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(Publicado en Clarín nº 147, junio 2020, pp. 25-29)

Ruano entre dos amigos, Emilio Mesejo y Ezequiel Endériz

 

 

 

Leo en La mañana, un periódico turolense con fecha 3-3-1931, cuarenta y dos días antes de proclamarse la II República:

INCIDENTE ENTRE PERIODISTAS: “Un periódico de la noche da cuenta de que en un café de la Puerta del Sol se golpearon el redactor de La Tierra, Ezequiel Endériz, y el de «Heraldo», señor González Ruano. Este último rodó por el suelo y resultó con múltiples golpes en diversas partes del cuerpo, que, a patadas y bofetadas le propinó su contrario. El motivo parece ser un artículo de González Ruano publicado en su periódico, con ocasión de la muerte del actor Emilio Mesejo, artículo que mereció la repulsa de gran parte del público, y que comentó en este sentido, en La Tierra, su redactor Ezequiel Endériz”. 

El café debía de ser el de Puerto Rico, situado en el nº 3 de la Puerta del Sol , frecuente lugar de arribada tanto de actores como de Ezequiel Endériz, el agresor que, ya avanzada la Guerra Civil, dedicó al establecimiento un interesante artículo en el  periódico valenciano Umbral. Entre otras cosas, allí se preparó el atentado que en 1921 segó la vida del presidente del Gobierno, Eduardo Dato. No hubo denuncia ni consecuencias ulteriores por la citada agresión de periodista a periodista. Ruano que, obviamente, tenía una buena parte de masoquista, no sólo dio de lado el asunto sino que en sus memorias escribe acerca de Endériz, al que encontró en el París ocupado:

“…navarro de vida agresiva y valiente, bastante desgarrada, había sido en España enemigo mío, pero nos entendimos bien desde el primer momento y hoy es una de las personas a quienes recuerdo, de aquella vida de París, con cariño fraternal (…) En la nostalgia honda e insobornable de la tierra española le ganaba[1], sin embargo, Endériz, y esto era una de las cosas que más me unía a este revuelto tudelano que, entre otras cosas, versificaba en los cafés y en tascas de París sus melancolías españolas de viejo condotiero de la Puerta del Sol. Como navarro, al fin y al cabo, en cuanto bebía se ponía triste y cantaba con un vozarrón macho y altivo”.

Bien debía de conocer César las peripecias biográficas de su antiguo vapuleador porque esta semblanza retrata bastante aceptablemente al tudelano, hombre polifacético que, incluso tuvo un protagonismo indiscutible en la jota navarra, pues suyas son las letras –o, al menos, él las adaptó del acervo popular- que cantó y grabó en los años treinta Raimundo Lanas, el mayor de los creadores de la jota navarra, antes de su temprana muerte el último día de 1939.

No olvidemos, sin embargo, a quien, inculpablemente, propició el episodio del descalabramiento de Ruano. Emilio Mesejo (Alcalá la Real, 1864-Burgos, 1931) es uno de los más populares actores del teatro español en su etapa más vigorosa. Fue su padre, José, quien lo empujó de niño a las tablas y, desde entonces, protagonizó innumerables obras del género chico que, a fines del siglo XIX, exportó a la Argentina, donde durante una larga temporada fue uno de los actores españoles más conocidos. Al regresar, y en lento retroceso su género, se pasó a la comedia, primero con la compañía de María Guerrero y después con la de Enrique Borrás. Además de sus innegables valores actorales, Emilio Mesejo era consumado bebedor, lo que no era nada infrecuente entre la familia escénica. Recuérdese el caso del popular actor cómico, Julio Ruiz, que hasta se reía de sí mismo, escribiendo piezas en las que se despelotaba de sus propias conductas y especial afición al morapio[2].

González Ruano, con el antetítulo “Lo patético y lo bufo”, había escrito la necrológica de Mesejo en Heraldo de Madrid[3], el 23 de febrero de 1931, un día después del fallecimiento del comediante. Fue una embolia que lo arrebató del mundo en la pensión burgalesa donde se hospedaba. El artículo, excelente como tantos de Ruano, destila simpatía por el actor, conocido del periodista, quien le debía de haber prestado ayuda económica en alguna ocasión, pero no oculta el alcoholismo ni la condición bufa y, a menudo, mísera de Mesejo en esa época, lo que debió de encorajinar a sus compañeros de profesión y  amigos. Endériz no se contentó con denunciarlo en su periódico, el muy extremista diario La Tierra, sino que aplicó su “justicia” en directo y a la vista del público para que la humillación fuese más honda.

Ezequiel Endériz

Nacido en Tudela (1889) y fallecido en el exilio parisino (1951) fue hombre asaz contradictorio, aunque no en sus ideas que anduvieron siempre en los frentes más reivindicativos. Tropecé por primera vez con su nombre al realizar la biografía de Raquel Meller porque escribió varias canciones para ella y fue muy amigo y parece que confidente suyo, quizá por la relación que unió a Ezequiel con Enrique Gómez Carrillo, primer marido de la artista, a raíz del encuentro de ambos en el París de 1910. Raquel y Ezequiel, aunque abandonaron pronto sus lugares de origen, eran medio vecinos (Tarazona y Tudela sólo distan 23 kilómetros) y sólo se llevaban un año. Coincidieron, además, en Barcelona, donde Raquel llegó antes, y ella ya andaba por los escenarios cuando lo hizo Ezequiel hacia 1907. Como la visceral rebeldía del navarro invitaba a pensar, sus veinte años lo llevaron a inmiscuirse de hoz y coz en los sucesos violentos de la Semana Trágica. Un capitán lo identificó, fue encarcelado y, al poco tiempo, liberado, parece que a consecuencia de un error del juez correspondiente. Temiendo la revisión, marchó a París, donde se relacionó con Gómez Carrillo y otros exiliados. El 26 de septiembre de 1910 en el cuartel Roger de Lauria de Barcelona se vio el Consejo de Guerra por injurias al ejército. Le cayeron seis meses pero su caso entró en el indulto de final de año.

