PRÓLOGO A «AMOR Y HUMOR» DE ANDRÉS ORTIZ OSÉS

Publicado: septiembre 16, 2013 en Prólogos
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De nuevo tan de moda, el aforismo consolida su presencia con la reciente aparición de dos publicaciones: la antología Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos [1980-2012], edición de José Ramón González, y el número monográfico dedicado a él por la revista Ínsula (nº 801, septiembre 2013),Ínsula-Aforismos lo que me da pie para insertar aquí el prólogo que escribí para una de las colecciones de aforismos que Andrés Ortiz Osés publicara no hace mucho. El hermeneuta de Tardienta, cuya vera persona ha recuperado Zaragoza -y a fe que se hará notar- y sobre el que volveremos, es uno de los más prolíficos cultivadores de este difícil género en el que, a menudo, algunos pretenden colar piedras como si fuesen perlas.

Prólogo» a Amor y humor. Claves para vivir la vida (A la sombra de Pedro Saputo) de Andrés Ortiz Osés, Zaragoza, Rolde, 2007, pp. 7-11.

«Verbum retentum venenum est»Ortiz-Osés-Amor y humor

Sea un relámpago de pensamiento, un miniensayo, una bomba de relojería del lenguaje o un cajón de sastre, en el aforismo cabe casi todo: el arabesco verbal de la greguería, el humorismo escéptico de Marcial, la agudísima gravedad quevediana, la brutal precisión de Cioran, la libérrima inteligencia de Lichtenberg, la feroz profundidad nietzscheana, la sutileza lingüística y conceptual de Gracián y hasta la crítica literaria o, como quiere Trías, todo el pensamiento. Pero siempre con la punta de duda, ironía, paradoja o fisura que debe tener cualquier afirmación. La rotundidad puede ser científica pero no literaria ni filosófica. El ingenio siempre es sutil y matizador y el aforismo ha de estar reñido con la frase lapidaria. Tal vez por ello, Cioran llamó a los aforistas como Pascal “reporteros de la eternidad”. Así, vemos que los intentos de definición nunca pueden dar más que un matiz de algo que se ha convertido en un género que empezó científico, cuando la ciencia y la filosofía se confundían, y ha terminado literario cuando la filosofía y la literatura se confunden.

  Inscritos en el entramado de una obra cuyo riesgo y novedad no tiene parangón en nuestro medio, Ortiz-Osés comienza a publicar sus aforismos tan sólo hace unos años y cuando ronda el medio siglo. Desde entonces los ha producido con esa torrencialidad que revela al creador incapaz de contener la fluencia de ideas y sensaciones que constituyen su razón de ser, su forma de estar en el mundo. El que la obra hermenéutica del filósofo aragonés, aun reconocida por instancias intelectuales de probada solvencia, no haya tenido tanto eco como las banales especulaciones de muchos de sus colegas más inclinados hacia lo mediático puede deberse, entre otras cosas, a lo insólito de su discurso en un contexto renuente, por tradición e ignorancia, a los temas que escudriña pero también a su escritura a borbotones, celérica, mediatizada por una fruición con el juego lingüístico, por una incontinencia que deriva en una torrencialidad que la aleja del discurso del pensamiento en espiral tan típico de zubirianos y otras especies obsolescentes.

 En el aforismo encontró Ortiz-Osés un vehículo adecuado para encauzar esa hipercreatividad -por otra parte tan propia del pensador al que le rebosan las ideas y encuentra en su vómito una suerte de mecanismo soteriológico- pero también para dar cabida a su prurito por descarnar el verbo, por fundir la incandescencia en su crisol, por -eliminando el circunloquio conspirativo- dar salida a una tensión que rehúye la farfolla, incluso buscando en la elipsis su forma de plenitud. Además, el género se adecua excelentemente al gusto de este escritor por las fórmulas léxico-compositivas que ahondan hasta la descarnadura en el sentido. Y, sobre todo, proporciona la libertad que necesita quien, en un momento, desea revelarnos la fascinación de una lectura que lo acaba de deslumbrar, en otro, desea divertirse y di-vertirnos y, cada tanto, hozar en una suerte de lirismo (en Ortiz-Osés hay un indesmentible talante poético provocador, como sucede con Leiris, de adhesiones y rechazos) que le sirve para rehabitarse, con lo que –son sus palabras- se convierte en “un lenguaje capaz de apalabrar el mundo (…) como palabra encarnada y verbo transeúnte, (…) como logos-reunión de lo diverso y disperso recapitulado a través del hilo conductor de (…) la urdimbre vital y la estructura cultural”.

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  Prescindiendo de sus orígenes didáctico-hipocráticos, el espectro significativo que recoge el aforismo se ha hecho demasiado amplio como para poder categorizarlo sin fisuras. Desde su sentido etimológico de definición hasta la académica: “Sentencia breve y doctrinal que se propone como regla”, los intentos de definirlo han sido cuantiosos, sobre todo entre los franceses, donde el género tiene honda raigambre, tanto en la producción como en la interpretación: desde Montaigne hasta Renard; desde el recién editado Rivarol hasta los ensayos críticos de Barthes. La cuestión tiene evidentemente tanto que ver con la teoría literaria como con los deseos de los aforistas por justificar sus planteamientos personales al respecto. El aforismo revela, en cierta manera, conciencia de la profesionalidad del escritor y hasta cierta vanidad en cuanto que considera que estos chispazos de ingenio, que muchas veces quedan en mero apunte o vuelan como angelotes en la conversación, deben ser llevados a la imprenta.

