ANDRÉS ORTIZ-OSÉS POR SÍ MISMO
Mitología cultural y memorias antropológicas. Anthropos, 492 págs. Barcelona, 1987. Temas de Antropología Aragonesa nº 4, 1993, pp. 301-302.
Siempre a desmano de la oligarquía intelectual, con una obra en continua reelaboración en busca del afinamiento. Ortiz Osés ha sido escasamente estudiado, pocamente comprendido. Fácilmente atacable por un amor a los resquicios – recordemos sus teorías/prospecciones sobre el agujero- sin hipérbole puede tildársele de peregrino, Narciso o confuso. Para mí lo es mucho menos que cualquiera de sus colegas contemporáneos.
Lo insólito de su discurso en un medio renuente por tradición e ignorancia a los temas que escudriña, su escritura a borbotones, celérica y que puede ser farfallosa, pero cuajada tan a menudo de un indesmentible talante poético provoca –como la de Leiris, con el que tiene concomitancias- adhesiones y rechazos. Los segundos no suelen ser muy explícitos por temor a su agresividad y ¿quién sabe? si a su sabiduría, si es que ésta aún es capaz de suscitar respeto en alguien. Las primeras suelen discurrir más por canales verbales que escritos, tal vez por la dificultad de recrear a un recreador, de esculpir sobre la forma trabajada, pero, sobre todo, por las seculares dificultades de nuestra cultura para asumir cualquier clase de originalidad, de apartamiento.
Esta singularidad libérrima de Ortiz Osés nos ha deparado otro libro inclasificable en el que lo coloquial convive con lo hermenéutico, la herida con el recubrimiento, la introspección con la máscara, lo lírico con lo lancinante, la cubrición con el destape…
Y bien que se nos explica el autor para justificar su osadía. Nada menos que Preámbulo, Epiclesis, Presentación y Prólogo anteceden a las memorias en un intento de ahormar el campo de batalla. Los lectores del filósofo reconocerán en estos exordios sus tics lingüísticos, su tan poco clerical audacia, su originalidad, más basada en pensamiento y cultura que en el deseo. Qué duda cabe de que Ortiz Osés es un “épatador”, pero no de oficio ni de beneficio sino por necesidades de sus propias vías de reflexión, por un afán de claridad no tumultuaria sino íntima que congrega un discipulaje elástico y -cómo debe ser- desprovisto de lealtad. Ortiz-Osés no tiene, no puede tener seguidores o escuela. Siempre poseerá esa turbia congregación de fascinados por la fuerza de su revocación, pero nada puede fundar quien continuamente se divierte, quien incesantemente escapa.
Es esa fuga hacia lo hondo la que le ha hecho recorrer trochas insólitas de especulación en nuestro medio y eso en un hombre vitalmente más dotado para la creación que para el análisis, para el destello que para las espirales abruptas de los zubirianos y otras especies obsolescentes.
De ahí la fundamentación de unas memorias en las que el hombre que ya vuelve aparece en una y otra ocasión como un adolescente en su rotundidad, en su inocencia, en su capacidad de pasión, en su acendrado lirismo. Ortiz-Osés, que ha tentado la poesía –y en este libro hay más de una muestra- tenía necesidad de rehabilitar su aura, esa que de una u otra manera ya entreveíamos en sus más complejos ensayos –tentación que tan pocos de sus colegas frecuentas- y estas memorias no son sino ese pretexto para rehabitarse. ¿Qué importa que sean precoces, insólitas, atípicas, discutibles o hasta, en ocasiones, impostadas si nos dan la clave de sus huecos, aberturas, resquicios y fisuras? Ya había hablado el de Tardienta del tema de la herida como grieta que aúna matices positivos y negativos en ese desmantelamiento de la dualidad que constituye la totalidad de su obra. Sin embargo, y pese a este aserto, nada más lejos de un místico que el vasco-aragonés. Ninguna presunción de ascensionalidad en su obra, sí ese escabullimiento de la exhaustividad en beneficio de la palabra en su espíritu. Nada más lejos que la prosa de O.O. de la sedicente narración, de la farfolla enumerativa. Sí, prurito por descarnar el verbo por fundir la incandescencia en su crisol. Nada de circunloquio conspirativo, sí una tensión que rehuye la espiral, que a veces busca en la elipsis la fórmula de plenitud. Su incontinencia –que existe- hay que buscarla en la ambición de reconocimiento, en la epifanía de sus antojos, en sus fórmulas léxico-compositivas que hozan hasta la descarnadura en el sentido. ¿Cómo llegar ahí sin palos de ciego, sin retrocesos y sin costaladas?
Pero no caídas de Saulo. Venturosamente, el camino es abrupto y la claridad no ha sobrevenido. La configuración de la obra de Andrés Ortiz, compuesta en muchas ocasiones de retazos, recuperaciones, refundiciones, reconstrucciones y amplificaciones, supone una re-asunción constante de su historia –nunca de la inexistente Historia- y en ese terreno las Memorias vienen a completar una parte de ese revestimiento/desnudamiento que nunca puede plenamente culminarse. La misma desmesura del autor en su propuesta nos habla de su conocimiento de la imposibilidad de cubrir objetivos: memorias antropológicas, antropolóquicas, antrológicas, antropofágicas y antroposóficas las denomina y, por si fuera poco, confiesa su afán de cronificar una “generación degenerada”, de interpretar sus arquetipos. Y sus propuestas son siempre sugestivas aunque sólo sea por lo que tienen de discutibles. Pero de ahí estos atisbos que nos desbrozan el camino intuido: la orfanotrofia cultural, la huida hacia delante, la mitología matriarcal comunalista y naturalista que compartió la gente de los 60 en justa contraprestación a valores –también reales- pero impuestos.
Nada qué decir de qué van estas memorias. Lo explica profusa y constantemente el autor, y no sólo en sus cuatro introitos. Otras cosa es qué nos dicen y otra, cómo nos hablan. Ortiz-Osés tiene el acierto de hacer referencia a una de las más perturbadoras pinturas de Goya que, además alude a su tierra natal, Fundición de balas a la luz de la luna en la sierra de Tardienta. He ahí unidos lo accesorio y lo virtual, lo material y lo esencial, el horror y la belleza, la turbulenta integración/contradicción entre hombre y naturaleza. Estas memorias trascienden lo anecdótico del marco familiar, clerical, académico, o conciliar para constituirse, como el propio autor supo ver, en su “obra más subterránea”, en aquella que cala a través de filtros más sutiles.
Otras dos entrevisiones del autor nos dan otras pautas de discernimiento: Verbum retentum venenum est, cita autojustificativa, pero que proyecta en otras ocasiones a sus coimplicados: La palabra retenida conduce a un envenenamiento personal y colectivo. El no caerá en la facción de los adictos a la ponzoña: hiperverborréico en su oratoria, desmedido en sus versiones/aversiones menorréico en sus contrapropuestas semánticas, la palabra devendrá en su propio mecanismo soteriológico.
En otra ocasión prorrumpe, teológico: “donde hay encarnación hay asombramiento”. La inextricable ambigüedad, el secreto profano, elusivo y tangencial arrostra a su misma proclamación.
No lo perturbemos más.
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Otras dos entradas en torno al sabio hermeneuta de Tardienta:
https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/09/16/prologo-a-amor-y-humor-de-andres-ortiz-oses/
https://javierbarreiro.wordpress.com/2013/11/19/entrevista-con-andres-ortiz-oses/