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EL DELINCUENTE (Cuento)

Publicado: enero 24, 2012 en Libros publicados, Literatura
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Publicado en  El desastre de nuestras fiestas, Zaragoza, Xordica, 1996, pp.  11-51.  

Ilustración de Manuel Marteles para la portada de este cuento

Nunca había tenido un duro. Metí la mano al bolsillo por si algún taumaturgo hubiese reparado en mí. Tampoco. El bolsillo izquierdo no ofrecía más promisoria tesitura. Ayuntamientos y entidades financieras se cansan de publicitar obras sociales. A mí, que me parta un rayo.

   «El delincuente no nace, se hace», había leído en no sé qué almanaque. Mi madre quedaba así exculpada. Sin embargo, antes de rodar por el despeñadero que conduce de la intención al infierno pasando por la comisión del delito, la desazón de la culpa, el soplo, la detención, la tortura, la confesión, el juicio y la condena, quise dar otra oportunidad a mi ángel de la guarda. Metí la mano al bolsillo y… ¡NADA!

   Mi ángel de la guarda acababa de constituirme en delincuente. Por no empezar desde cero, necesitaba una pistola. Pipa, había que llamarla si uno no quería ser tildado de advenedizo en el ambiente. En el Ayuntamiento pululan los municipales y, quién sabe por qué, todos tienen su pipita, que maldito para lo que la necesitan. Allí me dirigí con la ansiedad propia del bisoño entusiasta.

   Efectivamente, los había a decenas. Esperé que uno cogiera el ascensor. Lo imité. Una vez adentro, levanté el codo como para rascarme el cogote y, al bajarlo, se lo aposenté en las narices de forma más bien rotunda. Se quedó hecho cisco, lo que aproveché para encajarle la rodilla allá por los barrios bajos. Tanto le molestó que se quedó en cuclillas, como si fuera a cagar. La última patada se la di al desgaire y donde cayera. Ya no me hacían falta más florituras. Quitarle la pistola fue cosa de coser y cantar y allí lo dejé, esclavo del gargajo y del sonido ronco y discordante.

   Francamente orgulloso de mí pero no de la policía local a la que todos pagamos, me apresté a cometer el segundo delito. El que realmente me interesaba pues lo anterior no había pasado de ser una contingencia, eso sí, necesaria para el buen curso de la carrera que tan brillantemente comenzaba.

   La verdad es que con Maruja -así había decidido llamar a mi novísimo instrumental- me sentía otra persona. Pero no lo era y tenía que aparentarlo.

   Medias Vilma, rezaba el rótulo. Justo lo que necesitaba para encajarme una en la cabeza y derrochar impunidad. El monto de la caja registradora me daría un pequeño respaldo para acometer empresas más ambiciosas.

   Me asomé a la puerta, vi una clienta que recogía un paquete y una joven con cola de caballo que debía oficiar de vendedora. Cuando salió la clienta reconocí a mi profesora de química en el Instituto. Tampoco ser delincuente es Jauja. Pese a mis deseos, hube de aplazar su apiolamiento. No era cuestión de montar un estrapalucio que me vedase el acceso al objetivo marcado. Entré.

    -Se trata del atraco del siglo. Dame todo lo de la caja, todo lo del bolso y un par de medias oscuras.

    -Otro -dijo-. Abrió la registradora, sacó unos billetes y unas monedas, se volvió y puso delante una caja con medias.

    -Dame también lo de tu bolso o te violo -dije trastocando los términos-. Y luego te mato -concluí, arreglándolo un poco.

    -No llevo nada, así que haz lo que quieras. Tontoloshuevos.

    Con lo que me fui. A tres mil doscientas dieciséis ascendía el montante, lo que me facultaba para coger un taxi y huir del lugar de autos.

    Dicho y hecho. Montado en el vehículo, satisfecho prendí un negro, miré al soslayo y respiré hondo. Lo que oí no me gustó.

    -¿No ha leído el letrero? Aquí no fuma ni Dios.

    -Pues usted ahora mismo se va a fumar esto -objeté poniéndole junto a la boca el chumbo de Maruja- Y ¡ojo! cuando se lo saque, dice «Disculpe» y a partir de entonces me da la pasta y se calla, no vaya a ser que le haga tragarse el humo.

    A raíz de esto pareció disponer de una excelente educación aunque sudaba demasiado. Yo no hacía sino acordarme de Pizo, mi enemigo del colegio, que me propinaba unas somantas de no te menees y al que, claro, admiraba. Hubiera estado orgulloso de mí. A todo esto, estaba olvidando mi condición de delincuente y el pobre taxista no dejaba de dar vueltas a la plaza principal de la población en la confianza de que algún pasma o colega, percatado de la situación, le sacase del apuro. Por tonto, decidí escarmentarlo.

    -Ahora vamos al camino de los Tormos -exclamé introduciéndole a Marujita por el costado derecho, allí donde el cuerpo se complace en otorgar publicidad a cierta firma francesa de neumáticos.

    Llegados al lugar supraescrito, ordené la detención del vehículo, le pedí las llaves y le invité a bajar. No le iba a pegar un tiro por ser taxista, pese a la opinión de tantos conductores; encajarle un piedro en la sesera me parecía una burrada, así que le pedí que se quedara en bolas y que desapareciera a toda velocidad rumbo a los trigales, que ya amarilleaban. Dicho y hecho.

    Provisto de taxi, decidí divertirme un rato antes de que el pájaro opuesto al fumeque y adicto a correr entre las mieses se procurara el regreso y, según reflexioné agudamente, se dirigiera, una vez vestido, a cursar una denuncia con el objeto de perjudicarme.

    Puse el cartel  de Libre y, vuelto a la urbe, me dispuse a recolectar pasaje.

    Vi que me hacía señas un abuelete pero conozco la tacañería de estos prójimos y me limité a reducir la velocidad y acelerar cuando se acercaba para abrir la puerta. Pocos metros después, era una señora de las de traje de chaqueta de Rodier, perfume caro, malos sentimientos y peor lengua. Me aguanté las ganas de darle un escarmiento por ser así. Buscaba algo más productivo. Y es que soy lerdo. Y tengo que decirlo. Debo de haber visto mucha película y buscaba un tío con maletín. Casi dos horas me costó dar con uno que me parara. Pero allí estaba con esa cara de mendrugo y ese alfiler en la corbata.

    -A la calle de Pavía -dijo. Y allí me encaminé no sin proponerle un trueque ventajoso.

    -Si me das el maletín y el alfiler no te cobro el viaje. ¿Oyes, julandrón?

    -Haga el favor de parar ahora mismo.

    Hay gente que no entiende. Tuve que acelerar, mostrarle a Maruja y se me ocurrió que sería bonito volver al camino de los Tormos y repetir la jugada.

    A éste, por más tonto, le tuve que dar tres o cuatro sopapos no tan fuertes que le impidieran correr. A pesar de que le había quitado el maletín, la cartera y todo lo que me parecía interesante, tuve la humorada de preguntarle.

    -¿Cuál es su gracia?

    -Benito Butrón Bobadilla.

    -Anda y piérdete por los trigales. Pero ¡ligero! -le rugí, sin perdonar la tópica patada en el culo.

    La avaricia, pecado capital que me interesa practicar pese a las escasas oportunidades que se me brindan, me forzó a violentar el maletín antes de poner en marcha el auto: ¡Papeles y más papeles!

    Miré en lontananza a ver si divisaba a Benito y podía reprocharle su mala acción pero no vi nada. Me largué dispuesto a engrosar el contingente del paro, que tanto atribula a quienes no lo disfrutan.

    Vuelto a la ciudad se me ocurrió que sería chusco aparcar mal el taxi dado el escaso perjuicio que me reportaría la infracción: una esquina en la que impidiese dar la vuelta al autobús y otra preocupación fuera de la cabeza. Allí dejé el vehículo ante la mirada tímidamente reprobatoria de algún viandante pero no la recaudación ni las pertenencias de los atracados que me daban derecho a un rico vermú.

    En el Bar Gollete conté lo que me había reportado mi primera mañana de delincuencia: 17.388 pesetas, amén de dos relojes de pulsera, alfiler de corbata y otras menudencias. Y eso que aún no había tenido oportunidad de estrenar las medias, de asestar el gran golpe a las finanzas hispánicas. Venturosamente, los bancos abren ahora por la tarde. Tenía tiempo de obsequiarme completando el vermú con una opípara. Eso sí, sin olvidar mi condición de ya inveterado infractor de la ley. Pagaría el aperitivo -al fin, una minucia- para que no todos creyeran que mi identidad coincidía con la de un miserable, pero en el Restaurante El Sopón -cinco tenedores y carta oculta al viandante para evitar su amohinamiento- seguiría con mi labor de zapa en los cimientos del edificio social en que se asienta esta democracia que yo me interesaba en desmoronar, minando incesantemente la propiedad privada.

    Sepan ya que estoy en la cárcel y aunque bien sé que preanunciar el desenlace no es propio del buen narrador, me dejan tan orgulloso esas últimas frases que ardo en deseos de mostrárselas al maestro, a ver qué dice. Sostiene que no cuento mal pero que me falta sosiego, reflexión, extraer enseñanza y matices de lo que voy relatando. Vuelvan a leer ustedes desde lo de «labor de zapa» y digan si eso es o no un excurso oportuno e ben trovato. Si este novísimo Guzmán de Alfarache no merece una exención de condena, venga Dios y lo vea.

