Desdichadamente llevamos muchos meses debatiendo donde debieran descansar los restos de quien mandó en España durante casi cuarenta años del pasado siglo. Por lo que dicen, el autoproclamado Caudillo no dejó constancia de su voluntad ni, lamentablemente para tantos, fue un «caído», ya que no murió víctima de la violencia. Muchos de mis amigos opinan que resulta de todo punto objetable mover a los muertos, mientras a otros les molesta que el personaje en cuestión comparta espacio con tantos de cuya muerte tuvo alguna responsabilidad. En esta cuestión, yo me alineo con mis admirados Bécquer y Cernuda y pienso que «donde habite el olvido» es el lugar adecuado para quienes dejan la vida y allí espero residir, aunque antes me gustaría hacer unas cuantas cosas. Buenas si puede ser.
Valga el exordio para dar a conocer una anécdota que no creo haya sido reflejada en las biografías del dictador. El 1 de agosto de 1938 apareció reflejada en el número 46 de Mi revista, una publicación que se editaba en Barcelona y se hacía eco de las noticias, personajes y peripecias de la guerra, principalmente, en el Frente de Aragón. La narraba allí Francisco Gómez Hidalgo (1886-1947), un periodista toledano, diputado por Unión Republicana en las elecciones de 1934, habitual colaborador del semanario y con una lucida trayectoria en su profesión. Fue también autor teatral, narrador y director de una película tan interesante como La malcasada, film inspirado en una obra de Carmen de Burgos «Colombine»(1926), en la que numerosos personajes populares -entre ellos, Ramón y Francisco Franco- opinan sobre el divorcio. Tampoco puedo dejar de mencionar ¿Cómo y cuándo ganó usted su primera peseta? (1920), divertida encuesta a la que responden escritores, artistas y políticos. Gómez Hidalgo murió en el exilio mejicano.
Es curioso que en Mi Revista, una publicación tan radicalmente revolucionaria como era de esperar en tales fechas, aunque no falten los calificativos injuriosos y descalificantes, la conducta que se muestra del entonces teniente coronel Franco sea más bien loable.
FRANCO… FRANCO… ¡MISERABLE FRANCO!
Por F. GÓMEZ HIDALGO
Aparto con repugnancia la mirada de la mano con que escribo, recordando que estrechó la suya muchas veces.
Nos conocimos en Marruecos, recién ascendido a comandante, allá por el año de 1919. Entonces yo, como periodista, era allí la rebeldía y la oposición; la única rebeldía y la única oposición. Contrastando con lo que escribían Aznar, director de «El Sol»; Tomás Borrás, Corrochano y otros corresponsales de menor renombre, todos vendidos por amistad o por dinero a Berenguer, diciendo la verdad, y aun no toda la verdad, yo fustigaba a diario a este general maldito. Por lo común, los militares—oficiales, jefes y generales—, pendientes siempre de las propuestas de ascenso como motor de sus acciones, eludían toda relación conmigo. Excepcionalmente, dábase alguno que, sin intimidarse ante el riesgo de que le descubriera y le delatara la vigilancia que seguía mis andanzas, me buscaba para informarme de hechos que le avergonzaban. ¡Magnífico teniente coronel Perea, aunque coincidente siempre en el esfuerzo y en la finalidad, nos veamos poco, por leal y por valiente, estás en mi recuerdo y en mi corazón desde aquella tarde —¡van pasados diecinueve años!— que acudiste a visitarme al tangerino hotel Gavilla! También Castro Girona, que resultó, al cabo, un miserabluelo sin sangre y sin nervios, buscábame entonces para revelarme monstruosidades como aquella de que Berenguer le hubiera ordenado que «procurase no hacer operaciones sin bajas, porque en la Península no se apreciaba el esfuerzo del Ejército si no corría la sangre en abundancia». Había también un grupito—Sanjurjo, González Tablas, Ruedas, Ledesma, Franco…—de descocados promiscuadores. Adulaban a Berenguer y cultivaban con esmero mi amistad. Franco, sobre todo, salió muchas veces de su prudencia habitual para asentir con el gesto, con la palabra y aun con la acción a mis opiniones, por avanzadas que ellas fueran. Cierto día, por ejemplo…
Almorzábamos él y yo en el hotel Victoria, de Melilla, con otro comandante, Mariano Salafranca, hoy leal, culto e inteligentísimo coronel del Ejército Popular. Era el 9 ó el 10 de septiembre de 1923, tan cerca del golpe de Estado de Primo de Rivera, que un articulo en que relaté este episodio fué el primero que me tachó la censura dictatorial, que había de prolongarse hasta la implantación de la República.
