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(Reseña publicada en Turia nº 136, noviembre 2020-febrero 2021, pp. 480-481, con el título «El camino de regreso a la tierra natal”)

Es difícil encontrar en la poesía de hoy planteamientos líricos tan sólidos como el que ostenta Mutaciones, última entrega de esta poeta oscense afincada en Madrid, y en los que, además, aflore el conocimiento hermético-simbólico, sólo alcanzable para quien porfía en su persecución. Susana Diez de la Cortina es una poeta recóndita con unos cuantos títulos en su alforja: a los 17 años había publicado, en una bella edición artística y bilingüe italo-española, Poesie (1983). Hubieron de transcurrir más de tres décadas para que nos diera tres libros más de aliento hermético: La voz desnuda (2016), El castillo (2016) y La senda impar (2018), que, en lo que se me alcanza, pasaron inadvertidos. Especialmente en el caso de la poesía, quienes más polvo levantan no suelen ser los mejores. Aunque sin confianza alguna por mi parte, desearía que concluyera ese desconocimiento, porque Mutaciones es un libro insólito en sus referencias y con la cimentación técnica imprescindible para que la naturalidad de la visión y del sentimiento se manifiesten cristalinamente.

Si La senda impar fue el camino de búsqueda (Santiago), Mutaciones constituye el camino de regreso a la tierra natal. Al apenas haber habitado en ella, posee la fuerza magnética del territorio mítico por excelencia y su puesta en acción incorpora la fuerza mítico-mística  del deseo y la atracción del eterno retorno, la necesidad de reconstituir el Árbol de la Vida. Pero no todo es abstracto, etéreo o simbólico en esta reconstrucción. Como no puede ser de otra manera, la poesía nos muestra ineluctablemente a la persona. No para disimularla sino para descubrirla. No sabremos si ese desvelamiento es voluntario o corresponde a la misión que tiene asignada la escritura: revelar nuestro auténtico pensamiento. Así, la primera parte de Mutaciones nos enseña el encuentro con la maldad, mientras la segunda nos habla con potencia volcánica de una presencia que es ausencia; en definitiva, un poemario de amor clásico pero de rotunda intensidad. Al fin, un libro que guarda un secreto.

Estructuralmente, el poemario está dividido en dos partes: la primera, “Locación” se compone de diez series de seis poemas, encabezadas por una frase, aforismo o emblema en cursiva -difícil elegir el sustantivo, pero dado que los mensajes no son fácilmente descifrables, quizá conviniera el último- en los que predomina el haiku: dieciséis de un total de sesenta –nunca los números serán inocentes y menos en el mundo del símbolo- pero entre los que se incluyen otras formas poéticas, generalmente muy breves. Entre ellas, un soneto tan celebrable como “Alegría”.

La segunda parte, “Límites”, está formada por 16 composiciones: 4 apartados con cuatro poemas que versan sobre los cuatro elementos, las cuatro estaciones, las cuatro dimensiones y los cuatro puntos cardinales. Es decir, el todo, el círculo, el espacio y, por tanto, la nada, el cuadrado, el vacío…Ya postuló Platón que el tres es el número de la idea y el cuatro del de la realización de la misma, así, el mundo de los objetos materiales se corresponde con el de las ideas. Entre estas 16 composiciones: siete haikus dedicados al aire, a cada una de las cuatro estaciones y a la altura.

Fuera de su temática y su estructura, en Mutaciones se percibe una corriente subterránea cuyo murmullo nos trae ecos del I Ching, Mircea Eliade, Bowra, Rank, Campbell, Graves… y,  como la autora alude en su preámbulo, de la poesía primitiva, con especial referencia a la de los aborígenes australianos, cuya cultura, como la de otros pueblos, estriba fundamentalmente en la honra debida a los seres arquetípicos y en la preservación de su memoria. La poesía recuerda con su canto el Tiempo del Sueño. Se trata, pues, del regreso al mundo espiritual que es el origen de cuanto existe ya que la vida de cada ser corresponde a su soñar: Platón, de nuevo.

Escribe Susana:

Toda forma manifiesta no es sino la forma temporal de lo soñado, eterno, que existió antes de que la vida del individuo comenzara, y seguirá existiendo cuando esa vida termine. Todo ser existe eternamente en el soñar. La infancia, el origen, la herencia cultural y las ideas universales representadas simbólicamente por los seres totémicos, el antes del Tiempo y no el después de la muerte son los elementos que sustentan la idea de camino de retorno al origen que abordo en este libro.

Pese al evidente peso cultural de estas palabras y, sin duda, por la potencia del simbolismo, el lector encuentra en esa vuelta al principio el encanto de la poesía cantada anterior a la escritura, la pureza de un lenguaje no viciado por exceso de referentes, esa sencillez del asombro ante la tierra de la que el hombre se considera una proyección y en la que vive plenamente integrado, con lo que cantarla es también un cantarse a sí mismo, un himno a esa vida de la que se desconoce todo -el estupor ante el misterio- a la inversa de lo que le sucede al contemporáneo, atrapado en las complejas connotaciones, las elaboradas estructuras sintácticas o las audaces polisemias que nos trajeron otros simbolismos postbaudelarianos: Lautreamont y Mallarmé, principalmente. 