 La cita de nuestro autor que encabeza este trabajo es también una buena justificación del aforismo y, sobre todo, una apropiada ilustración de lo que arriba se escribió sobre la necesidad de dar salida de una forma libre y fluida a un torrente de ideas que difícilmente encontrarían otra forma expresiva más natural. Hay otros dos: «Un aforismo vale más que mil raciocinios: pues un aforismo es un relaciocinio» y «Tiempo de palabra, tiempo de sentido» que nos ilustran sobre la teoría, el sentido y los procedimientos de que se vale el autor en su enfoque.

 Sería desmedido enumerar los antecedentes de un género, por otra parte, no demasiado cultivado por el escritor español aunque debamos recordar dos cimas como Gracián y Gómez de la Serna. Por lo demás, es la variedad, si vale la paradoja, la constante en los aforismos del pensador de Tardienta. Pero, como es natural, el autor introduce también otros que son meras notas u observaciones de uso personal y, como en todos los aforistas, el género se convierte en ocasiones en algo así como un cajón de sastre. Pero, es cierto, que estos relámpagos de pensamiento poseen lo que es uno de los rasgos de toda la obra de Ortiz-Osés: a pesar de no ser una lectura «fácil» se devora con la fruición que deparan la originalidad y la amenidad y, aparte de nutrirnos sobradamente de ideas, en ellos se revela la multiplicidad de intereses, la fascinación por la ambigüedad, el destello de la inteligencia y la antena alerta de un espíritu siempre tan dispuesto a la estupefacción, como a interpretar los mecanismos que la alientan.

 Aunque sea difícil categorizar un universo tan variopinto y pequemos de reduccionismo, pueden encontrarse cuatro procedimientos básicos en la concepción de los aforismos de Ortiz-Osés: El pensamiento puro y descarnado, el juego lingüístico, la cita y la observación. Es, obviamente, en los dos primeros donde aparece el pensador fresco y profundo, mientras que las citas nos hacen compartir esa fascinación por un conocimiento a la que se aludió más arriba y nos dan noticia de unas ideas que el transcriptor comparte. Además nos proporcionan la sugestión para acudir al autor glosado. Probablemente, lo que llamo «observaciones» constituyan lo más prosaico y prescindible del ringlero.

 Otro dato esencial para comprender el universo de Ortiz-Osés es la libertad con que enfoca su tarea creadora. Por eso, en sus ensayos aparecen no fragmentos líricos sino poemas lisos y lasos; al igual que sus imprescindibles memorias aparecen cuajadas de elementos inesperados y habitualmente extraños a este género, aunque no dejen de de ser una autobiografía más auténtica que la mayoría de las que leemos; y, de la misma manera, su oratoria acude a todas las fórmulas, requerimientos y tonalidades pensables… Por eso no extrañará que se sirva del aforismo para darnos pautas o entrevisiones que difícilmente cuadrarían en la ortodoxia del género e incluso para verternos algún que otro miniensayo. Ninguna imposición normativa, pese a su rigor teórico, en el devenir textual de sus producciones. Pero ya sabemos que si algún filósofo hizo profesión de ortodoxia hace muchas centurias que pasó su hora. 

 No puedo dejar de referirme al humor, pulsión a la que, a menudo, también hace referencia el autor. Si a estas alturas del tiempo cualquier planteamiento, aserto o actitud no puede prescindir de aquél, so pena de devenir dogmático, campanudo o grotesco, menos cuando, como en el caso de Ortiz-Osés, hay una evidente voluntad de moralidad en su escritura. Si, como alguien dijo, el humor es la forma más alta de cortesía, de inteligencia…, excluir tan humano modo de distanciamiento asegura, en cambio, la ocasión de convertirse en seguro objeto de burla. «Soy un irreverendo» nos comunica con socarronería este pintoresco clérigo no ejerciente, que se anticipa así a cualquier calificación irrespetuosa. ¡Qué pocos personajes del mundo académico -las formas campanudas siempre se adoptan para proteger la irrelevancia- se toman a broma a sí mismos! Por cierto, única forma posible de conocerse. Evidentemente, no les interesa.    

 Inclasificables, difícilmente definibles («El absolutismo de la razón produce monstruos»), los aforismos, a mitad de camino entre la palabra y el silencio, nos muestran el laboratorio del autor en el que, además de dolor, inteligencia, estupefacción, amor y verbo juguetón, hay una grieta para dar salida al material crudo. Si, como dijo otro gran aforista, Carlos Edmundo de Ory, «El poema es la casa sin puertas», el aforismo es ese ventanuco a través del cual el poeta observa lo incomprensible del mundo y nosotros nos asomamos al crisol alquímico de este creador insoslayable.

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