Esta reseña de El club de los faltos de cariño, de Manuel Leguineche fue publicada en Heraldo de Aragón (1-V-2008), con el título «Sobre el arte de vivir, los demás y las penas»
¿Quién no se apunta a ese club? Aunque pedir cariño sea para algunas personalidades más que difícil. Aunque sea algo que no se otorgue al pedirlo sino como fruto espontáneo pero, sin duda, que sería un club visto con simpatía por la mayor parte. Eso es lo que le ocurre a Manu Leguineche: a quien todo el mundo que lo conoce aprecia, porque se lo ha ganado con su actitud humana y con su ya larga serie de libros, todos interesantes, bienintencionados, y excelentemente escritos. Desde aquel impresionante Los topos (1980), que escribió con su amigo Jesús Torbado, a este que glosamos, pasando por su feérica vuelta al mundo, (El camino más corto, 1981), que reconoce como lo más importante que ha hecho en su vida, ha publicado libros de historia, de testimonio, de guerra, acerca de personajes diversos…, que se leen con fruición, avidez y enriqueciendo el entendimiento. Tengo predilección por El precio del Paraíso. De un campo de exterminio al Amazonas (1995) en el que un Leguineche ya cincuentón se va a la selva boliviana para charlar con el Antonio García Barón, un anarquista de Monzón que vivió casi todas las desdichas de su convulsa época y documentar un libro de aventuras y de historia sobre un ser humano de los que se esfumaron. Y, también, por uno de los últimos, El último explorador. La vida del legendario Alfred Thesiger (2005), un inglés del que uno había leído fascinado varios libros de viaje y del que andaba queriendo saber cosas. Manu se adelantó a contarlas.
El club de los faltos de cariño es ya casi el libro de un sabio, de un hombre que camina despacio, de un jubilado que, con un escepticismo cordial y amigable, nos cuenta sus conversaciones, sus reflexiones, que a menudo derivan en aforismos, su visión de la tierra, del pasado, su visión de sí mismo. Con tranquilidad, mirando lo mucho que sucedió y también lo que pudo haber sido y no fue. Con lucidez, con una inmensa carga de experiencia y experiencias, sin que falte la impresión acerca de lo truculento, de la crueldad del hombre pero convencido de que “la vida es lo mejor que se ha inventado ¿Para qué los paraísos?”
Los amigos y el sentimiento de la naturaleza –ya tan presente en un libro anterior, La felicidad de la tierra, acerca del lugar en que se ha asentado huyendo del ruido mundanal- son quizá dos de los ejes sobre los que giran estos textos, en su mayor parte harto breves. Sobre los amigos, cita a Yutang y parece coincidir con su clasificación: “los que saben escribir poesía son los mejores, los que saben hablar o sostener una conversación vienen después, los que saben pintar después, los que saben cantar en cuarto término y por último los que comprenden los juegos de vino”. A sus amigos los cita casi siempre admirando sus rarezas y cualidades, las características excéntricas de la gente de campo que ha sobrellevado una vida dura y que, por ello mismo, tenía rasgos menos miméticos que aquellos con los que ambulamos las gentes de hoy.
Pero en el libro hay mucho más: sus tics vascongados (la comida, el Atlhétic de Bilbao, el gusto por la taberna, el respeto a las mujeres…), la mirada del paseante desocupado, el comportamiento de los animales con los que convive, especialmente la gata Muki y el pato Toribio -casi un tratado de etología-, la mirada al negro pasado de la dictadura o a los desastres de la guerras y las posteriores paces, personajes con los que ha tratado, tan atractivos como Oriana Fallaci, Delibes o Cela, o como su madre y su hermana, o las reflexiones sobre sí mismo en las que no falta la autocensura: “Siempre he pensado que equivoqué mi carrera de hombre ponderado, de vocación equitativa, un libertario escondido. Porque mi vocación habría sido la de rebelde y rompepelotas, no un tío tímido y asustadizo, con excesivo sentido del ridículo”.
Todo en El club de los faltos de cariño trasciende lirismo, cultura y pasión por el arte de vivir y por el arte de escribir. El autor, que confiesa coleccionar frases para la felicidad, a pesar de haber pasado malos momentos en relación a su salud o, precisamente, por eso, nos comunica su pasión por la vida. Y el autor es un sabio que sabe querer a todo lo que vive, que gusta de saber todo lo sabedero, que acumula toneladas de experiencia que no le han valido para dejar de estar perplejo y que busca transmitirnos todo eso con cuidadosa y –si vale el oxímoron- distanciada pasión.