(Publicado en Parnaso 2.0. “Un mar de labrantíos”. Contribuciones para el estudio de la poesía aragonesa, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 2016, pp. 185-212).
Es complicado encontrar rasgos comunes en la poesía publicada en Aragón en los cuatro lustros que nos ocupan, sí, quizá, carencias comunes. El realismo social puro y duro se encuentra en retirada aunque un afán humanista y moralmente reivindicativo, por otra parte característico de la poesía, asoma en numerosos autores del periodo. Pero, posiblemente, es más importante la apertura a nuevos horizontes que depara el despegue económico propiciado por el Plan de Estabilización de 1959, los planes de desarrollo, la eclosión del turismo masivo y el descenso de la presión censora, que provoca el afloramiento de autores y títulos antes vedados o desconocidos para la precaria intelligentsia española. Los años sesenta significaron, pues, una apertura al exterior, sobre todo, a partir de la llegada de autores y tendencias que habían estado proscritos durante un cuarto de siglo y que, por tanto, habían mantenido a la cultura española en el aislamiento. Se fue recuperando el contacto con las figuras del exilio, las editoriales comenzaron a publicar traducciones de los autores más importantes de la centuria y la sociedad volvió a aspirar con mayor empuje a un clima de ansia de libertad y modernidad que se tradujo en una década rica en experiencias estéticas y sociales. Clima que se prolongó en el decenio siguiente aunque el advenimiento de la democracia formal no propiciara el despegue artístico que se deseaba.
En efecto, la construcción de nuevo régimen constitucional no satisfizo las expectativas –tal vez, exageradas- de muchos, lo que deparó cierta sensación de desesperanza, estafa o pesimismo que, pronto sería bautizada como “el desencanto”, aludiendo al título de la película homónima (1976) de Jaime Chávarri que, por cierto, algo tenía que ver con la poesía. La política institucional se inclinó por los fastos culturales, grandes exposiciones y actividades que supusieran inauguraciones pomposas, lujosas ediciones o fotos con los protagonistas más que en crear una infraestructura cultural que el franquismo, naturalmente, no sólo no había dado al país sino que se había encargado de borrar las muy positivas aportaciones (ateneos libertarios, bibliotecas circulantes, teatros populares, política de patrimonio, enseñanza laica, potenciación de la Institución Libre de Enseñanza y sus anejos…) emprendidas durante el primer tercio de siglo.
Los poetas españoles, que durante los años 1962-1973 habían acometido líneas muy ricas y divergentes, desde las que suponían una superación de la poesía social hasta los experimentalismos más desatados, entraron a partir de 1970 en un periodo de eclecticismo y hasta de confusión y decadencia. Fue un hito la aparición de Nueve novísimos (1970), la muy discutida antología de Castellet pero que, sin duda, es uno de los libros más influyentes de la poesía española y, en cierto modo, clausuró un periodo e inició otros.
A un primer movimiento al que se llamó “venecianismo” y que propició una poesía hiperformalista, con revestimiento clásico y un cierto virtuosismo estético, le siguieron “poesía del silencio”, “postmodernismo”, “poesía del instante”, la llamada “nueva sentimentalidad” y otras naderías terminológicas que se encontraban con un creciente desinterés del público lector de poesía. Ésta cada vez supervivía con mayores dificultades no sólo por la falta de audiencia sino de infraestructuras editoriales, de crítica y de maestros. Las reformas educativas tampoco favorecían las disciplinas humanísticas.
La poesía del siglo XX en Aragón había pecado de escasa potencia, originalidad y capacidad de innovación. Ningún nombre anterior a Miguel Labordeta, ni siquiera el de Tomás Seral y Casas, había ocupado un lugar preeminente en la lírica española e, incluso, el fundador de la OPI apenas logró en vida más que el reconocimiento de algunas minorías. Sin embargo, la suma de individualidades con un digno nivel en la creación poética que presenta la región a partir de los años sesenta no se había dado en ningún otro periodo desde hace, al menos tres siglos[1]. Aunque alguno de los poetas, como I. M. Gil o M. Labordeta, había desarrollado una parte de su obra en el periodo precedente, será en este decenio cuando despegue la producción lírica de la comunidad, aunque apenas consiga eco en el contexto nacional[2]. Por poner un ejemplo ilustrativo, en una encuesta entre poetas, editores y críticos, publicada en la revista Ínsula aparecían 331 menciones a poetas españoles. Sólo una referida a un aragonés, Ángel Guinda, que, además, vivía en Madrid[3].
Sin embargo, en los años que nos ocupan se consolidaron o revelaron algunos de los poetas que han pasado al precario panteón lírico aragonés, gracias, entre otras cosas, a la mencionada mejora del nivel de vida que permitió un ritmo de publicación de libros bastante más generoso que el de tiempos precedentes. En cierto modo, el libro fue sustituyendo a las revistas, como demuestra el hecho de que los mucho más modestos años cincuenta alumbraron títulos como Almenara, Ámbito, Ansí, Ebro, Mensa, Orejudín, Papageno o Esquina, mientras que en las dos décadas que cubre este trabajo, únicamente cabe destacar Despacho literario (1960-1963), portavoz de la OPI dirigida por Miguel Labordeta, que sólo alcanzó cuatro números; Poemas (1962-1964), iniciativa de dos poetas impresores, Luciano Gracia y Guillermo Gúdel, que llegó al número 9; Cuaderna Vía (1965-1966), publicada por la Institución Fernando el Católico y de inspiración universitaria , con tres números o Albaida (1977-1979), dirigida por Rosendo Tello[4], que llegó a los ocho. Otras, como Letras (1962) y Samprasarana (1970), ambas con un solo número, todavía tuvieron menos trascendencia[5]. A pesar de esta precariedad, prácticamente todos los poetas aragoneses que alcanzaron algún predicamento en estos decenios están representados en ellas[6].
Alguna trascendencia tuvieron las antologías globales de la poesía aragonesa, casi inexistentes hasta la década de los sesenta[7]. Así, la colección Poemas publicó en 1967, Generación del 65. Antología de poetas hallados en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, con prólogo de Miguel Labordeta y en edición de Juan Marín y Fernando Villacampa, que reunía quince poetas jóvenes que, después tomarían sendas muy diversas[8].
Menor trascendencia tuvo Poesía universitaria (1975), prologada por la entonces catedrática de literatura de la universidad zaragozana, María Pilar Palomo, que recogía poemas de estudiantes de la especialidad, de los que la mayoría hizo carrera en el mundo de las letras, fuese en la poesía o en la docencia[9].
