(Publicado en Leyendas aragonesas inéditas, Zaragoza, El Periódico de Aragón, 2022, pp. 63-76)
El seco Aragón no ha sido propicio a leyendas, más adecuadas a lugares húmedos, gustosos de las narraciones nocturnas en torno a la lumbre, mientras afuera cae el orvallo, silba el aquilón y la Santa Compaña fatiga las fragas. Por eso, los galaicos han alumbrado, por ejemplo, a un Cunqueiro y los aragoneses, a un Alberto Casañal y su fiera zurrupia. Si hay un héroe legendario aragonés, es el nunca bien ponderado Pedro Saputo, con su somardez, su naturalidad, su insolencia y su sorna. Pero el de Almudévar no pasó, que sepamos, por la comarca del Jalón, aunque bien pudo atravesarla cuando, con misión encargada por el Concejo de su lugar natal, marchó a la Corte para entregar personalmente al rey los tres magníficos frutos que una higuera borde, inopinadamente, había generado. Sabido es que, como corresponde al folklore, Saputo se comió dos por el camino y al preguntarle el monarca por ellos: “¡Te los has comido! ¿Y cómo lo has hecho?”, respondió Pedro: “Así”, al tiempo que se zampaba el restante.
Pero no quedó ahí la libérrima desenvoltura de su lengua. Complacido el rey de esa mezcla de descaro e inocencia que, por lo sorprendente y exenta de malicia, suele caer bien a quienes nos tratan, le pidió parecer sobre lo bien provisto de su mesa:
-¿Habrá algún príncipe en el mundo que, sin traer nada de fuera de sus estados, la tenga tan regalada?
La hipocresía y la insinceridad están reñidas con el respeto y el afecto que a todos prójimos debemos. Pedro no respondió como diplomático sino como persona de bien y hombre libre:
-Me parece que no, porque no hay ningún reino en el mundo que produzca tanta variedad de cosas y tan excelentes para el regalo de la vida. Pero faltan muchas, señor, en la mesa de V. M., que yo, siendo lo que son, las tengo cuando quiero mucho más exquisitas o las como, que es lo mismo. Porque vuestra Majestad no come el pan de Huesca ni de Andorra…
Y, así, Pedro va enumerando a su Majestad el carnero de Monegros, los nabos montañeses y de Mainar, el cardo y la escarola de Alcañiz, el queso de Tronchón, el aceite de Fórnoles, las uvas de Ráfales, las cerezas de Monzón y Torre del Conde, los higos de Maella, las granadas de Fraga, la aceituna negra y curada de la Tierra Baja… Ninguno, como vemos, de la zona del Jalón, pero sí que termina asegurando que “si mis paisanos los aragoneses no tuviesen el talento de hacer de buenas uvas, mal vino, mandara vuesa merced traer del campo de Cariñena y otros, y la hombrearían con los mejores…”
Con leyendas o sin ellas, mi tierra está en torno a las riberas del Río Grío, que hasta mediados del siglo XX muchos naturales llamaban Gríu, y así figura en muchas topografías, probablemente porque el habla de la zona, profusa en arcaísmos, era tan amiga de olvidar la “d” intervocálica en los participios, como de cerrar las oes finales: “Ya está llorando el crío; se habrá cascau otro tozolón”.
El río Grío, escenario del crimen
Desde su nacimiento en la sierra de Algairén a más de mil metros, Grío desfila durante casi siete leguas hasta desembocar en el Jalón, muy cerca de Ricla. Ni desfila ni corre siempre, porque es río que sólo lo demuestra cuando lluvias o deshielos hacen que justifique su nombre. Nosotros, y supongo que nuestros ancestros, lo llamábamos El Cascajar y convertíamos sus piedras en coches para nuestros juegos. Eran tiempos en los que, bajo cada una de ellas, se protegía del sol o anidaba un escorpión, un coleóptero, un ciempiés… lo mismo que debajo de cada tormo de tierra recién labrada aparecían multitud de rojas y viscosas lombrices.