Antes de trasladarse a Madrid, Endériz se buscó la vida en El Liberal de Barcelona con una actividad tan poco rebelde como la crítica taurina y el seudónimo de “Goyo Faroles”, nombre de un personaje de Anita, la risueña, una zarzuela cómica de los Quintero estrenada a finales de 1911. A partir de aquí, su actividad difiere muy poco de la de tantos letra-heridos, pululando entre la poesía, el teatro y el periodismo de la época, en su caso, completada con la lucha social. Los versos de Abril (1911) formaron su libro inaugural; Vengadoras (1912) fue su primera novela; Nubes de la sierra (1914), su primer estreno y Belmonte, el torero trágico (1914), su primer trabajo periodístico en formato de libro, prologado por el tan pintoresco como temible Prudencio Iglesias Hermida, con el que antes había disputado. A lo largo de su vida totalizó una quincena de libros y una docena de obras estrenadas[4], muchas veces en colaboración

La Favorita

con su amigo, el también periodista navarro Víctor Gabirondo, amén de escribir la letra de casi un centenar de composiciones musicales llevadas al escenario por figuras como Raquel Meller, Raimundo Lanas y otras, como Ofelia de Aragón, La Zazá, La Favorita, que también fue su amante, La Goya, Resurrección Quijano, Lola Membrives, Consuelo Hidalgo, todas con algún peso en el mundillo de las varietés. Actividad la de letrista que, seguramente,  proporcionaría a su autor más rédito que las anteriores. Por su parte, él siempre anduvo cerca de los nutritivos entretelones de las sociedades de autores. Se le pudo tildar y se le acusó de muchas cosas, pero nunca de pánfilo.

Adicto a cualquier tipo de enfrentamiento y de polémica, las tuvo con Villaespesa, traductor de una obra de Julio Dantas que su autor había concedido en exclusiva a Endériz y Gabirondo; también, con el comediógrafo aragonés Atanasio Melantuche, igualmente, por cuestiones de derechos, aunque terminaran amistándose y nunca le faltaron ganas y arrestos para inmiscuirse en cualquier tipo de bochinche ideológico o sindical. De hecho, colaboró en los periódicos más explosivos de la época y bastaría citar los nombres de algunos de ellos, particularmente exagerados, cuyas anécdotas y facecias aparecen por doquier en los libros que recuerdan la época: Revolución, El Parlamentario, Los Comentarios, El Soviet, Las Izquierdas… De Endériz es el mérito de haber firmado la que quizá sea la primera obra publicada en España sobre el acontecimiento que terminó con la dinastía zarista: La Revolución rusa (Sus hechos y sus hombres). Publicada a finales de 1917 con prólogo de Luis Araquistain, en la madrileña editorial Mateu, sus 169 páginas analizan con asombrosa cercanía temporal los acontecimientos de los meses anteriores. El volumen se refiere a los hechos acaecidos entre febrero y octubre de ese año, en los que la figura principal fue Kerenski, a quien Endériz defiende expresando su confianza en él y también en Lenin, apoyando sus argumentos con la efímera creencia de que esa revolución no había fusilado a nadie.

Poco tardaría la realidad en desmentir sus impresiones. Trece meses después, en el número correspondiente a enero de 1919 de la revista Cosmópolis, dirigida por su amigo Enrique Gómez Carrillo, que en 1916 había prologado su segundo libro lírico, La travesía del desierto y otros poemas, Endériz publicaba el artículo “La penetración de las ideas bolchevikis (sic) en España” (pp. 74-80). En las primeras líneas del mismo ya anticipaba:

“De los frutos de esta guerra de desolación que acaba de finar, ninguno tan contagioso y tan grave para las bases de la actual sociedad como ese bolcheviquismo”.

El autor considera que el movimiento tiende a destruir la civilización europea porque se nutre de primitivas doctrinas afroasiáticas y cita a Gabriel Alomar, con el que se carteó, para denunciar “el doctrinario leninista y el cristianismo, también fuertemente antieuropeo”. La condición de España como el país espiritualmente menos occidental de Europa y su propensión al misticismo la hacen terreno abonado para la expansión de tales ideas. Por otro lado el español otorga mucha más importancia a la igualdad que al resto del trío: libertad y fraternidad. Si para lograr la igualdad es preciso, acepta la “voluptuosidad” de la tiranía. La fraternidad no es compatible con nuestra característica envidia. Tanto por ello como por el altamente justificado odio a la autoridad: “Todo régimen sentado en la igualdad hace prosélitos en España (…) igualdad hasta para el infortunio”.

Otras frases, si no plenamente originales, sí muestran el talento periodístico y la fuerza de estilo del navarro: “El pueblo no cree aquí en las aristocracias. La de la sangre le parece grotesca, cosa cómica; la del talento, la recela y la teme; la del dinero, la odia”. Así, habiendo españoles que “sueñan hoy con un régimen de terror, copia del de Lenin y Trotsky, del que esperan un torrente de justicia”, estima que España está en vías de que tales doctrinas se impongan.

Por entonces, Endériz presidía el Sindicato de Periodistas de la UGT y encabezó la huelga  profesional que terminó con la fundación de La Libertad, diario nacido el 13 de diciembre de 1919, por la defección de un numeroso grupo de periodistas de El Liberal. Con diversos bandeos ideológicos, según cambiara la propiedad, el nuevo rotativo estuvo más próximo al sindicato libertario que al socialista y fue uno de los periódicos madrileños más significados hasta el fin de la guerra civil, y Endériz, uno de sus más estimados redactores, que también iría acercándose a la CNT, aunque no militara en ella hasta la II República.

Para el ejército español y para Endériz, 1921 fue un mal año. Tras el desastre de Annual, fue enviado a cubrir la información bélica en Marruecos pero la muerte de su mujer, Manuela García Junco, de 25 años, con la que hace poco había matrimoniado, le forzó a abandonar el Rif con urgencia. Regresó, estuvo herido por caer del caballo, fue encarcelado y, finalmente, expulsado de Marruecos junto a otro escritor, Guillermo Hernández Mir, porque el tono de sus crónicas no agradaba al gobierno. Cuando se quería silenciarlo, siempre se recurrió a reabrir cualquiera de los muchos expedientes en los que durante la década anterior había estado incriminado. En este caso, uno de 1917 por haber gritado “¡Viva la República!” en un mitin en Barcelona, de lo que pronto fue absuelto. Su carácter independiente le indujo a abandonar La Libertad en octubre de 1922, cuando, por la entrada de capital nada limpio, dudó de la independencia del diario. Un mes después, con otros redactores, fundaba y dirigía el Diario del Pueblo, que no tuvo éxito. La Acción y Heraldo de Madrid, donde un artículo de su autoría provocó un juicio por injurias a Cambó, del que también fue absuelto, fueron otras cabeceras que le permitieron satisfacer su imperativo categórico, antes de acogerse a la refundación de La Tribuna, diario de la noche que,  bajo la dirección de Salvador Cánovas Cervantes, había funcionado entre 1912 y los inicios de la década siguiente y que el 30 de abril de 1924 reaparecía bajo la batuta de Endériz. Tampoco resultó muy longevo el proyecto.

El culo inquieto del tudelano lo llevó a recuperar sus veleidades escénicas y varietinescas y escribir sobre teatro, de nuevo en Heraldo de Madrid, a conspirar dentro de un orden -el de la Dictablanda-, a proponer la celebración del Día del Periodista y a intimar con Blasco Ibáñez –la república en el horizonte- con el que se retrató en la que dicen es la última fotografía del novelista valenciano. Endériz tuvo la capacidad de amistarse a la vez con Sanjurjo y con Franco, el aviador. A los dos golpistas los había tratado en Marruecos y, sin duda, también trataría al tercero en discordia. El caso es que anduvo medio implicado –al menos, el juez lo llamó a declarar- en la asonada de Cuatro Vientos en diciembre de 1930.

