Uno de los aconteceres que más llenan de amargor al ciudadano consciente es el progresivo ocaso de este utensilio entrañable.
La boina ha formado parte del paisaje humano de nuestra niñez, ha sido elemento indisoluble de la cabeza de nuestros abuelos, emblema de nuestro pueblo. Su pérdida equivale a la destrucción del patrimonio artístico, familiar y arquetípico de nuestra raza. Cuando desaparezca la última boina ya podemos tirar la Puerta del Carmen, enterrar la Gran Enciclopedia Aragonesa, olvidar a Saputo, Puchamán y el tío Jorge. Que no llevaban boina, ya lo sé, pero la hubieran llevado de vivir años más tarde.
La boina aragonesa difiere de la vasca en ser perfectamente ajustada al cuero cabelludo y tapar, a guisa de parasol, gran parte de la frente. Aparte de esta modalidad encasquetada, pueden citarse dos variedades no menos raciales. En primer lugar, la que hace que la sujete la oreja, propia de desinhibidos, fachendosos y jaques y que se combina extraordinariamente con el palillo en la boca. Imagen más excitante para la hembra que la del gañán tocado de esta suerte y apoyado en una esquina no la conozco. En segundo término, la aposentada sobre el cogote, propia de gente franca, despejada y dicharachera y para cuyo transporte, como sucedía con la anterior fórmula, hace falta práctica, temeridad y estilo.
Imposible concluir este panegírico sin hacer alusión al pitorro, pirulo o pararrayos, elemento, pese a su insignificancia, indispensable, cardinal, básico, como sabe cualquiera de sus usuarios: Una boina esmochada deviene en polvo, en humo, en sombra, en nada y su portador participa de esta degradación progresiva.
No hace falta incidir en consabidas analogías. El pirulo no es sólo el espíritu generador, el elemento axial que proporciona unidad al sujeto, el polo magnético que conjuga interioridad y exterioridad. Es, ante todo, un símbolo de la espiritualidad de esta prenda que, cual aguja gótica, se eleva al cielo propiciado la conjunción de las fuerzas astrales y las telúricas, formando una suerte de axis mundi que eleva al hombre a una condición supranatural.
Mircea Eliade, en un fallo imperdonable por su condición de rumano –su país es, junto con el nuestro, uno de los que registran mayor número de boinas por kilómetro cuadrado– se olvidó de ella en su estudio sobre la simbología del árbol cósmico. Desde aquí le propinamos un admonitorio tirón de orejas subsanando así, una vez más, la injusticia.
Me consta que en el vecino Portugal la boina nunca tuvo éxito.
[…] artículo de Javier Barreiro en su Blog, sobre La boina, me hace recordar lejanos tiempos, cuando la decisión de mi familia, por mi […]
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