La revista malagueña de poesía Caracola dirigida por José Luis Estrada, publicaría en sus números 225-226 (julio-agosto 1971) y 244 (febrero 1973), sendas antologías, dedicadas a poetas aragoneses. Rafael Fernández Ordóñez fue su editor, ayudado en el segundo de los números por A. Mª Navales[10].
La más popular fue, sin duda, Antología dela Poesía Aragonesa Contemporánea (1978) con breves estudios y que establecería una suerte de canon[11].
Mayor importancia que revistas y antologías alcanzaron en estas dos décadas las colecciones literarias, mucho más numerosas que hasta entonces, como se ha indicado. De los años cincuenta procedían Orejudín, con una buena muestra del grupo de Niké en su repertorio y las tan breves colecciones Alcorce (poesía), Dezir (narrativa y teatro) y Raíz (ensayo) de la editorial Coso Aragonés del Ingenio, promovida por Emilio Alfaro, José Antonio Anguiano, Emilio Gastón y Joaquín Mateo Blanco, con Fernando Ferreró y Manuel Pinillos, como principales contribuciones.
De los sesenta es Poemas, una de las más longevas -llegó casi al cuarto de siglo- e importantes colecciones aragonesas de siempre. Creada, dirigida y editada por Luciano Gracia, su primer número, Nada es del todo, firmado por Manuel Pinillos, es de 1963 y de 1986, el número 56 y último, Los ojos verdes del búho de José Luis Rodríguez. En ella, con especial protagonismo del Grupo de Niké, figuran gran número de los más significados poetas aragoneses de su tiempo, mientras que la presencia de vates foráneos es escasa[12].
Fuendetodos (1969-1973) con dieciocho números, dirigida por Julio Antonio Gómez, fue, sin duda, la colección más brillante por el lujo de su edición y la calidad de sus contribuciones. Dejando fuera los aportes de poetas como Aleixandre, Celaya, Rosales o Leopoldo de Luis, entre otros, en ella publicó Miguel Labordeta Los soliloquios y las póstumas Obras completas. Julio Antonio Gómez, su fundamental Acerca de las trampas y José Antonio Labordeta, Cantar y callar, que incluía su primer disco, un EP con cuatro canciones, y Tribulatorio. Luciano Gracia (Hablan los días), Manuel de Codes (La mano en el sol) e Ildefonso Manuel Gil (Luz sonreída, Goya, amarga luz), completaban el elenco aragonés de esta iniciativa tristemente truncada.
De corte institucional y vinculada al premio del mismo nombre, la colección San Jorge de la Institución Fernando el Católico arrancó en 1969 con la publicación de Fábula del tiempo, el segundo de los libros de Rosendo Tello y cerraba la década con el número 20, Baladas a dos cuerdas (1979) del mismo autor. En ella, que se prolongó en el tiempo con el nombre de Isabel de Portugal, alternaron en esta época poetas veteranos con otros emergentes, entre los que Ángel Guinda, José Luis Alegre Cudós y Ana María Navales fueron los más perseverantes en el oficio poético.
La colección Horizontes (1974-1976) de la editorial Litho Arte, dirigida por el italiano Carlo Liberio del Zotti, con 11 números, y Puyal (1975-1982), tutelada por Ángel Guinda, con 22, fueron las otras colecciones de relativa importancia en el periodo. Esta última consiguió un significativo número de suscriptores que posibilitaron su pervivencia y reunió varios nombres prestigiosos en su catálogo.
Aunque fuera de Aragón, la muy divulgada y prestigiosa colección barcelonesa El Bardo, de José Batlló, que había realizado su servicio militar en Zaragoza, otorgó un sensible protagonismo a los poetas aragoneses y en ella publicaron Miguel Luesma (Poemas en voz baja, 1966), Miguel Labordeta (Punto y aparte –antología- 1967 y Autopia, 1972), Francisco Carrasquer (Vísperas, 1969), Raimundo Salas (Las piedras y los días, 1971), Fernando Villacampa (Juegos reunidos, 1971); Anchel Conte (No deixez morir a mia voz, 1972), José Antonio Labordeta (Treinta cinco veces uno, 1972 y Poemas y canciones, 1976) y Rosendo Tello (Libro de las fundaciones, 1973).
Con todo ello, fue el luego llamado Grupo Niké el principal aglutinador de los poetas aragoneses, que escribieron en estas décadas, casi todos nacidos entre 1927 y 1935. Como es sabido, en el café Niké[13] -mucho más cafetería que otra cosa- sito en la calle Requeté Aragonés (hoy, 5 de marzo) se reunía una tertulia de aspirantes a artistas en la que predominaban los poetas y cuyo principal instigador fue Miguel Labordeta, al que, de alguna manera, se le reconocía tanto lo superior de su genio como la autoridad deparada por su mayor edad. No existe una bibliografía consistente acerca del grupo en sí (VV. AA., 1984; Lorenzo de Blancas) pero puede decirse claramente que no hubo unidad estética, ideológica ni personal en el grupo en cuestión, cuyo núcleo duro, con M. Labordeta, de nuevo a la cabeza, fundó la OPI (Oficina Poética Internacional), esta sí, mucho más cohesionada. A sus componentes los caracterizó una preferencia por el humor con ramalazos surrealistas, que muchas veces se quedaba en boutade, el gusto de algunos por la marginalidad y el malditismo, bien matizado por otros, que arrastraban el estigma de un origen campesino y/o una larga vivencia seminarista. Fueron, seguramente, Julio Antonio Gómez y Luis García Abrines los menos timoratos para estas cuestiones pero no se trata aquí de hacer sociología de un dudoso conjunto de poetas provincianos, más bien poco intelectualizados, sino de pasar revista a lo mejor de su creación poética.
Cafetería Niké
Pero antes de meternos en harina con Miguel Labordeta y sus secuaces, hay que citar a otros poetas nacidos en las primeras décadas del siglo, que publicaron durante el periodo que nos ocupa. En primer lugar, Ramón J. Sender (1901-1982), que aunque había escrito poesía al menos desde 1918, año en que en el alcañizano El Pueblo publicara su poema «Las nubes blancas”, y había incluido poemas en libros como Crónica del alba, no se decidió a reunir su poesía hasta 1960, año en el que publicaría en Méjico Las imágenes migratorias. En 1974 refundió y aumentó la citada obra en el voluminoso Libro y Memorias bisiestas, que puede considerarse como la edición definitiva de su lírica y que, en un jugoso prólogo, contiene lo que podríamos considerar un testamento poético. Sender apreció mucho esta vertiente de su creación aunque despertara poco interés entre los estudiosos (Barreiro, 1998ª; Tello, 2004). El soneto fue su estrofa preferida y privilegió la disposición combinatoria y estructural del material poético en una lisis lírica en la que los elementos simbolistas y herméticos se interaccionaban con los resabios vanguardistas, que nunca lo abandonaron.