Inmediatamente, Ezequiel Endériz se inmiscuyó en la fundación de otro diario, La Tierra, la empresa periodística en la que duraría más tiempo, aunque no demasiado. El inspirador era de nuevo Ninini (Cánovas Cervantes) y desde su primer número (Año Nuevo de 1931), fue un ariete contra la moribunda monarquía y, una vez extinta ésta, contra el PSOE, con especial aversión a la figura de Indalecio Prieto y bastante cercano a las posturas cenetistas. Quizá su mayor popularidad la alcanzó el diario con los reportajes publicados entre julio y septiembre de 1933, sobre el asesinato de Hildegart perpetrado por su madre, firmados por Eduardo de Guzmán y el propio Endériz, que también llevaba una jugosa sección con el nombre de “Tic-Tac”. En octubre, Cánovas y Guzmán encabezaron una candidatura, abundantemente publicitada en su diario, por el Partido Revolucionario Social Ibérico, fundado en 1932, con el que se presentaron sin éxito, por el distrito de Sevilla. Cumplidos los tres años en esta batalla, La Tierra anunciaba el 23 de febrero la retirada del compañero Ezequiel Endériz para dedicarse a tareas literarias. 

Fueron sin embargo, sólo un par de libros los que publicó en los dos años que faltaban para la guerra, El pueblo por Azaña: del Ateneo ¡hasta el gato! y Guerra de autores. En éste cuenta todos los manejos que hubo en estas generalmente poco claras entidades en las que él anduvo casi siempre entrometido. De hecho, era el Secretario de la recién creada Sociedad de Autores del Libro y de Prensa y director técnico de una Oficina de Relaciones Cinematográficas y Teatrales, donde, sin duda, se gestionaba más guita. En cuanto al libro sobre Azaña, todo venía de otra salida de madre del navarro que en La Tierra había calumniado a Azaña, de manera más bien rastrera, adjudicándole hechos inciertos, como la crueldad con los animales y el odio a su propia madre, cosa que el político alcalaíno recordaría amargamente en sus escritos. Ahora había llegado la hora de rectificar.

Como para casi todos, la guerra fue para Endériz un carrusel vertiginoso. Nombrado,  junto a los anarquistas Fernando Pintado y Liberto Calleja, como enlace de las comisiones periodísticas de la CNT con la UGT, vivió en primer plano la multitud de conflictos consiguientes. En Solidaridad Obrera sostuvo la sección “La máscara y el rostro”, fue el presidente de la agrupación “Amigos de Méjico”, que organizó varios homenajes al país presidido por Lázaro Cárdenas, y hasta escribió un libro, Teruel (1938), cuya parte más optimista se felicita de lo bien que se retiraron los milicianos tras la definitiva pérdida de la capital bajoaragonesa.

Al finalizar la contienda el combativo periodista cumplía el medio siglo y bien podía decir que las tres últimas décadas las había vivido en medio de la vorágine española. Quedaba el rumiarlo, que fue la digestión de gran parte de los exiliados que escaparon de la represión y encontraron la guerra mundial. Por una parte, Endériz se ocuparía en contrarrestar los manejos comunistas para hacerse con el control de la Asociación de Periodistas Republicanos Españoles. Por otra, seguiría escribiendo en Solidaridad Obrera, L’Espagne Républicaine y otros medios del exilio. Lo que más trascendió fue su participación, con el seudónimo Tirso de Tudela, en las emisiones internacionales de Radio París, especialmente en el programa político-folklórico-cultural “La rebotica”, junto al cura vasco Alberto Onaindía, quien había denunciado internacionalmente el bombardeo de Guernica. También sucedería al anarquista Antonio Fernández Escobés como director de la colección de narraciones cortas “Los novelistas españoles” que se editó en Toulouse desde 1947 a 1949. En enero de este último publicó la última de dicha serie, El cautivo de Argel, obviamente referida a Cervantes, que sería su penúltima obra. La postrera, en este mismo año, Fiesta en España, libro en el que recoge en forma de breves ensayos un florilegio de sus intervenciones radiofónicas en torno a la canción popular, el folklore y las fiestas españolas.

Cuando el 8 de noviembre de 1951 moría Ezequiel en París un jueves de otoño, no sé si con aguacero, a punto de cumplir los 62 años y dejando varios libros sin editar, su viejo amigo-enemigo César -entonces con 48 años y que, también con 62, moriría catorce años más tarde- había publicado alrededor de 75 obras y era ya el periodista más popular de España. 1951 fue el año de publicación las citadas memorias, Mi medio siglo se confiesa a medias, en las que Ruano recordaba a Endériz con “cariño fraternal”. Póstumamente, se publicó el diario de César[5], donde el día 9 de diciembre de 1951 –un mes y un día  después de la muerte del navarro- había apuntado:

Me dan noticias de la muerte en París de Ezequiel Endériz, con quien me unió en mis años de vida en Francia tanta amistad como enemistad me desunió de él anteriormente en la vida madrileña. Siento mucho esta desaparición definitiva.

Está claro que, en 1951, a los veinte años de su muerte, ya no se acordaba nadie del pobre Emilio Mesejo. Ni tampoco del género chico que le otorgó la fama en el Madrid del mantón y la verbena. ¡El gran Mesejo, hijo! El mismo que había interpretado a uno de los tres ratas en el estreno de La Gran Vía (1886) en el Teatro Felipe, y en el Apolo, coliseo en el que fue un ídolo, al Giuseppini de El dúo de La Africana (1893) y al Julián de La Verbena de La Paloma (1894).

Mesejo, entre otros dos actores en «Doloretes»

Habría que esperar casi treinta años para que algunos profesores advirtieran que el teatro en el que este actor se movía como pato en albufera tenía más interés que las comedietas y dramones que se representaban en los teatros serios de la época de intersiglos.

NOTAS

[1] “le ganaba” al periodista, Salvador Cánovas Cervantes, al que César acababa de referirse en texto y de quien se decía: “los tres nombres mienten”, por lo que se le llamaba «Ninini».

[2] ¡¡¡Ruiz!!! (monólogo en un relámpago dividido en cuatro tipos), Madrid, Establecimiento Tipográfico de M. P. Montoya y Compañía, 1882.

[3] Recogida en César González-Ruano, Necrológicas (Ed. de Miguel Pardeza), Madrid, Fundación Cultural MAPFRE Vida, 2005, pp. 169-170.

[4] Entre ellas, habría que destacar La guitarra de Fígaro, con música de Pablo Sorozábal, que se estrenó en el Teatro de la Zarzuela (1933).

