raquel incidió en la sobriedad en escena que simplificaba luces y decorados dando un mayor protagonismo a la expresividad gestual y, en segundo término, a la voz. Hay que decir que la inmensa mayoría de las cupletistas de la época cantaba en falsete y de ahí que escuchando los viejos discos de pizarra no se puedan establecer sensibles diferencias entre las características vocales de cada una de ellas que se asemejan sospechosamente. Sin embargo, los críticos de la época destacaron entre las cupletistas más conocidas -y el oyente actual coincide fácilmente con ello- a la Fornarina, Raquel Meller y Mercedes Serós. Y entre las peor dotadas a Pastora Imperio y Carmen Flores.

 Puede decirse, de cualquier modo, que Raquel, con su personalidad, es quien da carta de naturaleza a la canción unipersonal, que en España  tenía poco más de una decena de años historia y que será su aporte más decisivo. El público ya no irá únicamente al teatro a ver una representación en la que se canta o las curvas de una cupletera sino a solazarse con la excelsitud de una artista que, si no es un prodigio de voz -una de sus rivales, aludiendo a la delgadez de su emisión, la definió como «voz de mesa espiritista»-, tiene una excelente dicción, una intuitiva expresividad estética y una sensibilidad gestual que le permitirá, como dice Zúñiga, «crear la ilusión completa de una historia dramática»[3]. Aprovechando sus cualidades interpretativas, incidió también en el arte escénico, como tantos le aconsejaban, llegando a representar aunque por breve tiempo, zarzuelas y obras líricas menores como La gatita blanca.

   Pero, aunque rara vez teorizó, tampoco desdeña el estudio. Para su estreno de las tonadillas visitó museos, consultó con artistas, se entrevistó con Granados y peregrinó en busca de aditamentos que diesen una escenografía convincente a la tarea que se aprestaba a iniciar.

 Estas actuaciones sirvieron para otorgarle un sitial definitivo en el aprecio de los hombres de la cultura sin que, por otra parte, prescindiera del componente popular que siguió cultivando siempre y que por estas fechas da lugar a la consagración de dos composiciones que se convertirían en emblema de la artista y de la canción española: «El relicario» y «La violetera».

 La primera, original del gran José Padilla -que, se dice, la compuso en cinco minutos y con letra de Armando Oliveros y José María Castellví, al que ya citamos junto a Leopoldo Varó como autor del primer libro escrito sobre nuestra artista- había sido solicitada por Mary Focela[4] para su presentación en el Edén Concert de la calle Conde del Asalto. Mary pasó a la pequeña historia no por su interpretación ni por su calidad de pionera sino por el escándalo que suscitó a raíz del estreno en el teatro Goya de la calle de Poniente de «La sangre de Malasaña». En un momento del espectáculo la artista lanzaba -sin duda para que rimara con Malasaña- un «¡Viva España!» que desencadenó las furias de catalanistas radicales que acudían diariamente a silbarle. Esto produjo que el asunto llegara al parlamento e, incluso, al campo del honor por un quítame allá esas pajas entre los diputados Luis de Armiñán y Pere Rahola[5]. Como desagravio, se ofreció a Mary Focela una gran presentación en Madrid pero sus limitadas cualidades artísticas, junto al hecho de que se presentara en traje de calle por no haber llegado a tiempo el equipaje, hicieron desembocar en fracaso esta oportunidad. Angel Zúñiga asegura que la Focela terminó como ayudante de camerino de Raquel. Pero ésta no copió directamente a la Focela «El relicario» sino a Conchita Ulía y a iniciativa de Joaquín Rabasa, representante discográfico.