Ildefonso Manuel Gil (1912-2003) había publicado alrededor de una decena de poemarios desde que en 1931 se estrenara con Borradores pero´, cuando en 1968 la santanderina colección La Isla de los Ratones edita Los días del hombre, lleva once años sin publicar poesía. Pese a que todavía oficia de profesor en los USA, donde se jubilaría en 1982, se desquitará en el decenio de los setenta en los que da a la luz seis obras líricas: De persona a persona (1971), colección de poemas dedicados a amigos, Luz sonreída, Goya, amarga luz (1972), edición ampliada de su Homenaje a Goya (1946), Poemas del tiempo y del poema (1973), Elegía total (1976), sobre el desastre nuclear y, quizá, el más relevante de este periodo, Diez poemas de amor y una antología paisajística, Hombre en su tierra, ambas de 1979. Ildefonso había abandonado sus veleidades vanguardistas y se inclinaba un punto hacia lo clásico, matizado por el individualismo, la mirada bronca y la queja cívica, rasgos muy propios de su idiosincrasia. Al contrario de lo que sucede con Sender, I. M. Gil es un poeta sobre el que abunda la bibliografía: (González Soto; Hernández Martínez; Hiriart (1981 y 1984); Martín Zorraquino…)
Manuel Pinillos (1914-1989) es seguramente el poeta aragonés más prolífico en la década de los sesenta en la que edita nueve títulos en colecciones diversas. Tres de ellos corresponden a 1962: En corral ajeno, Aún queda sol en los veranos y Esperar no es un sueño. Vendrán después, Nada es del todo (1963), Atardece sin mí (1964), Lugar de origen (1965), De menos al más (1966), Viento y marea (1968) y Hasta aquí, del Edén (1970). Aminorará su producción durante el decenio siguiente, en el que aparecerán dos títulos: Sitiado en la orilla (1976) y Viajero interior (1980).
Su edad, algo más elevada que la de los poetas de Niké, el haber obtenido en 1951 el premio Ciudad de Barcelona, la frecuente presencia en revistas de ámbito nacional, junto a su condición de crítico de poesía, labor que ejercía en Heraldo de Aragón y su carácter difícil y atrabiliario dificultaron su adscripción a grupos y corrientes, todo ello incrementado por su independencia de criterio. Pinillos fue un poeta casi “profesional” con dedicación exclusiva al menester y numerosísimas sus actividades en torno a su oficio.
En los libros de este periodo alterna lo existencial y lo vitalista, como lo hacen lo introspectivo y lo social. Uno de los más interesantes es Lugar de origen, prologado por Camón Aznar y que acoge como escenario a la odiada y querida ciudad de Zaragoza. Destacables son también Hasta aquí del Edén y Sitiado en la orilla, uno y otro bien representativos de la variedad de registros de un creador al que muy pocos senderos de la lírica contemporánea le fueron desconocidos.
Él, que fue un excelente crítico, quizá tuvo dificultad para deslindar lo más valioso de su producción lírica y prescindir de lo accesorio, por lo que su obra es muy desigual. En ella predomina el tono existencial y la forma discursiva en la que afloran los borbotones de la pasión pues Pinillos no podía dejar de ser sincero y desgarrado, siempre con una clara inclinación a los extremos ejemplificados por Eros y Tánatos, junto a la consabida aspiración o nostalgia del ideal inaccesible, llámese paraíso perdido, luz, útero materno o hermandad universal. Su poesía, más enérgica que admirable estéticamente, muchas veces convulsiva por su apasionada necesidad de comunicación, le forzaba a la precipitación y, cuando respondía al ansia de conocimiento, el tono solía ser gris. Pesimista y rebelde, su estilo, directo y rotundo, logra sus más altas cotas al pulsar sus íntimas efusiones. Puede sorprender al lector de hoy su trazo desmañado, que no venía tanto de su ansiosa hiperactividad lírica como de su contumaz aversión por los formalismos y de su odio a esteticismos retóricos. Su obra, bien estudiada, principalmente por Calvo Carilla (1989) y Martínez Barca, ha merecido varias antologías.
La difusión de la obra poética de Francisco Carrasquer (1915-2012), militante e intelectual libertario con un directo protagonismo en la Guerra Civil y la posguerra, fue víctima de su condición de exilado en un país de lengua no hispana y con una vida muy complicada hasta su asentamiento en Holanda como profesor en la universidad de Leyden. Su primer poemario, Cantos rodados (1956), había sido editado en Ámsterdam, mientras Baladas del alba bala aparecería en La Isla de los Ratones, precisamente, en 1960. Años más tarde, El Bardo daría a las prensas Vísperas (1969), que sería maltratado por la censura y Carrasquer no volvería a publicar poesía hasta muchos años después[14]. Aunque sea un poeta que se caracteriza por su variedad de tonos o registros (intelectual, elemental, épico, existencial, social, amoroso…), es posible encontrar ciertas constantes personales que proporcionan a su lírica la singularidad y originalidad, a las que hizo referencia Gimferrer en el texto que dedicó a ella.
Baladas del alba bala tiene como leitmotiv temático los fusilamientos al amanecer, tan usuales en la guerra y postguerra españolas pero en ningún momento el libro alude a concreciones que pudieran hacer pensar en un libro estrictamente militante o de mera denuncia. La cosmovisión de Carrasquer trasciende lo político y se adentra en lo existencial dentro de una óptica más camusiana que sartriana y, por tanto, más humanista, más moderna, más inteligente. Los veintiocho poemas que forman Baladas del alba bala recorren tanto el estupor y la violencia de ajusticiados y verdugos como la muda presencia del mundo en torno, inocente y culpable, que, al mismo tiempo que se integra en la inerme estupefacción de los condenados conforma un marco frío y pavoroso que parece prefigurar el asesinato.
Luciano Gracia (1917-1986), de origen humilde y formación autodidacta, al que se nombró como uno de los más importantes editores de poesía aragonesa y también moldeado alrededor del grupo de Niké, en el que lo introdujo su amigo y también impresor, Guillermo Gúdel, no comenzó a publicar hasta al llegar a la cincuentena. En su propia colección estampó su primer título, Como una profecía. Les siguieron Hablan los días (1969) en la colección Fuendetodos, supervisada por el mismo Luciano, Vértice de la sangre (1974), ganador del Premio San Jorge y Creciendo en soledad (1978).