    Pero todavía estoy en el bar Gollete y todavía no he decidido dónde devendría delincuentazo. Pedí las páginas amarillas, busqué en la B y aquéllo no se terminaba nunca. Decidí acometer al Banco Hispanoamericano por mor de deglutir las finanzas de dos continentes de un solo zarpazo.

    Pero ahora me esperaba el condumio en El Sopón, al que llegué hecho un brazo de mar pues no olvidé ponerme en el retrete la ropa de Benito y darle un repaso al pelo con el peine del taxista por eso del repartir. Cargué con los restos: la bolsa de plástico de las medias, que me había servido para almacenar los ropajes y pertenencias de mis dos víctimas, y se la ensarté a un timorato que, con los brazos en cruz, imploraba la caridad pública. No sé si por la gratitud que me inspiró el que otro desheredado no incrementase la competencia en mi gremio o por el gustazo de utilizarlo como percha. Algo farfulló el de hinojos. No sé si «Dios se lo pague» o «mala puta te cague».

     En El Sopón  pedí empanada gallega, que es lo que más me gusta, pero no había y el tipo se ofreció a asesorarme. Algo dolido en mi orgullo, me fui por los dos platos más caros. En el vino también se puso consejero pero ahora fue él quien me recomendó el más oneroso. Por darle en las narices, pedí el de la casa que, la verdad, estaba como para consagrarlo. Estimulado por este reconstituyente solicité también el postre «especial» de la casa, un habano de fuste y, luego, la cuenta. Cuando me la trajeron ordené que se acercara al que, vestido de urraca, ejercía de orientador.

    -¿Haría el favor de aconsejarme algún club de putas viejas? Tengo interés especial en el que profesa su señora madre -le musité enseñándole a Maruja bajo la servilleta.

    Esta vez no me asesoró nada y tuve la oportunidad de soltar un «¡Buen provecho!» a los comensales y quedar como un señor. No así este fámulo con pretensiones que en el juicio se ensañó diciendo todo lo que había pasado e inventando alguna sandez como la de que mi comportamiento le había hecho sospechar desde el principio, lo que aprovechó muy bien mi abogado aduciendo que tal prevención implicaba prejuicio y, por consiguiente, parcialidad en su testimonio. O sea, que me había cogido ojeriza. Pero el fiscal habló de mi preterintencionalidad y ahí la jodimos.

    Pero qué lejos estaba el ufano personaje, que todavía dando chupetadas al veguero se constituía en rey de la Avenida, de todas esas catástrofes con que el hado había signado su trayectoria.

    El maestro don Ramón opina que frases como la última son en exceso retóricas y que con ellas mi estilo pierde la fuerza que le caracteriza.

     -Pon tu rabia de proscrito en lo que escribes, échale tu garra de insumiso, déjate de «contingencias», «expectaciones» y «renuentes». Utiliza «apiolar», «dabuti», «escurrirse», «marrón», «que te doy un truco» -me ventosea.

    Es decir que, por un lado, me falta sosiego pero, por otro, quiere que escriba como un iletrado, como un ignorante, como un rastacuero. De verdad que me agobia este hombre. Está claro que necesito su aprobación, el certificado que abone mi inclusión en el buen camino pero, también, que me coarta, que me subsume en piélago de incertidumbres. ¿Cómo les cuento el atraco, el clímax, el quid pro quo de la cuestión? ¿Dando cancha a mi indesmentible esmero léxico o haciendo gala de esa agilidad narrativa que también reprocha don Ramón? Según el dómine, lo habría de hacer en tempo lento pero con palabrejas de jácara ¿Cómo se come eso?  Que sea lo que Dios quiera.

     Banco Hispanoamericano, ponía. Y lo ponía bien grande. Así que entré. Me debí quedar mirando como un pasmarote pues un pájaro me preguntó si deseaba algo. Portaba placas, cordones, insignias, pistolas, porra y la Biblia en verso. Con toda la impedimenta le resultó complicado defenderse del cabezazo en la boca que culminó con codazo al parietal y retorcida de huevos.

    -Tú pintas aquí menos que Pichorras en Pastriz y yo quiero  hablar con el jefe -le amonesté mientras le aligeraba del hierro.

    Antes de vociferar el «¡Todos al suelo!» ya los tenía de esta guisa y con las manos en la nuca, por si las moscas. Y un tipo con aire manso se acercaba a mí, como de refilón, llevando un saquete en la derecha y agitando un pañuelo blanco en la izquierda.

    Yo había pensado unas frases de impacto pero ya venían poco a cuento. Como me apenaba haber desgastado las neuronas en balde, escogí solamente un fragmento representativo.

    -¡Soy drogadicto! ¡Y no me importa llevarme a nadie por delante! ¡Yo ya estoy muerto!

    El tipo que venía me alargó el saquete. Abultaba bastante. A lo lejos una vieja vomitaba. Por si me hacían objeto del timo de la estampita, metí la mano hasta el fondo y saqué un fajillo. Eran de diez mil y, a mal que fuese la cosa, me solucionaba las vacaciones. Ya que me había olvidado de las encubridoras medias, me olvidé también de la avaricia pero no de la advertencia.

    -Sé muy bien dónde vivís y si alguien me denuncia o me reconoce, mi familia la emprenderá con vuestros descendientes. Ya sabéis: rapto, violación, descuartizamiento… En una palabra, sangre y fuego. Y buenas tardes.

    La gente que ve a un pollo salir de un banco con pistola en la derecha y saquete al hombro tiende a desperdigarse. Con lo que tuve que recurrir a un motorista varado en un semáforo.

    -Baja o te frío -le dije contagiado por el dramatismo de los acontecimientos.

    Bajó, subí, enganché la avenida, la carretera, el camino y me apersoné junto a un chopo donde procedí a enterrar el billetaje. No llegaban a cuatro los millones y es que allí había de todo: verdes, azules y morados. Lamenté, sin embargo, haber tardado tanto en elegir la profesión pero antes de amohinarme agarré la moto y en el primer pueblo que me salió al paso acudí al cura.

    -Que vengo a confesarme.

    -Pero… ¿tan urgente es?

    -Sí.

    Nos pusimos en postura y situación y tuve buen cuidado de decirle que tenía todos los pecados más gordos, sin especificar,  pues esta gente se emperra en que si has capturado algo, debes devolverlo. Tras mis confidencias, hizo como si se apenara, me aseguró que el pecador arrepentido lo tiene bastante bien y se felicitó de que militase en esa facción. Tan bien se portó que eché mano al bolsillo y con semblante atormentado le dije:

   -Para los pobres.

    Con la alegría se olvidó de la penitencia y la absolución se la tuve que pedir.

    Le prometí que si volvía a pecar me acercaría por allí y el hombre se quedó haciendo rogativas a Patillas para que me tentase.

      Disculpado por el Ser Supremo y con un certificado de arrepentimiento espontáneo por si se celebraba el juicio, el futuro se presentaba risueño. Lo malo es que sólo eran las siete y media.

    -¿Está abierta la discoteca? -pregunté al sacristán, que andaba remozando a un San Pancracio.

    -No señor, que sólo abren los sábados y los domingos.

    Cien duros que se llevó por eso de saber que era un señor.  Decidí cambiar de domicilio. Asentarme en una ciudad importante. Ascender de capital de provincia a capital de autonomía. Hacer carrera…

    Vislumbré a un rústico en 4 L.

    -Le cambio esta moto bruñida por su tastarro y le doy mil duros ¿hace?

    Gran verdad la de que en el agro abunda el desconfiado. Dio un bufido y se largó mirando de refilón y cabeceando.

    Me encontraba dubitativo y degustando la cerveza de importación en un velador de la plaza cuando se acercó la pareja de la guardia civil.

    -¿Nos enseña la documentación de su vehículo?

    -No, pero pueden llamar al Servicio de Información Militar y preguntar por el general Manglano que les guarda un puro de mi parte.

    Saludaron y se fueron. Presumí que a lo mejor resultaban desconfiados y se dedicaban a telefonear, así que aguardé dos minutos por eso del disimulo y empuñé la moto.

    Recuperé el saquete y a las dos horas ya estaba instalado en una prestigiosa pensión de la capital de autonomía. No por ahorrar sino porque no me pidieran el carné.

    Eran las once y, aunque el día había tenido su movimiento, uno debía solazarse. Discoteca o casa de putas era la alternativa. Pregunté por una discoteca que fuese también casa de putas. «Empire», se me dijo, y allí me apropincué con ilusión de viudo reciente.

     Entre toda la basca vislumbré una señorita que me hizo tilín.

    -¿Echamos un polvo?

    -Claro.

    -¿Dónde?

    -Arriba.

    -Vamos.

    -Quince mil por adelantado.

    -Toma.

    Lo echamos y ¿qué coño podía hacer entonces? Pedí una copa. Me empezaba a parecer todo bastante estúpido cuando se me acercó un individuo francamente borracho.

    -Tú te llamas Bonavena -me soltó palmeándome la espalda y regándome, parte con güisqui, parte con saliva-. Y te vas a tomar una copa conmigo.

    -Y tú te llamas maricón y te vas tomar seis lechones al horno -manifesté al tiempo que le invitaba al primero. Pero cuando ya mi manaza iba a incidir en su oreja, un montón de brazos me atrapó por detrás y estoy por decir que me voltearon.