 

 

 

 

 

 

 

Dos de los primeros títulos publicados por Endériz

Publicado en Boletín Hispánico Helvético nº 10 (otoño 2007), pp. 81-100.

Soy consciente de que el planteamiento de este artículo casi se aproxima a un oxímoron. Bohemia se opone a best-seller en cuanto que aquella, al menos aparentemente, se caracteriza por su desdén por todo aquello que significaban las aspiraciones burguesas: el éxito, el dinero, la respetabilidad, las buenas formas…, si bien parte de la bibliografía moderna pone en solfa tales presupuestos. No es hora aquí de categorizar la bohemia, cosa que he intentado en otro lugar . Si la bohemia romántica se vinculó a la poesía, a partir de la Restauración fueron las publicaciones periódicas las que agruparon a quienes se decían bohemios por inconformismo y estética aunque, en la mayor parte de los casos, lo fueran por necesidad. Es este un período todavía poco y superficialmente estudiado, entre otras causas, porque gran parte de aquellas publicaciones se ha perdido. Fueron principalmente los diarios republicanos promovidos en torno a Ruiz Zorrilla los que agruparon el mayor número de bohemios activos, aunque no faltaron en la prensa de otros colores.

Es comúnmente aceptado que los libros más leídos en el siglo XIX fueron los folletines . Pese al alto índice de analfabetismo, los bajos niveles de vida y de poder adquisitivo y la incuria cultural, al menos desde el último cuarto del siglo XIX, hubo una sostenida y amplia producción de libros y, sobre todo, de publicaciones periódicas . En 1875 Madrid tenía alrededor de 600.000 habitantes de los que sabía leer y escribir un 58%. A pesar de ello nos encontramos con una gran vivacidad cultural: 153 periódicos en la capital en 1870 y ¡273! en 1887. De estas publicaciones 43 eran diarios, cinco de ellos republicanos, mientras que el resto se repartía variadamente pero podemos decir que 36 de ellas trataban de literatura y afines, 19 eran religiosas, 10 festivas y satíricas, 9 artísticas, 6 masónicas, etc.

En 1900 la población había subido a 775.000 habitantes pero los analfabetos seguían constituyendo alrededor del 40%. En este final de siglo, según datos del Gobierno Civil, los diarios de mayor circulación eran El Imparcial y el Heraldo de Madrid, con una tirada de 130.000 ejemplares, seguidos por El Liberal con 105.000; la revista de mayor difusión, Blanco y Negro, tiraba 70.000, La Ilustración Española y Americana, 22.000 y Madrid Cómico, 20.000, mientras que el semanal republicano, Las dominicales del libre pensamiento, dirigido por Chíes y en el que colaboraban Dicenta y otros bohemios como Barrantes, lanzaba a la calle 10.000 ejemplares, lo mismo que el satírico semanal Gedeón. Son cantidades asombrosas, aunque muchas de estas publicaciones se distribuyeran en toda España.

Veinte años más tarde, pese al aumento de población –Madrid ya llega a los 1.067.000 habitantes- y a la mejora del nivel de vida, los analfabetos siguen constituyendo el 36,5% y las publicaciones periódicas sólo de la capital han ascendido al número de 522 .

Sin embargo, estos datos contrastan con la escasez de libros editados y la de lectores en las bibliotecas. En 1918 existían en Madrid 17, que tuvieron 371.631 lectores que consultaron 375.807 obras. Cinco años más tarde, eran 18 las bibliotecas, 433.005, los lectores y 440.794, las obras. Llama la atención la poca diferencia entre lectores y obras consultadas lo que implica que la inmensa mayoría, sólo consultó un solo libro. Y, generalmente, solían ser de temas técnicos. No se consideraba serio ir a la biblioteca a leer novelas e, incluso para acceder a las eróticas, se necesitaba un permiso especial.

El consumo periodístico contrasta también con la penuria de librerías. Por Botrel, sabemos que en 1903 había en la provincia de Madrid 49 librerías y 36 en 1913. Por el contrario, y, en parte, tal vez gracias al auge de las luchas sociales, Barcelona había pasado de 42 a 52. Les seguían ¡Oviedo!, que en esos años las había doblado: de 7 a 15 y Valencia: de 14 a 15. Zaragoza tenía 7 en ambas fechas. No había ninguna en las provincias de Albacete o Almería. En el total de España se había pasado de 271 a 284. Faltan descripciones de estas librerías, que podían de características muy diversas. Los datos son inseguros y lo mismo sucede con los libros, de los que apenas hay documentación fiable. La inmensa mayoría de las editoriales han desaparecido o perdieron sus archivos en la guerra civil.

Casi siempre tenemos que recurrir a testimonios personales que se asientan en la inseguridad del recuerdo o del propio interés. De (1874) se vendieron más de cien mil ejemplares en los primeros años de circulación pero Valera dijo que con lo que le habían liquidado apenas tenía para pagarle un traje a su mujer. Baroja, siempre quejoso, nos cuenta sus desventuras con los editores para concluir que, con el conjunto de sus primeros libros, debió de ganar unos ocho duros al mes, es decir, menos de quinientas pesetas al año.

La barraca (1899) había vendido en 1904, 15.000 ejemplares; La catedral (1903), Blasco Ibáñez-La barraca16.000, y Sonnica, la cortesana, 8.000. Bastante, pero poco que ver con las tiradas posteriores de Blasco Ibáñez. Según Martínez de la Riva, a enero de 1928, se habían impreso en España 2.286.000 ejemplares de sus obras.

Uno de los autores verdaderamente populares fue Felipe Trigo, del que siempre se citan sus abundantes ventas en la época de su éxito, y del que, además, se han aportado datos concretos . La temática de su obra, arriesgada para una España todavía mayoritariamente aherrojada bajo la férula clerical, fue el motivo de su éxito, como había sucedido antes con López Bago. Téngase en cuenta que estas obras fueron en gran medida destruidas, bien por familiares timoratos y preocupados por el buen nombre de sus cercanos, bien a causa del terror desatado por la guerra civil.

Del mismo modo, años después, otros autores como Alberto Insúa, Joaquín Belda, El Caballero Audaz, Pedro Mata, o incluso Zamacois , obtuvieron tiradas muy considerables pero a ninguno de ellos puede calificársele como bohemio, aunque Zamacois estuviese en contacto con la gallofa en los primeros lustros de su vida literaria. Es harto conocido que corresponde a este autor, en gran medida, un importante paso adelante en la dignificación profesional del escritor español por su iniciativa que dio carta de naturaleza a la llamada novela corta: la publicación a partir del 1 de enero de 1907 de la colección El Cuento Semanal, cuya tirada llegaba a los 50.000 o más ejemplares. Los autores percibían entre 150 y 250 pesetas pero pronto se incrementó la dotación. Colecciones posteriores, como La Novela de Hoy y La Novela Mundial llegaron a pagar a los autores entre 1.500 y 3.000 pesetas –lo normal era 1.000-, cosa tanto más notable cuando los precios de venta estaban siempre por debajo de los treinta céntimos .

