Acabo de adquirir el gorro de mamarracho bajo el que mañana habré de ubicarme y ejercer la formativa tarea de la autocompasión. Me consolaré pensando en que un bochorno compartido, aunque metafísicamente más lamentable, difumina la culpabilidad, atenúa la responsabilidad propia. Más cuando los prójimos que también lo portan parecen adquirir con él patente de corso para realizar toda clase de actividades reprobables, licencia para disparatar y un talante que oscila entre lo pueril y lo cretino. Uno, que habitualmente se mueve como pez en el agua entre ambos mojones caracterológicos, mira con recelo esta fecha en que los demás se dedican a hacerle la competencia sin recato, sin disponer de curriculum acreditado ni licencia fiscal.
Este tinte carnavalesco que desde hace no mucho ha tomado la noche de fin de año no responde al parecer a ningún atavismo. Interrogo a Frazer, Caro Baroja, y Soustelle y entre los actos a los que la humanidad se ha entregado con motivo de tal fecha los hay pintorescos y variopintos pero nada se dice del contumaz escorche de vino espumoso, de la trasnochada sin talento ni del incremento en el consumo de sustancias modestamente alucinógenas. Interrogo a mis ancestros y también me cuentan que esto es flor del tiempo. En los años cuarenta uno se iba al café después de cenar para jugar al dominó ya que al día siguiente no se madrugaba o al cine para ver Los últimos de Filipinas y terminar cantando, brazo en alto, el himno nacional ante la procelosa aparición del Caudillo en pantalla tas la palabra FIN. Con la satisfacción del deber cumplido se acostaban con la bolsa de agua caliente y procedían a un examen de conciencia algo más dilatado que el de los días normales. Como entonces la esperanza aún anidaba en el corazón del hombre, se dormían entre gratas ensoñaciones y presagios de un futuro mejor que – mira por dónde y con todas sus carencias – sobrevino. Aunque a buenas horas. Cuando para tantas cosas no había remedio.
Ya puestos, y como queda sitio, les cuento que lo de las uvas, sí. Eso sí parece bastante viejo. Símbolo de fertilidad/eternidad, se trata de conjugar la muerte del año viejo propiciando simpáticamente con su ingestión la regeneración, un palingenésico renacimiento de las energías vitales y demás. Ya me entienden.
Que se le atraganten con salud.