    Cuando me recuperé de la impresión un tipo con cara de nada y de tonto a la vez me indicó:

    -Ya disculpará. Se trata del diputado autonómico Gamarra que ha tenido un día de duro trabajo y se está oxigenando. No se lo tome en cuenta, pero tómese lo que quiera.

    Yo ya apuntaba a escritor. Me gustó el juego léxico -silepsis, aprendería más tarde- y le tomé la palabra. ¿Qué iba a hacer? Vi que Gamarra le estaba enseñando los secretos del manejo de la lengua de trapo a una furcia y pregunté a mi interlocutor:

    -¿Me la puedo tomar con usted?

    -Venga a esa mesa. Estoy con unos amigos.

    Todos tenían cara de tonto y de nada pero todos tenían la misma profesión: eran los guardaespaldas de Gamarra que, además de diputado, resultó concejal y presidente de yo qué sé qué comisiones. Mi carácter franco y el hecho de que admirase sus bíceps junto a mi relato arreglado de lo que me había acontecido con la guardia civil -a la que tenían manía, como suele suceder entre parejos y vecinos- y de lo que había retozado con la hetaira, les alegró bastante. Tanto que, estimulados por ésta mi última acción, por otra parte tan poco insólita, decidieron jugar a los chinos el acceso a una negraza. Me incluyeron en el contubernio. El último pagaba el festín al que saliese primero. Yo ya andaba servido pero, como andaba bien de metálico, no me importó competir. Gané, claro. La suerte siempre favorece al indiferente.

     Basilio, que había quedado de rey de burlas, aportó el montante entre el regocijo de sus camaradas. Quedaron en que, como agradecimiento, debería llevarle un pelo del coño de la susodicha. No supe si atribuirlo a vicio o rutina pero me acerqué a la linda embetunada. 

    -¿Cómo te llamas?

    -El original de tu jefe (parece que se refería Gamarra) me llama la Venus de Ébano, en casa me dicen Dora y aquí Vicky. Elige.

    Escogí ponerle la mano en el envés a ver si me animaba y resultó que sí. La juventud todo lo puede.

    Subimos, actuamos y me dio un hervor más que mediano cuando, despatarrado y difuso, me acordé del pelito. Parecía acostumbrada al evento pues se lo arrancó mientras me ladraba:

    -¡Diles a los pasmas de tus amigos que mañana me rasuro!

    Con el ricillo entre el índice y el pulgar no me sentía un Heracles sino un mamón que iba adquiriendo cierto sentido del ridículo. Se lo entregué a Basilio y, fieles a su profesión de sabuesos, indagaron detalles.

    …La jornada comenzaba a parecerme demasiado larga. Gamarra se hallaba proyectando baba a una peruana con la misma reiteración con la que yo perpetro rimas internas, mis ánimos languidecían… Cuando decidí levantarme y enfocar la despedida, uno de los bofios me agarró por detrás del pantalón. Allí llevaba yo la pipa que no era sino el pistolón del que había aligerado al tontorreras del banco que, imagino, ya estará despedido.

    -¡Cabrón! ¡Si eres de los nuestros!

    -Bueno -respondí, en realidad, bastante aliviado.

    -Pero ¿eres de la secreta, de información, de estupas, de la OTAN o de la ETA? -prorrumpió el que se parecía más gracioso.

    -He sido un poco de todo, pero ahora trabajo para la seguridad privada -contesté agudamente.

    -¿Para qué empresa? -indagó Basilio, quizá aún resentido.

    -Luna Securit.

    Es lo primero que se me ocurrió pero fue providencial porque les debía sonar, aunque no la ubicaban.

    -¿Por qué no te colocas con nosotros? Gamarra se mete en tantos fregados que, además de la escolta oficial, se propicia advenedizos. Pásate mañana por la oficina, que yo hago y deshago, y lo pasarás bien.

    Me dio la dirección y decidí finalizar allí jornada tan completa.

    Me desperté optimista al pensar en el remanente financiero del que disponía. Tan es así que, en regia cafetería, me desayuné con unas tostadas. En esto sorprendí a una señorita mirándome.

   -¿Quieres echar un polvo? -le comenté.

   -Me encanta tu locuacidad. El éxito desdeña al timorato.

   -Veo que me encuentro con una intelectual. Te prevengo de que estoy a punto de hacerme policía y, dada la poca prensa que entre tu gremio tienen los maderos, reitero lo del polvo.

   En su casa no reinaba la alegría: un sujeto, en cuclillas y arrinconado, lloraba amargamente.

   -Llora porque no sabe hacer el amor -ilustró mi acompañante.

   Ante tal informe, conjeturé que me había de esmerar: en la tabla de planchar consumé ipso facto el romance, mientras los berridos de nosotros tres se confundían bellamente.

   Con la euforia matutina y por didactizar al gimiente y, de paso, magnificar mi ego, le propuse  seguir «haciendo el amor»:

   -Ahora saca algo del frigorífico y mientras me lo como me la chupas.

   Qué verdad más grande eso de que el dinero todo lo puede: no pagué ni un duro, me alivié dos veces y almorcé de balde. Todo por la seguridad que me otorgaba mi situación en el escalafón financiero. Seguridad que se incrementaría si profesaba en la empresa de cuidadores de Gamarra.

     Me acerqué por allí y allí era el Ayuntamiento. No dejé de recordar la actividad desarrollada por mí la mañana anterior en un paraje similar de una ciudad cercana pero supuse agudamente  que al municipal sacudido y expoliado todavía no le habrían cambiado de destino por tonto.

    -¿Los guardaespaldas de Gamarra? -pregunté educadamente.

    Mala cara se le puso al guardia de cartón pero prefirió estar a bien con el estamento dominante y hasta me acompañó a un cuarto  provisto de humareda y donde se profesaba el julepe.

    Mi presencia suscitó gran alegría, lo que hasta entonces había sucedido raras veces cuando me personaba en cualquier ámbito. Me sentí como en familia.

    -Ven, que te presentamos a Gamarra y firmas el contrato -me dijo el que más billetes tenía a su lado.

    Gamarra se encontraba degustando un video abundoso de policías, trompazos y explosiones y magreando a la secretaria.

    -A este compañero, de confianza y con experiencia ¿se le podría hacer un contrato? -indagó el sabueso.

    Gamarra, que no me recordaba, me echó mano a los huevos.

    -¿Los tienes bien puestos?

    -Vaya -contesté, temeroso de que mis cuatro acciones eróticas en las últimas horas hubiesen disminuido su turgencia.

    -Dale un puñetazo al archivador -ordenó inclemente.

    Opté por la coz que, al coincidir con otra explosión en el video, resultó bastante digna. Por rematar le dí otra de espaldas y varias carpetas volaron por la estancia: Contrabando, Terrenos recalificados, Trata de blancas, Fondo de reptiles… rezaban los marbetes del género esparcido. No sé si impresionado por mi contundencia o temeroso de lo que había visto, Gamarra me tendió la mano.

    -Contratado. En privado llámame Luis; en público, ni palabra. Que firme por un año.

    -Por tres meses. Y si no valgo, me echan.

    -Así son los hombres.

    Al verme entre los nuevos compinches mi sociabilidad desapareció como por ensalmo. Una cosa es la cháchara con la advenediza y otra, la mayéutica con la consorte. Me pasa a mí como a don Francisco: «con soledad entre las gentes verse, y de la soledad acompañarse», lo que constituye una de las paradojas a las que tan aficionada es la realidad, la vida cotidiana, la intrahistoria y hasta la historia. Mal que le pese al maestro, defensor del estilo aguerrido, yo siempre veo que en las buenas narraciones se reflexiona de vez en cuando y, aunque oportunidades más que sabrosas hay en mi peripecia, ya ven que las selecciono y las ofrezco convenientemente sazonadas. De cualquier modo, espero que, bajo el tamiz de la mera acción recomendada por don Ramón, se filtre el sustrato de una sensibilidad alerta y de una cultura cada vez más proteica. Que se advierta pero sutilmente. Nunca atorrentar al lector con tus excesos sino esparcir la quintaesencia de tus talentos con precisión de miniaturista, con modestia de lego, con la distanciada sabiduría del filósofo estoico.                    

   Cuando empezaba a reflexionar seriamente y a cotejar la acción del día anterior con el marasmo del presente hubo que acomodarse pistolón y cartucheras pues Gamarra salía para la Diputación, donde tenía comida de trabajo. Como el lugar, al parecer, no era propicio para el secuestro ni el atentado, se quedó de guardia Alfonso, además del nuevo. El resto quedó en acudir al teatro, donde Gamarra debía apropincuarse a las 9.

    Mientras los diputados se encomendaban al chiste grueso, este cancerbero se introdujo en la cocina. Una vieja zarceaba en los fogones, una joven oficiaba de pinche y otra de camarera. Caté algo de lo que allí se guisaba. En terrenos gastronómicos la Dipu sabía elegir su personal.

    -Si pusieran tanto esmero en lo demás… -le confesé a la cincuentona, que enseguida se subió al carro de mis apreciaciones. Al poco, se me ofreció otra presa codiciable: la pinche apuntó que tampoco a los escoltas los elegían muy bien.

    -Los eligen por el tamaño de sus huevos -proferí sin alejarme mucho de la realidad.