Su vocación lírica fue muy intensa y sus versos, de tono humano y elegiaco, acusan la influencia de Miguel Hernández, César Vallejo y Neruda. Hombre del pueblo, no falta en ella la preocupación social, especialmente en Hablan los días pero es, sobre todo, la epifanía de la emoción su virtud más destacada. Su primer libro, con el que ganó el certamen «Amantes de Teruel», gira en torno al amor. La pasión y el desgarro, tan característicos en su tono poético, son los protagonistas de Vértice de la sangre y Creciendo en soledad. Intenso hasta la desmesura, los temas oscuros, desde la tristeza hasta la muerte, se comunican en su lírica con sencillez arrebatada. Un aire coloquial convive con el tono trascendente, de modo que lo existencial, con su cohorte de dolor, barro y lucha, se bate con la tópica aspiración a la belleza y al ideal inaccesible.
En la década de los ochenta todavía se publicarían tres poemarios más -dos de ellos póstumos- y obtendría el reconocimiento de su tierra, al serle dedicadas una plaza en su pueblo natal, Cuarte de Huerva, y una calle en Zaragoza. Sobre su trayectoria: Pérez Lasheras-Melero. Acerca de su poesía: Gil; Pérez Lasheras (1987 y 1996).
Guillermo Gúdel (1919-2001) había publicado únicamente cuatro plaquettes en 1959, antes de dar a las prensas en 1970 Égloga nueva de la tierra propia. Persona de gran modestia y con una trayectoria vital llena de desdichas y contratiempos, pese a su gran amor por la poesía, apenas se ocupó de promocionar la propia producción y, como impresor vocacional, editó por cuenta propia y con pequeñas tiradas la mayoría de sus muy numerosos libros. Gran parte de ellos salieron a la luz a partir de 1980.
Colaborador de Julio Antonio Gómez en Papageno y de Luciano Gracia en Poemas. Égloga nueva de la tierra propia, poemario de raigambre clásica, refleja la trayectoria del poeta imbricado en su territorio. Sus dos siguientes libros: Los pasos cantados, (1975) y Las tristes noticias y Más tierra de España (1980), como buena parte de su obra, resultan una suerte de refugio lírico frente a lo que fue su poco afortunada peripecia vital y ostentan una veta lírica transida de sereno dolor. De correcta factura y hondo sentimiento, un oscuro destino parece cernirse sobre sus versos, existenciales y marcados por la angustia de la temporalidad. Es uno de los pocos poetas aragoneses contemporáneos que cuentan con una biografía: Gracia-Diestre.
Mariano Esquillor (1919-2014), albañil de militancia cenetista hasta la Guerra Civil, se acercó muy tardíamente a la poesía con la publicación en la imprenta de Luciano Gracia de Poemas internos (1971) y La colina eterna (1973), ésta ya en la colección Poemas. Apartado de grupos y círculos culturales, fue alcanzando una limpidez expresiva dentro de unos tonos entre surrealistas y místicos, que en la última época de su larga vida le deparó muchos devotos. En 1975 la colección San Jorge acogió Desde mi tienda alcanzada. Balada a la tierra y la breve pero activa colección Litho Arte, Hielo y libertad y, un año después, Noches y albas. Su acelerado ritmo de publicación propició tres libros más al final de la década: Oda de látigos. Helíaco (1977) y ya en colecciones fuera de Aragón, Mi compañera la existencia y apuntes de un vagabundo (1979) y Mensaje a Fenicia. Luz, sombra y silencio. Vida, guerrilla y muerte (1980).
La innegable belleza formal de sus versos y su capacidad de sugerencia lo convirtió en un poeta de culto en ciertos ámbitos poéticos[15]. Sin embargo, publicó demasiado aceleradamente (más de veinte títulos hasta su muerte y decenas de inéditos) y sus libros se parecen demasiado entre sí, con lo que es probable que, de haber aquilatado más los contenidos y estructurado su obra, hubiera dejado un poso más duradero.
Miguel Labordeta (1921-1969) es sin discusión la figura mayor y más influyente de la poesía aragonesa de este periodo en el que se produce su temprana muerte. Con la mayor parte de su breve obra publicada, en 1961 aparece sin embargo, uno de sus grandes aunque breves libros, Epilírica, publicado en una colección bilbaína. La censura redujo a siete sus nueve poemas, a pesar de que los prohibidos habían aparecido ya en revistas. El poemario constituye el cierre de una etapa lírica y la apertura de otra, que llamará Metalírica. Un año antes de su muerte, la colección Fuendetodos se inaugura con una de sus mejores creaciones, Los soliloquios (1969). El cambio de orientación de su poesía deriva en un volcarse hacia el experimentalismo, privilegiando la ruptura formal y dando entrada a un mayor componente irracionalista. Sin embargo, conserva rasgos ligados a su poesía anterior como son el verbalismo y la tendencia antirrealista, mientras se exacerban otros, empezando por el verso libre, al que siempre fue fiel y que aquí se combina con distintas audacias tipográficas, muy en línea con las corrientes españolas de la época. En 1972 El Bardo publica el inconcluso Autopía, en edición preparada por su amigo y contertulio de Niké, Rosendo Tello, para el que el libro supone “un ahondamiento circular centrípeto más depurado, en el sentido juanramoniano». Las rupturas de Los soliloquios se incrementan en esta obra, en la que las audacias tipográficas no ocultan un poderoso lenguaje poético, que se impone a lo accesorio.
Prueba de la trascendencia de Miguel son las Obras completas[16], publicadas por Fuendetodos en 1972 y las antologías de sus poemas que aparecen en estos cuatro lustros: la de El Bardo titulada Punto y aparte (1967), Pequeña antología (1970), publicada en Palma de Mallorca y La escasa me rienda de los tigres (1975) en Barral Editores.
Miguel Labordeta supo conjugar un romanticismo de base con una veta antirretórica; un verbalismo casi apocalíptico y mesianista, que transmitía en sus versos la sensación casi cernudiana de alguien que quería estar de viaje, huir, no participar en la mascarada sangrienta; un buceador en el misterio de la palabra que utilizó como nadie los coloquialismos; un escritor, al fin, que influyó poderosamente en la poesía aragonesa de la segunda mitad del siglo XX, a pesar de que, como bien destacó Ricardo Senabre, él fuera el destinatario de su propia escritura, contemplándose incesantemente, utilizando unas y otras técnicas de desdoblamiento.
Aunque poco leído fuera de Aragón, la figura y la obra de Miguel Labordeta han recibido abundante atención bibliográfica. Entre otros: Alonso Crespo, Ferrer Solá (1983), Labordeta-Delgado, Romo, Crespo, Ibáñez, Pérez Lasheras-Saldaña, VV.AA (1977, 1985, 1994).
