Corría 1903 cuando Aineto, barítono bregado en los teatros de ópera más suntuosos de Europa, grababa para el sello Gramophone una serie de discos de una cara que contenían piezas tan populares como la romanza y el tango de la zarzuela Entre mi mujer y el negro, los couplets de don Tancredo (El juicio oral), los couplets de don Críspulo (Los aparecidos), el tango del morrongo de Enseñanza libre, los couplets del tambor de El tambor de granaderos y de, la tan famosa en su tiempo, Cuadros disolventes (1896), los couplets de Gedeón y el schottisch que comienza: «Con una falda de percal planchá / y unos zapatos negros de charol…». Un auténtico muestrario del género chico, tan denostado por los puristas, y una buena prueba de que los cantantes exquisitos volcados a lo populachero no son invento de los mediáticos -y tirando a inaguantables- «Tres tenores».

Martín de Sagarmínaga, autor del único diccionario de cantantes líricos españoles, no sabe, al parecer, de estos registros porque alude a las nueve grabaciones conocidas de Aineto, fechadas entre 1903 y 1904, y relaciona otras distintas y algo más serias. Realmente, según Massísimo, el mayor experto del disco antiguo en España, las grabaciones discográficas de Aineto llegaron a sesenta y una. Lo importante, sin embargo, es que su voz merece a Sagarmínaga el siguiente comentario:

un cantante en envidiable plenitud de medios, sin sonidos forzados ni entubados. Los agudos son firmes y espontáneos y las maneras adelantan un poco el estilo fluido y grato de un Marcos Redondo.

Por su parte, el monumental Diccionario de la música española e hispanoamericana, con diez tomos de aproximadamente mil páginas cada uno, no dedica ni diez líneas al eximio barítono de Murillo de Gállego. Su sobrino nieto, el musicólogo Ángel Ignacio Pellicer Bambó, se lamentaba recientemente de que tampoco figurara hasta entonces en la Gran Enciclopedia Aragonesa, cosa que acaba de subsanar el primer Apéndice de su continuadora. Sin embargo, la carrera de Aineto fue brillante aunque se desarrollase primordialmente en Italia. Lejanía que no parece excusa válida para justificar su desconocimiento, pues sabido es que quienes triunfan fuera, suelen tener ganado el crédito que se les niega si permanecen en su cresposa tierra.

El padre del futuro barítono, maestro en Murillo, falleció tempranamente y Marino -salido del vientre de su madre, Ramona Castro, el 19 de agosto de 1873- quedó huérfano a los siete años y al cuidado de su padrino Gregorio, un hermano del progenitor, cura en Santa Eulalia de Gállego, que también acogió al resto de la familia, cinco hermanos más y la madre, oriunda de Alerre. En este pueblo cercano a Huesca, adonde se trasladó la familia unos años después, surgen las primeras noticias sobre el canto de Marino ya que, según el testimonio de otro sobrino-nieto, el arquitecto oscense Raimundo Bambó, ganó los primeros cuartos a cuenta de sus oyentes callejeros.

Es probable que su tío el cura desease encauzar su vocación musical y, al no encontrar en el pueblo posibilidad alguna de medrar en ello, decidiera enviarlo a la capital, en busca de horizontes más diáfanos. A los trece años, pues, Marino entra en el Hogar Pignatelli, el hospicio zaragozano, que también acogía a retoños de familias pobres que hubieran demostrado dotes para el estudio. Aineto debía ser hombre de regular ingenio pues en esta institución benéfica consiguió terminar la carrera de Magisterio, que llegaría a ejercer en el zaragozano pueblo de Jarque.