Son múltiples las lecturas que pueden abordarse en estas mutaciones que la autora concibe como los cambios de propiedades que experimentan los objetos. Evidentemente, el amor es uno de los fundamentales y su realidad brilla tan sencilla, serena y, finalmente, inaprehensible, como la de cualquier símbolo.

Susana Diez de la Cortina Montemayor, Mutaciones, Madrid, Manuscritos, 2019.

 

Henry Miller parisLa verdad no suele ser agradable. Y la literatura de Henry Miller (1891-1980) es un paso más hacia esa verdad que el arte siempre ha buscado a despecho de la tradición y sus convenciones. Si la mayor parte de la literatura de hoy nos abruma de tedio no es sólo por la banalidad de sus argumentos o el gusto por las historietas que no se aventuran más allá de la tienda de comestibles. Es porque su lenguaje tiene a la mediocridad como referencia, proscribe no sólo el salto mortal sino también la inmiscución en el habla de la gente. García Calvo nos lo ha explicado mejor que nadie.

Si la energía de Faulkner -sorprendentemente, seis años menor que él- es larvada y magmática, la de Miller es simplemente energía y sentimos que proviene de su desbordante e incontenible amor por la vida. Si la del primero es épica, la del segundo, como toda energía que abjura de sus límites, es apocalíptica y de su flujo vital resulta esa tensión que proyectan los narradores de raza. Gentes como Hemingway, Baroja o Sender que nos pueden gustar más o menos pero que, en su torrencialidad, nos muestran al hombre en su totalidad y, eso, sin objetivar ni salir de sí mismos.

Tal actitud, obviamente, está muy cerca del llallamado existencialismo aunque más bien lejos de la estreñida escritura que el movimiento, como tal, deparó. En Henry Miller -que alcanza sus mejores momentos cuando su narración se inmiscuye en los pliegues más densos del pensamiento y el alma humanos- ese existencialismo, al que no pudo en algún momento renunciar casi ninguno de los grandes creadores del siglo XX, se redime por la desculpabilización, ese abandono de lo inconfesable que desde Sade o Lautrèamont había sido preanunciado. Pero si en estos -como en tantos vanguardismos- predominaba la conciencia de la transgresión, Miller toma su libérrima actitud artística de la anarquía y la mística, ambas tan cercanas al nihilismo como al no permitir que borrufalla gratuita se interponga en su sendero.

Miller había tomado muy en cuenta las enseñanzas de R. H. Hamilton, teósofo que conoció en Tejas, y había leído con fiereza a Jacob Böhme, Swedenborg, el maestro Eckhart así como el tibetano Libro de los muertos. Ahí es nada. Mística y revolución eran extremos que le acercaban a su pasión por llegar al hombre en su totalidad, intento en el que, naturalmente, no podía prescindir de lo feo o lo sórdido, cuestiones que, desde el Barroco, andaban en danza apareciendo y desapareciendo a través de los apasionantes meandros del arte occidental. Como buen lírico e intuitivo caminador por el apocalipsis que nos circunda, Miller apostó por la brutalidad que no es sino la exaltación de la realidad. Esa realidad que él tanto amaba. Amor que le hizo superviviente siempre, casi nonagenario, rebelde y hasta feliz.

Hoy nadie piensa que Henry Miller esté vivo por las prohibiciones que suscitó o por la Miller, Henry_Sexus001efervescencia de sus descripciones sexuales. Estas no suelen llevar al deleite sino a la convicción de que están contadas tal y como fueron. Con toda su carga de materia palpitante:

Hizo como le decía, abriéndose la vagina con todos sus dedos. Me incliné para examinarla despacio. Era de un color oscuro como de hígado con labios más bien exagerados. Los tomé entre mis dedos y los froté uno con otro con suavidad, como se haría con dos pétalos aterciopelados.

Como cuando habla de esas pendejeras de pelo hasta el ombligo que tanto le fascinaban en las mujeres, la sensación del lector no es de complacencia, tampoco de repulsión. Es la sensación del que ve la vida sin filtros ni tamices.

Algo de esto constituye una de las mejores herencias del siglo XX y quizá algo de ello se deba a Henry Miller, tan admirado por esa turbulenta congregación tan pródiga en enseñanzas y desdichas personales que se dio en llamar beat generation. El lenguaje iluminado del mejor de sus escritores, Allen Ginsberg -otro místico atraído por el cieno-, se mueve entre el profetismo waltwithmaniano y la intensa autenticidad que nos transmitió el viejo sátiro de Yorkville. Si dicha herencia en los últimos años parece como olvidada en un desván de la memoria, probablemente se deba a que necesitemos tomar aliento. Los dos primeros tercios del siglo XX estuvieron ahitos de personajes de potencia que puede parecer higiénica la resaca que nos aflige.