Personaje singular, desde cualquier punto de vista, Luis García-Abrines (1923) abre y cierra este periodo con dos libros también singulares, Así sueña el poeta en sus palabras (fragmentos de unos evangelios apócrifos) (1960), número 6 de la colección Orejudín reeditado por la DGA cuarenta años más tarde, y Ciudadano del mundo (1980) publicado por el propio autor en New Haven (USA), su lugar de residencia desde mediados de los años cincuenta, adonde marchó, incapaz de soportar la mediocridad estética y social de la España franquista. El primero se acoge en todo momento a los principios vanguardistas, desmitificadores y corrosivos consustanciales al autor zaragozano y se considera el primer libro de colajes que apareció en España[17]. No es un libro de poesía pero sí puede considerarse un libro poético. Ciudadano del mundo es una obra que desde su título homenajea al espíritu de Miguel Labordeta, con el que García-Abrines tuvo larga amistad y correspondencia. Libro originalísimo, lleno de humor y ocurrencias en la onda de un dadaísmo baturro, con acercamientos al caligrama, a la poesía concreta, al microrrelato y, en fin, vademécum de una creatividad y una sensibilidad singulares, breviario antológico de las formas poéticas del siglo XX y confesión de parte del amor a su tierra es, lamentablemente, una obra casi desconocida. Un acercamiento a la misma (Barreiro, 2006).
En el mismo 1980 José María Aguirre (1924-2004) publica el que sería su primer libro poético, Londres. Ensayo sobre un cierto tiempo. Aguirre había desarrollado una destacada intervención en la vida cultural zaragozana de los años cincuenta y creó, además publicaciones de prestigio, como Almenara / Alcandara (1950-1952) y Ansí (1953-1955). En 1955 se trasladó a Gran Bretaña como profesor universitario y, una vez jubilado, a Francia, el país de su mujer. Tal vez por su alejamiento de España publicó tardíamente su primer libro de poemas, que solo tuvo continuidad diez años después, con su Libro de meditaciones.
Aunque nacido en Alcázar de San Juan, Antonio Fernández Molina (1927-2005), puede formar parte de la poesía aragonesa por sus treinta años de residencia en Zaragoza -desde 1975 hasta su muerte- y por su amistad con Miguel Labordeta, con el que compartió empresas poéticas, especialmente, como redactor-jefe de Despacho literario. Poeta-pintor, caso extremo de vanguardista a ultranza y fidelidad a la propia estética, es imposible despachar en unas líneas la labor de este intelectual incansable que, sólo en estos veinte años, publicó alrededor de quince libros de poesía, amén de los vinculados a otros géneros. Quizá, destacar Platos de amargo alpiste (1973) y La flauta de hueso (1980). Su producción torrencial y sus propios principios estéticos quizá le impidieron filtrar la calidad de su extensa obra, que a veces dio a conocer bajo heterónimos pero, de cualquier modo, su figura es imprescindible en el panorama poético y cultural español de la segunda mitad del siglo XX (Arrabal; Calvo Carilla, 2007; VV.AA., 2005).
En el periodo estudiado, Fernando Ferreró (1927) es el más veterano superviviente del Grupo de Niké, del que formarán parte varios muchos de los poetas tratados a continuación, como M. Luesma, I. Ciordia, R. Tello, J. A. Gómez, E. Gastón, J. A. Labordeta y J. A. Rey del Corral. No se insistirá más sobre la citada tertulia, pues ya se vio que no constituía un conjunto homogéneo sino un lugar de reunión desde el que expresar una suerte de diferencia.
Ferreró, que había publicado sus dos primeros poemarios, Acerca de los oscuro y Hacia tu llanto ahogado, a finales de los cincuenta, sacó a la luz en 1970 uno de sus mejores títulos, De la cuestión y el gesto, pero no volvería a publicar hasta 1988. Desde entonces, su ritmo de publicación ha sido mucho más acelerado y su poesía, conceptual, desnuda, difícil, precisa y decididamente antirretórica, le ha convertido en una de los poetas aragoneses más apreciados por las minorías cultas en los últimos tiempos (V. Barreiro 1998b).
Miguel Luesma (1929-1912) se dio a conocer en 1965 con Sólo circunferencia, aparecido en la colección Poemas. Su poesía, entre metafísica, cosmogónica y social, tuvo una buena acogida crítica y obtuvo varios premios, dentro y fuera de Aragón. Así, El Bardo le publicaría en 1966 Poemas en voz baja, a los que siguieron Las trilogías (1968), Sembrando en el viento (1971), En el lento morir del planeta (1972), Antología (1973), Aragón, sinfonía incompleta y Acordes para andar por un planeta vivo (1979). El hombre, el cosmos, el amor y los contextos de su Aragón natal son los temas fundamentales de este poeta que combina el tono existencialista con lo idealista y lo elegiaco. Estudiado por Castilla y González Plumed.
Con sólo dos poemarios, Cafarnaum, (1965) y Estuario (1975), publicados en la imprenta de Luciano Gracia José Ignacio Ciordia (1930-2012), muy vinculado a los hermanos Labordeta, fue un “raro”, tan cáustico como huidizo, que no hizo ningún esfuerzo por entrar en el canon de la poesía aragonesa. Ya totalmente retirado de la vida pública, una edición crítica de su poesía preparada en 2009 por Ignacio Escuín es la muestra y el estudio más completo de su breve obra.
Rosendo Tello (1931) es hoy el poeta más reconocido en Aragón, tanto por la profundidad y belleza formal de su obra como por la coherencia de su sentido. Con sólo un breve, aunque muy pensado estética y estructuralmente, poemario de 1959, reaparece con Fábula del tiempo (1969), ganadora del Premio San Jorge. El título en cuestión parte ya de un planteamiento, de un proyecto lírico que seguirá a lo largo de su trayectoria.
Sus libros siguientes constituyen una pentalogía cuyos títulos no aparecieron en el orden que los concibió el poeta: Libro de las fundaciones (1973), Paréntesis de la llama (1975), Baladas a dos cuerdas (1979), Meditaciones a medianoche (1982) y Las estancias del sol (1990). En ellos aflora ya el rigor formal, la deslumbrante precisión rítmica y el sometimiento de una indomeñable intensidad emocional. El designio y la necesidad de creación de una imaginación y un mundo poético dan cauce a una originalísima reflexión en la que fuerza telúrica y necesidad de trascendencia se baten, dando lugar a una expresión oscura y luminosa, a una mística panteísta y existencial, a un latido lírico bronco y, a la vez, sutil y destellante.