Como es bien sabido, estas colecciones no publicaban únicamente narrativa sino que, a veces, se editaba teatro e incluso, a partir de 1916 aparecerá una colección dedicada a este género, La Novela Teatral. Pero las obras más vendidas fueron casi siempre narrativas. Estas colecciones de novela corta fueron una invención española y significaron un paso importantísimo, por su módico precio y por su salida semanal, en la formación del hábito lector. Como se dijo, las tiradas masivas supusieron una mejora inestimable para los autores. a los que se pagaron cantidades hasta entonces insólitas y ello significó la incorporación a la vida literaria de escritores que no tenían forzosamente que pertenecer a las clases adineradas, especialmente a muchos que malvivían de las colaboraciones periodísticas. Precisamente, numerosos de los argumentos de estas novelas cortas andaban entre lo ficcional y lo periodístico. En suma, representaron una verdadera eclosión literario-popular que propició un dinamismo social y de mercado insólitos en la España de la Restauración, amén de un cambio en los hábitos lectores y mentales: del rutinario folletín se pasaba a una obra y autor nuevos cada semana. Muchos lectores empezaron a encuadernar los ejemplares y hoy mismo podemos encontrarlos así en los rastros y librerías de viejo. El acceso de un público lector nuevo se manifiesta incluso en el poco cuidado formal de muchas de estas encuadernaciones: A veces se cortaban sus bordes, se arrancaban sus portadas o los ejemplares se reunían, no correlativamente, sino de forma aleatoria.

Si estas colecciones ayudaron a matar el hambre de algunos militantes de la bohemia y pusieron en circulación muchas de sus obras que, de otra manera, apenas habrían llegado al público lector, el primero de sus componentes que se encontró con un éxito comercial sin precedentes fue el bilbilitano Joaquín Dicenta (Calatayud [Zaragoza], 1862-Alicante, 1917) a raíz del inesperado triunfo de Juan José.

Son bien conocidas las circunstancias de su producción y las dificultades para su puesta en escena, propiciadas por la singularidad del drama. Finalmente, el 25 de octubre de 1895 se estrenó en el Teatro de la Comedia y, a partir de ahí, se representó ininterrumpidamente durante 150 jornadas. Cada día, más popular y aplaudido. Dicenta se convirtió en una suerte de líder de la lucha de clases y el drama fue un símbolo que se representaba en las sociedades obreras y otros círculos radicales todos los primeros de mayo hasta la guerra civil. Durante un cuarto de siglo Dicenta fue uno de los cuatro o cinco escritores más populares en la España de su tiempo, y su drama, probablemente, la obra más representada tras el Tenorio. Lamentablemente, nos faltan datos concretos de las tiradas, desde su primera impresión en el establecimiento tipográfico de Velasco, que durante más de un cuarto de siglo, antes y después de la creación en 1899 de la Sociedad de Autores Españoles, dio a las prensas la inmensa mayoría del teatro español. Si aparecieran los libros de cuentas de este impresor, serían un documento inexcusable para la historia de dicho teatro. De cualquier modo, daremos cuenta de alguno de los hitos a los que la trascendencia de la obra dio lugar.

Parece que Fiscowich, el editor que casi monopolizaba el teatro español antes de la creación de la Sociedad de Autores Españoles, durante la representación del segundo acto del Juan José, ofreció a Dicenta, que estaba en la estricta miseria, veinticinco mil pesetas por los derechos de la obra. El autor no aceptó y, finalmente, le llegaron a reportar trescientas cincuenta mil. Eso cuenta al menos a El Caballero Audaz en una de sus famosas entrevistas para la revista La Esfera . Por cierto que Dicenta fue quien sucedió a Sinesio Delgado en la dirección de la SAE.

A los pocos meses del estreno, la obra tuvo su primera adaptación en forma de novela popular por entregas . No sabemos el autor de la versión narrativa, autorizada por Dicenta, a Antonio Asensio porque este nombre parece encubrir a personajes como Antonio Palomero, Ricardo Fuente y Adolfo Luna . Fuera como fuese, incluso en la segunda década del siglo siguieron publicándose adaptaciones noveladas de Juan José.

Cuando el ilustrado iznajareño Julio Burell llegó a ministro, impuso las lecturas de Dicenta en las escuelas. Contra ello, el jesuita Constancio Eguía pretendió descalificar globalmente al aragonés en su artículo “Joaquín Dicenta y la cultura nacional” con el objeto de que la orden del Ministerio de Instrucción Pública fuese revocada.

El éxito de la obra también dio lugar a la creación de un partido político, Democracia Social y, algo más tarde, al grupo Germinal, aglutinado en torno a esta revista y propulsor del pensamiento crítico que luego se identificó con el llamado noventayochista.

El 16 de diciembre de 1910 Juan José se representó excepcionalmente en el Teatro Real, con fines benéficos. Un Dicenta con cuarenta y ocho años intervino en el papel protagonista, junto a personajes del mundo de las letras como Antonio Palomero, Ramón López Montenegro, Leopoldo Bejarano, Francisco Gómez Hidalgo, Ángel Torres del Álamo, el dibujante Manuel Tovar, que ilustró las portadas de El Cuento Semanal y, posteriormente, de Comedias y otras muchas publicaciones de la novela corta, y, también, un tal Ramón Gómez de la Serna, en el papel mudo de Mozo de la taberna. Dicenta ya la había representado el mismo año de su estreno y ahora obtuvo también un gran éxito . Ese año, posterior al de la Semana Trágica, Canalejas había accedido al gobierno y los tiempos parecían abonados para lo que antes hubiera sido una audacia impropia del Teatro Real. Las ideas de casi todos los actores tenían, además, su sesgo progresista.

Cuando en 1916 aparece la colección La Novela Corta, su director, José de Urquía, publica en su número dos, El hijo del odio de Dicenta, que es el primer autor que repite en ella, pues en el número 10 se publica Garcés de Mansilla. No sólo repite sino que siete semanas después, en la simbólica fecha del primero de mayo, se publica el Juan José con el número 17. A los veintiún años de su estreno la edición se agotó en pocas horas.

Basta con estas muestras para sostener la trascendencia de una obra que desde el principio fue acogida con extraordinario calor por público y críticos aunque pronto los conservadores fueran modificando sus criterios y los comentaristas más avisados señalaran las deudas de su autor con la retórica decimonónica. A Dicenta, el éxito no le apartó de su pasión por el alcohol, las mujeres, los barrios bajos y la disipación, lo que nunca empañó sus grandes cualidades humanas.

