A través de Andrés Ortiz-Osés, su principal difusor en España, me entero de la muerte de Gilbert Durand el pasado 7 de diciembre. Para quienes no lo conozcan, su minibiografía está en la Wikipedia. En cuanto a mí, pocos autores he leído con más provecho y pocos libros he absorbido con más intensidad y me han enseñado tanto como Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Taurus. Madrid, 1981. Pero toda su obra es un venero de rigor, imaginación y profundidad. Aunque brevemente, llegué a conocerlo y no se me olvidará la visita que hicimos al Museo de Arte de Cataluña y el pasmo del pequeño grupo que lo acompañábamos ante su sabiduría y la original profundidad de sus comentarios.
Reproduzco aquí una reseña de la citada obra que publiqué en Temas nº 3. Diciembre, 1987. pp.307-308.
La impermeabilidad de nuestra vida cultural a las corrientes más profundas, que no más nuevas; el deslumbramiento por terminologías estrambóticas o sistemas mecanicistas con superávit de magma y defecto de sustancia son fenómenos constantes en la intelligentsia española de los últimos veinticinco años. Todo ello promovido, es verdad, por la ruptura con la tradición cultural europea a partir de la guerra civil de la que no se ve cuando acabaremos de recuperarnos. Así, la figura fundamental de Gilbert Durard es apenas conocida y esta su obra cumbre, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, editada en 1960, tardó veintidós años en publicarse en España. Por supuesto que ningún otro de sus títulos está a disposición del lector español, aunque Anthropos anuncie próximas traducciones.
Desde que Einstein, Planck y Pauli desbarataron con sus teorías los fundamentos de la física clásica, la epistemología hubo de rectificar sus rumbos y el interés positivo por las ciencias puras – ya muy vacilante en el último tercio del siglo deslumbrado por los resplandores de la tuerca y el vidrio de la probeta – se fue desplazando hacia ciencias tan humanas como la sociología, la psicología o la antropología. Gastón Bachelard resumió estas actitudes en El nuevo espíritu científico y otros tratadistas como Prigognine, Morin o Popper han iluminado distintas facetas de esta problemática.
La Psicología, hasta el siglo XX empírica y mecanicista, se centró con el psicoanálisis en las representaciones imaginarias y la aportación junguiana significó un intento de ensamblar con voluntad de totalidad – y es cierto que también con no poca dispersión- el saber tradicional y las concepciones primitivas con las nuevas teorías inaugurando una arquetipología un sí es no magmática y confusa pero que constituye un hontanar tan fecundo que en él han abrevado –y abrevan- los pensadores más estimulantes del último medio siglo. Max Weber y E. Cassirer colaboraron desde otras ópticas, aportando una fundamentación filosófica y lingüística a estas corrientes que también se nutren de cierto Bergson o de cierto Heidegger, los dos filósofos, tal vez, más controvertidos –y citados- de nuestra centuria.
Es la basada en estos fundamentos la línea más feraz del pensamiento contemporáneo y en ella habría que incluir a Eliade, Dumézil, Bachelard, Panofski, Lupasco, Ricoeur, Hocke, Graves, Corbin, Thom, y en cierto sentido, hasta al mismo Levi Strauss.
La obra de Durand intenta sistematizar los arquetipos, partiendo de una base pluridisciplinar que, sin desdeñar lo poético constituya una ciencia humana susceptible de abarcar todos los campos del saber. Gilbert Durand soslaya de entrada cualquier condicionamiento ideológico o filosófico. Quizá haya que decir para los que oyen mal que esta prescindencia, equivale al alejamiento de todo dualismo, de todo escolasticismo. Se pretende una suerte de ecumenismo científico que estudie sistemáticamente la representación y sus símbolos desde todas las perspectivas posibles.