    Esta aseveración surtió efecto en blanco bien distinto al que yo apuntaba.

    -Pues yo, de huevos entiendo un rato.

    La voz de la cocinera me hizo el efecto de unas declaraciones de Ramoncín a Cambio16.

    -Métete en tus pucheros, rijosa de refectorio.

    Su léxico presentaba serias deficiencias pues su respuesta se fue por los cerros de quién sabe dónde.

    -Eso es lo que necesito yo, un par de supositorios, pero de elefante, uno por detrás y otro por delante. Jo, jo, jo, jo. A mi confusión inicial subsiguió la preclara autoargumentación: si me beneficiaba a la vieja, la joven quedaría enfangada entre la ciénaga de los celos y el lodazal del reconcomio. Le pregunté por la ubicación de la despensa y, en vez de señalármela o pasarle el recado a la pinche, se ofreció a acompañarme. Dispuse del instrumental aposentándola sobre unas cajas de Old Parr y sobrevino la erección, que le dicen. Como no disponía más que de un supositorio, agarré un jamón de pata negra. El primero se lo enjareté por el sitio dispuesto para esta clase de remedios al que conjeturé más estrecho que el dispuesto por la vía anterior al que, por otra parte, había accedido con frecuencia durante los últimos fastos. Este tuvo lo suyo con el oriundo de la sierra onubense, que se mantuvo impávido aunque cumplió perfectamente su función, dados los rugidos de la chef.

   Me alivié antes de lo normal no fuera a hacerme responsable del zancocho y salí con la mirada sobradora que procedía, dirigida a la pinche.

   Alfonso, que se limitaba a otorgar algún refriegue a la camarera cuando ésta pasaba con las manos ocupadas, me miraba con ojos de rana.

   -¡Qué artista! ¡Qué artista! -repetía.

   Gamarra, algo borracho, nos anunció su deseo de dormir la siesta. Antes bromeó algo con sus compinches. En medio de sus efusivas expresiones de despedida, me enteré de los nombres que se otorgaban entre ellos. Gamarra era Rata de albañal; el de Cultura, Escarabajo pelotero; el de Presupuestos, Urraca leprosa; el presidente, Sapo partero. Faltaba un tal Garrapata, al que se referían con regocijo. Y un tal Gusano de luz que, por lo que capté, debía morar en alturas inaccesibles.

   La guardia de puerta fue de lo más severo del día. Alfonso terminó por echar una cabezada en el Senator y yo, tras llamar por el teléfono del coche a seis o siete imitando al pato Donald, enchufé la radio en la que no hablaban de mí. Cogí el periódico que, como mi compinche, dormitaba en el asiento de atrás, a ver si traía lo de mi gesta en el banco. ¡No sólo lo del banco, sino lo de la tienda, lo del taxista, lo de Benito y también lo del restaurante! Es verdad que el titular no era llamativo, «Robos en cadena» ni el espacio que merecía, muy extenso. Tampoco se refería para nada a que, tras mis cinco delitos, había cometido cinco hazañas eróticas que compensaban los escasos daños. Pero así es el mundo. Ven la viga en tu ojo pero cierran los suyos a tu excelsitud. En estas filosofías apareció Gamarra y nos dirigimos al teatro, cosa que hacía por primera vez en mi vida. Tan tonto no soy.

   En el vestíbulo mi jefe saludó entre risotadas a unos cuantos de su calaña. En éstas, apareció uno al que catalogué de lacayo  -no soy de los de la viga: yo ya me había autocalificado de esbirro opositando a sicario- y que parecía cariacontecido. Parece ser que, pese a las invitaciones repartidas, el elemento intelectual había eludido su asistencia y que el contingente propiciado por la recluta de unos cuantos bachilleres y dos autobuses de rústicos engolosinados con el viaje gratis en autobús y el par de bocadillos no cubría ni mínimamente el aforo. Por la taquilla, claro, no se acercaba ni Dios.

   El problema estribaba en que se trataba del estreno en España de La fiera, el rayo y la piedra,  por parte del grupo gabacho «Les amis de Calderón» y que el embajador había viajado desde Madrid para asistir a la première.

   Apareció el monsieur, fue saludado por Gamarra y los suyos y a nosotros se nos indicó que aplaudiéramos como las fieras del título, pasase lo que pasase. A mí se me colocó en un palco desde donde se dominaba la situación. Allí tenía a la vista a cualquier francotirador al que le diese por hacer puntería y ejecutar a Gamarra.

   De pronto, unos sujetos comenzaron a berrear en francés y corretear por el escenario. Yo -aparte de meublé, avant la lettre, trompe l’oeil y malgré lui, que enjareto en cuanto puedo en mis escrituras-, de gabacho no discierno niente. El público, al que tan bien le va eso de «ignaro vulgo», menos. El caso es que la obra parecía no gustar y lo que empezó con muecas, cabeceos y algún comentario jocoso se convirtió en progresiva deserción. Fieles a las consignas y, por contrarrestar, cuando salían cuatro o cinco rústicos atufados, prorrumpíamos en un espontáneo aplauso. Allí se armó la Dios es Cristo porque el ignaro vulgo, viendo lo que veía, creyó que aplaudíamos a quienes se marchaban y se lanzó a opinar a gritos y armar la tremolina. Parece mentira que media hora de escuchar francés y contemplar payasadas proferidas con aire trascendental pueda dar lugar a tanta mala leche. Una exclamación previsible: «¡Iros a tomar po’l culo, que es lo mejor que sabéis hacer los franceses!» desencadenó las iras de algún conocedor de nuestro hermoso idioma que, hasta entonces, se había limitado a utilizar otro en el escenario. Su dictamen, proferido con un dedo extendido hacia la platea: «¡Iñorantes!», no gustó y sólo la caída del telón le libró de confirmarlo personalmente.

   La compunción del alcalde, de Gamarra y de la compañía era patente pese a que el embajador, en su papel, trataba de quitarle hierro. De todos modos, cualquier observador un poco avezado hubiera deducido que tramaba siniestras venganzas. El asunto se medio arregló ordenando a los periodistas que no dijeran una palabra del asunto, para lo que se les invitó a cenar con nosotros. A cada guardaespaldas se nos repartió un sobre que debíamos entregar discretamente a los currinches.

   En una mesa se pusieron los notables, en otra nosotros y en otra los periodistas, que eran siete, aunque no había más de dos o tres periódicos en la ciudad. Pero había una hembra. Cuando los mandamases ya estaban achispados, en especial uno al que llamaban Conchi y que, según mis compinches, era el Fiscal general, decidimos intimar con los gacetilleros, tal como se nos había ordenado. Parece que estas gentes piensan que los escoltas tienen muchas cosas sabrosas que contar de sus protegidos y nos acogieron con alborozo. Más, cuando palparon el sobre. Yo me había colocado previsoramente junto a Zumaya -así se llamaba la periodista- que resultó ser corresponsal de un diario de la capital y tirando a fea. Como vi que le gustaba hablar de sí misma, le pregunté por su padre, por su infancia, por su signo del Zodiaco y, cuando la mora vizcaína ya tenía la lengua agotada de tanto proyectar insustancialidades y yo las orejas exhaustas de tanto no escuchar, le comenté:

   -Me gusta mucho tu vestido pero necesitaré rasgártelo para comerte el coñito.

   La cara de satisfacción no exenta de sorpresa que compuso me dio respiro para endilgarle una frase, que dudo gustara a don Ramón:

   -Por supuesto, que también prodigaré mis besos en los picos rosados de tus pechos erguidos.

   Vi que la impaciencia empezaba a corroerle y le notifiqué que nosotros nunca sabíamos cuándo librábamos de servicio pero que si me daba su dirección, allí me apersonaría dispuesto a todo. Por otro lado, le daba lugar a preparar los aposentos, acicalarse y preparar todo el maremágnum que ciertas hembras gustan de disponer en tan prosaicas ocasiones.

   Me la dio y, acto seguido, Alfonso, que no perdía ripio, me pasó una tarjeta para que le apuntase la frase esa tan redicha que tanto efecto había causado. Se la di y no cuento lo que le ocurrió al día siguiente, cuando se la soltó en el autobús a una supuesta víctima, porque el tipo no es mala persona.

    Seguimos un rato a los calamocanos prohombres por sendas que desembocaban en el vicio o la inverecundia y a la 1.30 se nos dió permiso, a Alfonso y a mí, para desaparecer, dado el día que llevábamos. Cogí un taxi como un señorón y, sin hacer ostentación de pipa ni de prepotencia alguna, le pedí me descargara en Oquendo de Amat 37, donde vivía mi musa.

   Sólo le faltaba la boquilla Mata-Hari. Aquella Josefina Carabias de sainete parece que había decidido juntar esa noche todas sus fantasías: kimono de seda, babuchas, música (budista, dijo), licor (chino, dijo). También había colocado sobre la mesita unos cuantos periódicos abiertos por el lugar donde aparecían sus artículos, con lo que, si no los leí, sí que recordé cómo se llamaba: Zumaya. Zumaya Oyarzábal. Por no hablar de sus artículos, le pregunté por su nombre.