Si Dicenta fue, por talante, costumbres y vocación un bohemio inveterado al que, tal vez, sus abusos condujeron a una muerte prematura, el inefable, hiperestésico y más que un punto desequilibrado Alfonso Vidal y Planas (Santa Coloma de Farnés [Gerona], 1891-Tijuana, [Méjico], 1965) fue uno de los elementos más característicos de la horda bohemia .

Tras una biografía que discurre entre la locura, la miseria, el abismo, la exaltación, el misticismo, la cárcel y el éxtasis revolucionario, sorprendentemente su “tragedia popular” Santa Isabel de Ceres va a obtener un éxito tumultuoso. Tres años antes de llegar a las tablas en 1922, había sido publicada como novela . Corresponde esta obra al periodo creativamente más consistente de Vidal y Planas formado por Tristezas de la cárcel (Confesiones de Abel de la Cruz) (1917), Memorias de un hampón (1918) y Santa Isabel de Ceres (1919), novelas tremendistas y llenas de intensidad, personales y vividas, aun cuando siempre asome la oreja melodramática. Incluso la primera se vendió relativamente, lo que hizo que Fernando Fe aceptara quinientos ejemplares cuando apareció Memorias de un hampón.

Santa Isabel de Ceres es un melodrama bastante rudimentario, aunque no exento de cierta fuerza, al menos en su primera versión novelística: León, ex-hospiciano, hombre joven y fuerte, de oficio pintor, es protegido por don Dimas, que le ayuda a sobrevivir y le invita a sus juergas. En una de ellas, conoce a una puta (Isabel, Lola, de nombre de guerra) que ha caído en el arroyo por las taimadas asechanzas de señoritos y chulos. Decide protegerla y estabilizarse con ella pero don Dimas, al que pide ayuda económica, no se la otorga. En un golpe de audacia, consigue dos mil pesetas en una sala de juego que, a la sazón, estaba prohibido. Al salir, le atrapan los guardias, le quitan el dinero, le dan una somanta y lo llevan ante el juez. El falso testimonio de los policías hace que el magistrado determine procesarlo. En la celda se encuentra con un tal Abel de la Cruz.

La Lola huye del prostíbulo y decide ayudar a León subvencionándole una celda de pago, visitándolo todos los días y convirtiéndose en puta independiente para obtener ingresos con los que sufragar tales dádivas. Sin embargo, en una de las ocasiones en que lo visita, al salir, le está esperando el Cataplum -el chulo del que ha huido-, que le raja la cara. Ella, desfigurada, decide seguir ayudando a León pero ya no se considera digna de ser su compañera.

León sale del trullo a resultas de las gestiones de un abogado, novio de una amiga de Lola. Por encargo de ésta, le entrega un sobre con quinientas pesetas y le comunica que su protectora se encuentra en el Hospital General. Va a verla y ella le pide irse a vivir juntos. Se instalan modestamente y León va alcanzando el éxito como pintor. Se le propone hacer el retrato a la hija de un millonario y, al poco, el padre le ofrece casamiento con ella. Piensa en rechazar la oferta pero duda: entonces encuentra a Abel de la Cruz, evidente contrafigura de Vidal y Planas. Se emborrachan y León lo lleva a su casa. Allí, con la locuacidad propia de su estado, cuenta a Isabel lo que ha pasado pero le promete que seguirá con ella.

Sin embargo esta Santa Isabel de Ceres, arrastrando su complejo de culpa y queriendo facilitar el camino a quien la redimió, le deja una carta comunicándole que no le ha querido nunca y que a quien verdaderamente ama es al Cataplum. Se coloca en un burdel de la calle Ceres, pero no puede soportarlo y se degüella mientras está llamando a su puerta Abel de la Cruz. Por su parte, León y Sagrario, la hija del millonario, se casan.

La obra es torpe, llena de previsibles adjetivos y pomposas parrafadas. Los acontecimientos no siempre están justificados y los personajes son arquetipos sin perfiles. Sólo en cierto pintoresquismo y en la relativa sordidez de lo que se relata anida el interés. Por otro lado, está llena de paja y consabidos escolios aunque se critique el sistema social, policial y judicial. Vidal y Planas aparece totalmente preso en la vieja contradicción: resulta patético censurar el sistema utilizando lo peor y más viejo de su retórica.

Sí que la obra es ilustrativa para penetrar en la enfermiza e hiperestésica psique del autor. Como es notorio, la obra se inspiraba en la propia experiencia de Alfonso quien había sacado del prostíbulo a Elena Manzanares a la que, desde entonces, convirtió en su mujer. Incluso para la mentalidad de la época la cosa resultaba, al menos, pintoresca y dio lugar a no pocos dimes y diretes. Sin embargo, si hacemos caso al no siempre fiable Cansinos, a Elena la conoció en un burdel de la calle San Marcos, donde lo llevó Luis Antón del Olmet una noche de juerga tras el éxito de la obra teatral, lo que desmentiría el hecho de que se inspirara en ella. Sea como fuere, este drama hizo conocer el éxito a quien tan mal preparado estaba para él. El mismo Cansinos cuenta como Muñoz Seca le sugirió la idea de adaptar Santa Isabel de Ceres al teatro y en el café El Gato Negro le corregía las escenas, al tiempo que rechazaba las ofertas de colaboración que le proponía Alfonso.

En la obra teatral cambian los nombres de algunos personajes -por ejemplo, el Cataplum es el Niño de Vélez- y toma más protagonismo Abel de la Cruz, cursi tremebundo. Aquí el encuentro de León y Lola es totalmente increíble. Al no poder haber escenas en la intimidad del lecho, como sucede en la novela, ciertos diálogos quedan totalmente desprovistos de anclaje.

Se incorpora una escena en la que Abel, ante un alguacil del juzgado, emprende un desmesurado, patético, tópico y pasional canto a Cristo, no perdonando la obviedad: «La misma ley vela por la impunidad de aquellos que la infringen».

El final cambia respecto a la novela: El día del homenaje al pintor, Abel lleva a León al prostíbulo donde se ha refugiado su novia (aquí todo sucede en la misma jornada: la propuesta de matrimonio, la duda de ella, la carta, la escapada, el reencuentro…). Le comunican que al chulo le mató la policía, con lo que siembra en León la duda. Cuando le dicen que allí hay una a la que llaman «Cicatriz», ella, al oírlo, se degüella.

El drama es resueltamente malo, sin los paliativos que pueden ponerse a la novela. Sin embargo, tras un estreno de prueba en el Teatro Cervantes de Sevilla el 7 de enero de 1922, se exhibió en el madrileño teatro Eslava con un desmesurado éxito popular, pese a que la mayor parte de la crítica le fue esquiva. Sin duda que el carácter escandaloso contribuyó al triunfo de la obra y, también, el montaje de Martínez Sierra que, a falta de otras gracias, era un muy eficaz director escénico. Se representó ciento dos veces seguidas, lo que, en una época en que la oferta teatral era tan diversa y las carteleras se renovaban constantemente, constituía una cifra asombrosa. Durante las temporadas posteriores fue repuesta siempre con éxito.