Hasta llegar a su fin, Grío ha pasado por los términos de Codos, Tobed, Santa Cruz de Grío, el hoy deshabitado Aldehuela de Grío, La Almunia y Ricla. En sus inicios, la corriente fluye protegida por una profusa vegetación mediterránea, que hace muchas veces imposible seguir el cauce; después, se ensancha el horizonte, sobre todo a partir de Los Palacios. Este paraje situado en su margen izquierda concentraba un manantial y una ermita tardorrománica con su Virgen y su casa de labor. En los días festivos y hasta los años sesenta del pasado siglo, acudían allí los almunienses para almorzar, merendar y solazarse y, como cuentan algunos cronistas del siglo XIX, para bailar jotas que maravillaban a los viajeros ya que, desde ese lugar y durante unos dos kilómetros, discurren hermanados y paralelos el río y la carretera nacional de Madrid a Zaragoza. No la autopista, construida en cota más alta.
Poco más allá, tras pasar bajo los arcos de un puente de triple arcada, Grío fluye hacia Ricla, mientras la carretera continúa hasta La Almunia, distante ahora una media legua. En el primero de estos tramos se desarrolla nuestra leyenda pero, antes de exponerla, diremos que estos parajes, pese a estar muy cercanos a pueblos señeros como Morata de Jalón, Ricla, La Almunia o Alpartir y a una carretera nacional, han dado lugar a algún otro asunto legendario que debo relatar mínimamente para contextualizar los hechos narrados, ya que estos se suceden en un escenario no superior a los diez kilómetros cuadrados.
Si se cruza bajo el mencionado puente y se deja el río a la derecha por una pista en buen estado, en menos de un kilómetro, se llega a una abrupta pared en cuya cima hubo clavado un palo hasta hace siete décadas. Es historia que está relacionada con la fundación legendaria de La Almunia. Así, Doña Godina, de la que estaba enamorado el moro Michén que también da nombre a una acequia del término, con el propósito de desembarazarse de él, exigiole que, como prueba de su amor, habría de hincar su lanza, escalando por la roca vertical, hasta clavarlo en su parte más alta. El moro galán lo logró pero, al descender, despeñose y no pudo obtener el fruto de su esfuerzo. Cuentan que una patrulla del Frente de Juventudes, que accedió al palo clavado en la roca por la parte trasera mucho más accesible, lo sustituyó por una bandera española. No seré yo quien asuma los prejuicios de muchos ignorantes despreciando una bandera con casi tres siglos de historia pero sí que, en este caso, comparto las manos justicieras que hicieron desaparecer el nuevo símbolo que, allí, sólo recordaba la ignorancia y la barbarie.
El Palo del Moro
La vaca de Morata
Como no hay luz sin sombra, en Morata de Jalón también alcanzó celebridad su vaca y no por su bravura, como el levantino toro Ratón. “Quedar como la vaca de Morata”, que aún se usa, es igual a quedar como lo hicieron García y su macho, Cagancho en Almagro o el cochero del popular dicho. La vaca en cuestión, que acarreaba fama de fura, ignoró que sus empleadores la sacaban para embestir, se cagó en el ruedo y se sentó encima. Y yo creo que hizo muy bien.
El Monasterio de San Cristóbal.
Situado en las cercanías de Alpartir y muy cercano a los escenarios de nuestro relato, a mediados del siglo XV se erigió el hoy arruinado convento franciscano dedicado a San Cristóbal, patrón de los viajeros, a los que prestaría cobijo al estar situado junto al camino real.