   -Es que, como te he dicho, mi padre es vasco y mi madre árabe. Así que buscaron un nombre árabe que pareciese vasco -como Amaya- y me pusieron así. Ya te puedes figurar, una mora y un vasco, que tipo de educación me dieron. Por ellos no hubiera visto un hombre ni disfrazado en carnaval, así que a los quince años…

   -Detesto que me pongan cuernos antecedentes. Prefiero, con mucho, los posteriores. Interrumpí:

   -Pero, díme ¿ese perfume tan original que llevas ¿Cuál es?

   -Alana 12. Es el que siempre uso.

   A punto estuve de decir eso de que me embriagaba pero rectifiqué suponiendo que mejor sería remachar en lo de original. Ya estaba entregado a lo de: «Nunca lo había olido pero hoy me lo voy a llevar inscrito en los cojones», cuando se oyó otra voz.

   -Yo también lo uso. Es más. Antes que ésta.

   -Ésta -si vale la concatenación (va por usted, don Ramón) y la rima interna- estaba mucho más buena. Tardé en hacerme cargo de la situación y preparar una estrategia adecuada.

   -No vayan a destruir esta ejemplar convivencia que les honra. Aquí estoy yo en carne mortal y pueden compartir hasta el esqueleto.

   Como seguían mirándose aviesamente, me lancé sobre Zumaya, que llevaba peor leche. Al poco, solté una mano en dirección a los entresijos de los que la otra disponía bajo la falda y advinieron sucesos previsibles.

   Me desperté con Febo sobre las antenas de los televisores  y la periodista andaba haciendo guardia por mor de repetir la jugada, ahora que su coinquilina había tenido que acudir al duro laboreo. Pese a que me sirvió un desayuno digno de sultán otomano y prodigó arrumacos, aduje obligaciones y salí de naja. La dejé profiriendo baba, deparada por la biografía que había emprendido de su propio retoño, un rapaz de siete años, sobre el que la confianza suscitada por el contacto físico (¡qué tendrá que ver!) le había dado ocasión de explayarse aunque la noche anterior bien se las había apañado para ocultarlo.

   Hasta las doce no me tenía que presentar ante Gamarra y el gusanillo de la delincuencia me atacaba otra vez. Más ahora que contaba con la protección de mi estatus de agente de seguridad. Tal vez por asociación de ideas y por vengarme de la torrada de Zumaya sobre su niño, se me ocurrió atracar un colegio.

   Salté una de las vallitas que circundan estos zoos donde la puerilidad tiene su asiento y divisé un aula en la que un pájaro mostraba a los adormecidos discentes cómo se debe manejar una pila eléctrica. Sabedor del dictamen de Auden sobre el objetivo de la educación: «crear tanta neurosis como el alumno sea capaz de soportar sin desmoronarse», entré por la ventana y ordené impávido:

   -Hagan el favor de ponerse todos en bolas, empezando por el dómine. Si tardan, les conecto uno por uno la pila a los huevos y a las señoritas donde proceda.

   Para apoyar la demanda, solté un limpio soplamocos al físico de guardarropía que se puso a gimotear mientras se soltaba la corbata.

   El sentido de la imitación es propio de la edad pueril aunque éstos ya debían andar por los 14. Al poco, me encontraba contemplando el bello espectáculo de treinta y tantos proyectos de ciudadano ostentando ellos sus colgajos y ellas, sus tetitas en ciernes. Para mí que se lo estaban pasando chachi. Recordé mi condición de exonerador pero temí cargarme con un apreciable contingente de bocadillos de chorizo y tortilla española. Así que saqué a una a la pizarra.

   -A ver: el binomio de Newton.

   -No lo hemos dado.

   Recordé los sistemas de educación de que había gozado pero no había ningún puntero a mano. Tuve que conformarme con ponerla cara a la pared y acometí al maestro.

   -Esto es lo que les enseñas.

   -Es que ese binomio no existe -balbució.

   Ponerme en ridículo es fácil. Por eso me encorajina.

   -¡Que no existe! ¡Que no existe! ¡Ignorante! -confirmé mientras le asestaba un capón en el cogote- Escribe 200 veces en la pizarra: «Soy el burro más burro de todos los burros del burradal».

   Se entregó el hombre a su misión y a mí me dio por cubrir una carencia. Todos querríamos educar a la juventud conforme a nuestros criterios y pocos tienen ocasión de hacerlo. Y los que la tienen repiten como papagayos el programa del MEC, que hay que ver como será. Yo no estaba dispuesto a ser uno más.

   -¿Habéis dado el orgasmo?

   -¡Noooo! -rugieron.

   -Sentaos, atended y al que hable le prendo un fósforo en la pendejera. Se llama orgasmo a los movimientos convulsivos, frecuentemente acompañados de jadeos, rugidos, sudores, frases inconexas y, frecuentemente, idiotas que la pareja profiere cuando se acopla y sobreviene el éxtasis.    

   Sorprendentemente, nadie aplaudió. Vengativo prorrumpí:

   -A ver, tú, ¿qué he dicho?

   -Lo que pasa cuando se jode.

   Vi que en esa profesión también tenía el futuro asegurado y, en la previsión de que sonara el timbre y en cueros vivos se lanzaran como fieras al recreo, dejándome con el maestro y corrido, me fui por donde había venido.

   -Abur, otro día vendré a traeros chocolatinas con droga.

   Esta vez sí que aplaudieron y una lágrima resbalaba por mis mejillas mientras saltaba por la ventana.

   Sé que don Ramón no aprobará este proceder, esta injerencia en su medio. Ahí es nada, tocar la educación y sus más sagrados fundamentos. Pero, a decir verdad, los educandos parecieron casi divertirse.

   La visión de esas carnecillas recién hechas y frescas había proyectado mi anatomía en sentido frontal pero la primera viandante pasaba de los treinta. Aún así, no me pude contener.

   -¿Hace cuánto que alguien no incide con sus cojones en la parte baja de tus nalgas y la base e intersección de los mismos con el rabo no impacta en tu perineo?

   -El mes pasado hizo dos años.

   -Hoy es tu día. Tenemos hora y cuarto para desocuparnos. ¿Sugieres algún reducto próximo?

   En éstas, un coche frenó a nuestra vera. Se trataba de Basilio que buscaba carajillos.

   -Oye, préstame el coche. Es para un polvo.

   -Eso faltaba. Subid atrás y, por lo menos, miraré. Y a ver cuando salimos a ligar juntos.

   Conforméme y pasamos detrás. Basilio condujo su coche hasta la orilla del río, colocó el retrovisor como quiso y, tras preguntarse si nos molestaba el humo, se entristeció de que no fuera así. Vi que debía estar a lo mío y me puse a abrazarla.

   -Ag, ag -dijo.

   Reflexioné. Ni sabía con quién estaba ni siquiera le había visto la cara, lo que en el amor -dicen- es cosa de mucho efecto. Violentándome un algo la miré y en su rostro se manifestaban los estigmas de la lujuria. Nunca -y el lector lo habrá entrevisto- he sido muy aficionado a psicologismos pero esas aletas nasales palpitantes, esos ojos vidriosos, esa boca entreabierta, promisoria y un sí es no jadeante, ese rubor no proveniente de la vergüenza sino de la ansiedad… En mi composición de lugar la actitud más inteligente era la autodefensa:    

   -Estás más salida que una perra en celo.

   -Sí.

   Con lo que hube de dar suelta a la líbido, que es cosa de mucho tráfago.

   Cuando ya no sabía donde tenía la cabeza, las manos ni el órgano, la voz de Basilio se hizo trueno.

   -¡Que nos vamos! ¡Y a ver si hacemos turnos!

   -¿Nos veremos? ¿Nos veremos? -decía una voz viciosa mientras me atacaba los zaragüelles y me encajaba el pistolón- Maldonado, 26-2º. Te espero… ¿Cuándo vendrás? ¡Tuya! ¡Tuya! -gritaba desacompasadamente.

   La dejé en la alameda, hecha amasijo de yogures y secreciones. En éstas, me entraron ganas de enamorarme. Pero Gamarra nos había preparado trabajo y Basilio no paraba de explicarse. Había que darle un susto a un idiota y yo, como elemento desconocido en la ciudad, era el indicado. No obstante, me prestaron un bigote postizo, me aconsejaron peinarme hacia atrás y, de viva voz, me dieron las instrucciones y el lugar de autos.

   El lugar de autos era Jugolandia y el fulano llevaría gafas de abuelita, dientes separados y rubia en sazón.

   Llegar a  Jugolandia y entrarme una desmesurada confianza en mí mismo fue todo uno. El lugar rebosaba de idiotas  y entre ellos se aposentaba, como pez en el agua, Arturo Ríos «Tamboril».

   Prescindí de la postura amenazante, de la sonrisa sobradora, de la frase de impacto. Me acerqué por detrás y le asenté sendos puñetazos en las orejas. Acto seguido, me senté enfrente. Como ya suponía que oiría mal, le pasé el papelito que había dictado Gamarra:

   «Quien te visita es un amigo. Pero mío. Te acompañará a tu despacho y le mostrarás los contratos de Asuzol. También le interesan las escrituras del Polígono 7. Le dejarás que se lleve los que le parezca que, luego, te devolverá enseguida. Cariños. God Yellow».

   Mientras le entregaba el papel, y siguiendo instrucciones del mando, por debajo de la mesa le oprimía los huevos con una estaca. Con lo que consintió. Montados en su coche, saqué el chumbo no se fuera a desmandar. La rubia permanecía tirando a impasible.