A menos de un año de su estreno, había producido veinte mil duros a su autor, quien los dilapidó a modo, viviendo como un duque y, al parecer, repartiendo el monto, mitad por bondad, mitad por ostentación, entre sus cofrades de la pirueta.

La audacia de mezclar a una santa con una mercenaria del amor de la tan denostada calle Ceres era cuando menos una irreverencia, más si se piensa que el protagonista, con el que tanto se identificaba el escritor, recogía evidentes ecos de la figura de Cristo y su relación con Magdalena. Y, aunque no resultara nada original, pues desde el Romanticismo el tema de la vindicación de estas mujeres había sido lugar común en la literatura, estaba en el aire. Incluso, la obra fue adaptada al cine dirigida por José Sobrado de Onega, que había participado en rodajes en Los Ángeles y, luego, con el seudónimo de «Focus» haría crítica en El Sol. Entre los intérpretes principales estuvieron Aurora Redondo (Isabel) y Manuel Luna (El Niño de Vélez), que tan dilatada carrera desarrollarían en el cine español. Los exteriores se rodaron en el cabaret Parisiana y la cinta fue estrenada en noviembre de 1923.

Poco después de que se cumpliera el año del estreno de Santa Isabel de Ceres, el 1 de marzo de 1923, se produjo el único homicidio entre escritores de la literatura española contemporánea: Vidal y Planas dispara y mata a Antón del Olmet en el saloncillo del teatro Eslava. La historia es conocida pero qué duda cabe de que dilató el éxito de Santa Isabel de Ceres, así como que la peripecia carcelaria significó el éxito de las tantas veces intragables obras que el gerundense escribió desde la celda. Había sido condenado a doce años y un día y a indemnizar con cien mil pesetas a los herederos. El acusador privado no consiguió, sin embargo, su propósito de embargar los derechos de la obra de Vidal en la Sociedad de Autores. Alfonso fue encerrado en el santoñés penal de El Dueso y, protegido por Artemio Precioso, que le ofreció la excelente tribuna de La Novela de Hoy, escribió abundantemente, justificando su crimen por el ultraje a su amada y achacando su condena a toda clase de conjuras. Tras cuarenta meses de internamiento, fue indultado en julio de 1926, después de una fuerte campaña en su favor encabezada por Artemio Precioso. En la prisión había tenido trato de favor, dada su fama y el dinero que manejaba.

Ya liberado, hubo de trasladarse a Barcelona, donde momentáneamente siguió luciendo su estrella. En una entrevista dijo ganar unas cinco mil pesetas mensuales: La Novela de Hoy le aportaba unas mil quinientas, lo mismo que los derechos de sus obras teatrales y otras colaboraciones pero el contingente mayor, dos mil pesetas, se los seguía proporcionando Santa Isabel de Ceres. Que se siguió editando hasta la guerra civil . Tras ella, por su tema truculento, desapareció del mapa, como su autor, exiliado en Méjico , pero llama la atención que, más de treinta años después del final del franquismo, ni siquiera haya sido reeditada una obra tan popular y de tanta trascendencia social en su época.

Si Juan José y Santa Isabel de Ceres fueron textos más que populares y que tiraron decenas de miles de ejemplares, Álvaro Retana no puede presentar ninguna obra que ni siquiera se aproxime a la repercusión que tuvieron aquellas pero su personalidad y las ventas regulares de sus libros en su época de mayor éxito (1917-1931) lo convirtieron en un escritor popularísimo, cuyas novelas se leían con fruición y hasta eran un signo de modernidad, en el que lo popular y lo exquisito se amalgamaban de una manera muy pintoresca y muy “años locos”.

La figura de Retana es altamente singular, desde su nacimiento en alta mar frente a las costas de Ceylán el 26 de agosto de 1890 hasta su muerte en Madrid, asesinado por un chapero, el 11 de febrero de 1970. Hijo de uno de los más cultos filipinistas, Wenceslao Emilio Retana y Gamboa, y de Adela Ramírez de Arellano y Fortuny, disfrutó de una buena educación y de la muy bien dotada biblioteca paterna. Pero sus preferencias sexuales, su gusto por los géneros varietinescos y teatrales y por la vida mundana lo convirtieron en un bohemio de la onda perteneciente a la clase alta, círculo por el que deambuló con amigos como el novelista Antonio de Hoyos y Vinent, el dibujante y autor de figurines y escenografías José Zamora o la eximia bailarina Tórtola Valencia.

Con empleo fijo en el Tribunal de Cuentas, que, al parecer, pisó muy poco, nadie sino él tuvo un protagonismo tan constante y variopinto en la pequeña historia de la erotografía española del primer tercio de siglo. Su labor no se limitó a la escritura de narraciones con un trasfondo erótico, a la actividad periodística en este mismo contexto y a la disquisición crítica de los novelistas atrevidos de su tiempo, sino que incidió en el campo del arte frívolo como autor de letra y música de cuplés y libretos, figurinista y escenógrafo en el terreno de las varietés, divulgador de los entresijos de este ambiente y, sobre todo, fue el típico hombre de mundo, frecuentador tanto de bajas academias como de altos salones y tenido -muy a su gusto, ya que él fue su mejor publicista- como el transgresor por antonomasia de esta nueva sociabilidad, impensable en la España anterior al albor del siglo.

Desde su revelación en 1911 con varios artículos en Heraldo de Madrid, con el seudónimo de Claudine Regnier, que levantaron un serio revuelo y dieron ya muestra de su nunca desmentido atrevimiento, demostró su capacidad autopublicitaria, lo que además se incrementó por su fama equívoca de bisexual y libertino. A partir de entonces, su nombre fue frecuentísimo en gran número de las publicaciones de la época, actividad periodística que, unida a su enorme capacidad de trabajo, le permitió alternar con la escritura de más de cien obras -su primer libro, Rosas de juventud, data de 1913-, con su aludida labor de figurinista, escenógrafo y autor de libretos y hasta con algún trabajo de actor en teatro y cine . Todo ello, sin abandonar su vida disipada que, si por un lado le acarreó fama de ser amoral y escandaloso, por otro le otorgó una popularidad que llevó su fotografía desde las publicaciones más difundidas de su tiempo hasta las tarjetas postales en su período de máyor difusión. Incluso apareció un coñac con la marca de su apellido, fabricado en Sanlúcar de Barrameda .