Pocos años atrás, en el muy próximo Pueyo de Aranda, fue asesinado el Arzobispo de Zaragoza, García Fernández de Heredia, uno de los delegados en el llamado Compromiso de Caspe, convocado para acordar la sucesión al trono de Aragón. Cuando el arzobispo regresaba a su sede desde Calatayud, donde se había entrevistado con Antonio de Luna, partidario del Conde de Urgel, mientras que el prelado defendía la candidatura de Fernando de Trastamara. No debió de quedar contento el de Luna con lo parlamentado y el 1 de junio de 1411 atacó con sus partidarios al arzobispo, a quien dieron muerte, lo que, al fin, resultó negativo para su causa y la corona de Aragón terminó ocupada por Fernando I.
El barranco de las Conchas
Otras leyendas menores se vinculan con los fósiles de la era Mesozoica que abundan en la zona, por entonces bajo las aguas del mar de Tetys que, someramente, cubría lo que hoy es el macizo ibérico. Así, denominábamos Barranco de las Conchas al que, surgiendo de los montes vecinos, desaguaba las tormentas en el río Grío. En su último tramo dicha rambla recibía el nombre de Barranco Mateo. Entre sus zarzas, aparentemente inexpugnables, se escondió en los primeros días de la Guerra Civil el tío Clariana, aparcero en la Huerta Soria. Pero lo encontraron y esto no es leyenda sino asesinato.
Volviendo a los fósiles, nosotros hallábamos en el barranco conchas, almejas, caracoles, langostinos y leña. Hasta que llegamos a tercero de bachiller no supimos que las primeras eran Ronchinellas; las segundas, Terebrátulas; los terceros, Belemnites y los citados en penúltimo lugar, Ammonites. La leña, supongo, provendría de fragmentos vegetales. Quizá fuera tal lo que en forma de higo mi tía Coda encontrara de niña en el panzudo monte que antecede al Palo del Moro, lo que deparó que el alfoz del hallazgo se denominase desde entonces “Monte del higo”. No hay que extrañarse de estas curiosidades paleontológicas pues durante el periodo Jurásico también merodeó por allí el llamado “cocodrilo de Ricla”, al que puede visitarse en el Museo de Paleontología de la Universidad de Zaragoza.
Junto al citado Monte del Higo y dejando a la izquierda el que llamábamos Cementerio árabe, una pared de adobe, yeso y tapial cuyos agujeros cilíndricos no habían albergado nichos sino colmenas, progresaba el camino, fértil en fósiles, que llevaba a la Cueva de la Sima por la que, cuando niños, serpenteábamos, como en años subsiguientes lo hicieron los espeleólogos, que hoy la han cerrado y patrimonializado, con lo que la infancia ribereña del Jalón ya no puede estozolarse entre sus estalactitas. Esta gruta, llamada también del Mármol por el brillo de sus paredes, es prima hermana de la Peña María, que constituye el cogollo de esta historia.
La Peña María
El cerro que, una vez sobrepasados Los Palacios, deja el Río Grío a su derecha recibe este nombre por razones que nadie recuerda. Es cierto que cuando los pobladores del contorno, pastores o visitantes ocasionales se encuentran en la cima de las alturas cercanas –los inmediatos Monte Negro, Monte del Castillo, Monte Largo o Alto de la Perdiz, situado enfrente- suelen tentar al eco, repitiendo a voces ”Maríííaaaaaa” y el sonido se expande por todo el valle hasta que, en pianísimo final, la última vocal se extingue y es sustituido por el canto de un pájaro o el rumor del río las escasas veces que las aguas de sus fuentes, a través de las tormentas o el deshielo, lo han surtido suficientemente. Es entonces cuando para los chicos se producía el milagro de que un cauce seco durante meses apareciese de pronto con la vida que le comunicaban los cabezudos, madrillas o culebras de río, que aparecían bajo sus aguas como por ensalmo. Esos niños sabían, porque la habían oído contar en las noches de verano a la luz del carburo o de un candil, la historia de la Peña María y sabían que no sólo al eco llamaban cuando, en sus correrías montaraces y haciendo bocina con las manos, gritaban ”Maríííaaaaaa” al alcanzar la cima de cualquier alcor cercano.