Y, además, tenemos cerca el remedio: si nos molesta la paja, la filosofía cursi, la psicología de baratillo, los personajes de guardarropía, el erotismo de Play Boy o la escritura de cartilla hay unas buenas decenas de modernos -en el sentido que a esta palabra, antaño prestigiosa, daba Rimbaud- para sustituirlos. Henry Miller, siempre vadeando la verdad, siempre tenso y brillante en su palabra, siempre enérgico, puede ser uno de quienes más gozosamente nos redima. ¿Tendremos la suerte de que también lo haga con ellos?

Miller, Henry Dibujo

Con el título «La sensación de vivir sin filtros». (En el centenario de Henry Miller)», este artículo se publicó en El Periódico, 27-XII-1991.

QUÉ HAY EN LA CABEZA DE LA GENTE

Publicado: noviembre 1, 2011 en Artículos
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Sigurdur-Gudmundsson_Horizontal-Thoughts_1970

 Yo quiero a quien no me quiere/ y me quiere quien no quiero/ y esto que a mí me sucede/ le sucede al mundo entero”, decía sabiamente aquella canción de los años cuarenta. Cada uno va por su lado, con sus anteojeras intransferibles, y los demás lo imitan. Por cortesía, vivimos como si nos entendiéramos. Para confirmar y evidenciar esa entelequia se inventó el matrimonio.

   Por su parte, el mundo de la comunicación trata de hacernos ver lo importante que es la actitud del ministro respecto a tal tema, dedica montones de columnas a la oposición, al asunto de las comarcas, a la Expo, al Festival de Teatro de Burgóbriga o a la visita del Osasuna… Es cierto que la gente, a veces, se cuelga, claro está, con estas cosas pero, salvo el afectado profusamente de ayuno mental, el ciudadano se despierta con el sabor y el olor de su pareja, o de la falta de su pareja, con su pequeña batalla cotidiana para quedar bien con aquel que admira o aquel de quien depende.

   Sin embargo, vivimos como si no fuera así: dedicamos mucho más tiempo a pensar en nuestros deseos, en nuestras aspiraciones, en cómo nos debía haber tratado la vida, en lo que uno haría si…, que en las cuestiones concretas de la supervivencia. La vida cotidiana la afrontamos cansinamente, como un deber, como una oposición, como un examen, y sólo hacemos las cosas porque las tenemos que hacer o tenemos un horario. O porque alguien nos las valora verdadera o afectivamente. Pero, sin duda, la verdad está en otro sitio.

Matt Wisniewski

   Queremos la felicidad de nuestras parejas, de nuestros hijos, de nuestros padres pero también, nos engañamos a veces cuando pensamos esto. Todos somos pequeños y malos poetas en pos del ideal inaccesible y, cuando algún avisado informa de que el ideal inaccesible consiste en algo así como la muerte, huimos asustados o insultamos al mensajero. Sólo faltaba el “buenismo” de lo políticamente correcto para hacernos más tontos, más mentirosos, más patéticos.

   Sólo somos nosotros cuando oímos a nuestra cabeza, cuando soñamos y desbarramos, cuando pensamos en el misterio o lo que pudo haber sido y no fue. De ahí salen las voces de la poesía, de la verdad, de la belleza, que es nuestra, sólo porque podemos pensar en ella. Luego, el día nos subvierte con su carga de magma, traición y basura.

   Es verdad que los días me tienen que hacer más sabio, más entero, menos connivente. Es verdad que necesitaré dinero y que éste se fabrica en factorías ajenas a las palabras pero las palabras, los deseos, las aspiraciones, la mente de cada cual funcionan sin dinero. “La pérdida del reino que estuvo para mí”, escribió Rubén Darío. Cualquier humano suscribiría esa frase en algún momento de su vida y, hoy día, muchos vienen pensando que el reino reside en un programa de televisión. Tal vez  están en lo cierto, hubo un programa que se llamó “Reina por un día”, hubo un escudero que pensaba en una ínsula y hubo quienes iban en busca de Eldorado con esa difusa quemazón en su cabeza. Supongo que también la llevan los bobos de Gran Hermano o quienes acuden a los miles de shows que hoy pintan de colores las pantallas domésticas. Es cierto que, visto desde el presente, parece más épico alistarse en la marinería que en el siglo XVI se disponía a cruzar el proceloso ponto a despecho de escorbutos, disenterías, capitanes pérfidos y selvas llenas de peligros, que esperar turno de maquillaje.

   Pero hoy el espejo es común y barato. Y nos olvidamos que el espejo no reproduce más que la corteza. Las pelarzas, decíamos en Aragón, que van al cubo de la basura.

(Publicado en Aragón Digital, 5 de junio de 2006)

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