Se inició en la novela erótica en 1916 con Al borde del pecado a la que siguió Carne de tablado, que le proporcionaría ya una gran notoriedad Ésta proseguiría durante muchos años y, como se dijo, él supo administrarla e incrementarla . A raíz de un comentario de Missia Darnyis en un semanario francés (1922), donde le calificaba como «el novelista más guapo del mundo», Retana firmó muchas veces con tal remoquete y se complacía en sus prólogos, declaraciones y entrevistas en sembrar el desconcierto con afirmaciones sobre su vida disipada de lujo y placeres, lo descomunal de sus ingresos y lo atrevido de sus acciones y amistades. Para despistar y crear equívocos, en otras ocasiones tomaba la senda contraria y asombraba con manifestaciones llenas de conservadurismo y protestas de pudibundez.

Su línea dentro de la novela erótica se caracterizó por una desenfadada frivolidad lejos de los trascendentalismos de su amigo de correrías, Antonio de Hoyos y Vinent, por la aparición habitual de la bisexualidad y por una aguda ironía que quitaba cierto hierro a muchos de sus argumentos. No obstante, ello no le libró de su primer proceso judicial en 1921, al que siguieron otros durante la misma década, llegando a estar encarcelado durante unos días en 1926 por la denuncia de su novela, El tonto y en 1928 por la publicación de Un nieto de Don Juan. A raíz de su libertad, abjuró de su dedicación y tomó el seudónimo de Carlos Fortuny, con el que también alcanzó una alta popularidad como autor y articulista durante los años finales de la Dictadura y los cinco de la República.

No tenemos datos de las ventas de Álvaro Retana pero son numerosos los testimonios en los que se da cuenta de la popularidad de sus libros . Él mismo en sus entrevistas con Artemio Precioso en los prólogos de La Novela de Hoy se encarga de hacerlo constar. En 1922 dice que su arte le ha producido doce mil duros anuales . Aparte de que disfruta de una hermosa finca en Torrejón de Ardoz, repleta de objetos artísticos y de coleccionista. A su gusto por la ostentación se acomodan todos los testimonios, coincidentes en que su tren de vida en esta época es muy alto.

Álvaro Retana, con su seudónimo de Carlos Fortuny, correspondiente al segundo apellido de su madre, publicó en 1931, una interesantísima obra, La ola verde, en la que reflexiona sobre la moda de la novela erótica, es decir, sobre su trabajo novelístico y el de sus contemporáneos. Allí analiza a Trigo, Insúa, Pérez de Ayala, Carrère, Hoyos y Vinent, Francés, Belda, Cansinos Asséns, Vidal y Planas, Díez de Tejada, El Caballero Audaz, Sassone, Antón del Olmet, Zamacois, Precioso y a sí mismo. Incluye, además, un capítulo final: “Más pornógrafos distinguidos”, en el que se refiere a otros importantes autores que tocaron ocasionalmente el género erótico.

La principal intención de La ola verde es desenmascarar a sus cultivadores utilizando como ejemplo amplios fragmentos de sus obras, con lo que el libro constituye más una antología comentada que una obra crítica propiamente dicha. Felipe Trigo, a quien considera el padre de esta tendencia, es catalogado como un ventajista que aprovechó los altos réditos económicos que sus obras le producían enmascarando sus licencias bajo un propósito de redención social. Trata después de probar cómo la serie de autores citados, literariamente considerables , incidió en la literatura pornográfica, sacando a menudo a colación su mencionada hipocresía, que contrapone a la actitud de Retana –del que habla en tercera persona- quien, además, introdujo un erotismo nuevo. El, tal vez justificado, resentimiento personal aparece también repetidamente en cuanto a que, de todos los novelistas a los que se incoaron procesos, sólo se sentaron en el banquillo acusados de escándalo público, Artemio Preciso, Vidal y Planas y el mismo Retana. Siendo él quien únicamente hubo, por esta causas, de visitar la cárcel. También señala que algunos de ellos, concretamente Insúa, Carrère y Pérez de Ayala, «no desaprovecharon la ocasión de armar la ira de los fiscales contra sus compañeros de liviandades literarias» (p. 115).

Retana apunta que el exceso de éxito económico y personal le perjudicó. Fueron los propios compañeros de modalidad literaria, envidiosos de su popularidad, quienes solapadamente iniciaron la campaña contra la Pornografía, cuyas consecuencias también les afectaron… (pp. 289-291). Se trata, pues, de un previsible ajuste de cuentas con los colegas envidiosos y poco solidarios. Retana termina el capítulo dedicado a sí mismo confesando que esa persecución le llevó a renunciar temporalmente a la actualidad literaria y refugiarse en su labor de dibujante y figurinista «esperando sin impaciencia a que una revisión de valores le colocara en el lugar a que tiene derecho». Por otra parte, la Dictadura -nos dice- no permitía seguir con el tono al que había acostumbrado al público, con lo que prefirió eclipsarse consiguiendo, con esto, que sus colegas adversarios empezaran a reconocer su talento.

Retana fue “la única víctima verdadera», como escribe él con mayúsculas, de esta cruzada contra la pornografía, el único escritor sometido a dos procesos y encarcelado por escribir una novela picaresca en los cuarenta y cinco años de existencia de la Cárcel Modelo. Por eso remarca que, pese a la multitud de novelistas expedientados y al grupo de famosos procesados , llegado el momento de ejemplarizar, se le eligió a él «por estar conceptuado como un símbolo de talento, belleza, juventud y perversión (…) era la personalidad más sobresaliente e indicada para servir de escarmiento» (p. 303).

Termina, pues, aquí la época de mayor éxito popular de Retana. Durante la República seguirá escribiendo pero la decadencia del cuplé y las urgencias político-sociales lo van convirtiendo de novelista en cronista, labor en la que continuará tras su calvario en la guerra y, sobre todo, después de ella: aplazada varias veces su ejecución y, finalmente, conmutada por treinta años de prisión, fue definitivamente liberado en 1948 y, nueve años más tarde, readmitido en el Tribunal de Cuentas.

Fueron estos tres autores aquí tratados de los pocos bohemios que obtuvieron, aunque fuera episódicamente, el triunfo y, al menos durante algunas temporadas, consiguieron vivir muy holgadamente de sus obras. Dicenta, a partir del estreno de Juan José, sin que ello significara ni mucho menos que variase su preferencia por el alcohol, la pendencia, el mujerío y los bajos fondos. Vidal y Planas, durante el corto periodo que corrió entre el éxito del estreno de Santa Isabel de Ceres y el asesinato de Luis Antón del Olmet. Retana, un bohemio dorado que tuvo una vida desahogada por lo menos hasta la guerra civil, en la docena de años (1918-1930) en los que sus novelas picarescas le granjearon el interés de amplias capas de lectores. Pero para estudiar con rigor estos fenómenos sería necesario un conocimiento mayor de la microsociología, campo que, en general, no ha sido apenas abordado por los especialistas. Sirvan estas palabras para alertar de su necesidad.

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