A mitad de! yantar irrumpió en el comedor un sargento del Tercio, que Franco mandaba en aquel tiempo, y le informó:
—A fulano -un legionario caído en el combate librado por la posesión de Tifaurín, el día anterior- el cura no ha permitido que le enterremos en sagrado, porque al ingresar ayer en el hospital se negó a confesar.
—¡Qué intolerante!… ¡Qué canalla!… —barboteé yo.
Franco, asociándose rápido a mi protesta, interrumpió la comida, se alzó en pie y me dijo:
-Acompáñame. Verás lo que hago yo con ese canalla.
El cura comía también en su pabellón cuando llegamos al cementerio. Franco le obligó por un recado a que acudiera al punto a nuestro encuentro, y cuando estuvo ante nosotros le ordenó con aspereza:
—Revístase usted, que va a actuar.
Un poco aturdido, el cura intentó demandar explicaciones.
Pero Franco, enérgico, congestionado, colérico, como si en efecto se hallase ofendido en sus sentimientos, reiteró:
—Le he dicho que se vista y le añado que tengo prisa. Conque, obedezca.
Inclinando medroso la cabeza calva, el cura, un.hombre de pigmentación sanguínea, bajito, rechoncho, ventrudo, penetró entonces en la capilla. Cuando reapareció, ya revestido, llevando a la vera un sacristán o monaguillo, Franco se dirigió a diez o doce legionarios y, como completando una orden, díjoles:
—¡Vamos!
Echaron los legionarios por una calle del cementerio y, tras ellos, en singular procesión, Franco, el cura, el sacristán y yo, hasta un rincón abandonado, en el que habían nacido palmitos que se alzaban sobre nuestras cabezas.
Fué obra de cinco minutos, que el cura, asombrado, temblándole las piernas, contemplaba sin pestañear, el que los legionarios descubrieran un cadáver, que apareció totalmente envuelto en una sábana.
A su vista, depositado sobre el montón que formaba la tierra recién extraída, Franco, cogiendo al cura por un brazo, le empujó hacia el muerto y le ordenó:
—¡Rece usted! Y rece cantando, cantando muy alto, como si hubiera de cobrar.
Con voz inarticulada, temblorosa y monótona, que alzaba siempre que Franco le miraba, el cura dijo de memoria unos latinajos, y luego trazó en el aire varias cruces con el hisopo.
Entonces, a una muda indicación del comandante, los legionarios cargaron cuidadosamente con el cadáver y le trasladaron junto a una tumba abierta en el paraje más cultivado del cementerio. Allí Franco volvió a ordenar al capellán:
—¡Vuelva usted a rezar!
Cuando de nuevo terminó el cura, Franco dijo algunas palabras en tono exaltado de discurso, que es el único que le he oído. Palabras que hubiera podido suscribir yo… Dijo que la tierra sagrada se gana defendiendo a la patria y no viviendo de la explotación de la patria. Dijo que la confesión es la entrega de los débiles y los ignorantes a la coacción de unos cuantos tunantes, que les intimidan con el arma más despreciable: la mentira. Dijo que contemplando a los representantes que la Iglesia le adjudica, él negaba la omnisciencia y aun la misma existencia de Dios, impotente para confundir a tales intérpretes. Dijo…
El cura, fijos los ojos en el orador, escuchaba con la boca abierta, asombrado, espantado, medio muerto.
Cuando, al fin, se hubo efectuado la inhumación, cogiéndome del brazo, ya para retirarnos, Franco se dirigió de nuevo al cura para decirle, despectivo y amenazador:
—Le he hecho venir y le he obligado a berrear no porque conceda eficacia a su intervención, sino para molestarle, para humillarle, para despreciarle. Si en lo sucesivo repite usted lo que ha hecho esta mañana ya saben mis soldados lo que han de hacer: enterrarle vivo bajo la tierra que usted reserva a los malditos.
Franco… Franco… ¡Miserable Franco! Ni aun entregada tu persona a la justicia del pueblo, la más justa justicia, pagarías los crímenes que has realizado y amparado, porque, en definitiva, sólo tienes una vida…
Empero «tu caso», como el de todo el ejército -ejército de señoritos ventajistas, sin ideas y sin entrañas- recuerda mucho la parábola de la zorra que se come las gallinas…
«Cuando la zorra encuentra abierta la puerta de la jaula, y escapa, y se come las gallinas, la responsabilidad no es enteramente de la zorra: hubo quien descuidó la puerta de la jaula.»
V. también: https://javierbarreiro.wordpress.com/2016/04/04/lola-montes-la-cupletista-que-estreno-el-novio-de-la-muerte/