Durand trata de establecer una arquetipología general, pues para él lo imaginario (el universo simbólico donde se condensan las pulsiones, deseos, nostalgias y prospectivas de toda realidad o realización humana) tiene unas reglas que exigen la práctica de un estructuralismo no limitado a las formas y que denomina estructuralismo figurativo. Así, surgen una serie de grandes constelaciones simbólicas o mitologemas regidas –y ésta es la distinción básica- por lo diurno que se resolvería en estructuras esquizomorfas o heroicas o por lo nocturno que englobaría estructuras sintéticas, diseminatorias o dramáticas junto a otras llamadas míticas o, más retóricamente, antifrásticas.
Siguiendo a Bachelard y coincidiendo –en parte- con Frye esta recuperación del mito como un método más de conocimiento se aplica especialmente a la crítica literaria a la que se aplica el marbete de mitocrítica que Durand define como una “sociología de las profundidades”. El citado Frye y el mismo Walter Benjamín, gentes poco sospechosas de acientifismo utilizaron presupuestos muy cercanos en algunos de sus análisis más sugestivos. Y eso durante un tiempo en que en nombre de las ideologías se descalificaba a cualquier apóstata del discurso cultural dominante en sintagma tan querido por los amigos de repetir consignas, letanías, indulgencias y excomuniones. La objetividad, tan venerada por aquellos paladines del ritornello, parece hoy recluida a los límites de la ética individual tan difícil de circunscribir –es cierto- como la susodicha objetividad.
Aunque resulte irrisorio pretender condensar los presupuestos básicos de un pensamiento tan polimorfo como el de Durand en unas líneas apresuradas, sirvan al menos como mojón, guía de peregrinos o, mejor, de faro de navegantes, pues –nadie se engañe- los caminos de aproximación son procelosos y abundan sargazos, falaces sirénidos, escollos, bucaneros, tempestades, remolinos y hasta cachalotes. Quienes pretendan utilizar el sistema de Durand a modo de plantilla tropezarán con su escurridiza diversidad, quienes busquen en él un método de conocimiento se encontrarán con un poderoso instrumento capaz de completar y enriquecer las investigaciones más dispares.
«el deslumbramiento por terminologías estrambóticas o sistemas mecanicistas con superávit de magma y defecto de sustancia son fenómenos constantes en la intelligentsia española de los últimos veinticinco años.» Lo achaca usted al franquismo… Pasa lo mismo en Francia…
La ruptura de la tradición cultural, sí. El deslumbrarmiento, etc., lo achaco a la estupidez y a la ignorancia. Claro que eso lo escribía hace veinticinco años. Ahora ni siquiera existe algún deslumbramiento por nada que tenga que ver con la cultura
de acuerdo en cuanto a ruptura de la tradición cultural… al menos veinte años antes de que se recupere… pero cuántos papanatas alaban refritos con olor a novedad…
[…] Francisco de la Torre es ante todo un poeta esencial. La desmaterialización, la importancia concedida a ese yo desleído entre la pasión interior y el fulgor de la Naturaleza, la ausencia de descripción física y esa melancolía saturniana que traslucen sus versos nos colocan ante un hombre deslumbrado por los símbolos y sus correlaciones que en esta poesía alcanzan cotas casi místicas. Con el inexcusable pretexto de lo elegíaco, don Francisco despliega un riquísimo espectro de imágenes simbólicas en las que la noche –representación emblemática del inconsciente- adquiere un valor fundamental. La noche, reducto de lo divino, espejo invertido de nuestro mundo, descenso a los valores femeninos o, como para San Juan de la Cruz, tiniebla del desamparo y, al mismo tiempo, espacio predilecto y único en el que puede instaurarse el inaprehensible vínculo, es el sujeto privilegiado de esta lírica. Noche que se metonimiza en estrellas, silencio o tinieblas, componiendo un muestrario de ese régimen nocturno, tan caro a muchos de los poetas más importantes de la tradición occidental y que tan sutilmente han iluminado Evelyn Underhill o Gilbert Durand. […]