(Publicado en Aragón Digital, 21-23 mayo 2016)
A Viola se le solía ver por La Taguara, el bar que pusieron en la calle Fita Pilar Delgado y Alfonso Zapater y que, pese a su corta vida, albergó interesantísimas exposiciones y una sala-foro con piano, donde se celebraron recitales de poesía, conferencias y tertulias. Por ella pasó nada menos que Ramón J. Sender, que me tenía un poco prohijado, pues con veintiún añitos había ganado el I Premio de Periodismo con su nombre, que convocaba el diario Aragón Exprés y, con más bondad que criterio, me llamaba “colega” en la dedicatoria de sus libros. Por ir de lo grande a lo mínimo, en 1973 Javier Checa y yo ofrecimos allí un recital de “poesía abierta” que, en nuestra inocencia o audacia, denominábamos “underground”. Como el franquismo ya no se sentía tan prepotente, recuerdo que, antes de empezar la función, un par de policías de la secreta me abordaron para decirme que, aunque iban destacados al acto, como prueba de buena voluntad, se quedarían fuera y que, en contrapartida, nos portáramos bien, cosa manifiestamente imposible para nosotros y el público pero tampoco llego la sangre al río, aunque sí el alcohol, al que también veneraba con culto de latría Manolo Viola.
El nombre del bar procedía del grupo de teatro-escuela que Pilar Delgado, una estupenda mujer, había fundado en 1970 y que tuvo fuerte trascendencia en la formación de actores zaragozanos. Hubo un premio de pintura La Taguara y, en cuanto a exposiciones, recuerdo las de los grupos Forma y Azuda 40, Martínez Tendero, Joaquín Pacheco, Larroy, Ruiz Anglada, Antonio de la Iglesia y el propio Viola, nombres nada irrelevantes, por cierto.
Manuel Viola -inconfundible en la barra del bar, junto a otro buen bebedor, Alfonso Zapater- con su melena al aire, sus gestos bruscos y su voz, bronca y desgarrada, se imponía sobre los demás circunstantes con sus anécdotas y sus juicios agresivos y piadosos, si vale el oxímoron. Su carácter le llevaba al desmadre pero su bonhomía corregía, en cuanto se daba cuenta, el exceso. Además del tinto y la libertad, le gustaban mucho las mujeres, las jotas desaforadas y los artistas irreverentes. Es decir, el sentido del humor. A su mujer, la poetisa surrealista Laurence Iché, la llamaba Lorenza, como Dios manda.
A él, su familia e íntimos lo llamaban Pepico y aseguraba que debía su ronquera a las veces que hubo de arrostrar con su madre el cierzo del Puente de Piedra, aunque la familia marchara a Lérida cuando todavía era niño. En 1932, a los diecisiete años, ya colaboraba en la revista de vanguardia, Art, en la que firmó artículos y poemas. No hay que olvidar que Viola fue escritor antes que artista del pincel. Aunque sus publicaciones fueron muy dispersas, el Museo de Teruel las recogió en 1996 para publicarlas bajo el título Escritos surrealistas.
Su biografía da para una novela picaresca con la salvedad de que no era alguien que se aprovechara de los demás sino al revés, un hombre desprendido, generoso y, sobre todo, original a quien los bien pensantes rehuían. Otro aragonés, Antonio Saura, hombre difícil y poco magnánimo con el que coincidió en el grupo El Paso, dijo de él que era persona extraordinaria, a quien no podía olvidarse nunca. Profundo admirador del genio de Fuendetodos, cuya pintura cambió su percepción del mundo, el destino -o la genética- proporcionó a Manolo Viola una cabeza goyesca, de la que estaba justamente orgulloso.
Ya que no lo pudieron hacer sus amigos Alfonso Zapater o Antonio Fernández Molina, queda por estudiar su profusa relación con Zaragoza, donde expuso varias veces, la primera en la sala Libros de la calle Fuenclara y la más sonada, en la Lonja, lo que le llenó de gozo.
El día 18 de mayo de 2016 se cumplió su centenario. Quien no lo haya hecho, hasta el 29 de mayo todavía puede visitar la excelente exposición que se exhibe en el zaragozano Palacio de Sástago.