Hoy se cumplen veinte años desde la muerte (30-IX-2000) de Mauricio, que, por muy poco, no llegó a habitar el tercer milenio. Venturosamente, la memoria no ha sido esquiva con él y en Zaragoza lo recuerdan su paseo y su escultura; todos los años se le evoca en diversos actos, se ha rodado un largometraje sobre su figura y sigue vivo en sus canciones y en sus amigos. Desde los que tuvo en sus épocas de estudiante en el Colegio Alemán y en la Sagrada Familia, que le llamaban Tío Boris, hasta sus compañeros de Golden Zippers, Más Birras y Almagato o Gabriel Sopeña, que tanto influyó en su carrera. Mauricio, nacido el 25 de enero de 1964, fue hombre de gran precocidad y ya a los trece años la música se convirtió en su principal ocupación. Aprendió a tocar de oído aunque su hermano mayor, que le inició en la música, no le dejaba su guitarra. Una navidad le regalaron el que fue su primer disco, El submarino amarillo y todo se precipitó.
Aunque ya lo conocía de vista, cosa fácil por su pintoresco aspecto, en 1986 se acercó a mí con motivo de la exposición sobre el tango que realicé en el Palacio de Sástago. Su interés era, como siempre, desaforado y la amistad, unida a la comunidad de intereses de muchos tipos, surgió naturalmente, incrementada por sus intereses literarios lo que llevó a que yo le prestase numerosos libros y que él me diera a leer sus textos literarios, que conservo. Durante varios años hizo convivir el rock y el tango pero hacia 1991 se interesó por el folclore argentino, pasión que llevaría a sus últimas consecuencias. Ya en sus composiciones aparecían obvios componentes de la música popular de tradición latina. Más Birras fue un grupo que se caracterizó por su coherencia, ausencia de esnobismo y la búsqueda de contenidos de enjundia pero vinculados con la cultura popular en sus textos. También por la facilidad de conectar con el público sin explotar recursos facilones. O en la creatividad de sus composiciones que, en la lengua oral de Mauricio, era una cosa natural.
Cuando en 2012 acudí al Congreso Nacional de Folclore en la provincia argentina de Corrientes, para hablar de la jota, viva en tantos países hispánicos, pensé en cuánto le hubiera gustado a Mauricio acompañarme y llevar allí su pasión por la chacarera. En su memoria, recupero este texto publicado en Revista del Circuito, Zaragoza, muy poco después de su desaparición.
El sincero estupor y el revuelo producidos por la muerte de Mauricio suscitaron abundantes reflexiones. En muchas de ellas se destacaba su importancia en la música zaragozana en los últimos quince años. Pese a este reconocimiento, su camino no fue nada sencillo y su creatividad encontró siempre escasas facilidades para encontrar un cauce. Que se trataba de un creador en estado puro y, como tal, inconformista y siempre en busca de nuevos senderos parece claro. Cuando consideraba que un camino estaba trasegado, ya bullía en su imaginación un caudal de nuevas propuestas, sin que jamás tratase de privilegiar el rédito económico. De hecho abandonó el rock cuando su grupo era uno de los dos o tres más reconocidos de la región y, en su inmersión en la música argentina, pasó por el tango y la milonga, géneros más populares, para desembocar en la chacarera, folclore seductor, pero con escasísimas posibilidades comerciales.
Quizá el talento natural era el rasgo más sobresaliente de Mauricio Aznar. No había acabado el bachiller ni los ambientes en que se movió durante largo tiempo eran los más adecuados para culturizarse. Sin embargo, fui muchas veces testigo de su curiosidad intelectual, de cómo devoraba cualquier libro –le dejé bastantes: el último La parranda de Eduardo Blanco-Amor- y del entusiasmo desatado que le hacía demandar nuevas lecturas. Sus comentarios solían ser de una agudeza y profundidad muy superiores a los de muchos que ostentan birrete, a lo que unía una creatividad verbal y una chispa espontánea, ya muy raras, incluso entre el pueblo. Tenía, por otra parte, vocación literaria que, si habitualmente se expresó en sus excelentes letras de muchas épocas, en los últimos años empezó a encontrar cauce en el artículo periodístico, el cuento y la poesía. En el recientemente publicado Los cuentos de nuestra tribu (Zaragoza, Prames, 2000), se recoge un muy audaz y curioso texto narrativo y su librito inédito, Coplas para mis pasos, contiene piezas de poesía popular de ambiente argentino de gran perfección. No resultaría ocioso recopilar sus escritos.
Venció el miedo a hablar en público y sus intervenciones orales en recitales o presentaciones tenían una frescura e ingenio absolutamente inhabituales en su medio. Sinceridad no agresiva, naturalidad, capacidad de admiración para los méritos ajenos, rasgos tan poco habituales, eran otros de sus patrimonios.
Enamoradizo, pero sucesivamente monógamo, absolutamente peculiar sin buscarlo, con una turbulencia interior que apenas se manifestaba en sus palabras, que daban una sorprendente sensación de apasionado equilibrio, la gente percibía su naturalidad y su genio. Pero, como todos los verdaderamente independientes, no encontró la unánime aprobación y reconocimiento sino cuando decidió transitar.
Mauricio en primer plano, junto a él, su novia, Olga, el firmante, Carlos Carabajal, una leyenda de la chacarera, su mujer, Joaquín Carbonell y Miguel Pardeza. De pie, Mario Rivas.
u