La abundancia de imágenes, tanto de filiación vanguardista, como clásica, que habitan su poesía enlazan con la reflexión desnuda, el anhelo de fundación yel tono que combina lo elegiaco, lo profético y el melancólico distanciamiento. Pero siempre, una música esencial, unaa estudiada disposición de acordes y disonancias, una poderosa fe en la palabra
Rosendo, cuyas obra poética completa, El vigilante y su fábula, aparecería en 2005 seguirá publicando hasta hoy mismo pero hasta hace unos años la atención crítica hacia su obra había sido escasa, salvo las consabidas reseñas pergeñadas a la aparición de cada libro. Los trabajos más extensos: Molina Campos; Barreiro (1986); Pérez Lasheras, (1996, 241-249); L. F. Alegre; Mainer; Vilas.
Julio Antonio Gómez (1933-1988) fue, junto a Miguel Labordeta, la figura más interesante de la tertulia Niké y un muy dotado poeta aunque de escasa producción. Su humor, sus anécdotas y su homosexualidad -más desinhibida de lo habitual en la época- lo han convertido en una referencia casi legendaria. Durante los cincuenta, quedó sin publicar su primer libro, Los Negros, con el que en 1955 había ganado el premio Doncel de Oro y Papageno (1958-1960), la revista editada a sus expensas, sacó únicamente dos números. El segundo constituyó la primera edición de la labordetiana Oficina Horizonte, con un anejo que pasó a ser el primer libro editado por Julio Antonio, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas.
En la tan citada colección Fuendetodos, por él creada, publicó la que sería su última obra en vida, Acerca de las trampas (1970), uno de los poemarios más originales y potentes de la poesía aragonesa. En Julio Antonio Gómez, vanguardia, existencialismo y epigonía de Elliot y del teatro del absurdo dieron lugar a una poesía de gran singularidad, no poca rebeldía y muy pugnaz lenguaje que, pese a su calidad, apenas tuvo repercusión. Hoy su valor está en alza y su capacidad para la metáfora, junto a la fuerza e intensidad de su palabra, convierten la lectura de su poesía en una experiencia original y potente. Su obra y figura, reivindicadas póstumamente en ediciones académicas, dan cuenta de una de las escasas llamas de la poesía aragonesa del siglo XX. Pérez Lasheras, 1992; 1993: Saldaña, 1993; 1994; 1998.
Ana María Navales (1934-2009), de personalidad muy dinámica, desde sus inicios poéticos con Silencio y amor (1965), al que siguieron la plaquette, Otra virtud (1970), En las palabras (1970) y Junto a la última piel (1973), estos dos últimos publicados en Barcelona y Caracas. Con Restos de lacre y cera de vigilias (1975) empieza a encontrar su camino y, especialmente, en el poemario Del fuego secreto (1978), la primera obra en que ella misma consideró que se expresaba con madurez. En Mester de amor (1979) se concretan sus obsesiones en torno a la frustración y el inconformismo, además de desarrollar una voluntad polémica, incluso con sus propios fantasmas personales. Pérez Lasheras, afirma que cada libro suyo «es una invitación a un viaje interior, a un proceso de introspección -viaje a los infiernos, también- (…) una evolución continua de un mundo ya perfectamente estructurado en torno a una serie de imágenes, mitemas y metáforas obsesivas». Fue una poeta prolífica con clara tendencia al intimismo y la lengua cuidada y reflexiva. La preocupación por el ritmo y la presencia de matices cruzados de introspección y el culturalismo le proporcionan un tono de personal trascendencia.
Su gran vocación hacia las Letras propició una gran actividad como crítica literaria, antóloga de la moderna poesía y narrativa aragonesas y copropulsora de revistas literarias como Albaida (1978-1979), con Rosendo Tello y, desde 1984, Turia, con Raúl Carlos Maícas. Obtuvo también numerosos premios. Su poesía ha sido estudiada principalmente por Ferrer Solá (1991); Pérez Lasheras (1996, 331-342) y Alarcón.
Hombre vocacional y personaje lírico por antonomasia es Emilio Gastón (1935), cuyo ritmo de publicación ha sido muy desigual. Pese a haber sido asiduo de Niké aparece tardíamente con El hombre amigo mundo (1976), Y como mejor proceda digo (1976) y Pronunciamiento (1978), todos publicados en la colección Poemas. Con una lengua muy personal, con claros ecos de César Vallejo y Miguel Labordeta, es el poeta de la solidaridad con el dolor y la inocencia primordial del hombre. Su tono épico, no desprovisto de ironías, alcanza a veces rasgos retóricos, imbuidos de un proteico amor a la humanidad y la libertad del hombre.
Aparte de reseñas, no existen estudios sobre la poesía de Gastón; pueden verse algunas notas sobre ella en Horno Delgado y Tello.
La figura pública de José Antonio Labordeta (1935-2010) escondió en parte la del poeta, que fue su vocación primordial. Bajo el manto de su hermano pero con tonos diferentes, debutó en su colección Orejudín con Sucede el pensamiento (1959) pero fue en su rica etapa turolense cuando terminó de conformar su mundo personal sin abandonar por ello el patronazgo estético-social de Miguel y César Vallejo, tal como hemos visto ocurrió en Emilio Gastón.
De 1965 es Las sonatas, ya con maneras reconocibles del Labordeta popular y, sobre todo, su libro de Fuendetodos, Cantar y callar (1971), que incluía un disco con cuatro de sus primeras canciones. Treinta y cinco veces uno (1972) es, seguramente, su mejor y más intenso libro. La obsesión por el vacío, la desolación, la desesperanza, la mediocridad provinciana, el desamparo existencial aparecen en él con una lengua que utiliza recursos estructurales y sintácticos de estricta modernidad. Paisajes batidos por el viento, un mar sin fondo, la desazonante inquietud por la ausencia son una secuela de la desaparición de su hermano y maestro pero, también, muestra de una grieta antigua y mal suturada, una ansiedad por la vuelta al origen, un gemido existencialista y profundamente solitario. Tribulatorio (1973), como el acertado título anuncia, sigue la misma onda de lírica pesadumbre. Hay en el poeta un metafísico y es en sus alusiones a lo telúrico, a lo preternatural, a lo incomprensible del mundo y lo hondo de su conciencia cuando consigue sus mejores registros. Menos original y convincente resulta cuando incide en lo social.
Poemas y canciones (1976) contiene versos volanderos, como los que realizó para la exposición barcelonesa del pintor Fernando Peiró Coronado y anuncia ya los textos de su etapa pública, aunque nunca abandonará la edición de su poesía y, hasta su muerte, estará en sus lecturas y en sus ocupaciones profundas. Los trabajos más completos: Aguirre; Escuín-Pérez Lasheras y Pérez Lasheras, 2011.