En 1894 lo encontramos en Madrid trabajando como burócrata para pagarse la formación musical con Antonio Baldelli y Leandro Pla y, más tarde, estudiando en Milán, adonde se había marchado con una beca, en la que habrían tenido que ver tanto el famoso maestro Campanini, factótum del Teatro Real, como la populachera Infanta Isabel, La Chata, ambos muy convencidos de sus posibilidades vocales. Lo cierto es que Aineto aprovechó la estadía en Milán no sólo para estudiar con aprovechamiento sino también para contraer matrimonio con la soprano italiana Olimpia Brossio, que después le acompañó en muchas de sus giras y con la que tuvo tres hijos.

  De cualquier modo, y como suele suceder con los inicios de la peripecia de los cantantes en épocas más o menos lejanas, los datos sobre su trayectoria son a menudo contradictorios y oscuros. Parece que Aineto debutó en Madrid en 1898 con Los hugonotes y, muy pronto -recordemos la recomendación de Cleofante Campanini- cantó Rigoletto en el Real (1899), para clausurar con La bohème la temporada de 1900 y repetir en las dos siguientes.

En 1901 apareció en Zaragoza, donde formó compañía propia en la que figuraban el gran tenor zaragozano Julián Biel y la mezzosoprano oscense Fidela Gardeta. Fue el 19 de mayo cuando debutó en el Teatro Principal con El trovador, de gratas reminiscencias locales, a la que seguirían Carmen y Los hugonotes. Heraldo de Aragón terminaba su panegírico sobre la función descolgándose muy decimonónicamente con el siguiente epifonema: «¡Trinidad lírica envidiable, honra de Aragón!». El público parece que también salió complacido y no le ocurrió lo que al pobre don Tancredo, cuyos cuplés cantaría Aineto, según se dijo. Merece la pena recordarlo como otra prueba de la dificultad del público cesaraugustano, que tan mal se las hizo pasar a Gayarre, a la Fornarina, a Cagancho, a la Piquer, al Real Zaragoza… 

  Don Tancredo López andaba en la cumbre de su gloria. Como se sabe, su mérito estribaba en permanecer en un pedestal y vestido de blanco, impávido, delante de un toro recién soltado de los corrales que, ante su inmovilidad, olía, bufaba un poco, rascaba la arena con la pezuña y, finalmente, se daba la vuelta. Don Tancredo se jactaba de que le daba igual Miuras, Palhas que Saltillos. Su actitud dio lugar a que pasaran a la lengua común expresiones y palabras como «hacer el don Tancredo» o «tancredismo», que todavía perviven, y, en seguida, le surgieron, con menos suerte, imitadores e imitadoras, como Mercedes del Barte, una parisina que hablaba cinco idiomas, estaba versada en literatura y había bailado las danzas de Louie Fuller encerrada con siete leones en una jaula. Pero vayamos a lo nuestro: Don Tancredo en Zaragoza. Así lo contó Zeda en Nuevo Mundo:

El hombre presentose (…), saludó al respetable público y fue a colocarse en el pedestal. Abriose la puerta del toril y salió el toro. El animalito, aunque bien puesto de cuernos, de muchas libras y de sus cuatro años muy cumplidos, pareció a varios baturricos del tendido un inofensivo becerrete.

Ellos hubieran querido un Miura de seis años.

De aquellos espectadores se apoderó la santa indignación… y ya se sabe como se traduce la santa indignación en las plazas de toros: naranjazos, melocotonazos… según sean naranjas o melocotones las frutas del tiempo. Un melocotón o una naranja (…) fueron a dar en la cara de don Tancredo, que enfrente de la res, hacía según lo anunciado en los carteles, de estatua. El naranjazo produjo el efecto natural… el de que don Tancredo oscilase y hasta medrase como los bustos del Tenorio, y el toro entonces acometiendo a la viviente escultura le volteó y corneó, siendo maravilla que no le mandase al otro mundo.

Llevose a don Tancredo a la enfermería; pero una parte del público, a quien había parecido poco el espectáculo, pidió a grandes voces que se le sacase como estuviese otra vez a entenderse con el toro.

Don Tancredo no salió…

Según aseguran personas bien enteradas no piensa volver a Zaragoza.