Raquel Meller-El relicario005Una noche, después de cenar Raquel en el  Cataluña, en compañía de Oliveros y Castellví, autores de la letra y del primer librito sobre la artista, pasaron al cercano y suntuoso Eldorado, sito en la Plaza de Cataluña, esquina Vergara. A Raquel no le gustó «El relicario». Encontró una disociación entre la tristeza de la letra y la ligereza de la música. Tampoco encontraba sentido a la forma en que lo cantaba Conchita ayudándose con repique de castañuelas, ataviada llamativamente y con todas las luces encendidas. Raquel decidió darle un tono dramático; vestida de negro con una ancha mantilla sobre la frente -como se verifica en una muy reproducida fotografía- y con un ramo de claveles en el pecho. La orquesta había de ejecutar en tono bajo y solamente un foco debía resaltar a la protagonista sobre un fondo de oscuridad. Ella dio a la interpretación el patetismo necesario recitando en vez de cantar el segundo estribillo y -según cuenta Máximo Díaz de Quijano, uno de los pocos historiadores del cuplé adversos a Raquel- reproduciendo expresionistamente la cogida del torero, al poner sus manos en las ingles y rodar por el suelo entre estertores de agonía. Esto servía de contraste cuando recomponía su figura al volver a los fragmentos menos descriptivos.

Pese a las primeras objeciones de Raquel, entre las que no estaban ausentes las referidas a la letra: «Si el torero cae inerte no puede decir nada» -argüía-, la canción fue un éxito desde el momento de su estreno, que quiso se produjera en el mismo Eldorado para marcar las diferencias entre las anteriores versiones sin pena ni gloria y la suya. Hablaremos más tarde de este prurito, que Raquel no abandonó nunca, por marcar las diferencias. Por una inseguridad de base, por borrar un pasado que no le satisfacía, por un orgullo desaforado no sólo exigía ser la mejor sino que no toleraba cualquier excelsitud ajena.

 Con «El relicario» tuvo ocasión de satisfacer su ego. Al éxito de la presentación se unieron las grandes ventas del disco. Sólo en París el año de su edición se vendieron 110.000 copias en una época en que el fonógrafo no estaba al alcance de cualquiera. El maestro Padilla llegó a adquirir un chateau sólo con el producto de esta música que, además, se convirtió en una especie de himno nacional, favorecido por su anécdota taurina y tremendista.

 Sin embargo, a Raquel no le gustaron nunca los toros, quizás, por haber visto coger a varios toreros en el ruedo o por simple afán de contradicción en un tiempo en que la espantosa fiesta era el espectáculo popular por antonomasia.

 Le molestaba asímismo -e ironizaba sobre ello- la moda de las parejas folklórica-torero, que ha llegado hasta la actualidad, pero que entonces constituía algo así como la epifanía del tópico en que se quintaesenciaban las pulsiones más convencionalmente atávicas de los españoles y que tanto dieron que despotricar a un escritor tan excesivo y clarividente como el citado Eugenio Noel. Pastora Imperio-El Gallo, Dora la Cordobesita-Chicuelo, Blanquita Suárez-Pacorro, Soledad Miralles-Carnicerito de Málaga, Consuelo Araujo-Niño de la Palma, Rosarillo de Triana-Antonio García, Maravilla, Emilia Mejía-Marcial Lalanda, Laura Pinillos-Cagancho, La Argentinita-Ignacio Sánchez Mejías, Adelita Lulú-Joselito, la aragonesa Paquita Escribano-Gitanillo de Ricla, La Yankee-Antonio Posadas, María Antinea-Félix Rodríguez, Carmen Ruiz Moragas-Rodolfo Gaona, matrimono más bien propiciado por la relación de Carmen con Alfonso XIII[6], quien también frecuentó a Julia Fons, una de las más renombradas tiples de la época que estrenó gran cantidad de obras del género ínfimo y la famosa «opereta bíblica» La corte de faraón. O, más tarde, Concha Piquer-Antonio Márquez, por no recurrir a la resobada actualidad, son algunas de las muchas parejas que pueden servir para ilustrar estos asertos.