  El viaje tendió a la aburrición. Por fin llegamos a su razón social, bajamos al garaje y yo, que me esperaba la jugada al salir del coche, le dije que agarrara de la mano a la rubia y la pusiera sobre el cambio de marchas. Por obedientes, saqué la estaca y apunté allí mismo por eso de machucar.

  -¡Uairg! -dijeron.

  Les indiqué que salieran y se cogieran de la mano sana. Yo sabía que era mala persona -y cómo sería la rubia- y necesitaba asegurarme de su indefensión.

   -Y ahora a caminar disimulando hasta el despacho. Cualquier gesto o movimiento no previsto es muerte o invalidez total.

   Cuando vienen vacas gordas, vienen hasta reventar. No hicieron movimiento alguno, me llevé todos los papeles que quise y los que Gamarra solicitaba, me enjareté tres güisquis sin que «Tamboril» me invitara y me dio por tirarme a la rubia.

   -Ahora atamos a éste y tú y yo nos corremos. Dime cómo se te folla el memo.

   -En el secreter, en la moqueta, en la silla… Donde puede pero siempre con antifaz.

   Antes de que se lo pidiera, «Tamboril» ya me lo estaba mostrando. Lo até con la cuerda de los visillos, le metí unos cuantos secantes en la boca y me acerqué a la rubia, que disponía de liguero, encajes y toda la parafernalia, al parecer, útil para sus trabajos. Yo la dejé en bolas y puse el antifaz de fieltro en sus partes bajas, de modo que sus agujeros coincidieran con los orificios que para estas cosas tenía la rubia. Para evitar disimetrías, concedí a «Tamboril» la oportunidad de aliviar un poco el mal rato.

   -Sácale la pija a tu amiguito e introdúcela por un ojo del antifaz.

   Por razón de la postura del enmaromado, que no de preferencia -no se vayan a pensar- yo acometí por el ojo posterior y en postura tirando a acrobática. El pobre «Tamboril» con los secantes en la boca no sé cómo lo pasó. Yo me divertí. Y la rubia, no te digo. Allí los dejé para que, en la intimidad, comentasen el asunto.

    Presentarme con el botín a Gamarra y ser felicitado fue todo uno.

   -Te has ganado el día libre.

   Tras pasar una noche de descanso reparador en la que soñé con mamá y con un pato, el nuevo día amaneció impoluto.

   Llevaba bastante tiempo dando gusto a las fieras que llevo dentro y decidí alimentar mi otra pasión secreta: la intelectual. Como habrán inferido, soy un anormal. También va por usted, don Ramón.

   Pregunté por una biblioteca y todos huían de mí, como si reconociesen al atracador de prestigio. Al fin, una vieja con ganas de cháchara reconoció la palabreja.

   -Véngase a mi casa. Mi difunto Blas leía como un loco. Verá, verá si hay libros. Y, si quiere llevárselos, le hago un barato.

   La jornada no ofrecía muchos otros horizontes y resolví acompañarla.

   Llegados a su aposento, y mientras doña Jacoba refería sus matusalénicas vicisitudes, ojeé los anaqueles: Unamuno, Ortega,  Azorín, los Alvarez Quintero, Blasco Ibáñez, Martínez Sierra…

Comprendí por qué don Blas había decidido deshabitar este lacrimarum valle. Al fin, divisé una biografía de Mozart.

   -¿Puedo leer esto? -indagué sin esperanzas de que la vieja me diera un respiro.

   Lo tomó y no perdonó información alguna.

   -Mi nieta toca el piano y a eso de la media tarde vendrá a ensayar. Su padre es un pobre hombre que ha destrozado la vida a mi hija. Y eso que de novios no hacía más que advertirle. Pero como quien oye llover.

   Eso hice yo, pero al poco comprendí que para penetrar en la peripecia de don Guillermo debería estrangularla. Por no darles gusto a los herederos, me dirigí al dormitorio, abrí el cajón de la mesilla, encontré al punto el sucedáneo de farmacia con el que se ayudan a sobrevivir estos carcamales, elegí los somníferos y abordé a doña Jacoba.

    -Siéntese por favor.

    -Me coloqué detrás de ella, le agarré con dos deditos las narices y, cuando abrío la boca, le metí 6 ó 7 píldoras. A los cinco minutos la senectud derivó en ronquido.

    La transporté a su dormitorio y, hecho pachá, ocupé el sillón de orejas.

    Cuando ya estaba convertido en dilettante y experto en las cortes europeas del XVIII, las logias masónicas, los recovecos psicológicos del genio y la catalogación de piezas para flauta de pico, sonó el timbre.

   La nieta llevaba gafitas y eso me pone al 100.

   -Soy director de orquesta -informé- y amigo de su abuela que ha salido para dar el pésame a otra valetudinaria cuyo esposo transitó. Toque  algo de Mozart y la calificaré sin complejos.

   Acometió lo que dijo era la Fantasía en Re menor K-397. Cuando terminó -y nunca he deseado con tanta fuerza algo- le planteé una cuestión palpitante.

    -¿Por qué huelen tan fuerte las mujeres cuando se corren?

    Debo ser guapo, tener buena voz o a las músicas les gusta el retoce.

    Nos sacudimos entre el sillón, la moqueta y el piano y cuando estábamos en lo mejor -sobre todo ella, dado el inminente episodio- se quedó privada.

    Tomar las de Villadiego era lo más fácil y lo más sensato, pero me había enamorado. Llamé a un taxi y la conduje a la Clínica Fábregas. Con ella en brazos, a guisa de recién casado, la deposité en una camilla. Dado su nulo atuendo cuando le acometió el patatús, había debido envolverla con las cortinas del salón de la vieja. Y allí me hallaba yo intentando que ningún resquicio dejara a la vista las morbideces de mi novísima musa.

   Llegados al doctor, éste tomó el asunto con la tranquilidad que acomete a estos prójimos cuando el que se amuela es otro.

   -¿Nombre y apellidos de la señorita?

   Como se suele decir vulgarmente, no tenía ni puta idea.

   -La quiero. Estaba por decírselo y se quedó así; imagínese si se me llega a escapar.

   Me tomó por uno de los locuelos que abundan en los hospitales. Pero me preguntó si tenía dinero. Ante mi afirmación le puso una inyección y decidió ingresarla.

   Rápidamente bajé al jardín y, antes de que ella despertara, me hice con un delicado ramo de rosas multicolores. Cuando se despabiló le señalé las flores y me lancé obcecado:

   -Te quiero. ¿Cómo te llamas?

   Claro, se echó a llorar. Finalmente, balbució:

   -Amparo. Soy valenciana. Buá.

   No miento si digo que no sabía qué hacer. Por un lado, era director de orquesta. Por otro, escolta de Gamarra. Por otro, había soporizado a una vieja. Por otro, delincuente contumaz y por otro me encontraba atrapado en las redes de Cupido. Decidí quedarme a velarla e hicimos proyectos de vida en común. Entre ellos, quedó nombrada pianista de la Filarmónica de Salzburgo.

   Me remití a otra cuestión que me atormentaba.

   -¿Siempre te pasa eso cuando follas?

   -Sólo cuando me toman de improviso.

   Más apaciguado me extendí en el sillón de acompañante y me dio por dormir. Tuve una erección con la negra de la discoteca Empire y, al despertar y ver una Amparo tan plácida, decidí marcharme para allí. Allí estaba Gamarra y sus/mis compinches. Fui a presentar la dimisión.

   -Que me caso.

   Se lo tomó con buen humor y con güisqui doble. Ordenó otro para mí y me espetó:

   -Me han dicho que eres tan bueno para las mujeres como para nuestro negocio. Mañana domingo da un lunch el empresario Angulo Diest y quiero tirarme a su mujer para luego chantajearle. Si me facilitas el acceso, son dos kilos y quince días de vacaciones con tu novia. A las 12 en la puerta de mi casa.

   Busqué a la negra para aclararme las ideas y no atisbéla. Al rato, me abrazó Alfonso por detrás y me metió un dedo en la boca. Noté como un pelo recio.

   -Este se lo he arrancado con los dientes y te lo regalo.

   Más que mohíno, volví a mi pensión y, en soledad, desgrané la turbamulta de peripecias que acarreaba la vida del delictivo. Del transgresor, quiero decir si es que ese «del del» le parece tartajoso. Yo que estaba acostumbrado a no hacer nada y suspiraba por un duro, ahora me veía ahíto de plata, sexo y éxito social. Para colmo, enamoriscado. Por la noche todo se ve turbio. No sabía qué camino tomar. Con lo que me hice una paja.

   Algunos nacemos para dominguillo. A las 12 estaba en casa de Gamarra, que me hizo una apología del masaje disipador de la resaca.

   -El partido te elige, el pueblo elige al partido, tú eliges masajista entre el pueblo. Te magrea, le pagas con el dinero que de él salió y todo vuelve a su sitio. Lo del eterno retorno no es un mito sino la verificación de la realidad que nos circunda. Yo leí a Nietzsche de estudiante. Y te juro que no volveré a hacerlo. ¿Has ido a la Facultad?

   -Soy director de orquesta -le contesté.

   Le hizo gracia, pero no me hizo mucho caso.

   En el coche me explicó el plan. Por lo sibilino no debía haberlo estudiado en la Facultad.

   -Tú la seduces y, cuando estés en la cama, ruges por el interfono y te sustituyo.