  No tuvo, pues, Marino Aineto que pasar por ésas y, formando parte de la «trinidad lírica envidiable» y de otras compañías, recorrió España y América, sin por eso dejar de actuar en los mejores teatros de Europa, incluyendo sus reapariciones en el Real y en el Liceo barcelonés, donde actuó en 1908 y en 1920, ya próxima su deserción de los escenarios, que llevaría a cabo en el teatro Petrarca de Arezzo, con la interpretación de Lohengrin, ya que fue uno de los pocos cantantes españoles capaz de acometer el repertorio wagneriano, para lo que se había formado ampliando sus estudios en Bayreuth.

  Aineto ya era por entonces más italiano que español. Retirado en Milán, tendría oportunidad de escuchar a Fleta y, sin duda, alguna opinión autorizada saldría de esa voz que, en 1909, había hecho escribir al compositor Alfredo Catalani, tras escucharlo en Loreley: «Artista de probada base, fue superior a la exigencia del papel de Hermann, que ya de por sí requiere precisión escénica y vocal. El auditorio apreció en el egregio artista riqueza de voz, sentimiento en la expresión, facilidad de emisión, potencia de agudos y fue calurosamente aplaudido».

  Marino Aineto llegó a dominar sesenta y cuatro óperas y viajó por el mundo con compañía propia. Buenos Aires y Méjico, las más populosas y cultas capitales de Hispano-América, lo tuvieron entre sus divos más admirados, tanto por su voz como por su presencia escénica. Así, Tosca, que requiere de ambas cualidades, fue una de sus óperas estrella.

  Tuvo gran amistad con Ramón Blanchart, famoso barítono barcelonés. El sucedido, que, con el título, «¡Cómo que era de Aragón!», cuentan Torres del Álamo y Antonio Asenjo en su curioso libro, Mil y una anécdotas, Madrid, Ediciones Españolas, 1940, nos da fe de ello, así como de lo que también fue en Aineto proverbial: su fuerza física.

El barítono Aineto, que estaba contratado en Malta, fue obsequiado una noche, en ocasión de cantar Tosca, con una grita estrepitosa, pagada por un rival de la misma cuerda.

La empresa rescindió el contrato, y Aineto juró que nadie sino él cantaría Tosca.

Efectivamente, dos barítonos que contrató la empresa fueron “amassattos” por Aineto, que estaba dispuesto a cumplir su juramento, anunciando que continuaría apaleando a cuantos barítonos contratasen, con la sola excepción de Ramón Blanchart.

Convencida la empresa de que Aineto cumpliría su promesa, firmó el contrato con Blanchart, consiguiendo de este modo que Aineto depusiese su actitud, y además ofreció el desquite al barítono aragonés dejándole cantar Tosca.

Aineto fue ovacionado, como tantísimas otras veces.

  El barítono de Murillo volvió al Real en la temporada 1913-1914, donde cantó partituras tan variopintas como I puritani, Parsifal, Aida, Los hugonotes o Lohengrin, y prosiguió cantando y viajando incansablemente hasta asentarse definitivamente en Milán a mediados de la década de los veinte, aunque nunca perdió el contacto con su familia aragonesa, que conserva buen número de cartas en las que no deja de recordar los que fueron sus lugares nativos.

En esa misma ciudad de Milán murió Marino Aineto el 5 de mayo de 1931, tres semanas después de la proclamación de la segunda república española. Él, que había nacido durante el mismo año en que se instauró la primera. Ésta duraría algo más, pero tendría peor final. 

V. Otros datos y bibliografía en:  https://javierbarreiro.wordpress.com/2010/08/21/ayneto-marino/

(Publicado en Voces de Aragón (Intérpretes aragoneses del arte lírico y la canción popular entre 1860 y 1960), Ibercaja, Biblioteca de Cultura Aragonesa, 2004, pp. 42-46).

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