A la Peña María se subía con facilidad por su parte más alejada del río. Tenía cierto peligro porque estaba infestada de cuevas pero era una sola la que a los zagales interesaba, la Cueva del Árbol, así nombrada, porque el esqueleto de un lodono que había crecido en su misma entrada permitía acceder a ella. De otro modo, hubiera sido difícil y peligroso, pues se trataba de un hoyo y caer en él hubiera sido más fácil que salir de allí sin ayuda del árbol y de una soga que los aventureros solían llevar para bajar y subir con mayor seguridad y aplomo. Porque algo de éste hacía falta para penetrar en aquella oscura espelunca de cuyo techo colgaban innumerables ristras de murciélagos que se confundían con las estalactitas y, ante una presencia inesperada, volaban, chocaban y chillaban organizando un pandemónium ante el que había que mostrar cierta entereza para que la compañía no te tildara de cobardica, gabacho y flojeras. Pese a ese radar que, dicen, les permite no tropezar con los obstáculos, el espacio era tan reducido y la morcegalada tan numerosa que era inevitable sentirlos en la cara, en el torso y en las piernas, ya que el equipo de espeleología solía consistir en un mero calzón o bañador. Para colmo, el suelo consistía en una gruesa moqueta de murcielaguina en la que los pies vacilaban y se hundían. No era ello óbice para que en tiempos pretéritos los exploradores recuperaran el humano atavismo del depredador y capturasen unos cuantos ejemplares de estos quirópteros, tanto para mostrar su valor ante los adultos como para corroborar la crudelísima experiencia que les habían contado: acercándoles al morro un cigarro encendido, expelían un “¡¡Coño!!”, fonéticamente muy ajustado.
En aquellos tiempos de generalizada pobreza y autarquía familiar, el excremento de los muchos murciélagos que habitaban en esta y otras cuevas de la Peña María era recogido como abono por los lugareños. Este guano o murcielaguina se sumaba al de los animales e incluso al humano contenido en los pozos negros. El carro de los poceros, dedicados a vaciarlos y llevarlos a los femarales, con sus humus, sus emanaciones y su nutrídisima cohorte de moscas de todos los tamaños y colores, era un espectáculo infernal para los cinco sentidos del cuerpo y para todas las sensaciones que pudieran englobar el ánima y la sensibilidad del contemplador. Hasta mediados del siglo XX podían verse estos carros o las caballerías que transportaban el guano recogido por sus amos en las cuevas de la Peña María.
La Cueva del Árbol estaba entonces señalada por una gran piedra pintada de blanco, para evitar accidentes en tiempos de mayor tránsito que los que se sucederían. Era también creencia popular que estas cuevas habían albergado los cuerpos de los caídos en batallas que se desarrollaron en sus cercanías pero no se tienen noticias de que se hayan encontrado huesos humanos en ellas. Sí que ello contribuía a producir ese temor ancestral al inframundo, adobado además en este caso por la coreografía murcielaguil y la creencia de que –digámoslo ya- el nombre de María era el de una bruja que debía de tener allí su asiento. ¿Correspondería a un ser real de épocas pretéritas o sería tan sólo un recuerdo de tiempos prerromanos, profusos en rituales cavernarios y en personajes femeninos cercanos a lo sagrado que podían ser sacerdotisas, vestales, sibilas, chamanas o mujeres con perturbaciones mentales, cuya diferencia, les proporcionaba el privilegio o maldición de ver de otra manera? Es probable que en la niebla de estos recuerdos relegados al subconsciente se aposentaran también figuras de seres reales que, a lo largo de los siglos, fueron tildados de brujas o brujos, por su sabiduría acerca de la naturaleza y sus plantas, sus conocimientos de curanderismo, su marginalidad o cualquier clase de heterodoxia. Lo cierto es que, a partir de la Edad Moderna, en la mente popular el concepto de bruja se identificó con una mujer, generalmente vieja y fea, capaz y gustosa de provocar el mal. Como los extremos se tocan, el hada sería su contrapunto. Pero mientras éstas no se materializaban en la vida real, las brujas podían perfectamente vivir en el pueblo o en sus contornos y dar suelta a sus males de ojo, a las pócimas de sus redomas y establecer con el Maligno los pactos y alianzas de rigor.