   La propiedad del Angulo tenía cojones. Y metros. En una explanada ante la mansión había mesas, músicos, azafatas, camareros y la Biblia en verso. También invitados.

   -Ésa es. Yo te presento como director de orquesta. Creo que a ella le gusta Pavarotti con lo que ya tenéis tema de conversación. Además yo me parezco a él, así que cuando te sustituya, a lo mejor hasta le gusta. Yo es que mucha gracia con las mujeres ricas no tengo. Suerte.

   Nos presentó. En derroche de imaginación me puso apellido italiano. A mí, que no chamuyo más que niente y lo de non e vero ma e ben trovato, como se vio.

   -Atilio Fabbri, director de orquesta. Luisa Somellana, la distinguida anfitriona. Tendréis mucho que hablar de vuestras aficiones. Hasta luego.

   Supuse que tenía que dar una muestra de mis conocimientos.

   -Lo que están tocando esos es «Corazón de melón» -dije por los  de la fanfarria.

   -¡Muy bien, maestro! Y… ¿tan joven conoce esa antigua melodía, que yo solía bailar con mi esposo?

   -Sí, señora.

   -Y ¡qué bien habla español!

   -Es que nací aquí. Mi padre era italiano pero mi madre, de Vigo. Así que aprendí lo de «torero, cha, cha, cha», que es italiano y lo de «pisa, morena», que es español a pesar de que la torre está allí. Ja, ja.

   No debió entender la paradoja, aunque rió como suelen hacer las señoras de cuarenta cuando conversan. Pero la tía tenía urgencias por saber de su ídolo.

   -Conocerá a Pavarotti.

   -Buff. Como que no hemos ido a joder juntos.

   Aún se rió más. Cuando acabó, dio una muestra de hasta qué profundidades podía llegar su ingenio:

   -Cuando le llegue la cosa, ahí sí que dará el do de pecho.

   Engullí mi opinión sobre su humorismo y le espeté, corajudo:

   -Si dispone de una salita con camastro al efecto, le trataré de tú y le haré saber de gorgoritos.     

    Por lo visto, en la high-society no se estila hacerse el remolón. Apostatando de su calidad de anfitriona, me condujo entre los invitados al palacete. Subimos escaleras, hollamos corredores y abrió una puerta. Cuando soltó el pomo, me agarró el miembro.

   -¿Preparada la batuta?

   Uno, al fin esbirro, andaba pensando en si la distancia permitiría a la técnica interfonal llegar hasta Gamarra. Y también en su doliente novia pero como dice mi abuelo: «picha dura no cree en Dios».

   -Te quiero -le dije por abreviar.

   -Muy amable pero no es imprescindible -contestó sin tener en cuenta mi acendrada sensibilidad. No obstante, decidí envainar resentimientos y la acometí con fiereza por eso del disimular el interfono en el tumulto. Doña Luisa también estaba por la faena, así que en menos de nada nos vimos en trance venéreo.

   Suponía yo que Gamarra tendría abierto el interfono y oyendo lo que se oía: «Ja, ja»; «uf»;, «nch, nch»; «cómetelo»; «espera»; «más, más», amén de otras joyas léxicas, se acercaría por allá. Pero no parecía así. Mi jefe, político al cabo, aun de esas excrecencias de Leviatán que atienden por la perífrasis de comunidades autónomas, no carecía de olfato y se hallaba tras la puerta que franqueó en cuanto le vino en gana. Doña Luisa Somellana -que me estaba dando bastante trabajo- estaba en lo de «Ahí, ahí, ahí», con lo que le señalé el punto al diputado y me la envainé, ahora sin resentimientos y sí con el orgullo de ser coprotagonista de un affaire que, si no era el Watergate, era más de lo que les sucedía a muchos en todo el mes. También me satisfacían los dos kilitos y las vacaciones. Al fin todo lo que me pasaba venía de mi prístino materialismo.

   El afectado por Cupido carece de autonomía. Me dio por ir a contárselo a Amparo.

   De la clínica Fábregas había desaparecido. No se me privó además de la mala noticia.

   -El doctor Pirino dejó dicho que si aparecía usted por aquí pagase la cuenta, las flores que arrancó y que llamáramos a la seguridad ¿Por dónde quiere empezar? -interrogó la enfermera que, obviamente, estaba a mi favor aunque sólo fuera por hacerle la Pascua a su superior.

   Conjeturé que éste -conozco la rapacidad de estos prójimos- no habría dejado salir a mi novia sin pagar y sin saber la dirección. Como tampoco era cuestión de ir a preguntar a la soporizada vieja, me remití a lo esencial:

   -Y… ¿no ha dejado mi novia ningún recado para mí?

   -Quizá, pero lo tendrá el doctor Pirino.

   -Llama a ese matasanos de guardarropía, hermosa entre las hermosas, que en vez de en Información debías estar en exposición -me lancé con un estilo un poco antiguo pero efectivo.

   Sonriente, llamó al Pirino, que me iba hinchando los huevos.

   -Hay un señor que quiere verle.

   -(…???…)

   -Es que dice que sólo es un momento, que si puede bajar usted.

   Me explicó:

   -No he querido decirle quién eras ni que subieras para que no te eche a los de Seguridad.  

   -Pierde cuidado -galleé.

   Me escondí tras la columna y, cuando Pirino interrogaba a la señorita, aparecí por detrás elevándolo por el cuello de la bata.

   -¡Mamón, pirino, destrazao, hipócrates de albañal! ¿Qué te ha dejao dicho mi novia?

   A mis gritos acudía corriendo uno de los de Seguridad, gremio con el que ya tenía experiencia. Solté desde lo más arriba que pude al doctor y, cuando el otro pugnaba por sacar la porra, le acomodé la rodilla en el hígado, que había quedado exento. Pensé en rematarlo con otro en la barbilla pero, por evitar la rima, le mostré mi propio carné que miró con ojos vidriosos.

   -Ya ves: del Gobierno. Y agradece que no te meta un puro. A lo mejor mañana me arrepiento y te lo vengo a meter. O el mes que viene.

   A todo esto, tenía bien pisado a Pirino para que no se escabulliese.

   -¿Qué te dejó dicho mi novia?

   -Que llame a un teléfono que tengo en mi despacho.

   Le acompañé, hizo gala de gran conformidad y resignación pese a que le obsequié con algún epíteto de tipo «rata de quirófano» o «faraute de las Postrimerías» pero, visto que no entendía, apunté el teléfono, saludé cariñosamente a la de Información que se llamaba Gemma y que había gozado lo suyo con el incidente y, tras ser saludado militarmente por el guardia de Seguridad que no se libró de lo de «¡Lacayuelo!», como si yo hubiera sido otra cosa o como si el tipejo disfrutara de orejas ilustradas, me arrojé a una cabina de teléfono.

   -Amparo, que soy yo, que no soy director de ninguna orquesta, que soy sicario y delincuente pero estoy enamorado y tengo varios millones.

   Le sonó todo mejor que el mejor adagio.

   -¿Nos casamos o nos fugamos?

   -Mi jefe me ha dado quince días, conque primero nos vamos y, luego, hacemos los papeles y el bodorrio. Haz la maleta y te espero en el Bar Tentebonete. Que lo veo desde aquí. Muá, muá.

   Salí de la cabina y no me reconocía. ¿Quién era yo, el aguerrido asaltante de escuelas y hospitales o el panoli que acababa de balar por teléfono? ¿El impenitente facineroso, demoledor del edificio social imperante o el necio aspirante a padre de familia? ¿El pavor de municipales, civiles y agentes de empresas de seguridad o el polichinela de Gamarra? ¿El seductor inveterado o el triste prometido de una señorita con gafas y piano?

   Ya en el bar Tentebonete, acodado en la barra y con una suerte de difusa picazón en los sesos acordé, con vistas a solventar mis omnímodas carencias, mis abruptas impotencias, que la mejor terapia era el olvido, para lo que me bebí unos rones. Como se me había puesto la voz recia, le ronqué al camarero:

   -Tú, si estuvieras soltero ¿te casarías?

   Hizo un gesto raro y me puso un papelito delante: 1.195, rezaba el ticket pero un parroquiano solícito ya había empezado a florear el quite.

   -Le va a dar igual una cosa que otra si le sale buena. Si le sale mala, mejor soltero. Ahora, ellas saben manejarse de otra manera, parece que todo anda más curioso, está uno mejor atendido, ellas están más hechas a esas cosas.

   Cuando estaba a punto de echarme a llorar, apareció Amparo provista de maleta y arrebato. Aunque advertí cierta compunción entre los asistentes recordé que estaba enamorado y le puse cara de poca cosa.

   -¡Tararitachín! -dijo, imitando a las trompetas que en las películas anuncian algo gordo y, tal vez, por eso de estudiar música.

   Lo que en ellas queda bien o así, en nosotros puede que no. Cuando yo le respondí «¡Tararitachín!», los del bar me miraron como dictaminando que no había remedio.

   Cuando me presenté en lo de Gamarra no se me dispensó del mazazo:

   -El jefe ha tenido que salir de viaje. Ha dejado esto para ti.

   Rasgué el sobre con alguna precipitación. El papelito rezaba:

«Viento en popa. Preséntate en la Plaza de las Arrepentidas, 2- Bajos. Allí se te hará saber».

