
Presencia. Intensidad. La fuerza y la quietud de un paisaje que se impone al pensamiento. Las impresiones que se diluyen en una majestuosidad donde lo humano es mínimo y hasta el monasterio parece haber surgido como una proyección maciza de la tierra.
El viajero que remonta los 227 metros hasta llegar a los 656 que, sobre el mar, ostenta Monlora recuerda los versos de Pablo Neruda: «cielo desde un navío, campo desde los cerros». Aguzando la vista, olivos sobre unas gradas, aliagas, quejigos, bojes, tomillo, romero, espliego, orégano. Los colores que se superponen en un lienzo infinito: cárdeno, gris, azul, verde-pardo, blanco y poderoso. En algún lugar no visible, los hombres han puesto un muladar, que hace que los buitres de Riglos, Agüero y Murillo se acerquen cotidianamente, como un ejército singular donde no hay falanges sino individualidades amenazantes. El recuerdo del burro Tripanegra, que harto de su vida de palos en unas cercanas minas, se escapó para comer unas verduras. El hortelano le asestó una paliza que, antes de volver a su esclavitud, le suscitó una decisión tan insólita como plausible: el suicidio. El burro Tripanegra se arrojó al vacío desde estas soledades. Tal vez unas ovejas fueron sus testigos, como hoy las cagarrutas lo son de su paso.
Aunque un puñado de benedictinos que, muchos años después, reemplazó a los franciscanos huidos durante la Desamortización, los hombres han creado hoy una Hermandad de 1.013 miembros que ha sustituido a la comunidad monástica. 410 de ellos moran en la vecina Luna y suben en romería el primero de mayo. Luna, nombre de la familia tal vez más identificada con Aragón pero también, término evocador de regímenes nocturnos, de la gran madre ancestral, de la muerte que todo lo reconstruye y funde. Frente a ello, el nombre de Monlora «monte de flores», con su nota, tal vez hiperbólica, de placeres moriscos, de un tiempo mítico, de esa edad de oro en que la naturaleza era el hombre.
Aunque el viento soliviante las hierbas y la cabellera, la sensación es de quietud, de ausencia. Tal vez, una ráfaga hace espasmódico, agudo y lancinante el vacío soberbio. Vuelve la mirada al entorno, a la fuerza del panorama, que inevitablemente revierte en vuelta al centro, a la interioridad focal y perpleja. Esas tetas moradas, el recuerdo del rostro de mi padre. No hay Dios en el castillo.
Nunca sabré.
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(Publicado en Catorce paisajes aragoneses, Zaragoza, Prames, 2002, pp. 34-37)
La Fotografía es de Julio Foster
Hermosísimo texto en el que se disfruta, al alimón con quien lo escribe, del placer de saborear la majestuosidad y el encanto de este paraje aragonés, donde todo parece inmenso e inabarcable; donde, para ver algo, hay que ponerse las gafas de cerca y escudriñar sus rincones.
Cuánto me gustaría ir a ese lugar y si existe tal monasterio quedarme un tiempo para no hacer nada más que contemplar ese paisaje y sentir ese viento.
El Monasterio os espera. Y también un caldero con judías pochas.