El grito con el que se concitaba a María en las proximidades de su Peña y que ésta respondía era para los chicos una confirmación de su existencia, una forma de exorcizar con el grito el miedo que les provocaba y una suerte de entrada en la edad adulta, el desafío de penetrar en su guarida y arrebatarle unos cuantos de sus servidores: esos mamíferos placentarios alados y membranosos, que “merecían” la tortura que se les aplicaba.
¿Pudo ser la referencia real de esa María, la última mujer de la que hay recuerdo de haber sido ahorcada en la plaza de La Almunia? Esta historia contaba mi abuela paterna y a ella también le había sido transmitida por una de sus abuelas. Transcurriría muy probablemente a fines del reinado de Fernando VII o en los primeros de la regencia de María Cristina, madre de Isabel II.
Dicha mujer estaba casada con un pastor al que todos los días llevaba la comida a los lugares en que solía aposentarse con su rebaño, normalmente las laderas de los montes que flanquean la margen derecha de Grío. De nombre María, disfrutaba de un amante, junto al que concibió librarse del marido, cuando surgiera la ocasión más favorable, pues en un pueblo resultaba harto difícil mantener el secreto de las relaciones. Descartaron el envenenamiento, por la inseguridad de su efecto -cada persona es un mundo y reacciona de distinta manera a una misma triaca- y tampoco tenían posibles para contratar a un sicario, aunque luego se supo que lo intentaron. Prevaleció, al final, la simulación de un accidente y, así, se convino actuar sin prisas y aprovechar la ocasión propicia. Ésta se presentó un lunes de principios de noviembre. Normalmente, Ventura, el pastor, utilizaba como mesa alguna de las grandes piedras que formaban una especie de círculo en la plana superior del monte del Castillo, el más alto de los collados vecinos. Quizá allí montaban sus consejos antiguos pobladores o, en fechas posteriores, grupos de amigos celebrasen lifaras asando longanizas y morcillas en la hoguera o asando patatas enterradas junto a piedras calientes. La brisa que por aquellas alturas acaricia durante los atardeceres veraniegos y la vista del valle eran un buen acompañamiento para otros placeres mundanos.
Aquel día lloviznaba, las piedras del monte oscurecían su tono azulado y se mostraban bruñidas y resbalosas. Ventura, arrebujado bajo su capa, se encontraba sentado bajo la roca más alta del monte, que en algún modo lo protegía del agua, mirando el horizonte cuyo color y formas le indicaban que el temporal no duraría mucho. Allí le presentó María la escudilla con el potaje que, junto al pan y queso que llevaba en el zurrón, constituían su ración diaria. Tan imbuida como estaba en su propósito, María valoró la circunstancia y actuó rápidamente: un empujón inesperado y decidido y su víctima caería rodando hacia el vacío.
Lo acometió por detrás con la fuerza que entonces albergaban las mujeres del campo acostumbradas a todo tipo de trabajos. Cayó la escudilla y rodó Ventura primero por las rocas y después por la ladera a lo largo de casi cien metros. María quiso asegurarse y se allegó hasta él, por ver si yacía bien descalabrado. No obstante, se proveyó de una piedra grande para, si hacía falta, asestarle el golpe de gracia. Así lo hizo. Parecía muerto pero se aseguró propinándole un fuerte golpe entre los ojos y otro sobre la oreja izquierda. Allí quedó Ventura, sin ventura y boca arriba, como preguntando a los cielos si iban a acogerlo o la vida era una broma odiosa con infeliz final.