   ¿Qué iba a hacer? Cogí un taxi, acomodé a Amparo y sus maletas en un banco de la plaza y me dirigí al local, que parecía expendeduría de fotocopias.

   -Vengo de parte del diputado Gamarra -le bufé a la señorita del mostrador con ánimo de impresionarla.

   Me pasó a un despacho. Esperé un rato hasta que acudieron unos cuantos que me sacudieron como a una estera, me pusieron dos grilletes y hasta hoy no me ha pasado cosa buena. Si exceptuamos el premio en el concurso de redacción del penal: tres mil pesetas y quince días de redención de pena.

   La biblioteca del establecimiento dispone de volúmenes del Padre Coloma, doña Concepción Arenal y Terenci Moix. También Marianela de Pérez Galdós y Cierto olor a podrido de Martín Vigil. Don Ramón, de vez en cuando, me obsequia: cuentos de Clarín, Concha Alós, Pérez Escrich…

   En esta redacción bajo el marbete «¿Quién soy yo?» don Ramón nos ha prescrito sinceridad y que sigamos sus dictámenes estilísticos. En lo primero, creo haber cumplido. En lo segundo… A veces se nos apodera la fiera… Yo, algo había leído de Genet, pero tampoco me aprovechó.

Otros cuentos de Javier Barreiro en el blog:

https://javierbarreiro.wordpress.com/2012/07/17/heptagono-cuento/

https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/12/06/el-horroroso-problema-del-transporte/

https://javierbarreiro.wordpress.com/2012/03/18/vaya-tarde-o-paseo-por-la-muerte-el-amor-y-la-perfidia/

 

EL HORROROSO PROBLEMA DEL TRANSPORTE (Cuento)

Publicado: diciembre 6, 2011 en Literatura
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Leído en «La noche de los cuentos». Encuentros Literarios de Fin de Milenio. Narrativa Aragonesa Contemporánea, Fundación Santa María de Albarracín, Albarracín (Teruel), 12 de mayo de 2000.

      «Roma no paga a los traidores», solía decir mí tío. Y bien que lo aplicó. De sus tres sobrinos directos desheredó a Diego, que nunca se preocupó de él y a Hortensia que, poseída de avaricias prematuras y furores protectores, le visitaba constantemente, le abrumaba con consejos y derramaba solicitudes que hacían decir a su ama de llaves: «Ésa va a sacarle hasta la cera de los oídos». A Leandra, el ama, le dejó la casa y a mí el montante dinerario que me convertía inmediatamente en un candidato al dolce far niente, el despendole y la envidia ajena. No dejaron de molestarme las maniobras y exigencias de quien veía dilapidado su tiempo, sus energías y sus desvelos, como era el caso de mi prima Hortensia pero, más partidario del bufido que del diálogo, no le eximí de aquél y volvió a malgastar su tiempo, sus energías y sus desvelos con un picapleitos que le sorbió hasta los tuétanos.

  Mi tío, como haciendo honor al tópico del solterón, era propenso a excentricidades y humoradas. No he dicho que la que a mí me afectaba por mor del testamento resultó, cuando menos, engorrosa. Mi tío parecía haber querido que siempre lo tuviese en la memoria, aunque no fuera para bien. Si quería disfrutar de las mieles emanadas del testamento, no debería volver a pisar un campo de fútbol, una iglesia ni un vehículo provisto de motor. Bien estaba lo primero: pese a mi desmantelada pasión por el deporte, se trataba de un sacrificio tolerable, vistas las compensaciones. Lo de la iglesia, dada mi poca afición a las vestiduras talares, no era para corregir ninguna desviación sino que respondía con coherencia a las corrientes ideológicas de mi pariente, para algunos un tanto trasnochadas pero a las que obedecían las tres prohibiciones del testamento: fútbol, religión y coche constituían el opio del pueblo. Salvaba la televisión, contra la opinión de tantos, porque entendía que bien llevada podía resultar educativa. La oclusión de las iglesias a efectos de mis visitas no me preocupaba por la dificultad de recepción de los sacramentos sino por la imposibilidad de asistir a bodas, funerales, bautizos y comuniones, lo que siempre podía despertar la sospecha o la inquina de algún resentido.

  Lo del automóvil era peor, porque me recluía prácticamente en mi casa de Caspe. Sí, podía viajar en elementos de tracción animal pero ni burro ni bici ni coollie ni patinete ni carro ni silla de manos eran propios de mi edad y condición y, por otra parte, no me servían ni para llegar a la capital de la provincia.

  Mi tío Oriol volvía a hacer gala de su progresismo en otra de las cláusulas del testamento. En caso de que se me sorprendiese contraviniendo las condiciones, el remanente pasaba íntegro a la CNT, a la que se resarcía así, aunque fuese en pequeña parte, del expolio y no devolución del patrimonio sindical.

Ya me veía en trance de ser seguido, controlado, avizorado y espiado por elementos de este sindicato que, si no pecan de avariciosos tampoco les amargarán los dulces. He aquí, pues, que debía optar entre los muchos millones y ser un desterrado en mi propia casa o continuar en el pueblo y ser el mediocre de toda la vida. Opté por lo primero y trasladarme a la capital del reino, cosa que hube de hacer andando, porque las carreteras nacionales no están para burros ni bicicletas. Aún siendo la vida más onerosa en estos reductos de la capitalidad, pensé que tendría más oportunidades de solazarme y ostentar el nuevo «status». Adquirí un chalet en Montero y Ríos, lo llené de moblaje y cachivaches, contraté un ama de llaves -especie en extinción, por lo que me costó dar con una- y me dispuse a acumular placeres con el entusiasmo propio del neófito. A mi prima Hortensia le escribí una postal de gatos -dicen que son egoístas- ofreciéndole el nuevo domicilio.

  Poco a poco me fui haciendo con la nueva situación: rehuía los kioscos para que los titulares del Marca no me despertaran el gusanillo; los templos cristianos en Madrid no abundan pero en cuanto veía una torre cuyo campanil hendía el cielo, tomaba la dirección opuesta; y, respecto a los vehículos, no creo que en Madrid ni en otro lugar del globo pueda uno privarse de su vista, así que aprendí a desenvolverme entre ellos igual que con los inferiores: como si no existieran.

  Dicen que en las grandes ciudades es difícil hacer amigos. Discrepo. En Madrid, el público es abierto a beber de gorra y, cuando menos se espera, ya te están proponiendo bureos y jeribeques. Hice amigos y hasta amigas, yo que siempre me había caracterizado por la indiferencia con la que me trataba el hembraje. Con una de ellas estaba, no se me olvidará el día, en una terraza de Rosales y poniendo a caldo a los vecinos de mesa, cuando me salió con este floreo.

  -Gregorio, ¿por qué no nos vamos un fin de semana a Zamora?

  -No -concedí elocuente.

  Parece que se mosqueó, lo que me produjo la misma inquietud que un errátil vilano. En éstas, unos señoritos -pijos, dicen ahora- entraron a polemizar. Hubo un revuelo de brazos y objetos y el que a mí me otorgó la suerte fue una botella de Mahou que me cayó en la cresta. Sangre, patatús, suspiros, un taxi, Urgencias… Era un derrame de nada pero me introdujeron en una ambulancia para que se me observase en el Gregorio Marañón. Siempre me tratarán mejor en la casa de un tocayo, pensé con agudeza de pingüino. Y no es que no lo hicieran bien. Es que hubo atestado, habría juicio posterior, dado el origen del accidente, y mis trayectos en dos vehículos, que hasta entonces hubieran podido pasar inadvertidos, se expondrían ahora a la luz pública. Nada se decía en el testamento de que la prohibición automovilística dependiese o no de mi voluntad, con lo que habría que optar por la peor.

  Que la justicia en España compite con el quelonio es cosa harto comentada. Pasé unos mesecitos de congoja, que se los deseo al ministro de Hacienda. Con el agravante de que, conociendo la indiscreción y el talante envidioso de los prójimos, no podía compartir con nadie mis cuitas.

  Hoy día la mujer, pese a los bramidos de los impacientes, ha puesto el mingo en todas las casillas del mundo laboral. Me busqué una abogada cuyas gracias no son para contar: Aguda como el hambre, maciza como adoquín bilbilitano, dulce como mazapán de Estepa, inteligente como su hijo de usted, sonriente y resuelta que no había fiscal que se le resistiese. Enamoréme y ya se pueden suponer que me ocurrió como a Manolo Escobar en Juicio de faldas con Conchita Velasco. Y, además, en la vista, salió todo como hubiéramos deseado. Los de la CNT, absortos en otros tejemanejes, no se enteraron de nada, el seguro me indemnizó por la cuquera y enamoréme. Y a Mari Jose, que así se llamaba pese a ser letrada, parece que también le afectó positivamente la identidad de este caspolino y, tal vez, el conocimiento de mi situación financiera.

  Sin arraigadas convicciones religiosas es difícil triunfar en este país. Además de su competencia personal y profesional, Mari Jose tenía las suyas. Puesta en la tesitura de dar cauce al romance, no opuso impedimento alguno. Pero, aun en secreto, había que casarse con cura. Ella se encargaría de organizarlo todo de forma que no trascendiese.    

  Trascendió. El cómo, que lo cuente ella, que tuvo la culpa de todo. Y nada más interesante me ha pasado en la vida.

Otros cuentos de Javier Barreiro en el blog

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