 Obviamente, el tremendismo, en una época que combinaba lo delicado y lo castizo, no pudo estar ausente del repertorio de nuestra artista. La historia de «Tarde de Corpus» -otro de sus grandes éxitos- en que la andaluza despechada mata a su amante en el momento en que pasa la procesión para luego clavarse a sí misma la daga, cual rediviva Lucrecia, dio lugar incluso a amenazas de excomunión que la Meller -mujer tradicional en ideas políticas y religiosas- solventó en 1925 mediante una visita a Pío XI, aunque no para interceder por sí misma sino, como puntualiza en una carta al director de Comoedia, para reafirmar su militancia católica:

   «…Sí; he ido a Roma con el deseo incontenible de ver a Pío XI. Pero lo que yo deseaba pedirle, arrojándome a sus pies, no tenía que ver con la publicidad. Si una persona de las presentes ha cometido una indiscreción y los periodistas se han amparado en ella para trazar los artículos sin fin que se han escrito sobre mi persona, créame que nada tengo que ver y que no puedo ni quiero decir sino una sola cosa: que he recibido la bendición del Santo Padre y que estaba bien lejos de prever toda la polémica (…) Quisiera pues, si es posible, que Comoedia diga, de una vez para siempre, que lo que he hecho en Roma, en el Vaticano, no concierne sino a mis sentimientos privados. Soy, ante todo, una buena católica, muy creyente y, repito, estoy consternada por todo cuanto se ha dicho a este respecto».

  Conocido es el hecho de la trascendencia de «El relicario» que llegó a ser utilizado por Roosevelt o el Partido Colorado del Uruguay, como leit-motiv de alguna de sus campañas electorales y pasó a todos los repertorios de música popular española.

  «La violetera» constituye en una vertiente menos desgarrada el otro «himno» de Raquel. Tampoco la canción de Padilla y Montesinos fue escrita para ella sino para Carmen Flores, una de las cupletistas más renombradas y con mayor «vis» cómica, que la estrenó en 1915. Evidentemente, la canción no iba al estilo retador y verbenero de la extremeña que fue adalid de los mantones de Manila y quintaesencia de lo madrileño achulapado. Raquel, que había acudido al Trianon para ver a Blanquita Suárez[7], se encontró con esta versión de Carmen Flores, que por cierto fue silbada, y decidió cantarla sustituyendo el mantón por el vestido humilde, la actitud desafiante por la compungida, la voz jocunda por la dulce. Que triunfó, lo demuestra el que a partir de entonces se identificó con «La violetera» que constituyó su seña de reconocimiento, la música que sonaba cuando se trataba de homenajaerla en el escenario o, incluso, cuando hacía su entrada en algún lugar público poseedor de orquesta. A esta interpretación se aferró hasta el fin de su vida artística: las violetas constituyeron el emblema de su película más famosa y Charlot eligió, como se verá, su melodía como música de fondo del melodrama Luces de la ciudad aunque sin citar a sus autores, lo que le valió un pleito por parte de Padilla que el músico ganó. «La violetera» fue considerada una obra maestra por músicos tan distintos como Honneger y Messager y parece que el mismo Ravel la ponía como ejemplo en sus clases de composición.  ¿Quién no sabe entonarla a más de tres cuartos de siglo de su estreno?

Raquel Meller-Partitura La violetera

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      La Gran Guerra viene a coincidir con el despegue europeo del género de las variedades cuya edad de oro se prolongará aproximadamente durante tres lustros. Si el estallido de la conflagración coincide más o menos convencionalmente con la apoteosis del género, el crack del 29 marcará el inicio de la decadencia. También es esta época la de mayor esplendor de nuestra artista, la de su triunfo internacional, la de sus éxitos cinematográficos, la de su conversión en un mito nacional que sólo el tiempo irá difuminando lentamente.

 La vida artística de Raquel durante este periodo es apretada y variopinta, su presencia en los medios de comunicación, constante. Su figura se convierte en emblema de un género que intelectuales, aristócratas y hombres de mundo se complacen en cultivar un poco por esnobismo pero también por la mezcla entre el mito del artista bohemio y maldito y la eclosión de las vanguardias que gustarán de enaltecer lo proscrito. Pintores como Romero de Torres, Moreno Carbonero, Moya del Pino, Anselmo Miguel Nieto, Carlos Vázquez o el propio Sorolla la admirarán o llegarán a retratarla inmortalizando su belleza. Este último llegó a enamorarse ostensiblemente de ella. Solía hacerle apuntes del natural que colocaba en el marco del espejo del camerino y que Raquel rompía llevada de su violento y arbitrario carácter, de lo que se lamentó en su vejez. Más fuerte fue todavía la pasión del hijo de Sorolla, Quimet, un joven enfermizo y clorótico, que recibió los mismos bufidos que su padre[8].