María había considerado que el tiempo, gris y pluvioso, habría impedido a cualquier testigo próximo presenciar el suceso, la lluvia justificaba cualquier resbalón y la piedra con restos de sangre la arrojaría a la cercana acequia de Grío, que nacía en el azud, cercano a Los Palacios. No existía por entonces la policía científica ni siquiera la Guardia Civil. Por tanto, pensó en recoger las ovejas, un tesoro que no podía perderse, llamó al perro, que olfateaba y lamía las heridas de Ventura, e hizo que juntara el rebaño para volver al pueblo, bien pertrechada de gritos y ademanes desesperados, para lo que las mujeres de entonces, que oficiaban de plañideras en todos los velatorios, tenían una espléndida preparación.
Lo borrascoso del día deparó que no encontrara a nadie hasta llegar a La Cava, el antiguo foso que circundaba la muy noble y fidelísima villa. En la Puerta de Calatayud se encontraba fumando Cabeza Perro, el primero que recibió la noticia y la difundió a voces por todo el pueblo, a lo que en seguida se unieron las campanas. Se organizó la expedición para recoger el cuerpo de Ventura. No hubo que esperar mucho para que un mozo se presentara en la alcaldía para aducir que había visto, juntos y entregándose al deleite, a la María y al Liborio en la cuadra de la modesta vivienda sita en la calle de los Lanceros, donde habitaban Ventura y María, además del burro que ocupaba dicha cuadra. A ésta la separaba de la vivienda trasera colindante una tapia de algo más de dos metros pero, encaramado a ella, era posible vislumbrar lo que sucedía en el interior de la misma. Nada interesante a priori, pero ¿qué no harán la curiosidad, la vida sin expectativas ni horizontes y la alparcería rural por salir de su triste rutina?
El alcalde, cuyo cargo era renovado anualmente por el maestre de la Orden Hospitalaria Sanjuanista, que señoreaba esa tierra, mandó detener a los dos sospechosos. Aplicóseles tormento y ambos culparon al amante, que hasta hace unas horas alegraba sus nervios y sus horas. Nadie dudó que merecieran ser ahorcados. Lo fueron, a los pocos días, en la plaza de la Villa sin que faltara un solo vecino que no estuviera impedido, incluso alguno de estos fue llevado en parihuelas o en la “sillica de la reina”, para contemplar la justicia o el escarmiento. En el cadalso, ambos penados, que en el tormento habían inculpado a su pareja, intercambiaban ahora gritos guturales: “Liboooriooooo”, “Marííííaaaa”, emitidos entre el amor y el terror, lo único que poseían e iban también a perder. Fue la última ejecución –fuera de las muchas deparadas por las consecuentes guerras civiles- que se ofició en el pueblo. La última ejecución pública y ejemplarizante.
Las voces de los condenados quedaron en la memoria de los asistentes y la tradición los vinculó con el eco, las grutas, los murciélagos, las brujas y los enterrados en la Peña María. Por eso, el confuso eco de la leyenda se mezcló con otras historias difusas del indefinido e inescrutable “tiempo de moros”, que convertía los colmenares de yeso y tapial donde se colocaban las arnas en “cementerios árabes”, los nidos de quirópteros, en tumbas de guerreros, los recuerdos del Mesozoico en higueras o el fenómeno del eco en las voces de ultratumba de unos amantes adúlteros ajusticiados…
Todo ese mundo que pervivió hasta hace tan sólo unas décadas ha sido definitivamente arrumbado con la construcción de un pantano que, para enriquecer a una empresa constructora y unos cuantos terratenientes, ha arruinado el paisaje, la vida animal, los olivos centenarios y todo el entorno natural y humano que se reconocía en los parajes que fecundaba el extinto río Grío.
Me encantaron las varias historias entrelazadas que describen tan bien la naturaleza, el sentimiento y la idiosincrasia de los pueblos aragoneses y sus habitantes. Precioso relato. Enhorabuena Javier
Gracias, José Luis. El entorno es el del pueblo de mi padre y lo conozco bien.