Tenéis los vereños varios privilegios de los que, seguramente, sois conscientes pero que no estará de más recordar, pues muchas veces las cosas de que disfrutamos son aquéllas que nos pasan más inadvertidas. No es sólo la belleza de este Somontano del Moncayo, un oasis de verdor en esta resequida tierra; no es sólo la maravilla del arte que disfrutáis que dio motivo a que tomaran estos contornos como lugar de esparcimiento varios de los mayores talentos españoles de los últimos siglos, entre los que no hay que recordar únicamente a Gustavo Adolfo Bécquer, sino también a ese símbolo perfecto de lo aragonés que fue Braulio Foz, el autor de un libro que debería ser de lectura constante en nuestras escuelas: Vida de Pedro Saputo. No es sólo la presencia del padre Moncayo, dador de vida, de viento y de leyendas, que sería bueno que nuestra juventud conservase como homenaje a la memoria y a las formas de vida de nuestros antepasados.
Es también la estructura urbana de sus pueblos, como este de Vera, horadado de bodegas, con sus casas de piedra, su calle mayor, su castillo y su plaza de San Sebastián, o con sus rincones más modestos y desconocidos, como esa calle de hermoso nombre, Carratrasmoz, con su maravillosa vista sobre el más sagrado de los montes. Es también la conservación de tradiciones como la del Cipotegato y, en este sentido, quisiera animaros a que recuperaseis los hermosos dances de Vera o la fiesta del Mayo con sus coplas y albadas. Es también el grito primordial de la jota, ese folklore que los aragoneses, parece, queremos olvidar y marginar cuando, hasta hace no mucho, era famoso en el mundo y no había espectáculo español que no lo incluyera como apoteosis final. Cuántas veces, ante la visita de extranjeros que me preguntaban dónde se pueden oír jotas, he tenido que decirles, avergonzado, que en ningún sitio.
Pero, sobre todo, es también el carácter de sus gentes, acogedor, franco, solidario, amigo de la juerga y la francachela. Al fin, aunque estemos rodeados de un esplendoroso entorno, lo que nos proporciona la mayor felicidad es el compartir la alegría con otros, la compañía de nuestros iguales. Y nuestros iguales son los vereños y forasteros, los aragoneses y los canarios, los sin patria y los extranjeros. Marcianos, si hubiera, a todos acogeríamos para la fiesta con el regocijo y la armonía que, sabemos, son la clave para sentirnos bien. Y sentirnos bien es dar y recibir la felicidad de compartir la fiesta y la alegría.
Compartámosla, pues, en cualquiera de las formas de divertirse, que la inventiva y la originalidad de cada uno hará que cada paso sea un festín: podemos celebrar que se hayan adelantado las fiestas y la lifara haya llegado antes; podemos celebrar la ya próxima construcción de la Zona Deportiva, que nos va a convertir en atletas imbatibles, recordando aquellos tiempos de las corridas de pollos desde el balsete de Valdecaballos y con salida a estampido de trabuco; podemos celebrar a nuestra patrona, Santa Brígida, una de las más extrañas figuras del santoral -hay pocas santas con ocho hijos, tan viajeras como ésta que hizo las tres peregrinaciones (Santiago, Roma, Jerusalén), con milagros tan estupendos como cuándo pidió a Dios que la afease y éste hizo que se le reventara un ojo o como cuando convirtió en serpientes los mendrugos que unas compañeras se negaban a dar a unos pobres; podemos celebrar, asimismo, el mejor de los vinos, el de esta tierra, ese maravilloso líquido, que, desgraciadamente hoy día, tiende a ser sustituido por otros mucho menos nobles y que en seguida vamos a bebernos. Y podemos celebrar, ya, que este pregón llegue ya a su fin. ¡Viva Vera! ¡Viva Santa Brígida! ¡Viva la fiesta!