En la muerte del muy curioso personaje y cineasta, Jesús Franco, recupero esta reseña de su libro, Memorias del tío Jess (Aguilar, 2004), que, bajo el título «Cascarrabias en campaña», publiqué en Heraldo de Aragón el 10 de febrero de 2005.
Resulta confortante leer las memorias de alguien que no quiere darnos una imagen sino reivindicar lo suyo con la misma pasión que lo haría en una conversación de bar o en una tenida familiar de Nochebuena. Uno está cansado de tantos ecuánimes consagradillos que al acercarse a los setenta, deciden perdonarse sus desmanes dialécticos juveniles, sus drogadas y sus borracheras y hablarnos ex cátedra -con el distanciamiento que, a lo peor, da el tener nietos- de la novela social, de mayo del 68, de los novísimos, de lo amigos que fueron de Benet, Octavio Paz o Gil de Biedma y de lo amigos que son ahora de Gimferrer –rarillo pero encantador-, de Rosa Regás y, of course, de Juan Cruz, pequeñajo y con esa voz, pero buena gente. A quienes fueron muy amigos suyos pero no están en el canon, se les borra de las memorias y a otra cosa. También conocieron al cura-duque Aguirre, al que siempre dejan entre Pinto y Valdemoro, a la policía franquista, que les fastidiaba pero no les solía pegar porque no eran pobres -¡qué vamos a hacer!- a Cela, que era muy mala persona… Pero sobre todo, y sibilinamente, encajan vaticanas puyas a quienes les hicieron una faena, hablaron mal de ellos en sabe Dios dónde o en, suma, les deben algo.
Este Jesús Franco, que ya ha sobrepasado los setenta, nos habla, en cambio, desde su verdad, con la pujanza que da el creerse víctima de una injusticia, asumiendo sus excesos y sus carencias, poniendo a parir a Fulanico si lo considera un imbécil y sin pararse a considerar si le conviene o no hablar mal bien de éste y del otro. Porque ¡qué cosa más triste que un consagradillo, alrededor de los setenta, teniendo que adaptar sus fobias y filias a lo que manda la corrección cultural! Jesús Franco está tan poco en esa banda que hasta aparece como emblema en los habitualmente divertidos libros sobre la cultura basura.
Pero es que la vida de Jesús Franco tiene, además, evidente interés desde su adolescencia de postguerra en el seno de una familia burguesa venida a menos, hasta su colaboración en los sesenta con Orson Welles, que es el periodo que trata el libro, dedicando muy poco espacio a su última etapa, la de furioso realizador de películas pavorosas, que además pueden divertir, por distintas razones, tanto a infradotados como a superdotados. “No sigas por ahí, que te pierdes” me dice mi gusano de la conciencia que es freaky pero sensato. 191 películas, en su mayoría filmadas fuera de España, llevaba el cineasta madrileño el 2 de agosto, y eso que empezó tarde. Ni los realizadores del cine mudo…
Quizá una de las partes más interesantes de estas memorias sea la que nos habla de su desatada pasión por el jazz, que lo llevó a la radio y a muy diversos conjuntos que se hacían y deshacían para tocar jazz o lo que tocase, si vale la redundancia. Lo precario, improvisado y agrícola, más que pre-industrial, del panorama cultural de la nación queda más claro en estas evocaciones que en sesudos tratados sobre la postguerra cultural. Todo ello debía ser suplido con toneladas de voluntarismo, ingenuidad a paletadas y un entusiasmo por el trabajo que a los nacidos tras los sesenta parecerá inventada. Entre otras muchas cosas nos enteramos de que quien en tales años quisiera pertenecer a una orquesta no podía ser calvo, como dice el autor: “Una orquesta debía dar una sensación de alegría, de dinamismo y juventud”. En todo caso, servía el peluquín, doy fe del dato. Todo eso con verdaderas joyas sobre personajes muy conocidos del ambiente madrileño por el que Jesusito se movía con la celeridad y desparpajo que se atribuye a los cortos de talla.
Casi a la vez que esta vocación surge la del cine, mucho más compartida, pero que en un apasionado como el tío Jess toma caracteres de riada. Un montón de juicios, generalmente, atinados, de salidas de madre, de personajes en los que reconocemos el Madrid de los años cincuenta, el mismo que nos presenta el cine español de la época, tan maltratado por la censura, por la industria y por los críticos sesudos que querían que, en vez de personajes disparatados y vapuleados por la vida -lo que había en la calle- aparecieran obreros de mural arrasando obstáculos con el ideal, si vale la rima interna. Efectivamente, el mundo en que vive Jesús Franco, que, pese a que nunca fue un muerto de hambre, asume en su propia versión características de pícaro, es un mosaico absurdo pero real, como ese tren cargado de campesinos que a él le lleva a Francia y a ellos a la vendimia en la Rioja. París constituye otra de las claves del libro, una ciudad en la que, frente otras épocas, había muy pocos españoles y que al autor le sirve para zamparse todas esas películas que nunca habría visto en su país y para consolidar su desastrado aprendizaje.
Hay en Jesús Franco una necesidad de reivindicarse, de demostrar a todos que tenía razón, que hoy es conocido en medio mundo, que sus pintorescas películas, que muchas veces es él el primero en denostar, tienen méritos que le deparan admiradores en todas las ciudades del orbe… una cierta ingenuidad combatiente que le lleva a presumir constantemente de su trabajo con Orson Welles, de su internacionalismo frente a otros directores españoles, modernos pero casposos –también aduce, por cierto, haber dado cancha a este hoy popular adjetivo-, de su talante libre y poco sujeto a los convencionalismos del tiempo…
Lo que no puede negársele a Franco es oportunismo, zorrería, capacidad de trabajo, talante combativo y desfachatez cuando hace falta y, respecto a lo que nos ocupa, una capacidad para contar, cercana al estilo verbal, tosca pero efectiva, que nos hace seguir sus peripecias con algún distanciamiento pero con natural simpatía.
En fin, que acabada la lectura del libro, dan ganas de encontrarse con este vejete –el tío Jess, como cualquier vampiresa, se quita años descaradamente- e invitarle a cenar para que siga contándonos demasías, metiendo el dedo en el ojo a franquistas y comunistas, casposos y pedantes, madrileños, catalanes y canarios y, con el puro y la copa, preguntarle por lo que se deja en el tintero.
Cartel de La comtesse noire. – Tío Jess instruyendo a una actriz