(Publicado en Aragón Digital, 7-8 de julio de 2017)
Se escandalizaba Ernesto Sábato, hombre profundamente reaccionario pese a haber presidido la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), tras la última dictadura argentina, de que el siglo XX acogiera la peregrina idea de que el hombre que viajaba en tren era superior a quien montaba a caballo. También se escandalizaba de que dicha centuria hubiera traído el despropósito de la igualdad de los sexos. No lo digo yo. Es el comienzo de su ensayo Heterodoxia (1952).
¿Qué es, pues, lo progresista, el caballo o el tren? A juicio de Sábato y, también, de algún ecologista: el primero. El escritor argentino tal vez olvidaba que, salvo en las clases aristocráticas o incluso en ellas, el caballo es un ser vivo sometido a esclavitud y tortura en forma de espuelas, fustas, rebenques, taleros, látigos, y bocados de hierro en las fauces que le fuerzan a obedecer, pues en otro caso, le esperaría un dolor insoportable.
Algunos de quien hoy se creen progresistas -a fuerza de reivindicar asesinos múltiples, por el hecho de haber militado en organizaciones que llamábanse comunistas, e ignorar a los asesinados: el concurrido “algo habrán hecho”-, consideran que el ser humano que viaja en bicicleta es moralmente superior, tanto al peatón como al que utiliza vehículo de motor. Eso es para ellos un axioma, pese a que el significado de reaccionario sea el de “Quien se propone restaurar lo que ya ha sido abolido”.
Del mismo modo, con razones tan miopes como falsamente obreristas, se discutieron las máquinas en el siglo XIX, hasta llegar al disparate de la I Internacional, que aceptó una ponencia que condenaba las novísimas máquinas de coser Singer porque, en opinión de sus redactores, con el pedaleo, las operarias frotaban sus muslos, experimentando una dulce sensación erótica. Los patronos, conscientes de la oportunidad, esperaban acechantes y seducían a la inocente productora.
Ahora, como en cualquier tiempo represivo, hay que mostrar las credenciales cuando se cuestiona la verdad establecida en el programa obligatorio, lo políticamente correcto. Por consiguiente, habré de proclamar que poseo y pago anualmente el carnet de bizi que me permite pelear –que no pedalear- con las birriosas máquinas que el malhadado Belloch “legó” a los ciudadanos de Cesaraugusta. Y, como usuario de zapatillas, velocípedos y motor, procuro hacer uso de todos, según las circunstancias, como creo sucede en el caso de mis civilizadísimos conciudadanos. Sin embargo, la opción oficial es otra: perseguir al coche, ignorar al peatón y llenar el pavimento de carriles para bicicletas y tranvías.
Me congratulo de muchas de las iniciativas que se han concretado en las últimas décadas: retirar los coches que infestaban los bulevares en los años setenta, propiciar las “zonas azules”, que debieran extenderse a toda la ciudad, restringir el paso de vehículos por zonas monumentales, perseguir la emisión de gases, construir circuitos para senderistas y ciclistas que quieran gozar de la naturaleza periurbana y tantas otras, no pretendo restaurar lo abolido. Pero me revienta el culto al rey de la casa: sea el niño, la bicicleta o el orgullo LGTB.
Sobreproteger al marginal es terminar con él. Crear un nuevo poder que, como todo poder que se precie, terminará intentando aplastar al disidente.