Meller, Raquel x Sorolla

 

 También escritores como Rusiñol, los hermanos Alvarez Quintero, Manuel Machado, Galdós, Eugenio Noel, Benavente, Fernández Ardavín, Eduardo Marquina, Angel Guimerá -que en su vejez anduvo enamorado de ella-, Manuel Linares Rivas o Martínez Abades la ponderarán en sus artículos o le escribirán letras de canciones. En este contexto hay que situar su relación con Gómez Carrillo culminada con su primer matrimonio, que vino a simbolizar la comentada unión del mundo de la intelectualidad y el del cuplé.

                                                                   Notas

    [1]  Alvaro Retana cuenta que durante 1915 La Goya, actuando como fin de fiesta en el Teatro Lara, cantó «El amor es frágil», donde «iniciaba una especie de llantina admitida por el auditorio selecto de un teatro de comedia» pero otorga todo el mérito de introductora del sollozo en las variedades a Raquel. Vid. Estrellas del cuplé. Barcelona, 1963. p.122.

     [2] Consuelo Vello, La Fornarina (1884-1915), formó con La Goya y Raquel Meller, el trío crucial del género. Su reinado puede decirse que ocupó el periodo 1904-1913 y su fama trascendió las fronteras españolas. Bellísima, dúctil y sensible adquirió una considerable cultura, sobre todo a partir de su relación con el periodista, letrista, traductor, empresario y hombre del espectáculo, Juan José Cadenas que se convirtió en su Pygmalion y amante y le creó numerosos quebraderos de cabeza. Su muerte prematura, aunque ya se anunciaba su decadencia, se debió a un fibroma en los ovarios complicado con varios quistes malignos.

     [3] Son numerosísimos los testimonios que nos hablan tanto de la singularísima personalidad de Raquel en escena como del clima absolutamente convincente que sabía imprimir a sus creaciones. Por citar uno del máximo divulgador de las varietés, Retana, que no tuvo ningún empacho en señalar sus defectos, veamos lo que dice de su interpretación de «Bajo los puentes del Sena»: «¡Qué espiritualidad en su aparición desenvolviendo el cantable y, sobre todo, al hacer mutis! Cruzaba por la escena como una criatura de esas que sólo vemos en sueños en una realidad desvanecida como el humo. ¡La delicadeza con que se envolvía en un chal de encaje y la doliente ternura con que se retiraba lentamente! No hay pluma para describir la emoción que el auditorio experimentaba presenciando la ejecución de este número a Raquel Meller. ¡Afortunados podemos considerarnos quienes tuvimos la ocasión de verla…!» Álvaro Retana, Estrellas del cuplé. Madrid, 1963. p. 114.

     [4] Testimonios orales aducen que la Focela estrenó tal canción muy al poco de morir en el ruedo su amante, el torero Florentino Ballesteros, lo que es muy dudoso.

     [5] Pere Rahola, político de la Lliga que fue llamado por sus compañeros «El asombro de Damasco» y por García Lorca, «el león de la Metro», fue un desmesurado ciudadano, famoso, sobre todo, por su voz, más que tronante.

     [6] Además de las citadas, el rey tuvo relaciones extramatrimoniales relativamente conocidas con Gabriella Besanzoni (contralto  italiana), Geneviève Vix (soprano francesa), la Bella Otero, Celia Gámez, Marichu de Lis y la muy conocida cupletista pública Consuelo Portella «La bella Chelito» que, según noticias ya más controvertibles, se encargó de desvirgarle.

      [7] Picasso representó a esta cupletista en 1917 en un cuadro que se conserva en su museo de la calle Moncada.

      [8] Otros hablan de que Raquel anduvo verdaderamente enamorada del tal Joaquinito. Lo cierto es que el cuadro que su padre había pintado para la Hispanic Society fue requerido por él, con lo que finalmente se quedó en España.
Meller 1912-