José Antonio Rey del Corral (1939-1995), Tras una niñez y juventud viajeras, como hijo que fue de militar, al aterrizar en Zaragoza se incorporó a Niké, donde fue uno de los más jóvenes asistentes que, como tantos otros, debutó en la colección de Luciano Gracia con Poemas de la incomunicación (1964), libro melancólico y existencial. En 1967 el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá le concedió una beca en Colombia, donde se especializaría en literatura hispanoamericana y publicaría Cantos colectivos, cuyo título marca ya una de las orientaciones de su lírica, más solidaria que combativa. Tras enseñar también en Panamá, volvió a Zaragoza en 1974 y, poco después, publicaba Tiempo contratiempo (1977), compuesto de 119 bellos sonetos. Cancionero de dos mundos (1978), estará formado principalmente por décimas y romances, como corresponde a su orientación popular pero exigente expresivamente. En el futuro su lírica iría cuajando hasta sus últimos libros en los que estuvo marcada por la introspección y su particular obsesión por el paso del tiempo. En ellos alcanza a combinar madurez expresiva y distanciada intensidad. Estudios: Hernández Simón; Pérez Lasheras 1999; Pérez Lasheras-Rodríguez García; Cortés.
En la década de los setenta otros muchos poetas, ajenos por su juventud al Grupo de Niké, van a incorporar sus publicaciones al corpus de la poesía aragonesa. Es de resaltar la convulsión que suscitó en los jóvenes la salida a la calle de la antología Nueve novísimos, que junto al torrente de novedades presidida por la llegada de ediciones de los poetas del 27 y del exilio, las traducciones de poetas europeos y, especialmente, norteamericanos con la Beat Generation a la cabeza, alteró rápidamente los modelos poéticos de los jóvenes.
Uno de los fundamentales, malogrado en pleno disfrute de su madurez creativa, fue Ignacio Prat (1945-1982). Tras sus primeros versos, publicados en la zaragozana revista Poemas (1963), editó alguna plaquette, pero hasta después de su muerte no apareció un libro con garantías de difusión para su obra. Así, en 1983 José Luis Jover editó para Pre-Textos la antología Para ti 1963-1981, que recogía lo fundamental de su poesía. Por publicarse en periodo posterior al objeto de nuestro estudio, obviamos aquí la descripción y comentario de su difícil y fascinante mundo poético.
Con obra muy abundante publicada en los setenta, Ángel Guinda (1948) es uno de los casos de vocación y entrega más arraigada de la lírica aragonesa contemporánea y fundador de una escuela poética, sin sede ni programa pero muy fiel y activa, desde hace varias décadas hasta el presente, que resultó dinamizadora para las nuevas generaciones poéticas. Es verdad que su poesía de esta época presenta las imperfecciones y balbuceos propios de los inicios pero también es patente la voluntad del autor por ir alcanzando una expresión lírica más arriesgada y personal, a veces utilizando una suerte de malditismo tremendista. Una vez más, los comienzos de un poeta aragonés se sustancian en la colección Poemas, en este caso con La pasión o la duda (1972). Seguirán Las imploxiones (1973), Acechante silencio (1973), Canto en el exilio (1973), Encadenadamente liberándonos (1974), La senda (1974), El pasillo (1974), Ataire (1975), Entre el amor y el odio (1977) y Testamento, (1977). Nada menos que diez libros en seis años para culminar en 1980 con su primera obra importante, Vida ávida (1980), publicada en la hoy ya veterana colección Olifante, inspirada por él y dirigida por quien fue su primera mujer, Trinidad Ruiz Marcellán. Título que, además, fue un éxito editorial, teniendo en cuenta el escaso marco de difusión de la poesía en Aragón. Dado que la parte más significativa de su obra se desarrolla en los decenios siguientes, como en el caso precedente, excusamos otras referencias.
Otro poeta que irrumpió con fuerza en los últimos años del franquismo fue el oscense José Luis Alegre Cudós (1951), a raíz de ganar el premio Adonais con Abstracción del diálogo del Cid Mío con Mío Cid, publicado en 1973. No fue el primero ni el último de los muchos galardones que obtendría, con lo que se ganó una justificada fama de niño prodigio, acompañada de cierto talento para la autopromoción, actitud más bien ausente en los poetas nacidos en la primera mitad del siglo y no tanto en algunos de quienes lo hicieron después. Aunque como creyente en la indiferenciación e integración de géneros, Alegre Cudós los tocara todos, nos ceñiremos al poético, bien representado en ese primer libro discursivo, audaz y experimentalista, como los que vendrían después. En Ridícula prosaica rítmica verborrea (1975) utiliza la forma del soneto, que dominaba formalmente, para una reflexión metaliteraria nunca exenta de rebeldía. En 1976 prolonga sus tientos vanguardistas, introspectivos y, a la vez, corales con dos nuevos libros: En un despoblado canta el poeta su rendición incondicional e Instinto de conversación. Uno de sus mejores títulos es Poema de réquiem y de luces (1977), texto simbólico y exultante y, como afirma su entregado prologuista, Francisco Ynduráin, “canto erótico de afirmación corporal, concebido como todo un acto natural de amor”. Primera invitación a la vida obtuvo el Premio Boscán en 1975 aunque no fuera publicado hasta 1979 contrasta temáticamente con el último título de este decenio, Poema del sentir (1980) que, como el propio poeta indica, propone un canto natural a la muerte.
Alegre seguiría publicando poesía hasta finales de la década de los ochenta en que su voz se fue disipando entre nieblas personales. Pese a su constante preocupación por el lenguaje, su calidad expresiva y sus esfuerzos renovadores, Alegre fue un poeta que alcanzó excelentes críticas pero fue asimismo discutido por su ocasional artificiosidad y, a veces, tildado de tedioso. Sin embargo debe reconocerse su esfuerzo personal y aislado en pro de una poética menos convencional y, a veces, arriesgada. Pérez Lasheras 1996 (441-447).
Habría que citar, finalmente, a una serie de poetas que debutaron en los setenta con alguna fortuna pero que interrumpieron su producción o la desarrollaron fundamentalmente en años posteriores. Entre estos últimos podríamos citar en primer lugar un caso aparte como el de Anchel Conte que, con No deixez morir a mía boz (1972), se apuntó el título de publicar el primer libro de poesía en aragonés en una colección de ámbito nacional y que, además, lograría alguna repercusión en años en los que iban apareciendo otras sensibilidades culturales.
El llamado Grupo Folletos (Javier Barreiro, Eduardo Bru, y Javier Checa) publicó con cierta repercusión ciudadana cuatro cuadernos poéticos entre 1971 y 1973. En 1974 la colección San Jorge daría a las prensas Andén Oeste de Eduardo Bru mientras Javier Checa abandonaba la actividad poética y Javier Barreiro publicaría posteriormente.
Carlos Cezón publicó Réquiem por los caminos ya andados (1972), Interludio de nada (1973) y Las margaritas (1976) antes de abandonar la región para ocupar un puesto de juez. También interrumpió su trayectoria Manuel de Codes [18], autor de Amara (1970) y La mano en el sol (1971), este último título en la colección Fuendetodos.
Poetas que editaron un libro a final de la década iniciando una trayectoria con numerosas publicaciones ulteriores fueron Gerardo J. Alquézar (Oratoria para una generación de desheredados, 1977). Manuel Estevan (Posadas, 1978); Ángel Muñoz Petisme –luego Ángel Petisme- con la plaquette (G)rito 1978); José Luis Rodríguez (Origen de las especies, 1979) y José Verón (Legajo incorde, 1980).
Con dos publicaciones, una de ellas en plaquette (Los signos en el agua, 1976 y Moradas y regiones, 1979), figuran el luego prolífico Joaquín Sánchez Vallés y, también Manuel Martínez Forega (Vestíbulo néumico, 1977 y En el umbral de las ubres: contienda, pausa y urulato, 1978).
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NOTAS
[1] De la misma opinión era José Camón Aznar que, en el prólogo a Lugar de origen (1965) de Manuel Pinillos, escribe: “No creemos que la poesía haya alcanzado nunca en Aragón el actual florecimiento”, p. 5.
[2] Tampoco han abundado en Aragón los estudios de conjunto sobre el periodo y sus poetas: Barreiro (1990; 2010), Capecchi, Domínguez Lasierra (1981; 1997; 2005), Lorenzo de Blancas, Navales, Pérez Lasheras (1996; 1998), Sánchez Ibáñez-Ichaso; VV.AA. (1984)
[3] “Encuesta a críticos, poetas y editores”, Ínsula 565, enero 1994, pp. 11-21.
[4] Ana María Navales figuró como subdirectora.
[5] Finalmente, algunas como Malvaloca, Guadaña, Narra, Glaukopis, Abrotjos… generalmente, promovidas por poetas muy jóvenes y que aparecieron muy a finales de la década del setenta, pertenecen, por su espíritu y actitud, al periodo posterior.
[6] Para un detallado repaso de las revistas y colecciones literarias, Domínguez Lasierra (1987) y Sánchez Ibáñez.
[7] Habría que anotar la Antología de poetas aragoneses, número 48 de la colección Los poetas, publicada en 1929.
[8] Componían el elenco: Mariano Anós, Adolfo Burriel, Aurora Egido, Jorge Juan Eiroa, Carmelo García Comeras, Carlos Lorenzo, Juan María Marín, Socorro Molina, Enrique Pellejer Calamar, María Pilar Pérez Galve, María Pilar Rey del Corral, José Antonio Rey del Corral, Ignacio Prat, José Antonio Maenza y Fernando Villacampa.
[9] El modesto volumen fue promovido por el propio Departamento de Literatura y sufragado por el Rectorado. Los antologados fueron: Ramón Acín, Adolfo Alonso, Luis Bazán, Francisco Fernández Romeo, Ángel Guinda, Benedicto Lorenzo de Blancas, Carlos Lorenzo, Bonifacio Martínez, Héctor Martínez Ferrer, Francisco Ortega, María Pilar Pallarés, Jesús Rubio y Joaquín Sánchez Vallés.
[10] Los nombres incluidos en el primero fueron: Mariano Anós, Benedicto Lorenzo de Blancas, J. Ignacio Ciordia, Fernando Ferreró, Julio Antonio Gómez, Luciano Gracia, Guillermo Gúdel, J. A. Labordeta, M. Labordeta, Miguel Luesma, Manuel Pinillos, J. A. Rey del Corral, Raimundo Salas y Rosendo Tello.
En el segundo: José María Aguirre, José María Alfonso, Juan Emilio Aragonés, J. Javier Barreiro, Manuel de Codes, Anchel Conte, Mercedes Chamorro, Francisco Javier Checa, Emilio Gastón, Ildefonso Manuel Gil, Ana María Navales y Fernando Villacampa.
[11] I. M. Gil, Pinillos, Luciano Gracia, Gúdel, Esquillor, Labordeta, Luesma, Ciordia,Tello, J. A. Gómez, J. A. Labordeta, J. A. Rey del Corral, A. M. Navales, Guinda y J. L. Alegre Cudós fueron los poetas recogidos.
[12] Hay edición facsímil: Pérez Lasheras-Melero.
[13] Inaugurado el 23 de mayo de 1940 en la calle Requeté Aragonés (hoy Cinco de Marzo), estuvo abierto exactamente durante 29 años, ya que cerró el 22 de mayo de 1969, setenta días antes de la muerte de Miguel Labordeta. Varios de los poetas del grupo continuaron durante unos años la tertulia en el Club Radio Zaragoza, cafetería situada en los bajos de un local sito en el cercano Pasaje Palafox.
[14] Vísperas fue publicado en edición bilingüe en Haarlem (Holanda), con prólogo de Lucebert, el más conocido de los poetas neerlandeses. En 1999 el Instituto de Estudios Aragoneses publicó Palabra bajo protesta, una antología. Baladas del alba bala sería reeditado en 2007 por Bartleby. 2007, año en el que le fue concedido el Premio de las Letra Aragonesas, alumbró Pondera… ¡que algo queda! (Alcaraván) y Poesía completa, editada por el ayuntamiento de Tárrega, su ciudad de residencia al regreso del exilio. Todavía en 2010, Prensas Universitarias de Zaragoza publicaría Poemario aleatorio. Por las razones antedichas los estudios sobre la poesía de Carrasquer son escasos: Barreiro (1999 y 2001); Gimferrer; Lucebert.
[15] Especialmente en los formados en torno a Antonio Fernández Molina y Ángel Guinda, de éste es uno de los estudios más amplios sobre el poeta.
[16] En 1983 apareció una edición de Obras completas, debida a Clemente Alonso Crespo y en 2015, Obra publicada, preparada por Antonio Pérez Lasheras y Alfredo Saldaña.
[17] En la presentación, Luis declara su gratitud a Alfonso Buñuel que le descubrió el mundo de los colajes y había reunido un conjunto de ellos en un volumen que desapareció en el Madrid de la Guerra Civil. Todavía editó García-Abrines otros dos excelentes libros de este género: Crisicollages para Luis Buñuel (1980) y en 1988 Variaciones sobre La donna e mobile (Solo -de gaita- para hombres).
[18] Nacido Madrid pero residente en Aragón desde 1958.